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Resumen
El objetivo de este texto es reflexionar, a partir del concepto de anomia, sobre la incapacidad de las sociedades latinoamericanas para autorregularse, es decir, para ser autorreflexivas sobre los conflictos internos y la corrección de errores individuales o colectivos. Dicha incapacidad es atribuida a la herencia de la Conquista y la Colonia, y a rasgos de dominación que, en la medida en que pueden encontrarse por igual en distintos países latinoamericanos como en España, no debieran atribuirse a la identidad de un país en particular.
En las ciencias sociales de hoy suele ser un tanto inusual que la sociedad sea estudiada como un organismo vivo, aunque desde nuestro punto de vista el procedimiento sigue siendo pertinente. En la exposición que proponemos al lector, hemos considerado que el análisis de la anomia en las sociedades latinoamericanas puede complementarse con otras perspectivas que enriquezcan los pocos estudios ya hechos. Para ahondar en el tema, es necesario definir con precisión lo que entendemos por norma, y diferenciar la norma social de la biológica.
El desafío tiene tanto mayor interés cuanto que las sociedades latinoamericanas han llegado a aparecer como inorgánicas, caóticas e incluso inertes. Con todo, es sólo hasta cierto punto -con los límites de una analogía- que la vida social puede compararse con la de un organismo biológico. En aquélla, la existencia de una norma supone que la sociedad representa un “problema”, y por ende que existen conflictos por regular; al decir del científico francés Georges Canguilhem, para quien “una norma se propone como un modo posible de unificación de lo diverso, de resorción de una diferencia, de solución de un diferendo”1 (Le Blanc, 1998: 83). En el orden vital (biológico), en cambio, el conjunto de reglas es vivido sin problemas (Le Blanc, 1998: 87). Como habremos de sugerir, las sociedades latinoamericanas no están autorreguladas, aunque ello no implica la ausencia de usos y costumbres socialmente “problemáticos”.
Lo que nos interesa explorar en este texto es la representación latinoamericana del conflicto y del error. Habremos de apuntalar la hipótesis de que, a raíz de la Conquista y la Colonia, el “problema” del conflicto en América Latina llegó a ser identificado con una relación de fuerza que impide que un error sea subsanado y, por ende, que un diferendo sea solucionado. Esto supone una contradicción: entre la identificación de la diferencia y el conflicto con la violencia, por una parte, y una inveterada intolerancia a cualquier relación social que no sea vivida en ese registro de la fuerza, por la otra. Sostendremos que el posible error subyacente en un diferendo no llega a corregirse en América Latina porque es negado y asimilado a la culpa. Ello es posible en la medida en que la relación social latinoamericana se ha construido históricamente sobre la base de la imposición y el sometimiento. En vez de “autorregular” el error y corregirlo, éste tiende a convertirse en una culpa que se descarga en un ritual sacrificial, sobre quien sea más vulnerable en la relación social. Este es entonces el conflicto que, a falta de autorreflexividad cultural, explica entre otros factores la ausencia de normas y su reemplazo por usos y costumbres que se han empeñado en negar la existencia del “problema” social. Las identidades nacionales construidas en el siglo XX latinoamericano desembocaron con frecuencia, a nombre de la afirmación identitaria, en la legitimación de la relación social que acabamos de esbozar.
Hasta donde es admitido, el conflicto en las sociedades latinoamericanas suele vivirse sobre la base de un imaginario a la vez señorial y religioso; por señorial entendemos aquí la relación de imposición y sometimiento. Como habremos de sugerir, esta misma vivencia puede impedir la autocorrección individual y colectiva de los errores, paralizar al organismo social y dar lugar al ritual sacrificial del chivo expiatorio, que buscaremos desentrañar. Lo diverso nunca termina de unificarse, las diferencias no se resorben y los diferendos no se solucionan, porque los usos y costumbres socialmente aceptados niegan el proceso fundador que les subyace. De manera sorprendente, lo anterior puede dar lugar a una sociedad harto destructiva en la cual aparentemente nadie se equivoca, pero todos son potencialmente culpables.
La caracterización de una sociedad como anómica supone que se encuentra de alguna manera “enferma”, si es que la anomia es una patología. No es un fenómeno exclusivo del subcontinente americano, puesto que fue detectado -por Durkheim, Parsons y Merton- en otras latitudes. El problema debe colocar-se en perspectiva histórica. Así, cabe preguntarse por las condiciones específicas que lo han hecho posible en América Latina. En este trabajo, consideramos -como ya lo hemos sugerido- que las raíces del problema se remontan a la Conquista y la Colonia. Pese a dos siglos de Independencia, el problema por estudiar pareciera haber encontrado el modo de metamorfosearse hasta una actualidad que algunos consideran todavía anárquica y caótica.
Para explicar dicha metamorfosis, hemos partido aquí de dos hipótesis: en primer lugar, la de que la anomia encontraría un principio de explicación en el parasitismo social que se convirtió en buena medida en un “canon dominante” desde la instalación de los conquistadores en América; y en segundo lugar, la de que este parasitismo no habría sido compensado en el organismo viviente por una religión no sacrificial, ni mucho menos por la consolidación de una educación laica fuerte y el respeto por las instituciones republicanas. Cabe observar que un “canon dominante” no tiene por qué ser tomado por un “canon único” y válido para todos. Sólo apareció así en un periodo determinado de la historia del subcontinente que, como habremos de argumentar, corresponde a la segunda posguerra del siglo XX y al esfuerzo por hacer cuajar la unidad nacional en distintos países del Sur. No es sino hasta este periodo que empezaron a surgir tentativas por explicar un “ser nacional” que debía supuestamente unificar lo diverso, resorber las diferencias y solucionar los diferendos. Sin embargo, las características del periodo no permitieron resolver el problema creado por la religión sacrificial, la persistencia de un imaginario de origen colonial y la debilidad de las instituciones laicas y republicanas. La culpa, la crueldad y el sacrificio -que definiremos de modo preciso- han servido en la trayectoria latinoamericana para imponer el “canon dominante” y para bloquear -bajo amenaza de castigo o de condena, e incluso de escarmiento- la diferenciación individual por el mérito, el enriquecimiento de la personalidad y el reconocimiento al valor de la persona humana.
A diferencia de Carlos S. Nino, quien considera a propósito de Argentina (“un país al margen de la ley”) que en la “anomia boba” todos resultan perjudicados por la ilegalidad (1992: 31 y 215) y la ineficiencia social (1992: 37), en nuestra argumentación hemos dado por sentado que no es así. La anomia sirve para mantener una forma de dominación en la cual existen quienes se benefician, por ejemplo de la impunidad, y consiguen conservar e incluso acrecentar sus privilegios. El mismo Nino lo reconoce implícitamente, al destacar cómo durante el siglo XIX la ilegalidad argentina benefició a los especuladores y los grandes latifundistas (1992: 59), y en el siglo XX a los ricos, capaces de evadir sistemáticamente el pago de impuestos (1992: 97-102), o a los funcionarios públicos beneficiarios de la discrecionalidad y protegidos contra cualquier denuncia (1992: 117). Ciertamente heredada de la Conquista y la Colonia, como lo sugiere Nino (1992: 55), la forma de dominación que se aprovecha de la anomia amerita una lectura que tome en cuenta la singularidad latinoamericana y que no la reduzca a una simple “desviación” de las normas tal y como existen en distintos países centrales, donde los modos de dominación son otros. Coincidimos con Lidia Girola en que los sectores populares, así sea de manera incipiente, han buscado crear en América La-tina alternativas de sobrevivencia distintas a los usos y costumbres dominantes (Girola, 2005).
Primero se explorará el problema de la anomia, a partir de los trabajos de Durkheim. Luego de haber definido lo que se entiende por “violencia sacrificial”, buscaremos tratar de manera somera el problema de la culpa, desde el punto de vista de lo que implica como “praxis de grupo” en América Latina. El objetivo de los dos primeros apartados es el de sentar las bases para el examen (tercer apartado) de cómo se construyeron en la segunda mitad del siglo XX latinoamericano idiosincrasias nacionales, por cierto muy semejantes entre sí, incapaces de superar el “problema” de la ausencia de normas, pese a los anhelos formales de desarrollo y modernización.
1. El problema de la anomia
Nos limitaremos aquí a recoger las principales propuestas analíticas de Emile Durkheim, que han sido retomadas y problematizadas de modo claro y exhaustivo por Lidia Girola. Hemos escogido este procedimiento en la medida en que ya hemos tratado en otro estudio las propuestas analíticas de Durkheim sobre la anomia en El suicidio y La división del trabajo social. En ese otro estudio hemos abordado también las tesis de Parsons y Merton. En cambio, exploraremos aquí un texto de Durkheim que ha sido objeto de una atención menor en la sociología (incluso en el trabajo de Lidia Girola), La educación moral. En efecto, éste último texto ofrece observaciones importantes para abordar las singularidades latinoamericanas del “problema” social.
Para Durkheim, la moral está ligada a la norma, y “conducirse moralmente es obrar siguiendo una norma que determina la conducta a tener en un caso dado (…) El dominio moral es el dominio del deber, y el deber es una acción prescrita” (2002: 84). No es seguro que la noción de deber, que implica una obligación, se haya interiorizado en las sociedades latinoamericanas conocidas por su informalidad. La moral tiene dos aspectos: supone la disciplina, una disposición a llevar una vida regular (2002: 92); asimismo, la moral y la obediencia a una “regla” implican la noción de autoridad, por lo que, para Durkheim, “debemos entender el ascendiente que ejerce sobre nosotros todo poder moral que reconocemos como superior a nosotros” (2002: 88). La autoridad supone una obediencia consentida (2002: 89), basada en el respeto y en el reconocimiento al tesoro de conocimientos y experiencias personales de quien la detenta. En esta perspectiva, la moral no es simplemente un sistema de costumbres, sino de mandatos (2002: 90). No debe descartarse que el problema de la moral en América Latina se preste a una doble confusión. Por una parte, puede ser percibida como una norma de carácter universalista que desafía a los usos y costumbres particularistas, y que por lo tanto se rechaza como si fuera ajena. Por otra parte, la moral puede confundirse con la apariencia o con una fachada, en cuyo caso se convierte en supuesta “decencia” o en moralina.
En América Latina, a partir de la Conquista y la Colonia, la disciplina no llegó a ser interiorizada como tal, en la medida en que se confundió con la imposición de un trabajo agotador, denigrante, sujeto a castigo brutal y pésimamente remunerado para el vencido. Frente a esto, y luego de la hecatombe del siglo XVI, sólo podía quedar la resignación (sin la convicción que requiere toda disciplina) y lo que Fernando Escalante ha llamado “la sumisa desobediencia” (1992: 111-134). En efecto, por lo menos en el siglo XIX, el pueblo mexicano parece haber oscilado, para asombro de unos y destanteo de otros, entre la obediencia a cualquier cosa que se mandara, al punto de ser considerado por un José Fernando Ramírez como un “hato de borregos” (Escalante, 1992: 122), y la insubordinación, el carácter levantisco y lo que Benito Juárez viera como “el hábito de no estar contento con nada que no (sea) un trastorno”, hasta llegar a la costumbre de “hacer una oposición injusta a las autoridades legítimas y a las leyes” (Escalante, 1992: 123). Escalante constata que el siglo XIX mexicano se caracterizó por lo que sin duda puede llamarse anomia, y por el hecho de que “los propios políticos y los funcionarios públicos pusieran lo mejor de su empeño en mantener el desorden” (1992: 111).
Los Conquistadores y los encomenderos fueron siempre los primeros en colocarse en una situación de ilegitimidad (incluso ante la propia metrópoli), para hacer “lo que les diera la real gana”, por lo demás sin regularidad alguna y en el completo desorden. Era imposible que, dada la relación de imposición y sometimiento, quedara espacio para una obediencia consentida hacia la autoridad. Desde este punto de vista, es posible afirmar que la relación que se instaló entre el vencedor y el vencido de ningún modo podía afian-zar el sentido del deber y de la moral como mandatos (una imposición, más si es arbitraria y caprichosa, no puede ser un mandato). Para redondear el argumento, es necesario precisar que Durkheim contaba con la escuela pública para transmitir la autoridad, la moral y el sentido del deber. No hubo desde luego escuela digna de ése nombre en la Colonia. En cambio, a la imposición señorial se sumó un imaginario religioso basado en el uso de la culpa para asegurar el sometimiento.
Para Durkheim, la sociedad debe contener un poder regulador de los sentimientos y la actividad de los individuos, y poner límites a lo que la gente puede desear o hacer. En una situación anómica, los límites se vuelven lábiles y las sanciones son débiles o inexistentes (Girola, 2005: 31). No es seguro que esta primera aproximación pueda dar cuenta de lo que suele ocurrir en las sociedades latinoamericanas, que deben definirse por lo que son (sociedades particularistas) y no por lo que no son (sociedades universalistas, si se piensa en algunos países centrales). Durkheim trabajó sobre una sociedad concreta, la francesa, y además en un proceso de transición y crisis. Hasta aquí, cabe afirmar que la patología de las sociedades latinoamericanas no es forzosamente el “mal del infinito” del que hablara Durkheim, aunque, desde el particularismo y la reivindicación identitaria, se transgredan los límites de lo que se entiende por normas universales y no exista sanción por ello.
La hipótesis de que las sociedades latinoamericanas tienden a la anomia podría dejar suponer que, a falta de regulación, son incapaces de sancionar y poner límites a quienes no acatan las normas. El problema reside en lo que se entiende en realidad por “norma”, y que Durkheim llega a dar ocasionalmente por equivalente de “regla”. El hecho de que las “reglas” en América Latina (si las hay) no sean las mismas que en algunos países centrales no implica que no las haya en absoluto. Existen en todo caso usos y costumbres más o menos aceptados por la colectividad. Se corre el riesgo de que el argumento se muerda la cola: si en América Latina existen supuestas reglas, pero “todos” se las saltan, ello puede significar en realidad que los usos y costumbres son justamente la “regla” socialmente aceptada, y que por lo tanto no son vividos como transgresiones. En este marco, bien puede ocurrir que se sancione a quien no actúa como “todos” (quien no se salta la “norma” parece “extraño”). No hay interiorización de normas universales, y frente a éstas suele plantarse la afirmación particularista de los usos y costumbres. En este mismo marco, la trasgresión llega a tomar un carácter anárquico. No desafía una norma que no existe, sino que define la libertad como un absoluto sin límites. En buena parte de la experiencia histórica latinoamericana, la trasgresión de los usos y costumbres se ha definido contra el sometimiento, pero no por ello ha logrado fundar una autoridad y una obediencia consentida.
Michel Wieviorka ha resumido de modo muy sencillo la violencia sacrificial, que lleva al sujeto al fracaso, a la impotencia (por la prohibición o la incapacidad para actuar) e incluso a la perversión (2005: 304). El sacrificio constituye un mecanismo “regulador” que permite evacuar la violencia social latente. En una comunidad que pasa por una crisis de rivalidades, el linchamiento permite desconocer el proceso fundador y da paso al simulacro y al ritual, en tres pasos: 1) una crisis violenta o una catástrofe cualquiera destruyen a la comunidad o le impiden fundarse, 2) el linchamiento permite que vuelva la paz, y 3) la comunidad vuelve a funcionar. En una comunidad de este tipo, los “perseguidores” descargan sobre sus víctimas la responsabilidad tanto por sus desgracias como por su “liberación”; luego de haber demonizado a su víctima, llegan a divinizarla (2005: 305).
La descripción del proceso es útil para comprender ciertas costumbres latinoamericanas. La búsqueda de un chivo expiatorio hace que el error -propio de cualquier ser humano, pero sujeto a una interpretación cultural- se pague caro, trátese del desafío a una costumbre injusta o del simple desconocimiento de la “convención”. La crueldad de esta violencia sacrificial puede llevar incluso a más de una “crónica de una muerte anunciada”. Acostumbrada al ritual sacrificial, la comunidad puede infligir sin mayores problemas -y sin hacer nada para evitarlo- el castigo a quien, por las razones que sean, se ha apartado de los usos y costumbres y se ha atrevido con valor personal a desafiarlos por considerarlos injustos. Como ya se ha sugerido en la introducción, el problema estriba en que, a fuerza de “coacción” por la imposición, la comunidad ha terminado por negar el conflicto originario (el de la Conquista y la Colonia) que la destruyó y le impidió “fundarse” pacíficamente. En caso de diferendo y de temor a que éste degenere en violencia, la comunidad no alcanza paradójicamente a restablecer la paz más que con un linchamiento, que puede ser cruelmente el del inocente. Se trata de un proceso contradictorio, que niega la violencia fundadora y al mismo tiempo la ejerce. El problema estriba en saber qué papel juegan la imposición y el sometimiento en esta violencia, que a fin de cuentas se orienta contra quien muestre vulnerabilidad.
Hasta cierto punto, los usos y costumbres pueden identificarse con una “regla” que, sin embargo, no llega a ser norma. Una regla es una prescripción acerca de cómo se debe hacer algo, es aprendida (un hábito) e implica sanciones (positivas o negativas), pero es percibida por la persona como externa a sí misma y no vista como un imperativo moral. En cambio, una norma es una regularidad en el comportamiento que es internalizada por el individuo.
Siguiendo a Durkheim, Lidia Girola señala que una regla es ante todo una manera de actuar habitual y obligatoria, y que se sustrae en alguna medida al arbitrio individual (2005: 49). Es posible pensar que la regla se ajusta más que la norma a una comunidad basada en el ritual del chivo expiatorio. La conducta gregaria no reclama un imperativo moral y el libre albedrío, sino que se impone de manera habitual y compulsiva -justamente bajo amenaza de castigo- como algo externo al miembro de la comunidad. Hasta aquí, nos inclinaríamos a pensar que la anomia latinoamericana se caracteriza -valga la redundancia- por la ausencia de normas, pero no forzosamente por la de reglas “aprendidas” (vueltas habituales por la costumbre) que eximen del imperativo moral individual: “se acata pero no se cumple”. Ello no implica la completa amoralidad de las socie-dades latinoamericanas, y el mismo Durkheim, como lo recuerda Girola, tuvo la precaución de distinguir entre una “moral ideal”, a fin de cuentas abstracta; y la moral, “efectivamente funcionante”, hecha de principios específicos para situaciones concretas (2005: 42). Esta distinción se encuentra también en La educación moral (Durkheim, 2002: 98).
En las sociedades latinoamericanas, de corte particularista, es posible que la “moral ideal” sea descartada como una imposición universalista; las situaciones concretas, a su vez, se rigen por reglas (usos y costumbres) que pueden carecer de “principios específicos”, si éstos han sido remplazados por el ritual sacrificial. Para Durkheim, de la misma manera que la disciplina no era una violencia ejercida sobre la naturaleza humana, a diferencia de lo que pensaban los utilitaristas (Girola, 2005: 37), el estado de “irreglamentación” debía evitarse, en la medida en que la libertad de la persona supone que los demás no puedan aprovecharse, para someterla, de la superioridad física, la económica o cualquier otra que desemboque en el abuso de poder (Girola, 2005: 31). No es necesario insistir en que, a partir de la Conquista y la Colonia, las sociedades latinoamericanas se instalaron en la situación opuesta, al dar justamente por natural el sometimiento, el abuso de poder y la limitación de la libertad interior (para hacer opciones) de la persona. Muchos pueden haberse preguntado si la Conquista y la Colonia no liquidaron por “coacción externa” el libre albedrío individual (por ejemplo entre los indígenas orillados por mucho tiempo a la resignación y la postración).
Durkheim adoptó en su trayectoria individual dos definiciones de la anomia: 1) la ausencia de reglamentación entre determinadas funciones sociales (el desorden y la anarquía), y 2) la ausencia de una regla moral interiorizable por los individuos. En este último caso, la anomia se caracterizaría por un “estado moral” de una sociedad sin “regla”, o donde la “regla” ha perdido autoridad absoluta (Girola, 2005: 46). El problema de la autoridad no es menor, y Durkheim lo aborda con precisión, como ya lo hemos sugerido más arriba.
Si la Conquista y la Colonia suponen en América Latina que la “autoridad” ha sido el producto de una imposición (que busca el sometimiento y no la obediencia consentida), no es posible pensar en una moral que haya sido interiorizada por los individuos. Lo que llega a interiorizarse no es una moral, sino una relación basada en la humillación, que está implícita en la imposición arbitraria y la exigencia de sometimiento, aunque esto sea al mismo tiempo tormentoso e inhumano. Así pues, los individuos latinoamericanos, sin ser exactamente “amorales”, entienden las “reglas” a su modo, y en éstas se reconoce la comunidad. Entre la imposición y el so-metimiento, no queda mayor espacio para la solución de un conflicto que no admite testigos (son estos quienes se arriesgan al linchamiento). Las normas morales que Durkheim puede haber dado por universales no son las que se afianzaron con la Conquista y la Colonia en América Latina.
Siempre para Durkheim, la moral debía estar ligada a la solidaridad, la unión con los demás y el hecho de contar con el prójimo, y era lo contrario al egoísmo, que implica la ruptura de los lazos solidarios (Girola, 2005: 35). El sociólogo francés contaba, para sortear las situaciones anómicas, con una “moral del deber” y una disciplina (entendida fundamentalmente como autodominio) que debían tener por anclaje la educación laica; la “astenia moral” puede caracterizar a sociedades que no han salido de la transición evolutiva de una moral religiosa a una moral laica (Girola, 2005: 35). Durkheim pensaba en un “ideal social” que incluyera el logro de una mayor justicia, una mayor moralidad, el luchar porque las condiciones de vida de las personas tuvieran que ver con sus méritos, y con un menor sufrimiento en la vida de todos los días (Girola, 2005: 39).
La Conquista y la Colonia impidieron construir acciones reguladoras endógenas, y crearon por ende las condiciones para la anomia, que dejó de ser transitoria, hasta donde las mentalidades consiguieron metamorfosearse sin cambios de fondo que elaboraran el trauma del proceso fundador. Para que la anomia fuera superada, las sociedades latinoamericanas habrían necesitado de un proceso cultural autorreflexivo que no se produjo. Desde el punto de vista de los intelectuales, la patología local solía verse -o suele incluso verse hasta hoy- no como producto de una Historia propia, sino como desviación de un supuesto “canon occidental”, antes europeo y ahora estadounidense. Los dichos -por cierto que frecuentemente autodenigratorios- no han escaseado, como lo observa irónicamente William Ospina: “un chiste común -escribe- dice que en Colombia los ricos quieren ser ingleses, los intelectuales quieren ser franceses, la clase media quiere ser norteamericana y los pobres quieren ser mexicanos” (1997: 91).
Siempre para seguir a Durkheim, la anomia se produce en situaciones de cambios rápidos tanto en las jerarquías sociales como en las fortunas individuales, que por lo general acompañan tanto a los momentos de desastre económico como a los de acrecentamiento de poderío y fortuna, y en los cuales la sociedad, sea en su conjunto o a través de algunos de sus órganos o agentes, es transitoriamente incapaz de ejercer su acción reguladora (Girola, 2005: 32). Fue precisamente ésta la situación que se instaló con la Conquista y que perduró en la Colonia. En medio del desastre económico y del sacrificio que supuso el hundimiento de las civilizaciones precolombinas, los conquistadores aspiraron al cambio rápido en la jerarquía social y la fortuna individual, aunque fuera con un arribismo que, como lo ha hecho notar Jacques Lafaye, no siempre les permitía insertarse como iguales -sino como “peruleros” e “indianos”- en la nobleza metropolitana. “El perulero -escribe Lafaye- desplegaba sus riquezas y mostraba ridículas pretensiones nobiliarias: se convertía siempre en presa de alguna rapaz belleza madrileña que lo arruinaba” (1970: 215). El cambio en la jerarquía y la fortuna entre los conquistadores llegó a ser tan brusco que algunos, después de haberlo dilapidado todo, llegaban a mendigar favores al rey, con tal de no ir a engrosar las filas de los pícaros y mestizos sin hogar” (Lafaye, 1970: 123).
Con la Conquista se impuso la ley del más fuerte sobre un débil al que no forzosamente podía achacarse el atraso tecnológico. En los episodios que marcaron el triunfo de los conquistadores, éstos con frecuencia simplemente aprovecharon la credulidad del huésped y utilizaron el engaño. Ni Moctezuma ni Atahualpa (por mencionar dos ejemplos) habían recibido como enemigos a quienes llegaban del otro lado del Atlántico, y a la larga fueron cruelmente engañados. Ya con la Colonia, la relación entre el vencedor y el vencido se estableció sobre un “registro” que habría de perdurar, el de la servidumbre con una violencia fundadora latente, la coacción externa y la prueba de fuerza. En América Latina, este tipo de relación fue aceptada con cierta resignación del vencido. La Colonia no instaló “norma reguladora” alguna, pero consagró en cambio usos y costumbres que sólo podían ser vividos por las personas -en particular las vencidas- como externos a sí mismas. Este no es un problema menor. Dado el carácter externo de la coacción y la ausencia de un imperativo moral basado en la cooperación, todo el que puede hacerlo llega a buscar en América Latina colocarse en la posición de imponer y de evitar el sometimiento, para lo cual se puede utilizar la culpabilización del Otro y renunciar al mismo tiempo a toda muestra de debilidad.
2. El problema de la culpa
Si no es falsamente inducida y vivida de modo morboso, la culpa no tiene por qué suponer forzosamente una patología, aunque corre el riesgo de dejar al sujeto desvalido en su mundo y desligado de los otros ante los cuales experimenta la culpa (Castilla del Pino, 1973: 23). En relaciones sociales marcadas por la prueba de fuerza y por la humillación, el vencedor descarga la culpa en el vencido, aunque éste no la tenga. El sentimiento de desvalimiento y desamparo es una debilidad que el ser latinoamericano busca evitar, y para ello puede querer tejer una red de relaciones sociales. El código de honor (que es el de la apariencia) aconseja sin duda no mostrarse débil, y evitar por ende ser culpabilizado y “desligado de los otros”. Quizá no sea la única razón por la cual es arriesgado admitir una culpa y mostrar debilidad. Es natural que se quiera evitar la crueldad, aunque sea inhumano descargarla en el Otro.
Para Ana N. Berezin, quien sigue en esto a Georges Bataille, la crueldad se define por el no conmoverse o incluso por el complacerse en el padecimiento ajeno (Berezin, 1998: 28), y encuentra un principio de explicación en el “desamparo inaugural” (1998: 35) que por fuerza atemoriza a quien lo vive. El desamparo formó sin duda parte del proceso fundador latinoamericano que el ritual sacrificial se ha empeñado en negar; a lo sumo, el padecimiento del vencido, no entendible para el vencedor (el vencido no era un “prójimo”, una “persona”), podía despertar la conmiseración (el “pobreteo”).
Si ha de seguirse a Castilla del Pino, el problema de la culpa remite al de la responsabilidad por la decisión (1973: 27). El culpable puede decidir actuar sobre su realidad para reparar el daño, o bien instalarse en el “no-hacer” y en la indecisión, con el riesgo de “vivir para la culpa” e hipertrofiarla, ante la imposibilidad de subsanarla (1973: 44). En este último caso, al querer evitarse -incluso con pretextos o subterfugios- la sanción por la culpa, no es difícil recaer en la anomia, ya sea por negligencia o por imprudencia. Para que la culpa remita a la responsabilidad por la decisión, la primera tiene que ser reconocida como tal e identificada con el error. No es frecuente que se haga en las sociedades latinoamericanas. En efecto, y con el antecedente de la crueldad del ritual sacrificial, la culpa se evita porque se la confunde con la condena, la sentencia o el castigo, y no con la posibilidad de corregir un error.
Siempre para Castilla del Pino, el problema de la culpa remite a una dialéctica que supone una praxis, a diferencia de la vivencia religiosa, o incluso jurídica (1973: 44). Hasta aquí, cabe la hipótesis de que el ritual sacrificial opere con una culpa falsamente inducida, y que ésta sea vivida de modo morboso. El castigo de inocentes no es algo demasiado ajeno a las sociedades latinoamericanas.
El problema de la culpa no puede desvincularse de la anomia y de un contexto cultural muy preciso. Castilla del Pino observa que “el origen de la culpa es (…) social. Aunque la experiencia de la culpa sea personal, el carácter sociogénico de la misma es evidente. La inducción de la presunta culpa, si determinada acción se hace, la verifica la sociedad como una forma de praxis de grupo” (1973: 55). En esta perspectiva, la negligencia que puede causar un daño no se vive forzosamente como culpa en una sociedad anómica, hasta donde ésta carece de mecanismos autorregulatorios para corregir los errores. Para que una “autoridad”, por ejemplo, sienta culpa por algún abuso de poder, tendría que existir una norma que sancione la impunidad, en vez de usos y costumbres permisivos con la misma. En este orden de cosas, el abuso de poder -como el abuso de confianza- no alcanza a ser vivido como trasgresión, y por lo tanto como un error a corregir para reparar un daño, sino como algo natural. Para que haya culpa, como lo sugiere Castilla del Pino, la acción determinada del hombre implicaría violar un principio rector, el “hacer debido” y “decidir hacer” lo que de antemano se estima como indebido, o que se considera retrospectivamente como indebido (1973: 47). En las sociedades latinoamericanas se ha instalado cierta forma de insensibilidad -o en todo caso de negligencia- ante el daño cometido, ya que los usos y costumbres -la praxis de grupo- no lo sancionan. Ante esto, en la sociedad anómica pueden acumularse, y no forzosamente de manera intencional, los daños y los errores que nadie repara, porque “no ha pasado nada”.
En un imaginario donde tienen gran peso la jerarquía y la religión, la culpabilización de quien ha hecho un daño puede tomarse de manera sorprendente por una equivocación (si quien lo ha hecho está protegido por la impunidad). Habida cuenta de la “coacción externa” que suponen los usos y costumbres, éstos coartan la libertad interior que supone la opción ante la culpa (hacer o no hacer), sanciona esa misma libertad en quien es objeto del daño, y desemboca en la impotencia y la parálisis, pero sobre todo en la negación del valor de la persona, al imponérsele el ritual sacrificial. Por si fuera poco, en este ritual el culpable puede terminar siendo el que reclama la reparación del daño y tiene que “mendigar” un derecho: para ello se utiliza la inducción falsa basada en el temor. Como lo ha señalado Castilla del Pino, esta inducción falsa no es ajena a la educación religiosa (1973: 117).
En la sociedad anómica no aparecen culpables, pese a que la negligencia en la que nadie repara nada llegue a ser más o menos generalizada. Reparar supondría que alguien es culpable (en el sentido de haber cometido un error), y que por lo tanto podría ser objeto de sanción. Se vive entonces sin culpa (o evitándola y descargándola sobre el inocente o el crédulo) y con negligencia porque, a falta de normas que autorregulen y corrijan el error, la trasgresión no es vivida como tal, sino que se identifica incluso con un supuesto derecho. Así, los usos y costumbres pueden sancionar la decisión de hacer valer la persona. En el mejor de los casos, la culpa, sin resol-verse, lleva a la disociación del sujeto: “siendo culpable -escribe Castilla del Pino- se ha de soslayar la culpa de tal modo que se vivacomo sino lo fuera” (1973: 159). Por el código de honor y la importancia que se atribuye a la apariencia, el arrepentimiento se vuelve casi imposible y se vive con frecuencia (hasta donde es arrepentimiento ante alguien) como humillación.
En la forma de lo que Castilla del Pino llama la “culpabilidad anormal” (1973: 177), el organismo ya no consigue volver al estado de equilibrio. Lo mismo cabe observar para el conjunto de la sociedad, que en realidad, a falta de poder aceptar el conflicto y reconocer el proceso fundador del error, únicamente puede regresar a la “naturalidad” mediante el ritual sacrificial y catárquico del chivo expiatorio. La comunidad no alcanza a comprender la “falla” en el proceso fundador, que Ana N. Berezin podría describir de este modo: “aceptación de que lo más amado es también odiado porque se depende, porque es diferente y sus diferencias cuestionan e interrogan las propias certezas identificatorias
identitarias” (1998: 29). El imaginario sentimental latinoamericano no es inocente: si la dependencia se ve suplida por la diferencia -a riesgo de conflicto-, resulta preferible descargar la culpa en el Otro antes que cuestionarse las propias certezas identitarias.
3. Mentalidad colonial e identidad nacional
Los esfuerzos por construir identidades nacionales en el siglo XX no habrían conseguido elaborar y superar el imaginario colonial. Hacerlo habría supuesto renunciar a la “coacción externa” de la dominación. Los beneficia-rios de los procesos históricos del siglo XX construyeron identidades para “conciliar los conflictos” desconociéndolos como ilegítimos. No está de más señalar cómo, durante buena parte del siglo XX, en la mayoría de los países latinoamericanos persistió el paternalismo (patriarcalismo) de origen colonial, ya fuera bajo la forma de dictaduras o de populismos.
Un imaginario puede definirse de modo simple. Para H. Védrine, por ejemplo, retomado por Jean-Jacques Wunenburguer, es “todo un mundo de creencias, de ideas, de mitos, de ideologías en el que bañan cada individuo y cada civilización” (Wunenburguer, 2003: 12). Para G. Dubois, es “el resultado de una energía síquica, formalizada a nivel individual y colectivo” (Wunenburguer, 2003: 13). Si se toma en cuenta esta última definición, quizá no sea de extrañar que los intentos por esbozar identidades nacionales en las sociedades latinoamericanas hayan rayado en la influencia sicoanalítica (la búsqueda de “inconcientes colectivos” o “arquetipos”), a riesgo de abandonar la historicidad. Wunenburguer ha señalado cómo el imaginario del mito puede interferir los procesos cognitivos (2003: 72).
Ciertamente, sin un imaginario, la vida en sociedad corre el riesgo de aparecer como arbitraria y frágil (2003: 74). En América Latina, es probable que la edificación de identidades nacionales no haya conseguido -pese a la búsqueda de la cohesión social y la unidad nacional- aminorar esta precariedad y arbitrariedad de la vida social. Al fin y al cabo, esas construcciones se hicieron mientras la práctica social era incapaz de abandonar la impunidad y los clientelismos (muy frecuentes en los populismos, por ejemplo), y de reconocer el valor de la persona humana. Wunenburguer advierte contra un riesgo que se ha hecho realidad en América Latina: “el imaginario -escribe- nos priva con frecuencia de la libertad de juicio, y actúa de manera perturbadora sobre nuestros afectos al excitar creencias ciegas” (2003: 79).
Llegados a este punto, vale la pena anotar que, con algunas excepciones (sobre todo en México), práctica-mente no existen estudios sociológicos o de psicología social que hayan podido ir más allá del ensayo para abordar el problema de las identidades sociales latinoamericanas. Desde nuestro punto de vista, no es casual que éstas identidades hayan sido “pensadas en borrador”, sin poder ir más a fondo. A lo sumo, en algunos casos que habremos de mencionar (como el de Aguinis en Argentina), el “problema” se ha colocado de modo pertinente en una perspectiva histórica. Pero si algo llama la atención, es que se hayan atribuido a distintos países del subcontinente señas de identidad particulares que, en realidad, son muy semejantes entre países y con las de España. Esto puede atribuirse justamente a las dificultades por superar la visión dominante que se impuso desde la Conquista y la Colonia y para hacer cuajar naciones desde abajo, dignas de sus particularidades históricas. Hasta aquí, el problema que se plantea es el de extraer conclusiones pertinentes desde el punto de vista de la sociología y la psicología social a partir de materiales las más de las veces ensayísticos.
Resulta llamativo que un conjunto de rasgos que se han atribuido de manera exclusiva a un “canon” latino-americano se encuentren hasta hoy como parte de un comportamiento bastante común entre los españoles. En un texto que reivindica la antropología de Abram Kardiner y Ralph Linton, Francisco Gavilán señala como costumbres propias de España el “enchufe” y el “compadreo”; el hecho de hacer pasar una obligación por un favor (1988: 32), frecuente en el obstruccionismo burocrático; una proverbial impuntualidad (1988: 91); cierto desprecio por el trabajo y la tendencia a la táctica dilatoria y a “dejarlo todo para mañana” (1988: 109); la costumbre de transgredir los reglamentos (1988: 158-159); la de improvisarlo todo en un “país de urgencias” (1988: 167); la descalificación y el etiquetamiento del Otro (1988: 185); la afición por el ruido y el grito vehemente, la incapacidad para callar y mantener una auténtica conversación (1988: 213); el miedo al silencio y a la soledad (1988: 219), y el desprecio por la intimidad personal (1988: 215). La lista podría alargarse. En todo caso, a la crítica se responde con la mescolanza de imposición y autodenigramiento, o con el fatalismo; siempre queda el “pavorrealismo”, ya que “como España no hay dos” (Gavilán, 1988: 222), o porque “las cosas son así” (Gavilán, 1988: 154).
Si se sigue hasta el final el retrato que hace Gavilán de las costumbres españolas, cabe preguntarse por qué muchas de ellas se han dado por exclusivamente latinoamericanas. Si de larga duración se tratara, podría argumentarse que esas mismas costumbres fueron impuestas en el subcontinente americano, aunque no habría de ser sino hasta el siglo XX que se elaborarían como supuestas señas de identidad, y no del todo inocentes. En efecto, Roger Bartra ha identificado influencias claras en el debate sobre “lo mexicano”, las de Gustave Le Bon, Ortega y Gasset y Georges Sorel (1987: 20).
Para Gavilán, más que busca ir más allá del simple ensayo, ciertas costumbres españolas tienden a evadir sistemáticamente la responsabilidad culpando a otros: “nos horroriza la palabra responsable, escribe el autor. En este país está inevitablemente emparentada con la de culpable, sin mayores ni mejores matizaciones” (1988: 146). La culpa se utiliza para evadir la corrección de un error. Agrega Gavilán: “mantenemos, además, la creencia de que reconociendo nuestros errores perderemos el aprecio de las personas que nos rodean” (1988: 146). Dicho en otros términos, reconocer un error bien puede ser exponerse -mostrando una supuesta debilidad- a ser sacrificado en el ritual del chivo expiatorio. Pero el temor a la pérdida del aprecio no es el único ingrediente que impide el reconocimiento del error: “el culpable -escribe Gavilán- siempre es el otro. Lo único que nos obsesiona es el castigo humillante para nuestro amor propio. La culpabilidad -sea la que sea- es insoportable para nuestro ego” (1988: 147).
William Ospina ha detectado una problemática harto similar para una Colombia en la cual todo el mundo desea ser feliz, pero el país se cae a pedazos y todos terminan enfrentándose entre sí a morir, como en el Mi hermano el alcalde de Fernando Vallejo. Para Ospina, no hay duda sobre el origen colonial y señorial de los problemas colombianos. Ni siquiera cabe el romanticismo cuando el pueblo, que “no cree en nada”, termina buscando su sobrevivencia en la lucha de todos contra todos, en un país que “se ha acostumbrado a la mendicidad” (1997: 19), y en el cual se recibe como limosna lo que es un derecho (1997: 20).
Desde luego que el autor, aunque no la mencione, deja entrever que la anomia es un fenómeno latente, que se produce porque “nada sirve a un propósito público. Aquí solo existen intereses particulares. El colombiano sólo concibe las relaciones personales, sólo concibe su reducido interés personal y familiar, y a ese único fin subordina toda su actividad pública y privada” (1997: 14); “su único sueño es tener montado un negocio particular” (1997: 15). En un cuadro como éste, una “vasta red de compadres y amigos parasita el caos y exprime a todo el que cae en sus manos” (1997: 86). Queda sugerido que, si Colombia no tiene otra fisionomía que la heredada de la Colonia, es en parte por haberse negado a reconocer su originalidad histórica y por no haber construido el Estado desde abajo, pero también por falta de carácter (1997: 21).
De nueva cuenta aparece la anomia: “llevamos siglos -escribe el autor- desobedeciendo códigos secretos, transgrediendo normatividades admirables y vanagloriándonos de la perfección de unas instituciones a las que nadie respeta” (1997: 36). Es lo mismo que constatara en el México del siglo XIX, y no sin ironía, Jesús Terán, citado por Fernando Escalante: “nos hicieron un excelente traje sin habernos tomado las medidas” (Escalante, 1992: 127). Ospina expresa sin ambages la imposibilidad de la sociedad colombiana para establecer normas reguladoras, en el sentido en que lo entendiera Canguilhem, de tal modo que en el país sudamericano chocan todas las diferencias (regionales, sociales, individuales, po-líticas) sin resorberse jamás, y la culpa da vueltas sin toparse jamás con el responsable de algún error. En Colombia, “cada vez que alguien se equivoca le ruge a su víctima, para que no se crea que va a mostrar la debilidad de asumir el error” (1997: 22). Por lo demás, prosigue el autor, “los responsables del drama empiezan a exigir que sean las víctimas quienes arreglen lo que la codicia ha dañado” (1997: 93). La religión se ha pervertido, y “el que peca y reza empata”: “aquí -escribe Ospina- las gentes se sienten cumpliendo con sus deberes religiosos no si son nobles y generosas con las demás, de acuerdo con los preceptos de Cristo, sino si cumplen con la liturgia”. Para salvarse no se cumple con la Humanidad, ya que basta hacerlo con la Iglesia (1997: 31).
Pese a trayectorias históricas aparentemente distintas, María Sol Pérez Schael ubica en la Venezuela petrolera problemas harto similares a los que Ospina ve en Colombia. Pérez Schael, gracias a una minuciosa mi-rada histórica que rebasa el ámbito ensayístico, no duda en hablar de un país -la Venezuela profunda- donde impera la anomia (1993: 165 y 215-227). Como en la España que describe Gavilán, en Venezuela la autorreflexividad cultural está bloqueada por el “pavorrealismo”: “es que Venezuela es otra” (Pérez Schael, 1993: 168), en este caso “realmaravillosa”. La anomia se despliega -la autora lo demuestra con ejemplos claros de la vida cotidiana- en la rapiña del interés nacional, la existencia de individuos pero no de derechos, la incapacidad para hacer valer la ley y distinguir a los policías de los ladrones, las “bondadosas instituciones hechas para los amigos” y, curiosamente, en el uso de la supuesta igualdad para “decapitar jerarquías” y evadir el error, ya que “aún sien-do culpables, todos somos iguales” (1993: 170-176).
En la narrativa de la Venezuela del petróleo, el pueblo no parece ser algo sólido, sino “gente” que vive al vaivén de la suerte y que, “cuando le toca decidir, (…), apenas alcanza a balbucear una imagen maltrecha de lo que hacen los otros” (1993: 150). La autora pone de relieve los siguientes factores que contribuyen a la anomia: la omnipotencia crítica y la intolerancia, incapaz en el fondo de aceptar la menor diferencia; el sinsentido de la noción de igualdad y la ausencia de criterios de intercambio (lo que anula toda meritocracia), y la ambigüedad del poder (1993: 179). María Sol Pérez Schael va incluso más lejos, al sugerir a partir de la etnosiquiatría que, entre el “rechazo alucinante por lo real” y el “estupor alucinado por lo real”, la sociedad venezolana, por lo menos hasta los años ’80 del siglo pasado, terminó por caer en el autismo societario, “impermeable al mentís de la experiencia” y “dedicado a negar su dimensión histórico-conflictiva” (1993: 213).
Si del Ecuador se trata, sorprende que, al plantear el problema de la identidad, Miguel Donoso Pareja dé por particularidades del país sudamericano rasgos que se encuentran en otros espacios del subcontinente y en España. Donoso trabaja sobre el regionalismo ecuatoriano, que tiende a oponer la sierra y la costa, y en ello se topa con el problema del mestizaje (serrano). Este problema no es muy distinto de las peculiaridades que se han querido atribuir al mexicano, por ejemplo. El “chulla” quiteño vive ese mismo mestizaje de manera tortuosa (1998: 46). Al destacar el supuesto apocamiento de la música ecuatoriana, Donoso Pareja le atribuye características que no son infrecuentes en otros países, desde el tango argentino que diseca Marcos Aguinis (2003: 136-145), hasta la ranchera (que no el cancionero popular) en México. “La única identificación musical que tenemos -escribe Donoso Pareja- es la del sufrimiento y las lamentaciones, la borrachera llorona y la desgarradura por los amores fracasados o imposibles” (1998: 56).
También está presente la anomia, y “en un país donde la corrupción es lo normal, ser honrado resulta pintoresco” (1998: 69). Los regionalismos no son exclusivos del Ecuador, y se encuentran desde México hasta Bolivia, pero, si ha de volverse sobre Gavilán, España se lleva las palmas, y “no basta, por ejemplo, que Madrid y Barcelona sean diferentes, y por tanto incomparables. Han de ser mejor una que la otra” (1988: 29). El particularismo, que se afirma contra la universalidad, también juega contra el Otro, el que “trabaja como un negro”, es “cabeza de turco”, “bebe como un cosaco” o engaña al otro “como a un chino” (Gavilán, 1988: 143). Estas etiquetas se encuentran casi hasta el infinito en el regionalismo ecuatoriano que opone a “monos” (costeños) y “longos” (serranos). No creemos, contra lo que sugiere Donoso Pareja, que sea cuestión de una supuesta “esquizofrenia”, pero sí de la construcción de una imagen a costa de imponérsela a Otro, y parte de una anomia en la que “las etiquetas llevan siempre una pesada carga de maledicencia y connotaciones peyorativas que subvierten todo el sistema de valores” (Gavilán, 1988: 180). Esto ocurre, como lo señala el autor español, hasta que “la imagen acaba siendo la única realidad” (1988: 191).
El estereotipo pudiera decir que Colombia es un país de “violentos”, y que los problemas del Ecuador son los de un “país pequeño”. Sin embargo, la misma problemá-tica reaparece en Argentina y, de nuevo (salvo en una que otra observación puntual), Marcos Aguinis la da por seña de identidad particular. Como el español descrito por Gavilán, el argentino “facilista” al que critica Aguinis cree tener un destino de grandeza, pero le teme al mismo tiempo al ridículo, no soporta que le toquen los mitos nacionales y se refugia en la solemnidad, algo de desenfado y una autosuficiencia engañadora (2003: 21), por más que diga por doquier que “este país no tiene cura” (2003: 26). Para el autor, no cabe duda de que el conflicto interno en la psique argentina, que también confunde culpa y responsabilidad (2003: 24), se remonta a la Conquista y la Colonia. De paso, Aguinis hace notar que para el argentino “sentirse culpable es sentirse acu-sado, inferior y pasible de castigo” (2003: 68).
El lazarillo de la picaresca española, que soportaba estoicamente las humillaciones para obtener comida o un sitio donde dormir, encuentra su epígono en Argentina. Es el “vivo” -resentido- que pasa por encima del prójimo con tal de no ser un “zonzo”. Se presta a un país donde impera la anomia, por lo que se deduce de esta observación de Aguinis: “(…) el ‘vivo’ no cree en la justicia. Los medios ilícitos le sirven. La Ley es un obstáculo que debe saltearse cada vez que se interpone. El fraude no lo escandaliza: se trata de un recurso” (2003: 40). Es preferible “ser ladrón que ser zonzo”, y, en lo que se acerca al ritual sacrificial del linchamiento que ya hemos descrito, hay que hacer de tal modo que la víctima de un golpe no consiga devolverlo, porque “si uno no joroba, lo joroban”. Aguinis detecta un “debilitamiento de la normativa” (suponiendo que exista) en el que acaba por oscurecerse la diferencia entre lo justo y lo injusto, lo permitido y lo prohibido, lo perjudicial y lo beneficioso (2003: 219).
Dos puntos de interés hacen que valga la pena detenerse un poco más en la obra del autor argentino. Como Ospina para Colombia, Aguinis reconoce la existencia de una herencia colonial en la que la mentalidad del encomendero y la de quienes se le sometieron -aún con cierta resistencia pasiva- encontraron el modo de metamorfosearse hasta el siglo XX, lo que explicaría que muchos argentinos no hayan llegado a sentirse solidarios con la nación y hayan preferido el “no te metás” al altruismo social. En un argumento en el que Aguinis consigue salir del ensayo para adentrarse en un examen histórico minucioso, el parasitismo del encomendero está fuera de duda: “la institución de la encomienda -escribe el autor- (…) fue una avivada gigante, porque los encomenderos se olvidaron de sus obligaciones para con los indios y mestizos, y sólo se ocuparon de robarles el producto de su trabajo” (2001: 91). “El encomendero -agrega-, que era dueño de vidas y haciendas, fue continuado por el caudillo y el patrón. Luego, por el Estado. Antes se esperaba que todo fuera resuelto por el olímpico poder de un hombre al que obedecían las mesnadas, después se exigió lo mismo del Estado gigantesco y ubicuo. Las experiencias sucesivas no diluyeron esta mentalidad de sometimiento, sino que la aumentaron” (2001: 207). A su modo, Aguinis da cuenta de la falta de “autorre-gulación”, y llama a subsanarla con el reconocimiento del proceso fundador, que no debiera ser negado: “los argentinos -considera- estamos cruzados por herencias y visiones que, además de generar tensión, producen conflicto” (2001: 15). Como lo anota el autor, el “problema” estriba en que el conflicto no ha podido integrarse, y es así que el “encanto” de ser argentino se vuelve “atroz”. Para redondear el argumento, Aguinis repara en las insuficiencias de la cultura, frecuente-mente despreciada, y de la educación, algo en lo que también hace hincapié Gavilán para España.
De México habría podido esperarse que, por la experiencia de la Revolución y por la estabilidad posterior, llegaran a establecer auténticas normas que rompieran con el imaginario colonial que se prolongó hasta finales del siglo XIX. México fue seguramente el país latino-americano que más avanzó en el intento por afianzar -y no nada más ensayar en borrador- una identidad nacional. Si la anomia no llegó a ser superada, probable-mente haya sido porque la “justicia revolucionaria” dio pauta para cambios bruscos en las jerarquías sociales y las fortunas individuales, al grado de crear en una “transición permanente” una especie de cleptocracia de nuevos ricos que terminó por desvirtuar el sentido del bien público. Fernando Escalante detecta la anomia en la incivilidad, que denota “una hostilidad muy positiva hacia cualquier cosa pública” (2004: 15).
A partir del antecedente revolucionario, y a diferencia de otros países latinoamericanos, México quizá haya abierto -a lo que contribuyera también un avanzado mestizaje- un espacio para representarse las relaciones sociales en pie de igualdad. Sin embargo, el imaginario colonial se metamorfoseó como el “axolote” de Bartra (1987), y se pervirtió el funcionamiento de las normas modernas y las instituciones mediante la corrupción, el “imperio absoluto de la improvisación” (Escalante, 2004: 36) y una “rebatiña feroz” (Escalante, 2004: 53). Las posibles normas se estrellaron contra lo que el autor de Estampas de Liliput ha llamado “la política del resentimiento”, que arrasa con todo y con todos. “El resentimiento -escribe- es una alambicada metamorfosis de la envidia que resulta en el deseo de rebajar todo mérito, en negar que haya algo realmente valioso o apreciable. Es consecuencia lógica y muy inmediata de alguna carencia, defecto o incapacidad notoria, considerable: es de hecho un intento de aliviar el dolor y la humillación que ocasiona esta carencia haciéndola insignificante” (2004: 26-27).
El resentimiento -que desde luego no deja espacio para la identificación del error- remite a la ausencia de normas: “ayuda -escribe Fernando Escalante- a disimular errores, a atizar la desconfianza, a descargar responsabilidades”, y desacredita cualquier forma de valoración, si “valorar es discriminar, escoger, separar lo mejor de lo peor. Eso es lo intolerable. El resentido detesta a quien posee algo porque está convencido -de manera más o menos tortuosa- de que eso, lo que sea, le ha sido arrebatado a él, injustamente: de modo que toda valoración, hecha sobre esa base, parece inicua y tramposa” (2004: 30). El resentimiento, con una muy peculiar susceptibilidad, desemboca en el ritual sacrificial, al “ningunear” el crecimiento personal, el despliegue individual y de la personalidad, y el mérito.
Es ante la impotencia que la gente busca la protección de la familia, la comunidad, la Iglesia y -ya en franco retroceso- en “vínculos señoriales y corporativos” que ofrecen la ilusión de seguridad (2004: 55). Es la entrada para el “muégano”, que no reconoce más obligaciones y contactos que los que favorecen a los “nuestros” por encima de “los otros” (2004: 65). En reiteradas ocasiones, Escalante habla explícitamente de parasitismo, y el “muégano” se convierte entonces en una “excrecencia parasitaria de las instituciones modernas” (2004: 68).
Como lo ha señalado Roger Bartra, la construcción de “lo mexicano” fue en gran medida un proceso por lograr la legitimación del Estado moderno. Habida cuenta de la Revolución, México fue el país de América Latina que más avanzó en el esfuerzo -sin duda comprensible- por hacerse de un “carácter nacional”, y otra cosa es que haya sido a la postre desvirtuado. Ciertamente, los estudios sobre “lo mexicano” constituyeron una expresión de la cultura política dominante (1987: 16), aunque, desde nuestro punto de vista, no debieran reducirse a eso. Además, las clases dirigentes se apropiaron, en lo que Bartra llama un “fenómeno complicado”, de lo que creían que era la cultura popular, hasta desarrollar un curioso mimetismo (1987: 177).
De todos los del subcontinente americano, el Esta-do mexicano probablemente sea el que más se acercó a la construcción de una normatividad, aunque el esfuerzo por hacerlo desde abajo terminó por abortar. En vez de afianzarse con la solidez de las instituciones, el esfuerzo se desmoronó y dio pie para el repliegue sobre los usos y costumbres, con la recreación de jerarquías más o menos rígidas y el acrecentamiento de fortunas individuales con frecuencia ilegítimas. No hubo Estado omnipotente, contra lo que pudiera pensarse y, como lo observa Fernando Escalante, “donde cualquier funcionario puede hacer mangas y capirotes con la ley, la institución estatal prácticamente no existe o existe sólo de una manera muy defectuosa” (2004: 104). Desde el momento en que se afianzó la anomia, en realidad el Estado ya había perdido su legitimidad, al igual que la cultura dominante. Como contrapartida, y si de mimetismo se trata, se recuperó de la “cultura popular”, sobre todo de las masas recién urbanizadas, justamente lo que podía haber también en ella de ilegítimo (como en el “pelado”), de tal modo que en el “relajo” todos acabaran en falta y a merced del poder sacrificial.
A diferencia de otros países latinoamericanos, en México se albergó la esperanza de un trato entre iguales a partir del proceso revolucionario. Sin embargo, con una progresiva desigualdad, los nuevos ricos ya no habrían de soportar al “igualado”. La clase media, por su parte, se refugió en un “voluntarioso ademán aristocrático” y el “señoritismo ramplón” (2004: 43 y 45). La igualdad formal dio pie para cierta singularidad del carácter local: la ambivalencia entre un trato “de iguales” y el potencial resentimiento, que correspondería, desde nuestro punto de vista, a la constatación de que la forma igualitaria no alcanzó a modificar el fondo jerárquico y el sometimiento al más fuerte en la prueba de fuerza.
Conclusiones
Resulta tentador pensar que el “individualismo moral” que reclamaba Durkheim le hubiera venido bien a las sociedades latinoamericanas. Ese individualismo no se definía por el egoísmo y el utilitarismo, sino, según Durkheim, por el interés por todo lo humano, una mayor piedad por todos los sufrimientos, por todas las miserias humanas, y un ardiente deseo de combatirlas y aliviarlas, una mayor sed de justicia (Girola, 2005: 168). Todo ello debía construirse cotidianamente y tanto el Estado como la educación laica debían servir para garantizar la libertad y la autonomía individuales.
En América Latina este tipo de individualismo no llegó a instalarse y tampoco pudo hacerlo un cristianismo que se acercara al personalismo y que, por este camino, sacralizara el valor de la persona humana, en vez de dejarla a merced del ritual sacrificial. Desde nuestro punto de vista, y hasta cierto punto en discrepancia con Lidia Girola, es poco probable que la educación laica y una religión no sacrificial no hayan podido cuajar por la “superposición de códigos normativos” (Girola, 2005: 132) y cierta disociación entre los ideales de la modernidad (de los que habría que saber hasta qué punto fueron tales) y las prácticas cotidianas tradicionales. Es más plausible que el “particularismo” se haya orientado más bien contra el universalismo, a nombre de una pretendida “exuberancia” vitalista, del “macondismo” o de lo “real maravilloso” y lo “mágico”. Las sociedades latinoamericanas asumieron la necesidad de construir Estados y naciones, pero desde arriba, y la cultura dominante, en muchos aspectos, llegó a representarse esa construcción como la de “feudos particulares”, para disfrute de los herederos -legítimos o no- de los encomenderos y los hacen-dados. De este modo, las élites nunca se encargaron de educar y orientar a los sectores populares, por recelo, y éstos, como contraparte, mantuvieron una invetera-da desconfianza hacia las instituciones formalmente republicanas.
El particularismo se volteó con resentimiento y envidia contra el universalismo de los “fríos” y los “racionales”, con tal de no cuestionar la herencia colonial. A partir de los discursos y las prácticas identitarias, y lejos de una autorreflexividad que permitiera detectar el conflicto del proceso fundador, ese mismo particularismo no encontró nada mejor, un poco al modo español y con cierta mezcla de soberbia e ignorancia, que concebir al universalismo como un desafío, una “imposición” y una “coacción externa” que podían limitarle al criollo el usufructo de “su” nación. La clave probablemente la ofrezca Fernando Escalante en otra de sus obras, que define de manera precisa la “moral señorial”. Esta moral, que concibió la relación social como una relación entre protector y protegido (entre el hacendado y sus peones) (Escalante, 1999: 85), supuso la personalización de la autoridad, una organización jerárquica de la vida social, una defensa tradicionalista del orden local, una lógica clientelista de las relaciones políticas y un recelo permanente frente a la autoridad formal (1999: 87). Cabe agregar que lo anterior difícil-mente puede entenderse sin la violencia latente en la relación entre protector y protegido (algo que no aborda Escalante), debida a la polarización entre la imposición arbitraria (“a capricho”) y el sometimiento “taimado”, “ladino” o “agachado”. No es seguro que los populismos (ni qué decir de las dictaduras patriarcales) del siglo XX, con sus figuras paternalistas y el clientelismo, hayan conseguido desprenderse de esa moral (desde el “dedazo” mexicano hasta ciertos paternalismos de izquierda).
En algunos casos, las jerarquías sociales se reprodujeron del modo humillante que Jorge Ramón González Ponciano retrata en la “cultura finquera” servil y tutelar en Guatemala (2006: 43). El clientelismo se reprodujo desde el México priísta hasta la Argentina peronista, y las relaciones parasitarias se encargaron de permear la vida social con el recelo y la desconfianza, sobre todo en la medida en que la autoridad formal no logró salir de su ilegitimidad. El Estado y la nación, lejos de cualquier “autorregulación”, se construyeron con usos y costumbres en los cuales el verdadero anhelo no habría sido el de la modernidad, con frecuencia importada, sino el derecho a perpetuar la concepción del espacio social como un bien a disposición del “gran señor”. La anomia, de la que algunos salieron beneficiados, contra lo que sugiere Lidia Girola recogiendo a Carlos Santiago Nino, habría desembocado en el derecho de cada quien a comportarse con una arbitrariedad confundida con la libertad, para hacer lo que “viniera en gana”, y con la seguridad de que el ritual sacrificial garantiza la impunidad al descargar la culpa sobre la víctima.
Para retomar a Wunenburguer, en este contexto la construcción del imaginario sirvió para conculcar la libertad de juicio y excitar creencias ciegas; para evitar, en suma, que la sociedad de construyera “desde abajo” e hiciera valer, desde segmentos de la cultura popular, sus propias representaciones del valor personal, la cooperación y la ayuda mutua. En estas circunstancias, el universalismo sólo podía convertirse en un testigo incómodo del derecho a perpetuar el particularismo y sus privilegios (por lo menos para unos cuantos). Por si fuera poco, en la medida en que las masas irrumpieron en la política, el desprecio de origen señorial, amparado en el ritual sacrificial, encontró la forma de convertir en supuesta irresponsabilidad “popular” lo que con frecuencia no era más que resignación, pero sobre todo ignorancia e impotencia que la educación laica no fue lo suficientemente audaz para reparar.
Al principio de este trabajo sugerimos que, dentro de ciertos límites, la sociedad puede leerse como un organismo viviente. Las sociedades latinoamericanas, ya lo hemos dicho, no lograron “autorregularse” desde las Independencias para unificar lo diverso, resorber las diferencias y solucionar los diferendos. Desde este punto de vista, América Latina se habría caracterizado durante buena parte de su historia Independiente por la fragmentación, la dispersión y cierta inorganicidad, y por lo que ahora, ante los retos futuros de la Humanidad, plantea un problema muy serio: la imposibilidad de reconocer un error y subsanarlo.
No fue sino hasta el periodo que media entre la Gran Depresión y la segunda posguerra del siglo que se buscó avanzar en la construcción estatal y nacional; para ello se requería de un imaginario que, parafraseando a Wunenburguer, hiciera la vida menos frágil y arbitraria, aunque ello podía entrar en contradicción con los requerimientos económicos y sociales reales del subcontinente y de su inserción en el exterior. De manera sorprendente, y a falta de elaboración cultural exhaustiva del pasado, para avanzar en la construcción del Estado nacional se recurrió a un imaginario de origen colonial (si bien metamorfoseado) y dedicado a negar en vez de solucionar los diferendos. Esta contradicción seguramente explica que el “problema” social de la anomia se reencuentre por doquier, y que las identidades nacionales no hayan podido ser pensadas de otro modo que en borrador, y a veces, incluso, con ribetes xenófobos, en lo que, para Guatemala, Jorge Ramón González Ponciano ha bautizado como “nosotrosidad” idiosincrásica más chovinista que nacionalista (2006: 44).
Como ya lo hemos sugerido desde la introducción de este trabajo, más allá de los límites de la analogía la sociedad no debiera compararse a un organismo biológico. Con todo, existe una contradicción que no deja de llamar la atención. Ocurre como si la afirmación identitaria, particularista y “vitalista” de un supuesto “ser latinoamericano” hubiera buscado afanosamente justificar la violación sistemática de normas universales. En modo alguno cabe concluir que las sociedades latinoamericanas son amorales, amorfas y carentes de vida y de “problemas”. Sin embargo, la incapacidad para elaborar culturalmente estos mismos “problemas” de las relaciones sociales y para ejercer la autorreflexividad encuentra una explicación en la negativa del “canon dominante” a permitirlo, ya que ello supondría desafiarlo.
La afirmación identitaria quiso oponer el “impulso vital” al “racionalismo” de los países centrales, como si el primero fuera humano por definición y el segundo inhumano. Desde la óptica que escogimos en este estudio, dicha afirmación identitaria no habría sido en realidad más que la excitación de una creencia ciega y, más grave aún, suspendida en el tiempo y refractaria a la evolución. Desde este punto de vista, siempre cabe preguntarse si la prueba de fuerza subyacente en la relación social latinoamericana de base no es en realidad inhumana, aunque se haya presentado de forma contraria. Hasta donde esta misma prueba de fuerza y el ritual sacrificial han negado el valor de la persona y la posibilidad de la autorreflexividad cultural, también existe la posibilidad de que las sociedades latinoamericanas hayan descrito durante dos siglos de Independencia una trayectoria relativamente estéril.
Citas
- Aguinis Marcos. El atroz encanto de ser argentinos. Planeta: Buenos Aires; 2001.
- Aguinis Marcos. Un país de novela. Viaje hacia la mentalidad de los argentinos. Planeta: Buenos Aires; 2003.
- Bartra Roger. La jaula de la melancolía. Identidad y metamorfosis del mexicano. Grijalbo: México; 1987.
- Berezin Ana N. La oscuridad en los ojos: ensayo psicoanalítico sobre la crueldad. Homo Sapiens: Rosario; 1998.
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