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Paúl Arranz, M. del M. (2007). La última obra de Virginia Woolf: Las horas, de Stephen Daldry. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 5(1), 99-118. https://doi.org/10.29043/liminar.v5i1.238

Resumen

Dado el vínculo que entre la literatura y el cine, se discute la pertinencia de ciertos métodos de análisis en el tratamiento que ha dado el cine a los textos literarios. La película Las horas (2003) se presenta como una muestra de un diálogo creativo no sólo con la novela de Michel Cunningham de la que parte, sino con la obra literaria de Virginia Woolf, que está en la base de ambas. La película nos invita a replantearnos aspectos de la condición humana otorgando a las mujeres un absoluto e insólito protagonismo.


I

En 1895 los hermanos Lumiére presentaron ante el público un artilugio técnico que proyectaba sobre una pantalla imágenes en movimiento; eran imágenes de la vida cotidiana cuya extrañeza residía en transmitir la fuerza de lo vivo, el espejismo de lo real, de aquí que el impacto causado por el primer beso mostrado en la pantalla no fuera menor que el de la llegada del tren. Para rentabilizar el prodigio hubo que alimentar el asombro, y muy pronto fue necesario ampliar el repertorio de imágenes desplazando por el mundo una legión de operadores dispuestos a captarlo todo. El invento salió de la barraca de feria y se convirtió en una industria capaz de generar enormes beneficios, antes de que se vislumbraran sus posibilidades artísticas.

Los historiadores han reconstruido el vertiginoso camino de hallazgos muchas veces azarosos por el que la cámara aprendió también a moverse, y descubrió el travelling y la panorámica, y, luego, a alternar planos de diferentes escenarios dando origen al montaje de acciones paralelas.

En definitiva, se empezó a sacar partido a la “máquina de imprimir la vida” (Gubern, 1995: 27). Probablemente nadie hizo más por el asombro colectivo que George Méliès, en cuyas manos el cinematógrafo fue un fantástico juguete con el que ensayar toda clase de trucos visuales. Sus películas, apegadas a los rígidos esquemas del teatro, son una sucesión de escenas filmadas por una cámara fija situada frente a un escenario; no obstante, su aportación sería decisiva al utilizar la puesta en escena para introducir nuevos temas. La cámara ya no sólo va a recoger estampas de realidad, sino acciones previamente diseñadas y situadas en espacios construidos para ese fin, espacios que permitieran mostrar episodios de actualidad con apariencia de documentales, cuentos infantiles o viajes a la luna. La técnica iba a unirse a la imaginación.

Como si de un relato de acciones paralelas se tratara, el cine va configurando y dominando sus recursos de forma simultánea en Europa y Estados Unidos a través de individuos dotados de una magnífica intuición, no siempre en sintonía con las pautas de los grandes empresarios. Ferdinand Zecca, en Francia, dio funcionalidad a los trucos y a los distintos planos y recondujo la fantasía desbordada de Méliès hacia el realismo efectista y la temática del folletín social. Edwin S. Porter, en Estados Unidos, estudió todos los logros anteriores y los aplicó con un magnífico sentido del ritmo en Asalto y robo de un tren (1903), cinta de 234 metros que inaugura la epopeya del oeste y, sobre todo, de modo significativo, el cine americano de ficción.

La orientación narrativa del cine era imparable. Si en cuanto imagen el cine podía primar su condición espacial y desarrollar sus infinitas potencialidades plásticas, desde luego su capacidad de registrar el movimiento lo predisponía como un medio idóneo para expresar el tiempo y, en consecuencia, para contar historias. La industria encontró en la narratividad la fórmula para no aburrir a un público masivo a quien era necesario retener una vez pasada la novedad del invento. La figura de David W. Grifith fue fundamental en este sentido para definir una gramática cinematográfica que sustentara esa fórmula sin agotarla. En realidad, “llevó a cabo una genial síntesis de procedimientos ya inventados, pero los utilizó sistemáticamente, con gran sentido de la funcionalidad expresiva y la economía narrativa” (Gubern, 1995: 104) en una cinta de gran metraje: El nacimiento de una nación (1915). Al margen de los juicios morales que nos merezca su visión racista y maniquea de la guerra civil estadounidense, ya entonces escandalosa, la película contiene todos los elementos esenciales de la técnica del montaje: desplazamientos del punto de vista de la cámara, combinación de todo tipo de planos, acciones en paralelo, saltos temporales, flash-backs, etcétera.

El arte cinematográfico se había gestado, pues, con materiales tomados de las tradiciones populares, del vaudeville, del teatro, de la pantomima, del circo, del folletín y, a partir de Grifith, de la novela realista con el referente declarado de Dickens, de tal suerte que - según observaba Virginia Woolf con cierta malicia -, “mientras todas las demás artes nacieron desnudas, ésta, la más joven, ha venido al mundo completamente vestida” (Geduld, 1997: 107).1 Así fue y así ha seguido siendo: el cine se ha apropiado sin ningún reparo de todo aquello que podía servirle, en asuntos o moldes estéticos, para captar la mayor cantidad posible de público. El éxito de aquel prodigio técnico, aquí y allá, escandalizó a unos y fascinó a otros. Unamuno, que estaba muy lejos de los postulados realistas de las novelas decimonónicas, “temblaba ante el advenimiento de la literatura cinematográfica (Utrera, 1981: 128); sin embargo, Tolstoi se reconocía fascinado por un medio que permitiría superar las limitaciones de la narración literaria en la captación de la realidad y que, en consecuencia, había de “revolucionar la vida de los escritores”:

Estos rápidos cambios de escena, esta mezcla de emoción y sensaciones es mucho mejor que los compactos y prolongados párrafos literarios a los que estamos acostumbrados. Está más cerca de la vida. También en la vida los cambios y transacciones centellean ante nuestros ojos, y las emociones del alma son como huracanes. El cinematógrafo ha adivinado el misterio del movimiento. Y ahí reside su grandeza (Geduld, 1997: 24).

Los autores más consagrados tenían sus razones para ver el fenómeno como una competencia; los más elitistas, como un peligro o, en el mejor de los casos, como un intrascendente divertimento popular; los escritores adscritos a los movimientos de vanguardia, por el contrario, ocupados como estaban en la renovación de las formas literarias, no sólo no vieron en él amenaza alguna, sino que fueron los primeros en reconocerle un lenguaje con autonomía propia y en adivinar su pujanza, aunque eran muchos los que creían que la ruta narrativa elegida -la que provenía de Dickens era no sólo caduca sino equivocada.2 En efecto, la narrativa literaria estaba transitando otros caminos, como evidenciaban James, Kafka, Proust, Joyce, Döblin o Woolf, entre otros. El posible influjo de las técnicas cinematográficas en algunos de ellos no me parece en absoluto descartable mientras se considere la propia trayectoria de la literatura, que desde finales del siglo XIX indagaba, por ejemplo, en la técnica del “punto vista”. Para entonces, el concepto de realidad contenía ya pocas certezas y la visión totalizadora del narrador omnisciente tampoco bastaba para sostener en la ficción un mundo que, fuera de ella, se sentía disperso y fragmentado. En efecto, el mundo era otro y necesitaba ser contado de otra manera.

Virginia Woolf, como todos los escritores, asistió a la gestación del cine y también manifestó sus posiciones. En un artículo de 1926, con varios años de diferencia respecto al de Tolstoi, sorprende la similitud en los términos empleados para elogiar las mismas cualidades:

Los contrastes más fantásticos destellarán ante nosotros a una velocidad que el escritor no puede sino perseguir esforzadamente en vano […] El pasado sería desplegado, las distancias reducidas a la nada, y los escollos que distorsionan las novelas (cuando por ejemplo Tolstoi tiene que pasar de Levin a Anna, desainando así la historia y desviando o matando nuestras simpatías) podrían limarse mediante la uniformidad del fondo o la repetición de alguna escena (Geduld 1997: 107).

Por esta misma época, Woolf había sostenido una lucha denodada por encontrar una forma con la que narrar la historia de una mujer de la alta burguesía inglesa en un día cualquiera de su vida, La señora Dalloway (1925). Según confesaba en su Diario, “estaba tanteando un procedimiento de perforar túneles”, mediante el cual contar el pasado a plazos (2003b: 87); un procedimiento que le permitiera crear “hermosas cavernas detrás de los personajes”, cavernas comunicadas entre sí y que se iluminarían en un mismo instante: una cena, una fiesta (2003b: 86). En esa búsqueda, no extraña que pudiera envidiar la capacidad del nuevo medio para efectuar transiciones, para encadenar espacios y tiempos y hasta para fundirlos haciéndolos converger. Sin embargo, la autora inglesa no puede evitar rebelarse contra el saqueo a que el cine está sometiendo a la literatura, en la creencia de que al hacerlo así está renunciando a definir su especificidad:

La cinematografía cayó sobre su presa con extraordinaria rapacidad y hasta el momento subsiste en gran medida sobre el cuerpo de su desgraciada víctima. Pero los resultados son desastrosos para ambos. Esta alianza no es natural. Ojo y cerebro son cruelmente desgarrados cuando tratan en vano de trabajar en pareja. EI ojo dice: “He aquí a Anna Karenina”. Una voluptuosa dama vestida de terciopelo negro y adornada con perlas se presenta ante nosotros. Pero el cerebro dice: “Esta no tiene más de Anna Karenina que de la Reina Victoria”. Porque el cerebro conoce a Anna casi exclusivamente por su vida interior: su encanto, su pasión, su desolación. El cine carga todo el acento en sus dientes, sus perlas y su terciopelo […] Así vamos dando tumbos sobre las novelas más famosas del mundo. Así las desciframos en palabras de una sola sílaba, en los garabatos de un escolar poca aplicada. Un beso significa amor. Una taza rota, celos. Una mueca, felicidad (Geduld, 1997: 104).

Todavía faltaba un año para que se produjera la primera película sonora. Los perfiles psicológicos de los personajes o sus conflictos íntimos dependían exclusivamente de lo que las imágenes mostraran o sugirieran. Las escuetas palabras dadas en carteles o en subtítulos eran un mero complemento descriptivo. Aquello que la literatura había demostrado que podía hacer muy bien, el cine no debía pretender emularlo: “sólo cuando dejamos de buscar un nexo entre imágenes y libro adivinamos […] lo que podría ser el cine si se abandonase a sus propias posibilidades”. El Gabinete del doctor Caligari (Robert Wiene, 1919) le sirve para ilustrarlo, pues una simple sombra amenazante basta para indicar la imaginación enfermiza de un cerebro lunático.

El monstruoso, estremecido renacuajo parecía ser el propio miedo, y no la declaración “Tengo miedo”. En realidad, la sombra era un accidente, y el efecto no intencionado. Pero si en determinado momento una sombra puede sugerir mucho más que los propios gestos y palabras del hombre y la mujer que padecen miedo, es evidente que el cine tiene a su alcance numerosos símbolos para expresar emociones que hasta ahora se han desaprovechado (Geduld, 1997: 105).

Los símbolos, las imágenes, fueron modelando su propio código significativo, el montaje permitió articular una gramática compleja y la voz hablada y audible terminarían por conferir al cine contextura de arte total; sin embargo, la necesidad de satisfacer la demanda de un mercado masivo mantuvo a la letra impresa como la principal proveedora de materiales. Así, un arte con varios siglos de historia y otro recién llegado se erigieron en los soportes modernos predilectos para dar forma a la narración y para albergar las ficciones.

Quizá una de las posibles derivaciones de esta relación entre la literatura y el cine, casi siempre mal asumida, haya sido la distinción todavía vigente entre guiones originales y guiones adaptados, como si el punto de partida en la gestación del guion fuera absolutamente determinante en la obtención de un resultado.3 Cabe pensar que tras el aprecio o la reivindicación de los guiones originales, en los que algunos parecen cifrar la medida de la creatividad, está, en el fondo, la voluntad de reafirmar una progresión por la que el cine ha alcanzado unos niveles expresivos y artísticos que le permiten, por lo demás, autoabastecerse. Las historias creadas expresamente para el cine, en cuanto que eliminan la posibilidad de establecer deudas o servidumbres, son en este sentido más “cine”. Paralelamente, manteniendo la etiqueta “guiones adaptados” la literatura se cobra la deuda al hacer casi inexcusable referirse al origen, sobre todo cuando detrás de una película hay una obra cuyo valor literario cuestiona en sí mismo la adaptación. Es evidente que esto no sucede tanto cuando la obra se reconoce como menor y el cine elabora una película valiosa, aunque la supuesta operación de traslación sea técnicamente la misma.

Pero llegados aquí, he de confesar, de entrada, que ante una película que declara estar basada en un libro -bueno o malo-, más allá de lo preceptivo, del tributo que hay que rendir a los derechos de autor que están debidamente legislados, siento casi el mismo escepticismo que cuando me advierten que está basada en hechos reales. Ambas declaraciones ponen a prueba de algún modo “la suspensión de la incredulidad” que no es otra cosa que la pretensión de autonomía a que debe aspirar toda ficción. Sin duda, la cuestión terminológica no es banal, y el que se hable de “adaptación”, “traslación”, “traducción”, “transposición” o “trasvase” implica concepciones distintas de lo que se hace o hay que hacer con el material literario, pero todas por igual escamotean la receta certera para confeccionar buenas películas, que es lo que importa. Los esfuerzos por establecer diferentes tipologías tienen un interés ilustrativo y son muy aprovechables para el mejor conocimiento de las estructuras narrativas que les son comunes.4 Ahora bien, quienes permanentemente, al realizar el análisis de la obra cinematográfica, recurren al cotejo con la obra literaria -práctica muy frecuente en la crítica periodística- le hacen un flaco favor al cine y a la literatura. Se apoyan generalmente en otra dicotomía absolutamente falsa y simplificadora: la que opone un arte de la palabra a un arte de la imagen, y, en el mejor de los casos, al quedarse en el territorio de frontera que comparten, ignoran el placer estético que cada una procura con sus propios recursos y que nos seduce y emociona también de manera diferente. El que sea posible establecer determinadas equivalencias de procedimientos narrativos o de fórmulas retóricas entre la literatura y el cine no significa que hayan de funcionar con el mismo grado de efectividad. El narrador en primera persona de una novela, por ejemplo, nunca es equiparable a la voz en off que podemos encontrar en una película, porque en el cine hay instancias narrativas múltiples o, en último término, una figura abstracta que se vale de todos los códigos (visuales, sonoros, sintácticos) y de todos los canales para enunciar el mensaje.5 Conviene, por tanto, que los procedimientos se utilicen o se rechacen en una búsqueda de sentido orientado más al futuro (la obra cinematográfica que se pretende) que al pasado (la obra literaria de la que se parte).

Si, como decía Jean Mitry (1978), un guion es sólo una intención, habría que juzgar la película, en todo caso, en relación con el guion, no con la obra literaria de la que el guion arranca, porque la intención de la obra literaria ya está cumplida en sí misma. Dicho de otro modo, detrás de un buen guion no debe haber una obra literaria (aunque la haya); debe haber una idea que permita articular una buena historia (aunque sea prestada) y un buen dominio de los procedimientos narrativos (similares y diversos) para contarla.

Pero parte de las discusiones sobre la relación que establece una película con la obra escrita obedecen a que se mezclan constantemente las categorías que a nivel teórico parecen muy claras: las que desde el punto de vista narratológico distinguen historia (contenido) y discurso (expresión). Incluso el que hasta cierto punto podamos deslindar, como hace Chatman (1990), la estructura de la transmisión narrativa (es decir, la forma de la expresión), de su manifestación, o sea, de su presencia en un medio de materialización específico: verbal, fílmico, ballet, pantomima, etcétera. (sustancia de la expresión), no significa precisamente que los medios sean intercambiables, alternativos o sustituibles. Porque, además, el texto se constituye como un haz de relaciones, equivalencias y recurrencias en las que el todo no es la suma de las partes metodológicamente aislables. En consecuencia, si aceptamos estas categorías convendremos en que el discurso (forma y sustancia de la expresión) es imposible de adaptar, trasvasar o de reproducir si no es guardando el principio absoluto de identidad. Una obra artística, sea cual sea, es indisociable de la esencia formal y técnica que la constituye. Y esa imbricación con el medio de expresión afecta al proceso creativo e incluso imaginativo del que parte el artista para dar forma a esa creación.

La dimensión verbal del cine, que es innegable, se integra, sin embargo, junto a otros elementos: la composición del encuadre, la consecución de los planos, los movimientos de cámara, la fotografía o la música, y junto a ellos conforma el discurso específico del cine. Y todo eso resulta un mero aditamento si convertimos en ineludible la referencia al origen y no digamos ya si establecemos criterios para juzgar una supuesta fidelidad a la obra literaria. Fidelidad, por otra parte, imposible de rastrear muchas veces porque no es ni siquiera directa. Por ejemplo, la película Soy una cámara (Henry Cornelius, 1955) está basada en una obra teatral, que a su vez está inspirada en los relatos reunidos en Historias de Berlín, de Christopher Isherwood. A partir de todas estas versiones se elaboró el famoso remake musical, Cabaret (Bob Fosse, 1972). España ofrece el caso de El viaje a ninguna parte (1986), de Fernando Fernán Gómez, que nace como guion cinematográfico, se convierte luego en un folletín radiofónico, se publica después como texto novelado y es éste el que finalmente se adapta al cine. No hubo premeditación en ese proceso, pero evidencia sin duda no la fidelidad a una obra, sino a una idea que puede modelarse en soportes, medios y códigos diversos.

Conviene recordar, por otra parte, que en las primeras décadas del cine se practicó, tanto en Europa como en Estados Unidos, la novelización de películas, esto es, novelas que se publicaban en la prensa mientras aquéllas permanecían en cartel o poco después, para prolongar su éxito comercial. Es posible que esta práctica respondiera a la necesidad del público de acceder mediante las palabras a un lenguaje visual que aún no comprendía bien y en este sentido complementaría la función del explicador de películas, figura habitual en las salas de exhibición en los primeros años (cfr. Peña-Ardid, 1996: 54-55). La novelización se ha realizado después esporádicamente, con otras películas como El tercer hombre, La dolce vita o Mr. Arkadim.

Esta actividad, que se llamó en Francia ciné-roman,6 fue retomada en los años sesenta por Robbe-Grillet y Marguerite Duras para dar forma a una modalidad de textos de estructura próxima al guion cinematográfico al margen de que se llevaran o no a la pantalla. Ése fue el caso de El año pasado en Marienband (Alain Resnais, 1961) o de El inmortal (Robbe-Grillet, 1963) que se publicó, además, tras el rodaje con añadidos sustanciales (Sánchez Noriega, 2000: 31) en una especie de escritura en tres tiempos. Por lejanos que estén a los postulados del nouveau roman, no podemos ignorar que en la actualidad hay un tipo de libros que se parecen cada vez más a guiones potenciales y parecen pensados en términos audiovisuales. Desde luego, el cine, pero también la publicidad, el video-clip o los juegos de ordenador pueden estar en la génesis de estas historias que usan las palabras sin haberlas sometido al deliberado esfuerzo de estilización que cabe esperar en un arte verbal. Y así las cosas, la literatura puede dejar de serlo también en el territorio mismo de la palabra. ¿Sería esto ante lo que temblaba Unamuno?

Por su parte, la narrativa de Manuel Puig ejemplifica un peculiar maridaje. Quien fuera director frustrado y autor de guiones que nunca llegaron a filmarse y derivaron a la postre en novelas en su mayoría enteramente dialogadas fue al cabo llevado al celuloide: Boquitas pintadas (Torre Nilson, 1974) y El beso de la mujer araña (Héctor Babenco, 1985). Pese a las características de su literatura, Puig no ha sido un autor muy «adaptado». No tiene nada de particular, pues recordemos que ya Bazin y el propio Eisenstein se preguntaban por qué los escritores más supuestamente cinematográficos -en aquel entonces se aludía a John Dos Passos- no eran los que solían llevarse al cine.7 Hoy como ayer, sigue siendo un misterio las razones por las que se escogen unas obras y se desestiman otras. En todo caso, creer en la existencia de una literatura cinematográfica, incluso cuando contiene profusión de diálogos, plasticidad en las descripciones, o una determinada estructuración de la trama, es, a mi juicio, la forma más arriesgada y empobrecedora de encarar la elaboración de un guion.

En fin, sirva este somero repaso para mostrar los intrincados vericuetos por los que transitan sin ningún pudor ideas y argumentos, y que relativizan cualquier esfuerzo clasificatorio de las relaciones que ligan a la literatura con el cine.8 Al margen queda la nutrida nómina de escritores que se transformaron en guionistas y todos aquellos que han rodado películas utilizando indistintamente ambos medios para cumplir con el oficio de narrar.

Prescindiendo de tipologías, estas relaciones pueden inscribirse, como sabemos, en el ámbito de ese fenómeno antiquísimo que en los tiempos modernos se ha llamado intertextualidad. En ese rastreo, a menudo inagotable, de las influencias y de las huellas existentes en una obra artística (las cuales no siempre son explícitas), estaba la constatación evidente de que la creatividad humana, a diferencia de la divina, nunca se hace ex nihilo, y también, que más allá de señalar precedentes, era posible aportar novedades. El concepto también alcanza a las relaciones que textos de medios técnicos distintos establecen entre sí, e incluso al desafío que alguna vez todas las artes han asumido de emular a las otras poniendo a prueba sus propios límites. Por todo ello, yo prefiero hablar de diálogo de las artes, cosa que no es en absoluto original, pero hacerlo así nos evita valoraciones asociadas a la preeminencia o a lo subsidiario, y nos permite considerar cada manifestación artística con independencia y en condiciones de igualdad. En estos términos todo puede ser adaptable, es decir, manipulado, transformado, recreado y reconvertido.

A mi modo de ver, cuando la motivación para “adaptar” es de orden comercial, hay una preferencia por las obras contemporáneas y de actualidad inmediata. Se trata de aprovechar un público de lectores y de posibles espectadores que, ajenos a las distinciones narratológicas, puedan afirmar con absoluta desparpajo: Yo no he leído el libro pero he visto la película”, comentario típico de los que creen, en efecto, que más allá del argumento, de la historia, no hay nada y que, por tanto, los discursos son sustituibles y alternativos. En estos casos, si yo no me engaño, es necesario reforzar la relación entre la película y la obra impresa -generalmente novelas-, pues, además, se generan nuevos lectores para ella, de forma que todos salen ganando.

Cuando hay una motivación de carácter más personal, nacida del deslumbramiento, de la sintonía con un mundo ideológico y temático, de la fascinación ante unos personajes, puede entablarse con más facilidad ese diálogo de las artes que, a la postre, cuaja en una propuesta de lectura concreta en la que el espectador puede participar en mayor o menor medida si conoce ese mundo de referencias o si se siente estimulado para conocerlas, pero que, llegado el caso, si las ignora, no deben impedirle aceptar ni apreciar las cualidades del discurso fílmico que tiene delante.

Desde luego, en las dos situaciones se realiza un ejercicio de lectura, y es deseable que el guionista, el director, cada uno de los que participan con alguna responsabilidad en la empresa, sea también un buen lector, pero no porque haya de respetar el espíritu o la letra, sino porque la interpretación tiene sus límites -límites que no impone el autor sino el texto- y que es de rigor no sobrepasar por ignorancia, ya que esa es la forma más flagrante de traición que existe (Eco, 1995).

II

Un ejemplo magnífico de este diálogo de las artes del que hablo nos lo dio en el 2003 la película Las horas, dirigida por Stephen Daldry y basada en la novela del mismo título de Michel Cunningham. Este autor norteamericano ya había hecho lo propio en términos estrictamente literarios con la obra de Virginia Woolf que, según confiesa, supuso a los quince años el descubrimiento de la literatura: “Capté su densidad, la música y la belleza de las palabras hasta llegar a la conclusión de que hacía con el lenguaje lo mismo que Jimmy Hendrix hacía con la guitarra”.9 Este vínculo afectivo lo lleva, andando el tiempo, a concebir una especie de remake de La señora Dalloway, pero en la medida en que el discurso, que fue lo que a él lo deslumbró, no es reproducible -so pena de transmutarse en un nuevo e ingenuo Pièrre Menard que no ha leído a Borges-,10 desecha la tentación y crea una obra que incorpora a la autora inglesa como personaje -en el proceso de escritura de la novela, precisamente-; además, incluye a una señora Dalloway contemporánea (la editora Clarisa Vaughan) y a una lectora en los años cincuenta (Laura Brown), que de modo transversal se conecta con ambas.

Cunningham rescata para sí el título que Woolf utilizó en las primeras versiones de su obra, pero la estructura de la novela del norteamericano apenas supera la impresión de un tríptico de paralelismos múltiples en el que se van alternando las historias de estas tres mujeres en tres momentos y en tres espacios distintos.

Prescinde de alguno de los temas centrales en la narrativa de Woolf: la ciudad y la multitud en permanente movimiento, el conflicto social o las secuelas de la Primera Guerra Mundial. Utiliza, a cambio, profusamente otros: las inmersiones en la memoria por las que el pasado se hace presente y presencia, o los espejos, para reforzar, sin duda, la dimensión de seres especulares que tienen todos los personajes.

Michel Cunningham nos presenta a tres mujeres que, siendo representativas del trecho que se ha cubierto en el siglo XX en la lucha por la liberación femenina, no son exactamente prototípicas. Cada una a su modo se aparta sustancialmente de los modelos imperantes, de ciertas imágenes de lo femenino y de ciertas visiones del amor, que en ninguno de los casos sirve para colmar la vida, ni siquiera para darle sentido. A simple vista no son mujeres sojuzgadas ni oprimidas; antes bien, sus vidas reúnen las condiciones a priori idóneas para que puedan ser felices. Aman y son amadas, pero a veces eso no basta.

Por su parte, David Hare declara que no concibió la realización del guion como una mera traslación, sino como un proyecto personal que resultaba a la postre compartido: “He pasado toda la vida esperando ver la vida de las mujeres dándole la misma importancia que a la de los hombres”, dice. Y con ese propósito la película recoge no sólo el diálogo con la obra de Woolf que había hecho Cunningham, sino que lo incrementa con una sutileza que no puede alcanzar, por las limitaciones del lenguaje literario, la novela del norteamericano. Basten dos ejemplos: la imagen del suicidio en el río es el inicio de la novela y de la película y está tomada evidentemente de la propia biografía de Woolf.

En la novela de Cunningham el agua se convierte en un elemento recurrente, muy en consonancia con la progresiva presencia de lo acuático en la obra de Virginia Woolf. En la película, sin embargo, asistimos al viaje de su cuerpo sumergido, y este matiz, como se manifiesta en Las olas, es importante o al menos no es casual. Ese viaje sin retorno halla su correlato en el que luego emprende Laura Brown y que cristaliza en uno de los mejores planos de la película: Laura Brown tendida en la cama de un hotel resistiendo el envite de una inundación que es la propia tentación suicida, a la cual finalmente logra vencer. En paralelo, tenemos la imagen de Clarisa Vaugham desmoronándose en la cocina, sobrepasada por el agua de un grifo que no consigue controlar.

El otro ejemplo son los magníficos picados y contrapicados que recogen el ascenso y el descenso de Clarisa en el ascensor de la casa de Richard. Como nos advierte María Lozano: “Esta dualidad ascenso/caída constituye la retórica básica implícita en La señora Dalloway; continuamente Clarisa «sube» y reacciona ante la explosión de la vida, la calle y el momento presente, a la vez que «cae» [en la] introspección y la esterilidad emocional y vital” (2003c: 149). En la película, ese ánimo oscilante viene marcado por su relación con Richard, que como Septimus, el poeta loco de La Señora Dalloway, acabará arrojándose por la ventana. Hare (y obviamente Daldry) utiliza la idea como no lo puede hacer Cunningham, quien ante la imposibilidad de lograr con palabras el impacto visual de esos planos, hace subir a Clarisa por la escalera y luego realiza una elipsis de la caída final de Richard.

Steohen Daldry resalta, a su vez, cómo su formación en el teatro le proporciona un método y un lenguaje de investigación de un texto. Esto le permite explotar hasta la perfección las posibilidades expresivas de sus actores, sin recurrir a los que serían procedimientos cinematográficos fáciles (la voz en off, flash-backs o ensoñaciones de diferentes tipos) para descubrirnos lo que les pasa por dentro a los personajes. Justo lo que hizo profusamente Marleen Gorris en su Señora Dalloway. El retrato de una dama (1997) con muy poca fortuna. Aquí, todo lo que sucede, sucede en presente y está expresado con palabras, pero sobre todo, en el estar, en el decir sin decir, en las acciones dramáticas en las que esos personajes se relacionan.

Todo ello propicia que el diálogo intertextual se plasme, como decía, muy especialmente en la estructura narrativa de la película. Si la búsqueda emprendida por Virginia Woolf para hallar otras formas de narrar la subjetividad o para modelar el tiempo alcanza su madurez en La señora Dalloway, la obra de Hare-Daldry es modélica por la utilización de los recursos fílmicos para lograr las oportunas transiciones tanto temáticas como visuales. Los sucesivos leit-motiv que enhebran las tres historias y el entrecruzamiento de escenas (la alternancia y el encadenamiento de planos y secuencias, la repetición de elementos, la combinación de imágenes y voces, así como la música) crea en diferentes niveles un tejido verdaderamente complejo de alusiones simbólicas y recurrencias que, por un lado, las unifica desde el primer momento hasta fundirlas y, por otro, logra abolir el tiempo, la sucesión misma, en una convergencia constante.

En definitiva, cada uno ha tratado de penetrar en el universo virginiano empapándose de sus novelas, sus ensayos, sus diarios, sus cartas y utilizando lo que mejor servía a sus intereses, sin exhibir pedantemente las conexiones. Cada uno ha ido más allá de las similitudes en los nombres o de las equivalencias en los personajes y, en definitiva, de la reproducción mimética de episodios, que en la mayor parte de los casos se trastocan y reactualizan como guiños, en ocasiones humorísticos, para espectadores que hayan sido a su vez atentos lectores de la autora inglesa. Así sucede con el misterioso coche con el que se tropieza Clarisa Dalloway (la Señora Dalloway de Woolf) en su paseo por Londres y en cuyo interior se oculta un miembro de la familia real. En la obra de Cunningham se alcanza a entrever en ese coche a una famosa actriz, tal vez Vanesa Redgrave, tal vez la propia Meryl Streep, los dos rostros que, después de llevada al cine esta novela, ha tenido la señora Dalloway.11 Obviamente, en la película se omite este episodio.

Pero aún podemos ir más lejos. Al poner en paralelo la vida de estas tres mujeres que encarnan las tres facetas del hecho literario (Clarisa y Laura son a su vez personajes de otra novela escrita por Richard, el poeta), Cunningham primero y Hare después están haciendo algo más que un brillante juego metaficcional: están relejando en sus respectivas creaciones las ideas de Virgina Woolf al considerar la escritura y la lectura como partes del mismo proceso creador. En muchos de sus ensayos y con antelación a algunas corrientes críticas del siglo XX, Woolf se rebelaba contra quienes habían desvinculado al texto del lector o lo relegaban a un mero accidente. Para ella, el lector no sólo era indispensable, sino que requería de su complicidad. Eso explica la obsesión que manifiesta en su Diario respecto a la recepción y a la repercusión de cada uno de sus libros. En la medida en que el texto puede proporcionar respuestas, se revitaliza, y de este modo la literatura se integra en la vida como antes la vida se ha integrado en la escritura.

Magníficos ejemplos de buenas lecturas. De tal suerte que tanto la obra de Woolf como la de Cunningham se transforman así en un cañamazo sobre el que se trabaja hasta hacerlo desaparecer.12 Creo, en efecto, que eso es de lo que se trata: de dar forma a una idea que cada uno ha hecho suya a su manera: toda la vida humana está contenida en un solo día de nuestras vidas. Lo más trascendente y lo más nimio confluye en ese discurrir de las horas.

El máximo afán que ocupará las próximas horas de Clarisa y de Laura, al igual que antes ocupó las de Clarisa Dalloway, será realizar una fiesta. Y como en esa novela, ese motivo trivial de celebración de la vida se convierte al cabo en un duelo, o en la prueba que enfrentará a cada personaje consigo mismo. En la vida de Virginia también habrá otra fiesta, la que organiza su hermana y a la que no será invitada, pues el amor que le profesa no será suficiente para vencer el miedo de incluir entre sus comensales a una mente inestable.

Virginia Woolf poseía, en la década de los veinte, la habitación y las quinientas libras al año que le permitían dedicarse a encontrar una voz propia con la que socavar algunos de los preceptos de la sociedad androcéntrica, burguesa y victoriana de la que formaba parte. En la película se recoge apenas el período en que Woolf fue recluida en una tranquila casa en los suburbios de Londres. La vemos rehuyendo las responsabilidades domésticas y zafándose de los severos guardianes de su salud, a cuyo frente está su marido, Leonard, que en una prueba de amor que merecería gratitud ha construido un férreo andamiaje para protegerla de sus crisis mentales y tentaciones suicidas13 (“Todo se hizo por ti, por amor -le dice-. Si no te conociera, pensaría que eres una desagradecida”). En consecuencia, Virginia vive presa de las obligaciones rutinarias bajo las que se simula el equilibrio: comer, dormir, trabajar, etcétera, que a duras penas le permiten salir de la esterilidad creativa que a veces la embarga. Ahora se propone contar ola vida entera de una mujer en un solo día, un día y en ese día toda su vida”; una mujer a quien darle voz cuando a ella se le niega porque todo ha sido hecho contra su voluntad: “Mi vida me ha sido arrebatada. Vivo en una ciudad en la que no deseo vivir. Llevo una vida que no deseo llevar. ¿Cómo ha ocurrido?”. (En este juego de entrecruzamientos todos los protagonistas, incluido Richard, podrían decir lo mismo.) Es ahora su propia voz la que escuchamos, no la de la enfermedad ni la del desvarío esquizoide, una voz que reclama su derecho a elegir, que es precisamente lo que define la “humanidad”. Virginia, a quien su hermana considera afortunada porque la creación le permite llevar dos vidas, siente que no tiene ninguna. Su escisión interior proviene de la imposibilidad de satisfacer, aceptando su protección, a los que quieren salvarla de sí misma: Desearía por ti ser feliz en medio de tanta tranquilidad -le dice a su marido-. Pero si debo elegir entre Richmond y la muerte, elijo la muerte. La frase final de esa conversación (mucho más diluida en la novela de Cunningham) que tiene lugar en la estación de trenes que comunica a Virginia con la vida deseada de Londres, aunque resulte letal, concentra, porque es aplicable al resto de las historias, la esencia de la película: “No se puede hallar la paz evitando la vida”, dice; ni así, ni esquivando sus encrucijadas, ni poniéndole trampas, ni aplazando la muerte misma cuando es la única salida ambicionada, como veremos.

Laura Brown, el ama de casa de los años cincuenta, habita un hogar apacible, ordenado, con un marido atento y un hijo -el futuro poeta- que observa y absorbe cada paso y movimiento que su madre da. El gran desafío creativo que se le presenta a Laura Brown es la elaboración de una tarta de cumpleaños. En esta escenografía un tanto irreal -por la puesta en escena- en la que no encaja, sólo dispone del refugio que le proporciona la lectura. La señora Dalloway parece darle alguna de las respuestas que está buscando. “Trata -le dice a su vecina Kitty- de una anfitriona tan segura de sí misma que todo el mundo cree que es feliz”. La evolución de la cara de Kitty es más que significativa: se reconoce en la trama y suelta el libro con un gesto compulsivo de rechazo. Está viviendo, también sola, su drama particular. Pero, a diferencia de Madame Bovary o de la protagonista de La abadía de Northanger, los libros para Laura no son sólo espacios de ensoñación, sino medios con los que indagar en los conflictos íntimos e invitaciones a imaginarse de otra manera, como se deduce de las decisiones que toma. (El plano de Laura, sola, en la cama matrimonial con un ejemplar al lado de la novela de Woolf así lo apunta.) La lectura librará a Laura Brown de ser una señora Dalloway cualquiera, como antes la escritura había desviado a Virginia de un destino similar. En realidad, Laura cristaliza el sueño del marido durante la guerra. Parece, por tanto, estar pagando con su presencia en ese hogar la deuda de toda una sociedad: Después de la guerra se merecían tener mujeres como nosotras y hogares como estos”, viene a decirle a Kitty en la única escena en que deja entrever con palabras lo que le sucede.

Clarisa Vaughan, por su parte, es el prototipo de la mujer “del siglo XXI”: trabajadora, libre, independiente, tan libre y tan independiente que vive abiertamente su relación lésbica, si bien en un refinado y exquisito círculo intelectual en el que su amigo Richard, también homosexual y enfermo de SIDA, acaba de ganar el más importante premio de poesía aunque tiene perdida su guerra contra la enfermedad. Su ámbito doméstico nos da un buen mapa del trayecto vital que ha cubierto, pero vamos sabiendo a medida que transcurre la película que Clarisa nunca ha estado plenamente allí, sino que eligió quedarse en una mañana de verano, en una playa junto a Richard y en un instante que recogió toda la intensidad de la vida porque sintió todas sus posibilidades. Entonces pensó: “Éste es el principio de la felicidad. Aquí es donde empieza. Y claro, siempre habrá más. No se me ocurrió -le cuenta a su hija- que no fuera el principio. Era la propia felicidad. Era el momento, el instante mismo”. Toda su vida ha sido la huella permanente de una de las vidas que no vivió, y todo, hasta su relación de pareja -y quién sabe si hasta la hija tan deseada que tuvo después- no ha sido más que un “falso consuelo”. Su anhelo de eternizar el instante se lo proporciona la vida literaria prestada que le ha dado Richard en su novela The Goodness of Time, al convertirla en personaje. Nada tiene que objetar a la apropiación o a la distorsión que el creador ha operado sobre el relato al que está incorporada porque es ahí, y junto a él, donde se salva de la trivialidad de la propia vida. Su escisión interior es de otra índole, quizá más incapacitante, con menos posibilidades de rebelión y quizá por eso ha de llegar la muerte real de Richard para que pueda reconciliarse consigo misma, y una vez roto el espejo perder su condición de ser relejado. El beso que al final da a su pareja, Sally, es una señal de llegada y, acaso, una petición de perdón.

El vínculo de Richard con Virginia se hace explícito en muchas ocasiones: en los propósitos que persiguen con la creación o en el empleo de frases idénticas, como las de despedida. También, cuando Virginia decide que quien habrá de morir en su novela es el poeta, sabemos que la decisión alcanza a ambos. En este mismo sentido, no debemos marginar el hecho de que Louis, el ex novio de Richard -que en el fondo está molesto por la escasa relevancia que le otorga Richard en su obra-, nos obsequia con unas frases de crítica literaria de claro sentido paródico, en otra manifestación de diálogo intertextual (por cierto, la novela de Woolf y la novela de Richard comparten el mismo estante en la casa de Clarisa). Louis cuestiona el carácter ficcional y el ritmo de la novela: “Un capítulo dudando si comprarse esmalte. Cincuenta páginas para decidir que no. Se hace todo eterno. No pasa nada. Y de repente, sin razón alguna, ella [la madre] se suicida”. Esto, así como la matización que Clarisa le hace a la dueña de la floristería sobre la utilización libérrima de lo biográfico, remite a otro de los temas predilectos de la autora inglesa, cuya práctica narrativa era muy difícil de encajar en las denominaciones genéricas heredadas.14

Estas mujeres aquejadas de melancolía comparten tres formas de encierro y una tranquilidad impostada junto a personas a las que aman sin pasión. Tres mujeres enfrentadas a sí mismas en la soledad de un paseo furtivo, o encerradas llorando en el baño mientras se finge que «no pasa nada», o en la sala confortable de una casa que en realidad no se habita. Seres humanos que sufren y que no hallan un discurso propio con el que relacionarse con el mundo.

Porque para retratar el deambular de una mujer un día cualquiera, como sucede en La señora Dalloway, hay que remitir a los cuentos y a las historias sobre las que se construye una vida. Bernard -la voz de quien encarna la figura del escritor en Las olas- lo expresará con nitidez años después:

Para que entiendas, para darte mi vida, tengo que contarte un cuento; y hay tantos y tantos cuentos: cuentos de la infancia, cuentos de la escuela, amor, matrimonio, muerte, y ninguno de ellos es verdad. Pero, como niños, nos contamos cuentos, y para embellecerlos construimos esas frases hermosas, floridas, ridículas. ¡Qué cansado estoy de los cuentos!, ¡qué cansado estoy de esas frases que descienden con hermosura y posan los pies sobre la tierra! Y también, qué desconfianza me inspiran los pulcros argumentos biográficos que se anotan en cuartillas de papel de notas. Comienzo a desear algún lenguaje elemental como el que utilizan los enamorados, palabras sueltas, palabras inarticuladas, como el arrastrar de los pies sobre las aceras. Comienzo a buscar algún argumento más acorde con aquellos momentos de humillación y triunfo que innegablemente vienen de vez en cuando (Woolf, 1994: 324-325).

De algún modo hay que reinventar el lenguaje. Pero eso que es un desafío para la creadora en cuanto tal, es una necesidad para las demás, que sienten la misma imposibilidad de comunicación, apresadas por el propio código, que nos da los nombres antes que la experiencia de las emociones y los sentimientos que esos nombres designan, y también antes que la conciencia, a veces desgarrada, de los valores que como un faro orientan nuestro estar en el mundo. De algún modo Laura y Clarisa transfieren a los dos escritores de Las horas (Richard y Virginia) la responsabilidad del decir. Y estos, a su vez, como creadores en sus respectivas obras y como personajes dentro de la película repiten de diferentes modos que “no se puede hallar la paz evitando la vida”, esto es, que ni las decisiones ni la responsabilidad del actuar pueden ser transferidas.

Laura Brown enfrenta una de las grandes palabras, uno de los cuentos que han regido la vida de las mujeres a lo largo de los siglos: el de la maternidad, sobre todo asociada al modelo patriarcal de la familia, del que la película ofrece variantes. Y es en el tratamiento de su historia donde Las horas se distancia de la representación que el cine ha dado a la maternidad, el único territorio, no lo olvidemos, exclusivo de la mujer.

Abundan en el cine, desde luego, madres dominantes y posesivas (La loba, La extraña pasajera, Mesas separadas, etcétera.),15 que en algunas ocasiones eran finalmente desafiadas y vencidas, sobre todo por hijas rebeldes. Este tipo femenino lo encontramos todavía en obras recientes como en Las mujeres de verdad tienen curvas (Patricia Cardoso, 2002). Junto a todas esas muestras que pueden tener implícita la censura de una maternidad opresiva encontramos, por supuesto, muchas mujeres abnegadas que renunciaron a cualquier proyecto personal para cumplir mejor su cometido de madres y esposas, sin que eso les supusiera ninguna mutilación aparente. Y es que el cine rara vez ha presentado a mujeres en conflicto íntimo con el concepto de la maternidad, no por lo que implica como sostén de la institución familiar y de la estructura social, sino sencillamente por lo que es: una posibilidad, una prerrogativa de la mujer a la que también se puede renunciar o de la que se puede abdicar sin que por eso tenga que sentirse íntimamente incompleta o sea por ello absolutamente demonizada. Tal idea, expresada por Kitty, que no puede satisfacer el único deseo verdadero que tiene y que como mujer supuestamente le corresponde (“No eres del todo una mujer hasta que eres madre”, dice), choca con el conflicto que adivinamos en Laura mientras la escucha, pues ella es madre pero no se siente del todo mujer, es decir, no se siente ser humano con derecho a elegir sin coacciones y acaso ni siquiera libre para no desear sin culpas. Por eso, cuando después se encuentra con Clarisa, que ha construido una familia homoparental y ha tenido una hija por medios artificiales, le pregunta: ¿Tanto lo deseaba?. Y añade, ante la respuesta afirmativa: “Es usted muy afortunada” (que es lo mismo que a ella le había dicho Kitty en aquella conversación), lo que nos deja entrever una vez más parte del que fue su debate interior.

Clarisa ocupa así un punto equidistante entre Laura, a quien se le impone la maternidad como parte del papel social adjudicado, y Virginia, a quien sus guardianes le niegan esa posibilidad. En la película hay apenas un atisbo de ello con la presencia bulliciosa de la hermana y su prole, trasunto de la vida que ella no tiene.16 El simbolismo de la escena en la que entierran en el jardín a un pájaro muerto es significativo, aunque no se sepa que “la muerte en el jardín” es un lugar común en el imaginario virginiano asociado a la pérdida de la inocencia y a la esterilidad.

Porque Laura no se enfrenta a un dilema que oponga la familia al amor extramatrimonial, como sucede en Ana Karenina (Clarence Brown, 1935), Breve encuentro (David Lean, 1945), Una jornada particular (Ettore Scola, 1978) o Los puentes de Madison (Clint Eastwood, 1992); ni se le plantea abiertamente el interrogante de una identidad sexual no asumida, aunque podemos pensar, en efecto, que parte de su insatisfacción proviene de una cierta ambigüedad, apuntada en la escena que comparte con la vecina y en el beso que intercambian. Sin embargo, esta idea no tendrá luego desarrollo en la vida posterior del personaje, que se nos oculta por completo. En cualquier caso, esa escena ha de ponerse una vez más en conexión con otras, pues también forma parte del diálogo intertextual con la obra de Woolf.17 Hacer recaer en esa ambigüedad toda la justificación del comportamiento del personaje sería, en mi opinión, simplificar su complejidad. Lo único que vamos a saber de ella es que ha cambiado la soleada California por el frío Toronto y que ha cumplido en el oficio al que se ha dedicado (el de bibliotecaria) la única pasión que parecía tener en la vida: la lectura. Ni siquiera podemos estar seguros de que su marcha persiguiera un proyecto personal con el que recuperar la autoestima, como en el caso de Joanna en Kramer contra Kramer (Robert Benton, 1979). La diferencia, por tanto, con todas ellas es que lleva hasta sus últimas consecuencias una elección cuando en el otro platillo de la balanza no hay nada, salvo más vida, otra vida, nada más. Ignoramos si ha sido feliz, si sus anhelos adquirieron nombre y realidad; sabemos, sin embargo, que nunca volvió (aunque se afirma cierto contacto con su hijo en la lejanía).

Ni la culpa que se correspondería con “el mayor pecado que, según dicen, puede cometer una madre” la hizo volver, aunque se sienta indigna porque ha sobrevivido finalmente a la familia a la que renunció. Regresa para enterrar al hijo, aparentemente en paz. No demanda perdón: “Sería maravilloso decir que lo lamentas. Sería fácil. Pero ¿qué significa? se pregunta ¿Qué significa lamentarlo si no había elección? Depende de lo que puedas soportar. Ahí lo tiene. Nadie me perdonará. Era la muerte. Yo escogí la vida”.

Con su marcha incumple un deber -que como todos los deberes pertenece al ámbito de la cultura- y puede merecer la condena social, pero sobre todo ha de afrontar íntimamente la responsabilidad del dolor que provoca y que deja, en quien se siente abandonado, la huella dolorosa (dolorosa por incomprendida) de una ausencia no deseada.

Y es que el amor materno-filial, como supuestamente obedece a un instinto, se cumple con la llegada del hijo. Es incondicional e imperecedero. No está sometido al deterioro o a la muerte, es decir, al desamor. Como no se construye, no evoluciona. Cualquier conducta que contravenga alguno de esos principios rompe el vínculo “sagrado”; es actuar “contra natura”. Por eso, antes de la película de Robert Benton, cuando alguna mujer se rebelaba contra el modelo de familia que perpetua la sumisión y la dependencia, y por añadidura contra el sentimiento o al menos el ejercicio de la maternidad, como sucede en Al este del Edén (Elia Kazan, 1955), puede ser brutalmente tratada. También puede sufrir un “justo castigo”, como le ocurre a la protagonista de El señor Skefington (Vincent Sherman, 1944), que aparta a la hija para que su vida frívola no tenga obstáculos. La enfermedad acabará con la obsesión por perpetuar su belleza. Desde luego, es también insólito que una mujer se atreva a formular, aunque sea tímidamente, alguna forma de rechazo, como hace ese personaje secundario de La loba, una mujer absolutamente frustrada y menospreciada por su familia, cuando dice: “No me gusta mi hijo”. Por supuesto, aun así, están muy alejadas de la protagonista de Que el cielo la juzgue (Leave Her to Heaven, John M. Sthal, 1945), donde el rechazo al hijo que está por nacer (“Odio a esta criatura”) es la consecuencia más abyecta de los celos obsesivos de esta mujer por quien siente que es un intruso que puede disputarle el amor del marido. Pero, en todo caso, Laura no podría expresar algo parecido. Su conflicto va más allá.

No obstante, en el abrazo que recibe de la hija de Clarisa se vislumbra la nostalgia de otros abrazos o la satisfacción de un pequeño reconocimiento, o bien la gratitud por una calidez exenta de desprecio. Siente, en in, la solidaridad de quien, si no comprende, tampoco juzga.

Laura entiende que su hijo le diera muerte en la novela. Una particular venganza por la que acaso declaraba que hubiera preferido la orfandad al abandono. Pero Laura no sabe que antes del salto al vacío de algún modo se reconcilió con ella. Dos secuencias, que el montaje cinematográfico muestra consecutivas, así lo indican. En la primera, Laura se reencuentra con su hijo después de su suicidio frustrado y, el niño, que parece saberlo todo, le dice que la quiere. Laura resiente en su rostro el peso de ese amor. El siguiente plano es el rostro lloroso de Richard con la foto de novia de su madre en las manos. Su cara mirando por la ventana enlaza con la imagen de aquel niño que la llamaba con desesperación cuando presagiaba la pérdida. Aquel grito es tanto un grito en el pasado como en el presente, los instantes vuelven a fundirse, los sentimientos también, pero ahora es él quien quiere irse de esta vida de la que sólo cabe esperar días buenos y quien reclama a Clarisa (que reproduce a otro nivel los lazos de dependencia que a él lo ligaban a la madre) que lo deje marchar: “Creo que sólo sigo con vida para satisfacerte a ti”. Tal vez comprende en ese momento final que su madre tampoco podía con las horas, y en su última decisión acepta, entiende y perdona.

En fin, acostumbrados a esa imagen del amor arrebatador, alienante y efímero que en su faceta más pasional siempre ha entrañado transgresión y es capaz de compensar otras carencias, Las horas nos muestra cómo el amor, ninguna forma de amor, puede salvar a estas mujeres ni tal vez a nadie de ciertas formas de insatisfacción y de vacío.

Por lo demás, el amor se manifiesta en señales convenidas o en comportamientos que a menudo se convierten en pruebas de ese amor, aunque ni siquiera hayan sido pedidas, como en el caso de Virginia; o no sean apreciadas porque van incluidas en el papel adjudicado, como le ocurre a Laura; o se realicen como ofrendas a quien asociamos a la plenitud de la vida, como le sucede a Clarisa. El amor que tanto se ansía experimentar y el que nos profesan, también tienen su reverso. Y entonces, el plato favorito que elaboramos como agasajo puede ser una forma de presión; una tarta de cumpleaños, un tributo heroico que jamás será reconocido; y el cerco construido para salvar al otro de sí mismo, un mecanismo de autoprotección. Vivir por y para alguien, o mantenerse vivo, como hacen todos en esta película o se les pide que lo hagan (al cabo: “Eso hacen las personas, se mantienen vivas las unas para las otras”) puede ser una forma egoísta de llenar el vacío que a todos en algún momento alcanza; y puede ser un sacrificio, una prueba de amor, que no se le debe pedir a nadie, si el precio es enfrentarse a las horas: siempre el amor, siempre las horas.

Por todo esto, la película de Daldry nos plantea, como hizo antes la autora inglesa, aspectos de la condición humana (la insatisfacción, el deseo innominado, las ataduras afectivas) cuando son las mujeres las que asumen, en cuanto tales, total y absoluto protagonismo, algo que en el cine es prácticamente excepcional porque las hemos visto como vampiresas, criaturas fatales, oscuros objetos de deseo, iconos sexuales, piezas de una inagotable guerra de sexos, pero rara vez simplemente mujeres, como las de carne y hueso, enfrentadas a una cotidianidad anodina de la que no cabía salida airosa ni huida, salvo en una dimensión clandestina e íntima, casi nunca explorada.18

En general se ha considerado que las vidas confinadas al espacio doméstico carecían de sorpresa, emoción o misterio, ingredientes necesarios, al parecer, para la creación potencial de historias atractivas (desde La Odisea, la aventura siempre ha estado fuera de casa). Además, cuesta imaginar a las grandes actrices del star system asumiendo las personalidades de muchas de las mujeres que iban a verlas deslumbrantes en la pantalla y a liberarse, como hacía Mia Farrow en La rosa púrpura del Cairo (Woody Allen, 1985), de su feroz destino. No sólo eso. Hace algunos años Maruja Torres observaba en un artículo periodístico que Hollywood no había sabido ni siquiera contar historias de amistad entre mujeres con la maestría con la que lo había hecho al hablar del mundo de los hombres,19 y a este respecto cualquier película de Howard Hawks y bastantes de John Ford nos servirían de ejemplo. Incluso podría decirse que se les ha atribuido cierta incapacidad para la amistad, más allá de complicidades maliciosas e interesadas. Tenemos que venir a tiempos más recientes para encontrarnos alguna muestra significativa como en Julia (Fred Zinnemann, 1977), Ricas y famosas (George Cu-or, 1981), Magnolias de acero (Herbert Ross, 1989), Thelma y Louis (Ridley Scott, 1991) o Tomates verdes fritos (John Avnet, 1991).

En fin, entre el melodrama y la alta comedia, la verdadera vida de las mujeres, al menos de las que no han de resolver dilemas amorosos cuando azarosamente la aventura por in entra en casa, ha quedado silenciada. En esto, el cine era perfectamente coherente con la tradición cultural de Occidente, como la propia Virginia se encargó de señalar a propósito de la literatura en su ensayo Una habitación propia.20 Y ese fue el reto verdaderamente innovador que ella enfrentó empleando toda su voluntad en vencer, aunque fuera por unas horas -siempre las horas-, el acecho casi cotidiano de la locura y la muerte. Y ese es también el reto que encara una película que la toma como inspiración y que en los albores del siglo XXI es todavía una rareza, hecha, eso sí, con los medios y las ambiciones de una gran película de Hollywood. Sin embargo, dadas sus protagonistas y los temas que aborda, puede ser catalogada dentro de lo que se denomina en términos comerciales “cine de mujeres”, lo que siempre es una forma de disminuir cualquier consideración estética y de perpetuar una fractura de género por la cual las mujeres se reconfortan fijando su mirada en seres con los que se identifican por su simple condición de mujeres, mientras a los hombres se les presenta el desafío -si se convierten en espectadores un tanto fortuitos- de acceder al “complejo” universo femenino, tradicionalmente incomprensible. De igual modo, como sus artífices, en los diferentes niveles de creación de la obra, son hombres, podemos pensar, en un primer análisis, que estamos ante una elaboración masculina -una de tantas-, sobre “lo femenino”, cuando, a mi juicio, se trata precisamente de un intento de superar esas fracturas de género y de ver así cumplida la propuesta final de Woolf vertida en Una habitación propia. (De ser así, no cabe mayor homenaje.) Al cabo, tanto en la película como en las obras literarias con las que entabla ese diálogo creativo en el que se nos invita a participar, se nos habla de lo esencial: de la vida misma, de la fiesta perversa del vivir y del morir, y ése es, llevado al arte, “lisa y llanamente el más extraño asunto” (Woolf, 2003b: 133).

Como es obvio, tal empresa puede precisar del más elaborado artificio, y es que la vida, como decía aquel personaje encarnado por Bogart en La condesa descalza (Joseph L. Mankiewicz, 1954) escribe muy malos guiones y a veces “se comporta como si hubiera visto demasiadas películas malas en las que todo encaja demasiado bien: exposición, nudo y desenlace, desde el primer encadenado hasta el último fundido”. Tal vez por eso la ficción, en cualquiera de sus formas, sigue teniendo razón de ser y puede generar discursos que nos permitan atisbar lo que de otro modo, ni para los demás ni para nosotros mismos presos de nuestra propia historia-, sería posible entender y aún menos expresar. El arte adquiere entonces dimensión de verdad revelada.

Citas

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