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Resumen
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De la violencia como pecado
A menudo el texto del evangelio de Juan (8:1-11), el caso de la mujer adúltera a punto de ser ape-dreada por una muchedumbre, no es profundi-zado en su totalidad. René Girard (Veo a satán caer como un relámpago, Anagrama, Barcelona, 2002) nos acerca al fondo del texto. Una lectura atenta nos indica que Cristo, en primer lugar, no dirigió una mirada directa y desafiante a la multitud enceguecida. Entre estos y la mujer, distraídamente y quizás dando la espalda, con sencillez se puso a escribir con su dedo sobre la tierra. La famosa sentencia “El que esté sin pecado que tire la primera piedra”, se la interpreta como una prerrogativa de la condición humana: todos podemos fallar y no nos compete el juzgar al prójimo. En reali-dad hay algo más profundo y concreto en este texto. Cristo sabía que la violencia es irrefrenable y que una primera piedra, hubiera traído, la segunda, la tercera, la cuarta, etcéreta, quizás no sólo hubiesen matado a la adúltera sino a él también.
El texto de marras, objeto de la presente reseña, es una compilación de once artículos más dos anexos, donde se denuncia y se analiza la situación de violencia y discriminación que sufre la mujer en el Estado de Chiapas, México. La profusa documentación, los análisis de la situación política y de Derechos Humanos, existentes en dicho Estado (a modo de reflejo en todo el país), no sólo estremece y preocupa sino que llama a pensar y reflexionar. No es difícil, luego de la lectura de este texto, de imaginarse trabajando y apoyando con nuestro grano de arena, a una situación alarmante: el abandono de la mujer, la violencia ejercida sobre la misma, la complacencia del estado, la indiferencia y el silencio de las autoridades, que más que no ver, es no querer aproximarse a una realidad que en forma de tizón encendido, roe, quema y denuncia los errores abismales de un sistema supuestamente democrático.
Sobre las causas de la misma Mercedes Olivera (Violencia femenicida en México, expresión de una crisis estructural, pp. 29-44) argumenta que esta violencia es producto de las desigualdades e injusticias económicas que el neoliberalismo trajo (trae) consigo. En especial desde el Gobierno de Fox, la violencia, física y sexual sobre las mujeres ha ido en aumento, y no sólo en Chiapas sino en diversos estados de México como Ciudad Juárez. Define a esta como “violencia estructural”, es decir, como el producto, quizás inmanente, del propio sistema social en que acontece esta grave situación.
Que el sistema económico neoliberal en América latina haya sido un total fracaso, es evidente. Que este sistema este conducido por satán y sus huestes no cabe la menor duda. Que nos han dejado sin el pan y la sal, huelga comentarlo. Los tendales de miseria, desocupación y frustración que han dejado me re-cuerda la conocida sentencia de Gustavo Gutiérrez cuando afirmaba que a cada hora el capitalismo co-metía una injusticia en América latina. Pero lo que ocurre es que en otros países a pesar de esto, donde el neoliberalismo dejó su sello con olor a azufre, no ocurrió ni ocurre lo que sucede en México, por lo menos en las dimensiones en las que acontecen. Las injusticias económicas extremas traen como conse-cuencia la violencia intrafamiliar. No hay duda. Pero creo que esta “violencia estructural” que tan bien y tan claramente define Mercedes Olivera, es necesario verla no de manera horizontal, sino en forma vertical y estratigráfica. Profundizar en la propia historia de México, definiendo cuál fue el papel de la mujer en época prehispánica, qué aconteció en época colonial y qué ha heredado de esto el México actual. Qué se ha mezclado, en qué momento la mirada de Medusa contaminó e hizo de la mujer una víctima propicia-toria de un machismo creciente y demoledor. Quién se encargó de realizar la alquimia fatal, entre los sistemas tradicionales y el derecho occidental. Dónde se encuentra el punto de quiebre, si es que podemos saberlo. El neoliberalismo con su carga de pólvora, fuego y aguardiente ha sido el punto detonador de una situación que se encuentra en las capas más profundas de la sociedad mexicana. Recuerdo, y pasa como una ráfaga por mi mente, que Matiana, aquélla curandera que gozaba de un fuerte prestigió en su comunidad, que nos relata Agustín Yañez en su novela, Las tierras flacas, situando dicha historia por el Jalisco de 1920, también, luego de una crisis comunal violenta, es tomada como chivo expiatorio y sus ojos le son arrancados. Y no olvido a Rulfo cuando rela-taba en Es que somos muy pobres, cuando la situación social obligaba a las niñas jóvenes a prostituirse, no pudiendo ni los padres mismos, poner freno a esta situación.
Por lo tanto, creo, es necesario desenrollar el hilo de la injusticia y ver cómo y desde dónde nace la concepción de la mujer (tanto aquéllas de escasos recursos e indígenas, como aquéllas de un buen nivel económico, pero que son discriminadas en sus actividades de trabajo y estudio, simplemente por ser mujeres, por tener que ser segundas, empleadas de sus maridos siempre al borde de la violencia y el golpe). De esta manera la mujer es tratada como ser inferior y proclive a ser el blanco de una situación de injusticia social y económica. No caen en el regazo del machismo, las inmensas posibilidades que hoy día posee la mujer para desarrollarse como persona en el plano educativo y laboral. Al igual que a un niño que no se le permite la educación o se le da una educación preparada para que no piense o se quiebren sus posibilidades mentales por un sistema educativo obsoleto, ambas situaciones son, a mi parecer, y en términos de antropología bíblica, equiparable a uno de los mayores pecados: el de blasfemar contra el Es-píritu Santo. El desarrollo de un ser humano no sólo es un derecho humano, es un derecho de vida. Eva Perón fue contundente: “Donde hay una necesidad, hay un derecho”. Por eso considero que la definición de Olivera es el punto de partida, sumamente sólido, para poder ingresar en este serio problema, problema que no es cuestión de interpretación (satán ama al posmodernismo) sino como decía Ladislao Boros de “decisión e historia”, de poner manos en la argamasa y no de intelectualizar sobre su contenido. En este aspecto, el artículo de Mercedes Olivera, suena y no retiñe. No es para sordos, salvo quien quiera serlo.
La violencia, por el contrario de la agresión filoge-nética, producto ésta de nuestro pasado evolutivo, se encuentra enclavada en nuestra sociedad y forma de vida. No exagero al decir que ésta sirve de fundamento a la perversidad de los sistemas de vida que logramos conseguir. Desarraigarla es producto de ángeles y no de hombres. Esto no quiere decir que no se deba luchar contra ella. Por momentos pareciera ser que en estos siglos, que precedió el positivismo y la revolución in-dustrial, la violencia posee vida propia, se asoma a los declives económicos, se apropia, lucha y se instala có-modamente para ver como los hombres se despedazan uno a uno. No olvidemos que si Dios intervino cuando determinados hombres quisieron construir la consabi-da torre de Babel, confundiendo sus lenguas, fue para que se dispersaran y no se mataran unos a otros. Este es el principio de lo que Girad (opus.cit.) denomina violencia mimética. El deseo de los hombres de querer ser iguales, envidiándose unos a otros, descalificando y sometiendo a los que aparentan rasgos de debilidad y son perfectas víctimas que se convierten en chivos expiatorios de crisis sociales. Violencia sin límites que cuando estalla pone ciegos tanto a verdugos como a las víctimas.
La mujer en México desde el momento de la Conquista, o quizás antes, se convirtió en el blanco fácil de situaciones de conflicto extremos. Observar atentamente este palimpsesto que se ha ido formando a lo largo de lo siglos, es el deber de cuantos estamos involucrados en tareas sociales tanto de investigación como aquellos que acciones concretas trabajan por los que más sufren.
Graciela Freyermuth Enciso (Realidad y disimulo: complicidad e indiferencia social en Chiapas frente a la muerte femenina, pp. 129-202) nos relata el caso de cuatro mu-jeres que fueron víctimas de asesinato en violencia intrafamiliar. El silencio sobre estas muertes corre entre expedientes judiciales que no certifican con claridad como sucedieron estos decesos. La autora lo denomina como violencia institucional, dado que el horizonte de estas muertes se pierde en una nebulosa de indiferencia. Preocupa que en una sociedad “nacer o morir sea indiferente”. Chiapas no es un Pueblo Blanco. Pertenece a la nación Mexicana y es uno de los Estados con la más profusa historia. Esto evidencia una crisis invisible que escapa los datos cuantitati-vos, que se esconde, perversa, en los pliegues de las instituciones. Es menester dejarla al descubierto.
Los victimarios (perseguidores girardianos) gozan en la impunidad. Basta al descubierto, evidenciar sus mecanismos de perversión para que de una vez por todas cesen de sembrar discordias. Como dice la autora al final de su trabajo, parece ser que el hecho de que estas mujeres estén muertas, ya determinaron también las causas confusas de sus muertes. Para una institución que goza de impunidad, lo mejor es el silencio de muerte. Una vez consumado el hecho, todo pasa y el manto del olvido sigue encubriendo a quienes son los responsables, tanto materiales como ideológicos.
Se suma a esta situación los severos problemas educativos que sufre la nación mexicana, especialmente Chiapas. Muchas de estas mujeres asesinadas y silen-ciadas carecieron de una educación que les permitiera defenderse, denunciar los abusos. Su propio silencio, que en realidad no es suyo sino es el del Estado que no cumple su función básica, de asegurar la vida de sus ciudadanos, favorece la impunidad que es aprovecha-da para colocar un manto de olvido sobre estas vidas cercenadas, muchas de ellas en su juventud. Donde no existe educación (Gianni Rodari afirmaba que “el fin de la educación no es que todos seamos genios, sino que nadie sea esclavo”) el anonimato se convierte en sierpe y recorre silenciosamente y de manera bífida cuanto conflicto pueda ser silenciado. Si como decía Marc Augé, el olvido es la otra cara de la memoria, en Chiapas prevalece sólo una cara. La memoria ha dejado de cumplir su función.
En algún momento de la historia mexicana alguien tiró la primera piedra. Parece ser que Cristo no entró en Chiapas. Sucesivamente pedradas de indiferencia y violencia recubren la situación social de las mujeres, víctimas de una crisis social que no caduca, ni se trans-forma, simplemente se renueva, crece y se transforma, como un virus enloquecido.
No tengo un corolario de esperanza para el final de esta reseña. Las diferentes lecturas de este texto, o por lo menos la impronta que deja en mis ojos, no me permiten ver un horizonte claro en esta situación. Sólo deseo que con los años, pueda consultar un texto de antropólogos, sociólogos o trabajadores sociales donde se hable de una antigua situación superada: la del maltrato y la discriminación hacia la mujer. Espe-ro leerlo, pero sería fabuloso que mis manos puedan tocarlo, que sea rápido, porque a largo plazo, estamos todos muertos.