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Hernández López, R. A., & Porraz Gómez, I. F. (2024). Habitar en un lugar del sur de México. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 22(1), 15. https://doi.org/10.29043/liminar.v22i1.1027

Resumen

Desde finales del año 2018 hemos sido testigos del arribo de miles de personas de origen centroamericano, caribeñas, sudamericanas y extracontinentales que huyendo de sus países en “caravanas” por diferentes razones y circunstancias buscan llegar a los Estados Unidos, en cuyo tránsito padecen un sinfín de vicisitudes que se asocian a su condición de irregularidad, a la restricción de las políticas migratorias y la falta de capacidad en las políticas de protección. En dicho escenario, el sur de México se ha convertido en un espacio de espera forzada, a razón de que la legislación mexicana establece que quien solicita el reconocimiento de la condición de refugiado en el país, deberá permanecer en la entidad federativa en el que inició su procedimiento. Este artículo tiene a bien analizar, por un lado, las acciones tomadas por el gobierno mexicano en el sur de México a través de su política migratoria, y por el otro lado, contrastar cómo se vive la contención, espera, de la población solicitante de la condición de refugiado. Desde un abordaje etnográfico, nos interesa mostrar la vida cotidiana e imaginarios de esta población en los espacios locales, a nivel laboral y de construcción de redes sociales.


Introducción

Desde finales del año 2018 hemos sido testigos del arribo de miles de personas de origen centroamericano, caribeñas, sudamericanas y extracontinentales que, huyendo de sus países en “caravanas” por diferentes razones y circunstancias, buscan llegar a los Estados Unidos, y en cuyo tránsito padecen un sinfín de vicisitudes que se asocian a su condición de irregularidad, a la restricción de las políticas migratorias y a la falta de capacidad en las políticas de protección. En dicho escenario, el sur de México se ha convertido en un espacio de espera forzada, a razón de que la legislación mexicana establece que quien solicita el reconocimiento de la condición de refugiado en el país deberá permanecer en la entidad federativa en el que inició su procedimiento. Aunque el tema del arribo masivo de flujos de personas migrantes y refugiadas ha acaparado la atención periodística y académica, poco o nada se ha dicho en torno a las respuestas y vida cotidiana de esta población en ciudades de espera como Tapachula, Chiapas, México.

Nos interesa entrever sus travesías, vivencias y emociones; buscamos reconstruir la experiencia desde el trabajo, la relación con la población local, los imaginarios y tensiones que pasan por esa llamada “inclusión”. Una precaria relación intersubjetiva en donde, en todo caso, se abren espacios para experimentar una cultura que no es propia pero tampoco ajena, una dialéctica irruptiva fragmentada de las fronteras.

Para lograr lo anterior, en el presente artículo se pone en contexto el complejo escenario migratorio que vive México actualmente, relacionado con la existencia y persistencia de flujos migratorios irregulares en tránsito, así como con el arribo de miles de personas solicitantes de la condición de refugiados. Continuamos el análisis revisando los cambios en la política migratoria mexicana, la cual ha pasado de una idea de posible cambio de paradigma (de la seguridad nacional a la seguridad humana) a la reinstalación de férreos mecanismos y prácticas de control fronterizo, restricción de la movilidad humana y expulsión de personas (aún si buscan protección internacional). Teniendo en cuenta este contexto, analizamos en los siguientes dos apartados las dinámicas e imaginarios que se gestan en la ciudad de Tapachula, espacio en el que las personas deben concentrarse y forzadamente esperar algún mecanismo de regularización o protección para continuar con su proyecto migratorio. Cerramos el artículo con algunas reflexiones en torno a la complejidad de la gestión migratoria, de la espera involuntaria y de la vida cotidiana de las personas refugiadas en el sur de México.

El trabajo de campo se realizó en diversos periodos, la observación y las entrevistas estuvieron presentes, tanto con la población solicitante de protección internacional, en su mayoría jóvenes de 20 a 30 años, como con personas locales, entre otras. Derivado del trabajo de campo, consideramos plantear que no se puede reducir la etnografía solamente a nivel local, pues trabajar con solicitantes de protección internacional que están en constante movimiento implica elaborar un mapa, un plano en movimiento, localizar las realidades fracturadas y discontinuas, trazar la circulación de contextos, plantear lógicas de relaciones, en tanto se necesitan traducciones y asociaciones entre estos sitios.

Migración irregular y desplazamiento forzado internacional en el sur de México

En México, como en otros países y regiones, los procesos migratorios están cambiando con una velocidad inusitada. En las últimas dos décadas hemos sido testigos de la relevancia que ha cobrado la migración de origen centroamericano, de la cual en sus antecedentes más inmediatos se trataba de un movimiento de población con destino a los Estados Unidos (González, 2018). Esa migración, denominada de tránsito, despertó el interés de diversos sectores para caracterizarla, dar cuenta de sus dinámicas y complejidades. Con el paso del tiempo, esa migración que inicialmente parecía ser un movimiento lineal de sur a norte, fue adquiriendo otras características que incrementaron su complejidad, entre ellas la preponderancia de la violencia como motivo declarado de expulsión (Castillo, 2018), así como la implementación de políticas de contención migratoria (Anguiano y Lucero, 2020) y de deportación en lugares de transito y destino (Izcara y Andrade, 2015), hechos que agravaron la situación de las personas, conduciéndolas inexorablemente al incremento de su vulnerabilidad.

Los procesos migratorios de personas de Honduras, Guatemala y El Salvador han destacado por permanecer constantes en las últimas décadas, ciertamente ha cambiado su composición o motivos de desplazamiento, como dijimos atrás, e incluso sus dinámicas de movilización. Adicionalmente, a estos clásicos grupos migratorios, desde 2018 se han incorporado con mayor notoriedad contingentes de personas provenientes del Caribe (Haití y Cuba), Sudamérica (Venezuela, Brasil y Chile, estos dos últimos de descendientes de personas haitianas), de África (República Democrática del Congo, Angola, Togo, Camerún) y Asia (Afganistán, Paquistán).

De manera particular, los contingentes de personas de origen centroamericano, que han sido los que mayor representatividad han tenido en los flujos migratorios desde hace décadas, es importante asentar cómo en la historia reciente de Centroamérica, caracterizada por sus complejas dinámicas sociales, políticas y económicas, las migraciones han constituido una constante tanto al interior como al exterior de la región. La agitación política, las luchas internas, los conflictos armados y la violencia asociada a pandillas han producido grandes movimientos de población desde Guatemala, El Salvador y Honduras particularmente hacia Estados Unidos (Pederzini et al., 2015).

En ese sentido, frente a la presencia de dichos flujos en la región, las respuestas de gobiernos como el de Estados Unidos y México han tenido una diversidad de componentes, entre los que ha destacado, el de la selectividad, restricción y criminalización. Antes de, pero sobre todo desde el 2001, los atentados a las torres gemelas en Nueva York marcaron un hito en las acciones que los gobiernos emprendieron para atender a los diferentes flujos migratorios. La agenda estadounidense fortaleció su camino hacia la securitización de las fronteras, las propias y las ajenas, aduciendo un vínculo entre la migración irregular y la seguridad, con lo cual se establecerían férreos controles migratorios que dificultaron el paso de las personas en situación irregular por sus territorios, poniendo en marcha los regímenes de deportación que filtran en términos de raza, clase, creencia, quienes pueden o no pasar las fronteras nacionales y en qué condiciones (De Genova y Peutz, 2010). Los refugiados, desplazados, solicitantes de asilo, emigrantes, sin papeles, son todos ellos, los residuos de la globalización se ven movidos por fuerzas dislocadoras y desreguladoras que los expulsan (Bauman, 2005, p. 81).

Hasta el año 2014 el viaje de las personas migrantes por México tenía como uno de los principales medios de transporte el tren de carga, conocido como “La Bestia”, el cual, desde nuestro punto de vista significa la máxima expresión de la vulnerabilidad a la que se exponen las y los migrantes, por el riesgo que supone el viaje en un transporte de tipo carguero, por la exposición a las inclemencias del tiempo, el acecho de grupos delincuenciales y la política de contención mexicana.

A partir de la entrada en vigor del denominado Programa Integral Frontera Sur en el verano de 2014, las condiciones del tránsito y la atención a los flujos irregulares en México cambiaron de manera radical. Si bien uno de los aspectos en los que el citado programa justificaba su acción era la protección a migrantes, en realidad terminó por ser un programa de contención, detención y deportación, que, a su vez, incrementó la vulnerabilidad a la que se exponen las personas en su paso por nuestro país. No obstante, las acciones de dicho programa, el tren y las vías siguieron siendo un punto de referencia vital para la movilidad de miles de personas (Morales y Sanromán, 2016).

El tránsito de las personas migrantes por territorio mexicano propiciaba precisamente que su experiencia viniera acompañada de riesgos y violencia de todo tipo. Si bien, desde la entrada en vigor de la Ley de Migración en el año 2011 y posteriormente la publicación de su reglamento en 2012, este tipo de migración pasó a ser considerada una falta administrativa, que por su naturaleza ameritaba una sanción menor a un delito. En los hechos, la acción del gobierno mexicano se configuró como punitiva, mediante actos de persecución y privación de la libertad acontecida en estancias y estaciones migratorias1 en las que se desarrolla el Proceso Administrativo Migratorio que ordinariamente termina con la deportación de las personas.

Como se dijo atrás, estos hechos motivaron el uso del tren de carga, pero ante todo una movilidad en la clandestinidad que los exponía ya no sólo a posibles abusos y extorsiones por parte de autoridades, sino al riesgo de transitar por territorios controlados por grupos delincuenciales sufriendo maltrato y abusos de toda índole. Justamente a propósito de la situación de las personas migrantes y desplazadas que solicitan protección en nuestro país, la organización internacional Médicos Sin Fronteras señaló en uno de sus reportes de operación en México que a lo largo de sus intervenciones ha identificado un “patrón de desplazamiento violento, persecución, violencia sexual y repatriación forzada muy similar al que se puede encontrar en los conflictos armados más agudos del mundo” (2017, p. 4).

Si bien 2013 marcó un cambio en la tendencia referida a las razones aludidas por las personas para movilizarse desde sus países de origen hasta Estados Unidos o México, sería prácticamente a partir de 2015 en paralelo a la crisis venezolana (Freitez, 2019), que la violencia se volvería un determinante referido cada vez más por las personas que estaban ingresando a México de forma irregular, desde esa fecha hasta 2022 más de 300 mil personas han solicitado el reconocimiento de la condición de refugiado en nuestro país (Comar, 2022), dando paso a la violencia como una de las razones más aludidas por las personas para dejar sus países de origen. Cabe precisar que, del total de solicitudes recibidas para el reconocimiento de la condición de refugiado recibidas en el país, el 70% fue gestionada en la frontera sur, de manera concreta en la ciudad de Tapachula, Chiapas.

Esta situación ha supuesto un reto muy importante para las instituciones públicas y privadas que han atendido y acompañado a estas poblaciones que ingresan a México, poniendo en evidencia una serie de situaciones que nos interesa destacar: a) desbordamiento del sistema de asilo, propiciado en gran medida por la gran cantidad de flujos que han arribado, pero también por las propias estrategias del Estado, volviendo el sistema de asilo prácticamente el único recurso para que las personas puedan obtener un documento que acredite su legal estancia en el país y en consecuencia no sea devuelto a su lugar de origen. Esta situación, de igual forma ha sido utilizada por las propias personas en movilidad que, aunque no cumplan el perfil o no tengan el deseo de realizar todo el procedimiento, han encontrado un mecanismo para asegurar su estancia indefinida en el país. Ello se ha dado en el marco de b) la falta de capacidad institucional para procesar y acompañar a las personas solicitantes de asilo, lo cual se hace manifiesto en largos periodos de espera en el procedimiento, sin que existan condiciones óptimas para que las personas puedan acceder a cierto tipo de derechos mientras están en la espera.

Todas estas situaciones han posicionado al sur de México como un enclave migratorio de suma importancia en las dinámicas de movilidad. Si bien es cierto que por su propia naturaleza fronteriza los estados de Chiapas y Tabasco históricamente han tenido dinámicas relacionadas con flujos irregulares, desde 2018 con mayor énfasis, ciudades como Tapachula, Chiapas, se ha configurado como uno de los espacios clave para entender, dimensionar y visibilizar la compleja trama que tienen los procesos migratorios en México.

De esa forma, Tapachula se ha convertido no solo en la entrada a México y con ello a la región norte del continente, por lo que, poco a poco se ha vuelto un espacio con fuerte presencia de personas en movilidad, forzadas a esperar o regresar a sus lugares de origen. Así, la ciudad ha ido creciendo en servicios públicos y privados dirigidos esencialmente a hacer frente a los procesos de movilidad, mediante la instalación de instituciones dirigidas tanto a la gestión migratoria (estaciones migratorias, puntos de control fronterizo) como al procesamiento de las solicitudes de asilo (oficinas de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, centro de procesamiento de solicitudes) y así como la infraestructura humanitaria liderada por organizaciones de sociedad civil y agencias internacionales fundamentalmente.

La Nueva Política Migratoria. El ocaso de lo que nunca fue

En un contexto en el que las dinámicas migratorias se han complejizado y sus actores han quedado, como lo propone Sabine Hess, “atrapados en la movilidad” (2012). Las políticas migratorias de los gobiernos de México y de Estados Unidos se han caracterizado por tener un enfoque de seguridad nacional manifiesto en el sellamiento de fronteras como mecanismo para disuadir los cruces irregulares, pero también a través de prácticas de detención y deportación como norma (Hernández, 2020). Prueba de ello son los poco más de 640 mil eventos de devolución (deportaciones) realizadas por el Instituto Nacional de Migración en los últimos 6 años,2 especialmente de personas originarias de Guatemala, Honduras y El Salvador.

La actual administración gubernamental mexicana inició su periodo de gestión en medio de uno de los movimientos de personas migrantes más icónicos hasta nuestros días, la denominada caravana migrante del 2018 que salió de San Pedro Sula y arribó con un contingente aproximado de seis mil personas a la ciudad de Tijuana, Baja California, en el norte de México (Colef, 2018). Dicho suceso sirvió como punto de partida para que enunciara la denominada nueva política migratoria de México, la cual, se basaría en la definición de un nuevo paradigma que privilegiaría el respeto pleno de los derechos humanos y apostaría por el desarrollo social y económico como sustento material de la movilidad de las personas. Conforme lo decretan las leyes mexicanas y en apego a los principios del Pacto Mundial de Migración, para lograr una migración segura, ordenada y regular, dejando atrás los principios de contención migratoria y de seguridad nacional que habían caracterizado la gestión migratoria en las últimas décadas (UPMRIP, 2023).

De acuerdo con esa política, serían siete componentes que orientarían las acciones en materia migratoria: a) responsabilidad compartida (diálogo con los países de la región para atender la movilidad, pero también impulsar el desarrollo regional); b) movilidad y migración internacional regular, ordenada y segura (revisión de esquemas, requisitos y procedimientos para la atención de la migración y la movilidad en sus distintas modalidades); c) atención a la migración irregular (proporcionado medidas de protección a la integridad física y psicológica de las personas migrantes); d) fortalecer capacidades institucionales en materia de salud, educación, trabajo, registro civil, seguridad social y cultura, especialmente las relacionadas directamente con el fenómeno de la movilidad (INM, Comar, consulados y la Unidad de Política Migratoria, Registro e Identidad de Personas); e) protección de mexicanas y mexicanos en el exterior (fortalecer la presencia de México en el exterior, además de incentivar el retorno de personal calificado, y generar acciones para contribuir a mejorar las condiciones de vida de las y los mexicanos en el exterior y sus familias); f) integración y reintegración de las personas migrantes (impulsar que, en las sociedades de acogida de estas poblaciones, fomentar acciones relacionadas con la solidaridad, la no discriminación y la eliminación de la xenofobia); g) desarrollo sostenible en comunidades migrantes (satisfacer las necesidades actuales de las personas en comunidades expulsoras y receptoras de migrantes, con la finalidad de lograr la autosuficiencia regional) (UPMRIP, 2023).

Los componentes atrás mencionados fueron sin duda una apuesta de suma relevancia que prometía la posibilidad de un cambio en el abordaje de los procesos migratorios por la diversidad de aristas que pretendían articular, sin embargo, sería precisamente el arribo de las caravanas migrantes la que no solo retaría la capacidad de respuesta institucional, sino que además pondría a prueba la capacidad de efectivamente cambiar el enfoque de gestión de los flujos migratorios. En adición a ello, la presión norteamericana a través de la administración del presidente Trump, se sumó al complejo escenario, por lo que el gobierno mexicano dio una vuelta de timón y amedrentado por las amenazas “trumpistas” de incremento de aranceles tuvo que optar por recurrir al tradicional modelo de gestión basado en la deportación de personas migrantes.

Por si no fuera suficiente, el gobierno norteamericano implementó una acción unilateral que posteriormente sería aceptada por el gobierno mexicano, en la cual, mediante el denominado programa Quédate en México se devolvería de manera expedita a las personas que ingresaron a la unión americana de forma irregular para solicitar asilo. Así, esperarían en México a que un juez norteamericano les otorgara una cita para defender su caso de asilo (Morales y Vargas, 2021).

Llegada la pandemia en 2020, el gobierno de los Estados Unidos apeló a su código civil para argumentar bajo el título 42,3 la expulsión expedita de toda aquella persona que ingresara de forma irregular a dicho país, por lo que en casi tres años de pandemia se dieron más de dos millones de eventos de expulsión, la mayor parte de ellos a México. El gobierno mexicano, de nueva cuenta, al igual que en el programa Quédate en México, afirmó tener disposición de recibir a estas poblaciones, aunque en los hechos no quedaría muy claro el mecanismo bajo el cual se realizaría dicha acción institucional.

Así, de manera involuntaria (expulsión de caravanas) y coyuntural (expulsión por pandemia), el aparente giro dado por las autoridades mexicanas en torno una política migratoria con otro enfoque, en realidad se tradujo en el reasentamiento de la visión estadounidense sobre cómo gestionar los flujos migratorios a través del régimen de detenciones y deportaciones (Hernández, 2020).

A lo largo de 2021 y 2022 las dinámicas migratorias en el país no dejaron de presentar retos para la administración pública, inmersos en un contexto marcado por la pandemia, el tema migratorio siguió estando muy presente en la agenda nacional e internacional. En ese sentido, en ciudades como Tapachula, Chiapas, hubo una concentración de personas migrantes convirtiendo a la ciudad en un cuello de botella que reafirmaría la existencia de una política muy alejada del cambio que se pretendía.

En dicho espacio fronterizo, por momentos convergían las personas devueltas por el MPP o título 42, que cansadas del abandono institucional en la frontera norte o debido a la dilación de su proceso de espera y a las agrestes condiciones climáticas, decidían regresar al sur de México para esperar indeterminadamente o para estar cerca de sus países de origen, o, en definitiva, como última escala para regresar a ellos. Ahí mismo, en la perla del Soconusco, se congregaban contingente de personas que recién habían arribado a México y estaban en espera de una cita para iniciar el procedimiento de la condición de refugiado. De igual manera la ciudad acogía a quienes, con interés de tránsito migratorio, esperaban hasta encontrar mecanismos para seguir avanzando hacia los Estados Unidos u otra entidad de México.

Tapachula entonces se convirtió en uno de los epicentros de la movilidad irregular en el continente. Como tal, se convirtió en el escenario y rostro de la crisis migratoria y de gestión de flujos que ha caracterizado a nuestro país desde hace más de una década, pero que ha cobrado relevancia, a partir de 2018, como hemos señalado.

Tapachula entonces no solo es lugar de tránsito, asentamiento indefinido o prolongado, sino también un espacio de reafirmación de la política migratoria mexicana, espacio estratégico para la detección, detención y deportación de personas. Como parte de la geografía de la frontera sur, aglutina a instituciones de suma importancia para el control migratorio tales como las estaciones migratorias y estancias provisionales del INM, pero también espacios para la gestión de la atención a personas refugiadas coordinadas por la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados, así como una fuerte presencia de organizaciones de sociedad civil nacional e internacional que ofrecen y acompañan humanitariamente a las personas migrantes y refugiadas.

En ese sentido, la ciudad emerge como un espacio en el que suceden grandes contradicciones emanadas fundamentalmente del enfoque de gestión migratoria y en la que, las más de las veces la política migratoria mexicana parece ser la política de la improvisación, debido a las múltiples maneras en las que las autoridades han implementado respuestas relacionadas con los flujos migratorios y de personas refugiadas. De esa forma, en ocasiones hemos sido testigos de fuertes movilizaciones de agentes de la Guardia Nacional y del INM para mostrar el control de la frontera; por un lado, se han dado acciones que han forzado el que las personas soliciten el reconocimiento de la condición de refugiado como única vía para permanecer en el país, forzando de manera consecuente la presencia en lugares como Tapachula; y por otro lado, se han expedido una diversa4 cantidad de documentos que por el contrario han favorecido la movilidad de las personas.

En definitiva, es innegable que el escenario migratorio nacional ha transcurrido por una época de grandes y retadores cambios, las crisis internacionales (Venezuela, Haití); el impacto de políticas regionales sobre la migración (Brasil, Chile); así como la precarización de las condiciones de vida de las personas migrantes en sus países de origen, más la aplicación de distintas políticas y programas de expulsión, que ratifican los mecanismos de restricción del gobierno norteamericano sobre la migración irregular y el desplazamiento de personas refugiadas, han puesto a México en una situación de extrema complejidad, en donde las buenas intenciones no han sido suficientes para atender y acompañar las demandas y necesidades de las personas en movilidad, quienes, reiteradamente llevan la peor parte.

Habitar el sur de México, vida cotidiana, trabajo y redes migratorias en la ciudad

Desde la teoría de la raigambre fenomenológica se plantea que el “mundo de la vida cotidiana”5 es el espacio donde se construyen los significados; es prácticamente un espacio con un orden dado en el que los significados socialmente establecidos se interiorizan por medio de la sociabilidad,6 desde donde se visibiliza que los términos de nuestras relaciones sociales están dados por los acuerdos de su aceptación. De ahí deriva la tesis de que el significado se construye intersubjetivamente.7 En este modelo interpretativo en el que la producción de significados, tanto subjetivos como objetivos, se establece con suma claridad, su producción es objetivamente significativa y sus expresiones culturales son compartidas socialmente. Se trata de lo que Schütz (2001) define como la “relación-nosotros”, es decir, lo que en antropología se define como una relación cara a cara en la que más allá de la rutina es posible la construcción de nuevos conocimientos y experiencias a través de prácticas de verificación y modulación de las ya existentes.

Sin embargo, la desestabilización de ese “mundo cotidiano” definido por la regularidad y el acuerdo, provocada por los violentos procesos de globalización y crisis del pensamiento social de la modernidad, trastoca los términos de la realidad social, específicamente de la construcción de significados generados intersubjetivamente. Este es el caso de los jóvenes migrantes, cuyo desafío en la construcción de su realidad social no consiste ya en encarar el tránsito rural-urbano, contexto centroamericano o de otros países, sino en construirlo con los materiales que tienen a mano, violencia y exclusión social, en un tiempo definido por la contingencia y en un espacio tensado por la homogenización y la fragmentación o crisis de las organizaciones portadoras de orden y sentido.

Es inevitable no reconocer que para muchos solicitantes de protección internacional la experiencia de vivir mientras se espera la resolución de su trámite en Tapachula, Chiapas, es para ellos una aventura que demuestra una avidez por vivir y sentir lo distinto, por intentar sobrevivir de lo coercitivo una política migratoria, misma que se puede reproducir en el transito o destino al sueño americano. ¿En qué se emplean las y los solicitantes de protección internacional? ¿Cuáles son sus estrategias o sus redes de apoyo? De acuerdo con el informe Perfiles y dinámicas y perspectivas en torno a la situación de las personas refugiadas en México, “un número importante de individuos labora en el autoempleo o por cuenta propia, con un mínimo de 12.5% en Saltillo y un máximo de 23.2% en Tapachula” (Hernández y Cruz, 2020, p. 35).

Los solicitantes de refugio han encontrado diversas formas de vivir en este lugar, algunos vendiendo comida en las calles, una gran mayoría de ellos son haitianos, otros improvisaron pequeños negocios, por ejemplo, se puede notar a hombres, en su mayoría haitianos con hieleras en los hombros o en carretillas, que al preguntarles comentan que han conseguido hielo en las tiendas y se dedican a la venta de refrescos fríos, aguas, bebidas energizantes y otros productos. Están los que cambian divisas, dólares, quetzales, pesos mexicanos, entre otras monedas, algunos lo ubican como “el pequeño Wall Street” del parque de las etnias, como se ha nombrado al parque Benito Juárez a un costado de la ciudad.

Otro empleo que se ha popularizado son las barberías ubicadas en el primer cuadro del parque central Miguel Hidalgo, siendo en su mayoría propiedad de mexicanos, algunos hondureños y haitianos; se ofrecen cortes y peinados a la moda, en los últimos meses se han incorporado a este trabajo a venezolanos, colombianos y cubanos derivado de su experticia en este trabajo. A partir de la llegada de una segunda oleada de haitianos y africanos al municipio a mediados del año 2019, se difundió otra moda de la que también se hizo un empleo temporal para sobrevivir: las trenzas negras o de colores.8 Por los andadores del parque Miguel Hidalgo y apostadas en sillas de plástico, mujeres afrodescendientes se peinan y reivindican sus corporalidades, mientras los hombres, que hablan poco español, ofrecen a los transeúntes los peinados a través de una carta con fotos y diseños, los visitantes y personas locales eran los clientes, pero también entre la misma población migrante.

Las cantinas, los “botaneros” y los bares son parte de la cotidianidad de este municipio fronterizo, que cuenta con un clima cálido y húmedo todo el año. Muchas mujeres de Centroamérica y de Cuba solicitantes de refugio o asentadas en la región trabajan como “ficheras”, esto es, acompañan a los clientes a beber cerveza y a escuchar música como reguetón, rancheras y cumbias (Porraz, 2020). Por su parte, algunos salvadoreños y hondureños trabajan como guardias de seguridad en estos mismos espacios, algunos haitianos recientemente se han empleado en trabajos de construcción en la ciudad o en el empleo temporal, al igual que los venezolanos, en un programa del gobierno federal que funcionó hasta el año pasado; por su parte, la mayoría de las y los cubanos está en el sector de servicios y laboran como meseros en restaurantes, guardias de seguridad, en labores de limpieza y recepcionistas en algunos hoteles del centro de la ciudad.

Los materiales concretos y abstractos con los que se teje la experiencia de las y los solicitantes de protección internacional, muchos de ellos jóvenes resultan incompletos y fragmentados y es visible que no se trata de experiencias o trayectorias homogéneas, pero sí definidas o moduladas por un entorno más amplio que reduce o amplía las alternativas o tomas de decisión. En sentido estricto, la migración como fenómeno social e individual y la experiencia cultural que le es propia es un campo de representación social que impide hacer de los hallazgos verdades últimas, pues la producción de sentido es continua e interpretativa. Y ello no inhibe que la representación se constituya en productora de sentido de la vida y creadora de realidad social en la que, como ya se señaló, pesan las estructuras sociales y culturales que heredamos de quienes nos han antecedido en el mundo social (Schütz, 2001, p. 90), pero en las que pesan también las acciones de la realidad social del día a día que modifica o reelabora la cotidianidad mientras se espera la resolución por Tapachula.

Las redes que teje la población solicitante en la ciudad son importantes para subsistir, algunos se apoyan de las religiosas, sobre todo de iglesias evangélicas, otros más de las de amistad y por nacionalidad, pero la información sobre Tapachula se va tejiendo a veces desde la salida del lugar de origen o mientras uno va por el Darién, nos comentaron algunos haitianos, cubanos y venezolanos. En efecto, la activación de las redes y esa cultura migrante se acota a estos escenarios, no solo para buscar un lugar donde habitar en la ciudad, sino para vender los utensilios de cocina u otros que sirvieron a algunas personas migrantes mientras esperaban.

Las redes también sirven para la compra de “ropa de paca”, para el ocio, para sobrellevar la ciudad. Desde la música de bachata, el reguetón, los jerséis de los equipos de basquetbol, de futbol americano o beisbol, la mercadería que les es propia, pasando por prácticas que tienden a la experiencia intersubjetiva con las mujeres, como “ligarse” a una venezolana o centroamericana. El consumo de alcohol, las beers, es cotidiano en los tiempos libres o el día de descanso, es parte de esa vida cotidiana fronteriza.

Enfrentarse a las dificultades laborales en tierra ajena, a ganarse un lugar en la ciudad coloca a las y los solicitantes de protección internacional en la necesidad de tomar decisiones, y la movilidad sin contar con papeles o interrumpir el proceso ante Comar es una de ellas, aunque no todos están en condiciones de asumir el riesgo. Después de todo, movilizarse con fines laborales no significa ir a donde se quiere, porque el rumbo está limitado a las actividades en las que se pueden emplear. Pero las dificultades son aún mayores porque “la vigilancia es ahora fuerte en México” dicen varios de ellos. El siguiente apartado detallaremos esos imaginarios que se reproducen en la población local, a veces racista y xenofóbica, otra más solidaria.

Invocar los imaginarios locales de las y los solicitantes de la condición de refugio

“Pueblo fronterizo, infierno grande” es una frase que se escucha en la calle y que se torna real en algunas localidades de la llamada frontera sur de México. Lo es más cuando del imaginario se pasa a la acción deliberada con propósitos precisos que afectan a personas que están en constante movimiento y se pone en acción a las instituciones erigidas para el resguardo del orden social. En diversas ciudades fronterizas hay un discurso imaginado y vivido en el espacio local entre los oriundos, la segunda generación de migrantes, los que van de paso y los que se piensan quedar.

Algunos jóvenes solicitantes de protección internacional entrevistados sobre sus vivencias en la ciudad de Tapachula, hacen visibles las experiencias de carácter estético, corporal, aunado a la clase y género en las que se conjugan tanto las normas estereotipadas del mundo global en su afán por definir con sentido biopolítico la experiencia y su sentido, como los elementos o componentes emocionales que proyectan la resistencia o la subversión de ser jóvenes migrantes, refugiados, exiliados, sabiéndose excluidos del orden corporal racionalista, por tener tatuajes, por ser negro, por ser migrante. Pero también esto se vive en el camino, o cuando uno llega a otro espacio, incluso en tierra “gabacha” será visible, un vivir desde el “yo” que alimenta la percepción emocional del cuerpo y activa la subjetividad.

Las tensiones, estereotipos, miedos y los cuerpos racializados son algo que se invoca en medios de comunicación locales, en las redes sociales, entre un sector empresarial, algunas personas locales, pero también entre los mismos migrantes mientras esperan la resolución de su trámite y obtener la Clave Única de Registro de Población (CURP). Mucha de esa información se tergiversa y confunden a sus lectores en algunos periódicos locales, al publicar notas de prensa con encabezados como: “Los centroamericanos regresan de nuevo”; “Con las caravanas migrantes se teme la entrada de miembros de pandillas centroamericanas”; “Incrementan los riesgos de la salud por la presencia de los africanos, haitianos y centroamericanos”. Es de destacar que la mayoría de dichas notas tienen fuertes cargas racistas y xenófobas, ya que en el fondo de estos discursos aparece de manera reiterada un supuesto “ambiente de inseguridad” que hoy prevalece en la sociedad en cualquiera de sus niveles espaciales y sociales, inseguridad que lleva a la búsqueda de culpables o posibles amenazas.

Sin embargo, esto no es nuevo, ya se ha vivido en otros espacios, en otras fronteras, con la experiencia que les propició desafíos y complacencia, y entraña las tensiones más importantes de una construcción cultural migrante en la que se define una opción de continuidad o el “regreso al redil”, dicen algunos de ellos en broma, pero en el que no está ausente un dejo de melancolía y resignación. En Tapachula, como en muchos otros espacios, hay una búsqueda de canales que permitan la adecuación o modulación de los acervos culturales traídos a sabiendas de la percepción negativa de los moradores del lugar de origen. Se dan contradicciones y conflictos desventajosos entre la población solicitante de protección internacional, se registra un trastocamiento de la estructura significativa del mundo social, la sociabilidad del mundo cotidiano se antoja restringida o reducida y rotos los vasos comunicantes que hacían posible la comunicación activa y participativa por momentos en este espacio.

La presencia de las y los solicitantes de la condición de refugio es contradictoria entre la población de Tapachula, mientras un sector muestra su rechazo por la presencia de ellos, otros más señalaban que con la llegada de personas de origen centroamericano, caribeños, asiáticos y demás han visto mejorar sus ingresos, sobre todo hoteleros y personas que arriendan cuartos y casas en el centro y periferia de la ciudad, o los que ofertan productos para la comunicación, como la venta de celulares, chips o tarjetas de memoria, hasta el incremento del comercio del plátano verde de los vendedores ambulantes. Sobre ello nos comentaba un señor que renta cuartos cerca del parque Miguel Hidalgo:

Una trabajadora de un hotel en la ciudad nos comenta:

El negocio de la renta de casas, departamentos, cuartos, es una constante en la ciudad, los hoteles del primer cuadro del parque Miguel Hidalgo lucen llenos casi todo el año, por la gran cantidad de personas migrantes que llegan a Tapachula, muchos son espacios utilizados también por los mismos “coyotes” para las personas que pueden pagar este servicio, mientras se avanza o se obtienen los documentos de manera rápida.

La gama de experiencias que viven las y los solicitantes de protección internacional a su llegada a la ciudad se presenta como el guion de una película sin final pese a sus dramatizaciones o a sus momentos de excitación triunfalista. Habitar Tapachula es una experiencia migratoria de lo que será atravesar por México, constituye una fase en la que se ponen en juego imaginarios en los que las instituciones, como órdenes simbólicos que definen normas y dispositivos legítimos que ordenan la vida cotidiana, se confrontan con los imaginarios abiertamente desafiantes de estas personas. Algunos de ellos no logran acomodar sus necesidades en el marco de lo instituido, de manera que construyen nuevas estrategias y a la vez imaginarios en el que priman tensiones o conflictos, tan alejados de un marco relacional fincado en el acuerdo o consenso.

Resulta vital entender y aprender de estas vivencias, de la interiorización de prácticas y valores culturales que contribuyen a la construcción de una identidad cultural migrante en Tapachula, visible en la población migrante en sus prácticas y expresiones corporales y lingüísticas, es decir, en la forma en que los cuerpos y sus prácticas definen los sentidos, a través principalmente del lenguaje, un lenguaje que crea, pero que también suprime, usurpa e impone, solo así podemos entender la construcción de esta Tapachula migrante.

Consideraciones finales

El escenario migratorio en México ha adquirido dimensiones inusitadas, a las ya persistentes políticas migratorias restrictivas del gobierno norteamericano se han sumado acontecimientos que han agudizado, diversificado y complejizado los controles migratorios, la selectividad de personas y la expulsión de estas no solo en la unión americana, sino también en nuestro país. La llegada de las caravanas migrantes desde Centroamérica en el invierno de 2018 se convirtió en un punto de inflexión que posibilitó poner en el centro una vez más el tipo de respuestas generadas por las instituciones públicas mexicanas dirigidas a las poblaciones en movilidad.

En su momento, la denominada nueva política migratoria mexicana apareció como una ventana de oportunidad para dar un giro en la gestión de los flujos migratorios, reducir la vulnerabilidad de las personas migrantes a través del cambio de enfoque gubernamental. Sin embargo, como vimos, eso fue prácticamente imposible, con lo cual el gobierno mexicano retornó al paradigma de la contención como respuesta al arribo de flujos masivos de personas migrantes.

A pesar de la aplicación del paradigma de la contención, desde 2018 más de cuarenta caravanas se han formado desde Centroamérica o el sur de México, y con independencia de ellas, miles de personas han ingresado a territorio nacional buscando quedarse en nuestro país o transitar a los Estados Unidos. Lo cual ha supuesto un reto de grande magnitud en ciudades en las que se concentran las personas migrantes o refugiadas, tal como Tapachula, Chiapas.

En ese sentido, lo que hemos podido constatar en este complejo escenario es que si bien las circunstancias (persistencia de flujos masivos) han obligado a constantes cambios en la aplicación de la política migratoria, en los hechos, la mayoría de estas iniciativas se han traducido en fracaso, lo cual, a su vez, ha significado riesgo y muerte para las personas migrantes y refugiadas. De manera colateral, dichas disposiciones han impactado en el sistema de asilo, que ha pasado por un proceso de excesiva demanda y prácticamente desbordamiento que no solo limita la posibilidad de las personas de recibir resoluciones en tiempos razonables, sino que además es incapaz de otorgar medidas efectivas que abonen a la inserción e integración de las personas refugiadas y en consecuencia a mecanismos de protección efectivos.

En tanto todo esto se desarrolla, las personas se encuentran en una especie de limbo administrativo y social, estancadas en ciudades como Tapachula, en las que han iniciado sus procedimientos para el reconocimiento de la condición de refugiado. Es en estos espacios locales en los que de a poco van haciendo vida cotidiana, desarrollando estrategias de convivencia y supervivencia que dotan de sentido la espera y que hacen prorrogable su proyecto de vida y de movilidad en escenarios inciertos en los que se ponen en juego imaginarios personales e institucionales que ordenan la vida cotidiana.

Muchos solicitantes de protección internacional desde Tapachula nos están enseñando que se puede crear una realidad sociopolítica y cultural diferente, aterrizada en el vivir y las formas de este vivir de muchos de ellos, llamémosle resistencia, esperanza, instinto de sobrevivir; quizás es momento de una mayor exigencia y exigirnos afrontar estos enormes desafíos conceptuales y metodológicos de este vivir, que externa prácticas, acciones, procesos, fenómenos y acontecimientos diferentes, cuyo análisis se resiste a las teorías y métodos con los que generalmente se les ve como cifras, números o simples estadísticas.

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