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Resumen
En el presente artículo se hace una lectura de la primera parte de la obra de Jacques Derrida, particularmente en el contexto de su crítica al estructuralismo y la fenomenología. El interés fundamental será tocar el tema de la diferencia, tal como lo desarrolla Derrida, para abrir algunas líneas de reflexión que puedan dar lugar a análisis de las problemáticas derridianas tanto desde la óptica de la ontología, como de la teoría del lenguaje y la filosofía política, al amparo de la influencia ejercida por Nietzsche en el filósofo francés.
La noción de diferencia constituye un punto central en el debate filosófico contemporáneo, particularmente en lo concerniente a la escuela francesa, al implicar la puesta en cuestión de una serie de principios y valores que habitualmente han sido considerados fundamentales en la configuración de la filosofía de Occidente a lo largo de los siglos. El movimiento a partir del cual se ha desdoblado la historiade la filosofía obedece en gran medida, podríamos decir, a la interpretación y ejecución -muchas veces tácitamente- de un principio de identidad que traza gran parte de los rasgos de la fisonomía cultural occidental, desde Platón, fundamentalmente, hasta Hegel (por decirlo en términos muy generales), pasando por los grandes representantes de los distintos períodos(Aristóteles, Descartes, Hume), provocando así que esta historia pueda ser leída de manera relativamente unívoca y unitaria como -según estas posiciones- metafísica occidental. De acuerdo con esta lectura, sería básicamente Nietzsche la figura emblemática que rompe con el poderío metafísico de la identidad y consiguientemente pone a la diferencia en el escenario filosófico de primer plano, tendiendo con ello un puente hacia las discusiones contemporáneas. ¿Qué se entiende por “diferencia”?; ¿cuáles son sus presupuestos de interpretación?; ¿es posible, en rigor, pensarla desde nuestras premisas de racionalidad?; ¿qué consecuencias tiene para la historia de la filosofía plantearse la pregunta por el “¿qué?” de la diferencia? Así, en este ensayo se intenta una aproximación, a la luz de estos problemas, a uno de los representantes más influyentes en el escenario continental contemporáneo, a saber, el filósofo francés Jacques Derrida (El Biar, Argelia, 1930-París, 2004), quizás la figura más relevante de aquello que suele ser denominado dentro de las tipologías académicas, precisamente, como filosofías de la diferencia.
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A pesar de ser un motivo que ocupa o permea prácticamente toda la obra derridiana, el lugar paradigmático en el que Derrida aborda la problemática de la diferencia es fundamentalmente un texto titulado “La Différance”,1 pronunciado ante la Sociedad Francesa de Filosofía en 1968. El texto, uno de los más célebres del pensamiento derridiano (sobre todo de su primera época), figuraba como un auténtico manifiesto de la diferencia, parecía vindicarla como estandarte filosófico para criticar tenazmente el lenguaje de la tradición, particularmente centrando la atención en la discusión filosófica predominante en la época en torno a los alcances de la fenomenología y del estructuralismo.2
De hecho, inicialmente Derrida parecía querer ir más allá del discurso estructuralista, al cuestionar la noción misma de “estructura”, pero en virtud de que su crítica se cifraba, en lo profundo, en una crítica a los postulados esenciales de la metafísica, al texto metafísico en general, la citada conferencia “La Différance” colocaba de lleno a Derrida como uno de los pensadores más audaces e influyentes en el escenario filosófico contemporáneo, y al mismo tiempo, su trabajo comenzaba a caracterizarse (y bautizarse) como “filosofía de la diferencia”.3
Derrida parte del mismo cuestionamiento nietzscheano hacia la historia de la filosofía como historia de un enmascaramiento sucesivo de los valores (o conceptos) que Occidente ha ponderado como supremos. La filosofía ha ido encubriendo su rostro característico en cada momento histórico a través de distintos nombres, y siempre bajo el auspicio de un ideal o “noción central”; ha relatado, nos dice Derrida, la historia misma de Occidente como un “encadenamiento sucesivo de distintas determinaciones del centro” (1989: 385). Derrrida entiende en este caso el concepto de centro, a su vez, situándose en la misma línea de la problematización heideggeriana sobre la noción de fundamento: la metafísica siempre ha significado por «ser» (y por tal razón lo ha mantenido en el olvido), ser de un ente, aquello que permitía asegurar la existencia del ente bajo la condición fundamental de su “estar ahí”, de su ser pres-ente, a la vez como su fundamento, y a la vez como la condición de posibilidad del ente en su totalidad, esto es, en razón de su onto-teológica. “Ser”, de alguna manera, era entendido como el punto de referencia y el origen de todo lo ente, aquello a lo que siempre había que remitirse puesto que “está ahí”, es, en el sentido más amplio de la palabra, es decir, “la presencia del presente” (en resumen, para Heidegger, el ente supremo).
Ahora bien, esta caracterización, según Derrida, se encuentra motivada justamente por una permanente actitud de centralidad. La metafísica ha conformado la aparente solidez de su estructura “mediante un gesto consistente en darle un centro, en referirla a un punto de presencia, a un origen fijo…” (Derrida, 1989: 383). El ser es enviado al centro y éste funge como el punto de presencia que asegura la comprensión de los entes bajo el modo de la representabilidad, garantizando de alguna forma la coherencia de la estructura o del sistema. Cuestionar la estructura del texto metafísico es cuestionar la autoridad misma de la presencia, dirá Derrida (y así, también, cuestionar “su simple contrario simétrico”, la ausencia o la falta),4 puesto que la historia de la metafísica es la historia misma de la determinación del ser como presencia, del desenvolvimiento de esa presencia; “…es la determinación del ser en presencia o en existencialidad -nos aclara- lo que es pues así interrogado, por el pensamiento de la diferencia”.5 Aquí, precisamente, Derrida hace patente el explícito reconocimiento de la (aparente) proximidad entre su propuesta y la propuesta heideggeriana:
Pospongamos momentáneamente esta referencia a Heidegger. Entretanto, este formato de presencia o ausencia nos lleva a uno de los aspectos esenciales que habrá de preludiar la exposición sobre la diferencia derridiana: el problema de la articulación del lenguaje filosófico como una arquitectura de oposiciones binarias (problema que siempre se mantuvo en el primer plano de su pensamiento, sino es que como su preocupación esencial). El binarismo, que desde Platón fundamentalmente se halla en la base de todo el pensamiento occidental, marca decisivamente el lenguaje filosófico no en los términos de una “coexistencia pacífica” entre dos términos, sino mediante una estructura que es esencialmente conflictual, violenta. A través de la historia de las oposiciones binarias “uno de los términos [siempre] se impone al otro (axiológicamente, lógicamente, etcétera), se encumbra” (Derrida, 1977:56) y, generalmente, en consonancia proporcional con aquella escisión “fundadora” de la filosofía entre lo inteligible y lo sensible, en la que todo lo concerniente al ámbito de este último funge como lo subordinado, como instancia dependiente y servil ante la autoridad del primero. Esta estructura constituye para Derrida un “espacio disimétrico y jerarquizante” en el que se esgrimen relaciones de fuerzas que se expulsan y rechazan hacia un “exterior” (por ejemplo, la expulsión de los artistas de la “República” platónica), y a la vez se interiorizan dentro del campo cerrado que constituye su propio sistema de dominio. El lenguaje filosófico, dice Derrida, es pues una máquina de jerarquización que constantemente produce y reproduce nuevas oposiciones, nuevas interpretaciones binarias de los conceptos. Apenas pretendemos desembarazarnos de una oposición, nos vemos envueltos en una nueva jerarquía (como en el caso de la inversión y del trabajo negativo de la dialéctica especulativa): ésta, pues, “se reconstruye siempre” (Derrida, 1997:57).
Pero ¿por qué, entonces, Derrida elige en este caso precisamente hablar de “diferencia”? ¿Qué permitiría hacernos pensar que la diferencia de la que habla no reproduce esa misma jerarquía, no confirma el orden establecido de los conceptos? Es importante señalar que para Derrida no resulta suficiente pretender criticar la metafísica por medio de una simple “puesta de cabeza” de sus valores y sus conceptos, de una mera “inversión”: “…a la identidad [en este caso] -nos dice- no se le puede oponer otro concepto, sino un [cierto tipo de] trabajo textual” (Derrida, 1997:10-11); y, de otra forma: “si desde el principio no se anuncian otra lógica u otro espacio con claridad, la inversión reproduce y confirma por el lado contrario lo que ha combatido”(Derrida, 1977: 56). Entonces… ¿acaso la diferencia puede ser pensada al margen de una relación meramente binaria con respecto a la identidad?; ¿puede salir de los límites de esa oposición e inaugurar (o “anunciar”) otro tipo de “lógica”? Derrida nos adelanta, por así decirlo (o anuncia) qué está entendiendo con su noción de diferencia (paulatinamente, conforme a la exposición, se irá tornando más claro):
Derrida busca pensar en un orden que se mantenga irreductible ante el juego de las oposiciones binarias, y asimismo, no reproduzca su mismo esquema concep-tual de dominación; “…es preciso dejarse llevar aquí a un orden, pues, que resista a la oposición, fundadora de la filosofía, entre lo sensible y lo inteligible” (Derrida, 1998b: 41). Pero si reconoce que tal oposición es la oposición fundadora de la filosofía, sería consiguientemente preciso entonces resistir a toda oposición, en el supuesto de que cualquier oposición esté condicionada por aquella; hablar entonces de la diferencia como si estuviera ella misma fuera de las oposiciones filosóficas. Y ello parece hacerlo, postulando una diferencia “diferente en su diferencialidad”, diferente de la “diferencia” que él entiende como “distinción estática”. Pero, ¿es esto filosóficamente posible?; ¿es posible decir que la diferencia “ni es esto, ni es aquello”?; ¿cómo podríamos responder a la pregunta que interroga por el qué de la diferencia si ésta, en sentido estricto, como dirá Derrida, “no es”?7
Derrida advierte que ello constituye un análisis interminable: no se puede pensar fuera del régimen de las oposiciones que conforman la historia de la filosofía (y que han sido, prácticamente, su condición de posibilidad), puesto que -dice-, “no hay fuera de texto absoluto”,8 no se trata “de un linde unilineal por encima del cual podría saltarse, hacia fuera, por ejemplo hacia una «práctica» ¡por fin no filosófica!…” (Derrida, 1989: 45). Al contrario, hay que intervenir9 efectivamente dentro de ese régimen, criticar pues la filosofía, dado que “atenerse […] a una actitud de indiferencia neutralizante respecto a las oposiciones clásicas -advierte Derrida-, sería dar curso libre a las fuerzas que dominan efectiva e históricamente el campo” (Derrida, 1997: 11), y por consiguiente, significaría recaer en el orden establecido, confirmarlo.
Y esto implicaría necesariamente no quedarse en esa fase de crítica (o de inversión). Si hay que intervenir y asumir una posición comprometida dentro del trabajo filosófico, Derrida admite que entonces es necesaria también una “nueva conceptualización” (dentro y a la vez fuera de la metafísica),10 pero partiendo de una muy cuidadosa y detallada revisión del texto filosófico,11 que Derrida describe de la siguiente forma: “Hay que elaborar una estrategia de trabajo textual que a cada momento tome prestada una vieja palabra a la filosofía para a continuación demarcarla…”(Derrida, 1977: 58).
Derrida señala aquí que se escribe “a dos manos”: con una, se respeta el juego de los conceptos -“no podemos pensar si no es por medio de las oposiciones binarias” (Derrida, 1977: 60)-; y con la otra, se finge respetar, a través de una máscara (en sentido nietzscheano) por la que se le borra, se le desplaza, se le desliza “hasta su extinción y su clausura”, poniendo en jaque la supuesta unidad de sentido que subyace a cada configuración conceptual. Dentro de esta “estrategia”, nos dice Derrida, “cada concepto recibe necesariamente dos señales semejantes […], una en el interior, la otra en el exterior del sistema […], dando lugar a una doble lectura y a una doble escritura […]: a una double sceance…”;12 esto es, reconociendo las fisuras del presun-tamente impecable edificio metafísico desde su interior, pero al mismo tiempo, mirando hacia afuera, hacia los bordes y los límites del sistema. Se habitan así las estructuras mismas de la metafísica, pero para revelarlas en su carácter “antiestructural”; estrategia de lo “no estratificado”, “estrategia aventurada”, “sin finalidad” (en el sentido de telos), estrategia en fin, que Derrida propone llamar Deconstrucción;13 En una entrevista de 1971, la define de la siguiente forma:
Y es justamente en función de esta estrategia o trabajo textual que Derrida puede perfilar su “hablar” en torno a la diferencia: toma prestada de la filosofía la palabra “diferencia” (en francés différence), y a continuación busca demarcarla mediante el gesto irónico de un “pequeño” intercambio de letras (différance); intercambio de una e por una a, que resulta en un silencioso juego de “escribir sobre la escritura”, haciéndola irreductible e indecidible (se llegará más adelante) a toda reapropiación semántica dentro de los horizontes habituales de significación (“…lo más irreductible de nuestra `época´”, (Derrida, 1998b: 43), llegará a decir).
Así pues, en función de todo lo anterior Derrida explica ahora por qué recurre a ese término, o qué lo impulsa a partir del tema o de la noción de “diferencia” (différance): si habla de ella, no lo hace precisamente en los términos de la inversión de una oposición tradicional, sino más bien, en los términos (“inconscientes” e “inintencionales”),15 de una decisión “estratégica” (acorde con esa estrategia de trabajo textual). “…La diferencia (différance) -dice- me ha parecido estratégicamente lo más propio para ser pensado…” (Derrida, 1998b: 43). Y continúa: “…lo que yo propondré aquí [entonces] no se desarrollará, pues, simplemente como un discurso filosófico que opera desde un principio, unos postulados, axiomas o definiciones (puesto que lo que se pone en tela de juicio es el requerimento de un comienzo de derecho, de un punto de partida absoluto), y que se desplaza siguiendo la linealidad discursiva de un orden de razones […] Todo en el trazado de la différance es estratégico y aventurado…” (Derrida, 1998b: 42).
Estratégico y a la vez aventurado, puesto que, dice Derrida, se trata de exceder el principio según el cual toda metodología se halla gobernada por una sucesión relativamente homogénea y ordenada de pasos, ligados entre sí, por una cierta consecución necesaria, pero al mismo tiempo desarticulando toda relación con su simple contrario simétrico, el desorden o el caos. El trazado de la différance tendría así la forma de un juego, sostiene Derrida, de un fenómeno que simultáneamente marca su propia regla por medio de la ejecución de un “golpe de dados”, y ello porque “el juego -nos explica- está más allá de esta oposición […]; anuncia, en vísperas y más allá de la filosofía, la unidad del azar y la necesidad” (Derrida, 1998b: 42-43).
Juego de la différance, que estratégicamente se previene del cálculo de resultados, de unos objetivos delimitados y diferenciados que sirvan para administrar un orden de expectativas o modular el flujo “incesante y necesario” de su curso, de su encadenamiento textual. Juego que traza su itinerario por medio de la marca (y el reemplazo) de una a silenciosa que no se deja sentir como “diferente”16 (siendo esto la regla y la condición misma del juego), pero que simultáneamente genera “efectos”17 de diferencia, haciendo cimbrar el “tímpano filosófico”18 (y el cuerpo mismo de sus enunciados) en cada movimiento y a cada tirada de dados.
Por ello, dice Derrida, este juego constituye una economía19 -de guerra- que retiene el patrón jerarquizante de las oposiciones filosóficas y, a la vez, “retrasa” o impide que éstas ejerzan, tranquila y confortablemente, su función dentro del lenguaje. Y ello, gracias a ese aparentemente pequeño e inofensivo intercambio de letras en el que se conjugan paradójicamente el azar y la necesidad, esto es, gracias al movimiento (lúdico) que resulta de la “marca” gráfica de la différance. Derrida lo expresa de la siguiente forma:
Ahora bien, ese gesto mediante el que se superpone una simple letra a un concepto filosófico y que da lugar a esa “extraña lógica” y a ese extraño neografismo de la différance (Derrida lo llama una “escritura sobre la escritura”) es posible en virtud de que ya se ha desplazado y subvertido el orden de la phoné, de la escritura rigurosamente fonética; “no hay phoné puramente fonética” (Derrida, 1998b: 41), afirmará él -puesto que se deconstruye la oposición misma entre habla y escritura-.20 Pero ¿cómo funciona o qué papel guarda el “signo” (la a) dentro de ese intercambio gráfico?; ¿puede por sí mismo cambiar un “significado” (el significado de la palabra “différence”)? Ante esto, Derrida se propone ahora revisar algunos aspectos de esa “estructura” supuestamente primaria que es el lenguaje, a partir de un diálogo con ciertos motivos de la lingüística general de Ferdinand de Saussure (para Saussure, el lenguaje es una “facultad primaria”, ya que “nos la da la naturaleza”, a diferencia -dice- de muchas otras estructuras) (Saussure, 1975:25). “Partamos -nos dice Derrida-, puesto que ya estamos instalados en ella, de la problemática del signo y de la escritura […] [con relación] a la semiología general” (Derrida, 1998b: 44-45). En este punto convendría hacer un breve recordatorio.
La lingüística saussureana guarda el aspecto de una semiología general o una teoría de los signos. El lenguaje, o mejor dicho la lengua,21 es para Saussure “un sistema de signos distintos que corresponden a ideas distintas” (Saussure, 1975: 53). Ahora bien, Derrida nos recuerda que está formado por dos cualidades correlativas: lo que Saussure llama lo arbitrario y lo diferencial del signo lingüístico. Un signo lingüístico en general se forma por la idea que representa y por el conjunto de sonidos mediante los que es enunciado, y a esto Saussure lo llama, respectivamente, el significado y el significante (signatum y signans), es decir, la parte conceptual o ideal del signo lingüístico y la imagen acústica o parte material. El lazo, pues, que une a ambos, según él, es arbitrario y diferencial. Por ejemplo, a la palabra “gato”, no le corresponden naturalmente la secuencia de sonidos “g-a-t-o”; y pronunciamos esos sonidos por no pronunciar cualesquiera otros sonidos diferentes (“rato”, “pato”, “dato”), ni significar con ellos cualesquiera otros contenidos mentales. Esto es, a los sonidos “gato” y “rato”, que constituyen una diferencia entre significantes, les son adscritos arbitrariamente (según las convenciones de cada lengua) diferencias entre significados. Así, el lenguaje es, desde esta perspectiva, un sistema de diferencias conceptuales y de diferencias fónicas que en suma, para Derrida, se hallan relacionadas binariamente consigo mismas de acuerdo con aquella oposición “fundadora de la filosofía” entre lo inteligible y lo sensible, hacia la que Derrida convenía (como ya se hizo ver) que era preciso resistir.
La estrategia de la différance tiende a deconstruir pues esta oposición, y para ello -según Derrida- es preciso, antes que nada, partir de un análisis semántico-etimológico aproximado “que nos lleve -dice- a la vista del juego” (Derrida, 1998b: 43), y nos indique algunos posibles sentidos de la palabra (según Derrida no es “ni concepto ni palabra”)22différance, tomada en la forma activa (que estrictamente no sería activa, ni tampoco pasiva, según Derrida, ya que denota cierta intransitividad como voz media) del “diferir” (en latín, diferre). El verbo diferir puede tener, de acuerdo con su raíz grecolatina, dos sentidos: uno, que es el de no ser idéntico, designar desemejanza y alteridad, y otro, que sería como la acción de dejar para más tarde, dar un rodeo, detenerse brevemente en el tiempo, hacer demorar por una economía de reserva. Derrida conjuga y correlaciona ambos sentidos para crear así dos tipos de neologismos (o encadenamientos textuales): el “diferir”, entendido como ese movimiento de rodeo que retarda la aparición del presente en virtud de una especie de “mediación temporal”, es denominado como temporización; y, por otra parte, el “diferir” como alteridad o desigualdad, que supone a su vez que entre los elementos “otros” -mantenidos respectivamente en relación- exista un cierto intervalo, una cierta distancia de separación, Derrida lo designa mediante el término espaciamiento; “…temporización y espaciamiento […], extraña economía de hacerse tiempo del espacio y hacerse espacio del tiempo, ‘constitución originaria’ del tiempo y del espacio” (Derrida: 1998b: 43). Cabe notar la forma en la que Derrida, parodiándolo, hace uso del lenguaje de la metafísica y de la fenomenología trascendental.
Ahora bien, este pasar por el rodeo al elemento presente tiene lugar justamente en virtud de la extensión de un intervalo que lo relaciona con su “ser otro” y que lo hace ser lo que es, constituirse a sí mismo como presente (por ejemplo, “es”, gracias a que se distingue de aquello que “no es”) reteniendo simultáneamente su aparición (presente ya pasado), y anunciándose en el trayecto inconmensurable de su ser-otro (presente aún por-venir): el presente así se desliza, se barre hacia esa marca en la que deviene “otra” cosa y ya no mero presente, ya que al temporizar, al espaciar “ha de ser pasado y al mismo tiempo ha de ser futuro” (Derrida, 1998b: 48). Años más tarde Derrida describe, en sus Espectros de Marx, aquello en lo que podría consistir este efecto “espacio-temporizador” de la différance, a la que equiparará (relativamente) con la noción de “espectralidad”:
En virtud de todo esto, y aterrizando el empleo de estos términos, se podría, en cierta forma, advertir el análisis y el desglose hechos por Derrida a los postulados de la lingüística estructural.
Diferir como temporización tiene lugar dentro del movimiento de la significación como un pasar por el rodeo a la cosa misma, es decir, representar lo presente en su ausencia por medio del signo, retardar su aparición: “…cuando no podemos tomar o mostrar la cosa, digamos lo presente, el ser presente […], significamos, pasamos por el rodeo del signo” (Derrida, 1998b: 45). El signo sería pues, según Derrida, “la presencia diferida”. Ahora bien, de acuerdo con la caracterización clásica de la semiótica estructural el signo sería, en efecto, como una especie de sustituto puesto ahí en representación de la presencia pura, pero que requiere, para ser pensado, de la efectiva presentación de lo presente, es decir, que el significado coincida con el significante. “El signo lingüístico -dice Saussure- es una entidad psíquica de dos caras […] que están íntimamente unidas y se reclaman recíprocamente…” (Saussure, 1975: 129). El diferir como espaciamiento, por su parte, impide esa conjunción, ya que el significante no puede considerarse propiamente como correlativo a su significado. En suma, desde la base del planteamiento de la différance la relación se rompe, se disloca, no constituye ya algo propiamente simétrico, puesto que “el significado -afirma Derrida- está ya siempre en posición de significante” (Derrida, 1977: 77), y ello, en gran parte, dado que a su vez no puede haber lo que Derrida llama un “significado trascendental”.23 ¿Qué quiere decir esto?; ¿qué implicaciones trae con-sigo? Intentemos resumirlo brevemente.
Cuando se intenta definir un significante, la remisión del significado al lenguaje produce que él mismo se vuelva significante, y al intentar significarse éste, a su vez, significante de otro significante, difiriéndose el movimiento de la significación ad infinitum, en puros significantes significando significantes. Pero por otro lado, como consecuencia de esto, no se puede, asimismo, partir de un significante vacío, puro, desprovisto de lo inteligible, destaca Derrida, puesto que por sí mismo guarda un papel en el lenguaje en el que “debe” evocar algo, referir a algo, en suma, ser significado. Así, por lo anterior, si admitimos entonces que no existen significados primarios que no sean a su vez significantes -lo que equivale propiamente a que no hay significados- no hay, por ende, significantes, del mismo modo como no puede haber un reverso sin un anverso de una hoja: siempre se remiten simétricamente el uno al otro y viceversa. De este modo, tras haberse deconstruido la primacía de la relación significante-significado en el lenguaje, pareciera que lo único que nos queda es el signo, con lo que hay que partir en la significación (“…en cuanto al término signo -dice Saussure-, si nos con-tentamos con él, es porque no sabemos con qué reemplazarlo…”) (Saussure, 1975: 130). Sin embargo, al resaltar a su vez Derrida que el signo no es más que algo puesto en representación de algo presente, necesariamente, ha de convertirse en una instancia secundaria, tardía, inauténtica, no originaria; así lo manifiesta Amalia Quevedo en su interpretación de Derrida: “Un origen secundario ni es origen ni es secundario. De modo que no hay origen, ni principio, ni cosa, ni signo” (Quevedo, 2001: 57). Derrida explica el asunto del siguiente modo:
Trazas, huellas o marcas. ¿De dónde surgen estos términos? Derrida advierte que el juego de la différance es un “movimiento productivo”. La différance no es en sí misma “ni una palabra, ni un concepto”,24 pero ello no le impide -dice- producir, crear efectos conceptuales, efectos “de diferencia” al interior de la lengua, esto es, términos que “hacen diferencia” y que por sí mismos no podrían ser ya considerados signos, entendiendo por ello la transparente unidad de un fenómeno que reúne dentro de sí la convergencia simétrica de un significante y un significado. Pero por su parte, subraya Derrida, este “producir” diferencias al interior de la lengua, no implica necesariamente que haya que responder a las preguntas “¿qué difiere?” o “¿quién difiere?”. La différance no puede considerarse como el fundamento (en sentido metafísico) de estas diferencias o, más explícitamente, como el origen, dado que ello implicaría admitir la existencia de un “algo” que funge como un significado trascendental, o un punto de presencia estable desde el que “alguien” produce estos efectos diferenciales, gozando de una cierta autonomía contextual que escapa a los linderos del juego (clausura de la subjetividad); “…el nombre de ‘origen’, pues -dice Derrida-, ya no le conviene” (Derrida, 1998b: 47). De modo que, consiguientemente, la différance no “causa” las diferencias, no produce las diferencias como entidades causadas, lo que, en sentido estricto, conduciría a no hablar más de efectos (y por ende, de “efectos de diferencia”), bajo el supuesto de que la relación causa-efecto se encuentra dispuesta según la lógica de las oposiciones binarias. Por ello, explica, “a la salida fuera de este esquema he tratado de indicar[lo] mediante lo que designaré [como] la ‘marca’, [(o la ‘huella’ o ‘traza’ diferencial)]…”(Derrida, 1998b: 47).
Así, dado que no hay origen, ni un punto de anclaje que garantice la apertura o la puesta en marcha de esa economía productiva de las diferencias, nos encontramos necesariamente en una cadena que está constantemente difiriéndose a sí misma desde la óptica de la différance. No se está tratando con un elemento que esté en sí mismo, simplemente, presente al interior del sistema lingüístico, ni con una supuesta reminiscencia del presente, sino con una marca que se inscribe sediciosamente en la lengua y se retrotrae hacia sus límites (o hacia sus bordes), borrándose simultáneamente al tiempo en que es “alcanzada” por una presencia, es decir, desapareciendo “en el momento en que trata de aparecer” (Derrida, 1998b: 59); “…siempre difiriendo, la marca no está nunca como tal en presentación de sí. Ella se borra al presentarse, se hace sorda resonando, como la a al escribirse, inscribiendo su pirámide en la différance” (Derrida, 1998b: 57).
El juego de la marca simula y disloca los horizontes mismos de la presencia, los obnubila y confunde (como el “fantasma” de Hamlet).25 En el momento en que la marca intenta ser nombrada, puesta en operación, difiere, desaparece y se desplaza hacia el borrarse mismo de lo que marca, pone a la presencia completamente desquiciada -out of joint-, la hace “salir de sí en su posición”, se desliza “hacia su extinción y su clausura”. Y así también, dicha marca se extingue, según Derrida, “no tiene sentido” y “no existe”,26 pero, no obstante, transgrede el espacio que habita el texto metafísico, puesto que se deja escribir y reinsertar en él, alterizándose y transformándose continuamente en algo siempre diferente. Es, pues, la marca misma de la différance, la (resultante de la) a silenciosa, que únicamente se “hace oír”, se “hace presente” podríamos decir, en la medida de su transformación en otro texto. “…operar [en el texto metafísico] una especie de desplazamiento a la vez ínfimo y radical” (Derrida, 1998b: 50). Derrida dirá más tarde, con respecto a esto:
Así pues, si la différance no puede quedar comprendida en la habitual lógica de significación, es porque pone en operación un conjunto de marcas que “se propagan en cadena” unas a otras y entre sí, alrededor y dentro de los márgenes de esa misma lógica, produciendo insistentemente nuevas series o encadenamientos textuales. “Otro [tipo de] texto”. Escribir de otra manera, planteaba Derrida, jugar con el movimiento de la significación, avistar la experiencia de un lenguaje sin signos,27 de trazas sobre trazas: marcas que constantemente se superponen unas a otras en una cadena irreductiblemente abierta que desorganiza, invade y disloca sin cesar el orden de las oposiciones filosóficas. Y aquí es donde puede plantearse la cuestión de la “indecidibilidad”, o lo que Derrida llama la “cadena de los indecidibles”: “…unidades de simulacro, ‘falsas’ propiedades verbales, nominales o semánticas, que ya no se dejan comprender en la oposición filosófica (binaria) y que no obstante la habitan, la resisten, la desorganizan, pero sin constituir nunca un tercer término, sin dar lugar nunca a una ‘solución’ en la forma de la dialéctica especulativa”.28
La différance, pues, hace posible de alguna forma la propagación de esta cadena, de estos términos indecidibles (Derrida la llama una “superestructura originaria”);29 pero ella misma es un indecidible y es indecidible. Y esto en dos sentidos: por una parte, la différance es aquello que permite el abrirse de la cadena diferencial, pero al estar permanentemente difiriéndose a sí misma, no puede escapar a su juego, se halla necesariamente inscrita en ella -jamás precede a los mismos efectos diferenciales que produce- y, en tal medida, es un indecidible más (se podría en todo caso hablar de un coorigen, lo que hace a Derrida enfatizar que la différance no puede conllevar ningún tipo de reminiscencia teológica). Y por otra parte, en virtud de ello mismo, la différance es indecidible en el específico dominio al que alude dentro del lenguaje metafísico (diferencia): rompe el procedimiento lógico por el cual la diferencia permanece necesariamente resguardada como un término subordinado al principio de identidad (como diferencia entre…), y a la vez rompe la oposición identidad/diferencia, no siendo “ni lo uno” “ni lo otro” (pero sin constituir nunca un tercer término).
La diferencia es pensada, pues, lejos completamente de toda oposición (como ha venido insistiéndose), permanece indiferente ante ellas: “…En cuanto a la différance […], estas oposiciones no tienen la más mínima pertinencia…” (Derrida, 1998b: 52); y, en tal medida (regresando a lo anotado en páginas anteriores), podría relacionarse muy próximamente con aquella consigna heideggeriana de pensar la diferencia en cuanto diferencia.30 Derrida lo reconoce, tanto en el comentario que ya citamos como cuando dice que entre el motivo de la différance, con respecto al texto heideggeriano, “la comunicación es estrecha, incluso si no es exhaustiva e irreductiblemente necesaria” (Heidegger, 1990: 46).
Sin embargo, Derrida tendrá reservas con respecto a Heidegger y su misma noción de diferencia ontológica. Las últimas páginas de la conferencia sobre “La Différance” tendrán como motivo ese “diálogo necesario” con Heidegger; en ellas, Derrida tomará explícitamente distancia al subrayar que la estrategia de la différance no busca, “como pretendía Heidegger”, la posibilidad de un lenguaje distinto basado en la recuperación y en la rememoración de la diferencia ontológica, que nos “libere” del yugo de la presencia y del pensar metafísico. Y ello, sobre todo, a partir de la lectura de un texto de Heidegger titulado “La sentencia de Anaximandro” (Heidegger, 2000), en donde éste escribe, a modo de conclusión: “el ser habla en todas partes y siempre y a través de toda lengua” (Derrida, 1998b: 62). Derrida considera que esta visión es aún presa de cierta “nostalgia metafísica” y la designa como la esperanza heideggeriana. Él, en efecto, al afirmar que la différance “no tiene ningún nombre en nuestra lengua”, se estaría refiriendo a que auténticamente es un innombrable: no hay lengua posible, ni dentro ni fuera del horizonte metafísico, ya que es un juego nominalmente dislocado y es el juego que pone en cuestión el nombre mismo de nombre. La différance no tiene nombre, no tiene origen ni fin y sólo marca, pues, disolviéndose en su propia marca. Por ello, no esperemos, dice Derrida, la “puesta a la luz” de la originaria pertenencia de la palabra al ser, “la búsqueda de la palabra propia y del nombre único” (Derrida, 1998b: 62). Es necesario pensar la diferencia (la différance), antes que nada, sin nostalgia para poder hacerle frente, para poder hacer frente -como sugería el mismo Heidegger- al “enigma del pensar”; es preciso, pues, desistir de la esperanza que evoca la “patria perdida del pensamiento” y por el contrario -y aquí es donde Derrida radicaliza su toma de distancia hacia Heidegger-, si habría de ser asumida una “actitud” respecto al pensamiento de la différance, de la diferencia, el gesto correspondiente sería el de la afirmación, y la herencia o el testimonio de la différance nos conduciría así inevitablemente a Nietzsche.
Y, ya para concluir -y apoyar esto-, podría quizás ser interesante citar una frase que el mismo Derrida pronunció en la última entrevista que concedió antes de morir, que podría considerarse como una especie de diagnóstico general acerca de su propio trabajo filosófico, además de un lúcido reconocimiento casi póstumo hacia Nietzsche: “…todo el tiempo la deconstrucción está (y ha estado) del lado del sí, de la afirmación de la vida…” (Birnbaum, 2004).
Citas
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