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Resumen
El presente artículo constituye una aproximación fenomenológico-hermenéutica al mito antropogónico del Popol Vuh. La primera sección está destinada a exhibir la estructura y sentido del discurso mítico. La segunda sección tiene como objetivo hacer patente la idea de humano implícita en el libro sagrado, para lo cual se ponen de manifiesto los rasgos esenciales y las limitaciones de los hombres de barro y de madera. Finalmente, el análisis toma por tema la esencia y el fin último del hombre de maíz. La tesis a demostrar es que el hombre es un ser creado por y para los dioses. El enfoque metodológico desde el cual se realiza la investigación encuentra sus fundamentos tanto en la fenomenología de la religión de Mircea Eliade como en la ontología fundamental de Heidegger.
Introducción
La fenomenología es la investigación filosófica que tiene por fin conducir a la manifestación esencial lo que aparece. Su ámbito de investigación es “aquello que inmediata y regularmente justo no se muestra [...] pero que a la par pertenece por esencia a lo que inmediata y regularmente se muestra, de tal suerte que constituye su sentido y fundamento” (Heidegger, 2009, p. 46). La fenomenología es una forma de acceso a lo que cotidianamente se ofrece ante la mirada del ser humano por cuanto es un aspecto constitutivo del mundo en el que habita, es decir, a los fenómenos, cuyo fin último es desentrañar la estructura y sentido de estos. Su finalidad es “permitir ver lo que se muestra, tal como se muestra por sí mismo” (Heidegger, 2009, p. 45).
En virtud de su historicidad, al humano le es propio un horizonte de comprensión histórico-cultural desde el cual emerge el sentido de los fenómenos. Dicho horizonte se integra por un entramado de prejuicios heredados que median toda experiencia, tanto la del mundo como la de sí mismo (autoexperiencia).
La tradición religiosa de un pueblo es el sistema de mediaciones que posibilitan el ingreso al ámbito de lo sagrado y el encuentro con lo divino. Para que, a través de tales mediaciones, lo divino le “hable” al ser humano, es necesario que esté familiarizado con el sentido de las primeras.
Para quienes no participan de la experiencia religiosa, esta solo resulta accesible a través de su expresión textual. Gracias a su fijación en un texto, la experiencia religiosa se convierte en un fenómeno hermenéutico del que la fenomenología puede hacerse cargo. La fenomenología hermenéutica de la religión es la interpretación de los testimonios que el ser humano religioso aporta sobre su peculiar modo de habitar el mundo.
El propósito de estas páginas es ofrecer una aproximación fenomenológico-hermenéutica al relato sobre la creación del humano del Popol Vuh. En la primera sección, destinada a exhibir la estructura y sentido del discurso mítico, se caracteriza a este último como: a) narración de las acciones divinas, ocurridas in illo tempore; b) hieros logos; c) discurso fundacional. En la segunda sección, cuyo objetivo es hacer patente la antropología implícita en el libro sagrado, se ponen de manifiesto los rasgos esenciales y las limitaciones de los hombres de barro y de madera Finalmente, se reflexiona sobre la esencia y el sentido de la existencia del hombre de maíz.
La tesis a demostrar es que el humano es un ser creado por y para los dioses, por lo que su origen, constitución, atributos y meta existencial solo se esclarecen mediante la interpretación del discurso sagrado que narra cómo fue que llegó a ser. De ello se sigue que el autoconocimiento exige escuchar atentamente las enseñanzas del mito.
El enfoque metodológico desde el cual se realiza la investigación es resultado de una síntesis creativa de dos tradiciones, ya que encuentra sus fundamentos tanto en la fenomenología de la religión de Mircea Eliade como en la ontología fundamental de Martin Heidegger.
La importancia de este trabajo radica en pensar, desde una perspectiva existencial, la relación entre el ser humano y lo divino, reflexión cuya urgencia está determinada por el desarraigo que caracteriza a las sociedades modernas y posmodernas.
Origen, estructura y sentido del mito
Lo propio del Dasein es ser-en-el-mundo. Este es el primer existenciario en orden de importancia. El existenciario “mundo” designa el entorno de la vida cotidiana donde se despliega la actividad del Dasein.
Ser-en-el-mundo significa, ante todo, habitar.
No hay que identificar aquello que nombra el existenciario “mundo” con universo o totalidad empírica. En la ontología fundamental heideggeriana, “mundo” hace referencia a la configuración peculiar de sentido que, en cada caso, vincula las cosas entre sí y a estas con el Dasein. No hay sentido sino por y para el existente. El sentido es una determinación de la existencia. Solo para el Dasein hay un mundo o una variedad de mundos posibles.
Como he mostrado en otro lugar, la religión es “un modo de ser-en-el-mundo, adoptado de manera libre y consciente, que surge como respuesta existencial positiva, de absoluta disponibilidad, a la manifestación de lo divino” (González Suárez, 2020, p. 54). Para comprender lo anterior, en principio es necesario tener presente que, desde el punto de vista fenomenológico, “mundo” designa el entorno de la vida cotidiana donde se despliega la actividad humana.
No hay un único mundo, sino una amplia variedad de mundos histórico-culturales. Según Eliade, “‘Mundo’ es siempre el mundo que se conoce y en el que se vive; difiere de un tipo de cultura a otro; existe, por consiguiente, un número considerable de ‘Mundos’” (1999, p. 49). En cada uno de ellos impera una tradición específica que expresa la comprensión del sentido del ser propia de cada cultura, sobre la cual descansa el significado de los fenómenos.
Por el solo hecho de habitar un mundo concreto, “vivimos en cada caso ya en cierta comprensión del ser” (Heidegger, 2009, p. 13). Lo sepamos o no, siempre estamos en posesión de una comprensión específica del sentido ontológico. Tal comprensión es deudora de la tradición cultural que nos es propia. La cultura -en tanto que estructura de sentido- es un horizonte de interpretación compartido que origina y da sustento a prácticas morales y políticas.
A cada pueblo originario le corresponde un peculiar modo de ser-en-el-mundo. Tal interpretación define la vida activa (labor, trabajo y acción) de la comunidad. A cada modo de comprender el sentido del ser y del propio ser corresponde una cultura, una manera única de habitar y actuar en el mundo. Tal es la complicada relación que existe entre ontología y cultura.
Toda cultura entraña una cosmovisión religiosa. Dicho término, que proviene del alemán Weltanschauung, fue introducido por Dilthey en su obra Teoría de las concepciones del mundo para hacer referencia a una representación de la realidad, de carácter sociocultural, constituida por percepciones, conceptos y valoraciones acerca de cuanto existe. A través de dicha categoría, lo que el filósofo quería dar a entender era que la experiencia estaba fundada intelectual, emocional y moralmente en los prejuicios heredados del ámbito cultural en el que se vive.
La religión es fundamento de la cultura, al menos en su acepción tradicional. No hay pueblo sin religión. Y la concepción del humano, de la naturaleza y de lo divino que determina la identidad cultural de una comunidad se origina en una experiencia engendrada por el encuentro con Dios y con los dioses, testimoniada por el mito.
La narración mítica es historia sagrada en un doble sentido. Primero, porque sus protagonistas son los dioses. En segundo lugar, el mito expresa una verdad que la divinidad le ha manifestado a un determinado grupo social a fin de que adquiera una identidad cultural.
El discurso fundacional de toda religión, que expresa el sentido último de la vida humana, es el mito. A partir de sus mitologías, los pueblos interpretan la totalidad de lo que acaece. Los mitos son “matrices u horizontes ‘cosmovisionales’ y de sentido” (Lavaniegos, 2016, p. 233) que establecen un modo de concebir y habitar el mundo autónomo e irreductible a cualquier otro.
Una vez que ha cumplido su cometido, la acción creadora/ordenadora de los dioses cesa. En tal sentido, cabe decir que es única. Sin embargo, a diferencia de la acción humana, que es irreversible, puede ser re-actualizada una y otra vez por medio del ritual. En el ritual, los humanos no recuerdan, sino que participan de las acciones de los dioses previas a la existencia del mundo, del tiempo y de la historia. Y al convertirse en contemporáneos de las acciones de los dioses, comprenden que cada cosa tiene una razón de ser.
El tiempo sagrado es indefinidamente reversible porque, a través del ritual, puede ser reactualizado. Como advierte Lavaniegos, “esta recreación cíclica del tiempo [fuente, del tiempo de los orígenes, que se hace posible por medio del ritual] supone, de forma más o menos explícita, una repetición” (2016, p. 256).
La visión del mundo que el Popol Vuh alberga, ciertamente, no corresponde al pensamiento de “los sacerdotes del templo del periodo clásico. Ni es una expresión sincretista de la variante colonizada de la religión maya, que el imperio español toleró en las ceremonias ‘indizanizadas’ de las Iglesias de América Central” (Sharonah, 2003, p. 209). El texto sagrado de los mayas comunica una palabra esencial sobre los dioses y sobre el ser humano que, antes de la conquista, “hacía visible la vida”. Con la llegada del cristianismo, esa verdad ya no se ve, queda oculta bajo el peso de una experiencia religiosa distinta. De ahí la necesidad de ensayar una aproximación hermenéutico-fenomenológica que haga comprensible su sentido prístino.
El mito como hieros logos
El mito es historia sagrada porque comunica una verdad que no es producto de la reflexión, sino que le ha sido otorgada a un pueblo por lo divino. El Popol Vuh es eco de lo que “fue dicho por el Creador y Formador, la madre y el padre de la vida, de todo lo creado, el que da la respiración y el pensamiento, la que da a luz a los hijos” (2016, p. 22).
Asimismo, el mito es historia sagrada porque narra las acciones de los dioses que tuvieron lugar en el tiempo de los orígenes, cuando el hombre aún no existía ni la historia había comenzado, puesto que “la primera premisa de toda historia humana es la existencia de individuos humanos vivientes” (Marx y Engels, 2014, p. 19).
El Popol Vuh constituye “la primera relación, el primer discurso” (2016, p. 23). Tal discurso no recoge las antiguas historias de las tribus de la nación quiché, sino las acciones del Creador y Formador y de los Progenitores que hicieron posible la aparición del mundo y del ser humano. Estas acciones tuvieron lugar cuando “todo estaba en suspenso, todo en calma, en silencio […] No había todavía un hombre, ni un animal, ni pájaros, peces, cangrejos, árboles, piedras, cuevas, barrancas, hierbas ni bosques: solo el cielo existía” (2016, p. 23). Es decir, en el tiempo primordial, cuando los dioses obran el milagro de la creación, ponen cada cosa en su sitio y le asignan un propósito.
El mito no es un discurso explicativo deficiente, prefilosófico, precientífico ni carente de valor, propio de mentalidades primitivas. Religión, filosofía y ciencia son modos de ser-en-el-mundo que responden a necesidades existenciales irreductibles.1 La conciencia mítica no se opone al pensamiento científico, solo difiere de este. Su objetivo no es ofrecer explicaciones causales de aquello que acontece, es mostrar que “El territorio habitado es un todo coherente. Hombres, animales, plantas, astros, orientación geográfica y decurso temporal forman una unidad dentro de la cual cada elemento tiene su función” (Morales Damián, 2010, p. 294).
Al ofrecer de forma anticipada una respuesta a las grandes preguntas de la existencia, el mito suspende una supuesta actitud crítica ya desarrollada. Efectivamente, de manera indirecta, una de las funciones del mito “es suspender la duda crítica, inhibir la pregunta que interroga por las causas que promovieron el origen de las cosas o la acción de los dioses” (Florescano, 2002, p. 348). La visión religiosa del mundo impide que surja la admiración y, con ello, las preguntas fundamentales de la ciencia y de la filosofía.
Es un hecho que el primer contacto de la persona con la religión es producto del ethos del pueblo al que pertenece y, por tanto, algo que se asume sin cuestionamiento, que se impone desde fuera (Estrada, 2005). Quien acepta la verdad del mito, no experimenta la necesidad de cuestionar el origen, la estructura ni el sentido último de la realidad; asume que la verdad es don.
Por otro lado, a fin de distinguir el mito de la historia, cabe señalar que la verdad del mito no radica en su capacidad para relatar una serie de acontecimientos de los que nadie podría tener experiencia -puesto que tienen por protagonistas a los dioses y han ocurrido in illo tempore-. El mito es una historia verdadera porque, al narrar cómo fue que todo empezó a existir, funda el sentido de su presencia en el mundo.
Si el primer suceso que narran los mitos cosmogónicos es la organización del espacio en niveles y rumbos es porque dicha actividad creadora u ordenadora de los dioses hace del espacio una realidad conocida y habitable. Es por eso que el Popol Vuh comienza con el relato de “cómo se acabó de formar todo el cielo y la tierra, cómo fue formado y repartido en cuatro partes, cómo fue señalado y el cielo fue medido y se trajo la cuerda de medir y fue extendida en el cielo y en la tierra, en cuatro ángulos, en los cuatro rincones” (2016, p. 21).
La verdad del mito radica en que “se refiere siempre a realidades. El mito cosmogónico es ‘verdadero’, porque la existencia del Mundo está ahí para probarlo; el mito del origen de la muerte es igualmente ‘verdadero’, puesto que la mortalidad del hombre lo prueba, y así sucesivamente” (Eliade, 1999, p. 13). El Popol Vuh es una historia verdadera porque la tierra, las montañas, los valles, los animales del monte, los árboles y bejucos y el humano existen.
El mito cuenta “cómo, gracias a las hazañas de los seres sobrenaturales, una realidad ha venido a la existencia, sea esta una realidad total, el cosmos, o solamente un fragmento: una isla, una especie vegetal, un comportamiento humano, una institución” (Eliade, 1999, p. 13). Al narrar cómo fue que los elementos que integran el mundo llegaron a ser gracias a la acción creadora u ordenadora de Dios y de los dioses, el mito no pretende explicar la naturaleza ni la función de estos, sino dotar de sentido su presencia.
El mito como discurso fundacional y modelo ejemplar
El mito es el discurso a través del cual los diferentes pueblos han fundado el sentido del ser y de su ser. Gracias al mito, tanto teogónico como antropogónico, el ser humano comprende de dónde viene, quién es, por qué y para qué existe.
El mito es discurso fundacional porque constituye el principio de la visión del mundo de las sociedades tradicionales, lo cual significa que es base tanto de la antropología como de la teología de tales pueblos. Solo cuando el humano comprende su relación con lo divino puede responder a la pregunta ¿quién soy yo, en tanto que miembro de esta comunidad?
Puesto que la función cultural del mito es ofrecer modelos para la acción y otorgar sentido a la existencia (Eliade, 1999), funda el ethos del pueblo. Creer que algo se hace de determinada manera y no de otra porque Dios o los dioses así lo hicieron, salva la acción del sinsentido. El mito, al narrar “las gestas de los seres sobrenaturales y la manifestación de sus poderes sagrados, se convierte en el modelo ejemplar de todas las actividades humanas significativas […] tanto la alimentación o el matrimonio, como el trabajo, la educación, el arte o la sabiduría” (Eliade, 1999, pp. 13-14).
En el Popol Vuh, las acciones de los Gemelos Divinos son un despliegue de valentía, templanza y astucia. En contrapartida, los Señores de Xibalbá -cuyas acciones están orientadas a la destrucción- mienten, hacen trampa y carecen de creatividad. Así queda descrito el ethos que deberá seguir el humano grato a los dioses y el modo de vida que deberá evitar. Como afirma Florescano, el objetivo del mito es negar que la acción humana sea el origen del devenir histórico, por cuanto atribuye todo acontecimiento a la voluntad de los dioses (2002).
Solidaridad del mito cosmogónico, teogónico y antropogónico
Aquello que el mito relata es “un acontecimiento que ha tenido lugar en el tiempo primordial, el tiempo fabuloso de los ‘comienzos’” (Eliade, 1999, p. 12). Es decir, en el principio de todo. Cuando solo los dioses eran. Según el Popol Vuh, antes de que las cosas comenzaran a existir únicamente “había inmovilidad y silencio” (2016, p. 23). No había sido creado aún el único ser capaz de andar y nombrar a los dioses. En medio de la oscuridad, “Sólo el Creador, el Formador, Tepeu, Gucumatz, los Progenitores, estaban en el agua rodeados de claridad” (2016, p. 23) ¿Cuál es el significado simbólico de tales elementos? La oscuridad tiene el poder de ocultar las cosas. Inmersas en ella, aun cuando existen, las cosas no se manifiestan. Pero la oscuridad de la que el mito habla no es semejante a ese ocultamiento. La noche de la que se habla es la noche del mundo: el tiempo previo a la creación.
Agua y luz representan la fuerza creadora de los dioses. Son imágenes de la manifestación de las cosas, que nace de la palabra. Antes de dar comienzo a su acción creadora, Tepeu y Gucumatz meditaron, deliberaron y “se pusieron de acuerdo, juntaron sus palabras y su pensamiento” (2016, p. 23). En el diálogo, se les manifestó que: “No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que exista la criatura humana” (2016, p. 24). Por ello, dispusieron la morada de aquel que sería capaz de pensar en ellos y adorarlos. La creación del ser humano es efecto de un ejercicio divino de deliberación (Morales Mena, 2014).
Según el mito maya, la tierra fue creada por la palabra de los dioses: “Así fue en verdad como se hizo la creación de la tierra: -Tierra!, dijeron, y al instante fue hecha” (2016, p. 24). La creación maya no es absoluta. La acción divina presupone la existencia de una realidad indiferenciada, simbolizada por “el mar en calma y el cielo en toda su extensión” (2016, p. 24).
En la cosmovisión maya, “el hombre es en el mundo y el mundo es para el hombre, por lo que podría hablarse de la cosmogonía de estos pueblos como de una explicación antropocéntrica del cosmos” (De la Garza, 1978, p. 20). No obstante, tanto la existencia del mundo como la del humano están ordenadas a la de los dioses. La visión del mundo maya es teocéntrica.
La antropología implícita en el Popol Vuh
En general, los mitos presentan “los acontecimientos primordiales como consecuencia de los cuales el hombre ha llegado a ser lo que es hoy” (Taipe, 2004, p. 2). En tanto que discurso religioso, el mito responde a una exigencia de sentido. A través de él, el ser humano se comprende a sí mismo, el mundo que le sirve de hogar y a los dioses que le otorgaron la existencia.
Si en el Popol Vuh el relato del mito cosmogónico precede al de la creación del individuo, no es porque la formación de la tierra sea más importante que la de la criatura humana. La tierra fue creada por los dioses para que sobre su faz habitara un ser capaz de nombrar a sus creadores y formadores.
Antes que los humanos, fueron creados su hogar y su sustento. La creación del ser humano exige de los dioses mayor poder y sabiduría que la del mundo. Árboles, bejucos y animales fueron creados de una vez por todas. La creación del hombre supuso tres intentos.
Cuando la tierra ya había sido formada, los dioses crearon a los animales. A cada uno de ellos le fue asignada una morada, una acción específica y una voz. Pero carecían de lenguaje, por tanto, eran incapaces de invocar a “Huracán, Chipi-Caculhá, Raxa-Caculhá, el Corazón del Cielo, el Corazón de la Tierra, el Creador, el Formador, los Progenitores” (2016, p. 26). Por este motivo su alimento y habitación fueron modificados, lo cual muestra que la dignidad de cada criatura está determinada por su relevancia religiosa, por el modo en que contribuye a la invocación y adoración de los dioses.
El hombre de barro
Los dioses esperaban que los animales los alabaran. Al confirmar que no fue así, tomaron una nueva decisión: “Probemos ahora a crear seres obedientes, respetuosos, que nos sustenten y alimenten” (2016, p. 27). A continuación, formaron al hombre de barro. Pero tampoco cumplía con sus expectativas.
El hombre de barro carecía de movimiento y de fuerza. No podía mantenerse en pie, puesto que había sido formado de un material que tampoco posee dichos atributos, idea bajo la que subyace el principio metafísico de que el material a partir del cual se crea algo determina su constitución.
Tales humanos tampoco gozaban de movimiento. No podían andar, pero tampoco podían llevar a cabo el movimiento fundamental de todo lo vivo, a saber, la reproducción.
La limitación más importante de los hombres de barro, desde el punto de vista religioso, es que no veían claramente. La vista velada es un símbolo. A través de ello se da a entender que carecían de entendimiento, afirmación que puede interpretarse en dos sentidos. El primero es que, al no estar dotados de racionalidad (comprendida en sentido amplio), tampoco eran capaces de conocer a sus Creadores y Formadores. La otra posibilidad es que no usaban su entendimiento para alcanzar dicho conocimiento, en cuyo caso, teniendo la posibilidad de entender, no lo hacían. Es decir, eran impíos.
El hombre de madera
Después de haber fracasado con el hombre de barro, los dioses concibieron la idea de hacer un hombre de madera. Para ello, solicitaron la ayuda de lxpiyacoc e Ixmucané, quienes practicaban la adivinación echando granos de maíz, para crear a quien habría de sostenerlos y alimentarlos, invocarlos y tener memoria de ellos.
Esta vez se intentó crear al hombre de madera. El éxito obtenido fue mayor: se multiplicaba y hablaba. Podría pensarse que “esta cualidad se quedó en el plano mecánico, sin el sustento de la racionalidad” (González Martín, 2001, p. 91). Desde mi interpretación, lo que el libro sagrado da a entender es que esas criaturas sí gozaban de racionalidad, pero su inteligencia no les permitía comprender su relación son los dioses. Su racionalidad no los conducía a elevar la mirada hacia la trascendencia de lo sagrado.2
Al no tener memoria de los dioses, los hombres de madera estaban desarraigados. Su principal defecto -que parece replicarse en la mayoría de nuestros contemporáneos- era que su inteligencia no los conducía a la vida religiosa. En tanto que podían hablar, cabe inferir que también habrían podido nombrar a sus creadores, pero al no reparar en su existencia y no buscar ningún tipo de religación, en su paso por el mundo caminaban sin rumbo.
Igualmente reveladora es la caracterización de los hombres de madera como criaturas cuyos pies y manos no tenían consistencia, lo cual puede ser interpretado como una hermosa metáfora de que, cuando el humano olvida su origen y no dirige sus pasos tomando en consideración el designio creador de los dioses, sin importar que vague de un lado a otro, no deja huella. Por más habilidades técnicas que desarrolle para construir objetos duraderos en un mundo finito, nada de ello permanece. Toda obra que no está justificada por la vida religiosa es frágil y efímera, por lo que está condenada a perderse en el olvido.
Los hombres de madera no tenían sangre ni sustancia. Para los mayas, la sangre era un líquido sagrado. Y la existencia del humano solo cobraba sentido cuando era comprendida en dependencia directa de los dioses. Por tanto, un individuo sin religión propiamente no era tal: se parecía al que habría de ser creado más tarde, pero no cumplía a cabalidad con su definición.
A causa de sus limitaciones, los hombres de madera fueron aniquilados por medio de un diluvio. Ese fue su castigo por no tener memoria de los dioses. Posteriormente, tanto los animales como los utensilios con los que el hombre de madera había entrado en relación, desatan su violencia contra ellos. ¿Por qué motivo? Por haberse comportado como tiranos de la naturaleza y por no haber comprendido que “[los] animales y las cosas son para el hombre, en tanto que éste sirva a los dioses” (De la Garza, 1996, p. 45).
La rebelión de los animales y de los utensilios domésticos pone al descubierto que, para el maya, el mundo, en tanto que creación, no es ajeno al mundo entendido como entorno de la vida cotidiana. Como una forma de comprender su origen, el maya, como cualquier otro pueblo, recurre al mito. De ese modo accede a la comprensión de que “el hombre es en el mundo y el mundo es para el hombre” (De la Garza, 1978, p. 19). Mas el hombre es por y para los dioses.
¿Cómo fue que los hombres de madera asumieron tal forma de habérselas con el resto de las criaturas y con los utensilios? No reflexionaron sobre su propio ser, tampoco comprendieron que, al no adoptar una actitud de respeto ante la naturaleza y las cosas, labraban su propia destrucción, error con el que nosotros mismos, como herederos del pensar técnico, estamos bastante familiarizados.
Luego del diluvio y de la agresión de los animales y los utensilios, algunos hombres de madera se salvaron escondidos en cuevas o en hoyos cavados en la tierra. Sin embargo, perdieron su condición y se transformaron en animales.
La descendencia de los hombres de madera que sobrevivieron son los monos. En este punto, quisiera detenerme para introducir una breve reflexión filosófica. A diferencia de la entidad natural, el humano no es un qué, sino un quién. Por tanto, el camino para la comprensión del ser del hombre no puede ser el mismo que el seguido por la filosofía de la naturaleza para la comprensión de la animalidad.
La limitante de la visión naturalista del humano es su incapacidad para abrir paso a la comprensión de los rasgos esenciales de la existencia. Cuando se piensa que el ser del hombre es susceptible de ser conocido tomando como punto de partida la animalidad para luego esclarecer la “naturaleza racional”, se deja de lado que el ser humano no “tiene logos” sino que es logos, por lo que se distingue de cualquier otro ente por su capacidad para abrirse a la comprensión del ser, de su ser, de las cosas y de lo divino.
En contraste con el individuo moderno, que se afana por conocerse a partir del animal, el tradicional -poseedor de una mentalidad abiertamente mítica- pensaba que por encima de las funciones orgánicas estaban un conjunto de quehaceres cuya condición de posibilidad no se encontraba en la vida natural. El maya tradicional jamás hubiera pensado que, por llevar a cabo las mismas funciones orgánicas, entre el animal y el humano no había más diferencia que la racionalidad.
El hombre de maíz
En el principio, en ese tiempo fuerte de los comienzos, tras haber fracasado en sus primeras dos tentativas de crear al ser humano, los Progenitores, Creadores y Formadores, Tepeu y Gucumatz, dijeron: “Ha llegado el tiempo del amanecer, de que se termine la obra y que aparezcan los que nos han de sustentar y nutrir, los hijos esclarecidos” (2016, p. 103). Las palabras de los dioses establecen una relación contundente entre aparecer, claridad y humanidad. Para que pueda sustentar a los dioses con ofrendas y sacrificios, el humano debe ser capaz de reconocer la manifestación de su presencia en las diversas mediaciones que emergen en el mundo que habita.
La saga de los Gemelos Divinos, Junajpú y Xbalanké, que a su vez remite al enfrentamiento de Uno Junajpú y Siete Junajpú con los Señores de Xibalbá, pone fin a la oposición entre las regiones del cielo y del inframundo y abre paso al surgimiento del orden natural. De ese modo queda garantizada la fertilidad de la tierra y del sustento para el ser humano. La victoria de los gemelos divinos simboliza “la victoria de las fuerzas creativas sobre las destructivas, en alegoría de la renovación cíclica de la luz solar y del recambio anual de la naturaleza, y en metáfora de la muerte y regeneración continua de la vida” (Florescano, 1998).
No obstante, la salida del sol no es ya sinónimo del amanecer. Para que haya amanecer, es necesaria la existencia de una criatura capaz de caer en la cuenta de la claridad que proviene del sol. Los animales reciben la luz y el calor del sol, pero no son esclarecidos por sus rayos. Únicamente el ser humano amanece: descubre, en determinada situación, desde su estancia en el mundo, el aparecer de la luz del sol que señala el comienzo del día.
Al humano que los dioses esperan crear, el sol no solo lo calienta y contribuye a su sustento; además de lo anterior, lo esclarece en el sentido de que ilustra su entendimiento. Por el hombre de maíz la claridad viene al mundo. Solo él, en tanto que ser racional, es capaz de vislumbrar, en el aparecer de las cosas, la acción creadora de los dioses. De este modo, el Popol Vuh deja entrever la relación esencial que se da entre racionalidad y religión: solo es humano el que, en el aparecer de las cosas, reconoce la obra divina y puede buscar la religación.
Para crear a los hijos esclarecidos, los dioses se reunieron y celebraron un consejo en la oscuridad. Así dio inicio un proceso de reflexión y discusión cuyo propósito era decidir de qué debía estar hecha la carne del ser humano. Tras deliberar, concluyeron que esta vez tomarían como material mazorcas amarillas y blancas.
Con la ayuda de los animales, los dioses creadores llegaron a la montaña de los mantenimientos y de su interior tomaron las semillas del maíz. Estas fueron molidas, “hizo lxmucané nueve bebidas, y de este alimento provinieron la fuerza y la gordura y con él crearon los músculos y el vigor del hombre” (2016, p. 21). Con masa de maíz fueron formados cuatro varones: Balam-Quitzé, Balam-Acab, Mahucutah e Iqui-Balam, fundadores del pueblo quiché.
En las culturas mesoamericanas el maíz es el sustento del humano. La subsistencia está en relación directa con el ciclo de nacimiento y muerte del maíz. Como señala Florescano, “La identificación del origen de la planta del maíz con el origen del cosmos, el nacimiento de los seres humanos y el comienzo de la vida civilizada, expresa la importancia que estos pueblos le atribuyeron a la domesticación de la planta del maíz” (1998). Como la planta del maíz, el ser humano nace y muere. El nacimiento del maíz se hace patente cuando los primeros brotes emergen de la tierra. La vida humana comienza con el nacimiento.
Lo que el fenómeno de la natalidad pone de manifiesto es que la vida humana es, de principio a fin, un comienzo. Nacer es ver la luz en un mundo plural; es aparecer por vez primera ante los ojos de todos. El nacimiento constituye el comienzo de la vida humana, y vivir humanamente es actuar. Mas actuar supone ingresar en la esfera pública para singularizarse.
Las mazorcas de maíz nacen y se corrompen. Del mismo modo, en el decurso de la historia, los individuos se suceden unos a otros. Pero, en ambos casos, la muerte no es sinónimo de desaparición absoluta. Hay algo que permanece. De la semilla que ha de morir en las entrañas de la tierra para fructificar, nacen nuevos brotes. Tampoco “se extingue ni desaparece la imagen del Señor, del hombre sabio o del orador, sino que la dejan a sus hijas y a los hijos que engendran” (2016, p. 59). Tradicionalmente, la “resurrección del dios del maíz, al vincularse en los mitos de creación con el origen del cosmos, estableció los paradigmas teogónicos y las imágenes primordiales sobre los cuales los pueblos de Mesoamérica concibieron la fundación de todas las cosas humanas y sobrenaturales” (Florescano, 1993, p. 124).
El acontecimiento central del mito cosmogónico es la aparición de un orden estructural y funcional que divide el cosmos en dos planos (horizontal y vertical) unidos por un eje que atraviesa el centro del mundo. Este último constituye el punto de unión del Cielo con la Tierra y el Inframundo. La importancia del axis mundi radica en que: “Nada puede comenzar, hacerse, sin una orientación previa, y toda orientación implica la adquisición de un punto fijo. El descubrimiento o la proyección de un punto fijo -el centro- equivale a la creación del mundo” (Taipe, 2004, p. 3).
En el tablero de la Cruz Foliada de Palenque, el maíz es “equiparado con un axis mundi cuyas mazorcas no son otra cosa que cabezas humanas […] La caña de maíz es como un cuerpo humano al que debe decapitarse para reproducir la vida” (Morales Damián, 2007, p. 89). ¿Por qué, en la cultura maya, la creación del cosmos es concebida a partir del ciclo de nacimiento y muerte del maíz? Es de todos sabido que el cultivo de esta planta determinó la base de su alimentación. Lo relevante, lo difícil de comprender en nuestros días, es el reconocimiento de lo divino en el maíz.
A la luz del Popol Vuh, el maíz es una hierofanía, es decir, un “objeto del mundo que, sin dejar de ser lo que es, hace presente la realidad del misterio para el hombre” (Martín, 2006, p. 196). La hierofanía es una realidad tangible gracias a la cual, en los distintos contextos culturales, el humano reconoce el acontecer de lo divino como una realidad visible, que cabe describir (Ries, 2001). La incapacidad del humano para entrar en relación con lo divino de forma espontánea es la razón de ser de las diversas mediaciones religiosas.
Si se acepta que, según en el mito antropogónico maya, en el ser humano se sintetiza y unifica la acción creadora de los dioses (Custodio, 1977), habrá que admitir también que él mismo es una hierofanía. La condición humana es axis mundi porque “el hombre, como el árbol, hunde sus pies en la tierra y su cabeza toca el cielo” (Morales Damián, 2007, p. 97).
Esencia y fin último del ser humano en el Popol Vuh
Si la acción creadora de los dioses no se detuvo con la aparición de los animales fue a causa de la incapacidad de estos para nombrar a sus Creadores y Formadores. En el mito cosmogónico, la palabra, “de la que carecen los animales, aparece aquí como símbolo de conciencia y racionalidad, como aquello que puede vincular al ser que lo posea con los dioses” (De la Garza, 1978, p. 41).
El hombre de maíz es una realidad intermedia entre la naturaleza y los dioses. Como la primera, debe su existencia a la acción creadora de los Creadores y Formadores. A diferencia de ella, en tanto que ser esclarecido, el humano, en tanto que conciencia, es un ser abierto a la experiencia de lo divino. La conciencia “le permite reverenciar a los dioses, ser un canal entre los diversos planos cósmicos y, a fin de cuentas, responsable de la existencia misma del universo” (Morales Damián, 2007, p. 97). Solo un ser dotado de conciencia está abierto a la manifestación de las cosas que hacen su aparición en el seno del mundo.
El destino final de los hombres de madera deja entrever que la grandeza humana no radica en tiranizar al resto de las criaturas ni en sus habilidades técnicas -sean estas rudimentarias o elaboradas-. La racionalidad que el mito identifica como rasgo humano esencial no es instrumental, es apertura al acontecer de lo divino.
Porque el ser humano ha sido creado con un material sagrado -el maíz- goza de conciencia. Los mayas “no sólo tenían un dios del maíz, sino que lo consideraron como un dios” (Thompson, 1988, pp. 322-324). En el pensamiento prehispánico, el ser humano se concibe como participante de la naturaleza divina (González Martín, 2001), de ahí que el análisis del ciclo de nacimiento-muerte del maíz arroje luz sobre el sentido de la existencia.
Según el libro sagrado de los mayas, nuestros primeros madres y padres: “Fueron dotados de inteligencia; vieron y al punto se extendió su vista, alcanzaron a ver, alcanzaron a conocer todo lo que hay en el mundo” (Popol Vuh, 2016, p. 105). En el pasaje antes citado, se introduce una distinción entre la inteligencia como capacidad que los seres humanos reciben de los dioses en virtud de su origen sagrado y la acción de valerse de la inteligencia para reconocer todo aquello que se muestra en el entorno de la vida cotidiana. Hasta ese punto, no hay diferencias significativas entre aquellos protohombres y el humano de hoy. Sin embargo, al señalar que, “Cuando miraban, al instante veían a su alrededor y contemplaban en tomo a ellos la bóveda del cielo y la faz redonda de la tierra” (2016, p. 105), el texto sagrado describe el ideal de comprensión humano: ver-conocerlo todo, sin limitación de perspectivas.
Al caer en la cuenta de que no era bueno que los humanos supieran todo, puesto que eran criaturas, los dioses se preguntaron: “¿Y si no procrean y se multiplican cuando amanezca, cuando salga el sol?” (Popol Vuh, 2016, p. 106). Dicho cuestionamiento exhibe el vínculo entre insuficiencia ontológica y procreación. ¿Solo los seres insuficientes conocen la soledad, de la que buscan liberarse mediante la unión que conduce a la procreación? El que se piensa igual a los dioses, ¿necesita dejar huella en el mundo a través del linaje? Tal parece que la “procreación y la veneración a los dioses se dan por insuficiencia, por carencia, lo cual implica una profunda conciencia de la condición humana, de que el hombre requiere trascenderse en los hijos y apoyarse en seres superiores a él para aliviar su insuficiencia” (De la Garza, 1978, p. 49).
La insuficiencia es el origen tanto del impulso para dejar detrás de nosotros seres en los que de algún modo la propia vida continúe, como de la experiencia religiosa, entendida como necesidad de sustento y protección. Tal interpretación hace comprensible por qué, para que los humanos rindieran culto a los dioses, era necesario que Corazón del Cielo echara vaho sobre sus ojos. La religiosidad depende del reconocimiento de la propia insuficiencia.
La religiosidad exige que la racionalidad que distingue al humano no lo induzca a querer igualarse con los dioses ni a situarse por encima de ellos. Solo así puede existir aquel cuyo propósito es sustentar y nutrir a los Creadores y Formadores por medio de sacrificios.
Cabe recordar que “sólo los mesoamericanos se ofrecieron masivamente como alimento de los dioses, cooperaron con ellos en la tarea ingente de sostener el mundo” (Dorado, 2000, p. 144). La religiosidad maya está centrada en el sacrificio cruento. Los sacrificios tenían como propósito “mantener la existencia de los seres sagrados; dar a los dioses la propia sangre y ofrecerles, asimismo, la sangre y la vida del otro para obtener de ellos la vida del cosmos en general” (De la Garza, 1996, p. 66). En la cosmovisión maya, el humano tiene por cometido contribuir al mantenimiento del universo.
Conclusiones
Los mitos antropogónicos “responden a la necesidad de explicar qué es el hombre y cuál es el sentido de su vida” (De la Garza, 1978, p. 19). En una sociedad tradicional, responder a la pregunta de quién es el ser humano exige reconocer las determinaciones ontológicas que aparecen como constantes en los mitos antropogónicos.
El reconocimiento del valor intrínseco (ontológico, antropológico y religioso) de cada cultura supone la comprensión de las distintas cosmovisiones como discursos fundacionales que posibilitan la comprensión del origen y sentido de la existencia y del mundo. La descalificación de la diversidad cultural hace irrelevante el conocimiento de las tradiciones de otros pueblos.
El mito antropogónico contribuye a dilucidar la esencia del humano en sus múltiples realizaciones históricas. Su propósito es dar cuenta de: por qué, pudiendo no haber sido, el humano es; cuál es la razón de su pertenencia a un mundo histórico concreto; quién es en relación con los dioses, y cuál es el fin último de la vida.
Relatos como el Popol Vuh, hacen comprensible que el sentido último de la existencia es conocer, recordar y alabar a los dioses. De tal suerte, ponen de manifiesto la apertura esencial del humano a lo divino, verdad cuyo reconocimiento está presente en todas las culturas.
¿Por qué vale la pena esforzarse por desentrañar la verdad que encierran los mitos cosmogónicos? Porque en ellos se resguarda el eco de una experiencia religiosa originaria que arroja luz sobre el ser del hombre. Los mitos revelan las estructuras de lo real y las múltiples modalidades de ser-en-el-mundo que determinan la identidad cultural.
Las creencias religiosas que el mito expresa condicionan “una disposición a actuar de ciertos modos y no de otros: el objeto de la creencia” (Díaz, 1998, pp. 60-61). La interpretación de los mitos, en tanto que discursos fundacionales de un pueblo, hace comprensible al humano su apertura originaria a la mostración de las cosas, del resto de las criaturas y de los dioses.
Citas
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