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Resumen
A partir del modelo de Johan Galtung, aplicado desde la perspectiva de género, se analizan las violencias que se ejercen sobre mujeres que interponen denuncias por maltrato en Campeche. Se realizaron entrevistas semiestructuradas a una muestra no probabilística, se hizo análisis descriptivo categorial y se delimitaron unidades de codificación para elaborar inferencias según frecuencia y relevancia de cada categoría. Los resultados destacan la importancia de analizar desde el género las violencias directa, estructural y cultural, la inexistencia de mecanismos para desarticular las formas en que se entrelazan las violencias y la presencia de inhibidores que impiden que las mujeres denuncien.
Introducción
La violencia contra las mujeres es uno de los problemas sociales de mayor calado en el país y en el mundo. De acuerdo con datos de la Organización Mundial de la Salud, se estima que el 70% de las mujeres en el mundo ha sufrido algún episodio de violencia física o sexual (OMS, 2013). En el caso de México, la Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares (ENDIREH) levantada en 2011 señala que, de 24 566 381 mujeres casadas o unidas de 15 años y más, 11 018 415 han vivido algún episodio de maltrato o agresión en el transcurso de su vida conyugal (INEGI, 2013); si bien estos datos están delimitados por edad y situación conyugal, resulta alarmante que cerca de la mitad de las encuestadas hayan sido víctimas de algún tipo de violencia.
En ese marco nacional, una de las entidades federativas que resalta es Campeche, que se encuentra en la posición número 12 de los estados con mayor violencia hacia las mujeres, pues el 44.9% de las campechanas unidas o casadas ha vivido algún hecho violento por parte de su pareja (INEGI, 2013), cifra que coincide con la media nacional.
Datos más detallados de la misma fuente indican que el 32.4% de esas mujeres padeció violencia por parte de su pareja en los últimos doce meses. Por grupos de edad, el 40% se encuentra entre los 15 y 29 años, el 32.5% tiene de 30 a 44 años, y el 26.8% 45 años y más; el resto no está especificado. En cuanto al nivel de instrucción, el 28.5% corresponde a mujeres con primaria completa, incompleta y sin instrucción, el 35.5% cuenta con secundaria y media superior, y el 35% con instrucción superior y posgrado.
Los datos anteriores resultan reveladores en la medida en que expresan aspectos contrarios a lo que el sentido común nos haría suponer; por ejemplo, las mujeres que más manifestaron padecer violencia son las jóvenes con mayor grado de instrucción y que pueden desempeñar alguna actividad económica. Esta afirmación presenta matices, pues no podemos dar por hecho que las mujeres mayores y sin instrucción padecen menos violencia, sino que es posible que la edad y el nivel de escolaridad en algunos casos se constituyan en limitantes para que sean conscientes de la violencia que se ejerce sobre ellas.
La ENDIREH del año 2011 contempla cuatro tipos de violencia: física, emocional, sexual y económica, que pueden presentarse simultáneamente en un mismo episodio. No obstante, si los tratamos de manera separada, la encuesta arroja los siguientes datos: el 86.8% de las mujeres campechanas casadas o unidas han sido violentadas emocionalmente por su pareja a lo largo de su relación, el 53.3% ha padecido violencia económica, el 29.0% violencia física y el 10.3% violencia sexual (INEGI, 2013).
En cuanto al grado de severidad de estos tipos de violencia, el estado de Campeche se situaba en el año 2011 en el lugar 24 a nivel nacional, pues de las 12 665 mujeres que vivieron casos de violencia extrema a lo largo de su relación, el 49.9% manifestó que sus parejas las habían pateado, las habían tratado de ahorcar o asfixiar, las habían agredido con cuchillo o navaja o habían recibido disparos con armas de fuego; el 42.3% había recibido apoyo médico o había sido objeto de intervenciones quirúrgicas para superar los daños, y en el 28.4% de los casos sus parejas o cónyuges usaron la fuerza física como medio para obligarlas a tener relaciones (INEGI, 2013).
Uno de los aspectos que más llama la atención en cuanto a las mujeres que padecen violencia es el porcentaje de denuncias, pues:
De quienes solicitaron ayuda, el 61.1% acudió al Sistema Estatal para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) o al Instituto de la Mujer, y el 54% al Ministerio Público, a la presidencia municipal o a la policía. El 71.4% denunció por agresiones físicas o sexuales y el 28.6% por agresiones de tipo emocional o económico (INEGI, 2013).
Ante este panorama,2 resulta pertinente cuestionarse sobre la experiencia de las mujeres violentadas que decidieron denunciar o buscar ayuda en alguna institución, por lo que a partir del modelo propuesto por Johan Galtung, abordado desde la perspectiva de género, se analizarán a continuación las violencias ejercidas sobre mujeres que decidieron interponer una denuncia por maltrato, los obstáculos que enfrentaron y si a partir de sus denuncias se expusieron a más episodios de violencia.
Vale mencionar que este texto es un primer acercamiento aun fenómeno complejo, y en él se brindan elementos para aproximarse al entendimiento de las violencias a partir de un modelo particular, pero también se establece una pauta para que posteriormente, a partir de un mayor número de testimonios, se profundice en otros aspectos, como las rutas que siguen al buscar ayuda de las instituciones y las formas en que las mujeres violentadas hacen uso de su agencia y responden a las violencias que sobre ellas se ejercen.
Metodología
Se efectuó un estudio exploratorio de tipo cualitativo con perspectiva de género3 a partir de entrevistas semiestructuradas en dos municipios de Campeche: Ciudad del Carmen y Champotón. La muestra fue no probabilística, de tipo intencionado, y estuvo representada por cinco mujeres cuyas edades al momento de la entrevista -junio y julio de 2012- oscilaban entre los 19 y los 42 años. Se eligieron debido a que cumplían con ciertas características: eran mujeres mayores de edad que padecieron violencia en diversas ocasiones, que decidieron solicitar ayuda a alguna institución en el último año y que accedieron a ser entrevistadas. Se contactó con ellas a través de diferentes organizaciones de la sociedad civil.4 De hecho, también fueron entrevistadas once personas más que trabajaban en temas relacionados con la atención a mujeres en situación de violencia: tres de la academia, dos de asociaciones civiles, una legisladora local, una del Observatorio de Violencia Social y de Género del estado, una de la Secretaría de Educación, una del Centro de Justicia para la Mujer del Estado de Campeche, una de la Comisión de Pueblos Indígenas Mayas y una del Instituto de la Mujer del Estado de Campeche. Estas entrevistas permitieron complementar y contrastar las vivencias de las mujeres violentadas con la visión que desde las instituciones se tiene sobre la problemática. Las entrevistas fueron grabadas y transcritas y tuvieron una duración aproximada de hora y media cada una.
El manejo de los datos consistió, en primera instancia, en un análisis descriptivo categorial, fase objetiva y sistemática en la que se desglosaron las narraciones en categorías (Valles, 2000). En ese momento del análisis se delimitaron unidades de codificación o de registro y se determinaron preguntas de sentido. La segunda etapa del análisis consistió en la elaboración de inferencias a partir de las propiedades y atributos de cada categoría según su frecuencia y relevancia; la inferencia permite dar el paso controlado desde la descripción sintetizada de las características de una categoría a su significación e interpretación global (Pourtuois y Desmet, 1992).
Los criterios de validez y confiabilidad se aseguraron. De acuerdo con Fortino Vela, en las entrevistas cualitativas se busca un mínimo de autenticidad, concordancia y entendimiento en la estructura narrativa proporcionada por las informantes a partir de los hechos tal y como se presentan en su realidad cotidiana; en ese sentido, el conocimiento generado con la entrevista cualitativa es por sí mismo auténtico y acorde con las realidades descritas por las personas entrevistadas, lo que les impone carácter científico (Vela, 2004).
Marco teórico
Género. Concepto, categoría y perspectiva
Marta Lamas (2003) menciona que en 1968 Robert Stoller acuñó el término “identidad de género” e hizo la distinción entre sexo y género, aunque años atrás, en 1955, John Money ya había hecho alusión a los “roles de género” y, en 1935, Margaret Mead, al estudiar comunidades de Nueva Guinea, había afirmado que las diferencias conductuales y de temperamento entre las personas eran creaciones culturales, y no naturales como hasta entonces se pensaba (Lamas, 2003).
Tales aportaciones fueron significativas en la medida en que se convirtieron en parte del corpus teórico que acompañó a los movimientos feministas liberales de la segunda ola. Hasta antes de la primera mitad del siglo XX, las ideas que prevalecían sobre las desigualdades entre hombres y mujeres eran las que aludían a la naturaleza como la responsable de ello, es decir, se trataba de explicaciones biologicistas que implicaban un determinismo imposible de eludir: nacer hombre o mujer delimitaba el lugar que ocuparía la persona en la sociedad. Al distinguir lo biológico -sexo- de lo cultural -género-, se desarmaban las argumentaciones que justificaban en la naturaleza la subordinación de las mujeres. Si con lo biológico se nace, lo cultural se construye, o, en otras palabras, “No se nace mujer: se llega a serlo” (De Beauvoir, 1949: 109), lo cual también aplica para otros sujetos sociales.
Para el feminismo anglosajón de los años setenta, uno de los aportes teóricos con mayor impacto fue el de Gayle Rubin, quien en 1975 propuso “el sistema sexo/género” como “el conjunto de disposiciones por el que una sociedad transforma la sexualidad biológica en productos de la actividad humana, y en el cual se satisfacen esas necesidades humanas transformadas” (Rubin, 1996). Tal aporte se convertiría en uno de los más significativos, pues cuestionaba la incapacidad de los metarrelatos de Marx, Lévi-Strauss, Lacan y Freud para explicar la subordinación y la opresión de las mujeres. Así, desde la antropología feminista, y en general en las ciencias sociales, el concepto de género comenzó a ser problematizado y usado como categoría de análisis.
Esos primeros usos de la categoría, al oponerse de manera binaria al sexo, años después recibirían críticas por el carácter mecanicista y las limitaciones para explicar las desigualdades intrínsecas entre personas de un mismo sexo y género. No obstante, esa primera fase, la de la “hipótesis represiva” (Bonder, 1998), que daba una explicación universal a la opresión de las mujeres, contribuyó a posicionar el tema en las agendas políticas y académicas.
Otro de los textos importantes para el feminismo anglosajón fue el que Johan Scott publicó en 1986, titulado Género: una categoría útil para el análisis histórico. En él, además de hacer énfasis en el género como una forma primaria de relaciones significantes de poder, lo dimensionaba como categoría a partir de cuatro elementos: los símbolos culturalmente disponibles, los conceptos normativos que manifiestan las interpretaciones de los significados de los símbolos, nociones políticas y referencias a las instituciones y organizaciones sociales, y la identidad subjetiva (Scott, 1996).
Así, para finales de la década de los ochenta, el concepto, la categoría y la teoría de género, que acuerparon los movimientos feministas liberales, lograron la influencia necesaria para que se consideraran las demandas sociales de las mujeres en las agendas gubernamentales, aspecto que venía desarrollándose a partir de la Primera Conferencia Internacional de la Mujer realizada en México en 1975. No obstante, fue al inicio de la década de los noventa cuando comenzaron las acciones gubernamentales para institucionalizar “la perspectiva de género”, curiosamente justo cuando comenzaron a hacerse visibles otros movimientos, como el queer o los feminismos periféricos (Rodríguez, 2011).
A decir de Marcela Lagarde (1996), la perspectiva de género se basa en la teoría de género y se inscribe en el paradigma teórico histórico-crítico y en el paradigma cultural del feminismo. No obstante, la manera en que fue absorbida por la institucionalidad, resemantizada y aplicada, genera sospechas. La institucionalización de la perspectiva de género implicó una transformación semántica y política, pues se reduce la estridencia crítica de la palabra feminismo y se hace más asimilable y más fácil de integrar en las instituciones sin que ello altere el orden de poder masculinista y heterocentrado (Curiel, 2006 en Esguerra y Bello, 2014).
No obstante, la perspectiva de género fue bien acogida por algunos sectores de la academia, lo que devino en programas académicos, líneas de investigación y estudios de posgrado. Sin pasar por alto que existen casos de burocratización, mutilación del carácter filosófico, político y emancipatorio, tergiversación de su carácter explicativo y, en general, entendimientos reduccionistas de dicha perspectiva, no por ello pierde potencia analítica para dar cuenta de las desigualdades sociales no sólo entre hombres y mujeres, sino entre los demás actores sociales sujetos de género. De ahí que sea importante considerar el contexto histórico en el que surge y no perder de vista que el análisis de género “es la síntesis entre la teoría de género y la llamada perspectiva de género derivada de la concepción feminista del mundo y de la vida” (Lagarde, 1996a: 13).
De la dominación masculina a la violencia de género
Para Roberto Castro existen problemas conceptuales en el estudio de la violencia de género, lo que puede deberse a las múltiples acepciones del término, a las diversas disciplinas que la estudian y a los objetivos planteados en cada investigación en particular. A decir del mismo autor, destacan dos enfoques: el de la violencia familiar y el enfoque feminista -clásico-. El primero parte de la premisa de que todos los integrantes de la familia son potenciales victimarios y víctimas, y señala que la violencia de pareja hacia las mujeres debe estudiarse y compararse en el marco de otras formas de violencia al interior de las familias. Por su parte, el enfoque feminista postula que la violencia de pareja hacia las mujeres debe estudiarse a partir de sus vinculaciones con otras formas de violencia hacia ellas y en el marco de la dominación masculina, es decir, como expresiones de las opresiones de género (Castro, 2012).
Expuesto así, el enfoque feminista es el que mayores elementos brinda para entender los sentidos y las imbricaciones de la violencia, pues la dominación masculina a la que refiere es aquella que alude a la sujeción, el control, el poder y el sometimiento que ejercen los hombres sobre las mujeres en las distintas esferas de la vida social, siendo las violencias familiar y de pareja sólo algunas de sus manifestaciones. Para Bourdieu (2000) tal dominación se ejerce dos veces: en la objetividad -estructuras sociales- y en la subjetividad bajo la forma de esquemas cognitivos. Este autor define como habitus las formas en que las estructuras sociales se graban o interiorizan en el cuerpo y la mente de las personas. Para él, las estructuras históricas eternizan las relaciones asimétricas entre hombres y mujeres, las cuales establecen un orden social que es un orden de género. De esta manera, la dominación masculina se produce por una relación de causalidad entre lo objetivo y lo subjetivo.
Así, la dominación masculina es producto de la subjetividad socializada, lo que ocasiona que el orden social esté arraigado y no requiera justificación, se imponga a sí mismo como autoevidente y sea considerado natural por la correspondencia entre las estructuras sociales y las cognitivas inscritas en los cuerpos (Lamas, 2002). Antes que Bourdieu, Kate Millet, al referirse al sistema socializador del patriarcado y a la supremacía masculina, afirmaba que la aceptación general de los valores de ese sistema era tan firme y su historia en la sociedad humana tan larga y universal, que apenas necesitaba el respaldo de la fuerza física para perpetuarse. Denominó a este esquema “colonización interior”: “más resistente que cualquier tipo de segregación, y más uniforme, rigurosa y tenaz que la estratificación de clases. Aun cuando hoy día resulte casi imperceptible, el dominio sexual es, tal vez, la ideología que más profundamente arraigada se halla en nuestra cultura” (Millet, 1975: 33).
No obstante, moverse en ese plano analítico dificulta el estudio de experiencias concretas porque las mujeres, inmersas en un sistema de dominación omnipotente, tendrían pocas posibilidades de agencia frente a una estructura que lo abarca todo; es decir, explicar las violencias contra las mujeres a partir de dicho sistema implicaría situar el análisis en un nivel que comprende lo macro, pero que puede perder de vista las especificidades de lo micro. En ese sentido, Castro (2012) cuestiona las fronteras entre lo que sería la dominación masculina -macro-, la desigualdad de género -meso- y el maltrato a las mujeres -micro-.
Para sortear esa limitante, consideramos que la tríada de la violencia de Johan Galtung brinda los elementos necesarios para explicar la violencia de género en los planos de la dominación, la desigualdad y el abuso físico. Él entiende la violencia como “afrentas evitables a las necesidades humanas básicas, y más globalmente contra la vida, que rebajan el nivel real de la satisfacción de las necesidades por debajo de lo que es potencialmente posible” (Galtung, 2003: 9); es decir, violencia es todo aquello que impide que las personas alcancen su máximo potencial de desarrollo y puede ser de tres tipos: directa, estructural y cultural.5 En esta línea, Jiménez y Muñoz se refieren a la “violencia directa” como aquella que causa daño al sujeto destinatario sin mediaciones en el inicio y destino de la misma, y se caracteriza por ser visible y porque el agresor y las víctimas son claramente identificables (Jiménez y Muñoz, 2004). Por su parte, la “violencia estructural” se produce a través de mediaciones institucionales o estructurales, es indirecta, se presenta en la injusticia social y hace que las necesidades de la población no sean satisfechas cuando lo serían fácilmente con otros criterios de funcionamiento y organización (Jiménez y Muñoz, 2004); este tipo de violencia permite identificar cómo determinadas estructuras sociales producen distribuciones inequitativas de poder. La tercera punta de la tríada, la “violencia cultural”, se encuentra en la base de las otras dos, a las que legitima y justifica, pero además puede inhibir o reprimir las resistencias de quienes las padecen:
Betty Reardon retoma la propuesta de Galtung, pero la replantea como violencia relacionada con el género de la siguiente manera: la violencia física -directa- adaptada como violencia sexual, como castigo y reafirmación del poder del que la perpetra; la violencia cultural, como violencia basada en el género, que sirve para mantener a los otros en el lugar que tienen asignado dentro del sistema de género; y la violencia estructural, como violencia que deriva del género, que apoya y mantiene la estructura básica del poder jerárquico del orden del género (Reardon, 2010: 244).
Esta propuesta toma en consideración las relaciones de poder asimétricas entre los géneros y destaca que los tipos de violencia, ya sea directa, estructural o cultural, están atravesados por el género, y que incluso es posible que este último determine el tipo de violencia que padecen las personas en determinadas situaciones y contextos. Por ejemplo, en el caso de personas que migran de Centroamérica hacia México, si son hombres es probable que les golpeen o roben, e incluso que les asesinen, pero, tratándose de mujeres o personas trans, además de lo anterior existe una mayor probabilidad de que sean abusadas sexualmente. En el caso de la violencia estructural, también el género juega un papel importante, muestra de lo cual son fenómenos como los denominados feminización de la pobreza o feminización de las migraciones. En el caso de la violencia cultural también abundan ejemplos, porque son comunes las ideas -machismo, misoginia, chistes, canciones, programas de televisión- y normas -usos y costumbres, moral- que justifican y legitiman una supuesta inferioridad de las mujeres respecto a los hombres.
En cuanto a la violencia cultural como legitimadora de las otras dos, Galtung (2003) la ejemplifica con la religión y la ideología, con la lengua y el arte, y con las ciencias formales y empíricas. En estos ámbitos es posible encontrar muchos ejemplos atravesados por el género, de los que mencionaremos algunos: en el aspecto religioso se puede recurrir nuevamente a Scott (1996) cuando menciona a María y Eva como símbolos -contradictorios- de la mujer en la tradición cristiana occidental, pues representan mitos de luz y oscuridad, de purificación y contaminación, de inocencia y corrupción; es un hecho el carácter desigual y asimétrico en las representaciones de las figuras femeninas en relación con las masculinas, tanto en esa como en otras religiones. En cuanto a la ideología, si consideramos el sexismo como un sistema de opresión y el machismo como la ideología que sostiene ese sistema, podemos citar un caso concreto: en México, el 22% de las mujeres de 15 años o más está de acuerdo en que una esposa debe obedecer a su pareja en todo lo que él ordene, y el 18.1% en que es obligación de la mujer tener relaciones sexuales con su esposo o pareja aunque no quiera (INEGI, 2011).
Regresando a las dimensiones propuestas por Scott, encontramos que existen violencias de género en los símbolos -cultural-, las normas e instituciones -estructural- y lo subjetivo -directa-, con simultaneidades y concurrencias entre ellas, esto último debido a la permanencia temporal de la violencia cultural pues, a decir de Galtung, la violencia directa es un acontecimiento, la estructural es un proceso y la cultural es una constante, una permanencia (1977 en Galtung, 2003), de ahí que se pueda relacionar con el planteamiento previo en el que se distingue entre el maltrato, la desigualdad y la dominación.6
El contexto
Campeche es una entidad federativa de la República mexicana que se localiza al sureste del país y colinda con los estados de Yucatán, Quintana Roo y Tabasco. Cuenta con once municipios, siendo los considerados principales: Campeche, Carmen, Champotón, Escárcega y Calkini. De estos, los que tienen más población indígena son: Calkini, Hopelchen, Hecelchacan y Tenabo. Datos recientes indican que en 2015 la población estaba compuesta por 449 038 hombres y 458 840 mujeres (INEGI, 2015). La misma fuente señala que en 2010 la población del estado era joven, pues el 29% se situaba entre 0 y 14 años, el 27.9% entre 15 y 29, y el 8.3% tenía más de 60. También en 2010, la población de 5 años y más hablante de alguna lengua indígena nacional era de 91 094 personas. En cuanto a migración, el 3.9% era población emigrante, el 4.6% inmigrante y el 21.9% no nativa -migración acumulada-. La población de analfabetas era del 8.31%. Igualmente, en 2010 se contabilizaron 211 632 hogares, de los cuales 49 058 contaban con jefatura femenina (INEGI, 2015).
En materia económica destacan la industria petrolera, las manufacturas, el turismo, la pesca y la agricultura. En el año 2008, entre el sector privado y el paraestatal se calcularon 45 500 unidades económicas; el producto interno bruto estatal a precios constantes de 2008 en millones de pesos fue de 24 015.07 en 2012. La misma fuente indica que en 2013 existían 46 instituciones de la administración pública estatal y cuatro juzgados de cuantía menor. En el mismo año se presentó una tasa de prevalencia delictiva de 22 350 en mujeres de 18 años y más por cada cien mil habitantes (INEGI, 2015).7
En cuanto a la infraestructura y las instituciones que brindan atención a las mujeres víctimas de violencia, en un estudio elaborado por el Centro de Investigación y Docencia Económicas (CIDE) y el Instituto Nacional de las Mujeres (INMUJERES) se reporta que en Campeche tienen presencia las siguientes instituciones: el Instituto de la Mujer del Estado de Campeche (IMEC),8 un Centro Integral de Atención a Víctimas de Violencia Intrafamiliar (CIAVI) y, en la Procuraduría General de Justicia (PGJ), un Centro de Justicia para las Mujeres (CJM)9 y la Fiscalía Especializada en Investigación de Delitos contra la Mujer (FEIDCM)10 (Ríos y Hernández, 2013). Así, existe una Oficina de Atención a Víctimas por cada 274 147 habitantes -tres en total- y una Agencia del Ministerio Público Especializada por cada 411 221 habitantes -dos en total-. En el Sistema Estatal para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF) existe la Procuraduría de la Defensa del Menor, la Mujer y la Familia (PDMMyF)11 que cuenta con dos albergues, la Clínica de Psicoterapia de Familia y una Coordinación de Trabajo Social. En su marco normativo, la entidad cuenta con la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia del Estado de Campeche, la cual se aprobó en 2007 y entró en vigor en 2008. Tiene como objeto: “prevenir, atender, sancionar y erradicar la violencia contra las mujeres, así como establecer los principios, instrumentos y mecanismos para garantizar su acceso a una calidad de vida que favorezca su desarrollo y bienestar” (Congreso del Estado de Campeche, 2007), de modo que armoniza con la Ley General; no obstante, aún no se cuenta con el reglamento de esta ley, que debe establecer las formas en que se coordinarán las dependencias del estado y otras instituciones para hacerla cumplir, así como los programas al respecto.
Resultados
El documento elaborado por el CIDE e INMUJERES presenta de forma esquematizada el proceso de atención a mujeres víctimas de violencia en las dependencias de la Procuraduría de Justicia estatales, en las agencias del Ministerio Público generales y especializadas, y en las oficinas de atención a víctimas. Para el caso de Campeche, recabaron la información del CIAVI, el CJM y la FEIDCM (Ríos y Hernández, 2013). De acuerdo con este documento, las mujeres que acuden a la PGJ para denunciar violencia cuentan con servicios en áreas médico-legista, psicológica, defensoría pública y, según el caso, pueden ser canalizadas a un albergue temporal. De las mujeres entrevistadas, tres acudieron al MP de la PGJ a denunciar la violencia de la que eran objeto; no obstante, a ninguna de ellas la experiencia le resultó satisfactoria:
En las entrevistas a personal del CJM resalta la coordinación interinstitucional para brindar mejor atención:
No obstante, a través de los testimonios de las mujeres violentadas no es posible aseverar que exista tal coordinación porque muchas veces les exigen requisitos que ellas no pueden cumplir o porque la atención no es tan rápida como debería cuando está en juego la integridad de las personas:
Estos casos reflejan obstáculos que no deberían existir en situaciones de violencia; es decir, en todo momento, ante cualquier caso en el que se presuma violencia, las instituciones encargadas de procurar justicia deberían contar con mecanismos que faciliten la denuncia y todo lo que ésta implica. De los testimonios de las mujeres se deduce que el personal de las instituciones en algunos casos piensa que “la denunciante puede no estar diciendo la verdad”. Por otra parte, les exigen requisitos de diversos tipos, como la exigencia de testigos, que difícilmente pueden cumplir, pues gran parte de la violencia sucede al interior de los hogares (Frías y Gaxiola, 2008), en los que es muy probable que no haya testigos o la presencien los hijos (Carbajalet al., 2006), quienes difícilmente estarán en condiciones emocionales de testificar.
Si bien las mujeres que han sido violentadas pueden acudir a otras instancias además de a la PGJ, ésta es la única que puede investigar los delitos, perseguir a los responsables ante los tribunales locales y pedir la aplicación de las penas correspondientes (PLEC, 2011), de ahí la importancia de que las mujeres sepan a dónde acudir cuando se comete algún delito contra su persona. También es su responsabilidad definir mecanismos que faciliten la denuncia y no la obstaculicen, como cuando se solicitan testimonios.
Otra de las instancias a las que acuden en busca de ayuda es el DIF, en sus secciones estatal y municipal. Al respecto, la experiencia de las entrevistadas tampoco ha sido gratificante:
Entre las funciones del DIF se encuentran: proporcionar asistencia social y brindar servicios de orientación, asesoría, información jurídica y representación legal a personas que consideran vulneradas y vulnerables, incluyendo las mujeres víctimas de violencia (DIF, 2015). Si bien el DIF no persigue delitos, a diferencia de la PGJ, sí está entre sus obligaciones apoyar y canalizar a las mujeres a la instancia correspondiente. El DIF es la institución a la que más acuden porque es la más conocida y se asocia con los grupos “indefensos”, además de que sus oficinas municipales son cercanas y de fácil acceso para la ciudadanía. No obstante, esas características, que podrían ser fortalezas en cuanto a la atención de violencia, se convierten en desventajas pues, además de no proporcionar una buena atención, en muchos casos también ejercen violencia contra las mujeres:
En contraste, una funcionaria de la Procuraduría del DIF comentó lo siguiente en cuanto a la atención y el seguimiento de los casos:
De acuerdo con lo que manifiesta la funcionaria, es notorio que en esta dependencia se otorga atención primaria en la que brindan asesoría jurídica y psicológica principalmente, pero después las personas tienen que continuar la ruta de denuncia sin una idea clara de a dónde dirigirse y de la forma en que se resolverá su problema.
Los relatos de las entrevistadas indican que las que deciden denunciar siguen una ruta similar, pues las instancias a las que acuden se repiten, aunque llegan a ellas en diferente orden. Son el DIF, la PGJ, el IMEC y las instituciones de salud pública los lugares a los que asisten las mujeres para solicitar ayuda; de hecho, hay quienes van de un lugar a otro y después regresan al que habían visitado al principio. Ello nos habla de falta de coordinación institucional y de ineficacia en la atención. Sin embargo, es preciso seguir indagando en las rutas de denuncia a través de un mayor número de testimonios, pues de encontrarse regularidades se trataría de violencia institucional e institucionalizada que sería preciso develar y analizar, pues las acciones de las instituciones encargadas de atender casos de violencia estarían, en situaciones de esta clase, propiciando más violencia.
Tipos de violencia
Al incorporar la perspectiva de género a las categorías de Galtung es posible identificar que la violencia directa hacia las mujeres no es sólo protagonizada por sus parejas, aunque son los actores que más resaltan en sus testimonios:
De acuerdo con testimonios de personas que trabajan en atención, efectivamente la violencia directa es la que más mencionan, en parte porque es la más visible, y puede ser ejercida con distintos niveles de gravedad:
En los casos que se citan, aunque corresponden a varias expresiones de violencia -psicológica, física, sexual, verbal-, se identifican claramente las características de la violencia directa; es decir, es completamente visible, son claramente identificables el agresor y la víctima y no hay intermediarios entre ellos. Se trata de violencia directa de género contra las mujeres porque está sustentada en relaciones de dominación de los hombres hacia ellas, porque los primeros tratan de manifestar, ejercer y perpetuar el control y el poder a través de acciones que van desde enojos, hasta amenazas con cuchillos. En este sentido: “la violencia genérica produce en cantidad de mujeres uno de los recursos más importantes del control patriarcal: el miedo” (Lagarde, 1996b: 13). A través de ese tipo de acciones los hombres infunden temor y limitan el actuar de las mujeres, que están a expensas del actuar de ellos.
Otros ejemplos de violencia directa son los siguientes:
A partir de los testimonios también se identificaron expresiones de violencia de género estructural contra las mujeres:
En el primer caso se aprecia que la pobreza es un factor que determina las posibilidades de la entrevistada para salir de la situación de violencia en la que se encuentra pues, al no contar con dinero suficiente, no le es posible acudir a las instancias correspondientes para dar un seguimiento adecuado a su denuncia. Eso no lo consideran las instituciones, es decir, no se garantiza que las mujeres violentadas, independientemente del lugar en el que vivan y de su situación socioeconómica, tengan las mismas oportunidades de asistencia social y acceso a la justicia. En el segundo caso se aprecia que la mujer acudió a instancias de gobierno para solicitar ayuda en más de una ocasión, lo cual se debió a que no atendieron su demanda de manera eficaz en las primeras visitas. En ambos casos se trata de violencia estructural porque es indirecta: no está del todo claro el agresor -gobierno, sistema económico, instituciones, etcétera- y se presenta en la injusticia social.
En las entrevistas aplicadas también salieron a relucir manifestaciones de violencia cultural de género contra las mujeres:
Tanto la mujer agredida como el funcionario del DIF -de acuerdo con lo que ella menciona-, en sus comentarios legitiman y normalizan la violencia contra las mujeres, y es justamente eso lo que le da el carácter de cultural, pues la justifican a partir de las ideas, creencias y normas que consideran válidas para la sociedad en la que viven. Con ello se naturaliza y eterniza la violencia de género (Bourdieu, 2000) y se desestima cualquier argumento en contra porque “así es y siempre ha sido así”.
En las experiencias de asociaciones civiles que atienden a mujeres víctimas también se dio cuenta de violencia cultural:
En este caso llaman la atención dos aspectos. Por un lado, si tomamos por válido el testimonio de la persona de la asociación civil respecto a lo que le dicen las mujeres maltratadas, sería notoria la interiorización de creencias que las hacen considerar que “el hombre le pega porque la quiere” o “porque se lo merece”; el ser golpeador y golpeada se normaliza como si formara parte de “ser hombre” y “ser mujer”. Por otro lado, si consideramos que es una tercera persona quien está colocando en voz de las mujeres violentadas el “me pega porque me lo merezco”, resultaría interesante cuestionarse cómo se conforman en las demás personas -funcionarios, sociedad civil, academia- esos imaginarios respecto a cómo las mujeres justifican la violencia que se ejerce sobre ellas.
Otro de los testimonios que llama la atención es el de un funcionario de la Comisión de Pueblos Indígenas Mayas:
El testimonio citado resulta paradigmático porque convergen por lo menos dos manifestaciones de violencia cultural. En primer lugar, el caso de las personas que se cambian el apellido es un ejemplo de que se ha asimilado la idea de que existen personas con mayor valor social, entre las que no se encuentran las indígenas, quienes utilizan una estrategia de negación para no exponerse a la discriminación por parte de quienes se encuentran en los estratos considerados más valiosos. En segundo lugar, llama la atención la afirmación del funcionario: “lamentablemente, no les pueden cambiar la cara”, pues estas palabras también reflejan que ha asimilado que unas personas deben asemejarse a otras para no ser discriminadas; es decir, pareciera que son los rasgos fenotípicos los que deben cambiar, y no las ideas que propician que las diferencias entre personas se conviertan en desigualdades sociales (Lamas, 2003). Si bien el funcionario se refiere en términos generales a personas indígenas y no de manera específica a las mujeres violentadas, resulta interesante porque diversos estudios indican que la discriminación y la violencia son mayores en las mujeres en quienes convergen varias condiciones de vulnerabilidad, como discapacidad, estatus económico, origen étnico, preferencia sexual, etcétera (Muñoz, 2011).
Por otro lado, considerando testimonios de personas que trabajan la problemática desde instancias de gobierno y desde la academia, pareciera que aún prevalece la idea de que las mujeres son las responsables de las situaciones de violencia en las que se encuentran:
Si tomamos en consideración que las violencias se inscriben en el marco de una subjetividad socializada o de estructuras estructurantes (Bourdieu, 2000), lo que se requeriría son acciones de largo alcance dirigidas en ambos sentidos, es decir, enfocadas en lo cognitivo -ya estructurado- y en la estructura -para que se estructure de otra forma-. Es decir, es importante que las personas tomen conciencia de las situaciones de violencia de las que son partícipes como agresoras o agredidas, pero también que las instituciones produzcan nuevas formas de tratar la problemática sin revictimizar ni reproducir la violencia.
Violencias entrelazadas
En los testimonios recabados se observó que las mujeres entrevistadas padecieron episodios de violencia que no pueden enmarcarse en un sólo tipo; es decir, en un mismo evento pueden presentarse violencias directa, estructural y cultural interconectadas de diversas formas. Por ejemplo:
En ambos casos se describen momentos en los que están presentes diversas manifestaciones de violencia conectadas entre sí; en el primero, un funcionario dio un mal trato a la madre y a las hijas, infundió miedo -directa- y culpabilizó a la mamá -cultural-; en el segundo, la falta de dinero no le permite contratar un abogado -estructural-, y cada que ve al agresor éste se comporta de manera violenta -directa-. Ello da cuenta de que incluso en el marco de la atención institucional existen situaciones que, en lugar de detener la violencia y a pesar de denunciarla, operan como catalizadores para que se siga presentando, e incluso reproduciendo e intensificando: “y cada vez que yo lo denunciaba, más me golpeaba” (mujer, 37 años, Campeche).
Las calificamos como violencias entrelazadas porque, aunque a veces es posible identificar cada una de ellas, en ocasiones algunas partes se anudan. Por ejemplo:
En este caso resulta más complicado identificar con exactitud dónde inician y terminan las diversas violencias. Se observa violencia cultural porque se legitima que otras personas tomen decisiones por la mujer, y directa porque se decide sobre su persona, pero ¿la violencia se presenta sólo en el evento en que se toma esa decisión?, ¿o se mantiene latente en la medida en que esa decisión condicionó el futuro de aquella mujer? Consideramos que, además de la simultaneidad presente en las violencias entrelazadas, en esta situación también se presenta continuidad en la medida en que un evento de violencia puede perdurar en el tiempo o dar pie a otros. Retomando de nuevo a Galtung (2003), la violencia directa es un acontecimiento, la estructural es un proceso y la cultural es una constante.
Reflexiones finales
El estudio realizado permite dar cuenta de la utilidad del género como construcción social y categoría de análisis para evidenciar la violencia contra las mujeres en el estado de Campeche, pues la entidad no escapa a la dominación masculina, que es alimentada por estructuras objetivas -como las instituciones- y subjetivas -aspectos cognitivos- que propician que dicha violencia se legitime, se naturalice y se eternice (Bourdieu, 2000).
A partir de los testimonios recabados resulta notorio que algunos inhibidores dificultan que las mujeres víctimas de violencia denuncien, como la exigencia de testigos y otros requisitos. Estos inhibidores propician que las mujeres que deciden denunciar tras padecer algún tipo de violencia directa sean víctimas de violencia estructural al no encontrar respuestas satisfactorias en las instituciones a las que acuden, en particular en la PGJ, lo que puede ser motivo para que se coloquen en un estado mayor de vulnerabilidad pues, además de no haber recibido ayuda institucional, es posible que se intensifique la violencia por parte del agresor cuando se ven obligadas a regresar con él.
Los testimonios muestran que las denunciantes acuden a la instancia que consideran de más fácil acceso, ya sea por la cercanía, los costos o el tipo de ayuda que ofrece; es un hecho que sí coinciden las instituciones que visitan -DIF, la PGJ y el IMEC son las más recurrentes-, aunque, de acuerdo con las entrevistadas, la atención que en ellas se brinda pocas veces les resulta útil. Ello nos induce a proponer dos recomendaciones: por un lado, se deberá mejorar la coordinación interinstitucional para que, sin importar a dónde acudan, las mujeres reciban una buena atención y sean canalizadas a la instancia que efectivamente resuelva su problema y, por el otro, es necesario que el personal de las instancias públicas se profesionalice y sensibilice, pues de otra manera, como se aprecia en los testimonios, pueden multiplicarse los eventos de violencia contra las mujeres que denuncian. Lo cierto es que en los últimos años se ha hecho publicidad de acciones de gobierno orientadas a capacitar a sus funcionarios mediante cursos, talleres y otras certificaciones, pero sería necesario evaluar si estas acciones han tenido un impacto positivo en los servidores públicos y en la atención que brindan o, por el contrario, si las estructuras objetivas y subjetivas tienen tal arraigo que las desigualdades de género se siguen reproduciendo.
La forma entrelazada en la que se presentan diversas violencias en un mismo evento dificulta la atención a las mujeres violentadas, pues las instituciones sólo consideran las acciones concretas de la violencia directa, pero dejan fuera los elementos de la estructural y la cultural, lo cual es preocupante porque en repetidas ocasiones están relacionadas entre sí o una motiva a la otra. Ello implica la necesidad de ampliar la mirada y emprender un esfuerzo integral orientado a transformar de raíz las estructuras objetivas a la par de las subjetivas para que la dominación masculina poco a poco sea desarticulada.
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