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Resumen
Con base en una investigación etnográfica y de archivo, este artículo explora dos maneras diferentes de construcción de ciudadanía agraria a la luz de la reforma agraria posrevolucionaria en una región del Istmo veracruzano habitada mayoritariamente por población indígena. A su vez, muestra que el PROCEDE ha sido un mecanismo para afianzar la ciudadanía agraria posrevolucionaria en aquellas localidades-ejidos cuyos habitantes habían limitado las exclusiones propias de dicho tipo de ciudadanía. Se concluye que las ciudadanías específicas deben ser parte de un proceso más amplio de construcción ciudadana.
Introducción
El artículo 27 de la Constitución mexicana de 1917 estableció las bases legales de la reforma agraria, uno de los ejes estructurantes en la construcción del Estado posrevolucionario. Con diversas modalidades e intensidades, en México el reparto agrario se llevó a cabo durante poco más de setenta años.2 En este periodo se conformaron 29 mil 983 núcleos agrarios, de los cuales 91.4% correspondió a ejidos creados por dotación de tierras por parte de las agencias de gobierno del Estado posrevolucionario (Warman, 2001: 80).3
Junto con el ejido posrevolucionario surgió una forma particular de ciudadanía basada en la adjudicación de un conjunto de derechos y obligaciones asociados a la tenencia de la tierra. En las nuevas localidades-ejido sólo un determinado grupo de habitantes adquirió el derecho legal a poseer parcelas ejidales, mientras que otros habitantes quedaron excluidos de este derecho. Esta lógica de adjudicación de derechos y obligaciones derivados de la posesión excluyente de una parcela contravenía la lógica de acceso comunal a la tierra que en algunas comunidades indígenas existía cuando menos desde la época colonial. De aquí que cuando los gobiernos posrevolucionarios optaron por privilegiar la dotación de ejidos sobre la restitución de tierras comunales, los “agraciados” debieron enfrentar diversas tensiones intracomunitarias y entablar negociaciones de variados tipos.
¿Quiénes tenían derecho a la tierra según la ley agraria posrevolucionaria? El criterio principal para obtener este derecho era que el solicitante fuera jefe de familia dedicado a la agricultura y no poseyera los medios adecuados para mantener a su familia, por lo que la mayoría de las peticiones de tierras iniciaban indicando esta situación.4 Este criterio fue central para que los hombres jóvenes que no estaban casados, así como la gran mayoría de las mujeres, quedaran excluidos(as) del derecho a la tierra.5 Por otra parte, la posesión de la tierra quedaba sujeta a una regla principal establecida en la ley agraria: ningún beneficiario debía dejar de trabajar su parcela durante más de un año, y aquél que por dos años consecutivos no cultivara su tierra perdía su derecho agrario, siendo éste asignado a un nuevo posesionario, lo cual en algunos casos hacía bastante vulnerable la ciudadanía agraria ligada al ejido.6
De esta manera, en asociación con el ejido se creó una “ciudadanía agraria” que se tradujo en que no todos los integrantes de las nuevas localidades -ejidos gozaban de una membresía en igualdad de condiciones (Baitenmann, 2007), contraviniendo así el carácter esencial de la ciudadanía (Marshall y Bottomore, 2005:37). En estas localidades-ejido se conformó un grupo de “ciudadanos de primera” -los ejidatarios- cuya posesión de un derecho agrario les permitía gozar de prebendas especiales, lo que Goldring (1999: 359) ha denominado un “paquete oficial de derechos de propiedad”, el cual incluía créditos preferenciales (BANJIDAL, BANRURAL), apoyos para la distribución y comercialización de la producción agrícola (CONASUPO, TABAMEX, INMECAFÉ, etcétera), asistencia técnica (SARH), subsidios al riego y otros.7
En numerosas ocasiones, como han señalado algunos autores (Zendejas, 1995; Hoffmann, 1998; y Baitenmann, 2007), este conjunto de prebendas les permitió a los ejidatarios formar gobiernos paralelos al Ayuntamiento, o controlar abiertamente el acceso a esta institución local. En la práctica, esto condujo a que los avecindados -cada vez más numerosos por el simple crecimiento natural de la población- estuvieran sujetos a las decisiones que los ejidatarios tomaban para el conjunto de los pobladores de las localidades-ejidos (Azuela, 1995).
Tal “ciudadanía agraria” fue producto de un pacto social creado al amparo de la reforma agraria posrevolucionaria que presuponía las acciones de un Estado benefactor del que los campesinos obtendrían diversos apoyos asociados a la posesión de la tierra. Este pacto -muchas veces basado más en la idea de ese Estado benefactor que en acciones reales8- empezó a declinar a finales de la década de 1980, cuando el gobierno federal inició el desmantelamiento de numerosas empresas paraestatales de apoyo a la producción y comercialización agrícola,9 a la vez que replanteaba las reglas para otorgar créditos agrícolas. Pero la crisis mayor de dicho pacto sobrevino con la publicación, el 6 de enero de 1992, de la reforma al artículo 27 constitucional y la promulgación, un mes después, de la Ley Agraria que reglamentaría dicho artículo en materia agraria. La modificación más impactante al artículo 27 fue la declaración del fin de reparto agrario,10 lo que suscitó un amplio debate entre las elites políticas. Para especificar los procedimientos y agilizar la aplicación de la nueva Ley Agraria, el 6 de enero de 1993 se promulgó el Reglamento de la Ley Agraria en Materia de Certificación de Derechos Ejidales y Titulación de Solares (Procuraduría Agraria, 1993: 9-10), el cual se aplicaría mediante el Programa de Certificación de Derechos Ejidales (PROCEDE), en cuya ejecución participarían la Procuraduría Agraria (PA) y el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI).
A la luz de estos eventos, este texto se articula en torno a dos preguntas centrales: ¿cómo se construyó la “ciudadanía agraria” posrevolucionaria en una región indígena del Istmo veracruzano? y ¿en qué medida esta “ciudadanía agraria” fue fortalecida o trastocada con los cambios al artículo 27 y la ejecución de la nueva ley agraria mediante el PROCEDE? La reflexión sobre estos dos puntos parte de un estudio etnográfico y de archivo realizado en los ejidos Soteapan y Tatahuicapan. Ambos ejidos se ubican en las localidades que fungen como cabeceras de los municipios que responden al mismo nombre de los ejidos mencionados, aunque su trasfondo histórico es muy diferente. Soteapan es un poblado de origen prehispánico que ha fungido como pueblo cabecera desde la colonia, en tanto que Tatahuicapan fue un pueblo sujeto a Mecayapan hasta 1997, cuando la legislatura local aprobó su conformación como municipio libre, al cual se integraron localidades que anteriormente pertenecían a los municipios de Soteapan y Mecayapan. Estos dos municipios, junto con los de Tatahuicapan y Pajapan, ocupan el total de la superficie de un espacio natural particular: la Sierra de Santa Marta (ver figura 1). Dicha Sierra es uno de los dos conjuntos montañosos que irrumpen en la llanura costera del sur de Veracruz, colindando al norte y al oriente con el Golfo de México.
Figura 1 División municipal de la Sierra de Santa María
De acuerdo con el conteo de población del 2005 (INEGI, 2005), 83.5% del total de la población mayor de 5 años que reside en el municipio de Soteapan es hablante de lengua indígena, en tanto que en Tatahuicapan este porcentaje es 69.6%. En Soteapan se habla mayoritariamente el idioma popoluca en su rama zoqueana, mientras que en Tatahuicapan se habla uno de los dos dialectos del náhuatl del sur de Veracruz y cierta proporción de popoluca.
La ciudadanía agraria derivada de la reforma agraria: adaptaciones y desviaciones
El reparto agrario en la Sierra de Santa Marta tuvo una peculiaridad: fue un reparto tardío en comparación con lo ocurrido en otras regiones del estado de Veracruz y del país, en donde las dotaciones de tierras ejidales empezaron a ocurrir antes de que concluyera la fase armada de la revolución y adquirieron auge durante el régimen cardenista.11 En la Sierra de Santa Marta, en cambio, fue hasta principios de la década de 1950 que se otorgaron unas cuantas dotaciones provisionales, pero no fue sino hasta los primeros años de la década de 1960 que éstas se ejecutaron y se realizaron nuevas dotaciones ejidales.
Si bien los trámites para dotación de tierras se iniciaron en la primera mitad de la década de 1930, transcurrieron entre veinte y treinta años para que en esta región tuviera lugar el reaparto agrario posrevolucionario. Este retraso no tuvo que ver con argucias jurídicas o violencia directa de parte de propietarios privados o hacendados, como fue el caso en otras regiones del país y de la entidad veracruzana (ver, por ejemplo, Lorenzana, 2001, Fowler-Salamini, 1979; Skerritt, 2003), sino con un prolongado conflicto intracomunitario en torno a dos proyectos locales de recuperación de las antiguas tierras comunales de Soteapan que hasta la última década del siglo XIX habían compartido los nahuas de Mecayapan y Tatahuicapan con los popolucas de Soteapan (Velázquez, 2006).
Desde la segunda mitad de la década de 1930, popolucas y nahuas que habitaban en diferentes localidades de los municipios de Soteapan y Mecayapan se dividieron entre quienes pugnaban por recuperar sus tierras vía la restitución, y otros que estaban dispuestos a aceptar la propuesta del Estado mexicano de otorgar tierras mediante el mecanismo de dotación ejidal. Pese a casi treinta años de resistencia por parte del grupo encabezado por viejos líderes ex revolucionarios de Soteapan, finalmente se impuso la propuesta estatal y se terminó de ejecutar el reparto de tierras ejidales en la primera mitad de la década de 1960 (Velázquez, 2006). Esta reforma agraria tardía tuvo dos derroteros diferentes en torno a los cuales se construyeron distintas expresiones de ciudadanía agraria. Los casos de los ejidos Soteapan y Tatahuicapan nos servirán para mostrar dos modalidades de conformación del ejido en el área de antiguo poblamiento de la Sierra de Santa Marta.12
Un informe elaborado en 1929 por el presidente municipal de Soteapan describía la costumbre local de acceso a la tierra: los campesinos popolucas recibían tierras del municipio, en calidad de “derechosos, sin costo alguno y sin que medie contrato de ninguna índole en vista de no estar fraccionado el terreno”.13 Esta era la manera en que popolucas y nahuas accedían a las antiguas tierras comunales de Soteapan, de las cuales habían sido despojados en 1902 por las herederas del licenciado Manuel Romero Rubio, entre quienes figuraba la esposa del entonces presidente Porfirio Díaz.14 En 1905 estas tierras pasaron a ser propiedad del empresario inglés Weetman Pearson, quien poseía numerosas propiedades en las tierras bajas del Istmo veracruzano a nombre de la Compañía Mexicana de Bienes Inmuebles (Prévôt-Schapira, 1994: 263). Sin embargo, Pearson, para entonces involucrado en la explotación petrolera mediante la Compañía Mexicana de Petróleo El Águila, no hizo ningún uso agropecuario de las tierras de Soteapan de las que era propietario legal pues al parecer las adquirió como reserva territorial para más tarde averiguar si eran rentables en términos de extracción petrolera.15
En este contexto, el 2 de febrero de 1931 un grupo de campesinos popolucas de Soteapan envió a la Comisión Local Agraria (CLA) una solicitud de dotación de ejido, en respuesta a la cual en marzo de 1933 la citada Comisión mandó a la localidad a un ingeniero para recabar información.16 En su informe, el funcionario señalaba que, a su parecer, “las autoridades actuales y aún los mismos vecinos desean que se les restituyan tales terrenos, aunque la solicitud que presentaron es de dotación de tierras y no de restitución [...]”. Indicaba, además, que los dirigentes de la comunidad de Soteapan no estaban solicitando únicamente tierras para resolver las necesidades de los 175 individuos con derecho a parcela que había censado en la cabecera municipal, sino que estaban pidiendo tierras para todos los miembros de la comunidad. Y la comunidad estaba integrada, según la lógica comunal, por todas las familias popolucas que habitaban en el municipio, tanto en la cabecera como en sus congregaciones.
En efecto, el ingeniero de la CLA reportó que “por la información que he recogido entiendo que el pueblo de Soteapan ha solicitado tierras más bien para congregaciones y rancherías que están bajo su jurisdicción política, que para sus vecinos [...] pero ya les indiqué que cada uno de estos poblados debe solicitar por separado la dotación de tierras a que tenga derecho”. La respuesta de los líderes popolucas a esta propuesta estatal fue la apertura en 1936 de un nuevo expediente agrario, esta vez solicitando la restitución de tierras.17 A partir de esta fecha tuvo lugar un enconado enfrentamiento entre quienes pugnaban por la recuperación de sus antiguas tierras comunales para seguir usándolas en forma mancomunada, y aquéllos que aceptaban la propuesta de dotación ejidal. Finalmente se impuso esta última opción, y entre 1960 y 1963 se ejecutaron las dotaciones provisionales de ejidos dotados en estos años y en la década anterior (Velázquez, 2006).
Sin embargo, en Soteapan y en casi todos los ejidos dotados en estos años, se llegó a un consenso intracomunitario mediante el cual se reconocía el derecho de los campesinos popolucas que no eran ejidatarios, es decir los avecindados, a hacer uso de las tierras ejidales, lo que en la práctica constituyó una abierta trasgresión a la “ciudadanía agraria” ligada al ejido posrevolucionario. Esta forma de acceso a la tierra se tradujo en lo que localmente se dio en llamar “ejidos comunales”, los cuales se mantuvieron hasta mediados de la década de 1990 en Soteapan y en los ejidos de la microrregión cafetalera ubicada al norte y occidente de la cabecera municipal.
Por su parte, los habitantes de Tatahuicapan solicitaron tierras ejidales en 1935, aunque no fue sino hasta 1950 cuando iniciaron los trabajos de los peritos agrarios para determinar si la petición era procedente. Estos técnicos dieron su visto bueno a la solicitud de ejido de los campesinos nahuas de Tatahuicapan, pese a la inconformidad mostrada por el presidente municipal de Soteapan y los comités agrarios de dos localidades -Ocozotepec y colonia Benito Juárez- de este último municipio, quienes enviaron oficios a la Comisión Local Agraria señalando que las tierras de Mecayapan y Tatahuicapan pertenecían por títulos virreinales a Soteapan, por lo que pedían que se suspendieran los trabajos de deslinde en Tatahuicapan, reiterando su solicitud de recuperar por vía de restitución las antiguas tierras comunales de Soteapan para trabajarlas “en mancomún con Mecayapan y Tatahuicapan”. Estas impugnaciones no fueron tomadas en cuenta por las autoridades agrarias y en 1952 se otorgó la dotación provisional de 11 mil 324 ha “para cubrir las necesidades de 466 capacitados” del poblado Tatahuicapan.18
Sin embargo, esta dotación ejidal no se ejecutó sino hasta 1963, y cuando esto ocurrió no se delimitaron las parcelas asignadas a los 466 “beneficiarios” ni la superficie -mil 864 ha de agostadero y monte- destinada “para usos colectivos de los mismos capacitados”. Esta situación propició que los campesinos del poblado, sin importar si eran o no ejidatarios, siguieran utilizando las ahora tierras ejidales, pero también facilitó la intensificación de un problema que venía dándose desde finales de la década de 1950: el acaparamiento de tierras por parte de campesinos de la misma localidad que deseaban incursionar en la ganadería bovina extensiva, una actividad que en ese entonces parecía altamente rentable.
Ya en 1959 uno de los 466 “capacitados” para obtener una parcela ejidal, a nombre de un grupo de futuros ejidatarios, envió un oficio al gobernador del estado pidiéndole que interviniera ante las autoridades agrarias para que éstas aceptaran el cambio del Comité Agrario “en virtud de que el actual presidente no atiende debidamente las necesidades de los campesinos que lo entrevistan, y por estar permitiendo que los ganaderos alambren los terrenos que ocupamos para nuestras labores de campo”.19 En efecto, las tierras ejidales de Tatahuicapan, no parceladas y por tanto sujetas a la costumbre local de acceso comunal, lo que significaba que cualquier miembro de la comunidad podía hacer un uso individual de la porción de tierra que alcanzara a trabajar, pronto fueron acaparadas por grupos de ganaderos indígenas vinculados a agentes externos - líderes de la Liga Regional de Comunidades Agrarias, ganaderos mestizos de localidades cercanas, y líderes de la Unión Regional Ganadera del Sur de Veracruz-. Esta situación provocó el surgimiento de un movimiento que pugnaba por el parcelamiento de las tierras ejidales, lo que finalmente ocurrió a mediados de la década de 1970, cuando se llevó a cabo un “parcelamiento económico”20 mediante el cual se asignó una parcela de aproximadamente 20 ha a cada ejidatario.
Este parcelamiento fue un proceso con diversas y contradictorias aristas pues si bien se revirtió el acaparamiento de tierras para ganadería derivado de la adulteración de una antigua costumbre local de acceso comunal a la tierra, también se sentaron las bases para que a partir de entonces sólo un grupo de la localidad tuviera acceso a la tierra y a los financiamientos a la producción agropecuaria que proliferaron en la década de 1970 y 1980 (Velázquez, 2000). Por otra parte, fue un parcelamiento no vigilado por ninguna autoridad agraria, lo que permitió que su ejecución contraviniera las disposiciones de la dotación ejidal pues salvo la superficie del fundo urbano y la parcela escolar, se repartió toda la demás tierra dotada, sin respetar las “mil 864 ha de agostadero y monte para unos colectivos de los mismos capacitados”. Además, el proceso estuvo plagado de inequidades: un grupo cercano a las autoridades ejidales en turno, o con relaciones importantes al exterior del ejido, recibió las mejores tierras de cultivo en las partes planas del ejido, mientras que ejidatarios externos a las redes locales y regionales de poder recibieron parcelas ubicadas en las partes más abruptas de la ladera suroeste del volcán San Martín Pajapan, en las que difícilmente podía realizarse alguna labor agrícola o ganadera.
Así, en el ejido Tatahuicapan, y en otros más de la Sierra de Santa Marta,21 los “parcelamientos económicos” llevados a cabo entre la segunda mitad de la década de 1970 y la primera mitad de la década de 1980 propiciaron la creación de una “ciudadanía agraria” en los términos descritos por Baitenmann (2007), la cual dio pie a diversas exclusiones. La más importante de éstas fue que el derecho a la tierra quedó circunscrito a quienes habían sido “agraciados” con el reparto agrario, es decir, aquéllos que al momento del levantamiento del censo ejidal eran jefes de familia, con lo cual quedaron excluidas las mujeres que no eran viudas y los jóvenes que en ese momento no eran jefes de familia pero que en poco tiempo lo serían. Además, el derecho a obtener créditos a la producción se vio limitado a quienes tuvieran un derecho agrario, quedando relegados de cualquier financiamiento los campesinos que arrendaban tierras para cultivar o pastos para ganadería.
Los ejemplos aquí expuestos muestran dos aspectos relevantes. Por un lado, observamos que una misma política pública -la reforma agraria- puede tener aplicaciones y consecuencias muy diversas dependiendo de las condiciones productivas y las relaciones de poder locales. En Tatahuicapan, los requerimientos de la ganadería extensiva propiciaron que se pervirtiera una forma -comunal- de acceso a la tierra que inicialmente favorecía en teoría la inclusión de todo jefe de familia de la comunidad. Por el contrario, en Soteapan, la fuerza política de los avecindados apoyados por viejos líderes comunalistas impidió la expansión temprana de la ganadería y la opción del parcelamiento22. Por otra parte, los casos relatados indican que ciertos tipos de ciudadanía conllevan un aspecto excluyente que, a su vez, genera mayor desigualdad intralocal si no hay mecanismos compensatorios a la exclusión.
La ejecución del PROCEDE en Soteapan: conflictos, negociaciones y exclusiones
En el conjunto de la Sierra de Santa Marta el PROCEDE tuvo tres derroteros muy claros: a) la relativamente rápida aceptación y ejecución en aquellos ejidos que a finales de la década de 1970, o en algún momento de la de 1980, habían abandonado el acceso comunal a la tierra mediante la ejecución de un “parcelamiento económico”23; b) una ejecución accidentada y problemática en los ejidos que mantenían el acceso comunal a la tierra; y, c) la negativa a aceptar el PROCEDE, tal como ocurrió en los ejidos Sierra de Santa Marta (Soteapan) y Plan Agrario (Mecayapan), así como en Pajapan, que es la única comunidad agraria existente en la Sierra.24
El caso del ejido Soteapan que aquí expondré se ubica en el segundo grupo, caracterizado por la ejecución problemática y accidentada de la titulación parcelaria. En efecto, si bien en Soteapan la aceptación del PROCEDE inició prácticamente en 1995 con la realización de un “parcelamiento económico”, no fue sino hasta abril del 2006 que el proceso de titulación agraria concluyó con la entrega de certificados agrarios en un evento realizado en la cabecera municipal.25 Tal demora en la conclusión del PROCEDE se debió a diversos conflictos que fueron surgiendo durante el proceso de parcelamiento y deslinde de las parcelas ejidales.
El primero de estos conflictos fue el que confrontó a ejidatarios y avecindados cuando en 1993 el comisariado ejidal y un grupo de ejidatarios propusieron realizar el “parcelamiento económico” en un contexto local de fuerte presión sobre la tierra, derivada no solamente del crecimiento natural de la población sino también de un problema de origen al decretarse el ejido. En Soteapan, el reparto agrario de 1963 se hizo sobre la base de un censo levantado en 1933 en respuesta a la primera solicitud de dotación de tierras; en ese entonces se registraron 175 campesinos con derecho a tierra.26 Así, cuando 30 años más tarde se creó el ejido, un número considerable de jóvenes quedó sin acceso legal a la tierra, de tal modo que poco menos de diez años después de haberse realizado el reparto agrario una investigación antropológica reportaba la existencia de 300 campesinos sin tierra (Báez-Jorge, 1973: 87).
Esta situación fue paliada de dos maneras principales: grupos de jóvenes de Soteapan se desplazaron hacia áreas poco pobladas al sur y nororiente de la Sierra para formar nuevos ejidos; y, b) varios de los antiguos “comuneros”, para entonces convertidos en avecindados, presionaron fuertemente a los nuevos ejidatarios para conservar el derecho a seguir ocupando las tierras que venían trabajando desde tiempo atrás, el cual después era pasado como “herencia” a hijos y nietos. De este modo, cuando en 1993 se supo del programa gubernamental que impulsaba la certificación de las parcelas ejidales, la propuesta fue rápidamente asumida por un grupo de ejidatarios vinculado a una fracción del priísmo local que en ese momento controlaba el comisariado ejidal y la presidencia municipal. La iniciativa fue apoyada por una fracción mayoritaria de ejidatarios que vio en el programa de titulación parcelaria la oportunidad para tomar control sobre las 20 hectáreas previstas en la dotación ejidal. Los siguientes testimonios expresan el sentir de muchos otros ejidatarios que entrevisté con respecto al PROCEDE:
La verdad es que [como ejidatarios] no contábamos con tierra [suficiente]. A veces quería hacer más milpa y ya no se puede porque ahí está el avecindado [diciendo] que eso se lo dio su abuelo. Y vete a rozar y ya no hay dónde, te dicen que ésta es acahualera de hace tiempo27, que mi papá me lo dejó ¿y qué vas a hacer? Yo lo que podía trabajar eran dos hectáreas, no se podía trabajar más porque todo tenía dueño, ¿y el ejidatario dónde? No puede sembrar porque ya no tiene dónde. Entonces por eso es que se empezó a hacer asamblea, se empezó a gestionar eso de parcelar. Fue bueno el parcelamiento porque antes todos eran dueños, tanto el comunero28 como el ejidatario. Entonces el ejidatario sólo podía sembrar 4 o 5 hectáreas a lo más, pero ahora con el parcelamiento ya cada ejidatario tiene sus 20 hectáreas.29
La idea del “parcelamiento económico” venía gestándose desde algunos años antes, sólo que no había sido asumida abiertamente por temor a que se desatara nuevamente una situación de violencia en torno a la tierra, tal como había sucedido en las décadas de 1930 y 1940, cuando ocurrieron numerosos asesinatos entre quienes estaban a favor de aceptar la dotación de ejido y aquellos que se empecinaban en que el gobierno federal les restituyera sus antiguas tierras comunales (Velázquez, 2006). Lo que sí lograron los ejidatarios en la década de 1980 fue quitarles a los avecindados el derecho a participar en las asambleas ejidales, con lo que también dejaron de tener el deber de pagar cuotas para cubrir las diferentes actividades relacionadas con la administración del ejido, lo cual les daba derecho a participar en la toma de decisiones respecto a las cuestiones de la gestión de la tierra en sus tres especificidades (labor, fundo urbano y parcela escolar).30
De esta manera, antes de que existiera la nueva ley agraria y el PROCEDE, los ejidatarios de Soteapan habían dado los primeros pasos para asumir la “ciudadanía agraria” asociada a la reforma agraria posrevolucionaria. En este contexto, inicialmente el PROCEDE fue visto por la mayoría de los ejidatarios como una buena oportunidad para validar su cuestionamiento al pacto intracomunitario de principios de la década de 1960 que reconocía el derecho de los avecindados a ocupar las tierras ejidales, y que cuando menos desde los años ochenta estaba en proceso de perder vigencia sociopolítica. Por ello, en una asamblea de 1994 aproximadamente 80% de los ejidatarios quedó inscrito en la lista de los que estaban de acuerdo con la realización del PROCEDE.31
Ante la inminencia del “parcelamiento económico”, los avecindados, cuyo número sobrepasaba con mucho al de los ejidatarios,32 trataron de hacer una alianza con el grupo de ejidatarios que por distintos motivos no deseaba que las tierras del ejido se parcelaran,33 y se dieron a la tarea de buscar un asesor jurídico.34 El ambiente se tensó profundamente en la localidad-ejido, por lo que el “parcelamiento económico” debió posponerse durante un año, después de que el ingeniero contratado de manera privada por las autoridades ejidales para hacer la medición y deslinde de parcelas fue baleado en un brazo mientras trabajaba; semanas más tarde, una noche se escucharon disparos frente a la casa del presidente del comisariado ejidal, lo cual fue interpretado por los ejidatarios como una clara advertencia por parte de los avecindados de la violencia que podía desatarse si continuaban con el “parcelamiento económico”.
No obstante, después de meses en los que al calor de discusiones al interior de las familias ejidatarias, y entre vecinos y conocidos, se sopesaron los beneficios y desventajas del PROCEDE, en 1995 una mayoría de ejidatarios decidió reiniciar los trabajos topográficos para parcelar el ejido. Poco a poco los ejidatarios renuentes al “parcelamiento económico” fueron desistiendo de su postura, temiendo que de persistir en ella al final no se les adjudicara ninguna parcela. Por su parte, un grupo de 300 avecindados buscó la asesoría jurídica de un profesor jubilado de Acayucan -Ramiro Guillén-, convertido en los años noventa a la causa de la defensa de los derechos humanos y fundador en 1992 del Comité Regional Pro Defensa de los Derechos Humanos, con sede en Acayucan. Los casos que inicialmente el profesor Guillén asesoraba tenían que ver con asuntos penales, pero con la puesta en marcha del PROCEDE su actividad se volcó hacia los asuntos agrarios. En todos los casos que atendía el problema era el mismo: “ejidos comunales” que en el marco del PROCEDE se parcelaban y los ejidatarios exigían que los “comuneros” o avecindados abandonaran sus parcelas, pese a que éstos muchas veces tenían 20 años o más haciendo uso de la tierra ejidal. 35
Desde la perspectiva del profesor Guillén, si bien el objetivo del PROCEDE era regularizar la tenencia de la tierra, en el caso de los ejidos comunales esto tendría que significar simplemente la legalización de la forma de acceso a la tierra dominante en este tipo de ejidos, lo cual tendría que derivar necesariamente en el reconocimiento de los posesionarios, es decir de aquellos que ocupaban parcelas en tierras ejidales desde que éstas eran de acceso comunal. Por su parte, los funcionarios y técnicos de la Procuraduría Agraria (PA) que actuaban en la región aceptaban este tipo de regularización de la tenencia de la tierra pero asumían que tomar esta decisión de carácter incluyente, u otra contraria, era una prerrogativa exclusiva de los ejidatarios que la PA respetaría.
A causa de las acciones de presión que realizaban los grupos asesorados por Guillén, entre las que destacaba la ocupación en once ocasiones de las instalaciones de la PA en Acayucan, en 1998 Guillén fue aprehendido y encarcelado durante dos años. Esta situación desanimó profundamente a los avecindados de Soteapan, quienes empezaron a abandonar las parcelas que retenían en uso, y sólo unos pocos se negaron a dejar las tierras ejidales en las que trabajaban.
Por lo que respecta a los ejidatarios, varios de ellos prefirieron negociar con los avecindados, a quienes les permitieron seguir usando sus parcelas en tanto no concluyera el PROCEDE, con la condición de que una vez que esto ocurriera debían abandonarlas definitivamente. Cuando esto ocurrió en el año 2006, un pequeño grupo de 6 avecindados decidió continuar su lucha para no perder la tierra en la que trabajaban, basándose en el argumento jurídico de tener más de 5 años de hacer uso pacífico de las tierras en cuestión y reclamando ser reconocidos como “posesionarios”. Para ello, junto con un grupo de 42 avecindados del vecino ejido Ocozotepec, continuaron recibiendo la asesoría jurídica del profesor Guillén.
Después de múltiples actos de presión36 y negociaciones en oficinas gubernamentales federales y estatales, el asunto terminó trágicamente: el 29 de septiembre de 2008 el asesor jurídico se autoincineró frente al Palacio de Gobierno de la capital del estado, en protesta por las dilaciones interminables que enfrentaba para la resolución de los problemas agrarios que defendía. Después de esta tragedia humana, el gobierno estatal pagó una indemnización a los avecindados para que éstos abandonaran las tierras ejidales.
Este conflicto entre avecindados y ejidatarios muestra que en Soteapan, igual que en otros ejidos de la región (Comején, en el municipio de Acayucan; y Ocozotepec, dentro del municipio de Soteapan), la ley agraria propició dos lecturas locales posibles: una que asumía la legalización de una tenencia de la tierra incluyente; y otra excluyente, la cual desconocía las normas locales que habían regido por poco más de 30 años la dinámica de los “ejidos comunales”. La ley agraria daba la última palabra sobre este asunto a la asamblea de ejidatarios, por ser éstos lo poseedores legales de las tierras ejidales, y a ello se apegaron firmemente los técnicos y funcionarios de la PA. La gran mayoría de los “ejidos comunales” de la Sierra de Santa Marta y otras partes del sur de Veracruz eligieron una lectura excluyente de la ley agraria, asumiendo tardíamente la “ciudadanía agraria” derivada de la reforma agraria posrevolucionaria. Sólo hubo dos excepciones: en los ejidos San Fernando y Ocotal Chico -ambos colindantes del ejido Soteapan- los ejidatarios optaron por parcelar las tierras ejidales entre todos aquéllos, ya fueran ejidatarios o avecindados, que al momento del parcelamiento estuvieran haciendo uso de las tierras ejidales (Velázquez, 2003).37 Y en ningún caso se optó por el cambio de régimen de propiedad, es decir pasar de ejido a pequeña propiedad privada, lo cual los hubiera colocado en un tipo de ciudadanía que asume derechos y obligaciones de manera individual.
Un segundo conflicto surgió al momento de delimitar las parcelas ejidales, el cual retrasó once años la conclusión del PROCEDE. La Comisión Federal de Electricidad (CFE) reclamaba -y aún reclama- como propias la posesión de 100 hectáreas, alegando que ésta era la superficie que a principios de la década de 1930 las autoridades municipales de Soteapan habían cedido para la construcción de la Empresa Hidroeléctrica de Minatitlán,38 misma que en 1960, con la nacionalización de la industria eléctrica, pasó a ser patrimonio de la CFE. Los ejidatarios, por su parte, alegaban que en el plano de dotación ejidal no quedó registrada ninguna posesión de la CFE, por lo que sólo aceptaban reconocerle a esta última la posesión de 1 hectárea, que corresponde a la superficie en la que se encuentran las instalaciones de la planta ahora en desuso (Velázquez, 2006).
Durante estos 11 años de litigio39 ocurrieron múltiples negociaciones intrafamiliares e intralocales en torno al acceso a la tierra, lo que condujo a que el número de parcelas ejidales aumentara de las 174 otorgadas en el reparto agrario, a 359 cuando en 2006 la Procuraduría Agraria otorgó los títulos parcelarios. Esto debido a que una vez concluido el “parcelamiento económico” se inició un proceso de fraccionamiento de las parcelas, ya sea por herencia o por ventas de fracciones de parcelas.
Según el testimonio de un ex comisario ejidal, sólo 4 ejidatarios optaron por vender sus parcelas completas, en tanto que la mayoría de los ejidatarios lo que hizo fue dar a sus hijos pequeñas fracciones de sus parcelas, o quedarse con la mayor parte de sus parcelas y vender a algún familiar o amigo una fracción. Estas transacciones se hicieron mediante tratos verbales o escritos ante las autoridades ejidales en turno, y como tales fueron respetadas por la asamblea ejidal. Inicialmente, los beneficiados por estas ventas y herencias quedaron registrados en el ejido como posesionarios, hasta que en una asamblea realizada en 2002 los ejidatarios originales aceptaron que los posesionarios se convirtieran en ejidatarios.40 Llegar a este punto fue el resultado de numerosas negociaciones y presiones intrafamiliares e intracomunitarias, lo cual se expresa en la manera como esos posesionarios denominan todavía ahora a la asamblea de 2002: “la asamblea dura”, es decir, aquella en la que se discutió y jugó la posibilidad o no de adquirir una “ciudadanía agraria” que les permitiría participar en futuras tomas de decisiones sobre el ejido, lo que sería imposible si hubieran permanecido con el estatuto de posesionarios.41
De esta manera, un proceso que inició en 1995 como un parcelamiento excluyente (Velázquez, 2003) se fue transformando paulatinamente en uno parcialmente incluyente,42 del cual se beneficiaron de manera diferenciada hijos -y en menor medida hijas- y parientes de ejidatarios. Algunos ejidatarios decidieron repartir su parcela entre todos sus hijos, incluyendo a las mujeres;43 otros más, repartieron su parcela -o parte de ella- solamente entre los hijos varones;44 los hubo también que nombraron heredera a alguna hija o nieta para salvaguardar la tierra de algún hijo irresponsable o para recompensarlas por los cuidados recibidos;45 y otros más mantuvieron el control total sobre la parcela ejidal y nombraron un heredero que adquirirá el derecho legal sobre la parcela cuando el padre muera. Aquellos que obtuvieron parcela por herencia antes de que el padre muriera conforman el grupo más numeroso entre los nuevos ejidatarios.
El PROCEDE también permitió que se incorporaran al ejido algunos avecindados -hijos o no de ejidatarios- que contaban con recursos económicos para adquirir fracciones de parcelas. En general, estos avecindados eran profesionistas locales, comerciantes, taxistas, o empleados del sector servicios, así como algunos foráneos. Las tierras que estos avecindados compraron fueron de muy diferentes tamaños; varios de ellos adquirieron uno de los dos títulos parcelarios con que cuenta cada ejidatario, generalmente el de menor superficie. 46
Esta redistribución de la tierra ejidal ha impactado la conformación de la asamblea ejidal con la inclusión de nuevos ejidatarios jóvenes y de ejidatarias, lo cual le ha dado una nueva dinámica a las asambleas pues, según el testimonio de un ex comisario ejidal, los jóvenes opinan más que los antiguos ejidatarios y son más propensos a discutir sobre los diferentes asuntos que se tratan en las asambleas. Desde la perspectiva de este hombre, quien ha participado en asambleas ejidales por cerca de treinta años, la actitud de muchos de los nuevos ejidatarios es positiva, “pues anteriormente muchos de los ejidatarios, ya viejitos, iban a las asambleas pero no hablaban mucho, algunos hasta se dormían en las asambleas”. Esos viejos ejidatarios en general eran propensos “a aceptar todo lo que decía el comisariado ejidal” en turno. Las nuevas ejidatarias también participan en las asambleas y, a diferencia de las antiguas ejidatarias (por lo general viudas de ejidatarios), “hablan más pues algunas son maestras”.47
Así, en Soteapan el PROCEDE se adoptó como un instrumento para la redistribución de las tierras ejidales, de la cual, sin embargo, quedó excluido un buen número de avecindados que en el pasado trabajaban en las tierras del ejido y quienes, al ejecutarse el PROCEDE, no tuvieron las condiciones para convertirse en posesionarios y después en ejidatarios. Estos excluidos de las tierras ejidales se han visto obligados a salir por temporadas a trabajar en las plantaciones de piña del municipio de Isla -cerca de la frontera entre los estados de Veracruz y Oaxaca-, conseguir algún empleo de baja remuneración en Minatitlán, o contratarse como jornaleros agrícolas en las plantaciones de Sinaloa, para poder comprar el maíz que ya no pueden sembrar en las tierras del ejido. Otra opción para ellos es la renta de pequeñas parcelas para poder sembrar maíz.
Reflexiones finales
Lejos de las discusiones que en el nivel nacional se dieron antes e inmediatamente después de los cambios al artículo 27 de la Constitución, en Soteapan el PROCEDE no se convirtió en el medio para que los grandes capitales tomaran control sobre las tierras del ejido, pero tampoco fue el mecanismo que propiciara la conversión de los ejidatarios en pequeños e industriosos empresarios agrícolas. Por supuesto, en una región dedicada a cultivos anuales (maíz y frijol) y perennes (café y frutales) de temporal, ambas opciones eran inviables en un contexto nacional de concentración de recursos financieros y técnicos en las grandes y medianas empresas agrícolas del norte del país, y de una demanda internacional centrada en frutas y hortalizas destinadas al mercado estadounidense. Es decir, los casos que he expuesto en este texto respecto a la reforma agraria posrevolucionaria como a la reforma al artículo 27 constitucional -que algunos han llamado contrarreforma agraria- muestran la distancia enorme que puede haber entre la planeación de una política pública y su anclaje local, el cual está necesariamente mediado por intereses e historias locales y por condiciones estructurales nacionales y regionales.
Por otro lado, en los “ejidos comunales” el PROCEDE fue utilizado para asumir plenamente, aunque bastante tardíamente en comparación con otros localidades-ejidos de la región y del país, una ciudadanía mediada por la posesión de la tierra, gracias a la cual sólo un grupo de habitantes de la localidad-ejido podrá gozar de prerrogativas vinculadas a la propiedad ejidal de la tierra. Pero, a diferencia del reparto agrario, ahora el acceso a la tierra y los derechos y obligaciones que de ello derivan no ha estado limitado a los “jefes de familia” sino que ha estado abierto a mujeres y jóvenes que no tienen este estatuto. De los 248 posesionarios que en 2005 registró la PA en Soteapan, 66 de ellos (26.6% del total) eran mujeres. En este sentido, los límites de la “ciudadanía agraria” se han ampliado con respecto a la promovida por el reparto agrario posrevolucionario. Sin embargo, en Soteapan, como en otros ejidos de la Sierra, los ejidatarios en ningún momento se plantearon ingresar al PROCEDE como una vía para, entre otros objetivos, transitar hacia un nuevo tipo de relación con el Estado, en la que se ejerzan y exijan derechos, se asuman obligaciones, y se adquiera independencia política. Para muchos nuevos ejidatarios, el atractivo de adquirir tierras ha sido la posibilidad de obtener recursos estatales “a fondo perdido” en apoyo a la producción. Ingresar al PROCEDE para seguir siendo beneficiarios de los apoyos estatales ha sido una estrategia a la que también han recurrido ejidatarios en el Istmo de Tehuantepec (Oaxaca) y en Los Tuxtlas (Veracruz), en donde el PROCEDE fue asumido como una atractiva opción para acceder a nuevos programas gubernamentales en los que se exigía la presentación de los títulos parcelarios para otorgar financiamientos (López Sierra y Moguel, 1998; Léonard, 2001).
Por otro lado, en Soteapan tampoco se han asumido todas las reglas del juego asociadas a la titulación parcelaria, como es la elaboración de un reglamento que norme las acciones al interior del ejido. Un ex comisario ejidal me explicó la inexistencia de dicho reglamento en los términos siguientes: “no tenemos reglamento interno del ejido porque no hemos querido ser responsables [pues] un reglamento interno nos obligaría a cumplir con las sanciones por incumplimiento del reglamento”.48 Es decir, la ejecución del PROCEDE no parece estar asociado a la modificación de una cultura política que gira en torno al reclamo al Estado de derechos colectivos que conllevan beneficios que no incluyen a todos los miembros de la localidad, así como una escasa inclinación a asumir obligaciones tanto frente al Estado como ante la colectividad. Es el caso del pago de impuestos, una de las razones por las cuales en varios ejidos se han negado a la titulación de los solares.
Sin embargo, los límites de la “ciudadanía agraria” podrían trascenderse mediante la inserción del conjunto de los pobladores de la localidad-ejido en un proceso amplio de construcción ciudadana de la que formarían parte principal dos aspectos: 1) la cada vez intensa participación en asuntos políticos y reivindicaciones sociales que incluyen a ejidatarios y no ejidatarios, tales como las contiendas electorales o luchas específicas, como la relacionada con la baja de tarifas eléctricas, por poner un ejemplo; y, 2) los nuevos aprendizajes derivados de la inserción en nuevas experiencias de vida disponibles tanto para ejidatarios como no ejidatarios, tales como la participación en las ONG que actúan en la región, la militancia activa en partidos políticos o en agrupaciones políticas no partidistas, y la migración a larga distancia que inició en la segunda mitad de la década de 1990 y se ha intensificado en la primera década del siglo XXI.
De esta manera, una ciudadanía limitada a una característica particular -la posesión de la tierra o la pertenencia a un grupo étnico, por ejemplo- puede y debe ser parte de un proceso más amplio de construcción ciudadana, definida ésta por Hevia (2007: 16) en términos de “los procesos por los cuales sujetos sociales obtienen, alcanzan, ejercen y protegen un paquete de derechos y deberes (…) en un contexto de constreñimientos estructurales para su desarrollo caracterizado por la desigualdad”.
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