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Resumen
Las comunidades de Tláhuac han establecido tajantemente su frontera en los ejes viales con los que se enlaza con la red urbana de la ciudad; en cambio la transición es imperceptible hacia Milpa Alta y Xochimilco. Lo dramático de esta situación es que la presencia de tal frontera en los límites de Iztapalapa, uno de los más antiguos señoríos de raíz colhua, significa que su integridad ha sido quebrada y ahora los poderosos impulsos de la expansión urbana que la han arrasado se han detenido en esa línea fronteriza.
Introducción
La Ciudad de México ha sido, desde sus orígenes, un centro estratégico de importancia política, económica y religiosa; hegemónica desde su constitución como cabeza de la Triple Alianza, mantiene su condición central al ser erigida como la capital de la Nueva España. Es indudablemente el eje en torno al cual se organiza la sociedad colonial y base para configurar un imaginario como heredera de la tradición cristiana occidental europea; sus iglesias y conventos, sus plazas públicas y calles principales expresan orgullosamente su identidad hispana. Desde sus inicios mismos se erige como centro generador de una cultura que recoge la tradición humanista, como lo muestra el proyecto educativo de los franciscanos en el Colegio de Santa Cruz de Tlaltelolco y la temprana instalación de la Real y Pontificia Universidad de México, entre otros hechos fundacionales del siglo XVI. Como lo expresa vivamente la tradición plástica novohispana, esta sociedad recrea los cánones estéticos clasicistas, en los que no tienen lugar indios y africanos, excepto marginalmente como sirvientes y esclavos. A lo largo del periodo colonial se consolida una pretenciosa elite criolla, que matiza sus raíces europeas para constituir, en el siglo XVIII, un proyecto nacional, aunque siempre mirando a Europa, como lo manifiestan trágicamente los dos episodios imperiales decimonónicos. El asiento de esta prejuiciosa sociedad blanca y cristiana es la Ciudad de México, en ella se inscriben las manifestaciones de mayor esplendor y las marcas de su opulencia.
Este imaginario de blancura racial y de occidentalidad que domina a la ciudad, y le otorga su identidad, comienza a ser impugnado con la ideología de la Revolución Mexicana, en la que el indio aparece como el elemento simbólico central del nacionalismo revolucionario. Pero no es sino hasta el despliegue del desarrollo económico acelerado, que se inicia con el impulso otorgado por la expansión imperial de Estados Unidos, en la Segunda Guerra Mundial, cuando se acentúan las corrientes migratorias hacia la ciudad y emerge la trama de colores vivos de la diversidad étnica de los pueblos indios.
Sin embargo, la ciudad, como la sociedad nacional misma, se niega a asumir la diversidad que le penetra por todos lados y crece avasalladoramente, expresando con mayor espectacularidad su condición metropolitana, el papel que juega de enlace con los centros hegemónicos del proceso de globalización, particularmente con Estados Unidos.
En su seno, mientras tanto, la diversidad de los pueblos indios se reproduce y marca de muchas maneras las expresiones culturales de la ciudad; pero también en sus márgenes se da una confrontación entre la inercia de la mancha urbana con aquellos pueblos de raíz mesoamericana que asumen, contradictoriamente, sus vínculos con ella, pues por una parte reciben el impulso de una poderosa economía y de los avances tecnológicos mundiales, pero por la otra resienten las presiones que amenazan su integridad social y cultural. La fuerza y expresividad de esta confrontación se advierten en aquellos espacios en los que se marcan las fronteras simbólicas entre pueblos originarios y la mancha urbana de la metrópolis que los rodea.
Hay varios elementos que es necesario tener en cuenta para entender las características de la problemática que enfrente la Ciudad de México. En primer lugar, las condiciones ambientales que le otorgan muchas particularidades, como la de asentarse en una isla ubicada en el centro de un sistema lacustre, en el mismo sitio donde fue fundada la antigua capital, Mexico-Tenochtitlan. Este sistema es el eje de una región histórica que es la Cuenca de México, compuesta por una densa red de ciudades estado y de una densa población campesina cuya antigüedad se remonta a los orígenes mismos de la agricultura y de las primeras aldeas.
Esta red urbana está delimitada por cadenas montañosas que le otorgan una especificidad ecológica en la que se conjugan diferentes ambientes, con lo cual adquiere un gran potencial económico que permite a los sistemas políticos organizados a lo largo de la historia contar con una posición estratégica decisiva, como se advierte en la importancia histórica de ciudades organizadas en su espacio, como Cuicuilco, Teotihuacan, Azcapotzalco, Tlacopan, Texcoco y la propia capital de la Triple Alianza, Mexico-Tenochtitlan. Todas ellas centros hegemónicos que inciden poderosamente en la larga historia mesoamericana.
Un segundo elemento es la segregación residencial impuesta bajo el régimen colonial español, la cual será decisiva en la configuración étnica de la nación mexicana, pues las ciudades se convierten en sede de la población española, fortalezas militares y centros económicos y políticos que sientan las bases de sistemas regionales interétnicos, en tanto que la población india se ubica en asentamientos rurales impuestos por una política dirigida a concentrarla para su mejor control y explotación.
El tercer elemento es la naturaleza del sistema político organizado en las condiciones de un proceso de colonización, que busca obtener el mayor provecho de los recursos naturales y de la población sometida. La dureza y violencia de las condiciones iniciales de la colonización se ven reducidas ante las consecuencias económicas y políticas de la catástrofe demográfica que abate dramáticamente a la población india. Esto conlleva el despliegue de diferentes estrategias para mantener los sistemas políticos mesoamericanos, basados en la distinción básica que separaba a campesinos y nobleza, es decir, en la terminología del náhuatl colonial, a macehuales y pillis. Si bien los grandes sistemas políticos, como los que se articulaban en la Triple Alianza, son desmantelados, la construcción de un sistema de control se hace con las unidades políticas menores, los señoríos o altepetl, gobernados por una nobleza encabezada por un dirigente político, denominado tlatoani.
En el control de las Repúblicas de Indios, como se denominará a los sistemas políticos de la población indígena, jugarán un papel fundamental las órdenes religiosas, encargadas de su cristianización, pero sobre todo de su reorganización de acuerdo con las exigencias contrapuestas de la burocracia imperial y de los colonizadores hispanos.
Un cuarto elemento es la condición civilizatoria de la tradición cultural mesoamericana. Tanto la nobleza como el campesinado indios son herederos de un proceso histórico que alcanza muy elevados grados de complejidad social, política y cultural. Aun cuando la tendencia de la política colonial era la de eliminar a la clase dirigente, fuera por el exterminio o el sometimiento a sus condiciones hegemónicas, la complejidad de la herencia cultural mesoamericana ofrece un valioso y denso patrimonio a partir del cual se establecen muy variadas relaciones por las que los pueblos indios no sólo resisten las presiones etnocidas, sino sobre todo reproducen la complejidad de sus especificidades étnicas, culturales y lingüísticas. Esto no impide su transformación; de hecho en el mismo proceso de resistencia los pueblos indios tomarán todo tipo de recursos de la cultura dominante para mantener las condiciones de su reproducción social y cultural.
Esto significa que las dos grandes tradiciones civilizatorias: la hispana, representante del Occidente cristiano europeo; y la mesoamericana, han reproducido y mantenido sus diferencias. Si bien el sistema colonial establece las bases para el establecimiento de una sociedad en la que se separan jurídica y políticamente las dos tradiciones culturales, por otro lado articula eficazmente a la economía imperial a los pueblos indios, en un sistema al que se ha llamado modo de producción tributario (Bartra, 1983).
En este contexto general se ubica el desarrollo histórico y la configuración de la Ciudad de México. Una ciudad hispana convertida desde un principio en el centro político y económico de la Nueva España, servida por una constelación de pueblos indios, organizados de acuerdo con sus antiguas pautas mesoamericanas, aunque ajustados al régimen jurídico colonial.
Así, nos encontramos en la Cuenca de México a los pueblos integrantes de la Triple Alianza ahora reagrupados en dos parcialidades, la de Santiago Tlaltelolco y la de San Juan Tenochtitlan; pero, además de ellos, un conjunto de señoríos, o repúblicas, que mantienen sus antiguas referencias políticas. De tal manera que algunos de los antiguos centros mesoamericanos se convierten en núcleos urbanos articulados a las necesidades de la capital virreinal.
En el sur adquiere el carácter de Villa, por decreto real, Xochimilco. En el centro fundado por los españoles se asienta un grupo de colonizadores, especialmente miembros del clero regular, y la nobleza local. Lo mismo sucede con Texcoco, en el lado oriental del sistema lacustre. Otros dos núcleos urbanos de españoles, con una importancia secundaria, son la villa de Coyoacán, asiento de Hernán Cortés y otros conquistadores, y la villa de Tacubaya, otro núcleo urbano vinculado con el sistema de molinos de trigo, ubicado en el lado poniente de la Cuenca para aprovechar las numerosas y abundantes corrientes de agua que bajan de la Sierra de las Cruces.
A lo largo del periodo colonial surgirán haciendas y otras propiedades en manos de españoles, sobre todo de las órdenes religiosas, para explotar la mano de obra de los pueblos indios. Este es el espacio en el que habrá de expanderse la Ciudad de México. Un elemento significativo en el inicio de este crecimiento, en el siglo XIX, es el efecto de las Leyes de Reforma, particularmente la Ley Lerdo de 1856, por la cual tanto las organizaciones religiosas, como las cofradías de los pueblos indios, pierden el respaldo legal de sus propiedades, otorgadas a entidades corporativas, como la comunidad india. Esto inicia un proceso de despojo y de conversión de las antiguas propiedades comunales en propiedad privada; emergen entonces más haciendas, las cuales se aprovechan de la coyuntura para apropiarse con todo tipo de violencia de las tierras de las comunidades indias. Con diversas modalidades, con todo tipo de recursos legales, el proceso sigue hasta nuestros días.
Aquí es necesario apuntar que la condición central de la Ciudad de México le hace punto de llegada de población de los más diversos orígenes; algo que ya tenía cuando era la capital mexica. Pero, la restricción residencial de la política colonial restringe la inmigración a españoles y a esclavos africanos, aunque también llegan indios, quienes tienen que ocultar su identidad étnica e incorporarse a ese conjunto colorido y diverso formado por las “castas”, es decir los productos de la mezcla racial que no tienen lugar en ninguna de las dos Repúblicas.
Es en el siglo XX cuando se desarrollan las más intensas corrientes migratorias de todas partes del país, atraídas por el desarrollo económico nacional que tiene en la Ciudad de México a uno de sus más importantes pilares. Y no es sino hasta la década de 1970 cuando se descubre que entre estas oleadas de inmigrantes han llegado miembros de los pueblos indios de todo el país, pero ahora, en el marco de emergencia de un movimiento indio organizado a escala nacional, no ocultan ya su identidad étnica, y muchos de ellos encuentran en ella no sólo un medio de defensa, sino sobre todo el fundamento para sus reivindicaciones políticas.
Buena parte de las investigaciones antropológicas del último tercio del siglo XX sobre la Ciudad de México han estado dirigidas a reconocer los lugares de origen de estos migrantes indios, así como analizar sus patrones de migración, el carácter de su inserción en la economía urbana, las condiciones en que reproducen sus identidades étnicas, entre otros temas.1
Paradójicamente lo que no se ha investigado con igual amplitud ha sido el impacto y la transformación de los pueblos indios en la Cuenca de México a consecuencia de la expansión urbana de la Ciudad de México; sobre todo no se ha visto la complejidad del proceso en el marco histórico y regional de la Cuenca. Lo que encontramos, hasta ahora, son trabajos etnográficos acerca de comunidades específicas; mirándolas más como unidades sociales aisladas que resisten y enfrentan los embates de la “modernidad”, es decir, privilegiando la perspectiva de la ciudad, como fuente de civilización, en línea con la antigua concepción del continuum folk urban de Robert Redfield, maquillado debidamente con los ungüentos de las corrientes posmodernas, como la del multiculturalismo, entre otros híbridos.
En este ensayo nos proponemos cambiar la perspectiva y partir de los pueblos indios, armados y alimentados por la tradición civilizatoria mesoamericana; entender sus estrategias, sus transformaciones. Es decir, las diferentes vías adoptadas para mantener las condiciones de su reproducción social y cultural, aquello que está en la raíz misma de los pueblos de la Cuenca de México, su diversidad étnica y cultural.
Las raíces históricas de la diversidad
La constitución de los centros urbanos mesoamericanos ha sido pluriétnica por lo menos desde los tiempos en los que surge y domina Teotihuacan en la Cuenca de México, para ceñirnos al Altiplano Central, como lo ha mostrado la evidencia arqueológica sobre la diversa filiación étnica de varios sectores residenciales, claramente demarcados. Los datos mismos de la lingüística histórica apuntan a esta diversidad en esta majestuosa metrópolis del periodo clásico, cuando se reconoce la presencia de pobladores de filiación totonaca y mixe-zoqueana.2
La sustanciosa información ofrecida por Paul Kirchhoff (1963), a partir de una lectura minuciosa y erudita de las fuentes históricas, nos muestra el papel fundamental que las diferencias étnicas tenían en la organización político-religiosa de los pueblos mesoamericanos, alcanzando un elaborado grado de complejidad, como se puede reconocer en la mitología correspondiente. Asimismo, la diversidad de clase y étnica de los pueblos de la Cuenca de México era reconocida, y expresada simbólicamente en el ciclo ritual que los dirigentes mexica realizaban a lo largo del año (Broda, 1978).
La propia información etnohistórica muestra cómo en la propia ciudad de Mexico-Tenochtitlan había barrios de diferente filiación étnica, así como en Azcapotzalco y en Tetzcoco encontramos la misma diversidad expresada en asentamientos específicos señalados dentro de la traza urbana. Esta variedad en las identidades étnicas tenía su expresión en la organización económica también, pues con frecuencia correspondían a especializaciones técnicas y artesanales significativas para la vida ceremonial y para el intercambio comercial.
La política colonial hacia los pueblos mesoamericanos de la Cuenca de México va a establecer una separación residencial tajante que será decisiva en la configuración de la capital del virreinato y repercutirá en las concepciones contemporáneas sobre la propia ciudad: la que establece la condición urbana exclusivamente para los españoles y la rural para los indios, lo que, como ya apuntamos antes, se sitúa en el centro de la estructura económica y política de la sociedad colonial, un sistema definitivamente estamental de raíz medieval.
En cuanto a los sujetos de las ciudades hermanas de Tlaltelolco y Tenochtitlan, se les mantiene separados en las dos parcialidades que constituirán parte de la organización política de la ciudad: la de Santiago y la de San Juan. El resto de la población de la Cuenca se organizará en el sistema de señoríos cuya característica básica será la de estar encabezados por una nobleza dirigida por un tlatoani (Gibson, 1967).
Sin embargo, la denominación que imponen los españoles a los pueblos mesoamericanos sometidos, la de indios, borrará gradualmente las distinciones étnicas, lo que tiene como correlato la política de desintegración de las organizaciones políticas de raíz mesoamericana. Esto habrá de indicarse también por la eliminación de los términos nahuas, como el de tlatoani, y su sustitución por el de “cacique”, de origen caribe, así como por el acotamiento del poder de la nobleza y por su supresión, sea por su incorporación a la sociedad colonial con privilegios cada vez menguantes o por su marginación o eliminación física.
De tal suerte que la matriz étnico-racial sobre la que se construye la nación mexicana es la que tiene en la base la distinción entre indios y españoles, la dos repúblicas; lo que, ya en el periodo independiente corresponderá a la distinción entre criollos, por un lado, y mestizos e indios, por el otro, como se advierte en la esquematización propuesta en 1909 por A. Molina Enríquez en su célebre aporte a la ideología de la Revolución Mexicana, Los grandes problemas nacionales (1978), en la que se establece una correlación entre identidad étnica y clase social, y se privilegia el resultado de la mezcla, el mestizo, en detrimento del reconocimiento de la diversidad étnica, también negada en la propia denominación colonial.
Si bien la oposición colonial se transforma sustancialmente para el periodo independiente, en tanto deja de regir la organización estamental, subsiste el contraste entre los dos proyectos civilizatorios, el europeo-occidental y el mesoamericano. Sin embargo, tanto la política racista de los gobiernos nacionales del siglo XIX como la de la propia Revolución Mexicana negarán la diversidad étnica y la combatirán, los primeros por el exterminio físico, la segunda por las políticas indigenistas de incorporación y de integración.
No obstante los prolongados esfuerzos por la eliminación de la diversidad étnica de raíz meso-americana, su presencia se manifiesta de muchas maneras, no sólo por una evidente presencia de hablantes de las muy numerosas lenguas amerindias, sino sobre todo por una diversidad cultural que define las diferentes regiones del país y por una terca y poderosa persistencia que estalla a partir de la década de 1970, del siglo XX, y alcanza su apogeo con la aparición espectacular, en 1994, del Ejército Zapatista de Liberación Nacional y la constitución, en 1996, de una entidad política india autónoma, el Congreso Nacional Indígena.
Una de las consecuencias de esta nueva presencia es el documento firmado entre los zapatistas y los pueblos indios, por un lado, y el gobierno federal, por el otro, los llamados Acuerdos de San Andrés Sakamch’en, en los que se plantea el reconocimiento de los derechos políticos de los pueblos indios. Sin embargo, las retracciones de los representantes del gobierno federal y la imposición de una ley indígena, aprobada por el Congreso de la Unión en abril de 2001, que contraviene los acuerdos firmados, ha conducido a una situación conflictiva que parece no poder resolverse en las condiciones políticas vigentes.
En este proceso de emergencia y reconocimiento de la diversidad étnica la Ciudad de México ha sido protagonista y testigo, pues su crecimiento desmesurado a lo largo del siglo XX y el carácter de su composición lingüística y cultural han expresado una complejidad de la que apenas ahora comenzamos a dar cuenta, pues la mirada criolla y cosmopolita de la antigua capital novohispana insiste en un racismo que no da cabida a la diversidad étnica; no obstante, su evidente presencia tanto en el entorno que constituyen los pueblos de la Cuenca de México, como en la creciente diversidad cultural de los inmigrantes que han llegado para quedarse y reproducir sus especificidades étnicas y lingüísticas.
La Ciudad de México en el siglo XX
La continuidad de la traza urbana colonial de la Ciudad de México perdura hasta prácticamente mediados del siglo XIX, pues si bien se habían construido nuevas áreas bajo el impulso dado por las reformas borbónicas en el siglo XVIII, como la Real Fábrica de Tabaco, hoy conocida como La Ciudadela, lo hacían continuando la orientación y el esquema de la ciudad antigua.
El proceso de expansión se inicia con el triunfo de las fuerzas liberales en la guerra civil que asuela al país en la contienda entre dos proyectos de nación. Es entonces que se derriban monasterios y se convierten en parques y bibliotecas antiguos edificios religiosos, poniéndose a la venta diversos solares; asimismo se abren calles nuevas. Sin embargo, la mayor aceleración se da bajo el régimen porfirista. “La expansión urbana fue consecuencia del desarrollo económico experi-mentado por el país al consolidarse el esquema agroexportador imperante” (Morales, 2000: 116). El crecimiento alcanza a localidades antes separadas que son ahora incorporadas a esta incipiente mancha urbana, como es el caso de Tacuba, Tacubaya, Azcapotzalco y la Villa de Guadalupe.
Los nuevos asentamientos urbanos de finales del siglo XIX rompen la traza al tomar como punto de referencia el Paseo de la Reforma. Se fundan entonces fraccionamientos residenciales hacia el poniente, en el que emergen, ya para principios del siglo XX, las elegantes colonias Juárez, Cuauhtémoc y La Condesa, entre otras.
Este crecimiento, sin embargo, se hace sobre antiguas haciendas, ranchos, potreros, pero sobre todo sobre los terrenos de las comunidades indias, particularmente sobre aquellas que formaban parte de las parcialidades de San Juan Tenochititlan y Santiago Tlaltelolco, en los que se asentaban los descendientes de los antiguos ocupantes de la ciudad mexica, expulsados por los españoles al erigir la capital novohispana.
El marco legal por el que se propicia el despojo de las tierras de las comunidades indias es el establecido por las Leyes de Reforma por las que se desamortizaban los bienes de la iglesia y se desconocía la propiedad por parte de corporaciones, como lo eran las indias. El historiador Andrés Lira ha dado cuenta de la intensidad de la resistencia de las comunidades que formaban parte de las parcialidades de San Juan y Santiago ante el acoso de fraccionadores, hacendados y todo tipo de oportunistas que se aprovechaban de la coyuntura legal, a lo largo del siglo diecinueve (Lira, 1983). Tal vez son ellas las comunidades más afectadas en ese siglo, por constituir la periferia inmediata de la traza urbana.
Lo cierto es que esta situación afecta a todas las comunidades indias de la Cuenca de México; si bien las historias específicas, y son muchas, son todavía materia de investigación. Tenemos solamente algunos datos, como los que se refieren a los despojos de las comunidades de Coyoacán y de las de Tlalpan (Romero, 2003 y Portal, 1997).
Para tener una idea de la magnitud asombrosa del crecimiento de la Ciudad de México en el siglo XX basta contrastar los datos demográficos, pues si en los comienzos, 1900, se consigna una ciudad de 345 mil habitantes, en un país con 13.6 millones de personas, para el año 2000 esta misma ciudad contiene a 17.9 millones de habitantes, aproximadamente una quinta parte de la población nacional, compuesta por 97.4 millones de personas. Es decir que, mientras el país aumenta siete veces su población, la ciudad capital lo hace 52 veces (Negrete, 2000).
La etapa en la que se observa la mayor aceleración es la delimitada por los años 1940 a 1980. Para el primer año la ciudad capital tenía 1. 64 millones de personas, cuarenta años después ha ascendido a casi 13 millones, población que representaba 19.4% de la población nacional (Negrete, 2000). En esta expansión la ciudad trasciende los límites correspondientes al Distrito Federal y comienza a invadir los municipios colindantes del Estado de México. En 1950 la mancha urbana penetra el territorio de Tlalnepantla; para 1970 los municipios conurbados ascienden a once, 21 para la década siguiente y ya para finales del siglo, 1995, son 41 (Negrete, 2000).
Como es de esperarse, este crecimiento enorme es resultado de una intensa corriente migratoria que llega a la capital buscando mejores condiciones de vida y de trabajo.
La migración a la capital tuvo su momento culminante hacia 1970, cuando su flujo de inmigrantes representó 38.2% del total de movimientos interestatales del país.
A partir de entonces su importancia relativa ha ido decreciendo, al punto que al finalizar el siglo XX el crecimiento social de la capital es prácticamente cero. Esto significa que aunque es la localidad que recibe el mayor contingente migratorio del país, expulsa simultáneamente a un grupo equivalente de emigrantes (Negrete, 2000b: 265).
Pero, como lo apunta esta misma autora, la expansión de la mancha urbana hacia los municipios conurbados del Estado de México es resultado de movimientos intrametropolitanos. Para la etapa de mayor crecimiento ya señalada, la mayor parte de estos movimientos internos se concentró en cuatro municipios, Nezahualcóyotl, Naucalpan, Tlalnepantla y Ecatepec, que concentraron 90% de los traslados desde el Distrito Federal. Una segunda ola de movimientos migratorios dentro de la ciudad ocurrió entre 1985 y 1990, concentrándose la corriente en los municipios de Chalco y Ecatepec (Negrete, 2000b).
Respecto al origen de los migrantes, las entidades de procedencia más importantes son, para 1970, Michoacán, Guanajuato, Puebla, Oaxaca, Hidalgo, Veracruz y Guerrero. Veinte años después estos mismos estados continúan siendo los expulsores de migrantes, acentuándose la importancia de Veracruz, Puebla e Hidalgo, y en menor medida Oaxaca (Negrete, 2000b). Esta población migrante es mayoritariamente de carácter rural, con bajos niveles de escolaridad y baja calificación laboral; además, proceden de entidades que tienen las mayores proporciones de hablantes de lenguas amerindias.
Sin embargo, el crecimiento implacable de la enorme mancha urbana no se hace sobre un espacio vacío, sino sobre un fino y complejo tejido de comunidades de raíz mesoamericana que han resistido las vicisitudes de una política colonial que los explota y oprime, y las de una política nacional que los ignora en cuanto a sus especificidades étnicas y lingüísticas, pero que sobre todo
busca eliminarlos por todos los medios posibles, como obstáculos a muy dudosas concepciones de progreso y modernidad. Poco sabemos de las diversas estrategias de sobrevivencia y resistencia desplegadas por todas estas comunidades herederas del proyecto civilizatorio mesoamericano, pero es necesario rescatar estas múltiples historias, hasta ahora opacadas por los esplendores y los afanes hegemónicos de la ciudad capital.
Si bien es cierto que muchas de estas comunidades han perecido en este proceso de expansión de la mancha urbana y construcción de una orgullosa urbe cosmopolita, y el ejemplo de la desaparición de las parcialidades de San Juan y Santiago es harto significativo, muchas otras han sobrevivido luego de largos pleitos y enconadas luchas, y otras más han negociado exitosamente su territorio y su identidad social y cultural.
Sin embargo, poco sabemos de todo esto, no obstante la lucha sigue, pues la ciudad sigue expandiéndose, ahora con nuevos recursos técnicos, pero sobre todo en un nuevo marco político en el que la identidad étnica y la defensa de los derechos humanos se constituyen en instrumentos importantes para las reivindicaciones de las comunidades, asediadas de muchas maneras por la mancha urbana.
Los pueblos originarios
La política colonial hacia la población india sometida fue la de reconocer la autoridad y los derechos sobre los bienes de aquellos dirigentes que aceptaban las nuevas condiciones impuestas; esto condujo a la continuidad, a lo largo del siglo XVI, de los señoríos mesoamericanos, la mayor parte de los cuales eran sujetos del sistema imperial de la Triple Alianza. Sin embargo, desde el principio la intención de las autoridades españolas fue desmontar todas las instituciones políticas de los pueblos indios; así, los señoríos de mayor importancia fueron sometidos a una gran presión para ser reorganizados bajo el régimen español vigente y reducir la extensión de sus dominios, como es el caso de Xochimilco, del que separan a Milpa Alta, además de muchas otras comunidades.
La catástrofe demográfica del siglo XVI que padece la población india, los constantes despojos territoriales a que son sometidos por la política de reducciones y por la expansión de las haciendas en el siglo XVII, la imposición del sistema municipal y la “conquista espiritual” transforman sustancialmente a los pueblos indios. Y todavía el siglo XIX les deparará nuevas desgracias, como el efecto de las Leyes de Reforma y la política porfirista que los conduce a una condición de servidumbre.
Finalmente, la Revolución Mexicana también cobra su cuota de muerte y devastación, particularmente en la Cuenca de México, pues el combate entre federales y zapatistas arrasa a la mayor parte de las comunidades del sur, entre las que se encuentran las de Tláhuac, Milpa Alta y Tlalpan. Sólo bajo la consolidación de los regímenes revolucionarios comenzará a estabilizarse la región y a reorganizarse bajo las nuevas condiciones políticas y económicas, particularmente bajo la poderosa y creciente influencia de la Ciudad de México.
La desaparición de los municipios para el Distrito Federal y la organización de un sistema delegacional, en 1928, cuyas autoridades son designadas por un regente, nombrado a su vez por el Presidente de la República, establecen un régimen peculiar en el que las antiguas instituciones político-religiosas de raíz colonial adquieren vigencia y se constituyen en el eje de la reorganización comunitaria.
Sin embargo, la fuerte influencia del nacionalismo revolucionario, que a través de la exaltación del mestizo niega la diversidad étnica y lingüística de raíz mesoamericana, así como la vigencia de un racismo que discrimina al indio y a su cultura, conduce a un proceso por el que las comunidades de la Cuenca de México, y particularmente aquellas dentro del Distrito Federal, abandonan gradualmente aquellos rasgos que los identifica como portadores de esta tradición cultural, tales como la lengua y la indumentaria, así como realizan una transformación de su cultura material a partir de su articulación gradual al sistema de servicios urbanos, educativos y sanitarios ofrecidos por la ciudad. Pero mantienen una identidad y una cultura comunitaria sostenidas por una estructura político-religiosa de raíz colonial y mesoamericana.
A partir de la experiencia de los comuneros de Milpa Alta, que merced a las condiciones propiciadas por la Ley de Reforma Agraria de 1971 despliegan una lucha por la que recuperan 30 000 ha de bosque, concesionadas a una empresa papelera a través de los manejos turbios de un cacique, se crea el término de “pueblo originario” para designar su identidad étnica y política, carente ya de la carga negativa y racista adscrita al concepto de indio y a variantes tales como la de “indígena”, “nativo” y otras por el estilo. El término es retomado por otras comunidades en lucha, como las de Cuajimalpa, en el sur poniente del Distrito Federal, y ya para el año 2000 se organiza, en la Ciudad de México, el Congreso de los Pueblos Originarios del Anáhuac.
Así que aquí adoptaremos el concepto de “pueblo originario” para referirnos a una comunidad, de origen colonial o anterior, argumentado por documentos históricos y narraciones míticas, que reivindica un territorio, que puede ser real o simbólico, pero sobre todo reclama un reconocimiento político a su condición colectiva y a sus derechos históricos.
En el caso de Milpa Alta la comunidad está integrada por una estructura de origen colonial, es decir se compone de un pueblo cabecera, Villa Milpa Alta, y de doce pueblos sujetos, todos los cuales constituyen en la actualidad una de las delegaciones del Distrito Federal. La cabecera, a su vez, se organiza en siete barrios, cada uno con su territorio delimitado y su capilla.
Si bien Villa Milpa Alta es la cabecera política y el centro administrativo de la delegación, el vínculo que mantiene con los doce pueblos es fundamentalmente simbólico, pues cada uno de ellos tiene su propio territorio, su iglesia y una estructura político-religiosa responsable del ciclo ceremonial anual comunitario. Mientras que Milpa Alta y Xochimilco manifiestan esta organización de raíz colonial, el resto de las comunidades, por lo menos en el Distrito Federal, se han atomizado y han desarrollado una cierta autonomía con referencia a su ciclo festivo comunitario. Tal sería el caso de la Delegación de Tláhuac, integrada por siete comunidades, una de las cuales, San Pedro Tláhuac, funciona como centro administrativo.
Las otras seis se mantienen como unidades autó-nomas, con su propio territorio y su estructura político-religiosa. Sin embargo, es posible reconocer antiguos vínculos históricos entre algunas de ellas. Así, San Pedro Tláhuac, la antigua Cuitláhuac isleña, tenía como pueblos sujetos a Santiago Zapotitlán, San Francisco Tlaltenco y Santa Catarina Yecahuízotl; los tres situados en la ribera norte del lago de Chalco, en las faldas de la Sierra de Santa Catarina.
En cambio, San Andrés Mixquic era un señorío aparte, con su propio tlatoani, del que se separa un barrio, San Nicolás Tetelco, ahora convertido en una comunidad más de Tláhuac. Finalmente, San Juan Ixtayopan, situado en la ribera meridional del lago de Chalco, parece ser que era de los pueblos sujetos de Xochimilco, pues se encuentra colindante con Tulyehualco, pueblo xochimilca.
Ahora bien, cada uno de estos pueblos enfrenta a su manera las múltiples presiones que ejerce la creciente mancha urbana; y es precisamente en esta confrontación que muchos de ellos han adquirido una aguda conciencia de la importancia de su organización colectiva, centrada en la estructura político-religiosa. Sin embargo, el paso de la participación en el sistema ceremonial comunitario a la toma de conciencia de
su importancia como base de su accionar político, y sobre todo de reivindicar sus especificidades socia-les y culturales, tanto frente a las exigencias de su articulación de facto a la estructura urbana de la Ciudad de México como a la penetración de los servicios metropolitanos y a una cultura globalizada pública, es un hecho que apenas en el fin del siglo XX comienza a configurarse.
En ello tienen que ver las nuevas condiciones políticas nacionales e internacionales, tales como la creciente importancia que se ha dado a la defensa de los derechos humanos, por cierto como parte del mismo proceso de globalización, y que en el caso de los pueblos indios ha encontrado en el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo una base firme, y, por otro lado, el proceso de transición democrática a nivel nacional, pero particularmente en el Distrito Federal, donde a raíz de la reforma municipal de 1928 las delegaciones no podían nombrar a sus autoridades. Sin embargo, la reforma política iniciada en 1987 ha conducido a la recuperación de los derechos políticos de los habitantes de la Ciudad de México; y es a partir del año 2000 que ha comenzado el proceso electoral por el que pueden elegir por el voto a sus propias autoridades.
Si bien el proceso electoral permitirá que los fuertes problemas provocados por el avance de la mancha urbana sean negociados en la arena política, la defensa de su especificidad cultural plantea grandes retos, mismos que han sido ya enfrentados en varias comunidades, particularmente las más agredidas, como es el caso de Santiago Zapotitlán, en Tláhuac, y de San Pedro Mártir en Tlalpan. No obstante, es posible reconocer también el establecimiento de fronteras simbólicas en las que se advierte el avance de la metrópolis y la resistencia de los pueblos originarios, como lo describiremos a continuación a propósito de la Delegación Tláhuac.
Las fronteras simbólicas de Tláhuac
Históricamente el vínculo de Tláhuac con la gran Tenochtitlan era a través del sistema lacustre, en el que la posición insular de la antigua Cuitláhuac le daba una importancia geopolítica, en el paso del lago de Chalco al lago de Xochimilco. Con la desecación de la mayor parte de la masa lacustre, las comunicaciones se continuaron por una red de canales, algunos de los cuales sobreviven como zanjas que conducen aguas negras y acumulan basura, y por el sistema de calzadas construidas por el Estado mexica, siendo la principal, en la actualidad, la avenida Tláhuac.
Es precisamente en el punto que señala la frontera entre la Delegación Iztapalapa y la Delegación Tláhuac donde advertimos el establecimiento de una barrera simbólica. Antes de describirla anotaremos algunas cuestiones generales sobre Tláhuac que permitan ponderar la importancia de nuestro señalamiento, que tiene que ver más con la cultura y la identidad de los pueblos originarios, que con la perspectiva desarrollada desde la ciudad como fuente de modernidad y desde donde se escribe la historia.
Al oriente del Distrito Federal se encuentra la Delegación Tláhuac, colindando con las delegaciones Iztapalapa, al norte, Xochimilco, al poniente, y Milpa Alta, al sur. También limita con cuatro municipios del Estado de México: La Paz, Ixtapaluca, Chalco y Valle de Chalco Solidaridad; tiene una superficie de 10 743 ha, que corresponden a 7.2% de la del Distrito Federal. Gran parte de este territorio constituye una reserva ecológica, 72.4%, del que 4 000 ha se dedican a la agricultura; tal condición de reserva se debe a que forman parte de un área en la cual se recargan los mantos acuíferos más profundos de la Cuenca de México (Ibarra, 2000).
Sus características ambientales, de hecho, remiten a los orígenes lacustres de la mayor parte de su superficie, como lo evidencia todavía ahora la zona a la que se accede desde el llamado “Embarcadero de los Reyes Aztecas”, en la que encontramos amplios canales y una agricultura chinampera, así como varios viejos canales que constituían parte del sistema de comunicaciones. El mismo testimonio de la condición lacustre lo muestra la Ciénaga, una parte de inundación permanente situada en los límites con Xochimilco.
Los patrones de asentamiento y la ubicación de los siete pueblos de Tláhuac dibujan el perfil del sistema lacustre histórico, pues Zapotitlán, Tlaltenco y Yecahuízotl retienen la traza de pueblos ribereños, así como Tláhuac y Mixquic sus, por largo tiempo, características isleñas. La desecación ha dejado vastas llanuras que se aprovechan para la agricultura, aunque en algunas partes se han instalado asentamientos irregulares, resultado de invasiones de colonos dirigidos por diversas organizaciones políticas; esto particularmente en varios puntos limítrofes con Iztapalapa, sobre todo aquellos instalados en las faldas de la Sierra de Santa Catarina, en donde se resiente la presión demográfica de los pueblos limítrofes, como Santa Cruz Meyehualco.
Los asentamientos de Zapotitlán, Tlaltenco y Tláhuac están ya articulados a la mancha urbana de la Ciudad de México. El papel central jugado por la calzada de Tláhuac, y más recientemente el anillo periférico, como ejes de la vialidad, han eslabonado los territorios y no se percibe, a primera vista, el ingreso al territorio de Tláhuac, excepto por los señalamientos instalados, como es el doble arco sobre la avenida Tláhuac. Pero, por otro lado, el tipo de construcciones es el mismo, correspondiente al de colonias proletarias, con casas y edificios de diseño rústico, si bien con materiales duraderos.
Es cierto que este tipo de arquitectura y asentamientos pertenece también al de las zonas rurales; sin embargo, lo que otorga un fuerte acento urbano a las calles de Tláhuac e Iztapalapa es la intensa y variada actividad comercial e industrial, la publicidad y los graffitis, la densa circulación vehicular, con su carga de contaminación y de aceleramiento compulsivo durante el día. Las construcciones continuas a lo largo de la avenida no permiten ver el entorno lacustre ni las calles y edificios de origen colonial. Sólo al acercarnos a la cabecera delegacional se aprecia el fondo desecado del lago como llanura en cuyo fondo se levanta el volcán Teuhtli; y las lejanas filas de ahuejotes, los característicos árboles esbeltos sembrados a la orilla de los canales para retener la tierra de las chinampas.
Tláhuac es ya parte de la Ciudad de México, es una zona urbana por su economía y por los servicios que posee, así sean todavía precarios, como los de agua, drenaje, educación, sanitarios, energía eléctrica. Sin embargo, esto es un fenómeno relativamente reciente, pues hace medio siglo era una región predominantemente rural, cuyo acelerado crecimiento demo-gráfico ha sido consecuencia de su cercanía con la capital del país. Los datos demográficos lo expresan dramáticamente, pues si para 1950 la delegación tenía 19 511 habitantes, para 1980 eran ya 139 595, y para 1995 se registra a 255 891 personas (Ibarra, 2000).
Evidentemente este crecimiento es por la intensidad de las corrientes migratorias, pero no sólo porque hayan llegado directamente a Tláhuac, sino por diferentes acontecimientos relacionados con la transformación de la Ciudad de México, que han desplazado a contingentes de una región a otra debido a los grandes proyectos de vialidad y de desarrollo urbano.
La información general sobre la economía expresa también este cambio drástico: Tláhuac en sus orígenes tuvo una gran vocación agrícola que continuó, por lo menos, hasta 1950 cuando la PEA primaria representó 78.1%. A partir de esa fecha, y no obstante la permanencia de la actividad agrícola chinampera, su perfil de actividades se modificó radicalmente, puesto que la PEA en el sector primario apenas representó 3.5% en 1990, mientras que la actividad terciaria se empezó a adueñar de la estructura ocupacional a partir de 1970 hasta alcanzar, en 1990, 61.7%. Por su parte, el sector industrial después de 1970 conservó una participación de alrededor de 35 por ciento (Ibarra, 2000: 618).
No obstante, esta intensa transformación de la economía y de la situación social de la población de Tláhuac no ha eliminado la identidad cultural de sus pueblos originarios; hay todavía una fuerte confrontación entre las presiones procedentes de la Ciudad de México, el centro político y cultural del país, y las organizaciones comunitarias, y su cultura, de la delegación. Hay muchas maneras de advertir este complejo proceso, además de los datos de la economía ya citados; una de ellas es reconociendo las fronteras marcadas simbólicamente por los pueblos originarios, particularmente por la resistencia a varios fenómenos fuertemente ligados a la vida de la ciudad. Veamos algunos de ellos.
Un primer reconocimiento de la cultura de los pueblos de Tláhuac muestra la ausencia de cines y de supermercados; la población se surte en su mayoría en los mercados tradicionales de su respectivo centro o bien en los numerosos estanquillos y recauderías, pequeños comercios dispersos en todas las calles. Tampoco hay hoteles ni restaurantes grandes con servicio de cocina internacional; las fondas y comedores ofrecen un menú de bajo precio, con platillos que podemos considerar “tradicionales”, pero que en realidad no difieren de aquellos de las zonas proletarias de la Ciudad de México, excepto algunos especializados en platillos “típicos” de la región o bien en mariscos.
Tampoco encontramos cantinas, no obstante que las pulquerías, y el consumo de pulque, están desapareciendo. Algunos restaurantes tienen servicio de bar, y son a los que acude la población, masculina principalmente. Lo que sí hay son vinaterías, donde se expenden bebidas alcohólicas embotelladas, como rones, tequilas, brandys, vodkas y cervezas. Es decir, la ingestión de estas bebidas se hace en el interior de las casas, aunque ocasionalmente se ve gente tomando en la calle; el contexto para tomar bebidas alcohólicas es el festivo y ceremonial, que toma su forma extrema más espectacular en los carnavales y en las grandes fiestas comunitarias, cuando aparecen decenas de puestos que venden cervezas “micheladas” (es decir con sal, limón y chile pulverizado) o bien diferentes tipos de bebidas preparadas.
De hecho los grandes bares accesibles cotidianamente, y sólo por la noche, están en las zonas limítrofes de la delegación, como El Paradero, la zona periférica al centro de San Pedro Tláhuac donde están las terminales de los microbuses y taxis que sirven a la ruta a Xico y Valle de Chalco a través de una autopista de construcción reciente. Ahí hay varios bares que se activan todas las noches y en los que también se ejerce la prostitución.
En el antiguo camino a Chalco, que pasa por Ixtayopan y se une a la calzada que viene de Atlapulco y Tulyehualco, y sigue por Tecómitl y Mixquic, la frontera con el Estado de México está marcada por la presencia de una cárcel federal, a la que se ha denominado Cereso (Centro de Readaptación Social). De manera parecida, en el límite entre Santa Catarina Yecahuízotl, en terreno de Ixtapaluca, y el Estado de México está un hospital psiquiátrico, también federal.
Sin embargo, el contraste más fuerte lo encontramos precisamente en la avenida Tláhuac, en la zona donde se encuentran los límites con Iztapalapa, en las faldas del enorme volcán de San Lorenzo Tezonco, devorado y carcomido por la extracción masiva de piedra y grava, cuya arena rojiza se ve desde muy lejos. Ahí, está el único hotel de Tláhuac, pero no es para los viajeros inexistentes, sino es un hotel de paso, al servicio de varios bares que se encuentran en sus alrededores, tanto del lado de Tláhuac como del de Tezonco, y donde se ejerce la prostitución.
En la misma zona están dos conjuntos de cines, de dos cadenas nacionales, Cinemark y Cinemex, donde se exhiben las películas nuevas que llegan a la ciudad. También aquí se encuentran dos restaurantes transnacionales del tipo “fast food”; un Vip´s y un McDonald’s. Pero la construcción más grande y llamativa es la de un supermercado Wal-Mark, con una amplia explanada para estacionamiento de todas estas empresas.
Una larga barda que llega hasta los límites mismos del volcán separa a este conjunto del resto de las casas de la zona, pero curiosamente, en el punto donde se acaba la barda hay un pequeño letrero, rústico, sobre una pequeña tabla que anuncia “se vende pulque”. Si uno mira al otro lado de la barda encuentra una improvisada pulquería, hecha con tablas y materiales de desecho, donde se puede tomar un excelente pulque blanco o curado, procedente de Tulancingo, Hidalgo.
Del lado de Iztapalapa está también un gran panteón civil, el de Tezonco, para los habitantes de la Ciudad de México. Es sugerente el hecho que en los panteones de los pueblos originarios de Tláhuac sólo se permite su uso a los miembros correspondientes a cada uno de ellos, e incluso este servicio se encuentra regulado por el sistema ceremonial, pues sólo se puede enterrar ahí a quienes han cumplido con sus obligaciones comunitarias, es decir, asumiendo responsabilidades vinculadas con la organización del ciclo ceremonial.
Hace unos meses la propuesta de abrir los panteones de estas comunidades al servicio de la ciudad provocó una intensa reacción de los pueblos del sur del Distrito Federal, quienes defendieron la exclusividad de este servicio para la protección de sus tradiciones, manifestándose multitudinariamente frente a la Asamblea de Representantes, en el centro de la Ciudad de México, y obligando al retiro de la respectiva propuesta legislativa. Advertimos, también, la poderosa presencia de la inercia urbana en el comercio, pues de lado de Iztapalapa se sitúa una intensa y variada actividad comercial. Por una parte, encontramos sobre la avenida Tláhuac, en las cercanías del mercado de Tezonco, numerosas tiendas y bodegas que venden al mayoreo y menudeo los más diversos productos industriales. Asimismo, a un lado del mercado, sobre una larga calle, se instala los fines de semana un enorme mercado de chácharas, es decir, de todo tipo de mercancías de segunda mano o de desecho, como el de San Felipe de Jesús, en el noreste de la ciudad, por los rumbos de San Juan Aragón.
Reflexión final
Bien puede decirse que la enorme mancha urbana que constituye la Ciudad de México, considerándola en la perspectiva de la Zona Metropolitana de la Ciudad de México (ZMCM), contiene a diversas ciudades, pero de hecho lo que encontramos es una especie de estratificación de las diferentes épocas de construcción y de modificaciones a la traza, marcadas por los edificios y los espacios sobrevivientes. Así, debajo de la muy criolla ciudad fundada por los colonizadores hispanos, asoma en varias partes la antigua y otrora orgullosa Mexico-Tenochtitlan, despejada en su parte central por el proyecto arqueológico del Templo Mayor.
La renacentista ciudad conserva su traza original, en términos generales pues ha sufrido también diversas modificaciones, dentro lo que ahora es el Centro Histórico, más allá del cual se dibujarán las diferentes etapas de crecimiento urbano, hasta llegar a la vasta extensión que la hace ser la más poblada del mundo. Es posible reconocer la antigüedad de las diferentes colonias y barrios que conforman la ciudad contemporánea, y de hecho hay ahora un gran interés por escribir sus respectivas microhistorias.
Sin embargo, poco se ha investigado sobre la larga lucha desarrollada por las comunidades o señoríos de la Cuenca de México frente al avance implacable y arrollador de la mancha urbana. Esta es indudablemente una larga historia de despojos y de destrucción, pero lo es también de un intenso proceso de transformaciones por parte de aquellos pueblos y comunidades que han sobrevivido y han encontrado diversos caminos para reproducirse y mantener una cultura que contrasta marcadamente con la de la ciudad.
Esta confrontación violenta ha sido vista por la mayor parte de los estudiosos como un proceso de “modernización”, una avanzada de la civilización urbana sobre comunidades rurales, de las que se busca su fuerza de trabajo y, por supuesto, el suelo, botín de fraccionadores y políticos oportunistas.
Paradójicamente, ante el empuje destructor, las comunidades han desplegado la fuerza y la creatividad del colectivo, herencia que conjuga la tradición política del municipio español medieval y las concepciones cosmológicas de la civilización mesoamericana. En esta confrontación el saldo para las comunidades ha sido negativo, las más han desaparecido, pero otras han salido avante, aunque transformadas.
En este ensayo he explorado el reconocimiento de fronteras simbólicas entre la mancha urbana y las comunidades que conservan una integridad, por la cual pueden trazar, documentalmente y en la tradición oral, sus orígenes mesoamericanos y su refundación bajo el dominio español; ellas son lo que hemos denominado aquí los “pueblos originarios”. Por un lado se sitúa la presión urbana con toda la fuerza del capital globalizado y de las poderosas redes comerciales asentadas en la ciudad, como su centro nacional, pero por el otro nos encontramos a estas comunidades que a lo largo de la historia han tejido una densa y compleja red de relaciones sociales, en la que han depositado una parte importante de sus recursos para la resistencia y para su reproducción social.
Estas comunidades tienen su eje, y su núcleo más resistente, en la estructura político-religiosa, en la que se integran tanto las autoridades relacionadas con su condición agraria como aquellas otras que tienen la responsabilidad colectiva del ciclo ceremonial anual. Esta comunidad reconoce y defiende un territorio definido, pero sobre todo asume el papel de interlocutor ante las autoridades de la ciudad y del país, asimismo, en el desarrollo anual del ciclo festivo se expresan los símbolos más importantes con los cuales manifiestan su identidad y representan una historia en sus propios términos, es decir desde la perspectiva etnocéntrica de los pueblos mesoamericanos.
Las comunidades de Tláhuac han establecido tajantemente su frontera en los ejes viales con los que se enlaza con la red urbana de la ciudad, como ya lo apuntamos; en cambio la transición es imperceptible hacia Milpa Alta y Xochimilco. Lo dramático de esta situación es que la presencia de tal frontera en los límites de Iztapalapa, uno de los más antiguos señoríos de raíz colhua, significa que su integridad ha sido quebrada (como lo muestra la destrucción de chinampas y tierras fértiles de cultivo por la Central de Abasto de la ciudad, así como por numerosos programas de vivienda social que desplazaron a los originales habitantes) y ahora los poderosos impulsos de la expansión urbana que la han arrasado se han detenido en esa línea fronteriza.
La mancha urbana seguirá su avance, inexorablemente, y tiene en los inmigrantes que han llegado a Tláhuac en los últimos veinte años su avanzada, los que desde dentro aparecen como colonos y avecindados. La cuestión de fondo es si estos pueblos originarios pueden mantener su integridad y reproducir su tradición cultural, de tal suerte que ellos sean parte de la ciudad misma. Eso nos obliga a imaginar la Ciudad de México no ya como una urbe cosmopolita de tradición cristiana occidental que reconoce sus orígenes hispanos solamente, sino como un conjunto histórico cuya diversidad étnica y cultural arraiga lo mismo en la tradición mesoamericana que en la europea y en la africana, creando los espacios, políticos y culturales, para su ejercicio y florecimiento.
Citas
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