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de Ángel García, D. (2015). Apropiación de la figura de san Diego de Alcalá por una comunidad maya de Campeche. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 13(1), 137-156. https://doi.org/10.29043/liminar.v13i1.372

Resumen

En este trabajo se ilustran algunos mecanismos implementados por los mayas peninsulares de la comunidad de Nunkiní, Campeche, para apropiarse de la figura de san Diego de Alcalá, el santo patrono del pueblo. Basándome en datos etnográficos y en testimonios orales, me ocuparé de tres ámbitos en los que se ponen de manifiesto las profundas transformaciones y reelaboraciones que ha sufrido este personaje sagrado desde su llegada a Nunkiní. Pretendo mostrar cómo una entidad tan extraña al universo cultural indígena pudo pasar a convertirse en una deidad con características propias de las potencias mesoamericanas y una identidad marcadamente local.


Hablar de los santos patronos de las comunidades esparcidas a lo largo y ancho de la geografía ocupada por las más de veintiocho etnias que conforman la familia mayance significa adentrarse en un universo tan complejo como heterogéneo, pero ineludible a la hora de intentar comprender sus particulares religiosidades. Incontables han sido los trabajos que desde la antropología o la historia de las religiones se han abocado al estudio de estas figuras sagradas que, desde su arribo al “Nuevo Mundo” en manos de los evangelizadores hispanos hace ya más de quinientos años, se erigieron en el núcleo central en torno al cual se edificaron los sistemas religiosos indígenas en buena parte del continente americano, donde comparten labores, devociones y espacios con los antiguos “dueños” de raigambre indígena (López, 2006: 137 yss.).1 Asimismo, los santos patronos de las poblaciones mayas constituyen actualmente el pilar central sobre el que sus habitantes construyen y reafirman sus respectivas identidades particulares y diferenciadas del resto, las cuales encuentran en las jornadas de la fiesta patronal los momentos de máxima expresión, tanto hacia el exterior como hacia el interior de la propia comunidad, pues es cuando ésta, como colectivo, conmemora y renueva -reactivando- el compromiso de reciprocidad adquirido en un tiempo mítico entre sus moradores y el santo.

En el caso de Nunkiní, una localidad campechana ubicada en el norte de la región del Camino Real2 donde vengo realizando trabajo de campo desde 2006, y sobre cuyo santo patrón versa el presente trabajo, la situación se presenta como un fiel reflejo de lo que acabo de enunciar. Sin embargo, lo que a lo largo de las siguientes páginas trataré de ilustrar es una parte del proceso mediante el cual un personaje a priori tan lejano y profundamente ajeno a la cultura maya peninsular como la figura de san Diego de Alcalá, un santo franciscano de origen andaluz llevado por los conquistadores a la península de Yucatán hace ya casi cinco siglos, ha sido adoptado, apropiado y profundamente reelaborado por la sociedad indígena de Nunkiní, hasta llegar a convertirse en el principal símbolo sagrado del sistema religioso local.3 Con esta característica, el santo patrono vendría a cumplir con las funciones que ya enunciara Clifford Geertz para referirse a los símbolos de naturaleza sagrada, a saber: éstos tienen la cualidad de sintetizar el ethos de un pueblo, su estilo estético y moral, su calidad de vida, su carácter y su cosmovisión del mundo; al tiempo que forman parte de un proceso en continua producción, utilización y transformación de la práctica colectiva de producción simbólica (2005: 87-92).

Con la meta puesta en tratar de ilustrar etnográficamente la forma en que los habitantes de Nunkiní lograron convertir en un vecino más de su comunidad a san Diego de Alcalá, me ceñiré únicamente aquí a tres ámbitos concretos que están muy presentes en la narrativa local,4 los cuales resultan significativos a la hora de ilustrar una parte de los procesos de adopción y resignificación vividos por el santo en las conciencias de los nunkinienses. El común denominador de los tres rubros que nos ocuparán es que ponen de manifiesto, entre otras cosas, el carácter profundamente autóctono del que goza actualmente el sagrado protagonista de estas páginas. Así, en primera instancia, propongo al lector trasladarse al pasado mítico de la comunidad para rememorar, tal y como se plasma en varios relatos, la forma en que se produjo el arribo de san Diego de Alcalá a Nunkiní y los hechos que desembocaron en su posterior adopción como mecenas sagrado del territorio comunitario. Seguidamente, me ocuparé de las creencias que señalan los procesos de transformación y particularización que ha venido sufriendo dicha entidad en dos de sus vertientes: tanto la que remite a su apariencia externa, corporal, visible y tangible, como la que alude a su parte interior, aquella que es “viento” (´ik), “espiritual”, invisible e intangible. Para concluir, haré algunas y someras referencias a la amplia gama de acciones portentosas llevadas a cabo por el numen en el ámbito comunitario, todas las cuales se agrupan bajo el apelativo genérico de “milagros”.5 Dichas acciones son vistas por los informantes como vívidos ejemplos de los estrechos lazos que a lo largo de la historia se han venido tejiendo entre san Diego de Alcalá y su comunidad de acogida, sobre la cual señorea desde la cima de su panteón. Asimismo, cumplen con el cometido de justificar los arduos trabajos y suntuosos dispendios que deben afrontar cada año los nunkinienses con vistas a cumplimentar -conforme marca la tradición- los dos ciclos ceremoniales anuales que dedican a honrar a su santo patrón; de ese modo, se garantiza que contarán con su ayuda y protección con base en el mantenimiento de las relaciones de mutua reciprocidad que rigen las relaciones entre hombres y divinidades.

Foto 1 Procesión del santo patrón el 13 de noviembre en Nunkiní Fuente: fotografía del autor. 13 de noviembre de 2011.

Del arribo del santo patrón y su deseo de avecindarse en Nunkiní

Como si de un ser humano estuviera hablando, al interrogarlo acerca de los orígenes de su santo patrono, cualquier vecino de Nunkiní no dudará en afirmar que éste “vino con los españoles” en compañía de sus dos “hermanos”: el “Santiaguito”, que está -o “vive”- en la iglesia de Halachó, y el “san Dieguito oscuro” que lo hace en la de Temax -ambas poblaciones ubicadas en el vecino estado de Yucatán-. Si bien nadie acierta a explicar por qué a estos tres santos se les considera hermanos, las versiones que están disponibles en la narrativa local relativas a la llegada de san Diego a Nunkiní coinciden en reiterar el vínculo de parentesco existente entre los tres númenes y su relación con el hecho de que ambos viajaron juntos desde España para asentarse en tierras peninsulares.6 Así, por mencionar un ejemplo, un vecino me refería en los siguientes términos el proceso por el cual arribaron a la península de Yucatán los tres sagrados hermanos y cómo se fueron separando:

El parentesco entre los santos no se traduce, ni en la localidad de estudio ni en la región del Camino Real, en las habituales y coloridas visitas de santos que sí se practican en otras áreas de la extensa geografía ocupada por las etnias mayances. Baste con apuntar que, a diferencia de lo que acontece en la región maicera del oriente peninsular o en las llamadas “tierras altas”, en Nunkiní se desconoce la costumbre de trasladar a san Diego cada año hacia las poblaciones donde residen sus dos “hermanos” para que pueda así visitarlos con motivo de los festejos de sus respectivas fiestas patronales.7 Del mismo modo, éstos tampoco acuden a visitar al patrono de Nunkiní -al menos físicamente- el día 13 de noviembre con motivo del día grande de su celebración, considerado como su “cumpleaños”.8 Sí encontré, sin embargo, algunos relatos que hacen referencia a vecinos que aseguraron haber visto en alguna ocasión un caballo blanco pastando en el interior del atrio de la iglesia de Nunkiní la madrugada que precede a la jornada principal de la fiesta patronal. Para quienes me refirieron estas historias, lo anterior no deja de ser una prueba irrefutable de que el pixán o “espíritu” de Santiago de Halachó acudió a “festejar” a su hermano con motivo del día de su cumpleaños, haciendo para ello el trayecto que separa Nunkiní de Halachó, montado en el mismo caballo de color blanco con el que aparece representado en la imagen que de él se encuentra en el interior de la iglesia de la vecina población yucateca. Por el contrario, no he escuchado relatos en los que se mencionara la visita de su otro hermano, el que señorea sobre Tekax, quizá porque, como asientan los locales, “ese pueblo ya queda más por el sur, está muy alejado de Nunkiní”.

Foto 2 Una vecina de Nunkiní “besa” al santo el día grande de la fiesta Fuente: fotografía del autor. 3 de diciembre de 2011.

Referida la forma y la compañía en la cual hizo su arribo san Diego de Alcalá, a continuación me voy a detener en cómo fue que se estableció definitivamente en esta población de profunda raigambre maya.9 Así pues, mientras que la llegada del santo se vincula directamente con la acción de los invasores hispanos, tanto su permanencia hasta nuestros días en la comunidad como la posterior adquisición de características propias de una entidad sagrada de carácter local, se debieron exclusivamente al deseo particular del propio santo. Al respecto, las versiones que ofrecen los vecinos no muestran grandes divergencias entre sí, pues todas ellas redundan en subrayar que fue la propia voluntad de san Diego, expresada a través de la realización de una acción de carácter extraordinario, concreta, la que hizo humanamente imposible separarle del territorio que, desde el momento mismo de su llegada, había escogido para convertirlo en su hogar definitivo.

A grandes rasgos, el relato tipo de este episodio mítico-fundador con el que se inicia el vínculo histórico que existe entre el santo y la comunidad refiere que, tras haber recorrido y dejado atrás un buen número de poblaciones en su peregrinar por tierras americanas, san Diego llegó por fin a Nunkiní cargado sobre los hombros de los españoles.10 Cuando éstos lo depositaron sobre el suelo durante un descanso, el santo tomó una decisión que lo llevaría a realizar su primera acción milagrosa en el ámbito comunitario, y con la cual marcaría para siempre el devenir de Nunkiní y de sus habitantes. De los testimonios que he podido recopilar se desprende que san Diego debió sentir una suerte de “amor a primera vista” hacia el nuevo territorio al que arribó y hacia sus moradores, pues, según relataba un informante local de más de setenta años:

Esta narración se complementa con el testimonio ofrecido por otro vecino, quien también apuntaba directamente hacia la voluntad expresada por el propio san Diego de permanecer en Nunkiní como la causa única para que éste acabara por erigirse en el mecenas sobrenatural de la población: “aquí se quiso quedar san Dieguito. Ya no se quiso ir de Nunkiní. Por más que lo quisieron mover ya no se pudo… a los hermanos sí los pudieron cargar y los llevaron a otros pueblos, así como están ahorita, pero él quiso quedarse acá”. A raíz de esta decisión, tomada de forma unilateral por el lego franciscano, de establecerse definitivamente en el pueblo, los vecinos se unieron y procedieron a levantar en su explanada principal la que hasta hoy es la iglesia de la población, la cual se consideró y se considera hasta la fecha como “su casa del santito”. En este sentido, la presencia del santo confiere a este espacio su carácter protagónico como centro simbólico de la población y origen de su sistema religioso particular.

En consecuencia, fue a partir de ese momento cuando los destinos de Nunkiní y los de sus habitantes quedaron indisolublemente ligados en el tiempo y en el espacio a la figura de san Diego de Alcalá; ello como resultado de la “voluntad sagrada” expresada por el numen al momento mismo de hacer su entrada a la población. En consecuencia, y en concordancia con lo que ya registrara Perla Petrich para el caso de los santos patronos de los asentamientos mayas ubicados en torno al lago Atitlán, en Guatemala, “se niega toda arbitrariedad e intervención institucional (decisión eclesiástica o voluntad de un sacerdote) o personal (compra de la imagen, donación, etcétera)” (2006: 225) en el proceso de adopción del santo por parte de la comunidad. Resultado de todo lo anterior, san Diego ha venido acompañando a lo largo de su historia a los habitantes de Nunkiní, ayudándoles a superar los múltiples períodos de crisis que han padecido hasta la fecha y propiciando los tiempos de armonía y bonanza de los que han disfrutado.11 Por ello, los santos pueden ser vistos hoy como “una de las fórmulas más creativas y exitosas que diseñaron los pueblos mayas coloniales, y continúan recreando sus descendientes, para amalgamar su propia historia -pasada y futura- con el universo ideológico que les fue impuesto hace ya casi 500 años, sin por ello perder su elemental derecho a la diferencia cultural y religiosa” (Ruz, 2006: 17).

Apropiación y transformación de la figura de san Diego

A pesar de que nos hallamos ante un santo perteneciente a la tradición católica romana y que, por tanto, posee una denominación universal, la “versión” maya peninsular que de san Diego de Alcalá se ha venido construyendo en Nunkiní desde que éste hiciese su arribo hace ya varios siglos y hasta la actualidad, hace que “su significado, su poder y su perfil simbólico” sean tan singulares que parecieran tener una denominación específica, autóctona, en relación con este poblado campechano.

Algo similar ocurre, por poner sólo un ejemplo, con el san Juan que señorea los destinos de los vecinos de la población tsotsil de San Juan Chamula, ubicada en las tierras altas del mexicano estado de Chiapas, el cual resulta radicalmente diferente en el complejo mítico y ritual que se le dedica al san Juan de cualquier región española, a pesar de que las respectivas imágenes puedan ser muy parecidas (Gutiérrez, 1984: 167-168). Resultado de los procesos de apropiación y de la adopción de características propias de las entidades sagradas mayas que ahora veremos, san Diego acabó por erigirse en la deidad local por excelencia de Nunkiní, perdiendo en el camino muchos de los rasgos que lo distinguían antes de su arribo como un actor histórico representativo de la Iglesia católica-romana y de la orden franciscana.

Una muestra de lo que vengo mencionando hasta aquí la hallamos en la creencia generalizada de la que hacen gala los habitantes de Nunkiní, en que la imagen de san Diego que se encuentra en la población no es una mera representación iconográfica de un personaje histórico del siglo XIV, sino que ante sus ojos resulta ser la personificación misma de una entidad sagrada.12 O lo que es lo mismo: la talla de madera que durante todo el año se resguarda en el nicho central de la iglesia de la comunidad atesora poderes sobrehumanos; y por ende, resulta milagrosa y sagrada en sí misma, de lo que ha dado sobradas pruebas a lo largo de la historia. Este carácter sagrado que atesora la imagen la ubica en un ámbito diferenciado del mundo ordinario y la reviste “de una carga o potencia de la que carecen otros aspectos de la realidad” (Bartolomé, 2006: 99).

Pero, además de su carácter sagrado, la imagen goza de una identidad y una personalidad muy particular, al tiempo que comparte ciertos rasgos y características con sus fieles de carne y hueso. Este conjunto heterogéneo de creencias se manifiesta públicamente en determinadas ocasiones bajo una amplia gama de gestos y comportamientos que los fieles dedican al santo. Así, por ejemplo, ningún vecino de Nunkiní en su sano juicio osaría pronunciar “palabras groseras” o mentiras encontrándose ante la presencia de la imagen, pues se tiene por seguro que san Diego lo escuchará, se enojará y castigará severamente. Otra muestra de la creencia en el poder que atesora la imagen, como personificación de la entidad sagrada que es, la observamos durante ciertos días de la fiesta patronal en los que está permitido que las personas se acerquen y toquen la talla de madera del santo patrón. Es entonces cuando, por más de una hora, cientos de vecinos formados en una fila que desborda los límites de la iglesia esperarán pacientemente su turno para, al final, “besar” a san Diego empleando para ello las flores que ex profeso les entregarán los patrones de los gremios que custodian la imagen. A su contacto con el cuerpo del santo, esas flores quedarán inmediatamente impregnadas del poder que irradia la imagen, por lo que los devotos consideran que con ellas están llevándose “un tantito del milagro del santo” a sus viviendas. Concluido este ritual colectivo de devoción, las flores que rozaron el cuerpo de san Diego serán depositadas para decorar los altares domésticos, a la espera de ser utilizadas como medicina en cuanto alguna enfermedad caiga sobre los habitantes del hogar.

Pero además de la total identificación que se da entre el santo y su imagen, es interesante subrayar que ésta no se ha mantenido idéntica en su forma externa desde que hiciera su arribo a la población. Como una forma más de mostrar el carácter exclusivo y local que posee su santo patrón en relación con cualquier otra representación iconográfica de este santo, no hay vecino de Nunkiní que desconozca la “historia” que da cuenta del momento en que san Diego alzó su mirada hacia los cielos, quedando de esa forma congelada hasta el presente. Las explicaciones que se dan para justificar esta modificación en el aspecto externo de la figura del santo coinciden en todos los relatos recopilados. En ellos se refiere que, cuando llegó con los españoles, los ojos de san Diego miraban hacia delante, lo que ocasionaba tanto enfermedades a los hombres que no se santiguaban al pasar ante la puerta de la iglesia, como la muerte de los animales que fortuitamente cruzaban frente a la entrada de la casa del santo. Lo anterior se debía, según uno de los h-meno´ob de la población, a que “su vista [de san Diego] estaba muy fuerte, así, tiene mucho poder en su mirada”. Ante los estragos que

ocasionaba esta situación, el Dios Padre creador (Hahal Dios) tuvo que intervenir llamando enérgicamente la atención desde el cielo a su emisario en la tierra,13 para lo que empleó, según un vecino de Nunkiní, los siguientes términos:

De este relato se desprenden algunos aspectos que merecen ser considerados. En primer lugar, sirve para ilustrar una clara modificación en el aspecto externo y visible de la imagen en relación con la que presentaba cuando hiciera su arribo a la población. De esa forma se le dota al santo de un cierto carácter autóctono y exclusivo, pues fue en Nunkiní donde experimentó su “transformación”; al mismo tiempo, se establece una diferencia entre la actual representación del patrón y aquella imagen de san Diego que fuera traída por los españoles. También en esta narración se pone de manifiesto una característica distintiva de las deidades nativas mesoamericanas, la cual pasa a adquirir el santo católico: su comportamiento dual hacia los hombres, benefactoras y peligrosas al mismo tiempo. Y es que si bien el relato pone de relieve el extraordinario poder que atesora el numen, el cual emana de su condición sagrada, también hace hincapié en que dicho poder puede resultar dañino para los humanos,14 especialmente para aquellos que no guardan una mínima compostura en su presencia o incumplen las obligaciones rituales mínimas que exige encontrarse con el santo -como santiguarse y hacer una reverencia-. Esta característica derivada de la condición poderosa del santo ha sido subrayada por Rudolf Otto como una de las cualidades más repetidas entre las entidades numinosas de diversas religiones, y a la cual denomina “sentimiento de cubrimiento o protección (Kipper)”. En dicho sentimiento “se manifiesta primeramente el pavor, el sentimiento de que el profano no puede acercarse al numen, la necesidad de contar con una salvaguardia, un escudo que lo cubra contra la cólera” (Otto, 2007: 79).15 De esta forma san Diego se presenta, al menos en el tiempo mítico en el que transcurren los hechos del relato que nos ocupa, como una figura celosa y dotada de unos poderes tan grandes -e incontrolables-, que llegaban incluso a tornarse dañinos para las personas y animales que pasaban ante sus ojos.16

Además de los cambios “físicos” experimentados en la corporalidad del patrón desde que hiciera su llegada a la población, otro ámbito en el cual se ha visto modificada su naturaleza originaria ha sido en las creencias que existen en Nunkiní en torno a las características de su parte anímica. En este sentido, resulta una opinión muy generalizada entre los vecinos que el “cuerpo” de madera del santo es, como si de un humano se tratara, el contenedor o envoltorio de su otra parte, aquella intangible e invisible la mayoría del tiempo.17 Y es que nadie pone en duda en el pueblo que san Diego es poseedor de un alma, la cual también es referida como “espíritu” o “pixán”,18 cuya forma visible reproduce la imagen de su portador, pero es de carácter intangible, concretamente es referida como ´ik o “de puro viento”. Con base en esta naturaleza dual que exhibe el santo, tangible-visible y volátil-invisible, puede inferirse que, al menos en su segunda versión, ha pasado a compartir ciertos rasgos de los añejos “dueños” de raigambre indígena, pues, a decir de Alfredo López Austin, las “fuerzas, almas y dioses” mesoamericanos comparten la característica de ser “imperceptibles para los seres humanos. Como el viento, como la noche, son invisibles e impalpables” (López, 2006: 147).

Pero, al mismo tiempo, esta permanente doble presencia, “en cuerpo y alma”, de san Diego en la comunidad, permite a los nunkinienses reforzar sus creencias en que el santo patrón es realmente un vecino de la comunidad, con quien comparten cotidianamente el territorio social por excelencia que es el pueblo, el cual queda sacralizado y bajo su protección permanente (Quintal, 2003b: 310), y del que se erige como su símbolo sagrado por excelencia. No resulta extraño, en consecuencia, que san Diego sea visto como un personaje cercano a las personas; alguien con quien los fieles pueden compartir sus angustias, inseguridades y alegrías de la existencia diaria, en contraste con otras figuras más ortodoxas del panteón católico que son vistas de forma más distante y abstracta. Esto queda resumido a la perfección en el siguiente testimonio de un informante:

En consecuencia, tenemos al santo patrón convertido en un ser que, pese a sus especiales poderes y características sagradas, comparte espacios y ciertos rasgos con sus vecinos de carne y hueso, y, a su vez, con determinadas deidades nativas. Sin embargo, una cualidad característica que lo diferencia de sus fieles es su extraordinaria capacidad para desdoblarse y abandonar su parte física para, únicamente “en espíritu”, recorrer durante las noches los caminos y veredas de la población, velando de esa forma por el bienestar de los vecinos y la comunidad en su conjunto. Así lo aseguran los informantes cuando refieren que san Diego:

Tal y como sucede con las potencias propias del panteón nativo que señorean sobre los diferentes ámbitos de la naturaleza, no todos los individuos tienen la capacidad de verlos, pues su corporeidad intangible -conformada de iik´ o “puro viento”- los hace invisibles para la mayoría de los mortales.19 Según me explicaron varias mujeres mientras las acompañaba durante los preparativos de un gremio, incluso aquellos que tuvieron la “fortuna” -o el poder- de ver al santo patrón deambular por la población o realizando alguno de sus milagros más famosos, deben cuidarse mucho de hacerlo público o alardear al respecto, pues de hacerlo se exponen a recibir un castigo por su locuacidad:

Pareciera ser que sólo ciertas personas cuentan con el permiso, otorgado por el propio san Diego, para hacer pública su visión entre el resto de sus vecinos y, de esa forma, contribuir con la narración del sucedido en cuestión al fortalecimiento de las creencias y la devoción que la comunidad siente hacia su patrón. En relación con esto, así se expresaba un informante:

Esta cercanía física y espiritual que mantiene san Diego con sus fieles se traduce, entre otras cosas, en el vasto cúmulo de acciones extraordinarias que, bajo el rubro de “milagros”, atesora el santo en su acompañar a la comunidad a lo largo de su historia. Un número casi incontable de relatos que dan cuenta de estos sucesos extraordinarios acometidos por el numen en el ámbito comunitario se encuentran hoy almacenados en el corpus de la tradición oral local; las narraciones que dan cuenta de ellos son las predilectas de los habitantes de Nunkiní.20

Una prueba más del exitoso proceso de apropiación que ha venido experimentando san Diego por parte de la comunidad se desprende de la firme creencia que existe entre los pobladores de que el santo en primera persona es quien, gracias a los poderes sobrehumanos que atesora, ha obrado y obra los milagros que se le adjudican en la tradición oral local. De esta forma, a diferencia de los postulados de la Iglesia católica, donde los santos son meros intermediarios o intercesores entre los hombres y Dios,21 en Nunkiní, san Diego ha dado sobradas muestras para ser considerado en la actualidad como una deidad que tiene voluntad y actúa con poderes propios. Prueba de ello es que sus milagros, como veremos a continuación, han tenido y tienen naturaleza, características y destinatarios muy heterogéneos.

De milagros comunitarios y privados

Tanto en la península yucateca como en la península ibérica no hay santo al que sus fieles no le atribuyan la realización de alguna acción extraordinaria para proteger o beneficiar a las poblaciones sobre las que señorean. Los milagros de los santos pasan a ser, de esta forma, demostraciones de sus cualidades poderosas. Estas cualidades actúan en una doble dirección: por una parte, garantizan a la población la capacidad del santo para actuar a favor de sus fieles y, al mismo tiempo, en contra de los incrédulos (Quintal, 2003b: 321). En este sentido, san Diego no resulta una excepción a la regla. Hablar de sus milagros en Nunkiní sobrepasaría con mucho los márgenes disponibles para este trabajo. Por ello, y basándome en la tradición oral, esbozaré únicamente algunos de los rasgos más significativos de las acciones extraordinarias que se le adjudican al santo en el ámbito de la comunidad, para después ofrecer una clasificación preliminar que me permita agrupar dichas acciones en función tanto de quién o quiénes fueron sus receptores, como de qué fue lo que desencadenó la intervención del santo. Por ubicarse fuera del ámbito comunitario, dejaré de lado el proceso de transformación del que han sido objeto en Nunkiní algunas de las acciones portentosas que conforman la hagiografía oficial de san Diego de Alcalá, las cuales han experimentado una paulatina “traducción” desde sus códigos culturales originarios, de naturaleza medieval e ibérica, para venir a adecuarse a otros de corte nativo y mesoamericano. Conviene apuntar, además, que los episodios que contiene la hagiografía oficial del santo resultan, para la mayoría de vecinos de Nunkiní, completamente desconocidos y carentes de interés; está mucho más extendida la narrativa local en torno a los milagros obrados por san Diego en el ámbito de la comunidad.

Por respetar el orden que mis propios interlocutores establecían habitualmente cuando de hablar de san Diego y de sus acciones portentosas se trataba, comenzaré por abordar aquellas que he denominado “milagros comunitarios o colectivos”. Bajo este rubro se incluye un puñado de acciones extraordinarias de naturaleza benéfica muy bien definidas, las cuales tuvieron como destinatario el conjunto de la comunidad. Todas ellas comparten, además, la particularidad de situarse en un tiempo pasado muy remoto, con características míticas. Éstas, englobadas en la categoría de “historias antiguas” (uuchben tzicbalo´ob), comparten, además, un lugar privilegiado dentro de la tradición oral local, y está tan extendido su conocimiento entre los vecinos de Nunkiní, como estandarizada la forma en que éstos reproducen los sucesos que conforman la narración de los hechos portentosos que refieren. Además, los relatos que recogen este grupo de milagros son los que con mayor frecuencia se repiten en los diferentes espacios y ámbitos de la organización social comunitaria, como un mecanismo de perpetuar en la memoria colectiva la imagen de san Diego como principal mecenas sagrado de la población.

Así, durante las fiestas patronales no resulta extraño escuchar a los hombres contarles a sus hijos, sobrinos y nietos cómo mucho tiempo antes de que ellos nacieran, la prodigiosa actuación de san Diego salvó a los antiguos moradores de Nunkiní de perecer en una devastadora epidemia de viruela negra que asoló el poblado y a punto estuvo de hacerlo desaparecer. Habitual resulta igualmente ver a los socios varones de alguno de los gremios que se encargan de desfilar durante las fiestas patronales conversar, mientras trabajan en los preparativos propios de la celebración, sobre la ocasión en que el sagrado patrón del pueblo logró acabar con una plaga de langostas que había ya consumido las milpas de las vecinas poblaciones de Halachó y Bécal.22 Aunque más reciente en el tiempo, es también recurrente escuchar el relato sobre la vez en que san Diego ayudó a sofocar un incendio que se desató una noche en el “ruedo” que cada año los hombres de Nunkiní construyen en la plaza de la población, con maderas y palmas, con motivo de las celebraciones patronales del mes de abril. La intervención del santo resultó providencial para evitar que las llamas saltaran y se propagaran por el guano seco que cubría -y todavía cubre- un buen número de viviendas.

Para terminar de enumerar aquellos que he denominado milagros “comunitarios o colectivos” sólo me quedaría por añadir dos más a los ya referidos. Uno relacionado con la protección que brindó a los habitantes de Nunkiní que acudieron a resguardarse en el interior de la iglesia durante el paso de un poderoso huracán por la península, el cual se saldó sin heridos ni daños materiales de consideración.23 El último “milagro” de este grupo achaca a la protección directa de san Diego el que no hubiese habido que lamentar víctimas ni heridos en el tiroteo que se desató espontáneamente en la plaza de la población mientras se celebraba en ella el baile-tardeada de un gremio. Un dato que se repite en varios de los relatos hasta aquí mencionados es que en la imagen de san Diego que se guarda en la iglesia quedaron marcas, a modo de pruebas que acreditaron la intervención directa del numen en el suceso, patas de langosta colgando de su cordón de san Francisco, restos de ceniza en sus pies, agujeros de bala en sus hábitos. Lo anterior no hace sino acentuar, amén de la plena identificación que existe entre la deidad y su imagen, el carácter de la figura de san Diego como principal guardián y protector sagrado del espacio social de la comunidad, a la cual ha acompañado y resguardado en los momentos más difíciles de su historia.

Pero, además de estos episodios de alcance colectivo, tan recurrentes en la narrativa local, encontramos por docenas narraciones de historias que resultan más “sucedidos” o “ejemplos”. Éstas se sitúan en un marco cronológico mucho más reciente y remiten a intervenciones de san Diego circunscritas al ámbito particular de individuos o familias concretas. En estos casos, los receptores de las acciones milagrosas del santo -para bien o para mal- suelen ser identificados por sus nombres y apellidos -señalándose en ocasiones hasta sus lugares de residencia-, con el objeto de dotar de mayor veracidad los hechos de los que dan cuenta los relatos. Es en este rubro donde se ubican las incontables curaciones milagrosas obradas por el santo entre los vecinos de Nunkiní. El patrón general que siguen los relatos que ilustran la naturaleza terapéutica de san Diego redunda en subrayar que los afectados por alguna enfermedad “extraña” -y de origen desconocido- o por un accidente imprevisto de gravedad acudieron, personalmente o por medio de algún familiar, a implorar “con mucha fe” el auxilio del santo patrón para recuperar la salud, y que tras la formulación de una “promesa” no tardaron en verse beneficiados por sus poderes en forma de una curación “milagrosa” de sus males. En estos casos, y siguiendo los planteamientos de Gutiérrez Estévez, el santo patrón desempeñaría simultáneamente una doble competencia: por una parte estaría la de “donador”, ya “que al situarse en el ámbito de la trascendencia carece de límites en la disponibilidad de los bienes y favores que sus fieles le solicitan”; pero también se constituye como “otro significativo”, con una función permanente de “re-orientación” y “re-socialización” a través de la “conversación íntima” con los creyentes. En otras palabras: “cuando la enfermedad es la manifestación orgánica de situaciones transitorias de desorganización moral y social, los personajes sagrados, al re-organizar socialmente al individuo, curan su enfermedad y anulan su ‘pecado’” (Gutiérrez, 1984: 165 yss.). A pesar del impacto más restringido que tienen este tipo de acciones en comparación con las del grupo anterior, las cuales tuvieron a la comunidad en su conjunto como beneficiaria, su rápida inclusión en el programa narrativo local dedicado a la figura del santo hace posible que cumplan con la doble función de reafirmar el carácter de protector sagrado de los nunkinienses que cumple san Diego, al tiempo que confirman, reactualizándola, su condición de entidad poderosa.

Pero no sólo de curaciones milagrosas se nutre este último grupo de narraciones. Entre los mayas de Nunkiní por “milagro” se entiende cualquier manifestación de poderes realizada por los santos; poderes que si bien suelen orientarse hacia la concesión de elementos de carácter positivo o benéfico hacia los devotos del numen -salud, cosechas, éxito en un viaje o negocio, etcétera-, también pueden adquirir la forma de severas acciones punitivas dirigidas en contra de los incrédulos o de quienes incumplieron sus promesas al santo.24 Elevando la mirada más allá del ámbito mesoamericano, quizá pudiéramos identificar en las acciones de san Diego una representación de “lo espantable” o “lo terrible” que Rudolf Otto identificara con el término tremendum, como uno de los medios de expresión más primitivos “que la religión ha empleado en todos tiempos y en todas partes”, junto a otros como “lo sublime” o “misterioso” (Otto, 2007: 89-90).

Aunque en este rubro los relatos no son tan numerosos como en el anterior, sí muestran un buen abanico de fórmulas empleadas por san Diego para castigar a aquellos de sus fieles que osaron faltar, por negligencia u olvido, a las obligaciones contraídas con él. Entre las más recurrentes se hallan la repentina muerte de animales domésticos, la sucesión de malas cosechas o el envío de ciertos padecimientos físicos perpetuos que pueden derivar incluso en la muerte del infractor -o de algún familiar- si éste no remedia su falta.25 Esta vertiente punitiva del carácter de san Diego queda así plasmada en ciertas “historias” y “sucedidos” de la tradición oral de Nunkiní, los cuales presentan una fuerte pretensión moralizante implícita en su trama y son utilizados para instruir al auditorio acerca de aquellos comportamientos que son tenidos como perniciosos; y por ende, son susceptibles de ser castigados al transgredir el orden natural o social (Burns, 1995: 22 yss.; Gutiérrez, 2001: 64).

La creencia generalizada que existe en Nunkiní en torno a la posibilidad de ser objeto de un castigo por parte de san Diego, en caso de desatender una promesa, quedó perfectamente resumida en la afirmación hecha por uno de mis interlocutores más cercanos, a quien la noche antes del día grande de la fiesta patronal de 2011 yo acompañaba en su domicilio mientras pegaba junto a su mujer una pegatina con la efigie de san Diego y la leyenda siguiente: “Promesa de la familia Chí Naal, noviembre 2009” sobre docenas de trastes de plástico; trastes que al día siguiente regalaría entre sus vecinos en el atrio de la iglesia al final de la procesión, para dar así cumplimiento a la promesa que realizó al santo patrono cuando su hija recién nacida se enfermó de gravedad. Éstas fueron sus palabras: “Si no cumples [lo que prometiste] al san Dieguito algo te va a pasar para que te acuerdes, así. Si no lo haces tienes tu castigo: una enfermedad… algo malo seguro llega, no tarda”.

Esta atribución como dador de enfermedad, y la consiguiente dualidad ética que ello implica, no es exclusiva del santo patrón de Nunkiní, sino que resulta muy habitual entre la diversidad de entidades sagradas y poderosas que pueblan los heterogéneos panteones de las poblaciones indígenas asentadas en el área cultural de Mesoamérica.26 Lo anterior obedece, tal y como ha señalado López Austin, a la dualidad que manifiestan estas deidades en su actuar, lo que, según este mismo autor, equivale a “que ningún dios es totalmente bueno o totalmente malo. Los dioses, mutables como las cualidades distintas que los componen, obran a favor o en contra del hombre con una veleidad que no deja lugar a dudas sobre su capacidad volitiva” (2006: 300). Aludiendo también al ámbito mesoamericano en su conjunto, pero concretando en los santos, Félix Báez-Jorge apunta que éstos están dotados de una “naturaleza ambivalente que lo mismo puede orientarse hacia el bien o utilizarse para el mal” (2008: 171). Con base en esta dualidad ética benefactor/vengativo que manifiesta a través de sus acciones, la figura de san Diego ejemplifica los procesos de amalgamamiento con las añejas potencias de ascendencia nativa que vieron los santos católicos a su llegada al Nuevo Mundo.27

Foto 3 San Diego abandona el “tablado” que se hace con motivo de su fiesta después de haberlo bendecido Fuente: fotografía del autor. Mayo de 2011.

Foto 4 Un momento de la procesión de san Diego el día grande de las fiestas patronales Fuente: fotografía del autor. 13 de noviembre de 2007.

A modo de colofón

Las características y las creencias que he expuesto aquí en torno a la figura de san Diego de Alcalá en la población campechana de Nunkiní tenían por único objeto ilustrar una pequeña porción de los mecanismos puestos en práctica por los mayas peninsulares de esta comunidad para apropiarse de una entidad sagrada en origen tan extraña a su universo cultural mesoamericano. Sin embargo, la condición foránea de este santo comenzó a erosionarse desde que hiciera su arribo a Nunkiní y optara, motu proprio, por abandonar a sus cargadores ibéricos para escoltar ya para siempre a los habitantes indígenas de la comunidad que, a partir de ese momento, se convertiría en su “territorio de gracia”, entendido éste como el área concreta sobre la cual cada santo patrón pone de manifiesto su poder (Christian, 1978: 65). Un “territorio de gracia” que, desde un pasado tan remoto como el tiempo en que llegaron los conquistadores ibéricos a la península, hasta el presente, se ha venido consolidando y ajustando a los linderos de la comunidad de acogida. Lo anterior es un proceso que se ha sustentado en los diferentes y constantes milagros obrados por el santo entre quienes radican en dicho espacio. Milagros destinados, en su mayoría, a salvaguardar y auxiliar a la comunidad en su conjunto o a sus habitantes por separado. Con tal fin, mediante ciertos rituales y celebraciones públicas y privadas, los nunkinienses imploran y ofrendan cotidianamente a san Diego “con mucha fe”, solicitándole su ayuda, dones varios y protección, y respetando en todo momento las normas de intercambio recíproco que establece la tradición y que rigen las relaciones entre los hombres y los númenes.28 En este sentido, Eric S. Thompson resumió esta relación subrayando que “la religión maya es una cuestión de contrato entre el hombre y sus dioses. Los dioses ayudan al hombre en su trabajo y le proporcionan alimento; a cambio esperan un pago, y en la mayoría de las veces ese pago debe hacerse por adelantando” (1975: 215). Incluso aquellos milagros que, motivados por el incumplimiento de dichas normas de intercambio por parte de los hombres, se tornaron en acciones punitivas y dañinas, podrían ser visualizados hoy como benéficos para el conjunto de la sociedad local, especialmente a partir de su incorporación al corpus de la tradición oral que remite a la figura del santo patrón como “ejemplos” o “sucedidos”, donde cumplen con la función de disuadir a otros miembros de la colectividad de reeditar en el futuro los mismos errores que desencadenaron la ira del san Diego en el pasado.

De esta forma, para los vecinos de Nunkiní hablar de san Diego de Alcalá es hacerlo de una entidad sagrada de carácter exclusivamente local y profundamente vinculada con la historia de su población. Una entidad que, por recurrir a los términos empleados por Miguel Alberto Bartolomé para referirse a los santos del vasto mundo indígena mesoamericano, vendría a funcionar como “aglutinador simbólico” de la comunidad, a la cual ampara y representa, “otorgando a sus habitantes una filiación identitaria que conjuga el tiempo y espacio de la localidad, su historia y su territorio, con los de la colectividad social que la habita” (2006: 104). Por ello, y para desesperación de muchos de los sacerdotes que arriban a Nunkiní, esta estrecha relación que guardan el santo y el pasado de la población ha venido a sustituir el conocimiento de la hagiografía oficial de san Diego, la cual ha sido desplazada por su propia historia milagrosa, construida dentro del ámbito comunitario. Ésta, a su vez, ha quedado plasmada en la tradición oral local, donde además resulta continuamente reactualizada con el agregado de nuevos sucesos e historias portentosas protagonizadas por el santo. En este sentido, san Diego resulta un ejemplo notable y actual que nos permite asumir los postulados propuestos por Mario Ruz para las etnias mayances, en el sentido de que “los santos constituyen el ejemplo privilegiado de la capacidad maya para integrar conceptos, iconos y símbolos en su imaginario cultural […]. Así, convertidos en seres pertenecientes a la cultura local, no de importaciones occidentales […], superaron la barrera de la alteridad para venir a formar parte del Nosotros maya” (2006b: 22).

Citas

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