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Resumen
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Introducción, por Víctor Manuel Rodríguez Sarmiento. Una conversación con Meaghan Morris a propósito de “Banality in Cultural Studies”, por Daniela Villegas Mercado.
Introducción
Víctor Manuel Rodríguez-Sarmiento
Han pasado más de dos décadas desde que se publicó por primera vez el texto “Banality in Cultural Studies” de Meaghan Morris. Sin embargo, sus aproximaciones críticas y revisiones del proyecto académico y social de los estudios culturales no parecen agotarse. El texto se ha convertido en un referente importante para situar la ética que está en la base de los estudios culturales: su revisión permanente, su autocrítica constante en clave del horizonte político que da forma a la relación entre cultura y poder. En este sentido, reverberan en sus postulados los importantes planteamientos que Stuart Hall hiciera a lo largo de su vida respecto del carácter crítico de nuestro proyecto, en tanto que para este campo de indagación “siempre hay algo en juego”, es decir, aquí importa la política que da forma a su propio quehacer.
Morris instala apropiadamente el horizonte crítico de los estudios culturales en un borde doble: por una parte, explora la constelación política en la que se inscriben las prácticas culturales, es decir, el vínculo necesario y productivo entre cultura y política. Pero, al mismo tiempo, indaga sobre las propias prácticas y modos de hacer de este campo como elementos constituyentes de, y constituidos por, las relaciones entre el saber y el poder. Con lo primero, reivindica el interés de los estudios culturales por explorar los componentes culturales de la vida social en vínculo con las relaciones de poder, que provocan representaciones culturales entendidas como prácticas sociales en las que se tejen y tramitan conflictos, tensiones y resoluciones. Con respecto a lo segundo, reconoce la condición política que subyace a cualquier disciplina o campo del saber en cuanto a sus modos de hacer y significar. Morris nos recuerda que el proceso de producción y circulación del saber no puede sustraerse de los contextos y modos políticos que están en la base de su enunciación, por tanto, este proceso de producción de saber queda siempre imbricado en las circunstancias y relaciones entre cultura y política sobre las que busca indagar.
Quizá esta sea la conjetura más citada y explorada del texto visionario de Morris. Por ejemplo, Douglas Crimp,1 al cuestionar la lectura que hace la editora de October, Rosalind Krauss, de “Banality…”, cita el cuestionamiento de Morris a la definición restrictiva del sujeto cognoscente para proponer precisamente una lectura crítica de las políticas del quehacer de los estudios culturales:
Y es que esta epistemología crítica es uno de los fundamentos éticos y de los horizontes políticos más importantes, y a menudo olvidados, del quehacer de los estudios culturales. Cuando los estudios culturales abrazaban una suerte de boom académico y editorial internacional, Morris, desde los propios estudios culturales, abrió un conjunto de preguntas sobre las condiciones que estaban dando forma a esta práctica intelectual, y su instalación predecible en la universidad y en la industria editorial. Para ello, usa las metáforas de Jean Baudrillard sobre la banalidad y la fatalidad en pro de comprender este dilema propio del quehacer intelectual de los estudios culturales. La banalidad en los proyectos de investigación denota que éstos parecen formar parte de una tradición académica en la que la cultura y lo cultural operan como elementos ajenos al sujeto que pueden atraparse mediante los métodos etnográficos y de investigación tradicionales. Por su parte, la fatalidad, o mejor la ética de unos estudios culturales fatales, llama la atención sobre la contingencia ética y política de la investigación, la condición situada del sujeto cognoscente y la política de la identificación y transferencia entre el sujeto y el objeto.
En otras palabras, en el caso de los estudios banales la realidad es algo que puede ser descrito y tematizado; en los estudios culturales fatales la realidad es impredecible y, en cierta forma, ilegible. No hay una ontología que subyace a su condición. La realidad es más una construcción estratégica para intervenir en situaciones situadas y cargadas de poder. Es decir, las relaciones entre cultura y política no son únicamente objeto de estudio, sino el escenario situado donde ocurre la acción política. Frente al invaluable aporte de Morris, es importante celebrar la publicación de este texto en español, como condición para una revisión urgente y necesaria de lo que podrían significar estas prácticas intelectuales y políticas en el contexto latinoamericano. Debo reiterar que su inquietud resulta del todo pertinente en el marco del interés que ha suscitado este campo de indagación en el contexto de la investigación cultural y la vida académica en América Latina.
Una conversación con Meaghan Morris a propósito de “Banality in CulturalStudies”
Entrevista realizada por Daniela Villegas-Mercado
¿Cómo surgió la idea de escribir este artículo?
MM: ¿Quieres la verdad? Comenzó como una irritación por cosas que estaba escuchando de las académicas feministas en Estados Unidos a finales de la década de 1980. En 1987 fui profesora visitante en el Centro de Estudios del Siglo XXI en la Universidad de Wisconsin (Milwaukee), y John Fiske, un profesor inglés que había estado en la Universidad de Curtin, en Perth (Australia Occidental), estaba creando revuelo con una serie de conferencias en la Universidad de Wisconsin- Madison. En aquel tiempo su trabajo estaba siendo utilizado para atacar al feminismo. A partir de figuras populares de la época, como Madonna, por ejemplo, había debates sobre si su actuación era sexista o patriarcal o lo que fuera. Entonces, surgió esa idea básica de unos “estudios culturales británicos” simplistas en los que cualquier cosa es “popular”, transgresiva y, por lo tanto, positiva de alguna manera. En retrospectiva, fue un debate que tuvo que ocurrir con un moralismo feminista igual de simplista, pero dentro de la academia se convirtió en un ejercicio generacional para desacreditar la crítica feminista, en general, porque estos nuevos íconos femeninos eran populares y no encajaban con los temas feministas de los años setenta. Yo estaba irritada por todo el asunto y creí que era tonto, pero fui presionada para dar mi opinión sobre el debate pues, como australiana, se pensó que ¡yo tendría una cierta visión!
Así que “Banality” comenzó como una charla. Mis antecedentes académicos se centraban en los estudios franceses, por lo que me senté y leí la corriente populista de los estudios culturales británicos, a los que no había prestado atención antes. Muy pronto me quedé fascinada por la forma en que estos académicos estaban negando su propio papel social y su autoridad al hacer como una “ventriloquización” de lo popular, usando esta postura para socavar otros enfoques críticos. Este hecho me interesó mucho más que los pros y los contras de analizar a Madonna, y creo que hoy en día todavía es un problema. La conversación iba a ser publicada en Discourse, la revista académica del Centro de Estudios del Siglo XXI y, después, en un libro que sería editado por mi amiga Patricia Mellencamp. Pero tuve problemas para cumplir con los plazos para presentar un ensayo escrito. Nunca escribo conferencias o ponencias por adelantado, no me gusta leer en público; entonces, garabateé a mano un esbozo de ideas para usarlo después en la escritura
de un ensayo. Cuando empecé a escribir “Banality in Cultural Studies” ya estaba en Australia y no podía armar el texto. Tenía el título, que había venido a mi mente mientras caminaba en la playa con mi perro, y tenía unas pocas páginas de borrador; sin embargo, en vez de añadir, todos los días borraba algo. En un momento dado, borré la última frase que quedaba y no había nada. Pero en otra caminata se me ocurrió, de repente, que en vez de formular una defensa de la crítica feminista que respondía al trabajo de Fiske, podría usar la categoría de banalidad para compararla con el antifeminismo retórico del pensamiento de Jean Baudrillard -un pensador más popular que Fiske en Sídney en ese entonces-. Esto funcionó para la versión corta del artículo que se publicó en Discourse, después añadí una discusión a propósito de lo ordinario y lo cotidiano desde Michel de Certeau para la versión larga en el libro Logics of Television (Mellencamp, 1990). Para pensar tienes que dar largas caminatas.
Han pasado casi treinta años desde que se publicó el artículo. ¿Cuál ha sido la vida del mismo a través de los años?
MM: Mira, “Banality” es uno de esos artículos que persigue a quien lo escribe. Durante muchos años me encontré con personas enojadas, o con entusiastas que pensaban que se titulaba la “Banalidad de los estudios culturales”, y que era un ataque a todo el proyecto de los estudios culturales. No lo es; se trata de la banalidad en los estudios culturales, en tanto explora algunos de los diferentes significados que la banalidad puede tener como objeto de estudio. Aunque ignoro gran parte de la vida del ensayo, soy consciente de que la gente todavía lo enseña, y no sé qué hacen con él, pero sí creo que hay más traducciones piratas de ese ensayo que de cualquier otro que he escrito. Tal vez está teniendo una nueva vida ahora debido a lo que argumenté al final del texto sobre la difícil necesidad de producir unos estudios culturales que sean propositivos acerca de las capacidades de la gente común en la vida cotidiana, a la par que sigan manteniéndose críticos sobre las cosas malas que están aconteciendo en el mundo.
¿Qué nos puedes comentar sobre las críticas al ensayo?
MM: Es difícil. Es un problema para mí porque la mayoría de la gente en el mundo de habla inglesa sólo lee la crítica de los estudios culturales británicos y luego se salta la otra mitad, la parte de Baudrillard y De Certeau, así que no se preguntan cuál es la relación entre las tres secciones. Sin embargo, la crítica populista sobre el trabajo de Fiske ha desaparecido en gran medida en el Reino Unido y Australia, aunque sigue siendo fuerte en algunas corrientes de estudios de cultura popular estadounidense, especialmente ahora que se ha migrado a los estudios digitales y de internet. Así, el tiempo de ese tipo de estudios culturales ha desaparecido después de treinta años de políticas neoliberales y del cambio climático que invaden nuestro mundo. Lo que considero todavía interesante en “Banalidad en los estudios culturales” es cómo se producen estudios políticamente comprometidos e intelectualmente interesantes en la vida cotidiana, que ayuden a la gente a pensar en lo que pueden hacer en los espacios que habitan. Por eso todavía me gustan los estudios culturales, y eso es lo que más me gusta de los estudios culturales realizados en cualquier lugar.
Durante la Conferencia de Crossroads en Estudios Culturales (Sídney, 2016), Lawrence Grossberg señaló: “Este es el momento para los estudios culturales”. ¿Cuál es su postura al respecto?
MM: Bueno, creo que él tiene razón en el sentido de que es un momento de extraordinaria transformación en la vida política de las democracias. Hemos pasado mucho tiempo en el mundo angloparlante observando el colapso del comunismo, pero realmente el colapso que me parece inconfundible es el que acompaña a las tradiciones democráticas, aunque lo hace de forma más lenta. Todavía tengo la esperanza de que Europa resistirá el resurgimiento de los partidos nacionalistas xenófobos y racistas. No creo que sea inevitable que Europa vuelva a sucumbir porque saben qué implica la llegada de los partidos fascistas al poder, o al menos tienen un recuerdo de ello. Los estadounidenses no lo saben a nivel nacional, ya que ésta es una nueva experiencia al nivel de una totalidad social, por muy intensa que haya sido la opresión de las personas racializadas y los trabajadores en lo que ha sido su sociedad. Este es un momento en el que la mayoría de las herramientas intelectuales que tenemos no están llegando a enfrentarse con lo que realmente está sucediendo en el mundo, incluyendo el repunte de China -aún ampliamente ignorado, incluso al nivel de conocimiento por la mayor parte de los académicos occidentales-. Así que mucha de la crítica en los estudios culturales supone una hegemonía relativamente permanente del neoliberalismo y sus males, y la gente sigue hablando como si ello fuera un estado de cosas estable. No lo es. Cuando se producen grandes cambios, como el hecho de que el líder antidemocrático de la República Popular de China, Xi Jinping, se posicione en Davos como estandarte del libre comercio neoliberal, el mundo está entrando en un momento muy convulsivo, y esto también es cierto en muchos países de América Latina. Las antiguas tradiciones de izquierda tampoco parecen muy saludables. Decir: “Este es el momento de los estudios culturales” es decir que, si entiendes los estudios culturales como lo hace Grossberg, como el estudio del contexto, de cómo la cultura interactúa con la economía, la política y la vida social en circunstancias históricas muy específicas, entonces, en vez de enfocarnos en lo que estamos haciendo en la academia como una disciplina, debemos usar nuestro conocimiento y nuestro trabajo en equipo y nuestro compromiso con una visión política en la vida intelectual para trabajar juntos y tratar de entender lo que está pasando y lo que se puede hacer. Dentro de los estudios culturales, la vieja pregunta leninista “¿qué hay que hacer?” sigue siendo extremadamente importante. Si dejas de preguntarte eso, probablemente ya no estás haciendo estudios culturales.
¿Qué piensa de los estudios culturales que se están haciendo en otras regiones, no sólo en los países de habla inglesa?
MM: Permíteme darte una respuesta que no va directamente al meollo de este punto, pensando primero en cómo podemos aprender acerca de otras regiones y cuáles son los obstáculos. Conozco un poco sobre algunas partes no asiáticas del mundo porque fui la presidenta de la Asociación de Estudios Culturales por unos cuantos años, y la estructura regional del consejo directivo de esa organización se asegura de que los países occidentales angloparlantes siempre sean una minoría en ese nivel. Yo estaba trabajando en Hong Kong y fui elegida para Asia, no para Australia. Sin embargo, esa estructura está diseñada para abrirse al futuro, cuando pueda haber más recursos de los que existen hoy en día para el trabajo sobre estudios culturales en algunas partes del mundo. El desarrollo desigual es una realidad, y algunas regiones en las que, de hecho, hay mucha reflexión y activismo en el plano local no han podido interactuar a nivel internacional, por ejemplo, con otras regiones no occidentales. Junto con África, hasta hace pocos años América Latina no había sido muy activa a gran escala. Ello se debe en gran medida a cuestiones como las condiciones laborales académicas, el tiempo del que disponen las personas, o las urgentes crisis políticas y económicas que tienen que enfrentar, no sin mencionar los salarios que reciben, los tipos de cambio y el alto costo de los pasajes aéreos para participar en conferencias en otros países. Estas cuestiones deben ser asumidas por cualquier campo académico que se preocupe por trabajar de forma multilateral, no binaria, ayudando a la gente cuando sea posible, y escuchando y respetando las prioridades que ellos mismos establecen. ¡Pero eso es difícil! He aquí un ejemplo muy concreto. Hace varios años, la Asociación de Estudios Culturales celebró su conferencia bienal Crossroads, en Kingston, Jamaica. Esa conferencia viaja a diferentes ciudades precisamente para que la gente pueda aprender sobre lo que está sucediendo en otras regiones y entrar en contacto con los estudios culturales más allá de la esfera occidental anglosajona. Amigos de Estados Unidos que estaban involucrados en los estudios culturales en Argentina, Brasil, Chile, México y Venezuela esperaban con entusiasmo que un gran número de personas llegara al Caribe porque estaba “más cerca” -y por lo tanto pensaban que sería más accesible económicamente para los latinoamericanos-. Pero en realidad es muy costoso volar a Kingston porque no es un destino turístico importante.
Ahora bien, mis propios contactos con los académicos de América Latina han sido limitados por el lenguaje, y el “lenguaje” siempre aparece como un tema clave de la conversación. Hablo francés y un poco de cantonés, pero no español ni tampoco portugués y, por supuesto, me gustaría, pero para ser honesta, no tanto más de lo que me gustaría hablar mandarín o bahasa indonesio, lenguas habladas por personas con las que estoy involucrada. En los eventos de la Sociedad de Estudios Culturales de Inter-Asia, a los que he asistido desde 1992, usamos el inglés como lengua común en las reuniones multinacionales. El inglés es una lengua nacional en Singapur y la India, pero también un medio por el cual la gente de Corea puede comunicarse con la gente de, por ejemplo, Indonesia. Aunque indiscutiblemente se trata de un legado colonial, el inglés contemporáneo ya no es propiedad “occidental” en la región de Asia. Actualmente hay diccionarios y gramáticas de “inglés asiático”. En realidad, por supuesto, no todos los que vienen a los eventos de la Sociedad de Estudios Culturales de Inter-Asia saben inglés, por lo que a lo largo de los años hemos construido diferentes formas de lidiar con esto de una manera amistosa, híbrida y creativa para aprender más sobre los demás. También se debe tener en cuenta que muchas personas no desean aprender inglés por sus experiencias históricas con el imperialismo británico o, más en lo inmediato, estadounidense. En Japón, hoy en día pocos jóvenes hablan otro idioma salvo japonés, en un complejo abandono del pasado cosmopolita, pero también imperialista, de ese país. Aunque estas posturas pueden crear obstáculos para compartir el conocimiento, surgen de situaciones reales que no se pueden sólo dejar atrás, especialmente cuando el angloimperialismo es una presencia viva, no un legado. A propósito, he sabido de académicos de América Latina que exigen que los eventos internacionales en otras partes del mundo se celebren en español, o que permitan paneles en español y usar traducción, lo cual es comprensible, pero sigue suponiendo un problema ¿dónde quedan todos los otros múltiples idiomas de los estudios culturales en otras partes del mundo?
Para mí, sin embargo, la industria de la edición en inglés de Estados Unidos es un problema importante por la manera en que estructura el acceso global al trabajo que se origina en otras partes del mundo. Esta es la razón por la que iniciamos el proyecto de Estudios Culturales Inter-Asia hace treinta años. Teníamos relativamente poco conocimiento unos de otros debido a los límites establecidos por la Guerra Fría. Académicos de Asia interactuaron por medio de Londres, Nueva York o, incluso, París. De la misma manera en que los editores radicales de los años sesenta circularon muchos escritos de América Latina en inglés, francés o italiano debido al internacionalismo de los movimientos políticos de entonces, durante mucho tiempo la mayoría de los trabajos latinoamericanos que podíamos leer eran filtrados a través de la academia estadounidense. Pienso aquí en el pequeño número de maravillosos pensadores ya clásicos cuyo trabajo fue traducido por Néstor García Canclini, Jesús Martín-Barbero y otros que, como Walter Mignolo o George Yúdice, trabajan en Estados Unidos. Entonces, al no tener contacto por ejemplo a través de conferencias o revistas académicas especializadas, con la variedad de trabajo que se está haciendo en América Latina -por generaciones más jóvenes con preocupaciones diferentes y, añadiría, muchas más mujeres-, es difícil lograr una verdadera interacción intelectual y la construcción de alianzas políticas. Eso sólo ocurre cuando nos mezclamos. Las revistas académicas especializadas pueden lograr mucho, por supuesto, al inaugurar o visibilizar discusiones, pero también aíslan. La realidad de nuestras vidas como académicos es que no solemos mirar una revista dedicada a “estudios culturales latinoamericanos” a menos que ya estemos previamente informados sobre ella o involucrados con ella. Un área especializada en lo “australiano” ¡sería lo peor!
Por eso creo que abordar los problemas materiales de la traducción es tan importante. Necesitamos encontrar maneras de aprender unos de otros sin siempre pasar por Estados Unidos. Ser capaz de tener esta conversación contigo, Daniela, y tenerte trabajando con nosotros en Sídney, es un ejemplo de lo que quiero decir. No es sólo que hayas hecho este extraordinario trabajo de traducir al español mi ensayo, y ahora esta pequeña entrevista, por la cual estoy muy honrada y agradecida. La otra cara del desarrollo de una relación geográficamente poco ortodoxa es, y nada es más importante que eso, lo que hemos estado aprendiendo de ti sobre música popular femenina y política feminista en América Latina, sobre el “feminicidio” y la guerra contra las drogas en México. Mientras tú nos hablas de esto, incluyendo tus problemas para traducir conceptos populares del español al inglés, lo que aprendemos se convierte en parte de nuestro marco de referencia en Australia. Así es como construimos las condiciones para la solidaridad transnacional. Es por eso que fui a vivir a Hong Kong durante tantos años, pero sólo después del Handover y el regreso de Hong Kong a China.1 Yo no quería “estudiar cultura china” o convertirme en sinóloga. Yo quería compartir la vida cotidiana y trabajar en una ciudad china para que esta experiencia se convirtiera en parte de mi forma de ser australiana. La gente suele decir, “oh, casi nadie puede tener estas aventuras, pues no implican ninguna diferencia”. Eso no es cierto. Cada persona que toma la iniciativa de traducir su vida al trasladar su vida, así como su trabajo académico, a otro lugar, es realmente como una piedra lanzada en un lago, las ondulaciones se extienden mucho más lejos para el resto de nuestras vidas, tocando las vidas de otros de maneras que no podemos prever.
7 de abril de 2017,
Universidad de Sídney, Australia.
La banalidad en los estudios culturales
Meaghan Morris
Este artículo toma una ruta un tanto tortuosa para lograr su cometido. No estoy segura de que la banalidad tenga un fin en sí misma, como tampoco aseguraría que los estudios culturales pudieran constituirla como su objeto teórico con todas las de la ley. Mi argumento sí tiene un propósito, pero aquí se trata de lograr un objetivo más que de llegar a una conclusión. Simplemente quiero arreglármelas con mi propia irritación hacia un par de novedades recientes en los estudios culturales.
Una de ellas fue el relanzamiento que Jean Baudrillard hizo del término “banalidad” para elaborar una teoría de los medios de comunicación. Es una teoría interesante que establece una tensión entre la vida cotidiana y los eventos catastróficos, entre la banalidad y la “fatalidad”, utilizando la televisión como una metonimia de la problemática derivada. Sin embargo, ¿por qué un término tan clásicamente despectivo como este aparece una vez más para establecer un marco de referencia para la discusión de la cultura popular?
La otra novedad refiere a un contexto muy distinto, al que John Fiske llama “estudios culturales británicos”1 y es mucho más difícil de precisar. Sin embargo, Judith Williamson ha descrito sin rodeos algo que también me molesta: “Los académicos de izquierda entresacan hebras de ‘subversión’ de cada pieza de la cultura pop, desde el street style hasta la telenovela”.2 En este tipo de análisis de la vida cotidiana, el criticismo parece ser el que se esfuerza activamente por lograr la “banalidad”, en lugar de utilizarla negativamente como objeto de estudio.
Estos acontecimientos no tienen relación a priori, ni mucho menos se oponen entre sí (como los enfoques pesimistas y optimistas de la cultura popular, por ejemplo). También implican circunstancias distintas. “Baudrillard” es un autor y los estudios culturales británicos son un complejo movimiento histórico y político, así como una colección de textos. Pero la irritación puede crear relaciones donde no necesariamente existen. En esto consiste precisamente el verdadero propósito de este trabajo. que varía de una cultura a otra, la definiré en mis propios términos. Mi impresión es que la cultura estadounidense anima fácilmente a la gente a aceptar que una anécdota en primera persona se orienta principalmente hacia las funciones emotivas y conativas de la comunicación, es decir, hacia una actividad del tipo hablante-expresivo/ destinatario-conjuntivo, o bien, a un esquema Yo/Tú como eje del discurso, en los términos de Jacobson. No obstante, yo tomo las anécdotas o hilos, ante todo, como referencias. Su orientación visionaria apunta hacia la construcción de un contexto discursivo local y social muy preciso, donde la anécdota funciona como mise en abyme.3 Es decir, que para mí las anécdotas no son expresiones de una experiencia personal, sino alegorías de un modelo que dice cómo funciona el mundo. De esta forma, las anécdotas no tienen que ser historias reales, pero sí deben ser funcionales a cada diálogo en concreto.
La televisión tardó en llegar a Australia. Arribó a las ciudades en 1956 y se demoró aún más en las áreas rurales donde las distancias entre los pueblos resultaban inmensas para la tecnología de la época. Así fue como a principios de la década de 1960, en un remoto pueblo de la montaña, donde pocos sonidos perturbaban la paz, a excepción de la niebla cubriendo el valle, el murmullo de la radio, la risa de la cocaburra,4 el canto del ave campanera,5 el zumbido de motosierras y cortadoras de pasto, y el susurro ocasional de una serpiente en la hierba, la voz de Lucille Ball hizo añicos el penetrante silencio.
En la memoria de muchos australianos, la televisión llegó con Lucy y Lucy era la televisión. Hay una broma en Cocodrilo Dundee,6 donde el último explorador blanco (Paul Hogan) hace su primer contacto con la modernidad en su hotel de Nueva York y se lo lleva a conocer un estudio de televisión. Pero él ya conoce la televisión: “Vi eso hace veinte años en casa de fulano de tal” Al observar el título de “I Love Lucy”, afirma: “Sí, eso ya lo vi”. Esta broma insignificante opera en cierto nivel como una definición formal de la propia película dentro del género cinematográfico del “media-recycle”. Pero en términos del denso juego de palabras que la caracteriza, también es una atinada broma histórica para los australianos. El propio Hogan fue una de las primeras grandes estrellas de la televisión australiana, al lograr fama instantánea a finales de 1960 gracias a un programa de cazatalentos, donde simuló su actuación y después insultó al jurado. Posteriormente, asumió el papel de hombre Marlboro en una masiva campaña publicitaria de cigarrillos que duró el tiempo suficiente para convertir el lema de los comerciales de Hogan (“Anywow, have a Winfield”) en un dicho inescrutable para los extranjeros. Es así como el personaje de Hogan encarna el mito populista de la respuesta australiana a “Lucy”, como sinécdoque de toda la cultura mediática estadounidense.
Pero en un principio fue Lucy, y creo que es ella quien destaca en mi memoria, ya que obviamente no era el único programa que se transmitía, debido al impacto de su voz. La introducción de la televisión en Australia condujo no solamente a los debates habituales sobre la reestructuración de la vida familiar y el espacio doméstico, y sobre los temores predecibles de que la cultura y el “acento” australiano podrían perderse, sino también a una versión local específica de la preocupación sobre los efectos de la televisión en los niños. En “Situation Comedy, Feminism and Freud: Discourses of Gracie and Lucy”, Patricia Mellencamp habla sobre los espectáculos de mujeres comediantes en Estados Unidos en la década de 1950, que “estaban fuera de control a través del lenguaje (Gracie) o del cuerpo (Lucy)”.7 En mi memoria, Lucy combina ambas funciones. Muchos australianos escucharon a Lucy como una “voz”, como una gritona histérica y fue “vista” como una mujer fuera de control, tanto en el lenguaje como en el cuerpo. Así que existía la preocupación de que conjuntamente, tanto Lucy como la televisión, por una suerte de mímesis o contagio de la voz, transformaran metabólicamente a los niños australianos, de pequeños latosos a pequeños psicópatas furiosamente hiperactivos.
Mi propio recuerdo de este vívido debate teórico es más o menos así. Mi madre y yo amábamos a Lucy, mientras que mi padre aborrecía “ese ruido”. Así que una vez a la semana siempre se suscitaba una pequeña catástrofe doméstica, que pronto se convirtió en algo rutinario, repetitivo, banal. Yo pondría el programa, mi padre comenzaría a refunfuñar, y mamá, quien estaría lavando los platos en la habitación contigua, me pediría que subiera el volumen; yo lo haría, papá empezaría a gritar, mamá gritaría a su vez, yo me acercaría más a la pantalla para escuchar, hasta que finalmente sería imposible escuchar a Lucy y me retiraría con disgusto a mi dormitorio a leer una novela, la segunda mejor cosa que hacer. En una de las raras ocasiones en que todo este ruido había dado lugar a una pelea seria, me acercaría más tarde como la vocecita tímida de la razón, a preguntarle a mi padre por qué tenía que hacer tanta alharaca si el programa sólo duraba media hora. Él me dijo que las voces estadounidenses (hasta entonces jamás escuchadas “en vivo” en nuestro pequeño pueblo) le recordaban a la guerra del Pacífico. Y que seguramente, después de todos estos años, había algunas cosas que un hombre tenía derecho a tratar de olvidar en la tranquilidad de su casa.
Al repasar lo sucedido desde las contradicciones del presente, puedo afirmar que una de las contradicciones de esta historia persiste en diferentes formas en la actualidad. Por un lado, Lucy tuvo un efecto galvanizador y emancipador por su locuacidad y su implacable perseverancia tonal, especialmente para las mujeres y los niños australianos, en una sociedad donde las mujeres hablaban animadas entre sí y eran lacónicas con los hombres, los hombres eran lacónicos entre sí y catatónicos con las mujeres, y los niños eran vistos pero no escuchados. Lucy fue uno de los primeros síntomas de una creciente sensación de que las mujeres que hacían mucho ruido no tenían que limitarse a los rituales del harén, como el té de cada mañana y cada tarde, o a lavar los platos. Por otro lado, la respuesta de mi padre parece, en retrospectiva, igualmente profética y comprensible. La llegada de Lucy y de la televisión estadounidense estuvo entre los primeros avisos explícitos para una audiencia, que si bien de manera vaga aún se imaginaba a sí misma como “británica”, de que ahora Australia estaba (como a fin de cuentas lo estuvo desde 1942) enganchada en la red mediática de una máquina de guerra diferente.
Mi segunda anécdota es consecuencia lógica de lo anterior, pero está ambientada en otro espacio. Diez años más tarde, después de una revolución cultural en toda Australia y otra guerra con los estadounidenses en Asia, presencié una catástrofe televisiva durante una banal Nochebuena. Allí estábamos en Sídney, mirando perezosamente la televisión, cuando el atardecer se hizo añicos por esa frase que toma diferentes formas en diferentes culturas, pero que sigue siendo tal vez la única capaz de recordarle siempre a la gente de todo el mundo que tiene acceso a la televisión lo ordinaria y vulnerable que es la humanidad: “Interrumpimos esta transmisión para dar una noticia de última hora”.
Por lo general, al escuchar esto experimentas una descarga de adrenalina, te congelas, esperas, escuchas lo que ha pasado y después los mecanismos corporales de habituación a la crisis te hacen pensar en lo que habrá de ocurrir. En esta ocasión fue alarmantemente diferente. El locutor, en realidad, solamente balbuceó: “Eh... eh... algo ha pasado en Darwin”. Darwin es la capital del extremo norte de Australia. La mayoría de los australianos no sabe nada sobre ella y vive a miles de kilómetros de distancia. Llegar hasta allá lleva varios días, ya sea por tierra o por mar, y para el bien atrincherado imaginario cultural nacional es la “puerta de entrada” a Asia, y, debido a su lejanía y “vulnerabilidad”, el probable portal de acceso de una invasión. Se trata en general de una pesadilla racista sobre el empuje del “peligro amarillo”, aunque también se fundamenta en una lógica cartográfica. Allende el sur de Australia no hay nada más que pingüinos.
Así que la gente entró en pánico y esperaba ansiosamente más detalles. Pero la catástrofe era “que no había información”. Ahora bien, no se trataba de una catástrofe en la televisión, como la explosión del transbordador espacial Challenger, sino una catástrofe de y para la televisión. No había imágenes ni informes, sólo silencio -el silencio del que hablé en mi primera fábula dejó de percibirse como algo paradisíaco para convertirse en la definición misma de un estado de emergencia total-. El tartamudeo del locutor fue devastador. Había perdido el control de todos los mecanismos que aseguran la credibilidad;8 su evidente angustia nos había expuesto, increíblemente, a algo así como una verdad. Cuando quienes pudimos dormir nos despertamos al día siguiente y nos encontramos con que la vida cotidiana se desarrollaba como de costumbre, nos dimos cuenta de que no podía haberse tratado de la Tercera Guerra Mundial. Pero tuvieron que pasar otras veinticuatro horas para el restablecimiento de las noticias “verdaderas” y asegurarnos de que Darwin simplemente había sido arrasada por un ciclón. Con lo cual entramos en el género televisivo del “desastre natural”, y, salvo para las víctimas, se reanudaba la banalidad. Pero durante los días posteriores una pregunta salió a la superficie. ¿Por qué una ciudad sensible a los ciclones no había sido advertida? Fue un gran ciclón, alguien debería haberlo visto venir.
Circularon dos rumores. El primero fue oral o de leyenda popular. El ciclón tomó por sorpresa a Darwin por tratarse de un experimento ruso de guerra climática que salió mal, o en su versión más amenazante, que había cumplido eficazmente su propósito militar. El otro se filtró entre la prensa sensacionalista escrita. De antemano se conocía de la situación: de hecho, aún después de ocurrido el ciclón se contaba con una torre de radio en funcionamiento y una pista de aterrizaje que pudieron haber enviado noticias inmediatamente. Pero ambas pertenecían a una instalación militar estadounidense, cercana a Darwin, de la que no se tenía noticia. Y al dimensionar la magnitud del desastre que se avecinaba, en algún lugar alguien tomó la decisión de guardar silencio con la esperanza de evitar el descubrimiento. Si esto fue cierto, “ellos” no tenían de qué preocuparse. Que yo sepa, la historia nunca se investigó a fondo. Realmente no nos importaba. De haber habido una instalación así, no tenía interés periodístico. Verdadero o falso, no fue catastrófico. Verdadero o falso, emergió junto con las rutinarias historias conspirativas y la paranoia de la cotidianeidad de la vida urbana. Y, verdadero o falso, fue demasiado banal para ser de interés, en comparación con el recuento de muertes y las historias de interés humano que se tenían de los sobrevivientes del ciclón en Darwin.
Mis anécdotas también son banales en el sentido de que marcan una contradicción televisiva que va más allá de lo familiar, como dilema teórico y como experiencia cotidiana. Se trata de la contradicción, en la cultura popular, entre el placer propio, la fascinación, la emoción y el sentido de la “vida”, inclusive el nacimiento, y las sombras mortales de la guerra, la invasión, la emergencia, la crisis y el terror que perpetuamente acechan las redes. Hasta ahora, salvo que se identifique como una fase de la experiencia colectiva que reaparece una y otra vez, parece que la teoría no tiene nada más que decir con respecto a esta “contradicción”. Así que quiero utilizar estas dos anécdotas para formular una comparación entre la obra tardía de Baudrillard y algunos aspectos de los estudios culturales “británicos” (o anglo-australianos), dos proyectos teóricos que algo han dicho sobre este problema. Comenzaré con Baudrillard porque en su repertorio la “banalidad” es un concepto de trabajo, mientras que para los estudios culturales, aunque actualmente lo citan con mucha frecuencia, no es un término significativo.
En términos de Baudrillard, mis anécdotas marcan un cambio histórico entre una etapa de preocupación por los efectos de la televisión en la vida real, que se asume como diferente a su representación (el momento Lucy), y un periodo en el que la televisión genera lo que es real, al grado de que cualquier interrupción de la señal televisiva se experimenta en la sala como mucho más catastrófica que una catástrofe “real” en cualquier otro lugar. Así que simplemente he definido un cambio entre un régimen de producción y un régimen de simulación. Esto también se correspondería con un cambio entre un ethos más o menos auténtico de la Guerra Fría, donde la presencia militar estadounidense en el país pudiera interpretarse como amistosa u hostil, pero se pensaba que podía haber una opción, y que la elección tenía importancia, y una simple ética de la guerra, en la que los ciclones rusos o los misiles estadounidenses son completamente intercambiables en un imaginario local del terror y la elección entre ambos carece de sentido.
Este análisis podría generarse a partir de la principal hipótesis de Baudrillard en L’échange symbolique et la mort (1976).9 Su trabajo más reciente tendría poco interés en mi historia sobre la voz de Lucy y las disputas domésticas en un pueblo rural de Australia, pero podría ser ligeramente entretenido por la historia de la desaparición de una ciudad durante treinta y seis horas a causa de una interrupción en las comunicaciones. Por mucho que yo afirmara que para quienes la vivieron la experiencia de la catástrofe fue real, aunque mediada, Baudrillard diría que tan sólo fue el último destello de la verdadera realidad. Con la ulterior instalación de un régimen de vigilancia global a través de la satelización del mundo, la desaparición de Darwin no podría ocurrir de nuevo.
Es así como Baudrillard derrumbaría la “contradicción” que me interesa sostener, haciendo que cada término polar de mis historias (lo cotidiano y lo catastrófico, lo estimulante y lo aterrador, lo emancipador y lo terrorista) invadiera y contaminara el uno al otro en un proceso de exacerbación mutua. Se trata de un modelo viral, más que atómico, de la crisis en la vida cotidiana. Si para Andreas Huyssen el modernismo, como cultura rival, constituye por cuenta propia una “ansiedad de contaminación” por parte de su Otro (la cultura de masas),10 el texto baudrillardiano sobre (o de) la cultura de masas está caracterizado por la intensificación perpetua de la contaminación de cualquiera de los dos términos por su contrario.
Así que como todos los pares de términos en la obra de Baudrillard, los valores de “banalidad” y “fatalidad” se persiguen mutuamente a través de sus páginas, siguiendo la regla de reversibilidad diádica. Cualquier término se puede intensificar de manera hiperbólica hasta convertirse en su contrario. Por ejemplo, la superbanalidad deviene en algo fatal y la superfatalidad resultaría banal. Es algo muy simple, pero cuando se hace bien resulta en un vertiginoso juego lógico-semántico que hace que los libros de Baudrillard sean muy fáciles de entender, aunque dificulta la definición de cualquiera de los términos. En este caso, una complicación es que los términos “banalidad” y “fatalidad” se persiguen el uno al otro a lo largo de dos de sus libros, De la séduction (1979)11 y Les stratégies fatales (1983).12
Una manera de dilucidar dicho sistema consiste en imaginar una distinción entre dos conjuntos de términos, por ejemplo “encanto fatal” y “seducción banal”. El encanto fatal puede ser seductor en el viejo sentido de una fuerza irresistible, ejercida por alguien que no desea más que jugar el juego con el fin de capturar e inmolar el deseo del otro. Eso es lo que resulta fatal. En cambio, la seducción banal implica el deseo, quizás el deseo por derrocar un objeto inflexible. De ahí la fatalidad. La siguiente jugada de Baudrillard consiste en afirmar que ambas estrategias están arruinadas. Hoy en día la única fuerza irresistible es la del objeto en movimiento, ya que huye de y evade al sujeto. Esta es la “fuerza” del objeto-sexual, de las masas de zombis silenciosos y de la feminidad (no por necesidad indiferente para las mujeres reales, en el caso de Baudrillard, pero independiente de ellas, sin lugar a dudas, para las feministas).
Me parece que esta estructura es, o una parodia “fatal”, o una “seducción” de los términos de la epistemología althusseriana y su teoría del objeto en movimiento. En Les stratégies fatales, la parodia se reescribe en términos de una teoría de la catástrofe general. La especie humana ha superado el punto muerto de la historia. Vivimos el éxtasis de la catástrofe permanente, que se desacelera a medida que se hace más y más intensa (une catastrophe au ralenti, slowmotion, o una catastrófica ralentización del movimiento), hasta que el increíble ajetreo del evento tiende a la tranquilidad de la inercia absoluta, y entonces comenzamos a vivir una catástrofe cotidiana como un punto muerto interminable o un marco de congelación infinita.
Este es el tipo de escenario general que la lógica de la contaminación mutua produce en la obra de Baudrillard. Sin embargo, un examen de los incidentes “banales” y “fatales” de sus dos libros sugiere que la “banalidad” se asocia, de manera bastante clara y convencional, con los aspectos negativos de los medios de comunicación: la sobrerrepresentación, la visibilidad excesiva, la sobrecarga de información, la obscena plenitud de las imágenes o la trivialidad que lo penetra todo en el presente.
Por otro lado, y aunque en su sistema no existe estrictamente ni el pasado ni el futuro, Baudrillard utiliza la “fatalidad” como un término nostálgico y visionario a la vez, cuando invoca un clásico valor crítico, la discriminación (redefinida como un absurdo, pero aún gobernada por el principio de la selectividad). En el texto, la “fatalidad” resulta nostálgica en el sentido de que invoca para el presente un ideal “aristocrático” que mantiene un orden declaradamente elitista, arbitrario y artificial. Es visionaria porque Baudrillard sugiere que en una era de sobrecarga, de banalidad rampante y catástrofe (que se han convertido en esta etapa en equivalentes una de la otra), la última posición pascaliana podría ser apostar por la reaparición, en el presente, de lo que solamente puede ser un simulacro del pasado. Cuando el encanto fatal logra simular seducir a la seducción banal, se tiene una estrategia fatal. El mito que da vida a este retorno consiste en ser, en oposición a las filosofías críticas de la “diferencia” (que ahora se han vuelto idénticas), el mito de Fatum, es decir, el Destino.
Por lo tanto, una lectura posible es que la teoría de Baudrillard simplemente pide un orden estético (la fatalidad) para hacer frente a la anarquía cultural de las masas (la banalidad). Lo que hace a su solicitud más atractiva que la mayoría de las demás diatribas acerca de la decadencia de las normas es que puede ser interpretada en el sentido opuesto. El “orden” que se pide es radicalmente decadente, superbanal. Sin embargo, hay un punto en el que el juego no da para más.
En una de las anécdotas de Baudrillard (una enunciativa mise en abyme de su teoría), ambientada vagamente en el contexto cortesano de una novela epistolar francesa de mediados del siglo XVIII, un hombre trata de seducir a una mujer. Ella le pregunta: “¿Qué parte de mí encuentras más seductora?” Él responde: “Tus ojos”. Al día siguiente, él recibe un sobre. En el interior, en lugar de la carta, se encuentra con un ojo ensangrentado. En el análisis de su propia fábula, Baudrillard señala que la mujer ha ocupado el lugar de su seductor mediante la obviedad y la literalidad de su gesto.
El hombre es el seductor banal. Ella, la seductora fatal, le tiende una trampa con su pregunta mientras él se disponía a engañarla. En la lógica trivial del cortejo, él sólo puede responder “tus ojos”, en lugar de nombrar algún órgano más vital que ella no habría sido capaz de enviarle, partiendo de que los ojos son la ventana del alma. Baudrillard concluye que la literalidad de la mujer es fatal ante la figuración banal del hombre: ella pierde un ojo, pero él pierde la cara. Él jamás podrá volver a “echar un ojo” en otra mujer sin pensar, literalmente, en el ojo sangriento que sustituyó a la carta. Así que la resolución final del juego entre la banalidad y la fatalidad de Baudrillard es la siguiente: una teoría banal asume, al igual que el seductor trivial, que el sujeto es más poderoso que el objeto. Una teoría fatal sabe, como la mujer, que el objeto es siempre peor que el sujeto (“je ne suis pas belle, je suis pire...”).
No obstante, al hacer el juego de palabras “ella pierde un ojo, pero él pierde la cara”, en realidad Baudrillard vuelve a ocupar enunciativamente el lugar del control del significado, al desliteralizar el gesto de la mujer y devolverlo a la figuración. Solamente el juego de palabras, mediante el escurrimiento de la “sangre” de los ojos, hace que la historia funcione como una fábula de la seducción. Sin él, estaríamos leyendo simplemente una historia de terror (o un cuento moral feminista). Por lo tanto, se deduce que la figuración de Baudrillard es, de hecho, “fatal” para la literalidad de la mujer y para una lectura feminista de su historia en que presumiblemente podría derivar. De cualquier forma, el privilegio de “entender” la importancia del gesto fatal-banal de la mujer se restituye firmemente al metalenguaje y al sujeto de la exégesis.
Los estudios culturales recientes ofrecen algo completamente distinto. No se habla de la restauración de la discriminación sino de alentar la democracia cultural. Respetar la diferencia y ver la cultura de masas no como una inmensa máquina de la banalidad, sino como materia prima disponible para una diversidad de prácticas populares.
Al referirme a los estudios culturales, estoy tratando una amplia gama de textos y argumentos muy diferentes como si fueran una sola entidad. Esto siempre será impreciso, controversialmente “unificador”, injusto para cualquier elemento individual. Pero, eventualmente, al leer distraídamente las revistas de los últimos dos años como New Socialist o Marxism Today, al hojear libros sobre estudios culturales o al explorar el altero de libros de teoría-pop en la librería, me da la sensación de que en algún lugar de la bóveda de algún editor inglés existe un disco maestro del que se están haciendo miles de versiones del mismo artículo sobre el placer, la resistencia y la política del consumo, con títulos diferentes y mínimas variaciones. Estadounidenses y australianos también estarían reciclando este artículo elemental de teoría pop, quizá con una fluctuación mayor que la de la teoría inglesa, que al menos nominalmente todavía se deriva de un populismo de izquierda que desde la catástrofe del thatcherismo intenta salvaguardar cierta sensatez. Una vez arrancados de ese contexto y reciclados en culturas políticas muy diferentes, como las mercancías que siempre fueron, el vestigio de fuerza crítica del populismo tiende a desaparecer o deformarse.
Este imaginario artículo de teoría pop podría corresponderse con mis anécdotas televisivas, al poner entre paréntesis los distintos elementos sobre la guerra y la muerte como un signo de la paranoia hacia la cultura popular, señalando que se trata de un error confundir las condiciones de producción con los efectos posteriores de las imágenes, y mencionando que con la televisión siempre se puede ser “ambivalente”. En el caso de la historia de Lucy, indudablemente se resaltaría el placer subversivo de las espectadoras (mi padre quizá podría representar un paternalismo racional ilustrado que intenta volverlo todo coherente en un modelo de la totalidad social). En el caso de la historia de Darwin, se insistiría en la creatividad del consumidor/espectador, y durante la catástrofe tal vez nos distraeríamos cambiando de un canal a otro, en lugar de conectarnos de forma pasiva a la pantalla, para luego resistir a la máquina de guerra con nuestras leyendas y lecturas locales. El artículo reafirmaría entonces, usando como ejemplo una mezcla de diferentes materiales, las hipótesis autorizadas de los estudios culturales contemporáneos.
Ahora, con el fin de alejarme de la dependencia de los malos objetos imaginarios, voy a referirme a un artículo verdaderamente excelente, el texto de Mica Nava “Consumerism and Its Contradictions”, que ofrece un resumen de estas hipótesis. Entre las hipótesis autorizadas, porque tienen que estarlo, destacan: los consumidores no son “idiotas culturales”, sino usuarios críticamente activos de la cultura de masas; las prácticas de consumo no se pueden derivar de la producción o reducirse a su mero reflejo; la práctica de los consumidores va mucho más allá de la simple actividad económica: también se trata de sueños y consuelo, comunicación y enfrentamiento, imagen e identidad. Al igual que la sexualidad, consiste en una multiplicidad de discursos fragmentados y contradictorios”.13
No me preocupa impugnar estas hipótesis. Por el momento voy a aceptarlas. Lo que me interesa es, primeramente, la auténtica proliferación de nuevos planteamientos del problema y, en segundo lugar, la aparición en algunos de ellos de una definición restrictiva del sujeto cognoscente ideal de los estudios culturales.
El relato histórico de John Fiske en “British Cultural Studies and Television” produce uno de estos ejemplos de replanteamiento y restricción. El terreno social con el que inicia su ensayo está habitado por una adaptación del formidablemente complejo sujeto ideológico althusseriano y una síntesis sobre Gramsci y la hegemonía. Su combinación produce una idea de subjetividad como un campo dinámico, en el que en todo momento son posibles todo tipo de permutaciones durante un interminable proceso de producción, impugnación y reproducción de las identidades sociales. Pero al final del artículo el campo se ha simplificado: están “las clases dominantes” (ejerciendo la fuerza hegemónica) y “el pueblo” (elaborando sus propios significados y construyendo una cultura propia “dentro, y, a veces en contra de” la cultura que se les proporciona) (Fiske, 286).
Para Fiske, los estudios culturales tienen como objetivo comprender y fomentar la democracia cultural. Una forma de entender el demos es la “etnografía”, el hallazgo de lo que las personas dicen y piensan acerca de su cultura. Pero los métodos citados son técnicas de la vox populi comunes en el periodismo y en la sociología empírica: entrevistas, recolección de antecedentes, análisis de las declaraciones hechas espontáneamente por, o solicitadas a, los informantes. Así que la elección del término “etnografía” para identificar estas prácticas hace hincapié en una posible brecha “étnica” entre el estudioso de la cultura y la cultura estudiada. El “comprensivo” y “alentador” sujeto puede compartir algunos aspectos de esa cultura, pero durante el interrogatorio y el proceso de análisis se encuentra momentáneamente fuera de ella. “El pueblo” es una voz, o la suposición de una voz, citada en un discurso de exégesis. Por ejemplo, Fiske cita a “Lucy”, una fan de Madonna de catorce años de edad (“ella es provocativa y seductora... pero se ve bien cuando lo hace, ya sabes lo que quiero decir...”), y después procede a traducir y diagnosticar lo que quiere decir: “Los problemas de Lucy probablemente se derivan de su reconocimiento de que el matrimonio es una institución patriarcal y, como tal, se ve amenazada por la sexualidad de Madonna” (273).
Si lo anterior deriva nuevamente en un proceso de incorporación en el metadiscurso de un esbozo de expresión femenina sin rodeos, también constituye un enfoque perfectamente honesto a tomar en cuenta por cualquier analista académico de la cultura. Es diferente de un discurso que apela simplemente a la “experiencia” para validar y universalizar sus propias conclusiones. Sin embargo, dicha honestidad también debe exigir un análisis de la posición institucional y “disciplinaria” del analista, y quizá también algún tipo de reconocimiento del doble juego de la transferencia: Lucy le cuenta al analista sobre su placer por Madonna pero ¿a él qué placer le produce esta confesión? Este tipo de reconocimiento rara vez se hace en las polémicas populistas. Primero vendrán las voces populares (los informantes), después su traducción y comentario, y finalmente un juego de identificación entre el sujeto que conoce de los estudios culturales y un sujeto colectivo, “el pueblo”.
Sin embargo, en el texto de Fiske “el pueblo” no tiene necesariamente características decisivas, excepto una capacidad indomable para “negociar” las lecturas, generar nuevas interpretaciones y rehacer los materiales de la cultura. Esta es también, desde luego, la función en sí de los estudios culturales (y en la versión de Fiske, el estudio incluye un “análisis semiótico del texto” para explorar cómo se producen los significados) (Fiske, 272). Así que contra la fuerza hegemónica de las clases dominantes, “el pueblo” representa de hecho las energías más creativas y funcionales de lectura crítica. Al final, no será simplemente un conjunto de informantes nativos o el objeto de estudio de los profesionales de los estudios culturales. Al pueblo también se le delega textualmente el emblema alegórico de la propia actividad del crítico. Su ethnos se puede construir como el otro, pero se utiliza como la máscara del etnógrafo.
Una vez que “el pueblo” es tanto una fuente de autoridad para el texto, como la figura de su propia actividad crítica, la empresa populista no solamente resulta circular, sino (como la mayoría de la sociología empírica) narcisista en su estructura. Teorizar sobre los problemas derivados es una manera -en mi opinión, una manera importante- de romper el circuito de la repetición. Implicaría proyectar una vez más una representación más equívoca o disuasiva del Otro (con más frecuencia que los ecos o explosiones del pasado feministas o marxistas) para requerir y autorizar más repetición.
El capítulo de apertura del libro Popular Culture de Iain Chambers ofrece un ejemplo de lo anterior, así como una definición de lo que se considera como conocimiento “popular”, que es considerablemente más restrictiva que la de John Fiske. Chambers argumenta que al estudiar la cultura popular no debemos sujetarnos a los signos y los textos individuales de la “mirada contemplativa de la cultura oficial”, pues, por el contrario, lo que caracteriza realmente al sujeto de la “epistemología popular” es una práctica de la “recepción distraída”. Para Chambers, esta distracción tiene consecuencias para la práctica de la escritura. Por ejemplo, la escritura puede imitar a la cultura popular (la vida) al “escribir a través de citas” y rehusarse a “explicar... plenamente las referencias”. Explicar sería una vez más la imposición de la mirada contemplativa y la adopción de la autoridad de la “mente académica”.14
Los argumentos de Chambers surgen de una interpretación de la historia de las prácticas subculturales, especialmente en la música. En otro lugar he argumentado mi desacuerdo con su intento de utilización de esa historia para hacer generalizaciones sobre la cultura popular en el presente.15 En este sentido, quiero sugerir que una imagen del sujeto de la epistemología pop como casual y “distraído” implica indirectamente un resurgimiento de la figura que Andreas Huyssen, Tania Modleski y Patrice Petro han descrito en diversos contextos como “la cultura de masas como mujer”.16 En particular, Petro advierte además que la oposición contemplación/distracción estaría históricamente implicada en la construcción de la “mujer espectadora”, como lugar y objetivo de una teorización de la modernidad de los intelectuales masculinos de Weimar.17
Actualmente existen muchas versiones de un modelo de “distracción” disponibles en los estudios culturales. Hay amas de casa cambiando de un canal de televisión a otro u hojeando las revistas en las lavanderías, así como intelectuales pop jugando con citas textuales. En el texto de Chambers, que apenas se ocupa de las mujeres, la distracción no se presenta como una característica femenina. Sin embargo, el reciclaje actual de la distracción de Weimar tiene no obstante los “contornos” de un estereotipo femenino familiar-distraído, despreocupado, vago y frívolo, pasando de una imagen a otra, para seguir la frase de Petro. El torrente de asociaciones recurre irresistiblemente a una representación de la cultura de masas no como una mujer, sino, más específicamente, como una barbie.
En los textos, Petro analiza la “contemplación” (o, en el caso del cine, la distracción) asumida como prerrogativa de los públicos intelectuales masculinos. En la epistemología pop, los procedimientos de proyección e identificación que Elaine Showalter describe en “Critical Cross-Dressing”18 generan una complicación. El sujeto cognoscente de la epistemología popular ya no contempla la “cultura de masas” como una barbie, sino que supuestamente adopta las características culturales de las masas en la escritura de su propio texto. Puesto que el objeto de la proyección y la identificación en la teoría post-subcultural tiende a ser la música negra y el “estilo”, en lugar de lo europeo (y literario) femenino, nos encontramos frente a un héroe actancial del conocimiento que emerge bajo la forma del teórico blanco como una barbie.
Sin embargo, creo que en este caso el problema con la noción de la epistemología popular no es que represente en realidad un vestigio antifeminista dentro del concepto de la distracción. El problema es que en la escritura de corte antiacadémico sobre la teoría pop (que circula en su mayoría como libros de texto con sus respectivos exámenes y ensayos al final de cada capítulo, como en el libro de Chambers), la representación estilística de lo “popular” como un escaneo fundamentalmente distraído y superficial, con poca capacidad de atención, conlleva el rescate, a nivel de la práctica enunciativa, de la hipótesis de la “idiotez cultural”, cuya crítica -que se remonta a los primeros trabajos de Stuart Hall, sin dejar de mencionar a Raymond Williams- constituye el inicio auténtico y efectivo del proyecto de los estudios culturales.
Se podría afirmar que esta interpretación sólo es posible si seguimos aceptando que las tradiciones académicas de la “contemplación” realmente definen la inteligencia y que, por lo tanto, ser “distraído” sólo puede significar ser idiota. Mi respuesta sería que mientras consintamos en volver a plantear las alternativas en esos términos, seguiremos reciclando precisamente dicha presuposición. No importa cuál de los términos validemos, las oposiciones entre contemplación/distracción y académico/popular sólo pueden servir para limitar y distorsionar las posibilidades de la práctica popular. Por otra parte, creo que este retorno al postulado del idiotismo cultural en la práctica de la escritura puede ser una razón por la cual la teoría popular está produciendo una y otra vez el mismo artículo. Si este idiotismo se está aplicando (y valorando) enunciativamente en el discurso que intenta replicarlo, entonces el argumento, de hecho, no puede ir más allá de la recuperación de su punto de partida como “banalidad” en el sentido negativo (una palabra que los teóricos de lo popular no utilizan normalmente).
La hipótesis de los estudios culturales, tal y como Fiske y Chambers la exponen, resulta peligrosamente cercana a este tipo de formulación: en las sociedades modernas mediatizadas, las personas son complicadas y contradictorias y los textos culturales de masas son complicados y contradictorios, por lo tanto, las personas que los utilizan producen una cultura complicada y contradictoria. Agregar que dicha cultura popular tiene elementos críticos y resistentes es tautológico -a menos que nuestro concepto de cultura (o el del Otro, que habría que nombrar y explicitar) sea tan rudimentario que excluya la crítica y la resistencia de la práctica de la vida cotidiana-.
Tomando en cuenta los diferentes valores atribuidos a la cultura de masas en la obra de Baudrillard y en la teoría popular, es tentador hacer un contraste distraído entre ellos en términos de elitismo y populismo. Sin embargo, no son simétricamente opuestos.
En cierto sentido, los estudios culturales plantean un sujeto “popular” que “supuestamente sabe”, al cual la teoría populista afirma entender (Fiske) o imitar (Chambers). El elitismo de Baudrillard, sin embargo, no es un elitismo de un sujeto conocedor de la teoría, sino un elitismo del objeto -que siempre será vigorosamente evasivo-. He aquí un indicio de la “distracción”, un eco de la problemática de la mujer y la literalidad de la cultura de masas como una barbie, que ameritaría una consideración más profunda. Un último giro es que para Baudrillard la peor (es decir, la más eficaz) forma de elitismo del objeto podría denominarse, precisamente, “teoría”. La teoría se entiende como una fuerza objetivada y objetivadora (nunca “objetiva”), estratégicamente involucrada en un proceso de mercantilización aún más intenso. Al igual que la “distracción”, la teoría se distingue por la rapidez de la trayectoria más que por la concentración de su búsqueda.
Sin embargo, resulta notable, considerando sus diferencias y el modo particular mediante el cual cada uno aborda la crisis social, que ninguno de los proyectos que he analizado deja mucho lugar para un sujeto inequívocamente incómodo, ambivalentemente inconforme o descontento, o momentáneamente agresivo. Pero no se trata únicamente de negligencia. En ambos opera un proceso activo de desacreditación -mediante la destitución directa (Baudrillard), o por inscripción simulada como lo Otro (estudios culturales)- de las voces de las malhumoradas feministas y los locuaces izquierdistas (la “Escuela de Frankfurt” podría funcionar indistintamente). A mi entender, esta desacreditación es una de las funciones políticas inmediatas del actual auge de los estudios culturales (a diferencia de la intencionalidad de los proyectos inscritos en este campo). Desacreditar una voz es algo muy diferente a reemplazar un análisis que se ha vuelto obsoleto, o a la revisión de una estrategia que ya no cumple con su cometido. Consiste en la caracterización de una posición imaginaria desde donde podrá descartarse todo lo que se diga tan pronto como se escuche.
La hostilidad de Baudrillard hacia los discursos del radicalismo político resulta perfectamente clara y brillantemente representada. Resultaría un poquito agresivo acusar a los estudios culturales de jugar el mismo juego. Los estudios culturales son un discurso humano y optimista, que trata de derivar sus valores a partir de los materiales y las condiciones efectivamente disponibles para las personas. Por otro lado, podría derivar en un discurso apologético del tipo “sí, pero...” -que a menudo deriva del reconocimiento de las opresiones raciales, sexuales y de clase, en el ánimo de encontrar la inevitable gracia salvadora-, cuando debiera exigirse que sus presupuestos teóricos hicieran simultánea, e incluso dialécticamente, ambas cosas. Y en la práctica, el “pero...” -es decir, la retórica argumentativa- va dirigido la mayoría de las veces no hacia la fuerza hegemónica de las “clases dominantes”, sino hacia otras teorías críticas (el feminismo ordinario, la Escuela de Frankfurt) inscritas confusamente como parte de la cultura popular.19
Ambos discursos comparten una tendencia hacia el reduccionismo teórico y político. Para facilitarme las cosas, diré que mientras las estrategias fatales de Baudrillard nos arrastran hacia su famoso Black Hole -un escenario tan nefasto y obsesivo, para cuyas estrategias enunciativas maniáticamente hipercoherentes una mujer tiene que arrancarse el ojo para hacerse escuchar, en lugar de hablar simple y sencillamente-, el estilo vox populi de los estudios culturales nos ofrece el mundo aséptico del anuncio de desodorante donde siempre hay una forma de redención. Es algo entristecedor porque los estudios culturales surgieron de un esfuerzo auténtico para dar voz a las más crudas experiencias de clase, raza y género.
Incluso, la desazón que experimentamos quienes inscribimos nuestro trabajo en el debate contemporáneo podría llegar a ser totalmente incapacitante. Si por un lado sentimos incomodidad hacia la teoría fatalista o, por el otro, ante la jovialidad de “hacer las cosas lo mejor posible”, entonces una pobre solución sería consentir el confinamiento en una (y la misma) posición arisca de reprochar a ambas.
En The Practice of Everyday Life, Michel de Certeau plantea un enfoque más positivo hacia las políticas de teorización de la cultura popular, así como a los problemas concretos que ya he analizado.20 Uno de los placeres que me produce este texto es la sorprendente gama de estados de ánimo que se admite -si se considera la “vida cotidiana” como tema- para un campo de estudio que parecía estar ocupado exclusivamente o por los entusiastas o por los agoreros del desastre. Así que, partiendo de lo anterior -con un ánimo mucho más contemplativo que distraído- tomaré a préstamo un par de citas que alteren las mordaces oposiciones que he creado, antes de analizar su trabajo más detalladamente.
De hecho, la primera de ellas es del texto La Démarche Poétique de Jacques Sojcher. De Certeau lo cita luego de apostar por un doble proceso de desplazamiento del “engorroso dispositivo” de las teorías del lenguaje ordinario para el análisis de las prácticas cotidianas, y por un afán que restablezca la legitimidad lógica y cultural de dichas prácticas. De Certeau utiliza la cita de Sojcher para insistir en que, en este tipo de investigación, las prácticas cotidianas “exacerban y alteran nuestros razonamientos de forma alterna. Sus lamentos son los del poeta y, al igual que él, forcejean contra el olvido”. Así, entonces, utilizaré esta cita como una respuesta ante la espeluznante e implacable coherencia de las estrategias fatales de Baudrillard. Dice Sojcher:
La segunda cita proviene de un análisis sobre “Freud y el hombre ordinario”, y los complejos problemas que surgen cuando “la escritura elitista utiliza al hablante ‘ordinario’ [yo añadiría ‘femenino’] como un disfraz del metalenguaje en sí mismo”. Para De Certeau, el reconocimiento de que en el discurso analítico lo “ordinario” y lo “popular” pueden actuar como una máscara no implica la imposibilidad del estudio de la cultura popular, excepto como una recuperación. En lugar de ello, demanda que mostremos el modo por el cual lo ordinario permea las técnicas analíticas, lo cual exige un desplazamiento en la práctica institucional del conocimiento:
De esta forma insinúa que lo ordinario “podría reorganizar el lugar desde el que se produce el discurso”. Creo que esto incluye tener mucha precaución con nuestras estrategias enunciativas y “anecdóticas” -mucha más que la que han tenido los estudios culturales en su imitación de la voz popular- y en la relación que guardan con los espacios institucionales que ocupamos mientras hablamos.
En espíritu, el trabajo de De Certeau está mucho más en sintonía con el impulso bricoleur de los estudios culturales que con el pensamiento apocalíptico. El título de su libro bien podría resumirse en la frase “La gente tiende a hacerlo con lo que tiene a la mano” (18). En francés lleva el subtítulo de Arts de faire: el arte de la fabricación, el arte de la creación, el arte del hacer. Sin embargo, su proyecto no consiste en una teoría de la cultura popular, sino en “una ciencia de la singularidad”, una ciencia que relacione y vincule “las actividades cotidianas con sus circunstancias particulares”. Por lo tanto, el estudio del modo en que las personas utilizan los medios de comunicación, por poner un ejemplo, no se define en oposición al análisis de la “alta cultura” de la “élite”, sino en conexión con el estudio general de las actividades -cocinar, caminar, leer, platicar, ir de compras-. Una operación básica de esta “ciencia” es el desplazamiento incesante entre los que De Certeau llama espacios “polemológicos” y “utópicos” del hacer (15-18): un desplazamiento que implica, como lo sugieren mis citas, tanto una poética como una política de la práctica.21 La presuposición básica de un espacio polemológico se resume en una cita de un sindicalista magrebí en Billancourt: “Siempre nos joden”. Esta frase pareciera inadmisible en los estudios culturales contemporáneos en tanto define un espacio de lucha y falsedad (“el fuerte siempre gana y las palabras siempre engañan”). Para los campesinos de la región de Pernambuco de Brasil, en el principal ejemplo de De Certeau, es un espacio socioeconómico de innumerables conflictos en el que los ricos y la policía obtienen la victoria continuamente. Pero al mismo tiempo, y en el mismo lugar, se reproduce un espacio utópico a través de las milagrosas leyendas populares cuya circulación se intensifica a la par que la represión social se vuelve, en apariencia, más absoluta y exitosa. De Certeau hace mención de la historia de Frei Damiao, el carismático héroe de la región.
Citaré, como una parábola de los dos tipos de espacio, una anécdota televisiva sobre el escándalo del pastel de cumpleaños de Sídney. En 1988, los gobiernos australianos gastaron enormes sumas de dinero en las celebraciones del bicentenario. Pero en realidad se trataba del aniversario de la fundación de la ciudad como colonia penitenciaria. Para 1988, “Australia” estaría cumpliendo de hecho tan sólo ochenta y siete años de edad, por lo que el evento se interpretó ampliamente como un costoso esfuerzo de simulación, y no como la celebración de una historia nacional unificada. Lo que se promovía como nuestra fábula de origen no era la confederación de las colonias y los inicios de la independencia (1901), sino la invasión de la Australia aborigen por parte del sistema penal británico, y la catástrofe que significó para esta población.
Un benevolente magnate de la industria inmobiliaria de Sídney propuso la elaboración de un gigantesco pastel de cumpleaños, para hacer notar que estábamos de fiesta, encima del túnel de una autopista de la zona de la ciudad más conocida por su desolación y escoria social. El proyecto se dio a conocer durante un programa televisivo de espectáculos, y hubo todo un alboroto, y no sólo de los exponentes del buen gusto frente al kitsch. La gente saturó las líneas telefónicas para señalar que la colocación de un pastel gigante cerca de una zona característica de los drogadictos, los pendencieros, las personas sin hogar, y la prostitución de niños y adultos, evocaría una voz muy diferente a la del primer director de la prisión, que a finales del siglo XVIII exclamaba: “Aquí estamos en Botany Bay”. Habría de ser en todo caso una María Antonieta diciendo: “¡Que coman pastel!” No había nada de casual o distraído en aquella observación hecha por la vox populi.
El magnate propuso entonces un concurso abierto al público, de nuevo a través de la televisión, para encontrar un diseño alternativo. Hubo montones de propuestas: algunos queríamos construir la máquina de escribir del cuento de Kafka “In the Penal Colony”. Otros propusieron un equidna,22 una torre de agua, una aguja hipodérmica o un condón gigante. La mejor fue un tendedero giratorio de ropa, la principal contribución de Australia a la tecnología del siglo XX, y por lo tanto una especie de símbolo del declive actual de nuestra economía. Pero, al final, el veredicto general fue que deberíamos conformarnos con el pastel. Como dijo una persona en un segmento de opinión ciudadana: “Al menos con el pastel, la verdad sobre la fiesta quedará a la vista de todo el mundo”. Así que, de haberse realizado, el pastel habría sido, después de toda esta narrativa polemológica, un locuaz monumento popular utópico.
Al final ningún monumento se materializó y la historia se fue disipando. Sin embargo, reapareció en una forma diferente cuando una extravagante fiesta de cumpleaños fue celebrada el 26 de enero de 1988. Durante un glorioso día de verano, dos millones y medio de personas se reunieron en apenas unos cuantos kilómetros cuadrados de la zona portuaria para ver los barcos, chapotear, comer, beber y dejarse arrullar por el sol durante los discursos. Simultáneamente, se llevaba a cabo la mayor concentración de la comunidad aborigen, desde la fecha de la invasión, para protestar por los acontecimientos. La fiesta terminó con una fabulosa exhibición de fuegos artificiales, acompañada por una coreografía musical cuyo recorrido “histórico” progresivo abarcaba desde el siglo XVIII hasta la actualidad. El punto culminante fue “Power and Passion”, una famosa canción de Midnight Oil (la polemológica banda de rock australiano por excelencia), un tema absolutamente mordaz sobre el chauvinismo público y “popular” de la Australia blanca de las ciudades. Solamente quienes observaron el festejo por televisión fueron capaces de escuchar y admirar los fuegos artificiales que bailaban al ritmo de la canción. Al día siguiente, un eslogan apareció en las calles, en las paredes de la ciudad y en los cartones de la prensa: “¡Que coman fuegos artificiales!”
Para De Certeau, un análisis polemológico implica “la relación entre los procedimientos y los campos de fuerza en donde actúan” (xvii). Realiza un mapeo del territorio y las estrategias de lo que vagamente llama “los poderes establecidos” (en oposición no a la “carencia de poder”, sino a lo no establecido, a los poderes y posibilidades que no poseen un lugar estable y singular para sí mismos). Este análisis significa el acompañamiento de las tácticas e historias utópicas, y no su alternativa u oposición. Los espacios polemológicos y utópicos son distintos, pero están “uno al lado del otro”, en proximidad y no en contradicción.
Estos términos ameritan una explicación más amplia debido a que no se trata de la simple oposición entre mayor y menor, fuerte y débil, ni del reconocimiento romántico de esto último. Una estrategia consiste en “el cálculo de las relaciones de fuerza que se vuelven posibles cuando un sujeto con voluntad y poder (un propietario, una empresa, una ciudad, una institución científica) puede quedar aislado de su ‘entorno’” (xix). La estrategia presupone un lugar propio, circunscrito en su propiedad, y que por ende afirma la existencia de una zona exterior, un “afuera” con un otro excluido (así como las tecnologías para manejar esta relación). Sin embargo, las tácticas son las formas situadas de utilización de lo que se tiene a la mano -materiales, oportunidades, tiempo y espacio para la acción- al servicio de la estrategia del Otro, que actúa desde “su” lugar. Dependen más del arte de la elección y aprovechamiento del momento oportuno, más que de la habilidad para colonizar el espacio.23 Este “lugar del Otro” se utiliza como una especie de insinuación, como en las consignas callejeras de mi ejemplo, desde luego, pero aún con mayor exactitud como en la misteriosa aparición de “Power and passion” durante la festiva coreografía oficial.
El “milagro” ocasionado por la aparición de esta herética canción no deriva necesariamente, como en el caso del grafiti, de un acto deliberado de desenmascaramiento, aunque sería agradable pensar que así sucedió. Mientras que en Australia la imagen pública de Midnight Oil es inequívocamente política, es posible que, para los organizadores de la ceremonia, la referencia haya sido más al estilo del “Born in the USA” de Ronald Reagan: un manejo del detalle significativamente distraído, pero útil y en absoluto desafortunado, para movilizar algunas de las partes del mito reverberante del porqué Sídney se siente como un lugar. Pero la intención poco importa: el destello de hilaridad y aliento que la canción dio a la otrora mortificada audiencia por el festival de la invasión sería, en los términos de De Certeau, un producto de su manejo “táctico” del espectáculo, una insinuación auténtica de significado controvertido durante la programación más placentera.
Es en este sentido de la práctica popular como una apropiación pasajera, que distrae deliberadamente la racionalidad de un poder establecido, que las teorías de De Certeau asocian la “lectura” de consumo con la cultura oral y la sobrevivencia de los talentos de los pueblos colonizados: como bailarines, viajeros, cazadores furtivos o inquilinos de corto plazo, o bien como “voces” en los textos escritos que “están en constante movimiento… deslizándose sigilosamente a través del espacio del otro” (131). Este movimiento crea un espacio polemológico mediante un “análisis de los hechos” cuya validez no depende de un régimen del lugar, sino de la experiencia de otros sitios y del tiempo invertido en el territorio de otro. En este sentido, el análisis polemológico no se conforma con la autenticidad de los “hechos”. Aunque posiblemente sea un hecho que “siempre nos joden”, no significa que sea una ley. Los espacios utópicos niegan la inalterabilidad y la autoridad de los hechos y, conjuntamente, ambos espacios rechazan la fatalidad de un orden establecido (el fatum, “lo que ha sido dicho”, el veredicto del destino).
Esta definición general de la cultura popular como una forma de proceder -más que como un conjunto de contenidos, una categoría de la mercadotecnia, un reflejo de la posición social, o incluso como un “territorio” en disputa- se encuentra simultáneamente, en mi opinión, en sintonía con las últimas temáticas de los estudios culturales y, por ende, es modulada por algunos de sus problemas.
Al igual que la mayoría de las teorías contemporáneas de la cultura popular, no maneja las culturas “folclóricas”, “primitivas” o “indígenas” como un origen perdido o un modelo ideal a tomar en consideración respecto de la experiencia cultural “de masas”. Y a diferencia de aquellas teorías, no deja de pensar en los vínculos entre ellas. Las estructuras globales de poder y las fuerzas de ocupación (que racionalizan el tiempo e instituyen el lugar) no quedan fuera del campo analítico. Por el contrario, el imperialismo y sus conocimientos -la etnología, los diarios de viaje, las “comunicaciones”- establecen un campo en el cual el análisis de la cultura popular se convierte en una táctica de actuación.
De Certeau comparte con muchos otros un gusto por “la lectura” como la metáfora privilegiada del modus operandi. Sin embargo, la lectura que está teorizando no representa la libertad “literaria”, el dominio subjetivo, el control interpretativo o un capricho. Leer significa “vagabundear a través de un sistema impuesto” (169) -un texto, la calle de una ciudad, un supermercado, una festividad oficial-. No es una actividad pasiva, pero tampoco será independiente del sistema. Ni reivindica la primacía de algún modelo bíblico que permita la interpretación de la cultura popular. Leer no es escribir y reescribir, sino viajar. Toma prestado sin establecer un “lugar” propio. En tanto actividad escolarizada, acontece en el punto donde “se cruzan la estratificación social (las relaciones de clase) y las operaciones poéticas (la elaboración del texto)”. Por lo tanto, su propia autonomía dependerá de una transformación de las relaciones sociales que sobrecondicionan su relación con los textos. Pero en el ánimo de no convertirse en una nueva imposición normativa, cualquier “política” de la lectura tendrá que articularse con un análisis de las prácticas poéticas que ya estén en funcionamiento.
En este marco teórico, la cultura popular no produce un espacio de excepción a resultas de las restricciones socioeconómicas, aunque podría hacer circular historias excepcionales que desmientan la fatalidad de los sistemas socioeconómicos. Al mismo tiempo, no se idealiza como una mina de inversiones de “los buenos modales” (distracción vs. contemplación, por ejemplo). Al ser un modo de actuación, las prácticas de la vida diaria no tienen un lugar, ni fronteras, o una jerarquización de materiales prohibidos o privilegiados: “Barthes lee a Proust en el texto de Stendhal: el espectador lee el paisaje de su infancia en las noticias de la noche” (XXI).
La insistencia de De Certeau en el desplazamiento entre las prácticas polemológicas y utópicas del hacer permite afirmar que, si los estudios culturales están perdiendo su perspicacia polemológica -su capacidad para asimilar la pérdida, la desesperanza, la desilusión, la ira, y así aprender de los errores-, el trabajo de Baudrillard, aunque ha conservado su carácter utópico, ha generado demasiada convergencia entre los espacios polemológicos y la pesadilla de los espacios utópicos: sus historias son milagros negativos, ocupados únicamente en la intensificación de la fatalidad de sus “hechos”.
Sin embargo, las formulaciones de De Certeau se basan fuertemente en la distinción entre tener y no tener un lugar (así como en una “fugaz apropiación” de la crítica que hace Derrida a le propre) que podría plantear algunas dificultades para las feministas, o incluso para cualquiera para quien hoy en día “un cuarto propio” sea una aspiración utópica, más que una premisa sólidamente establecida, y para quien el lapso del “arrendamiento a corto plazo” en el espacio de otra persona signifique menos un rechazo de la fatalidad que un destino habitual.
Aquí existen serios problemas, y no únicamente para un manejo feminista del trabajo de De Certeau. Uno de ellos se refiere al modo en que cualquier retórica de la otredad podría deslizarse, por asociación o analogía, entre los términos tradicionales de la “alteridad”, hacia la asimilación de sus representaciones de desplazamiento en un exotismo cada vez mayor. Los campesinos en Brasil, los trabajadores marroquíes en Billancourt, Barthes en la biblioteca y la audiencia televisiva de Sídney, terminarían equivaliendo a un paradigma de exempla de una práctica ideal y transitoria. Y en los estudios culturales, la cuestión política del “posicionamiento” en relación con la “práctica” no quedaría fácilmente eliminada por un giro retórico entre “tener” y “hacer” las palabras, o con los valores de propiedad a los modos de operatividad, o de la territorialización a la tecnificación de los marcos de referencia.
En este sentido, The Practice of Everyday Life no elimina o evita estos problemas, aunque sus soluciones podrían no satisfacer a las feministas. Se refiere a ellas mediante una crítica histórica de las “lógicas” del análisis cultural, de los objetos de estudio que elaboran, y de los límites que construyen y enfrentan. Necesito describir brevemente esta crítica con el fin de considerar la relación entre el lugar, la narración y las políticas de la “banalidad” en su teoría.
Existe un apremiante “nosotros” que estructura el discurso de De Certeau, que no consiste en un humanismo universalista (o un otro indiferenciado), sino en el marcador de la posición de clase en el conocimiento. Ubica el proyecto del texto (y al escritor y al lector del análisis cultural) en un “lugar”: la empresa escolarizada, la institución de investigación. Sin importar si el lector de De Certeau está preparado para sumarse a su colegiado (y masculinizado) “nosotros”, su posicionamiento termina por interrumpir, más que facilitar, cualquier deslizamiento hacia el exoticismo. También produce intervalos o espacios de reflexión polemológica, el no lugar del otro, en este análisis utópico. Como señala Wlad Godzich en el prefacio a Heterologies, una colección de ensayos de De Certeau, su “otro” “no es una entidad mágica o trascendental; sino la modalidad del discurso que conecta con su propia historicidad en el instante mismo en que se pronuncia”.24
Las citas con las que comencé mi análisis de The Practice of Everyday Life expresan los “lamentos” que acompañan la investigación, pues subrayan la importancia de recordar “cada eventualidad impuesta por las circunstancias… cada detalle que escuchamos, acaso un ruido que pasamos por alto y que apenas sí logró tocarnos después de salir a nuestro encuentro”. Y esto se debe a que dichos encuentros fugaces con el otro también constituyen la sustancia del análisis, pues acordarse conlleva no solamente una poética del lamento, sino además la historia de lo que vamos dejando de lado implica un “forcejeo contra el olvido”. Si el sabor de las fresas o el sabor del desamparo puede “exacerbar y alterar nuestros razonamientos alternadamente”, no se debe a una incompatibilidad básica de “el pensamiento” (el análisis) en relación con “el sentimiento” (lo popular), como lo supone la dualidad mente/cuerpo de Iain Chambers, ni tampoco a la seductora brecha que estaría caracterizando la búsqueda de los objetos por parte del sujeto (la famosa “ausencia” que habría sido presupuesta o quizá parodiada por la teoría de la fatalidad de Baudrillard). Se debe más bien a que lo que puede modificar las fronteras de los procedimientos analíticos es precisamente la “banalidad”, cuya negación ha constituido históricamente la posibilidad, si no es que el requisito más poderoso, para el estudio de la cultura popular.
Se trata de una hipótesis pretenciosa sustentada en distintos argumentos.25 Solamente me referiré a dos de ellos, en forma por demás esquemática. El primero se refiere a una explicación histórica de la forma en que, durante el siglo XIX, el interés de la academia francesa por la cultura popular surgió de los intentos por aniquilarla o “someterla a vigilancia policial”, y el modo en que este “homicidio” primordial ha modulado los procedimientos hasta nuestros días. Por ejemplo, que el juego de las identificaciones que conduce a los historiadores de la cultura a escribir en nombre de “lo popular” sea una más de las estrategias de obliteración de la autobiografía intelectual.26 El segundo argumento adopta la forma de una metáfora sobre la relación entre la escritura y la “oralidad” europea desde el siglo XVII.27 La alegoría combina una historia del espacio socioeconómico y tecnológico (“la sagrada escritura económica”) con una interpretación del surgimiento de las disciplinas modernas y, por ende, del nacimiento y defunción del “otro”. La base del primer recuento será el trabajo de Charles Nisard (Histoire des livres populaires, 1954) y, para el segundo caso, me basaré en Robinson Crusoe (1719), el texto inaugural de Defoe.
A ambos los une la afirmación de que, para los intelectuales, la sagrada escritura económica implica un “doble aislamiento” respecto del “pueblo” (en oposición a la “burguesía”), y respecto de la “voz” (en oposición a lo “escrito”): “De ahí la convicción de que ‘la voz del pueblo’ sea tan ajena y lejana a los poderes económicos y administrativos” (131-132). Esta nueva vox populi (el término es mío) deviene a la vez en un objeto de nostálgico anhelo y en una fuente de perturbaciones. De este modo, Robinson Crusoe, el amo de la isla, página y espacio en blanco (un espace propre) de producción y progreso, descubrirá que su imperio de las escrituras está totalmente embrujado con la borrosa grieta que la huella de Viernes ha dejado en la arena -una “muda señal” de la forma en la que, en el texto, el deseo interviene como una voz (“la marca del cuerpo en el lenguaje”) en el ámbito de la escritura (154-155)-.28 En la figura de Viernes emergerá una nueva y perdurable forma de alteridad, definida en relación con la escritura: se trata de una alteridad que, o bien debería ponerse a gritar a todo pulmón (un estallido “salvaje” que demandaría rápida atención), o convertir su cuerpo en el vehículo del idioma dominante -volverse “la voz del amo”, el muñeco del ventrílocuo, el antifaz de la pronunciación-.
Si bien se trata de una hipótesis pretenciosa, a la vez es demasiado común, en particular por la forma que adquiere. Definir al “otro” (cualquier cosa que esto signifique en distintos contextos) como la negación-recurrente del discurso, se ha vuelto una de las jugadas más socorridas y dignas de confianza para la (re)generación de la escritura e inculcarle nuevos bríos a esta empresa, inscribiendo marcas, acaso mitos, sobre las diferencias fundamentales. De Certeau admite que, aunque la descripción de la “problemática de la negación” es una variante de cierta crítica ideológica incapaz de modificar la inercia del sistema, le otorga al ejercicio cierto aire de distanciamiento aparente. Sin embargo, él mismo exhorta a “recobrar la historicidad” en el ánimo de reflexionar sobre las implicaciones de la crítica en el sistema, y por ende los posibles reacomodos que provocaría.
Si en la sagrada escritura económica al otro se le representa como una “voz”, esta voz a su vez representará discursivamente la forma básica de citación -la señal o el rastro de lo otro-. Históricamente, dos estilos de citación han caracterizado a esta voz: la citación como una excusa que utiliza las “reliquias” orales para la construcción del texto, y la citación como reminiscencia que señala “el retorno fragmentado e imprevisto… de las relaciones orales que lo escrito estructura y a la vez rechaza” (156). De Certeau bautiza el primer estilo con un nombre evocador del siglo XVIII, “la ciencia de las fábulas”; al segundo lo llama “el retorno y la transformación de las voces” (retours et tours de voix), o bien “los sonidos del cuerpo”.
La ciencia de las fábulas abarca al conjunto de las “doctísimas” hermenéuticas del discurso: la etnología, la psiquiatría, la pedagogía y los procedimientos políticos o historiográficos, cuya misión consiste en “la introducción de la ‘voz del pueblo’ en el lenguaje oficial”. En tanto “heterologías” o “ciencias de la diferencia”, su característica común será el esfuerzo por escribir la voz y transformarla en una serie de productos amenos.
Durante el proceso, la situación del otro (el primitivo, el niño, el loco, lo popular, lo femenino…) quedará definida no únicamente como una “fábula” idéntica “a lo que dice” (fari), sino como una fábula que “no sabe” lo que está diciendo. La técnica que hace posible este posicionamiento de lo otro (y por ende el predominio de lo escrito sobre la “fábula” que está citando), es la traducción: la transcripción de la oralidad mediante la construcción de un modelo que hace posible la lectura de la fábula como un sistema y que además le otorga un sentido. La fábula “etnográfica” que John Fiske elabora a partir de la respuesta de Lucy sobre Madonna constituye un ejemplo paso-a-paso de este procedimiento.29
De Certeau evocará los “sonidos del cuerpo”, cuya citación marcará el lenguaje mediante la reminiscencia, en términos que recordarán ampliamente la temática de La Mujer -resonancias, ritmos, heridas, placeres, “erecciones solitarias” (lo inaccesible de la voz, explica De Certeau, motiva a la “gente” a escribir), llantos y susurros fragmentados, “pronunciaciones afásicas”- “cada detalle que escuchamos, acaso un ruido que pasamos por alto y que apenas sí logró tocarnos después de salir a nuestro encuentro”. Mucho más difíciles de describir que la ciencia de las fábulas, estos retornos y transformaciones de las voces se insinuarán necesariamente, más que representarse a cabalidad, mediante los siguientes ejemplos: la ópera (un “espacio para las voces” que surgió paralelamente a las sagradas escrituras económicas), la película de Marguerite Duras Nathalie Granger (una “película de las voces”), pero también los tartamudeos o las vacilaciones de la voz, quizá algunos ritmos confusos, o las variaciones inesperadas y los giros memorables de las expresiones que marcan la mayoría de nuestras actividades rutinarias y que acechan continuamente a la prosa del día con día.
Quizá sean estos los sonidos proscritos de la historia del ojo de Baudrillard, o, más bien, del “trabajo escritural” de su exégesis posterior. Baudrillard encuentra una victoria en la sustitución que la mujer hace entre el ojo y la letra. Por lo tanto, dota a la parábola de un significado hecho a la medida del discurso antifeminista que, al igual que en la ciencia de las fábulas, funciona como una excusa. Pero lo hace no porque desee “escribir” la voz (el cuerpo) de la mujer, sino, por el contrario, porque reformula una expresión radicalmente corporal como si se tratara de un sofisticado triunfo de la escritura.
Podríamos decir, en cambio, que el rechazo de lo escrito constituye el giro principal del que depende la historia del ojo. La “traducción” que va de la letra al cuerpo es precisamente la negación de la “literalidad”. Como si se tratara de una apostilla (o un metadiscurso), la mujer envía su ojo; como señala Baudrillard, su gesto evoca y ridiculiza el cliché del distinguido seductor. Pero la “sangre” en el sobre es, además, un recordatorio para las mujeres de una brecha característica de este código social, entre la promesa retórica de la seducción y sus consecuencias concretas.
En las novelas epistolares a las que hace referencia la fábula de Baudrillard (véanse por ejemplo, Les Lettres de la Marquise de M*** au Comte de R*** de Crébillon fils), el desenlace habitual será la muerte, a menudo el suicidio, de la corresponsal femenina. Entonces, el ojo que se desliza fuera del sobre le tiende una trampa tanto a la muerte, como a los placeres del seductor. Éste ha perdido un rostro y ella simplemente le obsequió el ojo. Y también logra engañar a la narrativa literaria. El ojo de esta fábula es la marca de una lectora sumamente veloz y adelantada que vuela hacia el final de la historia sin sucumbir a los rituales de la “escritura”. Hay algo en esta fábula -quizá algo escalofriante- que se arroja desde la mujer hacia el hombre sin adoptar, en el ámbito estricto de la carta, la apariencia de un juego de palabras, y que adquiere una elocuente resonancia histórica frente a la cual el discurso de Baudrillard, al menos como se desarrolla en la trama, se muestra decididamente sordo.
Sin embargo, es importante mencionar que, en el marco teórico de De Certeau, los dos principales estilos de citación se valoran positivamente en su capacidad para habilitar alternativas para que el otro tome la palabra (cuando no se olvida su historia ni se niega la posición del “escribiente”). Es precisamente esta capacidad la que hace posible una lectura feminista de las historias de Fiske y Baudrillard y que, a su vez, permite a la crítica cultural feminista resistirse a su propio confinamiento como una práctica académica reiterativa y autoperpetuable.
La ciencia de las fábulas utiliza las voces para multiplicar el discurso: mediante el desvío a través de la diferencia, la citación ajusta la voz a su antojo y, por ende, es incapaz de reproducirla, pero a su vez será modificada por aquélla. Sin embargo, a diferencia del exotismo que siempre reproduce las mismas anécdotas, una ciencia “heterológica” intentará reconocer la modificación ocasionada por la diferencia. Su reflexividad no se reinvierte en una economía narcisista del placer, sino que trabajará por la transformación de las condiciones que posibilitan su práctica y el posicionamiento del otro que ésta implica.
La citación de la reminiscencia “hace salir las voces”: más que producir un discurso, los sonidos del cuerpo le roban la palabra llevándolo a “otro” escenario. Puesto que las ha “dejado salir”, este estilo de citación pudiera parecer un tanto involuntario: una avalancha de recuerdos venidos de ningún lugar, oportunamente arrojados más allá del “ámbito” de responsabilidad del sujeto que está citando. Sin embargo, será en esta “labor” de reminiscencia como los sonidos del cuerpo podrán interrumpir el discurso, no únicamente en función del acontecimiento sino como práctica. De Certeau identifica este “forcejeo contra el olvido” en las filosofías que se esfuerzan en crear “un espacio para la audiencia” (como el Anti-Oedipus30 de Deleuze y Guattari o la Libidinal Economy30 de Lyotard), así como en el giro que ha tomado el psicoanálisis, que pasó de ser “una ciencia de los sueños” a “una experiencia en la cual, lo que las voces dicen, se transforma en la oscuridad de la gruta de los cuerpos que las oyen” (162, énfasis añadido).
Ya que ambos “estilos de citación” se corresponden con el método institucionalizado y definen el lugar de la academia, por consiguiente cada uno puede tomar prestados los procedimientos tácticos que -como el reconocimiento de la alteridad, la labor de la reminiscencia- pueden modificar los procedimientos analíticos, “devolviéndolos” a sus propios límites e insinuando lo ordinario que resultan estos “ámbitos académicos consolidados”. El resultado de esta transformación es lo que De Certeau llama “la banalidad”: el ingreso al “lugar” común, que de ninguna forma es (como podría serlo para el populismo) un estado inicial de gracia, ni tampoco (como en el caso de Baudrillard) una condición aleatoria e imperfecta, pues, por el contrario, es la consecuencia de una práctica, algo que “vendría a ser” el final de un recorrido. Es ésta la banalidad de la que se habla en Everyman así como en el trabajo tardío de Freud -donde lo común y corriente no es más el objetivo del análisis, sino el lugar desde donde se produce el discurso-. Empero, será en este punto final donde mi lectura habrá de separarse del “nosotros” que propone De Certeau, pues no puede avanzar más como su compañera de viaje.
Una crítica feminista de The Practice of Everyday Life encontraría abundante material para trabajar. La inspiración de De Certeau es sin lugar a dudas el hombre común y corriente31 -el otro silencioso, cuya escritura se esmera en otorgarle voz-. Mi dilema en este caso se basa concretamente en las características del “lugar” erudito de enunciación desde donde se estructura la idea de “banalidad”, y gracias a las cuales puede funcionar como un mito de transformación. Para invocar conjuntamente con De Certeau cierta “irónica e histérica banalidad” que pueda darnos a entender cuáles habrán de ser nuestras técnicas para la reorganización del lugar desde donde se produce el discurso, plantearé de inmediato cuál será la poco ingeniosa posición de los sujetos “eruditos” para quienes Everyman no funciona tan eficazmente como “Yo amo a Lucy” como fábula de origen, o inclusive como un mito de la “voz”. En mi caso, como feminista, como perturbada hija de los medios de comunicación y, además, hasta cierto punto, como australiana, la remisión a Everyman (y, por consecuencia, a Freud) resulta más bien un recordatorio de lo complicado que resulta desvincular mis propias reflexiones de las reglas culturales patriarcales y eurocéntricas.
El escenario analítico de De Certeau se produce desde un lugar profesional altamente especializado. Sin embargo, en contraste con la realidad de la mayoría de las instituciones académicas contemporáneas, dicho espacio no está habitado (en un sentido más apropiado que el movedizo “atravesado”) por las diferencias sexuales, raciales, étnicas y populares que constituyen “lo otro”. No está directamente fundado, más que “afectado”, por la experiencia ordinaria localizada en sus confines. Se trata de un lugar seguro para el conocimiento, debido precisamente a ese conjunto de exclusiones históricas que han vuelto tan difícil imaginar o aceptar la posibilidad de que la academia “se apropie” de la “propia” experiencia del otro, excepto bajo la forma de una equivocación (el esencialismo) o como fantasía apocalíptica (una ruptura o revolución). Analizado desde el “aquí” de De Certeau, el otro, en tanto narrador, más que como objeto del discurso académico, permanece, por regla general, como un mito esperanzador sobre el futuro, como una fábula de los cambios que habrán de llegar. O, en otras palabras, en este sitio la citación de la alteridad junto a la labor analítica de la reminiscencia ofrecen algo así como la práctica de una “sanación de la escritura” para el Robinson Crusoe de nuestros días.
Pero para mí se trata de un “destino” aún más difícil de aceptar no por causa de que “el lugar”, “la apropiación”, o inclusive “el encierro” de De Certeau, constituyan necesariamente malos valores, sino debido a que se trata de modalidades de organización espacial y narrativa que operan por doquier en la cotidianeidad social. Por ejemplo, la función primordial de cualquier narración consiste en la fundación de un lugar o la creación de un campo que autorice las acciones prácticas (125). Pero en su trabajo no existe sugerencia alguna de que quienes han sido estrecha e históricamente marcados por la situación de Viernes (el llanto, la suplantación), ahora debieran escribir sus historias y, de este modo, reclamar su lugar. En la teoría de De Certeau, la postergación utópica de una narrativa por parte del “otro” se produce, al igual que la glorificación de la banalidad como el hombre común y corriente, debido a que el “lugar” del otro jamás podrá coincidir con el de ningún sujeto del discurso (ni, desde luego, con el lugar de un sujeto narrador propiamente dicho). Soñar no es otra cosa que “falso misticismo”, anhelo de existencia, rechazo de la historia, añoranza de Dios.
Desafortunadamente, debido a que en esta argumentación el otro también es “la modalidad del discurso que conecta con su propia historicidad en el instante mismo en que se pronuncia” (énfasis añadido), se nos alienta a concluir que el conocimiento erudito contemporáneo seguirá escribiéndose y modificándose desde el lugar de Crusoe. Desde luego que en términos prácticos De Certeau no llega a semejante conclusión, pues asegura que “la historia de las mujeres, de los negros, de los judíos, de las minorías culturales, etcétera” (énfasis añadido) pone en tela de juicio al “sujeto-productor” de la historia y por lo tanto “la particularidad del lugar desde donde se produce el discurso”.32 Pero este “etcétera” plantea un problema a la retórica de la alteridad que persiste aún cuando en apariencia se ha corregido la epistemología que la sostiene. El “etcétera” es la huella de Viernes: un mito unificador de una alteridad compartida -el negro, el primitivo, la mujer, los niños, el pueblo, “la voz”, la banalidad- que obtiene su valor exclusivamente de esta función negativa (desafío polemológico, esperanza utópica) que realiza el mismo y único sujeto escritor de la producción hisSoy escéptica de que una teoría fundamentada en la categoría de alteridad (más que en su manejo táctico) pueda conducirnos a cualquier otro lugar.33 Sin embargo, en el contexto de los estudios culturales el inconveniente práctico inmediato de la elaboración de este tipo de análisis estriba en la reinscripción del aislamiento de la vida cotidiana no como una característica accidental, sino constitutiva del lugar de la enunciación académica. Un antiguo patetismo de ruptura vuelve a deslizarse por aquí, en el que las polaridades (élite/popular, particular/ general, único/banal) son emblemáticas no solamente de la organización semántica del discurso de De Certeau, sino también del impulso narrativo de su texto. El hilo conductor de The Practice of Everyday Life, que inicia en “Un lugar común: el lenguaje cotidiano” y culmina en “Lo innombrable”, consiste en una meditación sobre la alteridad absoluta, la frontera definitiva, la banalidad inapelable, la muerte. tórica.
Más que arriesgarme a profundizar en estos territorios teóricos prohibidos, quisiera cambiar el escenario de mi análisis a un lugar más amigable.
Bill Collins ha sido una de las “instituciones” del entretenimiento más duraderas de la televisión australiana, primero como el anfitrión de un antiguo programa llamado The golden years of Hollywood, y en la actualidad con una muy breve intervención en Movies. Todo un profesor veterano, Collins ha pasado cerca de veinte años utilizando su “lugar” para definir lo que en televisión contará como conocimiento auténtico de la historia del cine. Hoy en día, es probable que la competencia haya disminuido su influencia, pero durante años, cuando los cines no exhibían películas viejas ni existían las cadenas de renta de videos, ni en las escuelas se realizaban análisis sistemáticos de los medios de comunicación, simple y sencillamente monopolizó la opinión. Por lo tanto, no exageramos al decir que Collins es uno de los fundadores de los estudios australianos sobre la pantalla.
Durante todo este tiempo su pedagogía ha cambiado muy poco. Collins es un experto en insignificancias y, más que sarcástico, es muy respetuoso de su incansable búsqueda del detalle. Se dirige a la audiencia en forma paternalista y aborda la película con un estilo aurático. Nunca estridente o desagradable, pocas veces “crítico”, su disertación consiste en un derrame infinito de amor incondicional. Ubicado generalmente en un “estudio hogareño”, decorado con carteles, revistas y libros, Collins presenta el conocimiento como una especie de pasatiempo doméstico al alcance de cualquiera. Su autoridad deriva de su propio entusiasmo, más que de algún tipo de preparación formal (que en este “lugar” sería más bien menospreciada). Su “historia” es una laberíntica red de minúsculas anécdotas; su tema por excelencia, más que el ascenso y el ocaso de las carreras de las grandes luminarias, es el de los altibajos del destino en la vida de las humildes personas que aparecen casi al final de los créditos o en algún rincón perdido de la pantalla. Su imagen regordeta, solemne, de una sempiterna edad madura, vestida modestamente, refuerza esta idea. Pero Collins manifiesta una extravagancia: una voz un tanto grandilocuente y remilgada.
Mientras trabajaba en este ensayo, Collins presentó un par de películas que parecían haber sido elegidas para estimular mis reflexiones. Ambas consistían en fábulas sobre lugares “apropiados” (malévolo en un caso y benigno en el otro) y sobre el principio de fatalidad que opera en la vida cotidiana.
La película de David Green The Guardian (1984) también pudo haberse titulado La venganza de Viernes. Martin Sheen interpreta al padre y esposo blanco preocupado por la seguridad de su condominio, invadido por los drogadictos callejeros. Después de que en el interior del edificio ocurren un asesinato y una violación, convence a los demás inquilinos de contratar a un guardián (Louis Gossett Jr.). El solitario “John”, fuerte, astuto y negro, se mueve a sus anchas por el lugar y termina por apropiárselo. Entonces surge un conflicto siniestro. Sheen desea flexibilizar las fronteras: los inquilinos dentro, los malhechores afuera, los vecinos habituales y pacíficos moviéndose tranquilamente como antes. Gossett exige un estricto encierro de absoluto control: apalea a las visitas, asesina a los intrusos y se encarga de vigilar no únicamente el edificio, sino además la vida cotidiana de sus habitantes.
Al final, el liberal adormecido termina por despertarse en el que debía de ser el vigilante blanco. Pero ya es demasiado tarde. Mientras aguarda a que anochezca para enfrentarse a Gossett en su propia casa, se ve envuelto en un conflicto con una pandilla de los guetos. Absolutamente aterrorizado, será Gossett quien lo rescate en el último instante -experimentando una ignominiosa y miserable gratitud por la implacable violencia del guardián-. Al final de la película los dos hombres se miran fijamente: el guardián negro aparece triunfante en el interior del edificio, como amo indiscutible del lugar; el condómino blanco merodea furtivamente en las afueras, inseguro y asustado entre los límites de su hogar y la calle, donde de ahora en adelante no será nada más que un inquilino sin autoridad.
El giro estructural es total, la ambigüedad moral del momento, absoluta. ¿El principal error de Sheen fue admitir la violencia cuando invitó a pasar a Gossett, o consistió en la negación de las consecuencias de este acto y terminar por perder el control debido a sus titubeos? En cualquier caso, The Guardian dramatiza a partir de la sencillez de un conflicto entre un-blanco-y-un-negro, que aqueja a cualquier temática sobre el lugar, articulada primordialmente en torno a las oposiciones binarias entre “los que tienen” y “los que no tienen”, el yo y el otro, la propiedad y la movilidad. En dicho esquema, los deseos del vagabundo están colonizados igual que la peor de las pesadillas del colonizador.34 El deseo del otro por un lugar se puede representar únicamente en términos de la elección entre el status quo (la crítica de la propiedad, la aventura del desahucio) y un violento intercambio de papeles que agudiza la estructura de poder predominante. A fin de cuentas, la violencia totalitaria será la auténtica sucesora de la paranoia liberal de Sheen -y la única imagen que la película reconocerá acerca de lo que “un cuarto propio” pudiera significar para un (negro) pobre de la ciudad-.
Si The Practice of Everyday Life ofrece un intento sofisticado de socavar la fatalidad de este sistema introduciendo la asimetría entre los términos -teorizando acerca de su diferencia más que sobre sus contradicciones, rechazando a priori adjudicar cualquier valoración negativa a alguno de los polos-, aun así no podría más que dejarnos varadas cuando intentemos desarrollarlos, en vez de aterrizar en la práctica crítica de un feminismo (por poner un ejemplo) previamente situado tanto por la vía del conocimiento y la experiencia social de inseguridad y despojo, como por la vía de las políticas que ejercen los poderes institucionales establecidos. De igual manera, este aspecto del trabajo de De Certeau no nos sirve de mucho frente a los problemas del criticismo cultural emergente que equivalen -aunque no con indiferencia- a “estar como en casa” en varios de los lugares sociales eventualmente conflictivos (la academia, los medios de comunicación, los grupos comunitarios, así como “el hogar” y “la calle”), desplazándose entre ellos con una ligereza que obedece muy probablemente a los imperativos derivados de los avances tecnológicos o a los cambios en las modalidades de empleo que moldean un deseo errante.
Bill Collins presentó The Guardian afirmando que indudablemente perturbaría a cualquiera que viviese en un departamento. Y al presentar por primera vez en televisión la película de Alfred Hitchcock The trouble with Harry (1955), llevó su lección hasta las últimas consecuencias.
La película de Hitchcock ofrece el contrapunto perfecto al mensaje polemológico de The Guardian (“siempre nos joden”). Imprecisa, vaga e hilarantemente amoral en su enfoque utópico de la muerte, también augura un final redondo para mi ensayo. Porque en esta película, cierto día, en un tranquilo pueblo de las montañas -donde muy pocos sonidos interrumpen el silencio, salvo el lento caer de las hojas del otoño, el canto de un ave sobre el valle, el claxon de algún auto antiguo, el disparo de un arma, el grito de alguna niña alborotada o el susurro ocasional de alguna liebre sobre el pasto- la calma generalizada se hace añicos con la aparición de un cadáver.
El de Harry es un cuerpo extraño en más de un sentido. Es como un extranjero para el valle. La curiosa insignificancia de su muerte y la incongruencia de su presencia en ese lugar se establecen mediante los recurrentes planos que la cámara hace de sus pies mientras yace de cabeza en la ladera. Pero conforme los lugareños comienzan a llegar, pareciera que en el paraíso existen más problemas que la simple aparición de Harry. Uno por uno, los adultos reaccionan con una banalidad sorprendente: hablan del panqué de arándanos, el café, el licor de saúco y la limonada. Un lector descuidado ni siquiera advierte que tropezó con un cadáver y se sigue de frente, totalmente absorto en su libro. Un vagabundo le roba los zapatos y un actor esboza la escena. El principal sospechoso, que observa desde los arbustos, murmura: “¡Sólo falta que terminen por televisarlo!”
Algo más va sucediendo conforme se disipa el misterio de estas reacciones. Los habitantes de esta minúscula aldea apenas se conocen entre sí, y conviven en un aislamiento anómico que está muy por encima de la discreción de una población pequeña. Podría tratarse entonces no de un paraíso en extremo inocente, pues en realidad no es un lugar; quizá de una utopía, mas no de una comunidad. Pero, cuando una conversación trivial comienza a develar la verdad sobre la muerte de Harry, rápidamente comienzan a desarrollarse nuevas relaciones. Mientras la historia subsiguiente se desarrolla entre el engaño y las averiguaciones, el cadáver cambiará continuamente de hogar: el campo, la ladera, la bañera. Únicamente cuando se ha contado toda la historia, Harry encontrará el lugar apropiado (justo donde estaba al principio) y una identidad (la víctima de un trivial infarto). Se formaron parejas, se intercambiaron nombres, se compartieron historias, se estableció una comunidad. Y una vez concluida la fundación del lugar, “se acabó el problema de Harry”.
Me decidí a realizar una lectura de la película igual que cuando la vi por primera vez en la televisión, embriagándome con el conjunto de sus diálogos desde una sensibilidad metafórica, y con cada escena que hiciera eco de The Practice of Everyday Life -dejando de lado que la recuperación de cualquier teoría sobre la cultura popular desde un texto estructurado, como exemplum de ambas cosas, daría como resultado, al final de mi recorrido, justamente el tipo de “banalidad” que he intentado problematizar-.
No me agrada demasiado el estilo contemplativo de mi cometido. Durante su reflexión, Bill Collins planteó esta pregunta: “¿Notaron cómo en esta película todo el mundo parecía querer sentirse culpable?” “¡Pero ese no es el punto!” exclamé frente al televisor y disponiéndome a polemizar. “Pues bien”, afirmó aquella irritante vocecilla, “¡Es como para hacer un doctorado!”
En un apasionante ensayo sobre la figura de la voz parlante en la obra de Rousseau y Platón, Michèle Le Doeuff puntualiza que esta voz (imprecisa, incierta, de consecuencias irracionales, “celle dont on aurait pu penser qu’elle était la banalité meme”), quizá funcione en la filosofía no solamente como un símbolo del otro, sino además como un instrumento de demarcación por medio del cual una teoría podría hablar indirectamente no sobre las voces, sino acerca de la filosofía en sí misma -sus limitaciones, sus fallas y sus problemas de legitimidad-.35
Mi sospecha es que en el caso de los estudios culturales dicha función implica justamente lo contrario. Si los estudios culturales han sido tan parasitarios respecto de la filosofía, quizá se deba a que, incluso en la actualidad, la disciplina está en profundo desacuerdo con el anhelo histórico de autolegitimación y autonomía filosófica que ha sido analizado por Le Doeuff en L’imaginaire philosophique. Menos preocupados por su fundamentación epistemológica, su integridad teórica o su diferencia con los “otros” discursos, los estudios culturales han estado más interesados (y pienso que acertadamente) en el análisis y la consecución de efectos políticos. Quizá sea por esta razón, junto con las determinaciones históricas que describe De Certeau, que en los estudios culturales la “banalidad” de la voz parlante haya sido un modo de posponer el tema de la legitimidad y todos los problemas que dicha cuestión implica.
Después de todo, la “banalidad” forma parte de un conjunto de palabras -donde se incluyen “trivial” y “mundano”- en cuya historia contemporánea se inscribe la desintegración de los viejos ideales europeos sobre el pueblo, el lugar común y la cultura común y corriente. En la Francia medieval, los sembradíos, los molinos y los hornos “banales” eran de uso comunitario. Sería hasta finales del siglo XVIII (al interior de las “sagradas escrituras económicas”) que dichas palabras comenzaron a adquirir su significado moderno de trillado, perogrullesco, sin originalidad.
Entonces, si resulta tan molesto el continuo retorno de la banalidad a la problemática que aborda la teoría cultural, se debe a que el concepto mismo forma parte de la historia moderna del gusto, el valor y la crítica de las opiniones, que constituyen el controvertido campo dentro del cual los estudios culturales debaten actualmente con las estéticas clásicas. Por lo tanto, como significante mítico, la “banalidad” siempre ocultará la temática del valor, los juicios de valor y la “discriminación” -especialmente en el sentido de la forma en que diferenciamos y evaluamos los problemas (más que los “productos” culturales), la legitimidad de nuestras prioridades y la reivindicación de lo que consideramos importante-.
Se trata de un debate que apenas comienza y que se antoja de lo más complejo, ya que los protocolos profesionales que los estudios culturales heredaron de las disciplinas consolidadas -la sociología, la crítica literaria, la filosofía- bien pudieran ser intrascendentes o cuestionables. Por ejemplo, si me hallara en la situación contradictoria y controversial de querer rechazar el uso que Baudrillard hace de la “banalidad” como un concepto estético para el análisis de los medios de comunicación y, sin embargo, seguir rezongando de la “banalidad” silogística de los estudios culturales británicos, el dilema podría surgir debido a que el reportorio de estrategias críticas del que dispone la gente que desea teorizar las discriminaciones que se hacen en relación con su experiencia de la cultura popular -sin necesidad de justificar la validez de dicha experiencia, y menos aún de la cultura como un todo- todavía es increíblemente pobre.
Y aún nos resta un giro adicional a la historia de la banalidad. Existe una doble herencia para la versión oxfordiense de esta historia, pues tenemos por un lado el antiguo término inglés bannan -citar, convocar, emplazar, o maldecir, insultar- y el germánico bannan - proclamar bajo apercibimiento-. Entonces, la banalidad está relacionada con el destierro y además con las amonestaciones nupciales. En otras palabras, es una figura que inscribe el poder como un acto de enunciación. En la época medieval, además de “lugar común” pudo haber significado otras dos cosas. Pudo haberse referido a la publicación de un decreto o un emplazamiento (generalmente bélico). Se trataba de uno de los privilegios de proclamación del señor feudal. Y, además, pudo haber significado la proclamación por mandato: para alinearse en las calles y aclamar al unísono el canto “un bon pur le vainqueur!” Para una voz obediente, la obligación enunciativa y “banal” del pueblo, del coro popular, consistía en aplaudir rítmicamente.
Esta doble función histórica de la banalidad -como manifiesto señorial y dramatización e imitación popular- aún no ha sido desterrada de la práctica de la teorización sobre lo popular en la actualidad. Resulta muy difícil, si no imposible, elaborar nuestra propia escritura sin terminar conjurando a la sumisa “voz” de la dramatización popular de la época medieval. Sin embargo, si la voz de dichos discursos académicos -incluyendo los estudios culturales- se constituye de inicio como parte de lo popular, y entonces se procede a la teorización de su propio discurso, podría haber entonces una atractiva posibilidad.
Esta teorización bien podría girar, por poner un ejemplo, en torno a los procedimientos que Homi Bhabha ha teorizado como “mimetismo colonial” pero, además, a su debido tiempo también podría recuperar el sentido de una modalidad práctica de enunciación diferente o quizá utópica.36 Sin embargo, considero que en la actualidad esto sucedería únicamente si, para nuestro “lugar” como intelectuales, la gran apuesta por la complejidad de la experiencia social -incluyendo la multiplicación de diversos lugares en y entre los cuales podamos aprender, enseñar y escribir- se convierte en una presuposición, y no en una anécdota accesoria, de nuestra práctica.
Por esta razón, considero que las feministas debemos trabajar intensamente en los estudios culturales, no para convertirnos en sujetas de la banalidad en el doble y viejo sentido de la palabra. No para emitir decretos y proclamaciones, sino para seguir teorizando. No para convertirnos en superimitadoras, en el sentido baudrillardiano de terminar siendo, por inversión, aquello que se está imitando, sino, por el contrario, para rechazar por igual caer en el silencio o hundirnos en una actitud de diferencia cosificada. Mediante un grandísimo esfuerzo, los sujetos incómodos e insatisfechos, que también son alegres y creativos, pueden comenzar a estructurar nuestra crítica de la vida cotidiana.
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