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García Ortega, M., & Celestino Solís, E. (2015). El otro viaje: muerte y retorno entre los migrantes nahuas de México. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 13(1), 41-55. https://doi.org/10.29043/liminar.v13i1.365

Resumen

Se aborda el retorno de los cuerpos de migrantes muertos y sus implicaciones sociales en comunidades nahuas del Alto Balsas, Guerrero, con el fin de entender los rituales y símbolos que imponen las lógicas migratorias nacionales e internacionales, en las que el control de las fronteras de los regímenes administrativos de los Estados nacionales se hace patente. Documentado con investigación de campo, el tema invita a pensar en el cambio y la tensión en los referentes culturales a partir de la organización colectiva inter y transnacional de un pueblo con valores mesoamericanos en la práctica del ritual funerario.


Introducción

La vida ritual de los pueblos nahuas de la región del Alto Balsas, Guerrero, estado ubicado al sur de México, ha sido sometida a presiones culturales producto de sus experiencias de integración, como aquellas asociadas con los intercambios inherentes a los contextos migratorios en el propio país o en destinos internacionales. Las dinámicas de movilidad de estas comunidades indígenas durante el último medio siglo han ocasionado cambios sociales radicales, como los vinculados al repertorio ritual, a través de la renovación ininterrumpida de la tradición. La importancia de replicar la costumbre, y con ella las creencias, para activar los dispositivos emocionales y los imaginarios colectivos más sensibles, así como los recursos materiales necesarios a lo largo de los nodos migratorios, se hacen patentes en diversos eventos festivos de las comunidades migrantes, como la fiesta patronal, por mencionar uno de los más vistosos. En ese marco, en la cultura de las comunidades indígenas migrantes cobran relevancia los rituales funerarios, áreas del universo sagrado que resienten las condiciones impuestas por los Estados nacionales a la hora de resolver y desplegar el periplo de retorno de los migrantes muertos. En el caso de que el deceso se haya producido en el extranjero, aunque parezca absurdo, también se hacen distinciones según haya sido su condición migratoria en vida: legal o ilegal.

Pero también existe otro horizonte antropológico en el que se desdoblan los rituales funerarios nahuas debido al arraigo del culto a los antepasados, que todo grupo de origen mesoamericano comparte, el cual llega a la tradición mestiza del mexicano común en ceremonias conocidas más popularmente como Día de Muertos.1 En estos acontecimientos sagrados no se trata únicamente de repetir la costumbre, pues en el fondo está presente el complejo sistema simbólico sobre la concepción dual de la vida y la muerte del que depende el estamento social nahua, en el que cada entidad del universo, así como los miembros de la comunidad, tiene un lugar asignado. En efecto, hay categorías para los vivos y también para los muertos que, en su nueva condición, siguen perteneciendo al conjunto social2 en una ubicación otorgada por el rito. Se trata de un hecho transformador por excelencia que garantiza la pertenencia al grupo de cada persona desde su nacimiento, que se concretó a través de un pacto con la tierra, cuando el ombligo fue depositado en ella como símbolo de la pertenencia a un territorio. En ese orden, los subsecuentes ritos de ciudadanía designan derechos y obligaciones.

Se han realizado análisis sobre cómo la ciudadanía nahua se fundamenta, entre otros elementos, en las obligaciones comunitarias a lo largo de la vida social de los individuos a través de la participación con trabajo gratuito. Esta práctica se ha construido históricamente, y se ha actualizado de acuerdo con los contextos de cambio de la comunidad y con los nuevos valores introducidos colectivamente. Debido a lo anterior, se ha denominado a esta posición “ciudadanía comunitaria”, en alusión a la condición social de un individuo vinculada al sistema de cargos (García, 2002).

En esta dirección, la historia de la dispersión de las comunidades nahuas en un variado mapa binacional -entre ciudades turísticas y capitales en México y varios puntos en Estados Unidos- se articula con los códigos de solidaridad, recreados en el tiempo a través de sistemas de intercambio familiares y comunitarios que activan el nutrido inventario ritual. A pesar de las tendencias de integración, primero establecidas por la fuerza colonial que impuso a fuego y sangre idioma y religión, y posteriormente por la neocolonial a través de la política de integración de carácter nacionalista, los nahuas se encuentran hoy frente a las exigencias de un mundo global, diverso y desigual, que se impone en los lugares de fuerte atracción migratoria. Tales son los contextos en los que estos grupos enfrentan la negociación cotidiana de su universo simbólico, y donde entran en juego valores y significados que les dan cohesión y sentido de comunidad. En esos espacios migratorios las experiencias transcomunitarias ponen en tensión los referentes de identidad, a la vez que apuestan por la incorporación de nuevos esquemas de vida con otros valores y símbolos. Entre ellos se encuentran rituales sociales, como los escolares, que sancionan el nuevo estatus dentro de la movilidad social; por otra parte, los valores en juego remiten a los marcadores de prestigio tan documentados por la antropología mexicana (García, 2007 y 2008).

De esta forma, los temas de la muerte y el retorno3 de los migrantes entre las comunidades nahuas se abordan teniendo en mente la tradición de sus trayectos, sea a corta o larga distancia, para ver esta experiencia como “el otro viaje”, en el que subyacen aspectos tanto tangibles como intangibles. Se trata del periplo que emprenden los cuerpos sin vida desde el sitio de destino migratorio a la región de origen, a la vez que expresa el tránsito de la frontera social entre los vivos y los muertos -los antepasados-. En cualquier situación, el ritual funerario significa la renovación del ciclo de la vida y la incorporación de otro miembro al mundo de las fuerzas naturales, desde donde también prestará servicio a los vivos. Por lo anterior, en vida o en muerte, los nahuas dan “tequio” (tequitl),4 cumplen cargo y aportan en el grupo social, requisitos de ciudadanía. Con estos actos se pone en práctica la fuente de reciprocidad - cooperación, intercambio, solidaridad- que sustenta todo ritual nahua.

El despliegue y el significado de estos acontecimientos se pueden reconocer en el análisis del proceso ritual, que constaría de tres fases: separación, tránsito y reincorporación.5 No obstante, cada uno de estos eventos se desprende de clasificaciones implícitas en los sistemas sociales. En consecuencia, el acto de la muerte pertenece a los cambios del ciclo vital, identificados como aquellos marcados por la transición biológica de las personas a partir del nacimiento. El ritual funerario de los migrantes muertos en el interior del territorio mexicano o en Estados Unidos, que son trasladados a su región nahua de origen, contempla algunos elementos simbólicos reconocidos dentro de la cultura mesoamericana, así como complicados preparativos que se replican una y otra vez, como una regla social. Como se verá más adelante, el sentido ritual vigente está en la categoría post mortem de quienes cruzan hacia el espacio sagrado de los muertos, donde continúan prestando servicio.

En el despliegue de ese andamiaje también deben llevarse a cabo varias actividades administrativas y trámites legales en los que oficialmente la persona muerta queda sin atribuciones formales. Así, desde la preparación para el traslado del cuerpo del migrante en el lugar donde falleció, se presenta una fase liminar, pues el retorno establece una condición transgresora de esa entidad sin vida, hasta culminar con su cremación o enterramiento, en especial si el traslado del cuerpo es clandestino. En todo caso, la fase de retorno incluye el recibimiento familiar y comunitario a la entrada del pueblo del extinto ser, además de que se produce un cambio simbólico e intangible de estatus, cuando el individuo se incorpora al mundo de los antepasados al concluir el sepelio.

Con este acercamiento, se recupera parte de la tradición nahua del ritual funerario, el cual se desarrolla en un complejo entramado familiar y comunitario con influencias católicas, donde la organización colectiva echa mano de múltiples recursos materiales y simbólicos anclados en el “núcleo duro” de la cultura mesoamericana dentro de las concepciones duales del mundo (López, 2001). Sin embargo, la diversidad de destinos migratorios de este grupo, en México y Estados Unidos, reclama respuestas innovadoras a la norma ritual para enfrentar los obstáculos impuestos por la condición legal de los fallecidos y por los imperativos de los Estados nacionales.6

Repatriación de cadáveres

En este punto, la “administración de la muerte”, por utilizar una acepción pragmática, también caracterizada dentro de “la gestión gubernamental del sufrimiento” (Lestage, 2013), corresponde al ámbito burocrático, por lo que se hace necesaria la intervención del Estado mexicano, con sus mecanismos de acción consular regidos por referentes internacionales. Dentro de la política sectorial que rige las tareas de las representaciones diplomáticas de México en el mundo se establecen dos modalidades7 para lo que se identifica como repatriación de cadáveres: las personas que mueren en el intento de cruzar la frontera y los que fallecen en el extranjero -cuyos familiares estén en condición de pobreza-. En todos los casos, las autoridades mexicanas deben identificar los restos mortales y localizar a los familiares; los requisitos generales se encuentran en el portal de internet de la Secretaría de Relaciones Exteriores y para obtener más detalles se puede consultar por teléfono a las oficinas del consulado o en México,8 trámite que no suele ser cómodo en ningún lado del teléfono. Puesto que se repatrían cadáveres desde Estados Unidos hacia los diferentes estados del país, todos los estados cuentan con un servicio para el traslado de cadáveres. Por ejemplo, en Guerrero existe el “Programa de apoyo a deudos de guerrerenses fallecidos en el extranjero”, a cargo de la Secretaría de los Migrantes y Asuntos Internacionales.9

A nivel nacional, de 2010 a julio de 2013 los datos oficiales reportaron 1218 muertes de mexicanos en Estados Unidos; poco menos del 100% (1112 personas) se concentraron en Arizona y Texas; los puntos más difíciles fueron Tucson, McAllen y Laredo. Se registraron alrededor de 99 muertes en Calexico y San Diego, y ocho fallecimientos en Nuevo México. Si bien año tras año se repatrían migrantes fallecidos a todo el territorio mexicano, destacan algunos estados. Por ejemplo, en el año 2012 encabezaron la lista Michoacán (con 538 repatriaciones), Jalisco (436), Guanajuato (365), Puebla (332) y Guerrero (327). En septiembre del siguiente año estas jurisdicciones mantuvieron cifras similares. Los tres primeros estados pertenecen a la región de migración tradicional del país, mientras que en Puebla y Guerrero se intensificó la migración internacional en los años ochenta. En cuanto al resto de los estados del país, once registraron menos de cincuenta casos, y Tabasco, Quintana Roo y Campeche, entidades de baja intensidad migratoria, registraron menos de diez repatriaciones de cadáveres cada uno.

En cuanto al traslado de las personas que fallecen en el intento de ingresar en territorio estadounidense, se pueden presentar dificultades en la identificación del cadáver debido a la carencia de documentos que acrediten la personalidad del fallecido. Es sabido que los coyotes o polleros exigen a los migrantes que se deshagan de cualquier documento en el que consten sus datos, así como de objetos personales que pudieran estorbarles en el trayecto; muchos lo hacen, pero otros logran conservar algún objeto que registre indicios de su identidad. Cuando las muertes se producen en el interior de Estados Unidos, y existen mayores referencias por tratarse de personas ya asentadas, el trabajo consular se agiliza o los familiares acuden directamente a solicitar el apoyo. En ambos casos se facilita a los familiares recursos económicos y administrativos: el apoyo es de 3500 dólares para la repatriación de un cuerpo desde el interior de Estados Unidos, y de 4000 para el traslado de un fallecido en el intento de cruzar la frontera. Otros gastos adicionales se cargan al erario de los gobiernos estatales en México.

El trámite para la repatriación de los mexicanos que fallecen al intentar cruzar la frontera puede resultar complejo por los eventos asociados al trayecto. No todos los cuerpos se rescatan en “la línea”, porque una cosa es “cruzar”, “pasar”, “brincar”, y otra internarse. Existen pasos o cruces por los que los migrantes tardan días en introducirse en el país, como Texas. En este caso, desde el punto fronterizo Del Río al siguiente check point o punto de inspección, hay una distancia de 112 kilómetros tierra adentro, donde los migrantes se ven obligados a evadir puestos de control y a rodear los ranchos texanos para acceder a los poblados próximos. Según reportes de los consulados, las 1218 muertes de personas acreditadas como mexicanas en los tres primeros años de esta década ocurrieron en quince puntos de la línea, dentro de las cuatro jurisdicciones fronterizas del sur estadounidense. Las causas de esos decesos fueron deshidratación y ahogamientos, en menos de la mitad de los casos, y un porcentaje similar se clasificó en la categoría de “otros/pendientes”. Los puntos más dramáticos donde se ha producido un mayor número de fallecimientos fueron Tucson (Arizona) y McAllen y Laredo (Texas), zonas reportadas como las más peligrosas debido a que sus entornos son áridos, calurosos y se encuentran deshabitados, por lo que quien se pierde corre el riesgo de morir. En ambos estados, los registros oficiales destacan la deshidratación como la causa más común de muerte.10

En Estados Unidos, la tecnología forense para identificar cadáveres está al servicio de los familiares de los migrantes siempre y cuando se logre obtener alguna evidencia sobre la identidad de los fallecidos11 Muchos cadáveres prácticamente desaparecen como consecuencia de los elementos de la naturaleza y por la acción de los predadores, mientras que otros nunca llegan a ser identificados. En este último caso, los cuerpos suelen llevarse a fosas comunes, donde el anonimato del migrante se signa para siempre. Los encargados de estas labores pueden seguir pistas falsas por la dificultad que presenta rastrear las escasas huellas, como números de teléfono incompletos, direcciones mal escritas o relatos falsos. Otro recurso forense es el examen de ADN para un posible reconocimiento en el futuro. En ocasiones se ha logrado localizar a familiares por este medio, quienes a veces se resisten a aceptar el hallazgo.12

Las personas que mueren en el intento de cruzar la frontera son referentes para los migrantes que van a emprender el viaje. Entre los nahuas, los jóvenes que fallecen al tratar de internarse en Estados Unidos son devueltos por los mismos guías -coyotes-, sobre quienes no recaen reclamos “pues han llevado a tanta gente”. Una vez que se entierran en el panteón de la comunidad, los cadáveres son visitados por los nuevos iniciados púberes, esos futuros candidatos que se alistan para ir al norte alimentándose de la fuerza de sus muertos. Estos actos se acompañan de otras prácticas simbólicas que corresponden a la primera fase del ritual de paso de la frontera, en la que los futuros “norteños” se despiden de sus santos, sus muertos, sus familias y su comunidad, haciendo promesas de cruzar, de “ver por la familia” -como proveedor al enviar remesas- y de volver al terruño (García, 2008).

Migraciones y vínculos

Entre los nahuas, la partida, el viaje, la recepción en el destino migratorio y el retorno son procesos sancionados socialmente en los que todos participan preparando los trayectos, pero existe otro espacio de acción colectiva en la compleja elaboración simbólica para incorporar a los migrantes al sistema de clasificación comunitaria en términos de su reconocimiento social. En estos pueblos de Guerrero, los que salen y llevan a cuestas la experiencia transcomunitaria -viajeros, norteños- son investidos con valores o atributos sociales en los que sobresale la cualidad de proveedores. Así, los nahuas dan curso a nuevos significados y proporcionan respuestas colectivas a sus dinámicas comunitarias, al integrar, más allá de las clasificaciones convencionales comunitarias, estratificaciones inéditas para nombrar a quienes salen a lugares recónditos. Y es que “el viaje” es una tradición, un modo de vida ya incorporado al universo simbólico e instrumental comunitario en eso que se ha llamado cultura de la migración.

Los circuitos migratorios regionales se fundan no sólo en la experiencia de las prácticas trashumantes de los nahuas, sino también en sus propios sistemas interétnicos basados en el parentesco, la lengua, el comercio, la vida ritual y la organización política. Estas características sustentan la idea de una región homogénea histórica y culturalmente, en la que los pueblos han configurado sus límites territoriales desde su llegada a esta zona en el actual estado de Guerrero producto de las migraciones acaecidas en la amplia geografía conocida como Mesoamérica hacia el centro de México en el siglo XI. A distancia, y con este sustrato etnoterritorial, que en la actualidad se expresa en sistemas intercomunitarios de carácter ritual, comercial, de parentesco, lingüístico y político, se combinó y creó un complejo migratorio regional en por lo menos cien puntos binacionales13 en el que confluyen distintas tradiciones migratorias (García, 2009), así como fuerzas estructurales en torno a la inserción laboral en los tres sectores económicos - agricultura, industrial y de servicios-. En México, migrantes de origen nahua se localizan en centros turísticos y ciudades capitales; y en Estados Unidos, en diecinueve entidades. Así, en esta diversificación migratoria subyacen renovadas prácticas intra y transcomunitarias de largo aliento cultural orientadas por sus trayectos históricos.

Aunque en español se conciben como “viajeros”, los nahuas han creado nociones propias para definir a las personas que van y vienen: “viajeros” y “viajeras” como categoría para los migrantes nacionales, y “norteños” y “norteñas” como categoría para quienes van a Estados Unidos. Existen diferentes referencias en náhuatl para los migrantes: uehca quiztinemi (lejos anda saliendo), uehca onquiquiza (lejos va a pasearse), uehca ontequipanotinemi (lejos anda trabajando) y quiquizque (los que siempre están fuera). De esa forma, “viajero” es quien sale a vender o quien va de paseo o de visita dentro de los confines nacionales o internacionales; quienes van a trabajar o viven en Estados Unidos son “norteños” o “norteñas”, y se les identifica con la expresión “oya norte” (se fue al norte).

Las relaciones a distancia se sustentan en interacciones a tono con las prácticas espaciales arraigadas en la tradición mesoamericana, puesto que esas estrategias de intercambio tienen su raíz en las formas de organización ritual, como la participación en peregrinaciones dentro de un amplio territorio simbólico que trasciende tanto el espacio regional, como el intercomunitario. Un ejemplo es el de las fiestas patronales relacionadas con el sistema de cargos, en las que se realizan intercambios de obsequios a la figura devocional -santa o santo- entre pueblos.

Entre las formas de recreación de espacios rituales o simbólicos a partir de los principios de reciprocidad están los creados por los jóvenes migrantes, quienes llegan a la fiesta del pueblo a organizar torneos de básquetbol a nivel regional en la misma lógica de las mayordomías en los días patronales. En este sentido, los grupos deportivos son recibidos en las casas de los anfitriones, se les prepara comida y se les proporciona alojamiento, acciones que se repiten al devolver lo dado. Cabe señalar que, antes del evento deportivo, los migrantes hicieron los preparativos de ley, como remodelar la cancha de básquetbol, y pintar y equipar el lugar donde dejarán constancia de su presencia en la fiesta local. Algunos detalles de la organización suelen realizarse por encargo desde Estados Unidos o a través de una comitiva juvenil que, a su vez, realizará la comunicación a nivel regional.

La participación colectiva no se ha visto impedida por la distancia, dado que la modernización del transporte y de las carreteras ha facilitado la comunicación -hace treinta años había caminos de terracería y en la región del Balsas sólo un camión al día comunicaba una docena de pueblos-. Entre las manifestaciones de esa realidad grupal está la capacidad para recrear la vida ritual reeditando fiestas y ceremonias en circuitos que diseñan nuevas geografías simbólicas entre puntos migratorios: Los Ángeles, con conexiones en Compton, Ontario, San Diego, Sacramento y Santa Bárbara, o las ciudades turísticas de Cancún, Acapulco, Cuernavaca, ciudad de México, Los Cabos, Mazatlán, Tijuana o San Miguel de Allende.

Las fiestas patronales han sido las más documentadas en la literatura sobre migración debido a que son el imán colectivo de la comunidad en términos de participación y de contribución en los recursos desplegados para la organización, donde los migrantes nacionales o internacionales colaboran de manera destacada (Goldring, 1997, entre otros). Entre los nahuas, el apoyo a distancia se resuelve a través de comités para la recaudación de donativos entre “paisanos”, que se destinarán a asumir los gastos de la compra de flores, velas, incienso y cohetes, así como el pago de la música, la preparación de la peregrinación y la comida en el lugar de origen. En cambio, las fiestas patronales celebradas en Estados Unidos tienen otro brillo: se realiza una misa en un recinto religioso céntrico, se prepara comida en algún parque donde los cohetes y la bebida están excluidos, y se elimina la práctica de preparación de la comida, pues no pueden matar animales, que en su lugar de origen suelen ser un cerdo o una res, y compran la carne en el supermercado. Es este tipo de organización, institucionalizada por siglos, el que se activa igualmente ante sucesos de enfermedad y muerte, a través de comités de apoyo logístico y colectas monetarias entre los migrantes.

Ritual funerario

Aun cuando existe una norma general para el ritual funerario entre los nahuas del Alto Balsas con elementos de cuño mesoamericano, los detalles de las ceremonias luctuosas varían en cada pueblo según las posibilidades económicas, el estatus social y laboral, la edad o el género. Otros condicionantes los impone el grado de aculturación, la afiliación religiosa de la familia doliente, el lugar donde ocurre el evento mortuorio y el lugar donde se encuentren los deudos o quienes se encarguen de la ceremonia; influye también la condición migratoria de la persona fallecida. La organización de todo el proceso relacionado con la defunción implica más que dar sepultura al cuerpo. Es decir, la práctica ritual conlleva movilizar recursos materiales y humanos en la revisión de los elementos ceremoniales y en la distribución de tareas, que incluyen acciones de carácter civil, como las mencionadas sobre la administración de la muerte.

Cuando el traslado del cuerpo de un difunto adulto se realiza en México, desde cualquier punto a la comunidad de origen, se asume un alto riesgo, pues los cadáveres son por lo común llevados de manera clandestina, sin ataúd. Se maquilla y viste el cuerpo, y se acomoda en el asiento de algún carro particular para aparentar que está vivo. Por lo general, el riesgo de ser descubierto por las autoridades federales de caminos no pasa del pago de una multa o de una extorsión. Si se trata de un bebé difunto, podría ser sepultado en el lugar de destino migratorio donde ha muerto.

La modalidad es otra en Estados Unidos. Ante el fallecimiento de un niño, su cuerpo puede incinerarse y, en todo caso, sólo sus cenizas podrían ser trasladadas al lugar donde nació, en México. Si nació en el extranjero, los restos no se trasladan al lugar de origen de sus familiares, sino que es sepultado allá en compañía de familiares y con aportaciones monetarias de paisanos y amigos. La situación cambia en el caso de un adulto porque comúnmente se traslada el cuerpo a su lugar de origen. En estos casos, los “paisanos” se organizan en un comité, nombrado en alguna reunión privada, para recaudar donativos o cuotas específicas, y con ello sufragar los gastos de los trámites correspondientes. Los costos comunes incluyen la compra del ataúd y flores, y el pago del transporte aéreo -para el “muertito” y sus familiares, una o dos personas adultas-. Cuando el cuerpo del fallecido se traslada por vía terrestre, deberán cubrirse los gastos implicados en el recorrido -alimentación y hospedaje de quienes lo acompañan, gasolina y peaje-; si sobra dinero, se podrán pagar los trámites de defunción.

Si algún migrante con estancia legal en Estados Unidos muere por accidente de trabajo, es probable que, a través del seguro de vida, los patrones empresarios otorguen a los familiares los recursos económicos para el traslado del cuerpo por vía aérea o terrestre. Para quienes no se encuentran en tales circunstancias, esas prerrogativas no existen, de modo que sus familiares no recibirán apoyo económico de la empresa donde trabajó la persona fallecida. En estos casos, son los “paisanos” los responsables de la cooperación para asumir los gastos del traslado del “muertito”. En ocasiones, podrían recurrir al consulado mexicano, pero por lo común muestran desconfianza o no tienen información sobre el quehacer de estas instancias y sus programas para migrantes.

El aviso a los parientes en el lugar de origen se realiza por teléfono, y se les informa sobre la fecha y hora aproximada de la llegada del cuerpo. Sea el recorrido por avión o por tierra, la comitiva fúnebre llega por carretera a la entrada del pueblo, donde aguarda una procesión comunitaria. A la espera de ese momento, familiares y amigos del doliente se concentran en la parada de camiones a la entrada del pueblo para disponer lo necesario para el entierro.14 Tras este recibimiento, se efectúan los preparativos de acuerdo con la costumbre católica mesoamericana para llevar al difunto al camposanto y realizar las ceremonias domésticas, como los novenarios, la levantada de la cruz y el retorno de las almas en el día de Todos Santos.

Una vez que llega el ataúd al pueblo, se queman cohetes y se realiza una procesión hasta el lugar donde vivió el difunto antes de ir al norte. Ahí, otro grupo lo recibe con flores y veladoras. Al frente del ritual está un rezandero encargado de las plegarias y de las palabras de recibimiento, en las que alude al retorno del migrante: “Te estábamos esperando, pero no de este modo. Ahora, hermano mío, aquí te vamos a enterrar […]” (Timitzchixtoyan, pero xihcon, uehca otimiquito. Aman teh nocniuhtzin nican timitztocazque).

Una vez depositado el cuerpo del migrante en casa de los deudos, la gente de la comunidad visita al difunto llevando uno o dos cuartillos de maíz para hacer las tortillas, una botella de aceite o manteca, uno o dos casilleros de huevos, velas o veladoras y flores, entre otras cosas. La comida ceremonial que se prepara es “chile frito con huevo”; no se debe comer carne, supuestamente por la relación de la carne sin vida con el cuerpo muerto; además, los dolientes compran varios chiquihuites15 de pan para repartir con café hervido entre los asistentes. En esta fase, parte de las labores se relaciona con la preparación del cuerpo a manos de los familiares: bañarlo con jabón nuevo, cambiarlo con ropa limpia o nueva, y acomodarlo en el suelo frente al altar doméstico,16 donde previamente se ha colocado un petate y una cruz con cal; por cabecera le ponen una piedra, la misma que en el entierro será colocada en la tumba, en dirección de la cabecera de la fosa. El cuerpo inerte queda ahí, con o sin ataúd. La falta de una caja mortuoria se debe a motivos económicos, pues para algunas familias el costo puede ser oneroso -entre seis y doce mil pesos-. En cualquier circunstancia, al ornamentar el cuerpo, la fosa fúnebre se convierte en un depósito ritual.

Al difunto se le coloca un cordón blanco en la cintura -como el usado por los sacerdotes- y una retahíla de cuentas llamada “rosario” -collar adquirido en algún lugar de devoción religiosa, como Cuetzalan, pueblo donde tradicionalmente los nahuas realizan peregrinaciones-. Los implementos para el trayecto constan de una jícara nueva de laca de Olinalá o Temalacacingo, con granos de maíz azul o negro -si hay-, o blanco, un bule con mecate -vasija natural de calabaza amarrada a un lazo de fibra de palma seca- lleno de agua, un morral con tortillas envueltas en una servilleta nueva, y un pan de muerto en forma de muñeco que se guarda después del día de Todos Santos. Estas viandas constituyen las provisiones del muerto para el viaje, para llegar “a la otra vida”.17

Durante el sepelio, al muerto se le cambian los huaraches de hule y piel por unos de palma, los cuales se encargan a un vecino especialista. El difunto los portará durante la velación y en su traslado al camposanto, donde se los retirarán para sustituirlos por huaraches de correa nuevos; los de palma se queman en algún rincón del camposanto. Mientras el difunto se encuentra “tendido” -en su ataúd sobre una mesa-, junto al cadáver se coloca una jícara o un recipiente para que “reciba su limosnita”, recurso que servirá para complementar los gastos del sepelio. En ese lapso se le coloca una ofrenda de comida tradicional: chile frito con huevo y tortillas cubiertas con una servilleta sobre unos platos, viandas que después se comparten entre los asistentes. El complemento ritual es un recipiente con sal, un vaso de agua o un refresco destapado.

Debajo de la mesa se disponen unas cuantas mudas de ropa del difunto, guardadas en un chiquihuite, entre las que los familiares elegirán dos que llevará en su ataúd. Frente al ataúd, en el suelo, se colocan retoños de azuchil18 en forma de cruz; y sobre ellos, cuatro veladoras encendidas. Los músicos participantes en la ceremonia pueden ser los llamados “musiquitos” -banda musical integrada por niños-19 o los “músicos viejos” -banda tradicional que daba su tequitl en las fiestas y ceremonias en la misma comunidad o en representación de ésta en otros pueblos de la región.

Ciertos aspectos de los indicados anteriormente se dispensan cuando el difunto y su familia son de escasos recursos. En esta situación, algún familiar acude al municipio a solicitar una caja de cualquier precio y calidad. Hace unos veinte años en la comunidad había tres carpinteros a quienes los dolientes encargaban cajas rústicas de madera sin pintar, a precios accesibles. Todavía a principios del siglo XX en la región del Balsas, según se recuerda, ni cajas rústicas podían adquirirse para muchos difuntos, que eran enterrados envueltos con sábanas o petates, y el cadáver se trasladaba en camillas de varas, como las que se usaban para dormir.

Durante el desarrollo del sepelio se prepara la fosa donde se depositará el cadáver. Esta actividad no corresponde a los familiares, sino a señores y jóvenes amigos del difunto o de la familia, mientras que otros colaboran con una remuneración simbólica. El trabajo puede ser por tequitl o “mano vuelta”, voluntario o individual. Un encargado anota puntualmente en una libreta todas las participaciones en el evento y entrega esa lista a los dolientes. Este registro es fundamental, pues se tendrán que devolver las mismas aportaciones en su momento, e incluso si los deudos mueren, este compromiso lo asumirán los hijos. Cuando los hombres están por terminar la fosa se les ofrece alguna bebida alcohólica y a todos por igual se les sirve un almuerzo. Después, al término de la excavación, se queman cohetes en señal de que se ha terminado de hacer la fosa, e inmediatamente se bendice el lugar y se hace una cruz.

El estrépito de los fuegos artificiales avisa a la comunidad que se ha terminado de excavar la fosa y que llega el momento de preparar el traslado del difunto a su lugar de entierro. Inicia entonces una procesión desde la casa donde se vela hasta el camposanto. Los familiares no deben cargar el ataúd, pues existe la creencia de que el difunto se podría llevar con él a otro miembro de su familia. En el recorrido al cementerio se pasa por la iglesia católica, incluso si la persona fallecida perteneció en vida a otra religión, pues “él ya no manda”, “ya no dispone”, y la gente que le era cercana decide. Casi al final del recorrido, frente a la puerta del camposanto, las personas o cargueros hacen una reverencia, hincándose con la caja a cuestas, para luego conducirla hasta la fosa. Esta práctica no se realiza cuando el difunto pertenecía a una religión no católica.

Las personas que cargan el féretro tienen vínculos de sexo y edad con el fallecido. Es decir, un difunto niño o adolescente será cargado hasta el panteón por seis jóvenes; un joven casado, por seis jóvenes casados; una señorita, por seis señoritas o mujeres jóvenes; un adulto o anciano, por seis adultos del mismo sexo. Esta regla de edad y sexo en “la cargada” del féretro hace pensar que debió ser más estricta en sus inicios. No obstante, esta práctica puede cambiar cuando un difunto no haya cultivado relaciones sociales, pues si el día de su sepultura acuden pocas personas, sus mismos familiares de cualquier edad pueden ser los cargadores, o pedir el favor a algún vecino que tenga camioneta para que traslade el ataúd. En estos casos, días después en la comunidad se correrá el rumor de que “el difunto no tuvo gente” en su entierro.

Se acostumbra que en la ceremonia alguna comadre vaya sahumando a la cabecera del ataúd. Al sepelio asisten familiares, parientes, amigos, vecinos, voluntarios, músicos, rezanderos y compadres; es decir, el “pueblo” va a enterrar al muerto, mientras un hombre va quemando cohetes durante el trayecto de la casa de los dolientes hasta el panteón. Se llevan flores y floreros, que a veces superan en número a los voluntarios para cargarlos, de modo que se recurre a camionetas de amigos o familiares. Si al difunto le ofrecen una misa de cuerpo presente, se le notifica la hora a la gente a través de la bocina pública -en las comunidades rurales es una costumbre “dedicar” las noticias, o sea, anunciar los eventos por este medio-.

Al llegar al lugar del entierro, se coloca en el ataúd una muda de ropa, mientras que el resto de la indumentaria ordinaria -huaraches o zapatos y otras cosas que pertenecían al difunto- se deja a un lado del féretro en la sepultura. Si se trata de una mujer, joven o adulta, se le pone un par de aretes de oro de poco valor. El resto de sus alhajas queda como herencia para sus hijas o para sus hijos, quienes quizás se las regalaron durante algún cumpleaños o el día de las madres. Si la difunta tenía varias alhajas de oro, durante la velación del cuerpo éstas se colocan sobre una jícara dentro del ataúd, pero no se entierran con la difunta. Los varones no acostumbran usar alhajas, ni de oro ni de plata, ni de las llamadas “chapeadas” o de fantasía.

Sobre el montón de tierra de la fosa se coloca la caja y ésta se abre para que cada uno de los familiares se despida del difunto por última vez, al son de una pieza fúnebre especial que los músicos tocan sin cesar. Entre otras canciones, tocan la pieza de música moderna “Amor eterno”, escrita por Juan Gabriel e interpretada por Rocío Dúrcal, en la versión más común. Cuando ya todos se despidieron, se cierra de nuevo la caja con clavos, incrustados con martillo o piedras. En los entierros nahuas, los cuerpos se orientan con la cabeza hacia “donde sale el sol”.

Acto seguido, los albañiles encargados del entierro y de poner la lápida toman dos mecates gruesos para bajar la caja poco a poco a la fosa, al tiempo que algunos familiares echan dentro agua bendita y tierra en forma de cruz. Posteriormente se sacan los mecates y los excavadores comienzan a tapar el lecho mortuorio hasta dejar un montón de tierra sobre la fosa, mientras que el sobrante se desparrama con palas en alguna hendidura para emparejar el terreno. La tierra amontonada se sostiene por los lados con piedras y tabiques; luego, los familiares del difunto y voluntarios colocan flores silvestres y alhelíes en floreros y en el suelo. Al final, se prenden velas y veladoras. El evento concluye con una comida que se ofrece a los asistentes en el panteón, se queman muchos cohetes en señal del cierre fúnebre, se recogen las herramientas y objetos usados en la sepultura y, por último, la gente y los músicos salen poco a poco del camposanto.

Una práctica más doméstica incluye compartir un platillo especial el día del entierro en el hogar que fuera del difunto. Al final, con el cansancio y el desvelo de los familiares, los dolientes comienzan la devolución de los objetos prestados para el acto fúnebre: sillas, mesas, ollas, chiquihuites, cazuelas, floreros, mecates o cables de luz eléctrica. Las herramientas utilizadas en la excavación de la fosa se llevan a la casa de los dolientes y se depositan debajo de la mesa del altar doméstico, donde permanecerán hasta el último día del novenario.

Cabe recordar que, a mediados del siglo XX, se enterraba a los muertos en fosas de tierra; sin embargo, posteriormente comenzó cierta competencia entre la gente del pueblo, de manera que las sencillas tumbas de tierra se fueron cubriendo con lápidas de cemento. Con el tiempo, como ha pasado con otros símbolos de prestigio, estas rústicas tumbas se fueron sustituyendo por criptas de mármol que venden en Iguala, llamadas por lo común “otro panteón”. Desde luego, esta disputa tiene como referente el poder adquisitivo alcanzado por las familias que tienen entre sus miembros a comerciantes o trabajadores internacionales, “norteños”.

En cuanto a los migrantes que han participado en el ritual funerario, éstos se quedan en la comunidad según el tiempo de que dispongan, aunque de preferencia extienden su estancia hasta que termina el novenario, práctica que se puede considerar como la fase final de la despedida.

Lazos rituales, plegarias y crucifijos

La segunda fase de la ceremonia de luto se concentra en ritos de sello católico estructurados por el sistema de solidaridad en términos de “mano vuelta”, y también en la extensión del compadrazgo, es decir, de los lazos rituales entre miembros de la comunidad. En esta fase se despliegan las relaciones sociales comunes al compadrazgo en esta región; de hecho, en las últimas décadas ha habido una implosión de padrinazgos de todo tipo vinculada a la experiencia migratoria, de modo que el catálogo ritual nahua se ha diversificado (García, 2008). El compadrazgo se concreta de manera tradicional y su primer paso consiste en la petición formal que la familia del difunto realiza a los padrinos, ocasión en que se les ofrecen alimentos y viandas: dos gallinas enteras muertas, desplumadas y sin destazar, caldo rojo también de gallina, un chiquihuite con tortillas y otro con pan, una caja de refrescos, un cartón de cerveza, una caja de chocolate y un kilo de azúcar; refrescos y cervezas se comparten con los futuros padrinos. La petición del padrinazgo -que crea un lazo ritual- se puede realizar a distancia desde Estados Unidos o algún punto nacional.

De esta forma, una parte central de los rituales nahuas en el Balsas relacionados con la muerte se materializa a través del compadrazgo, alrededor de prácticas como la “levantada” y “dejada” de la cruz. Los padrinos en este acto deben responder a la misma condición civil del difunto: casados, “matrimonios bien casados” -según los nahuas, casados por lo civil o por la iglesia-, o solteros. Los padrinos están presentes en las partes centrales del rito mortuorio y se encargan de “velar” la cruz durante los novenarios -los rezos de nueve días- tras el entierro, así como posteriormente, durante el cabo de año. En cada circunstancia llevan pares de gladiolas blancas, cohetes, velas, listones blancos para adornar el crucifijo e incienso e incensarios para sahumar la tumba y la cruz. Además, los padrinos contratan y pagan a un rezandero o rezandera para dirigir las misas de velación.

Lo que se identifica como “el novenario” consiste en una etapa de nueve días de reunión religiosa vespertina diaria para orar, en secuencias convencionales llamadas “rosarios”, dirigidas por un rezandero contratado. El escenario durante estas reuniones está dominado por símbolos de la cruz, sobre todo la que se lleva a la tumba -con los datos personales del difunto-, y permanece hasta el cabo de año en la mesa donde se encuentra el altar familiar, sobre una base de cal con la misma figura de cruz, con ramitas o retoños de axochitl donde se colocan más flores. La ornamentación se remata con una vela en cada punta de esa cruz. Durante los rezos en el novenario, los asistentes, hombres y mujeres, reciben algún bocadillo: tostadas, café o chocolate con pan, gelatina, refrescos o agua de frutas. Por costumbre, los dolientes asumían los gastos de los aperitivos, pero últimamente otras personas se ofrecen para participar colectivamente por “mano vuelta”, es decir, se turnan diferentes familias en la preparación de los bocadillos, aportación que se espera que sea retribuida en su momento.

En tanto, la mesa del altar doméstico se adorna con decoraciones de papel picado con motivos de ángeles y estrellas, elaboradas por un especialista o compradas, las cuales se colocan sobre una manta blanca. Asimismo, en la cabecera de la cruz se coloca un cuartillo con maíz blanco cubierto con papel de china, que sirve de base a una pequeña imagen de Cristo crucificado. Cuando llega el momento de levantar la cruz, los padrinos retiran de la mesa y altar el mantel y las flores, y desprenden los adornos para guardarlos en una bolsa de plástico. Las herramientas usadas en el entierro se retiran del altar. Después, los padrinos sacan la mesa ritual al patio o corredor de la casa para lavarla con jabón y agua, se barre la basura de las flores, y se retiran los restos de cera, cenizas y carbón de los incensarios. Esos desechos se guardan para quemarlos más tarde en el camposanto, una vez que concluye la ceremonia de la “dejada de la cruz”.

El peso ritual se concentra en la casa, alrededor de esa mesa, donde se ha depositado todo símbolo mortuorio y donde los participantes han sellado su relación con el difunto, que se enterró ya hace nueve días. Así, tras “levantar la cruz”, el rezandero o rezandera, o alguna persona mayor y experta en este tipo de ceremonias, coloca a los familiares en círculos en el patio de la casa. Con cuidado, los padrinos van dando al primer participante del círculo el manojo de flores o el florero, que van pasando de mano en mano entre los familiares directos del difunto. Lo mismo hacen con cada una de las velas y veladoras, que van sacando al corredor y al patio. Cuando la cruz es retirada, una niña o un niño -de preferencia algún ahijado en la familia- se coloca de rodillas para sostener la cruz recargada en el piso. Luego, cada uno de los familiares directos pasa a besar la imagen con llanto profundo, despidiéndose del difunto.

Llega el momento de llevar la cruz al camposanto. La gente acompaña con rezos a los dolientes, pasando a despedirse de la cruz frente al templo del santo patrón del pueblo. Jovencitos o niños portan la cruz y el arco florido. Las flores son llevadas por los acompañantes o en camionetas, pues en el novenario cada asistente nuevamente lleva flores, velas y veladoras. Las flores marchitas que permanecieron durante el novenario se sacan al patio de la casa del difunto y se secan al sol; después se llevan en costales para ser quemadas en el panteón. Al dejar la cruz, los asistentes rezan y cada uno de los familiares del difunto sahúma en señal de despedida.

Terminada la ceremonia del novenario, los dolientes y los padrinos se ponen de acuerdo para formalizar el compadrazgo con una comida; aunque hay quienes no aceptan, asumen el compromiso de respetarse como si en realidad fueran los padrinos de la “levantada de cruz”. Al final, los que aceptan nombrarse “compadres” se dan la mano en señal de despedida, y los dolientes agradecen verbalmente que hayan participado en esta fase de la ceremonia.

Finalizado el novenario, habrá que esperar un año para recoger la cruz del panteón y llevarla de nuevo al hogar del difunto para celebrar el “cabo de año”. En este primer aniversario luctuoso, los familiares se reúnen durante el día o la noche para acudir al panteón a recoger la cruz de la tumba, acompañados al frente por una banda de música -esta tradición ha caído en desuso, pero aún se realiza- y por los padrinos de la cruz. Con el apoyo de un rezandero, los dolientes llevan a cabo esta parte de la ceremonia denominada “velación de la cruz”. Este momento se aprovecha para convivir; como dicen en esos pueblos, “las mujeres a lo suyo”, mientras los hombres juegan naipes para matar el sueño, apostando y “echando trago”.

En este evento, el alimento ritual incluye carne de res o de puerco, preparada por cocineras expertas en esos guisos que han sido invitadas para la ocasión. La comida se reparte en recipientes de plástico, en primer lugar, en los domicilios de quienes hace un año participaron en la excavación de la fosa y cargando el ataúd. Durante esta etapa de la ceremonia colectiva los migrantes no participan, aunque sí se utiliza el dinero que envían para algunos gastos que corren a cargo de los familiares cercanos.

Reflexión final

El retorno de los migrantes nahuas fallecidos en Estados Unidos a la tierra de origen en México conlleva una serie de eventos que ponen en acción diversos mecanismos sociales, materiales y simbólicos en las escalas de los puntos migratorios de las dos naciones. Aun disponiendo del recurso práctico de la asistencia consular, a la que el migrante no suele recurrir por desconfianza, los trámites y la organización de los funerales dependen de los circuitos de paisanaje en el lugar de la defunción, y de la recepción familiar y comunitaria en el lugar de origen a través de comités creados ex profeso. Los gastos que ocasionan los decesos en el caso de los migrantes internacionales han conducido a nuevas prácticas, como la incineración, aunque aducen también la resistencia a enfrentar la ley por su condición migratoria irregular, de modo que reducen al mínimo la réplica ritual en el destino migratorio, limitándose a los actos domésticos de corte católico. En la comunidad de origen, la práctica del ritual funerario se lleva a cabo según la norma indígena, sin menoscabo de la tradición. Es decir, se renueva la costumbre ante el hecho de enfrentar la muerte de un ser, lo que implica que el duelo se comparte gracias a la colaboración de la familia extensa y de los paisanos. Asimismo, se abren canales nuevos para reforzar los vínculos, como los nuevos compadrazgos, donde la reciprocidad es obvia y el derroche de la comensalía está presente. Esta perspectiva incorpora además el rico universo simbólico que “siempre representan la comida y el comer” (Mintz, 2003).

A través de estos actos se refuerzan las filiaciones y se recrea la idea social acerca de que los “difuntos no son aniquilados, subsisten de alguna manera”, y con ello recobra vigencia el pensamiento mesoamericano, incluso frente a los regímenes seculares en los que la persona fallecida ya no tiene atribuciones, y frente a la imposibilidad de devolver a la tierra esa vida extinta. En este punto cabe recordar lo mencionado por Sahlins, cuando increpa a la cultura occidental en su relación con la naturaleza, al destacar que hay otros mundos humanos en los que el cuerpo, vivo o inerte, pertenece al “universo de una gran familia” donde se perfilan las cualidades de las personas (Sahlins, 2011). Con estos rituales de la muerte, el migrante finado ingresa a la categoría social comunitaria de “antepasado”, desde donde seguirá prestando servicio entre los entes que guardan el orden cósmico, las fuerzas de la naturaleza y las deidades que rigen esas fuerzas (López, 1989). Tras la incineración, se recuerdan las promesas propias del migrante hechas antes de partir al norte: volver para bautizar al sobrino, al primo o al hijo del amigo, retornar para sellar su compromiso de amor y casarse, para encargarse de la música, el castillo, las velas o las flores en la fiesta del santo patrón o de los quince años de la hermana, o para agradecer en persona a los santos su buenaventura al cruzar “porque lo protegieron”, y visitar el panteón para rendir cuentas de su viaje a Estados Unidos.

Esta lista puede alargarse en un amplio registro, sobre todo el espectro del intercambio personal, familiar y comunitario. Dicho compromiso no cesa con su ida al reino de los muertos porque, tal como lo dicta una de las creencias más arraigadas entre los nahuas: “dio en vida, da en la muerte”, en esa prolongación de ciudadanía post mortem. Como ocurre en otras culturas, entre los nahuas hay muertos integrados socialmente en la medida que asumen su tequitl -su cargo- como cualquier ciudadano; es decir, adquieren una posición “constitucional” con respecto a los vivos por un acto voluntario de reintegración, evento que sanciona un compromiso moral (Thomas, 1983). Los muertos son memoria, y en esa medida los migrantes sellan su paso en la realidad nahua de la experiencia social de ir al norte para la cual es tan difícil entrar, como salir.

Citas

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  2. García Ortega Martha. La migración y los latinos en Estados Unidos. Visiones y conexiones. CISAN: México; 2009.
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