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Escalona Victoria, J. L. (2005). Invocaciones de lo étnico e imaginario sociopolítico en México. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 3(2), 70-91. https://doi.org/10.29043/liminar.v3i2.183

Resumen

La formación del Estado ha implicado la producción de ciertas prácticas institucionalizadas, como las correspondientes a la burocracia agraria y agropecuaria, al instituto indigenista y a la educación pública, prácticas que tienen que ver con la formación de grupos, relaciones y solidaridades en lo que se refiere al ámbito rural mexicano; de igual manera, están relacionadas con la producción de discursos ideológicos como el indigenismo, el campesinismo, el desarrollismo y el nacionalismo, los cuales acompañan y sustentan tales prácticas.


La crisis del Estado

La formación del Estado1 en México ha sido una importante fuerza productora de identidades colectivas, especialmente por la relación que se estableció entre Estado y nación.2 Por supuesto, no sólo el proceso de formación del Estado contribuyó a ello; también han intervenido fuertemente -y muchas veces en sentidos confrontados- la dinámica económica, es decir, la introducción de nuevos procesos productivos; y la expansión de las redes del mercado y de migración laboral; asimismo, la formación de redes de “solidaridad” e intercambio transnacional, como las creadas por las iglesias y algunas “organizaciones no gubernamentales”; igualmente la dinámica demográfica. Por lo tanto, las políticas gubernamentales actúan a la par de otras fuerzas económicas, demográficas, sociales y políticas en la conformación de grupos e identidades. Se puede agregar a todo esto las respuestas locales que varían en distintos momentos ante los cambios que acompañan la expansión del mercado y la influencia de las iglesias, de organizaciones políticas y sociales, y de las instituciones gubernamentales.3

Aun cuando se pueda pensar en ámbitos donde el proceso de formación e institucionalización del Estado nacional posrevolucionario no representó una radical transformación, tampoco se debería soslayar su importancia como fuerza ordenadora actuante. Y es que la formación del Estado ha implicado la producción de ciertas prácticas institucionalizadas, como las correspondientes a la burocracia agraria y agropecuaria, al instituto indigenista y a la educación pública, prácticas que tienen que ver con la formación de grupos, relaciones y solidaridades en lo que se refiere al ámbito rural mexicano; de igual manera, están relacionadas con la producción de discursos ideológicos como el indigenismo, el campesinismo, el desarrollismo y el nacionalismo, los cuales acompañan y sustentan tales prácticas.

En todo caso, se puede decir que la formación del Estado ha implicado un reacomodo de las relaciones en el espacio “nacional”. Lo que expresa no sólo la manipulación que hizo el Partido Revolucionario Institucional de ciertas formas de agrupamiento e identificación como ocurrió con “los campesinos” o “los obreros”, sino también las muchas formas de protesta, de movilización política y de rebelión en contra del régimen posrevolucionario que, producidas al mismo tiempo, hicieron uso de las mismas formas institucionalizadas de mediación y representación, de las imágenes comunes del obrero, el campesino o el indígena. Algunas de ellas influyeron fuertemente en el propio proceso de formación del Estado.4 En buena medida, el proceso resultó en la producción de grupalidades y solidaridades diversas y cambiantes a lo largo del siglo XX. La formación del Estado puede verse, entonces, como un proceso cultural (Joseph y Nugent, 1994: 13) que implicó la formación de “subjetividades” (ibid, p. 228). Como resultado de ello se puede citar la importancia social y política que tienen actualmente términos o categorías sociales tales como los de campesinos, obreros o sectores populares; lo mismo ocurre con las nociones: nación mestiza, indígenas, cultura nacional y mexicanidad.5 Consecuentemente, si el modelo de Estado nación surgido de la Revolución mexicana está en una etapa que, desde muchos puntos de vista, es referida como de crisis (Joseph y Nugent,op. cit.; Bartra, 1994; Villoro, 1998; Bartolomé, 1997, por ejemplo) junto con las ideologías y las prácticas institucionalizadas que se construyeron en ese mismo periodo, ¿cuál sería la dinámica de la producción de representaciones colectivas, de solidaridades grupales, o de categorías e identidades sociales en la situación actual?, ¿se podrían esperar cambios importantes en la producción de representaciones identitarias en el México de hoy?

Este trabajo se propone examinar algunas tendencias de tal dinámica, en particular relacionadas con la construcción de la etnicidad. Se parte sobre todo de dos experiencias de investigación que el autor de estas líneas ha tenido en sendas regiones de México de importante presencia indígena: Michoacán y Chiapas. Se trata de hacer un análisis comparativo entre los resultados de estas investigaciones y otra literatura con el objetivo de replantear el tema de la etnicidad desde una perspectiva distinta. Se propone que la etnicidad -junto con la nación- es un producto de la historia de formación del imaginario sociopolítico en México para el ordenamiento de las relaciones en el espacio nacional y para la conformación de las fronteras de la comunidad política; al mismo tiempo, más que expresar una profunda historia de herencias culturales o lingüísticas, la invocación de la etnicidad es una forma de producir grupos e identidades en un contexto de luchas políticas en ese espacio.

Etnicidad como representación

La etnicidad es examinada aquí como representación discursiva, ritual y simbólica -o sea, como un idioma- estas expresiones visibles de la etnicidad son también una forma de invocación a la movilización colectiva que puede implicar procesos de manipulación de aquella representación. Revisemos estos términos con detalle antes de pasar al análisis comparativo.

Por una parte, como premisa de esta investigación se menciona que la etnicidad hoy es principalmente una variante de lo que Anderson llamó “comunidades imaginadas” (1993 [1991]). O lo que es lo mismo, una forma de crear -representar, imaginar- un sentido de comunidad, es decir, de crear vínculos y continuidades en el espacio y en el tiempo, en un contexto social heterogéneo. Esta representación se expresa en discursos sobre la autenticidad, la originalidad y la diferencia de una colectividad particular, con una supuesta herencia cultural común.6 Muchos de estos discursos recurren a la construcción de narrativas sobre historia y sobre identidad cultural, así como a otras tecnologías como la escuela, la lengua, el museo y el censo -usando un sentido relativista y esencialista de las nociones de cultura e historia-. De esta manera se trata de una representación no sólo verbal. Algunos trabajos han puesto atención, por ejemplo, en la forma en que ciertas prácticas rituales o ciertos símbolos específicos son empleados para representar una identidad étnica. Es el caso aquí referido de la celebración del Año nuevo P’urhepecha (Roth, 1993; Zárate, 1993: 31-53; Zárate, 1994).7 Se trata, entonces, de ese discurso sobre la autenticidad y la diferencia producido a través de símbolos y procedimientos rituales -otro sentido de representación colectiva.8

En segundo lugar, esta representación se produce en un contexto en el que se espera encontrar conjuntos de significados y sentidos compartidos; su eficacia proviene en parte de la capacidad para interpelar colectividades e individuos “haciendo sentido”. Sin embargo, los significados son múltiples y se comparten de manera desigual. Lo que se produce no es un consenso de sentido, sino un idioma común con sentidos múltiples y manipulables. Lomnitz ha propuesto la noción de cultura de relaciones sociales como un “idioma” que se construye a partir de distintos sistemas culturales en interacción -en contextos de relaciones de poder-. Se puede decir que los elementos del discurso étnico son considerados “idioma”,9 tal como lo sugiere, y que éste tiene sentido para ciertos grupos humanos en un momento particular de su historia por relacionar el idioma común -en particular, su imaginario- con algunas experiencias históricas particulares.10

Es de subrayar que esta representación o invocación de la etnicidad se encuentra relacionada con los usos11 actuales de dicho discurso, es decir, con procesos de manipulación, especialmente por la producción de movilización y protesta en contextos sociales de negociación y lucha.12 De alguna manera, el interés de Barth por el tema de las fronteras está conectado con la producción de etnicidad: la identidad no es producto de la particularidad sino del encuentro con los otros y el establecimiento de diferencias; sin embargo, no vinculó del todo esta preocupación con el problema de las relaciones de poder.

En el presente artículo se propone que la identidad no es un atributo intrínseco ni a la lengua, ni a la cultura, ni a la historia de los grupos sociales; por el contrario, se produce como parte de la competencia actual por la movilización y la representación del mundo social, y se produce dentro de los márgenes de lo que se podría llamar el campo del imaginario, utilizando ciertos idiomas y ciertas tecnologías de la identidad. Para el ejemplo de la etnicidad en México es fundamental la presencia en el imaginario colectivo -en el “sentido común”- de la diferenciación “indio-no indio”, y de su vinculación en algunas narrativas tanto con las fuentes de la “nación” como con ciertas formas subordinadas. Invocar a la etnicidad hoy resulta una consecuencia, congruente con la larga historia del imaginario sociopolítico y continuación del mismo. La etnicidad, como representación, es una invocación “profunda” de dicho imaginario en México; se lleva a cabo con el fin de generar una colectividad movilizada para legitimar posiciones políticas actuales fundadas en la idea de un derecho evidente a la particularidad y a la diferencia. En este sentido, el discurso no proviene de donde dice provenir -es decir, de la particularidad cultural referida- sino que se forma como parte del entramado de luchas de poder contemporáneas. La etnicidad se produce, por su uso, como una ideología pragmática (Friedrich, 1989).

Aquí se analizarán algunos aspectos de la etnicidad en el México actual, especialmente en su relación con la llamada crisis del Estado. Como ya se mencionó, la producción de la etnicidad está relacionada con un campo del imaginario, en el cual la representación de lo “indio” o lo “indígena” tiene un lugar muy importante, como lo tienen también el Estado y la nación. Por ello la producción de la etnicidad hoy puede examinarse desde ese proceso de formación de ambas entidades, elementos todos que han estado referidos en el caso mexicano. Se vuelve necesario considerar si la “crisis” o el “retiro” del Estado pueden estar relacionados con las formas que asume actualmente la producción de invocaciones étnicas. Para ver esto resulta necesario apuntar algunas notas sobre el campo de las representaciones colectivas en México.

El imaginario como campo

Ha sido muy variable y desigual la fuerza de las representaciones del Estado nación en México. Como dice Escalante, las ideas de “ciudadanía” y de “moral pública” en el pensamiento político del siglo XIX constituían más bien un “imaginario” a alcanzar que contrastaba con un orden corporativo, jerárquico y desigual, heredado de la sociedad colonial (1992: 53-54). Entre la sensación de fracaso, horror y desaliento, la élite política de cualquier bando debía aspirar a ese “imaginario” para poder gobernar aunque, al mismo tiempo, debía transigir a las condiciones. Con todo, muchas de las reformas en el régimen de tenencia de la tierra y en la apertura a la inversión, algunas promovidas por el naciente gobierno, están relacionadas con ese imaginario político y tuvieron gran impacto en muchas zonas del país, desde mediados del siglo XIX (ibid, pp. 49, 65; Rothet al., 2004). Después, en la posrevolución, el Estado se fundamentó sobre derechos nacionales y colectivos; sus impulsores también construyeron pretensiones de regulación y orden en el espacio nacional que se tradujeron en medidas políticas y aparatos burocráticos con diversos y desiguales resultados. El Estado nacional ha sido, entonces, una representación cambiante y con diversas formas de objetivación.

La formación del Estado y de la Nación implicó incorporar a la discusión el llamado “problema indígena”. “Lo indígena” o “lo étnico” ha sido un componente fundamental de la representación del Estado nacional desde el periodo poscolonial. “Etnia, Estado y Nación” constituyen así elementos de un mismo campo, el campo del imaginario político o de las representaciones colectivas. La lucha por su definición es una verdadera disputa por la representación del mundo social. En la dinámica del campo se han ido construyendo diferentes y aún contrastantes imágenes de lo étnico, en distintos momentos históricos y desde distintas posiciones en la jerarquía de autoridad intelectual -como autoridad para representar-.13 También el proceso de representación e imaginación reproduce y actualiza la oposición “indígena-no indígena”, la cual es, al parecer, una constante instituida en el imaginario sociopolítico. Se puede decir que los productores del imaginario más representativos en esta historia suelen recurrir a la distinción “indio-no indio” como una dicotomía inscrita, en muchos sentidos, en la mentalidad y la interacción, por lo menos desde después de la Colonia.

Sin embargo, la construcción de representaciones de lo étnico ha pasado por varios momentos que se entrecruzan y se alimentan mutuamente como parte de las luchas por la representación en el campo del imaginario. Aquí se sugieren algunos elementos acerca de las que podrían considerarse imágenes dominantes de lo étnico en distintos momentos. Se presenta que en el periodo poscolonial y hasta antes de la Revolución la imagen de lo indígena tenía que ver principalmente con la característica “indio-ladino” sustentada en una ideología racial. Después de la Revolución se empezó a instituir una imagen de lo étnico fundada más bien en un argumento cuya base es la idea de “cultura”. Ya en los últimos treinta años del siglo XX parece construirse una nueva concepción de lo étnico, principalmente como identidad y en particular como identidad política.14 No es extraño que en México el debate sobre el concepto grupo étnico se haya desarrollado sobre todo en este último periodo con la publicación en español de obras como la de Friedrik Barth (1976) y la de Cardoso de Oliveira (1992), además de las propuestas de Bonfil (1990y 1987) y de Bartolomé (1997); en esa misma línea se puede incluir, en parte, el debate sobre la “quiebra política de la antropología” y la formación de la llamada “antropología crítica” (García Mora y Medina, 1983).

Representaciones decimonónicas

Antes del siglo XIX términos como “ladino” o “gente de razón” eran empleados para referir a indios - incluso a “castas”- que adquirían pautas españolas, especialmente la lengua; es decir, no tenían una connotación de oposición radical a lo indio. No obstante, el significado de estos términos se convirtió paulatinamente en el polo opuesto de lo indio en el pensamiento nacional. Mario Ruz, entre otros, nos habla de la categoría “ladino” y su acepción en diversos censos levantados entre fines del siglo XVIII y principios del XIX en el área de Comitán, sureste de Chiapas. En éstos se puede apreciar claramente ese desplazamiento del término ladino hacia su identificación con “español” (Ruz, 1997: 277-278).15 Algo semejante sugiere Meade sobre la “gente de razón” -indios que aceptaron la vida cristiana- que colonizó los pueblos de California: sus descendientes en el XIX tomaron el término “español” para identificarse, oponiéndolo a “indio”, lo que llevó incluso a algunos terratenientes a buscar esposos “españoles” para sus hijas (Meade, 1995).16 Algo similar analizaron Nugent y Alonso en el pueblo de Namiquipa, Chihuahua, fundado como colonia agrícola con “gente de razón” para combatir a los pueblos rebeldes, en medio de una zona de guerra -como lo ya referido en California-. Después de la Independencia, los descendientes también adoptaron la identidad de “españoles”, polo civilizado frente a los “indios bárbaros” (Nugent y Alonso,op. cit.).

Al parecer, la oposición imaginaria “indio-ladino” se fue construyendo en este primer periodo de formación de la nación y del Estado;17 a la vez, esa diferenciación de fundamentos raciales devino en origen de otra dualidad, en ese entonces relativamente nueva: civilización y barbarie. Eso parece indicar la Namiquipa chihuahuense. En Chiapas, De Vos nos recuerda que a excepción de algunos defensores de indios, “[…] la gran mayoría de los criollos, entre ellos obviamente todos los hacendados y comerciantes, siguieron sosteniendo que los indios eran flojos y borrachos por naturaleza” (1994: 158-159).

Florescano dice que en México, a través de muchos medios de comunicación -prensa, diario, litografía, pintura, grabado…- se produjo una campaña perversa que “[…] convirtió a los indígenas en enemigos de la nación y les confirió los rasgos más brutales y degradados de la condición humana” (1996: 22), especialmente en tiempos de guerra. Las rebeliones de entonces fueron identificadas con el término racial de “guerra de castas”, eran vistas como conspiraciones bárbaras contra la civilización. Esa misma imagen fue la que, por ejemplo, usaron escritores de la élite sancristobalense para representar la rebelión de Chamula de 1869 dos décadas después de haber ocurrido. Nombraban la identidad del indio como bárbaro para argumentar, sin éxito, que la capital del Estado permaneciera en esa ciudad (Rus, 1995a: 172-174).18

El uso de “indioladino” o “gente de razón” como fundamento de la diferencia social, así como las relaciones basadas en la jerarquía y el patronazgo-servidumbre, con sus contradicciones y sus variantes regionales, fueron parte importante de la formación de los campos de poder19 en el mundo social después de la Independencia. Al disminuir la influencia eclesiástica por las reformas liberales de mediados de siglo, a la par de constituirse el Estado nación y la expansión mercantil de finales del siglo XIX, muchos de aquellos elementos fueron actualizados y siguieron vigentes como parte de las configuraciones regionales de poder, a decir de Lomnitz: “cultura de relaciones sociales” (op. cit., pp. 45-52).

En el centro de Chiapas, se puede hacer referencia a las relaciones de servidumbre agraria en la finca (García de León, 1985, tomo 1: 122-130; De Vos, 1994: 167-178); también a las relaciones entre los nacientes gobiernos y los pueblos de indios, especialmente en lo que se refiere a las medidas políticas y legislativas acerca de la tierra y del reclutamiento de mano de obra (Favre, 1992 [1971]: 63-81; Wasserstrom, 1989 [1983]: 133-163; García de León,op. cit., pp. 147-172; De Vos,op. cit., pp. 160-178). De manera paralela, la diferenciación “indio-ladino” se constituyó en una de las bases de la interacción tanto en y entre pueblos como en las fincas. En esa estructuración lo indígena se fue construyendo, en la práctica, como polo subordinado y al mismo tiempo complemento de lo “ladino”. A fines del XIX, la expansión del mercado y del Estado transformaron las distinciones preexistentes, aunque muchos autores sugieren que hubo una refuncionalización de las relaciones serviles y de la diferenciación étnica en el contexto emergente de la producción de café, maderas preciosas y otros productos comerciales (Favre, García de León, De Vos: op. cit.). Fue además en ese contexto de reacomodo que surgió un “indigenismo”, especialmente entre las élites regionales que veían perder su posición dominante frente a los nuevos plantadores, reclutadores de mano de obra (García de León,op. cit., pp. 185-187).20

Sin embargo, detrás de imágenes de lo étnico vinculadas con la barbarie y la permanencia, los pueblos vivían grandes transformaciones, según lo muestran algunas investigaciones recientes. De Vos sugiere que los siglos XVI y XIX son críticos en la configuración de la identidad étnica, debido a los cambios vividos en los pueblos indios en ambos periodos (1994).21 Por su parte, Wasserstrom ubica en el siglo XIX la construcción del sistema de cargos en el pueblo de Zinacantán; asimismo comenta que el sistema de “patrilinajes” en este pueblo fue resultado de los cambios demográficos y económicos ocurridos en ese siglo (op. cit., pp. 163-186). Ambos fenómenos parecen ser respuestas a particulares circunstancias históricas: el retiro de la iglesia católica, la amenaza sobre las tierras de las cofradías y los pueblos, la migración de ladinos hacia pueblos indígenas y la expansión de las fincas. Otros pueblos con importante presencia indígena y ubicados en zonas más atractivas para la agricultura comercial fueron repoblados y devinieron en pueblos “ladinos”, como fue el caso de Comitán al iniciar el siglo XIX, y de Soyatitán y Teopisca al finalizar el mismo, todos ubicados en los márgenes de la región Los Altos y próximos a valles de importancia agrícola. En los alrededores de Comitán, como en otros lugares del estado de Chiapas, las fincas fueron las unidades sociales dominantes y en ellas las relaciones de patronazgo-servidumbre estaban estrechamente relacionadas con la diferencia ladino-indio.22

En el caso del noroccidente de Michoacán, la situación no parece tan diferente a lo que se refiere como distinciones contrapuestas, aunque el impacto de la expansión del mercado fue más directo que en el centro de Chiapas. Las áreas de cultivo comercial abiertas o incrementadas a partir de la desecación de lagos como el de Chapala y el de Zacapu, finales del siglo XIX y principios del XX, constituyeron la expresión más visible de los cambios producidos por la expansión del mercado, combinada con un impulso mayor a la enajenación de las tierras de los pueblos. La presencia de la iglesia y de las formas de patronazgo y servidumbre fueron de igual manera el eje del orden social institucionalizado,23 lo mismo que las relaciones entre indios o “naturales”, por un lado, y “blancos” o “gente de razón”, por el otro (Escalona, 1998: 46-56, 89-95).

Regiones como La cañada de los once pueblos, zona habitada principalmente por hablantes p’urhepecha, vivió este periodo con importantes cambios. Desde tiempo atrás la cabecera municipal había sido lugar de habitación para rancheros y comerciantes usureros: se identificaban como “blancos”; a fines del XIX muchos de ellos estaban también habitando ya los pueblos de la zona (Jiménez, 1985; Sáenz, 1936). Paralelamente, algunas tierras que antes fueron de comunidad o comunales pasaron en pocos años a manos de particulares que empezaron a habitar en los propios pueblos. Se trataba concretamente de las tierras mejor irrigadas, en donde se llegaron a instalar, por ejemplo, molinos de trigo movidos por agua -el trigo era el principal producto comercial de la región desde la época colonial.

Más tarde la misma representación legal de los bienes comunales de esos pueblos pasó, en algunos casos, a manos de los rancheros o, en la cabecera municipal Chilchota, a manos de una élite de propietarios, profesionistas y burócratas. Donde se registra en algunos documentos de la época un trato llevado a cabo por el “representante” de la “extinta comunidad indígena” con un particular para la venta de árboles ubicados en los “bienes comunales”.24 En los mismos expedientes se pueden encontrar documentos de venta, renta y “retroventa” -apropiación por vencimiento de préstamo (Jiménez,op. cit.)- de bienes de comunidad en todos los pueblos de La cañada y de los valles adyacentes; de igual manera se consignan casos en donde los titulares de esos bienes reclaman ventas no legales. En otro pueblo de La cañada, Etúcuaro, los rancheros ocuparían la representación legal de las tierras comunales ante la burocracia gubernamental (Escalona,op. cit., pp. 105-116, 153-159).25

Así, los “representantes” legales de esas corporaciones propietarias de tierras eran, para la burocracia, los apoderados legales que podían tramitar la división de tierras; contradictoriamente, para algunos pueblos fueron los defensores de los bienes de la comunidad. La indianidad local aparece, entonces, como un discurso producido por los grupos dominantes locales y regionales para controlar la redistribución de las tierras y los recursos de las comunidades indígenas, compitiendo con los hacendados de los valles contiguos. Parece que más que tratar de preservar la indianidad de los pueblos -así mantenían formas de extracción de trabajo y productos, como sugiere García de León para el centro de Chiapas- la usurpaban para apropiarse de los recursos correspondientes a estos pueblos, por ser legalmente “ex comunidades indígenas”.26

Representaciones posrevolucionarias

Desde las llamadas Reformas borbónicas, pero especialmente desde mediados del siglo XIX y principios del siglo XX, hubo intentos diversos por desplazar aquellas configuraciones de relaciones, propugnando una idea liberal del individuo por el fin de la servidumbre agraria y la separación del poder civil y eclesiástico.27 Sin embargo, con la formación del Estado nación postrevolucionarios que se pudieron consolidar nuevas representaciones, muchas veces confrontadas con las formas preexistentes, aunque no siempre las desplazaron. La Reforma agraria y el indigenismo, de manera particular, tuvieron una importancia central en esta dinámica sociopolítica. Los gobiernos promovieron distintos proyectos de intervención en las relaciones preexistentes para romperlas o transformarlas paulatinamente. Las concreciones de esta aspiración fueron las misiones culturales, los albergues para indígenas, la Estación Experimental de Integración del Indio de Moisés Sáenz -en La cañada de los once pueblos, Michoacán-, el primer Centro Coordinador Indigenista en Los Altos de Chiapas; y más recientemente los proyectos de radio indígena, de escuela bilingüe; en Chiapas de universidades y carreras “interculturales” de “estudios indígenas”, así como programas de rescate y fomento a las culturas indígenas y populares.

La confrontación entre las configuraciones de relaciones previas y las emergentes en ese entonces fue registrada, de distintas maneras, en las etnografías de la época, las cuales permiten explorar la manera en que se producían localmente -y con ese sentido- las mencionadas tensiones. Aguirre Beltrán, por citar a uno, pone énfasis en el papel que tienen los secretarios municipales ladinos en el control del ayuntamiento y en la explotación, tanto del trabajo como en el intercambio de productos, de los pueblos indígenas de Los Altos de Chiapas. Era necesario romper ese control mediante la formación de escribanos indígenas (1991 (1953): 119-121). Por su parte Sáenz, en el esbozo de su experiencia en la Estación Experimental de Carapan, Michoacán, ofrece una imagen de las confrontaciones entre los “agraristas” seguidores supuestamente fieles de la política gubernamental de reparto de tierras y educación, y los identificados como “fanáticos” seguidores de la iglesia católica y presos de las tradiciones indígenas más retrógradas como el analfabetismo y el alcoholismo (1936: 28, 255-276).28

Además, en estos trabajos, como en otros de la época, se planteaba que la oposición indio-ladino estaba sustentada no en una diferencia racial sino principalmente en una diferencia “social” y “cultural”. En varias etnografías sobre pueblos de Chiapas se habla de la diferenciación indio-ladino en términos de oposición sociocultural: los primeros, aparecen como rurales, iletrados, de bajo nivel escolar, ligados a la tradición, atrasados y pobres. Al mismo tiempo, algunos antropólogos estaban interesados en las posibles conexiones entre estos pueblos y los mayas antiguos -sugiriendo que la base de estos pueblos se encontraba en un patrón cultural original-. En cambio, los ladinos son descritos más bien como urbanos o más cercanos a los pueblos grandes, letrados y con experiencia escolar, posición económica y política ventajosa y vinculados con la “cultura europea occidental” (Villa Rojas, 1990: 60-75; Colby y Van den Berghe, 1966).

Si hablamos de los pueblos p’urhepecha de Michoacán la percepción era distinta. Según Beals, muchos aspectos de la cultura indígena parecían provenir de una variante del modelo traído por los españoles en el siglo XVI, especialmente la mayoría de los aspectos de la cultura material y de la organización social. Sin embargo, en lo referente a la cultura espiritual consideraba que las bases eran autóctonas en general.

Llega a proponer, por otro lado, que en Cherán, pueblo de la meseta tarasca, la diferenciación indio ladino no es tan significativa como en otros pueblos, por ser un pueblo abierto y progresista, a diferencia de Pátzcuaro, que para los años cuarenta era una ciudad “ladina” que idealizaba su pasado colonial -aunque durante la Colonia había tenido la categoría de Ciudad de Indios- (1992 [1946]: 489-493).

De distintas maneras varios antropólogos se pronunciaban por la superación de la situación previa y a favor de la “aculturación”, de la forja de una cultura nacional, como lo planteó Aguirre Beltrán en repetidas ocasiones: romper las relaciones de castas e integrar al indígena a una sociedad de clases. Por eso se produjeron medidas como la formación de escuelas, maestros y profesionistas indígenas, de proyectos productivos y de recuperación del gobierno municipal para los originarios. Los pueblos eran progresistas porque al parecer estaban a favor de tales medidas y participaban en su realización, como en el pueblo Cherán (Beals,op. cit Beals los agraristas de La cañada de los once pueblos (Sáenz, 1936) o los ejidatarios de Etúcuaro (Escalona, 1998).

Acerca de los resultados de las políticas de los gobiernos posrevolucionarios, se dice en algunos trabajos que entre las dos formas de representación y mediación aquí referidas, decimonónica y posrevolucionaria, no necesariamente ha habido un conflicto, y que la Reforma agraria y el indigenismo tuvieron un papel contradictorio en esta historia social, pues no rompieron con la configuración sociopolítica previa, sino que se acomodaron a ella. Para Chiapas se habla, por ejemplo, de una reforma agraria selectiva que no dañó el sistema de fincas en lugares importantes de producción comercial (García de León, 1985; Reyes, 1992), o de un indigenismo que sólo sustituyó por otros a los grupos locales en el control de la mano de obra de los pueblos para su reclutamiento en las fincas o en el control del gobierno local. Incluso se habla de zonas a las cuales la “Revolución” aún no había llegado muy adentrado el siglo XX y donde las relaciones de patronazgo-servidumbre perduraban como formas dominantes de interacción, hasta la década de 1950 en la zona sureste de Chiapas (Ruz, 1983) y hasta la década de 1970 en Simojovel (Toledo, 1996).

Sin embargo, otros trabajos analizan los cambios que se produjeron en algunos pueblos asociados a esta dinámica de lucha entre las relaciones y representaciones previas y las surgidas con el nuevo régimen. Por ejemplo, se habla de varios pueblos en los que se formaron grupos locales relacionados con esta intervención gubernamental, grupos que en algunas ocasiones enfrentarían a los de poder local y a las relaciones previas. El caso de Chamula, referido por Rus como la “comunidad revolucionaria institucional”, es un ejemplo de este proceso (1994b), en donde la aparente continuidad y defensa de la tradición que se proclama actualmente en este pueblo, contrasta con los cambios en el grupo de poder local que se vivieron a lo largo del siglo XX. Algo semejante sugiere para Zinacantán Wasserstrom (op. cit.).29

En el noroccidente de Michoacán estas tensiones se produjeron, al parecer, más temprano: entre los decenios de 1920 y 1930. Esto tal vez fue resultado de la importancia que tuvieron las redes políticas regionales y las movilizaciones agrarias en la zona -particular-mente las que se dieron en los alrededores de Zamora y Zacapu-, para la formación de redes y movilizaciones más amplias -como la Liga de Comunidades Agrarias y el propio Cardenismo-. Además, en la región se produjo también la movilización cristera, un movimiento que rechazaba muchas de las medidas importantes del nuevo régimen, entre ellas el agrarismo, la educación y el anticlericalismo. Esto impuso una mayor presencia de la violencia gubernamental. La presencia de instituciones y políticas gubernamentales implicó tensiones y confrontaciones con diversos grupos. Más adelante, la región p’urhepecha ha sido escenario de la instalación de un Centro Coordinador Indigenista, en Cherán, y del CREFAL, Centro de Cooperación Regional para la Educación de los Adultos en América Latina y el Caribe, en Pátzcuaro: centros de formación de profesionales con perspectiva indigenista y de desarrollo para los pueblos.

Así, en el siglo XX, la construcción del Estado, la “forja” de la Nación -como nación mestiza- y los nuevos procesos de expansión del mercado tuvieron resultados diversos en las formas de vida de las pequeñas localidades. Además este proceso tuvo también resultados en la reconstrucción de lo indígena o étnico en el imaginario sociopolítico: lo étnico era ahora subordinado a lo nacional-mestizo en el imaginario dominante -metáfora de una subordinación al aparato burocrático del Estado emergente-. El atraso y la necesidad del desarrollo aparecen como características de esta indianidad posrevolucionaria; sin embargo, y de manera contradictoria, se planteaba que era sobre la base de esa cultura indígena como se iba a construir la cultura nacional. Lo indígena era a la vez polo subordinado y sustento de la nación. El llamado “mestizaje” fue la fórmula argumentativa para resolver esta contradicción en el imaginario.30 Con ese mismo modelo se interpretaban las transformaciones que se produjeron en las relaciones y las prácticas locales, surgiendo así discursos locales de progreso y mestizaje.31

Condiciones emergentes

No es difícil encontrar en trabajos de amplia difusión una explicación de los acontecimientos acaecidos en Chiapas que se base principalmente en el argumento de la “rebelión indígena”, argumento de amplia aceptación en los parámetros de la imaginación sociopolítica. Sin embargo, un análisis detallado de “lo indígena” en la actual situación, plantea más preguntas que respuestas, pues la forma y los espacios en que se produce esta etnicidad han cambiado en relación con los periodos anteriores.

Hasta la década de 1970 la historia política parece estar dominada principalmente por esa dinámica de conflicto entre las representaciones-mediaciones heredadas del mundo decimonónico y las que emergieron de la formación del Estado después de la revolución mexicana. Sin embargo, en ese contexto se formaron también algunas organizaciones de “campesinos”, de “obreros agrícolas” y, más adelante, de “indígenas”, demandantes de reparto agrario, servicios gubernamentales y espacios oficiales para la participación “indígena”. Se trataba, entonces, de movilizaciones que invocaban y reinterpretaban la imagen dominante del Estado nación de la Revolución. Al mismo tiempo, el discurso indigenista fue siendo apropiado por dirigentes e intelectuales “indígenas” que lo utilizaron también como instrumento de negociación y de confrontación con el aparato burocrático. Esta apropiación discursiva del Estado, la nación y el indigenismo va a ocurrir ya no sólo dentro del aparato burocrático gubernamental ni en los círculos intelectuales, sino también, cada vez más, en redes y organizaciones identificadas como de oposición y, más recientemente, en algunas organizaciones no gubernamentales y en las iglesias, en particular la católica. Todo esto se encuentra también relacionado con otros procesos.

Desde la década de 1970 se modificó la presencia gubernamental y del mercado en el mundo rural, a través, en los casos de Chiapas y de Michoacán, de las grandes obras hidroeléctricas. En Chiapas se dio en el mismo tiempo la exploración de yacimientos petroleros y la promoción de la colonización de las selvas. También se expandió el mercado de productos agrícolas: el café en Chiapas, el aguacate y la fresa en el Michoacán noroccidental, así como el crecimiento de la migración laboral desde estas zonas hacia otros lugares -del sureste al centro, y del centro del país a Estados Unidos, respectivamente- y el crecimiento de los servicios turísticos -sobre todo con proyectos como la “ruta maya”.

De manera paralela, la transformación paulatina del Estado ha ido produciendo un replanteamiento de lo “indígena” en el imaginario social. Desde 1970 hubo nuevos programas gubernamentales de formación de intelectuales indígenas, especialmente de maestros bilingües y de un sistema de educación bilingüe y bicultural; asimismo, se crearon programas de “rescate” y “conservación” de la “cultura indígena”, bajo la denominación de “culturas populares”. Esta intelectualidad indígena -especialmente maestros- va a ser muy importante en el proceso de apropiación de los medios de representación y en la lucha por la representación, dentro incluso del mismo aparato burocrático.

En la última década del siglo pasado se asistió a una transformación del Estado que ha implicado una reorientación de la política “campesina” e “indígena”, como parte de un alejamiento aparente, por parte del Estado, de las formas políticas posrevolucionarias. Como ejemplo, las reformas al artículo 27 de la Constitución y el modelo de los fideicomisos para la compra de tierras tomadas -en lugar de la expropiación y la dotación ejidal-; también están las reformas al artículo 4° constitucional y las discusiones acerca de los “usos y costumbres”, lo cual ha llevado a la apertura de espacios para ciertas prácticas consideradas como indígenas, que no contravienen las prescripciones legales más amplias -es decir, verdaderos procesos de selección de la tradición.

En Chiapas, entre los años 1994 y 1997 el gobierno estatal instauró una política especial para las casas de la cultura en zonas “indígenas”; diferente a aquella orientada a las casas de la cultura en zonas “mestizas”. Con ello se buscaba la participación directa de indígenas en la definición de los proyectos de talleres artesanales, música y literatura, así como en la creación de museos y tiendas de artesanías. Paralelamente, se revitalizaron instituciones del gobierno estatal abocadas a las relaciones entre las autoridades estatales y los “pueblos indígenas”, como la Secretaría de Pueblos Indígenas, antes Subsecretaría de Asuntos Indígenas, y una Subprocuraduría de Justicia Indígena, buscando la participación de intelectuales indígenas dentro de estas instancias burocráticas -en particular en la SEPI, enfocada desde 1994 a tratar como primera instancia los llamados “conflictos intercomunitarios”-. Se ha dado reconocimiento a una instancia judicial en Zinacantán, los llamados juzgados indígenas, con base en el reconocimiento de la especificidad de un “derecho indígena”, el cual, se dice, busca la reconciliación más que el castigo y promueve acuerdos con mayor eficacia que las instancias judiciales “externas”. En últimas fechas se ha promovido también la creación de universidades indígenas o interculturales que buscan responder de manera más directa a los problemas particulares de la población indígena.

Paralelamente, el gobierno ha tenido que relacionarse y negociar con grupos que dentro de los municipios indígenas han construido un discurso de defensa de la cultura, de la “costumbre” o “tradición”, producido como parte de luchas entre grupos. Esas luchas tienen su origen en los cambios vividos en estos pueblos en los últimos treinta años, tanto en términos demográficos y económicos como relacionados con la diferenciación social, partidista y religiosa. En este contexto las adscripciones religiosa y partidista han aparecido como mecanismos de negociación y de confrontación en las localidades, lo cual a su vez ha llevado a los partidos e iglesias a tener que asumir posiciones en relación con “la costumbre” (Escalona, 2001). Las interpretaciones locales de los “derechos humanos” y los “derechos indígenas”, por ejemplo, se han producido fundamentalmente en este contexto de conflictos y disputas.

En Michoacán también se ha generado una burocracia indígena. Al parecer este fenómeno fue anterior al que ocurrió en Chiapas. Desde la formación de las Ligas de Comunidades Agrarias y del PRM, Partido Revolucionario Mexicano, entre 1920 y 1940 aproximadamente, se dio el reclutamiento de los hijos de campesinos en la burocracia y el ámbito profesional mediante un sistema de becas.32 Actualmente, esto puede apreciarse mejor entre los maestros y los trabajadores de la administración municipal y de algunas dependencias estatales. Del mismo modo, algunas dependencias, indigenistas y agrarias especialmente, han incidido en la formación de grupos de empleados y profesionales. Los programas de rescate y promoción de la cultura popular han tenido de igual manera un impacto muy importante referido a la comercialización de “artesanías” -es decir, de mercancías cuya forma y proceso productivo emulan objetos cotidianos que podrían ser identificados como “indígenas”, pero que son producidos para su venta en el mercado turístico o urbano.33

Por un lado, todo esto se podría ver como una apropiación de los medios burocráticos de representación por parte de aquellos que se identifican como indígenas. Sin embargo, del otro lado, se podría hablar no de un retiro del Estado, sino de una transformación del mismo, abarcando áreas de la “cultura” en las cuales no había tenido presencia como fuerza reguladora de una “estatización de la cultura”. Además, se podría decir que un resultado de estos cambios podría ser la objetivación de la “cultura” -contraria a las transformaciones que se están experimentando en los recientes años.34

Estos proyectos de reivindicación, promoción o exaltación de lo “indígena” no han sido exclusivos del gobierno, de esas áreas y espacios que se han “abierto” dentro de la misma burocracia estatal. Por el contrario, partidos políticos, organizaciones sociales y organizaciones no gubernamentales, algunas ligadas a la iglesia, así como instituciones de investigación en diversas áreas de la ciencia han seguido una vía similar con el propósito de promover relaciones distintas entre los “indígenas”, por un lado, y el mercado o el gobierno, por el otro.

Por ejemplo, desde la década de 1980 se han formado diversas organizaciones de “artesanos”, especialmente de “artesanas”, cuya labor es la de canalizar productos indígenas hacia el mercado del sector. Muchas organizaciones logran meter sus productos en el mercado externo, pero al parecer la mayoría produce sus mercancías para el mercado local ligado al turismo. Algunos productos agrícolas, como el café o la miel de Chiapas, han sido de igual manera promovidos en el mercado mundial bajo siglas de organizaciones indígenas, lo cual permite una colocación ventajosa, solidaria, del producto. Por otro lado, esa imagen ha facilitado el acceso de las organizaciones a recursos ofrecidos por agencias financieras y por organizaciones internacionales -que también reclutan “indígenas” en sus aparatos burocráticos transnacionales.

Un ejemplo paralelo es el de la formación de asociaciones y grupos de escritores en lenguas indígenas, cuyo trabajo ha estado orientado a la promoción de la lengua escrita, en un ambiente fundamentalmente ágrafo. En Chiapas se han generado concursos de poesía, cuento, literatura infantil, mitos y leyendas, tradiciones, historia oral y fotografía; además, se ha promovido la publicación de trabajos en lenguas indígenas y la elaboración de diccionarios. La producción literaria, en la que participan muchos profesionales indígenas -como es ejemplo el fundado, 1997, Centro Estatal de Lengua, Arte y Literatura Indígenas- ha llevado también, en el discurso del rescate o defensa de la cultura, a discusiones sobre la “autenticidad” y la “pureza” de la lengua y la cultura. En Michoacán, de igual manera han surgido organizaciones de rescate y desarrollo de la lengua escrita y se debate en torno al alfabeto (Roth, 1993; Zárate, 1994).

Existen en el mismo tenor organizaciones políticas “indígenas”, en los ejemplos que nos ocupan, han producido, dentro y fuera de los partidos políticos, liderazgos que han logrado llegar a las presidencias municipales y a la Cámara de diputados estatal y federal. Para Michoacán se tiene la referencia de la Unión de Comuneros Emiliano Zapata, formada con las luchas agrarias de las décadas de 1970 y 1980. La exaltación de las comunidades y sus territorios fue utilizado como argumento importante para la movilización y la apropiación de tierras en la zona del lago de Pátzcuaro. Sin embargo, muchos pueblos más allá de esa zona participaron en la capacitación y en las experiencias de negociación en los diversos centros burocráticos. Por otro lado, en 1983 se promovió la creación de una festividad para exaltar la “p’urhepecheidad”: el Año nuevo. Esta celebración fue organizada principalmente por intelectuales indígenas, algunos de ellos con puestos burocráticos o de servicio en el magisterio, otros más militantes de organizaciones y partidos opositores al gobierno. En este contexto se formó la organización Nación P’urhepecha, que promueve discusiones acerca de la historia, la lengua y la tradición (Roth, 1993; Zárate, 1993: 31-53). Algunos maestros e intelectuales de los pueblos de la región La cañada participan en ella, aunque gran parte son profesionales de Tzintzuntzan -en la zona del lago- los principales promotores y organizadores (Roth, op. cit.). Sobre los partidos políticos, es muy importante la presencia del PRD, Partido de la Revolución Democrática, como oposición, pues ha logrado la presidencia en algunos municipios de la zona. Muchos afiliados son maestros y empleados de la burocracia: los más activos militantes de este partido -aunque en esta organización más que la etnicidad es el cardenismo el discurso que cohesiona.

Por su parte, las mismas iglesias han reclutado a diversos indígenas como parte de su organización: catequistas, pastores, maestros o predicadores compiten en un cada vez más complejo “mercado” de feligreses. En Chiapas, la Teología de la liberación ha abierto el camino a lo que se ha dado en llamar Teología india, con sus propios diáconos y catequistas que asumen tareas que correspondían antes sólo a los sacerdotes -como la celebración de la Palabra-. Cargos como el de “tunel” -en zona tzeltal- y el de “koltanum” -zona tojolabal- son ejemplos de ello. En Michoacán algunos sacerdotes, y en especial uno de ellos, están involucrados en la creación y organización del Año nuevo p’urhepecha y de la llamada Nación P’urhepecha.35

Así, diversas variantes del discurso sobre la autenticidad y la pureza, sobre la defensa y rescate de la cultura, se producen en distintos escenarios y para diversas finalidades. Parece que lo étnico no se define de una forma unívoca y que implica, más bien, una fragmentación. ¿Qué es lo que podría explicar esta fragmentación? Aquí se propone que, por un lado, los diversos procesos de construcción actual de lo étnico parecen implicar una variada objetivación de lo indígena, a través de la construcción de símbolos de etnicidad que van desde una fotografía hasta un mito escrito e impreso en alguna variante lingüística regional -donde la escritura de la lengua es una experiencia relativamente nueva para los hablantes-, desde una blusa bordada hasta la imagen de bulto de un santo patrono. A los antiguos medios, signos, de representación, se han agregado otros como la escritura, el discurso histórico, la fotografía, el festival público, la burocracia misma, etc.36 De estos medios se han apropiado “indígenas” dentro del aparato burocrático del Estado, de la iglesia y de las llamadas ONG. Tal parece que la producción actual de la etnicidad está usando los mismos recursos técnicos de la forja de la nación en los dos siglos de historia reciente. En términos de Anderson, el texto impreso -especialmente la novela y el diario-, la historia y la lengua, así como los recorridos por la jerarquía burocrática fueron instrumentos relevantes en la construcción de las comunidades nacionales y, al parecer, continúan siendo importantes en la producción de estas comunidades étnicas.37

En otro sentido la comunidad étnica, que pudo en algunos momentos coincidir con una experiencia regional de clase -como lo hacen suponer algunas descripciones etnográficas referidas a relaciones de explotación y subordinación paralelas a la diferenciación indio-ladino-, se está construyendo ahora más bien como una comunidad transclase, como un discurso de mediación dentro de las burocracias civiles, estatales y religiosas. Es decir, la objetivación de lo étnico se está produciendo como parte de las relaciones y las disputas emergentes, como una forma de crear solidaridad y movilización en las relaciones con y dentro del Estado, las iglesias, los partidos y las organizaciones -donde, por ejemplo, la imagen de indianidad puede ser de riqueza cultural y pobreza económica, o del vehículo del mensaje divino, o de la alternativa contra la “modernidad etnocida” y contra el “neoliberalismo”-; pero también se produce en aquellas relaciones que tienen que ver con las conexiones del mercado y la división del trabajo en el ámbito transregional y transnacional, especialmente las de migración laboral, turismo, y comercialización de productos agropecuarios -donde la indianidad se podría acercar a imágenes del apego a la naturaleza, la tradición premoderna continuada, un nuevo “primitivismo”, o incluso una alternativa a la explotación.

Reflexiones finales

La construcción de lo étnico aparece actualmente como un proceso fragmentado, lo cual corresponde al contexto de negociación y lucha en el que se está produciendo. Por una parte, hay ciertas características sociodemográficas y de relaciones económicas que inciden en la dinámica del imaginario político, de la generación de identidades y grupos.38 Así, el aumento de la densidad de población se ha conjugado con el fin de la frontera agrícola y con las limitadas alternativas económicas -una de las cuales es la misma burocracia gubernamental-. La presión sobre los recursos podría estar relacionada con los conflictos “religiosos” y “partidistas” que se han generado en diversos pueblos de Los Altos de Chiapas; están vinculados, igualmente, a la migración creciente hacia ciudades cercanas -Comitán, San Cristóbal, Tuxtla Gutiérrez, aunque también a varias cabeceras municipales de la zona centro de Chiapas- y hacia lugares donde requieren mano de obra, como la zona turística del estado de Quintana Roo. En la ciudad, los transportistas y comerciantes han crecido en número con esta migración, lo mismo que los cuerpos policiacos y algunos de seguridad privada, como los que vigilan locales comerciales en la plaza de San Cristóbal. El amplio gremio de maestros indígenas se constituye, en parte, en este mismo proceso. Por otro lado, el turismo, mayor industria de servicios en la zona, ha reclutado mano de obra entre esta población y ha empleado, al mismo tiempo, la imagen indígena de Chiapas como parte de su oferta -dirigida principalmente al turismo extranjero-. En Michoacán, durante muchos años la migración a Estados Unidos y hacia la burocracia estatal tal vez haya incidido en una distinta orientación de estas presiones y tensiones, aunque del mismo modo están presentes.

El hecho de que la formación del Estado posrevolucionario haya alcanzado su límite, y sus instituciones se estén reorientado hacia lo que se ha llamado un Estado “neoliberal”, incide igualmente en el proceso de construcción de lo étnico. La incapacidad de las instituciones gubernamentales para cubrir la demanda de bienes y servicios -que durante muchos años sirvió de vínculo entre los gobernantes y diversos grupos- ha abierto un espacio en el que organizaciones civiles, partidos e iglesias -con agentes reclutados entre las clases medias urbanas o entre profesionales- construyen un imaginario de participación política mediante proyectos de seguridad social y desarrollo. En este ámbito se han producido varias posiciones entre dos perspectivas extremas, que se expresaron claramente en las discusiones mantenidas en las mesas de diálogo de San Andrés Larráinzar. Un polo de opinión era el de aquellos que proponían hacer más eficiente al “Estado”, es decir, promover que se ampliara y mejorara la actividad de las instituciones de salud, educación, vivienda y, en general, de bienestar social; el otro, proponía que la “sociedad civil organizada” desplazara al Estado en sus funciones. Las imágenes de lo étnico caminan entre dos extremos: el sector desfavorecido con derechos y la “ciudadanía” emergente (De la Peña, 1994).

Al parecer, ese proceso se encuentra abierto y se produce sobre la base de diversas experiencias, en distintas jerarquías y senderos burocráticos, partidistas y de burocracias no gubernamentales. La fragmentación se da porque la etnicidad ha devenido, cada vez más, en un idioma que permite la comunicación transclase y translocal (Lomnitz Adler, 1995), idioma producido principalmente en algunos espacios de interacción entre grupos de clase en posiciones subordinadas y la burocracia gubernamental: iglesias, partidos, organizaciones, centros de investigación y las llamadas organizaciones no gubernamentales.39 Los medios de representación -lo mismo que el imaginario- son usados ahora desde espacios externos a la burocracia oficial, es decir, desde burocracias no gubernamentales.

En la actual situación, la construcción de lo étnico tendría que ser examinada a partir de su relación con la nueva competencia en el mercado y en la política. Su construcción no es unidireccional ni exclusiva de alguna tendencia política; más bien, lo étnico aparece como una arena de disputa.40 Lo étnico está en disputa como se disputa una representación dominante en el imaginario. Quien logra establecer un control sobre la etnicidad tiene ventajas políticas importantes, aunque deba constreñir sus expectativas políticas a los límites de ese imaginario.

La construcción de la etnicidad en ese contexto implica procesos muy variados que conllevan la recuperación o recreación de símbolos, significados, estructuras simbólicas, para crear un sentido actual de comunidad étnica. Así se pueden encontrar símbolos que se reinventan, significados que se pierden, sentidos y usos nuevos. La objetivación jurídica de lo étnico y su institucionalización no son tareas simples, pues se trata de la formalización no de una configuración de características homogéneas e inmutables, sino del resultado de la fragmentación producto de la lucha política por la representación. El peligro consiste en asignar estatuto de “cultura”, de “uso y costumbre”, a prácticas que corresponden más bien a la institucionalización de las conexiones entre lo local y las jerarquías de autoridad translocales (Escalona, 2004) para con ello evadir la discusión sobre las reformas y los cambios generales en el Estado, deseables y posibles.

Como ya se comentó, la construcción de lo étnico ha pasado por diversas etapas y adquirido por tanto diferentes sentidos, según cómo se encuentre la competencia por la representación. En algunos periodos se dio entre las élites regionales donde se produjo esa noción de etnicidad que competía con una noción dominante de corte racial. Se trataba de un discurso y de una identidad construidos en la negociación de los espacios de poder regionales. En el periodo posrevolucionario el indigenismo se convirtió en ideología de Estado, contraponiéndose a formas de explotación previas como la servidumbre y la enajenación de las tierras, además de la exclusión de servicios como la salud y la educación. Las bases de la diferenciación eran concebidas principalmente como culturales y sociales, y las etnografías parecían indicar un paralelo entre la diferenciación étnica y la diferenciación social. A partir de los años setenta se volvió a producir una transformación en la producción de lo étnico. Incluso en ese momento la etnicidad se convierte en un concepto a discusión en la propia antropología, relacionándolo ahora más con la identidad, y en algunos casos con la identidad militante o política. Esta identidad militante es una expresión “evidente” -legítima- de, como dice Lomnitz, una historia de “silencios” frente a una carencia de espacios públicos de discusión. Los espacios públicos, de comunicación, se han construido más bien a través del ritual polí-tico y de la mediación de los intelectuales locales y el aparato burocrático (Lomnitz, 1998). Con el llamado recorte del Estado y la formación de redes y organizaciones se están abriendo nuevos espacios de comunicación, aunque muchos de ellos se construyen también a través del modelo de la relación ritualizada y los intelectuales mediadores.

¿Por qué la etnicidad ha sido tan eficaz como idioma en estos espacios? A pesar de los cambios en una historia de largo plazo, parece que se reproducen en el imaginario visiones heredadas de la lucha entre las mediaciones poscoloniales y la formación del Estado posrevolucionario; la imaginación pareciera tener en estas herencias sus límites actuales. Así, la etnicidad se asemeja más bien a un producto paralelo del proceso de construcción de la idea de nación -como una inversión de elementos, en algunos discursos-, recurriendo a los mismos medios de representación e imaginación. Por otra parte, una diferenciación indígena-no indígena sigue siendo fundamento en este debate, a pesar de que sus bases han cambiado de un discurso principalmente racial a un discurso cultural y político. Ese principio estructurador ha sido creado y actualizado en el mismo proceso por el cual se ha ido forjando la nación. Por ello la imaginación emergente sobre la etnicidad tiene más que ver con la historia nacional de las representaciones; es expresión de ella más que una explicación de producción del imaginario étnico.

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