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Bosch Heras, M. (2009). Invisibilidades dolorosas. Una mirada sobre la percepción de la violencia de género en una comunidad de Guatemala. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 7(2), 69-86. https://doi.org/10.29043/liminar.v7i2.300

Resumen

En este artículo se hace constancia de los diferentes significados que tiene la violencia de género para las mujeres, que han sido agredidas o no, que habitan en una comunidad de retornados al norte de Guatemala y que habían estado organizadas en "Mama Maquín". Buscamos mostrar las normas y prescripciones comunitarias que pueden constituirse en motivos para la escasez de denuncias. Consideramos que la aceptación que realizan las propias mujeres de las agresiones que padecen, dificulta la desaparición de la violencia de género dentro de la sociedad.


La violencia se hizo género

Hace tan sólo un par de décadas que la violencia de género salió a la luz pública. Esta forma de agresión padecida por infinidad de mujeres, durante siglos, en casi todas las partes del mundo parecía formar parte de los atributos genéricos presentes en las relaciones sociales. No fue sino hasta 1993, en la Conferencia Mundial de Derechos Humanos de Viena, cuando se registró expresamente por primera vez que “los derechos humanos de mujeres y niñas son inalienables y constituyen parte integrante e indivisible de los derechos humanos universales”.2 Se admitía, así, que la violencia de género es incompatible con la dignidad y el valor de la persona humana. Así mismo, en la Plataforma de Acción de Beijing (1995) se reconoció que la violencia de género no sólo es el obstáculo principal para la consecución de los derechos sexuales y reproductivos, sino que ésta se constituye en un atentado permanente para la salud y la vida de muchas mujeres. La constatación de la ausencia de derechos de las mujeres en el ámbito privado posibilitó visibilizarlo en el espacio público, lo que presupuso que muchos gobiernos, obligados por las convenciones y tratados internacionales que firmaban, empezaran a establecer legislaciones destinadas a “proteger teóricamente” a las mujeres.

La violencia de género intrafamiliar es endémica en las comunidades de Guatemala y guarda una relación directa con los otros tipos de violencia. Ocurre en todas las comunidades, independientemente de su ubicación geo-gráfica, nivel de ingresos u origen étnico (Moser, 2002). En Guatemala, se promulgó en 1996 la Ley para prevenir, sancionar y erradicar la violencia intrafamiliar.3 Posteriormente, dado el elevado número de feminicidios que ocurrían en el país y la constatación de que muchos de ellos ocultaban casos de violencia intrafamiliar, se publicó la Ley contra el feminicidio y otras formas de violencia contra la mujer, la cual es más acorde con las doctrinas internacionales, a la vez que eleva sustancialmente las penas a los hombres mal-tratadores.4 Estas leyes, junto con el trabajo divulgativo y de concienciación de algunas organizaciones internacionales y de otras no gubernamentales, son casi los únicos recursos existentes en el país para su erradicación. Como parte de la problemática, es notable la escasez de recursos sociales de apoyo a las mujeres maltratadas: son pocas las casas de acogida, nulas las ayudas económicas y laborales, etcétera. Esta inexistencia del más mínimo estado de bienestar en el país, dificulta que muchas mujeres maltratadas encuentren algún tipo de ayuda social que les facilite su separación del hombre maltratador, más allá de la interposición de la denuncia. De todos modos, tal como dice Hirigoyen, para separarse, además de los posibles o reales apoyos, “es preciso reconocer la incapacidad para cambiar al otro y decidir ocuparse, por fin, de una misma” (2006: 150). Y añadiríamos que, es preciso reconocer que se vive en una situación de violencia, pero que es posible cambiarla.

El número de denuncias por violencia intrafamiliar, a pesar de haber aumentado exponencialmente en los últimos años, continúa siendo muy escaso, sobretodo en los Departamentos con elevada población indígena. La promulgación de las leyes podría posibilitar cierto avance en materia de protección e integridad física de las mujeres, siempre y cuando las leyes se cumplieran y no estuvieran meramente legisladas y si no se dieran los niveles de tolerancia hacia el agresor, que existen entre la policía y en el sistema general de justicia. El aparato judicial,5 como parte del sistema y de la organización social, no escapa a los ordenamientos sociales, a las mismas valoraciones genéricas, a las mismas relaciones de poder racistas imperantes en toda la sociedad (Facio, 2000; Segato, 2003; Mama, 2008, y Tripp, 2008). Existe un déficit de calidad en la atención por parte de los encargados de impartir justicia hacia las mujeres (Moran, 2005), en particular hacia las mujeres indígenas (DEMI, 2008). Además se constatan debilidades estructurales y presupuestarias, tanto en el sistema judicial como en el policial y en el Ministerio Público, lo que dificulta el buen funcionamiento de los mismos. Ocho años después, se muestran similares requerimientos a los realizados por MINUGUA (Misión de NNUU para Guatemala) en sus informes:

Este déficit del Estado, se manifiesta en las prácticas y las garantías judiciales para la protección y seguridad de sus ciudadanas, muestra una de las razones del por qué esta concreta estrategia gubernamental es apenas utilizada por las mujeres de las comunidades; otra causa es que la legislación actual con sus prácticas sanciona-doras es poco conocida entre la población. Pero, por otra parte, los significados otorgados a la violencia y su invisibilización comunitaria presuponen que, en muchas ocasiones, los golpes y los malos tratos no representen acciones punibles en el imaginario comunitario.

En este artículo el análisis se centra en estas otras causas de origen más cultural que pueden constituirse en motivos de la escasez de denuncias. Se analizará el significado que la violencia de género tiene entre las mujeres, agredidas o no, que habitan en una comunidad de retornados al norte del país. Consideramos que la aceptación de las agresiones que sufren las propias mujeres, dificulta la erradicación de la violencia de género dentro de la sociedad. En las páginas siguientes, hablaremos de una comunidad, pero también de una organización de mujeres refugiadas que a inicios de los noventa empezaron su accionar en México, descubriendo poco a poco que las mujeres eran poseedoras de derechos, pero aún así, eran golpeadas (y algunas aún en la actualidad siguen sufriendo por la violencia). Veremos las dificultades de transformar ya no la realidad circundante, sino esa que está más interiorizada en nuestro propio ser. Observaremos el vaivén entre el reconocimiento de la existencia de una nueva realidad, entre los deseos y los anhelos, y la fuerza de las prescripciones.

Unas breves pinceladas en la historia

La historia de Guatemala nos muestra cómo a través de los siglos las desigualdades estructurales y la violencia han estado siempre presentes en la sociedad. Desde la época prehispánica, con todo el esplendor de los reinos mayas, pasando por la cruel y agresiva conquista española, siguiendo durante el colonialismo español y la posterior colonialidad del poder mantenida por las élites mestizas que lograron la independencia (Quijano, 2000), ha habido una constante explotación y marginación de la mayoría pobre e indígena del país. La deteriorada situación, tanto en sus aspectos sociales como en los económicos y políticos, fue lo que llevó al surgimiento del movimiento revolucionario y la posterior respuesta contrainsurgente de masacres, asesinatos y desapariciones ocurridas en el siglo pasado. Durante los años más agudos de la violencia genocida, las prácticas informales para la resolución de conflictos locales se hicieron cada vez más punitivas como consecuencia de la institución, por parte del ejército, de estructuras y prácticas autoritarias en todo el país (Sieder y Witchell, 2000). La guerra profundizó los parámetros preestablecidos de la violencia, al reforzar aprendizajes ancestrales que mostraban que el modo más idóneo para solucionar los conflictos era a través de la violencia.

A causa de las masacres ocurridas a inicios de los ochenta mucha de la población maya que vivía próxima a la frontera tuvo que huir a México. ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugia-dos) concedió el estatuto de refugiado, a unas 45.000 personas. Las restantes se mantuvieron “escondidas”, dispersas por el estado de Chiapas. En agosto de 1990, una vez pasada la fase de emergencia, hizo su aparición la primera organización de mujeres refugiadas “Mama Maquín” (MMQ). Sus objetivos principales eran de carácter político, con referencia al futuro retorno y, salvo por el específico, de defender el derecho a la educación de las mujeres y su participación en igualdad con los hombres, no interferían en ningún aspecto en las relaciones de género vigentes en ese entonces, aún así causaron recelos y miedos entre las autoridades comunitarias de los campamentos, puesto que vieron ahí el inicio de una andadura autónoma de las mujeres.

MMQ tuvo un crecimiento exponencial, puesto que en menos de tres años ya se habían afiliado más de doce mil mujeres. El conocer que existían otras formas de relación diferentes a la extrema subordinación, que había sido el modo de relación imperante durante siglos, fue una necesidad presentida que presuponía una visión diferencial de su realidad cotidiana. La castellanización y la alfabetización, como primeras tareas a las que se abocaron las mujeres de MMQ, posibilitó poder ampliar un mundo constreñido, hasta ese entonces, al hogar y al vecindario. Durante esos años, las mujeres refugiadas participaron en capacitaciones para el desarrollo personal. Las capacitaciones en derechos son las más recordadas, las que representaron el inicio del cambio en algunas mujeres. Dos antiguas refugiadas nos explican que:

Se transmitieron las ideas tanto entre las que recibieron capacitaciones como entre las que no, así como entre las mujeres y los hombres refugiados. Los hombres “aceptaron” los nuevos aportes, en parte por la tradición de obediencia al poder hegemónico impuesta desde el estado colonial racista, y en parte para no poner en riesgo los beneficios que les reportaban las ayudas materiales que recibían de las ONG y del ACNUR. Pero esto no significaba necesariamente la interiorización de prácticas de mayor equidad, de modos de relación más simétricos que supusieran beneficios tangibles para las mujeres, más allá de lo que podía suponer el consentir que sus esposas participaran en reuniones y talleres. El peso de las costumbres aprendidas durante generaciones hacía difícil una mayor transformación.

Las representaciones que recreaban las mujeres refugiadas que no participaron directamente en las capacitaciones evidenciaban, a veces, contenidos diferenciales de los tratados durante las reuniones. Señalaban, por ejemplo: “Nos dijeron que teníamos muchos derechos, pero ya no recuerdo cuales” o que aprendieron “el derecho de la mujer” pero asumiendo que éste es menor al que tienen los hombres. Al parecer, establecen una relación directa entre la fuerza física y la capacidad mental, por lo que ellas tendrían menos de ambas. Habría para estas mujeres: el derecho de los hombres que de por sí incluiría el todo, y el derecho de la mujer, ausente durante siglos tanto en el plano simbólico como real, y que en el refugio se empezó a percibir que existía, pero que incluiría para estas mujeres (y para la gran mayoría de los hombres) sólo una pequeña porción que ellos les debían ceder. Porque según decían “en el refugio se les obligó…”

Los talleres de hombres sobre derechos humanos implicaban que cuando ellas hablaban de sus derechos éstos los asumieran como paralelos a sus propias enseñanzas, aceptando los aprendizajes de ellas que, de entrada, no les presuponía una gran contradicción con las normativas recibidas. Pero el mismo hecho favorecedor significó una desventaja con el tiempo, puesto que los aprendizajes de ellos, nulos durante años en temas de género y masculinidades, impusieron los límites a las mujeres. Aceptaron lo que consideraron que permitía la normativa comunitaria, asumieron los pequeños cambios que sus propias capacitaciones les permitían, pero, rechazaron con fuerza o sutilmente todo lo que traspasaba esa línea imaginaria por ellos trazada. Para la mayoría de mujeres, los cambios se dieron dentro del espacio que ellos les concedieron, espacio que cierta-mente no alcanzó a abarcar el propio cuerpo.

Y fueron, precisamente, las capacitaciones de salud sexual y reproductiva, que incluían el tema de la violencia de género, las más cuestionadas y rechazadas en los campamentos. Los hombres temían que la autoridad patriarcal fuera socavada, que las normas ancestrales, basadas en las subordinaciones genéricas y legitima-das por el derecho consuetudinario y por la religión, desaparecieran. La estrategia de las dirigentes de MMQ fue acatar las directrices comunitarias asumiendo que no era el momento para seguir con “la trasgresión” que estaban iniciando.

La principal función de MMQ fue visibilizar a las mujeres refugiadas, no sólo frente a los organismos nacionales e internacionales, sino también, y esto es lo más importante, dentro de sus propias comunidades. En su valoración final de los años de refugio, las mujeres opinaron:

Aunque también manifestaron una cierta autocrítica por el olvido de los objetivos que pudieron haber dado la especificidad a su lucha: “Podríamos decir que dimos prioridad a la participación política de las mujeres sobre la salud, la violencia familiar y otros problemas que las mujeres padecían y siguen padeciendo en Guatemala” (MMQ, 1999: 32). Una vez que se dio el retorno a Guatemala, la organización de mujeres fue perdiendo fuerza, pero en la conciencia de algunas mujeres arraigó la creencia de que eran posibles otras relaciones de género, diferentes a las que hasta entonces habían mantenido. Para los hombres el significado de MMQ fue algo diferente, como podemos apreciar en las palabras de un antiguo refugiado:

Una nueva esperanza, la comunidad

El papel de MMQ fue muy activo durante todo el proceso de retorno. Entre sus éxitos destaca que lograron que se reconociera, tras los acuerdos con el gobierno, la copropiedad de la tierra para las mujeres. Pero, esta propuesta, que en principio había sido aceptada por todos durante el refugio, tras el retorno fue olvidada en la mayoría de los lugares, incluida la comunidad de estudio. La copropiedad de las tierras continúa siendo la gran lucha de MMQ.

La mayoría de los refugiados eran campesinos pobres, con poca o ninguna tierra en propiedad antes de su salida a México. Pero, además, la poca tierra que poseían en sus comunidades fue frecuentemente usurpada por familiares, vecinos o comisionados militares (Manz, 1986). Fue por eso que se concretó la idea de comprar grandes fincas en régimen de cooperativa con financiamiento oficial (gubernamental y de instancias internacionales), para poder cubrir la subsistencia de toda la población que allí se iba a reasentar. Se buscó a la vez que los asentamientos tuvieran un entorno étnico similar al anterior de la huida a México. Fue así como 210 familias campesinas, poptís, chujs y mames, construye-ron hace quince años, una nueva comunidad en lo que fue una finca forestal de 126,92 caballerías. Esta nueva propiedad fue bastante deforestada los primeros años, en parte por el mal manejo, en parte para construir los terrenos de cultivo y el casco urbano. En la actualidad, la cooperativa recibe fondos nacionales e internacionales para mantener su hábitat forestal y existe un plan de renovación integral para la extracción de madera y leña.

La comunidad cuenta con los servicios de una clínica, gestionada por una ONG, una escuela que imparte hasta el nivel básico, un salón comunal, varias tiendas de víveres, una tienda de ropa, una ferretería y otra de material escolar. Desde 2002 hay energía eléctrica, agua entubada y las viviendas son de block, techo de lámina y cuentan con piso de cemento. La comunidad está conformada por cinco barrios donde se agrupan las diferentes etnias en base a una organización de familias emparentadas, siguiendo la forma tradicional de los antiguos clanes o linajes. En los barrios Uno, Dos y Tres habitan los pop-tís; en el Cuatro poptís y mames, y en el Cinco mames y chujes. La autoridad administrativa de la comunidad y máximo poder político y económico lo detenta la junta directiva de la cooperativa, pero el máximo órgano de decisión comunitaria es la asamblea de socios.

Las características diferenciales con respecto a las comunidades vecinas tradicionales son: su carácter de retornados; el contexto étnico múltiple; el gran apoyo asistencial recibido en sus inicios; las decisiones asamblearias; una constante relación comercial y de salud con el sureste de México; un alto índice migratorio, puesto que más de tres cuartas partes de la población tiene familiares directos emigrados a EEUU; la importancia que dan a la educación como camino para superar la pobreza y poner fin a la discriminación; y una dependencia asistencialista, aprendida desde México, que subsiste como patrón estructural de relación.

Intercalando algunos conceptos

A través de las mujeres de MMQ hemos observado como el género va construyéndose de forma específica en cada estructura social y cultural que la produce. Ocurre así, nos dice Esperanza Tuñón porque,

Tanto la ubicación en una determinada clase social, como la pertenencia étnico-cultural, y el lugar que se ocupa en la jerarquía sexual y generacional, entre otros, constituyen posibles espacios de construcción de identidades colectivas que, además, no se muestran aisladamente a los sujetos, sino articuladas unas con otras provocando un sinnúmero de opresiones particulares (1997: 14).

De este modo, constatamos que las estructuras de género, además de ser un elemento constitutivo de las relaciones sociales que generan dominación y subordinación, se inscriben en aspectos definidores de nuestra personalidad y en aspectos inquisidores de nuestra realidad social.

A mediados del siglo pasado, Simone de Beauvoir escribió “no se nace mujer, se llega a serlo”, con lo que introdujo ese carácter preformativo que el género está adquiriendo en nuestros días. Al género se le está resignificando, inestabilizando o deconstruyendo aportando nuevos elementos para un análisis político del poder y de las relaciones sociales. Ya no podemos hablar de dos sexos o de dos géneros o que las identidades de género son generalizables. El nuevo pensamiento sobre el género y la diferencia sexual está negando su carácter natural, la universalidad del discurso dicotómico. Sexo sería no lo que se es, sino en lo que nos convertimos, con lo que el género, tal como expone Burlet, no debe interpretarse como una identidad estable o un lugar donde se asienta la capacidad de acción y de donde resultan diversos actos, sino, más bien, como una identidad débilmente constituida en el tiempo, instituida en un espacio exterior mediante una repetición estilizada de actos (2001: 171-172).

Esta autora nos explica que “estamos ante la presencia de tres dimensiones contingentes de corporalidad significativa: el sexo anatómico, la identidad de género y la actuación de género” (Burlet, 2001:169). La diferencia entre sexo, identidad y actuación, facilita la comprensión de un significado genérico en transformación, tanto para las sociedades industriales avanzadas, como Butler especifica, como para una comunidad de retornados, puesto que presupone la entrada a un mundo de variabilidad entre el ser, el tener y el actuar.

Este cuestionamiento de la idea de lo masculino y lo femenino como categorías estables, fijas, sin fisuras, permite mostrar, como dice Mari Luz Esteban, que la identidad de género es siempre una identidad corporal, que nos identificamos en relación al género dentro y a partir de una determinada corporeidad, desde una vivencia y una percepción determinada de nosotros/as mismos/as como seres carnales (2004: 11).

Moira Gatens, a su vez, afirma que, el género es un efecto material de la forma en que el poder se prende del cuerpo más que un efecto ideológico de la forma en que el poder condiciona la mente (2002: 140), sobresaltando el efecto corporal que dicho concepto entraña. El cuerpo (genérico) expresa y muestra los preceptos normativos culturales, los discursos y las representaciones simbólicas a través de los cuales se construyen las identidades subjetivas. A la vez, las diferentes vivencias del propio cuerpo pueden imprimir cambios en los conceptos de identidad con los que nos expresamos, sentimos y actuamos, puesto que el cuerpo no sólo inscribe, sino también transforma.

Feixa y Ferrándiz (2005) cuentan como los cuerpos no son solamente un escenario privilegiado de las violencias, sino que están directamente producidos por su entrelazamiento con ellas. Todos llevan inscritos las violencias de su entorno, mucho más allá del nivel epidérmico de las heridas y cicatrices visibles. Podemos afirmar que las violencias construyen los cuerpos y las subjetividades hasta lo más profundo. Estas construcciones corporales violentas son las que marcan las diferentes pautas de comportamiento genérico, por lo que esas violencias, más allá del aspecto físico, expresan el componente simbólico de la aceptación social, lo que incrementa dicha inscripción corporal. Considerar que el cuerpo femenino es un cuerpo colonizado y enajenado, a través de las normas legales del matrimonio y de las normas culturales imperantes en la mayoría de países, significa mostrar que esa doble condición es la que se expresa en su práctica reflexiva corporal que podrá ser según los casos de acatamiento, resistencia o trasgresión a dichas normativas.

Si el género es una estructura de análisis política que provoca tantas controversias es porque tiene que ver con el poder, consecuencia directa de la desigualdad y el control social. De este modo, la categoría de género cumple el mandato social que permite mantener los paradigmas que la sociedad considera específicos y necesarios para su buen funcionamiento. Su reconocimiento posibilita el primer paso para la transformación de las relaciones sociales. Desde el estudio de las masculinidades Ramírez (2006) nos plantea la siguiente idea:

Por violencia entendemos la búsqueda “intencionada” para eliminar los obstáculos que se oponen al propio ejercicio del poder y obtener, de este modo, el control sobre los demás. La violencia no constituye una característica cultural inmutable. Es un proceso dinámico e histórico, directamente relacionado con las condiciones de desigualdad y diferencia dominantes, puesto que determinados espacios de desigualdad sólo pueden ser mantenidos mediante la violencia, sea ésta coercitiva o simbólica (Menéndez, 1998)

Una característica de la violencia es que, en sí misma, crea condiciones y mecanismos ideológicos que legalizan la imposición de la agresión hacia los otros. La diferencia se criminaliza como una respuesta legítima de los intereses del poder, sea éste patriarcal o del estado, la cual por el origen de su uso, sea cual sea su método de aplicación, será considerada ideológicamente necesaria para la preservación del orden de las instituciones y del beneficio colectivo o personal. La violencia se inscribe en el contexto de las relaciones de poder debido en parte a esta legitimidad que se otorga a sí mismo el agresor, quien califica como justa y necesaria su actuación, pero a la vez implica la legitimidad que le otorga, frecuentemente, la propia víctima que sufre la agresión, quien puede aceptar ésta como forma normalizada de relación.6 Muchas mujeres que históricamente han sufrido la violencia por parte de sus parejas, consideran que ésta es una forma normal y específica de relación. Los celos y sus posteriores agresiones se entienden, en ocasiones, como una demostración de amor o como un mal menor dentro de la dinámica familiar. Pero, la violencia de género, como estamos viendo, no es sólo una forma agresiva de relación, sino la demostración palpable (y corporal) de la dominación masculina, puesto que toda ella (física, psicológica, sexual) se fundamenta en el ejercicio del poder y de la autoridad para reforzar unas relaciones genéricas ya de por si muy asimétricas. Forma parte de una estrategia masculina, más o menos consciente, más o menos sutil, cuyo objetivo es neutralizar el deseo y controlar a la mujer. De este modo, las mujeres se terminan percibiendo como meros objetos, susceptibles de ser poseídos, con lo que delegan su propio poder y acaban por mantener y reproducir las relaciones estructurales de dominación genérica.

El proceso de socialización es el que fomenta al interior de la familia relaciones jerárquicas y autoritarias, promoviendo las conductas violentas y los roles sexuales estereotipados. De este modo, la propia sociedad es la que construye e integra la violencia en su práctica cotidiana. Estructuras sociales violentas: desiguales, explotadoras o racistas sólo pueden mantenerse a través de una cultura de la violencia que por reiterada, llegue a interiorizarse y normalizarse. O su equivalente inverso, “un sistema social que naturaliza la violencia deberá propiciar que las condiciones de marginación se reproduzcan” (Domínguez, 2006:15).

Stefania Fantauzzi (2006) explica cómo las relaciones de poder desiguales son de entrada reversibles. Obligar a la obediencia, transformar los deseos del otro(a), es un proceso que indica, en sí, movimiento y tránsito. Situados en unas relaciones de fuerza exacerbadas vemos que se otorgaría a los vencidos una posición de debilidad y sumisión frente a la condescendencia y la arrogancia de los vencedores del poder. Esta pugna entre el poder y la subordinación, al ser la autoridad conquistada de esta forma, obligaría a la defensa constante del poder con-seguido. Esta visión de la guerra referida a los análisis filosóficos de Hanna Arendt permite trazar una equivalencia con las agresiones violentas que padecen las mujeres que intentan revertir la posición subordinada en que viven. El elevado número de mujeres asesinadas indica que no es incoherente la comparación.

Sofsky (2006: 66), a su vez, sitúa la violencia desde la visión de la víctima y considera que la verdad de la violencia no reside en el hacer, sino en el padecer. El poder del dominante estriba en el dolor que causa a la víctima, en el temor y el sufrimiento que va más allá de la fuerza que pudiera llegar a utilizar la persona violenta. La violencia mantiene su presencia, incluso frente a su propio silencio, porque se sabe que una vez iniciado éste adquiere un movimiento constante y discontinuo. Este autor nos explica cómo el sufrimiento de la víctima infunde en el ejecutor de la misma un sentimiento de soberanía absoluta debido a que, en gran parte, se ha desprendido de los lastres de la moral y de la sociedad. La pasión de la desinhibición es, según este autor, una de las claves importantes para comprender la violencia absoluta. El agresor ad-quiere una conciencia de su propio ser de la que antes carecía. Siente que lo puede todo. Mientras, la víctima va estrechando su campo perceptivo, acrecentando el vacío. Nadie quiere recibir el sufrimiento causado por otra persona, se abomina de éste, pero serán los referentes personales, culturales y estructurales, los habitus, en suma, los que forzarán sus pasos en una u otra dirección, los que incidirán para que acepte, rechace o actúe de un determinado modo.

El habitus7 nos resulta de gran utilidad para compren-der la reproducción de la normativa, las prescripciones referidas a los tipos ideales de conducta que se integran en la subjetividad y ordenan el quehacer en el mundo.

Así mismo, dicho concepto nos posibilita comprender por qué las reflexiones realizadas en las capacitaciones y los nuevos aprendizajes, transformaron la vida de algunas mujeres y no de otras que también asistían en ese mismo momento, al considerar que la conciencia y la reflexión intervienen pero se hallan modeladas por el habitus que cada persona tenemos interiorizado. Para Bourdieu, hablar de habitus es aseverar que lo individual, e incluso lo personal, lo subjetivo, es social, colectivo (2005: 186). Es la cultura interiorizada como una forma de modus operandi, explica Vázquez (2002).

En síntesis, podemos considerar que la violencia es la estructura de relación que a través de la legitimación del uso de la fuerza ha permitido sustentar y perpetuar las diferentes discriminaciones de género, clase, etnia, generación, etcétera, presentes en la sociedad. Es el conjunto que ha determinado y ordenado las estructuras de poder desiguales existentes en la actualidad.

Allí se despertó nuestra mente

El título de este apartado recuerda una de las frases más mencionadas por las mujeres retornadas de MMQ, en referencia a su etapa de refugio en México. Las reflexio-nes hechas en los talleres de derechos, género o salud reproductiva posibilitaron una comprensión diferente de la realidad en que vivían y así lo demuestran casi todas en las entrevistas, grupales y algunas individuales. Las concepciones sobre la violencia, que expresan las mujeres de MMQ, muestran un claro reconocimiento de las múltiples formas en que se presenta y representa la violencia de género. La variedad de formas que aparecen diferenciadas estas representaciones, en las entrevistas colectivas, refleja la complejidad que para ellas tiene dicho tema. El espacio corporal, que es donde se construyen las vivencias y los significados de las costumbres, sobre todo de aquellas tradiciones que controlan el cuerpo a partir de su sujeción a través de la violencia, favorece que las mujeres puedan distinguir “teóricamente” las diferentes discriminaciones que sufren.

Para las mujeres, la violencia que padecen no son sólo los golpes que reciben, muchas veces junto con sus hijos, sino también: los gritos y los insultos, las violaciones,8 a lo que se aúna que los hijos no las res-peten, las discriminaciones en el transporte público, los chismes que suegras y cuñadas divulgan, no tener derecho a los enseres del hogar, que sólo los hombres manejen el dinero y que no les den lo necesario para cubrir las necesidades básicas familiares, que no las dejen participar en las reuniones, que los hombres se reúnan para tomar decisiones sobre la comunidad, y aún sobre las dirigentes de la organización así como el que las hagan sentirse excluidas de las decisiones familiares y comunitarias, tal como señala una de las entrevistadas: “Todo esto nos hace sentirnos rebajadas, como que no valemos”.

En la actualidad han iniciado un proceso de deslegitimación social de una serie de costumbres aceptadas, tradicionalmente, como la práctica del incesto9 en el interior del hogar, la poliginia y otras prácticas sociales que provocaban la marginación o la estigmatización de la mujer y que han empezado a perder su significado ominoso. Por ejemplo, los abandonos tras el mantener relaciones sexuales con promesas de futuro casamiento ya no conllevan, para la mayoría comunitaria, el concepto de violación que antes tenía y que obligaba a los padres de ambos jóvenes a forzar su casamiento o unión, según la tradición. En la actualidad, los familiares de los muchachos se muestran mucho más tolerantes con sus hijos y son sólo las familias de las jóvenes las que siguen reclamando.

La violencia sexual contra las jóvenes solteras termina, frecuentemente, con la unión marital con el violador. Dicha unión presupone “la reparación” de los sufrimientos causados puesto que al casarse (obligatoriamente) la mujer pasa a ser posesión del hombre, con lo que la acción violatoria se vuelve aceptable socialmente, descargando de culpas al violador y a la madre de la mujer violada que es la responsable frente al esposo y la comunidad de la integridad física de las hijas y el honor de la familia. El control de la sexualidad femenina pasa obligatoriamente por la rígida vigilancia y el control del cuerpo de las jóvenes por parte de sus congéneres. Una mujer explicaba los sufrimientos que padeció por parte de su marido: “Me dio muy mal vivir durante bastantes años. Me acusaba de que yo no la había educado, vigilado, me recriminaba siempre. Mis hijas vieron todo lo que sufrí (...) espero que sean buenas hijas y no repitan lo que hizo su hermana”.

Por su parte, la violencia sexual dentro del matrimonio no está reconocida como tal en las comunidades. Nos lo muestra las palabras de una mujer que, tras haber sufrido un robo y una violación, decía: “La violación no importa, yo ya fui casada”. Con ello nos muestra la equivalencia que existe, para ella, entre el matrimonio y unas relaciones sexuales impuestas y agresivas. Existe un dicho popular que refleja con claridad el concepto de sexualidad existente en las comunidades, a la vez que refrenda el poderío masculino presente en el mismo: “el hombre monta pues, el hombre manda”. Pero si los actos violatorios intramatrimoniales son aceptados, al no advertirse la violencia que los mismos implican, existe un espacio temporal en donde su práctica se encuentra normativizada por percibírsela llena de peligros. Esto es durante el puerperio (el periodo que transcurre desde el parto hasta que la mujer vuelve al estado ordinario anterior a la gestación): “Algunos no respetan a sus esposas, eso trae enfermedades y peligros” explican las comadronas que describen síntomas similares a los de las enfermedades de transmisión sexual. Los peligros se refieren a los que pueden sufrir los recién nacidos puesto que consideran el quebrantamiento de esta prescripción normativa como uno de los causantes de la mortalidad infantil.

De hecho, pocas mujeres reconocían sentirse con derechos sobre su cuerpo y su sexualidad, cuando se les preguntaba si ellas decidían cuándo querían o no tener relaciones sexuales, la respuesta mayoritaria fue la negación. Aunque algunas iniciaban un esbozo de cambio mediatizado por el acoso, la enfermedad o el alcoholismo:

Ah! Sí, porque qué tal si él está enfermo o yo estoy enferma y no respeta él. Cuando llega bolo (borra-cho) va directo a su cama. El duerme en su cama y yo en la mía. Pero es hasta aquí. Antes no hay quien dé mucho consejo.

El motivo con más frecuencia referido al tema de la apropiación del cuerpo por parte de las mujeres se relaciona con la planificación familiar y el uso de métodos anticonceptivos naturales, los cuales requieren un mayor conocimiento del funcionamiento del propio cuerpo y una mayor planificación de cuándo pueden o no mantener relaciones sexuales. Este control y conocimiento recae sobre las esposas, lo que nos posibilita empezar a oír a las mujeres jóvenes y alguna mayor:

Si consideramos la sexualidad como “el conjunto de prácticas -es decir, las maneras tanto de pensar como de actuar- tendientes tanto a la reproducción biológica y a la búsqueda del placer erótico en todas sus formas, articuladas con una esfera normativa que las regula a partir de relaciones de poder” (Córdova, 2003: 62), estas frases dan cuenta de algunas de las transformaciones en las relaciones de género que se empiezan a percibir en la comunidad. Se observa como a partir de las nuevas experiencias se realizan nuevos ajustes a una normatividad que prescribe los tipos ideales de conducta para cada género.

Hablamos de la violencia física y sexual, pero, además es común que, durante las agresiones físicas, se practique el maltrato verbal en su forma más cruel. En su forma más sutil, exponiendo peyorativamente las capacidades intelectuales de las mujeres, es el modo explicativo que, en general, se realiza sobre ellas. “Las mujeres precisan que les den ideas” es una frase frecuentemente oída en el espacio comunitario. La visión infantilizada con que las representan: dependientes en forma constante, incapaces de pensamientos propios y, por lo mismo, de capacidades cognitivas, se contrapone a la realidad que las mujeres demuestran. Pero, por reiterativo, puede llegar a ser asumido como autodefinición por una gran parte de ellas. La presencia masculina impone, casi siempre, el silencio femenino, el ocultamiento de los pensamientos. Bajar los ojos y la voz, colocar la mano frente a la boca dificultando la audición de las palabras, aprendizaje secular realizado como forma de comunicación femenina, persiste todavía en algunas mujeres de las comunidades vecinas. Este acto que sugiere la ocultación corporal y el deseo de desaparición mate-rial, es el modelo interiorizado de ser mujer, inscrito ancestralmente, que representa la forma extrema de sumisión al entrañar la desaparición interiorizada y voluntaria de sí mismas.

En el inicio de este apartado hemos mostrado cómo las mujeres de MMQ demuestran ser conscientes de que la expresión del poder y control que ejercen los varones con la violencia sobre ellas, dentro del ámbito privado, restringe y amenaza su autonomía personal. Sus palabras manifiestan el reconocimiento y rechazo de una violencia que padecen en sus múltiples formas. Sin embargo, si ahora comparamos estas concepciones de violencia con las que muchas de estas mismas mujeres hacen cuando las reflexiones se realizan de forma individual, sin el “eco” de las demás compañeras, observamos otros significados, una aceptación de la violencia mucho más acorde con la normativa tradicional y mucho más compartido por el conjunto de los miembros de la comunidad. El habitus que se imprimió en su cuerpo desde la más tierna infancia, la cultura que éste encarna impide, en ocasiones, introyectar unas reflexiones hechas desde la vertiente consciente del intelecto.

El pensamiento teórico, la práctica social e incluso las fantasías de cómo quisiéramos ser, no siempre muestran una imagen acorde, sino que en ocasiones reflejan conflictos, inconsistencias y contradicciones internas, las cuales son consustanciales a los procesos iniciados. Las negociaciones internas que presuponen situarse fuera de la normatividad comunitaria obligan a efectuar transacciones personales o a realizar vaivenes hasta que “la nueva verdad” pueda llegar a plasmarse en la cotidianidad, recomponiendo otra vez la normatividad personal o el modelo ético de comportamiento que, de este modo, presupondrá un nuevo equilibrio entre pensamiento, práctica y fantasía.

Entre el alcohol y el delito: no hay violencia

El término “doméstico”, que antes se utilizaba para nombrar la violencia de género intrafamiliar, adquiere en las comunidades indígenas un significado exacto, puesto que implica tanto el contexto de la violencia, ya que es en el ámbito del hogar en donde ésta se realiza, como la dimensión relacional: el hombre es el esposo de la mujer agredida. El concepto de esposa como propiedad masculina y las prescripciones normativas consuetudinarias impiden que la violencia intrafamiliar se realice en el espacio público y que el atacante no tenga una relación de convivencia o familiar con la víctima (padre, hijos o hermanos). Tras la separación, el hombre deja de ser propietario de la esposa, por lo que no es aceptable socialmente infringirle daño físico. Esto se mantiene hasta el momento, en todos los casos, aunque sea la mujer la que decida separarse. La mujer unida tiene “dueño” tal como, gráficamente, se define la relación de pareja: “(...) iba a buscar a esos hombres y les decía que si no saben que esa mujer ya tiene dueño, que es mi esposa”, comentó uno de los entrevistados. Ese concepto de pertenencia llegaba en algunas comunidades chuj al extremo de dejar marcas visibles en el cuerpo de las mujeres. Existía la costumbre, que todavía en algunas aldeas vecinas se practica, de arañarse la cara, ella misma o a veces el muchacho, hasta dejar una marca o cicatriz, tras mantener la primera relación sexual. Era la señal de propiedad una vez iniciada las relaciones sexuales: “para que nadie más se le acerque y todos los otros muchachos sepan que ya tiene dueño”. Esta exacerbada concepción de propiedad entraña a su vez como consecuencia que una mujer separada puede significar el equivalente de mujer accesible (a los demás hombres), mujer a la que “se puede molestar”, como se describe en las comunidades, puesto que el respeto no es hacia la mujer propiamente dicha, sino hacia el hombre propietario de la misma. Una mujer valoraba la ventaja de estar casada diciendo: “Cuando una tiene marido es como una boleta, porque ya se es libre, pero si no tengo mi marido cualquier otro hombre me puede hablar.”

En resumen, la violencia sexual en las comunidades la puede sufrir la mujer casada por parte de su propio esposo o la mujer separada por parte de cualquier hombre de la comunidad. Las agresiones físicas las pueden padecer, en cambio, de manos de sus familiares varones o de su suegra.

En las narraciones de violencia intrafamiliar que nos cuentan las mujeres aparece una serie de constantes: impotencia frente a la situación, intentos de negociación en los que se sienten con pocos recursos prácticos o verbales y dependencia emocional respecto a sus hijos. Pero, sobretodo, la relación directa que establecen entre el alcohol y la violencia.12 Además, existe la convicción de que una vez empezados los golpes, estos se repetirán constante e indefinidamente, sin pasar siquiera por las fases de “luna de miel” con que se describe internacionalmente el ciclo de la violencia.13 Decía una mujer:

Es frecuente que en las comunidades se culpe a las propias mujeres de la violencia conyugal sufrida. Dichas acusaciones las realizan tanto las mujeres como los hombres:

Esta culpabilización de las víctimas las obliga a permanecer en silencio, lo que provoca su aislamiento del entorno y condiciona una mayor indefensión y vulnerabilidad. El acusar a las mujeres por no prevenir las futuras agresiones que pudieran darse tras el primer maltrato significa justificar y absolver al agresor, significa minimizar su alcance, significa normalizar la violencia y esencializarla como parte de la conducta masculina, aceptarla en suma dentro de la vida coti-diana. El relacionar los golpes con una causa externa, como ocurre con el alcoholismo en las comunidades, al cual se le presupone un fatalismo ineludible, refuerza dicha actuación. Esa perentoria necesidad, inevitable, según nos dicen, favorece que opinen tanto hombres como mujeres:

La normatividad comunitaria prohíbe la violencia. Pero la normatividad no necesariamente se refleja en la práctica, aunque sea un referente discursivo fundamental para la construcción de los modelos de conducta. Nos explicaba otro hombre:

En torno al alcohol se establecen relaciones de poder y micropoder entre los miembros del grupo doméstico (Menéndez, 1998). El varón ostenta el derecho exclusivo de embriagarse y ejercer la violencia, siendo el alcoholismo el método indispensable para ejercer la misma. Al reducir su responsabilidad, se posibilitan acciones que de otro modo no estarían legitimadas. Esta desinhibición alcohólica orientada por la cultura, posibilita comportamientos diferentes en el hombre y en la mujer.14 Muy pocas mujeres informan que la violencia no se practica solamente durante la enajenación provo-cada por el elevado consumo alcohólico o establecen sospechas sobre el grado de alcoholismo del esposo. Sin embargo, algunos opinan:

Así mismo, se observa que se establecen gradientes dentro de la violencia y que ésta se acepta, asumiéndose como mal menor, cuando los golpes que sufren no les dejan como consecuencias graves padecerse físicos. Todas consideran que la mujer no debe aguantar la violencia del esposo: “si la mujer está bien golpeada, bien lastimada, porque allí dejándose ya no. Pero como él no mucho me golpea, sólo cuando está bolo...” La descripción que esta mujer había hecho de la situación unos minutos antes era “cuando llega a casa tomado me jala del pelo, me somata (golpea), a veces a puras patadas, levanta y bota las sillas (...) Da lástima con las niñas”.

Este gradiente de la violencia les facilita asumir su propio escenario con una mayor naturalidad; la comparación predispone, de este modo, el olvido del origen afrentoso de la situación. Podríamos decir que este grado de la violencia representa una violencia simbólica que se suma a la agresión física, dada la asunción que se hace de la misma. La comparación entre las mujeres víctimas de la violencia y la escala de diferentes grados de violencia, obliga aceptar ésta cuando no es “mucha violencia”.

Con las entrevistas en profundidad más de la mitad de las mujeres no otorgaban al esposo el derecho a pegar, aunque las explicaciones de algunas podían ser tan simples como: “No, no tiene derecho a pegar a su mujer, ella le sirve”. Mostrando la ligazón establecida entre los roles reproductivos y la violencia, entre la integridad corporal y la reproducción social, exacerbada en estos contextos de pobreza. De hecho, el incumplimiento de las funciones atribuidas al rol genérico femenino (como, no tener la comida preparada, o no haber lavado la ropa, por citar algún ejemplo) con frecuencia es el motivo argüido por muchos hombres maltratadores como origen de la agresión. La aceptación de dicho dispositivo regulador por parte de las mujeres comunitarias predispone a la conformidad del agravio, a interiorizar la agresión como consecuencia de la propia culpabilidad y, consecuente-mente, a naturalizar la violencia.

Este derecho que los hombres creen poseer y que la mayoría de las mujeres todavía aceptan y acatan, está relacionado con “el delito”. Los delitos de los que se acusa a las mujeres pueden ir desde supuestas infidelidades, a pasar “demasiado” tiempo fuera de la casa (no cuidando la casa), motivos que ellas rechazan, unos por considerarlos falsos y otros por no verlos graves. Pero hay otros motivos en los que sí asumen su responsabilidad y frente a los que muchas mujeres otorgan justificación al castigo. Una de las causas más legitimadas de condena es “el no cuidado de los hijos”: a los hijos pequeños, frente a los diferentes peligros que les pueden ocurrir, a las hijas mayores, en relación con el control del cuerpo de las mismas. Las normativas establecen que, cuando se comete una falta, cualquier incorrección, ésta debe castigarse y que el castigo lo impondrán quienes tengan la potestad: padre, madre, esposo o suegra. Es un aprendizaje ancestral que se halla totalmente interiorizado y que forma parte de esas estructuras prerreflexivas, de esas creencias difícilmente cuestionables que son los mandatos transcendentes que dirigen las acciones de la vida.

Pero el control y aprendizaje de las jóvenes, también lo realizan las suegras. Ese poder que les fue cedido por los hombres (hijos) para vigilar a unas mujeres que temían, y a las que exigían el pleno acatamiento y sometimiento a sus deseos, persiste indeleble. Esta violencia “incorpórea” es considerada todavía meritoria, como práctica educativa, por una gran parte de la población. “Ella es como una madre, se la debe respetar y obedecer”, opinan muchos comuneros. Aunque una joven chuj opina diferente: “Una se siente como si la hubieran vendido. Tiene que hacer todas las tareas de la casa. Ni le enseñan, sólo pura tarea tiene. No puede decir nada. Ellos son los dueños de una, para eso la compraron”.15

Las mujeres son esposas pero también son madres con hijos varones que crecieron golpeados y viendo golpear, oyendo los consejos de obediencia con los que ellas adiestraban a sus hermanas: “Hay que enseñar a las niñas las tareas propias del hogar, pues sin ese conocimiento no podrán cuidar a sus esposos y algunos hombres pegan a las mujeres porque no les cuidan”, reforzando, de este modo, un aprendizaje de la violencia como modo normalizado de relación. Esa imposibilidad que les impide ver otros métodos educativos más allá de los físicos, acepta su naturalización y consecuentemente su reproducción y legitimación dentro de las comunidades, ya que está totalmente imbricada en las estructuras jerárquicas basadas en las relaciones de poder y amor que se dan entre los padres y las madres hacia sus hijos e hijas. Si en el refugio se percibió el maltrato hacia las mujeres como una forma injusta de relación, la violencia infantil sigue valorándose como método educativo, recriminable sólo en caso de percibirse un exceso. Volvemos de este modo, otra vez, a los gradientes que favorecen naturalizar y perpetuar la violencia. Por lo mismo que los padres pegan para educar, cuando los hijos e hijas son pequeños, también algunas suegras maltratan a las jóvenes esposas de sus hijos si no realizan bien las tareas domésticas. Los esposos tienen el “deber moral“ de educar a sus esposas cuando a su parecer no actúan en conformidad con las normas impuestas comunitariamente, puesto que entre los deberes del esposo está la responsabilidad del buen comportamiento de su familia.

Según la normativa comunitaria, a las mujeres les está permitido ejercer la violencia sobre sus hijos o nueras para enseñarles, y a los hombres pegar a sus esposas “para educarlas” o simplemente cuando beben alcohol en exceso. En ambos casos, para un alto porcentaje de personas, esa actitud no significa maltrato. Un hombre afirmaba que su sobrina nunca había sufrido violencia por parte de su esposo. Más tarde, tras mucho insistir en el tema, añadía: “No, ella vivía bien, él sólo la pegaba cuando chupaba”, descartando de este modo que los golpes de esos momentos fueran agresiones. Esta aceptación de la violencia como una forma normalizada de relación ha posibilitado a las mujeres adaptarse a la situación, asumirla como permisible. Pero, a la vez, ha beneficiado a quien golpea, al permitirle no cuestionarse su propia práctica personal. La normativa comunitaria favorece al maltratador, sea hombre o mujer, al culpabilizar la mayoría de las veces a la víctima: sea porque cometieron “supuestos delitos” o porque no supieron prevenir los golpes.

Se reconceptualiza la violencia, definiéndola como toda acción agresiva en donde el atacante es consciente de sus propios actos y la comunidad no le reconoce finalidad en su práctica. Sólo los casos que puedan incluirse dentro de esta definición podrán ser punibles en la comunidad. Por ello, cuando no se sigue el modelo ideal de “buena esposa”, sumisa y obediente (al marido o a la suegra) o cuando el hombre bebe alcohol en exceso, se invalidan las anteriores premisas, por lo que los malos tratos practicados en esos momentos no son considerados actos indignos ni censurables, sino formas pedagógicas, tal vez “extremas si el alcohol ha ofuscado la mente”.

Todo lo anterior nos explica porque en la localidad de estudio se afirma reiteradamente “Aquí no hay violencia”, puesto que la violencia es sólo pensada en su forma de representación externa: en las agresiones físicas o sexuales provocadas fuera del núcleo familiar de relación, por lo que creen que la violencia en la comunidad no es un recurso, sino sólo un discurso para mantener ciertas formas de control social. La violencia de género o contra la niñez, está tan naturalizada que se volvió invisible.

A modo de conclusiones: visibilizando la violencia

Hemos visto que una de las características de los patrones ideológicos en las comunidades es que las relaciones sociales son vistas con esquemas de dominación y subordinación, en suma, de desigualdad. Los hombres maltratadores en la comunidad detentan el poder y sus consiguientes privilegios a partir de la creencia en la cultura de la violencia que impera en la sociedad. La violencia de género intrafamiliar está tan arraigada porque se encuentra interiorizada y socializada, es decir, naturalizada por el propio sistema social que ha sentado sus bases a través de las normatividades y formas de relación, históricamente aceptadas. La violencia es ya parte del sentido común y de la hegemonía, en su significado de corpus ideológico que ha sido aceptado como verdad incuestionable por el grupo subalterno (Gramsci, 1985). Esta normalización de la violencia permite afirmar que el acto agresivo, el uso de la fuerza para conseguir unos objetivos, es activo y simbólico a la vez. Los golpes se sienten ofensivos a nivel personal, pero se tornan simbólicos a nivel social, desapareciendo como actos agresivos, legitimándose en supuestas formas educativas practicadas por los hombres y las mujeres.

Las estrategias estatales van en la dirección de presumirles, a las mujeres maltratadas, capacidad de acción, una agencia social activa, olvidando que muchas veces la propia violencia genera en ellas: sumisión, angustia, impotencia y depresión. Una mujer “aislada” dentro de una relación violenta deberá calibrar primero lo que considere son sus propios recursos personales (ya que no sociales), para poder iniciar los caminos que le lleve a la resolución del conflicto vivencial. Por lo que, difícilmente se disminuirá la vulnerabilidad de las mujeres con sólo promulgar leyes, tal como están haciendo la mayoría de los Estados, puesto que esto representa en el mejor de los casos -cuando las condiciones socioculturales lo permiten- un mayor número de denuncias y demandas de protección, pero no se ha demostrado (hasta el momento) que esto sirva para modificar la cultura de violencia presente en la mayoría de las sociedades. Sin embargo, el denunciar la violencia puede ser el inicio de su desnaturalización simbólica ya que permite reconocer la agresividad corporal como muestra material encarnada en las relaciones de poder genéricas establecidas comunitariamente. Los logros que se han realizado en los últimos años han sido a través de las convenciones y declaraciones internacionales que han ido admitiendo avances en los derechos de las mujeres. La apropiación de los mismos es lo que estaría posibilitando empezar el camino hacia la soberanía personal.

Citas

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