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Resumen
Se analiza cómo la prensa contribuyó a definir el carácter de lo público en la sociedad moderna. Tras revelar las relaciones entre política, comunicación y cultura, se propone un modelo analítico para el estudio sociológico de la prensa que parte del pensamiento clásico. Se destacan dos lógicas de acción: la censura, como dispositivo de control y reproducción cultural; el disenso, como voluntad cultural clave en la trama de las narrativas de identidad.
La comunicación ha constituido siempre un proceso social fundamental dentro del ámbito político porque toda actividad política implica una relación comunicativa (Benedicto, 1998:131). Las élites del poder han visto con celo la producción y circulación de informaciones y no han escatimado recursos en su empeño por controlarlas. Esas élites operaban patrimonializando las obras únicas y los medios hasta el eclipse que supuso el invento de la imprenta de tipos móviles por Gutemberg (1455). Aunque hoy se barrunta el adiós a la innovación de Juan Gänsefleisch, no se niega que constituyó un triunfo del hombre y un hito fundamental en la historia de la comunicación humana, de gran importancia en la mudanza de la socie-dad, al abrir enormes posibilidades para estampar las ideas sobre un soporte material que favoreció su vaivén a través de espacios geográficos distantes y su perdurabilidad en el tiempo. En este sentido, posibilitó el periodismo impreso, regular, cultural, de opinión y, luego, diario, como instrumento “peligroso” de propaganda y de expresión del libre pensamiento que sus-citó el resentimiento del poder político y religioso, y su recurso a múltiples dispositivos y disímiles tácticas para someterlo, restringirlo o controlarlo a través, por ejemplo, de las concesiones de reales privilegios, la instauración de la censura regia y religiosa, las licencias de edición, los depósitos previos y hasta el soborno.
Este ensayo sobre el poder pone en perspectiva histórica cómo la prensa contribuyó a definir el carácter de “lo público” en la sociedad moderna. Tras revelar las relaciones entre política, comunicación y cultura, se propone un modelo analítico para el estudio sociológico de la prensa que parte del pensamiento clásico (Durkheim, Weber y Marx). En particular, se destaca la singularidad de dos lógicas de acción, a saber: la de la censura, como dispositivo de control y reproducción cultural; la del disenso, como voluntad cultural clave en la trama de las narrativas de identidad. Finalmente, se subraya que la operación mediática busca dar cuenta de los principios constitutivos de la identidad social a partir, sobre todo, de las características de la oferta y la propia naturaleza del mundo mediático. Ello obliga a hacer otras consideraciones metodológicas sobre los medios y su papel en la constitución discursivo-simbólica de los espacios y de la realidad social.
Modernidad, comunicación y conocimiento
La historia particular de las relaciones entre la prensa periódica y el poder político es una historia llena de sos-pechas, desconfianzas y conflictos más o menos manifiestos. Los gobiernos que vieron en ella una amenaza a su legitimidad, fueron desplazando su capacidad de arbitraje de la censura a otras formas más sutiles o menos visibles como la cooptación política, el incremento de los impuestos sobre el precio del papel o el número de ejemplares vendidos, excepto situaciones de guerra o periodos de agudos conflictos en los que su control absoluto era una cuestión de seguridad. Dicha transición se basó en el desarrollo tecnológico que, aplicado a los procesos de impresión, permitió aumentar las tiradas de los periódicos y el abaratamiento de los ejemplares, así como el dominio de las leyes del mercado en el que-hacer periodístico, el uso de la publicidad comercial y la progresiva mercantilización del periódico. Éste experi-mentó un cambio radical en la medida en que se integró y participó activamente de la dinámica económica, cultural y política de los tiempos modernos.
La modernidad generalmente se presenta como el resultado de los procesos de cambios sociales relaciona-dos con las revoluciones científica, industrial y política. También podría decirse, siguiendo a A.W. Gouldner (1978:247), que otra revolución permitió acompañar a las primeras, prepararlas o interpretarlas al propagar nuevos valores y posibilitar el desplazamiento de los focos de interés en relación con las transformaciones de la es-tructura social y los cambios de mentalidades, a saber: la revolución en las comunicaciones. Además del desarrollo de las comunicaciones en sí mismas a partir de la construcción de canales fluviales, caminos, carreteras y vías férreas, el establecimiento de líneas regulares de transporte de viajeros y mercancías, y el empleo de la energía de vapor en el transporte terrestre y marítimo, la crea-ción de los servicios de correos y, después, los inventos en el envío de noticias a distancia como el telégrafo hasta llegar al teléfono; esta revolución, en curso aún, introdujo una nueva perspectiva para contemplar un mundo que dejaba de ser misterioso y desconocido para parecer más asequible y, por consiguiente, en las pautas de funcionamiento de la comunicación política. Por ejem-plo, la prensa fue el vehículo privilegiado para difundir las ideas de la industriosa clase burguesa en su lucha contra la legitimidad de la monarquía, la alta nobleza y la jerarquía eclesiástica basada en la tradición, la religión y hasta la voluntad divina.
La libertad de imprenta y de expresión se convirtieron en temas de interés en las disputas sociopolíticas sobre los derechos civiles y económicos que, principal-mente, fueron reivindicados por el credo liberal. En 1695, John Locke disertó sobre las pérdidas que la censura suponía para las imprentas inglesas en beneficio de las holandesas, imponiéndole un sentido práctico y mer-cantil a las discusiones que unos años atrás condujeron a la Declaración de Derechos que garantizó la libertad de im-prenta en Inglaterra (1688). Comunicar, opinar e impri-mir fueron parte de los derechos reclamados por el hombre moderno como se constata también en el artículo onceno de la declaración revolucionaria francesa de los derechos del hombre y el ciudadano (1789). La episteme mediática moderna, en particular la prensa, nació con la impronta ideológica de la transparencia o visibilidad comunicación al como fuente de información e interpretación del mapa político en contraste con la sociedad tradicional.
En su clásico ensayo, seminal para el liberalismo, Sobre la libertad, J. Stuart Mill planteó la relación entre poder y opinión al revelar la necesidad de la comunica-ción política entre gobernados y gobernantes. El discur-so sobre el poder político al calor de las conmociones que alumbraban al mundo moderno, pretendió colocar el debate sobre los asuntos del estado en manos de los hombres gobernados, es decir, dejaba de ser patrimo-nio de unos cuantos en las Cortes para ponerse al alcance de un nuevo tipo de personas -ciudadanos- con capacidad de razonar e interés por seguir los asun-tos de gobierno que fueron, en lo sucesivo cada vez más, asuntos de interés público. A ello también contribuyeron los ilustrados cuyo supuesto doctrinal reza que la verdad no proviene de la autoridad, sino que surge de la libre discusión entre seres racionales, de la concurrencia libre y plural de opiniones a un mercado de ideas donde se valoraban y precisaba su pertinen-cia. De tal manera se desarrolló la noción de sujeto liberal autorreflexivo, racionalista y maximizador de la utilidad de los resultados (Soldevilla, 1995:67) y, al mis-mo tiempo, se comenzó a hablar de un ámbito de central importancia para configurar la dinámica de las sociedades modernas, la esfera pública.
El nuevo y autónomo foro de la “sociedad civilizada” se definió como disperso puesto que compren-dió las conversaciones, las discusiones en los salones de las familias, las tertulias en los cafés o mercados, los intercambios de correspondencia o los debates por la lectura colectiva de periódicos en los establecimientos suscritos o los formados en torno a las bibliotecas circulantes. Tal basta red de pequeños y grandes espacios se articuló, fundamentalmente, a través de la prensa como vehículo ágil y permanente para hacer circular información por la sociedad civil, y entre ésta y el Estado. Dice Wright Mills:
Al convertirse la política en la forma ideológica do-minante de la vida moderna, la lucha por ampliar los derechos a grupos cada vez más amplios de la sociedad posibilitó el desarrollo de lo público hasta entonces reducido a un espacio masculino y burgués (Habermas, 1981). El interés por la política, la instrucción y la cosa pública, a través del interés por la información que la prensa brindaba sobre sus cursos, hizo posible la comunicación política. Empero, el ámbito de “notoriedad pública”, como lo define Habermas siguiendo a Marx, respondió a los intereses de la emergente clase burguesa y no tuvo por sujeto al conjunto de los ciudadanos sino a una parte de éstos, es decir, al público burgués e ilustrado, y representó los intereses de su clase aunque pretendió representar -o imponer su representación del mundo- a todo el resto de grupos o clases sociales de la sociedad. De hecho se trató de la hechura de la socie-dad según unos particulares intereses que para llevar adelante proyectos económicos necesitaron modificar las demás relaciones sociales y, en tal sentido, difundir nuevas imágenes del mundo que aseguraran consensos y coacciones sociales para combatir las ideas y prácticas tanto de las clases conservadoras como, más tarde, de las clases subalternas surgidas del propio impulso modernizador. Todas las relaciones de comunicación devienen como relaciones de poder y dominación histórica y culturalmente construidas, social y simbólicamente constituidas. El movimiento histórico implica complejos y conflictivos procesos culturales, es decir, pluralidad o secuencias variables de cambios que devienen en un sistema dado, interrelacionados causalmente, determinan rasgos dominantes y subalternos y conectan la dimensión simbólica de la realidad social con los cambios de la estructura social.
Cuestionado ese sistema de representación de la sociedad como totalidad hasta entonces eficaz que fue la religión, las nuevas pautas de interpretación de su creciente y cambiante complejidad se encontraron en las ideologías, la lucha de ideas por proponer esquemas conceptuales, teorías, perspectivas y cosmovisiones del mundo. Éstas como nuevos sistemas que hacían perceptibles y comprensibles la opacidad de lo social, en-contraron en la prensa el vehículo cotidiano, renovador, polémico, vivaz, módico y maleable para configurar el terreno de la política, imponer los componentes de esa representación y reactualizar las convenciones culturales que producen efectos de verdad. La prensa se convirtió en un elemento capital del nuevo orden burgués, cum-plió una importante labor en la emergencia de la socie-dad civil, la conformación de opinión o de significados públicamente compartidos, los procesos de acceso y custodia del poder y la legitimación del mismo. La relación entre el ámbito periodístico y el ámbito de la política es mejor comprendida si partimos de cómo las revoluciones inglesa, americana y francesa:
La prensa, como producto de tráfico de informa-ciones limitado a un público culto pero de consumo extendido, al tiempo que erosionó las representaciones simbólicas del antiguo régimen y cuestionó su hegemonía cultural, contribuyó a definir el programa político de la burguesía liberal, transformó la manera de compren-der la realidad política del “público” en opinión publicada -comunicada- y formó progresivamente la “opinión pública”. La prensa constituyó la acción política. Fue eficaz al promover la construcción de informa-ciones avaladas por propuestas culturales para imaginar el mundo posible e inducir los sentidos de los universos de referencias de la movilización social.
Como señala Gouldner, la universalización de la lu-cha contra el antiguo régimen partió de las alianzas entre los sectores propietarios y cultos de la clase media, la burguesía y los intelectuales en pugna por el acceso a los medios de informar y con resistencias a la represión lingüística, es decir, a la censura y las limitaciones impuestas por las instituciones que controlaban o prote-gían el derecho a publicar y a hablar. Ya el propio Rousseau apuntaba que el tema de la opinión pública estaba unido al de la voluntad general y se constituía en tanto un ámbito moral de la sociedad, que a través de la censura purifica las costumbres, en cuanto la voluntad de la sociedad se formulaba con la elaboración de leyes a través del legislador; es decir, como instancia legitimante del poder político y referente de la acción de gobernar. También liberales como Tocqueville y Stuart Mill, al tan-to de las escisiones de la opinión pública, hablaban de cómo suponía un “yugo” y una coacción moral ejercida por la opinión dominante. La opinión pública es enten-dida como un efecto de la comunicación colectiva cuyo origen e identidad se encuentra en las élites, los líderes o minorías dominantes o, en un sentido un poco más amplio, como una forma de pensamiento colectivo y cotidiano, expresado públicamente y determinado por diferentes factores de la sociedad. La opinión pública como fenómeno social considerado desde la sociolo-gía del conocimiento, es, además de una forma de pen-samiento, una forma de acción colectiva (conflictiva) que se desarrolla en el acontecer diario, y en cuyo tras-fondo se vislumbran determinaciones ideológicas de grupos o élites culturales que controlan los medios de comunicación y el peso de la historia como marco de referencia. La crítica marxista a la clásica idea liberal insiste en desreificarla como una expresión de la socie-dad civil a partir del reconocimiento de la existencia de tantas opiniones como clases y grupos existan en la sociedad. En este sentido, se enfatiza en la opinión del público o los públicos que se presentan, en correspondencia con sujetos particulares que pueden ser mino-rías intelectuales, políticas o económicas, como centra-les en el proceso transformativo de la información (Monzón, 1987:56-57, 136).
Habermas distingue más explícitamente dos ámbitos de comunicación política relevantes: uno, conformado por el sistema de opiniones informales, personales, no públicas y, otro, de las opiniones formales, institucionalmente autorizadas y restringidas a la circulación entre instituciones tangibles de diversa índole que aun cuando pretenden ser de amplio dominio público no obedecen a la discusión pública como reza el propio modelo liberal (1981:269). Con la ruptura de esa “correspondencia recíproca” y a pesar de su ensanchamiento progresivo, el espacio público resultó cada vez más desnaturalizado hasta quedar, en las sociedades actuales, reducido a un diálogo entre los representantes de los actores de la vida política -instituciones estatales, corporaciones, partidos y grupos de poder o interés-, puesto en marcha por los profesionales de la comunicación. Wright Mills diría: “La idea de comunidad de públicos no es la descripción de un hecho, sino la afirmación de un ideal, de una justificación disfrazada -como suele hacerse hoy con las legitimaciones- de hecho” (1978:279).
La prensa ha sido el correlato mediático de la modernidad: en sus primeras fases, hegemónico y, en las últimas, coprotagonista. Por sus funciones y usos múltiples ha estado comprometida con la (re)producción de evidencias de la realidad social, y propiciado la homogeneidad de la sociedad nacional, la inter y transnacionalidad de conocimientos y formas de entender el mundo, de los afanes hegemónicos de clases y gobiernos. La prensa da cuenta, en su carácter testimoniante, de cómo los gobernantes hacen uso del poder. Cuando responde a intereses sociales respecto a sus acciones o inacciones, cumple la función de legitimarlo o denunciarlo. Precisamente por su capacidad de vigilar y someter a crítica el funcionamiento de los poderes del Estado -ejecutivo, legislativo y judicial-, con la transmisión del aviso políticamente relevante y su participación decisiva para construir e interpretar la realidad política, se habló de ella como el “cuarto poder”.
Tal presupuesto ha sido un punto de anclaje de la ideología de muchos profesionales del periodismo.
En particular, la prensa alcanzó su siglo de oro en el ochocientos porque estuvo fuertemente imbricada en el advenimiento y emergencia de la sociedad moderna capitalista, de nuevos actores sociales y sus experiencias políticas. La prensa experimentó una tendencia a la concentración capitalista consistente en una amplia difusión y una sólida base económica. Como consecuencia, los periódicos de reducida tirada, factura artesanal y administración familiar, fueron condenados a la ruina puesto que el desarrollo de la técnica, ya desde el propio siglo XIX, encareció las inversiones y los costes, y obligó a la empresa periodística a adoptar un carácter marcadamente mercantil con el recurso, por ejemplo, de la publicidad para la creación ampliada de necesidades y la fundación de identidades sociales. Al convertir la información en mercancía, se definió el tránsito de la prensa de opinión a la prensa de noticias, de anuncios y del periodismo de escritores. La prensase sometió a una nueva censura regida por las leyes del mercado, la lógica de los negocios, el consumismo y la libre empresa; y, traicionó su espíritu originariamente crítico y favorecedor de la comunicación política en los espacios públicos (Roca, 1999:89-134). La prensa ha sido un agente activo para configurar la realidad social a través del trabajo y del simbolismo intrínseco a toda acción comunicativa, y con informaciones que representan actos y pensamientos que alcanzan consecuencias queridas o no.
La prensa periódica se configuró históricamente como un producto cultural cuya función más significativa ha sido, tal vez, servir de vehículo de intercambio entre los grupos, las instituciones y los órganos del Estado que constituyen una sociedad. La opinión de diferentes grupos sociales y, sobre todo, de las fracciones políticas en lucha, encontraba en la prensa el mejor medio para expresarse y actualizarse. Ésta funcionaba, en general, como catalizadora de las opiniones sociales, mediadora en las controversias políticas, religiosas o económicas y articuladora de distintos ámbitos o espacios públicos donde se recepcionaban y resolvían las mismas; en este sentido, como expresión pública que es, siempre emplaza en -y con- cada tema de opinión al poder correspondiente que presumiblemente tiene la clave del conflicto y, en mu-chas ocasiones, directamente al poder político.
La prensa contribuyó a formar un público que ne-cesitaba socializarse con los nuevos conocimientos para orientarse en un mundo cada vez más dinámico, sentirse vinculado a su sociedad, perteneciente al territorio que habitaba y validados sus esfuerzos en la temporalidad que se imponía. Ofreció respuestas a los problemas so-ciales de la representación, de dar sentido y de vincular a distintos actores sociales inmersos en procesos comunicativos. Y todo ello, con la imposición de un sistema de significados seculares donde se incorpora la forma de percibir fragmentada, continua y cambiante que ofrece la información periodística, sobre un disgre-gado universo simbólico tradicional basado en la oralidad, la centralidad de la familia y de la religión como sistemas valorativos totales e integradores de la sociedad, lo que se expresó, concretamente, en los cambios de mentalidades, en la cultura moderna y en los principios constitutivos de la identidad del ser social. En este sentido, la prensa más que un fuerte mecanismo socializador de referentes simbólicos de la acción colectiva, fue un agente en la formación de la “conciencia calendárica” de un público con afán de evidencias ficcionadas y convenciones culturales compartidas simultánea y anónimamente (Anderson, 1993:60-61). Por ello su análisis sociológico tratará de explicitar cómo intervino y ayudó a definir las formas de pensar, imaginar y dar sentido al mundo que median en -y están mediadas por- condiciones his-tórico-sociales concretas de (re)producción, por la red de relaciones de clases, grupos o instituciones, cuyo or-denamiento jerárquico se expresa desigualmente según unas relaciones asimétricas de poder y sentido.
Prensa y poder: un objeto de estudio
Constituir un programa de investigación sociológico a partir de naturaleza ambigua y perpleja del objeto pren-sa, no debe limitarse a advertir que las relaciones de co-municación funcionan simultáneamente como relacio-nes de poder y dominación social y simbólica.1 Obvia-mente, la naturaleza y el carácter de esas relaciones es diversa en el tiempo histórico por lo que se debe considerar en cada momento hasta qué punto se desarrollan las luchas y conflictos en -y a través de- la prensa y en qué medida estas contiendas dependen de, expresan o condicionan los conflictos situados en el espacio social en general.
Por una parte, se argumenta cómo la comunica-ción es un fenómeno social, incorporado en lenguajes orales, escritos, impresos o virtuales que devienen rela-ciones sociales significativas, realidades relativamente autónomas e independientes de los individuos. Si se comparte la visión durkheimiana del hecho social como realidad objetiva (Durkheim, 1988:354-355), la prensa es entendida como cristalización de situaciones pasa-das, lo dado, soporte material que externaliza la vida social y, por tanto, que informa sobre el actor o la situación mientras actúa como un control estructural de la acción, dándole sentido.
Sobre la base de la brecha entre la prensa como ideal crítico y realidad mercantil e ideologizada, Weber concibió una sociología de la prensa dirigida, primero, a los grandes problemas del presente, como el estudio de los efectos patógenos de la modernidad mediática en la conformación de la personalidad del potencial público lector; dicho de otro modo, a comprender las cualida-des de la subjetividad del hombre moderno y de la opinión pública como un componente de las características objetivas de la cultura moderna.2 Por tanto, Weber aportó al programa de estudio de la prensa un interés por su impacto sobre la “reglamentación de la vida”, la “conformación de la personalidad” y el “estilo de vida” de la opinión pública para integrar y adaptar al individuo a la sociedad moderna a través de los medios de sugestión. La prensa es, entonces, “sustento base y negativo” de la comunicación política de lo que existe una vez captado y recreado simbólicamente con acciones ejecutadas dentro de un acervo simbólico-cultural y puede medirse su significación por el número de tirada o el interés por controlarla. Como soporte material del proceso de racionalización de la cultura, permite conocer cualquier sociedad aunque se cometan errores por el desvanecimiento del sentido subjetivo de la acción y la propia vida que animaba a esos objetos.3
La prensa puede ser considerada epifenómeno resultante de procesos que se transforman por su propio empuje y ritmo, es decir, como expresión de cambios profundos en la sociedad; pero, también, la prensa, como dato complejo, resulta de un trabajo cultural que contribuye al devenir social al trasmitir, difundir y modificar su curso, fines o velocidad. Siguiendo a Marx, se encuentra inscrita en un conjunto de relaciones sociales cuyas estructuras expresa y refuerza en la medida en que responde a unos intereses de clase y de poder dados que la asumen como un instrumento para autoperpetuarse y enmascarar la verdadera naturaleza de esas relaciones. La prensa (re)presenta imágenes de una realidad cuya perspectiva debe ser restituida a partir de recuperar la posición original que guarda ésta, como producto del conocimiento, con el conjunto de unas relaciones sociales concretas, un contexto de sentido y los fenómenos sociohistóricos de la vida real. Interesa restaurar cómo los efectos de sentido de los “textos” en lasformas de organizar mentalmente el espacio y el tiempo y las orientaciones de valor que regulan la producción cultural y los dispositivos de la escritura y de coartar, procuran asegu-rar que determinadas ideas sean las dominantes en una época y, además, fijar su reparto y consumo según las competencias de cada contexto (Marx, 1974:50-51).
Se concibe a la prensa -o los medios- como un objeto de estudio de relevancia sociológica en cuanto hecho, acción y relación social constituido y constituyen-te de la realidad histórica (Lamo de Espinosa, 1990:62). Por eso, este modelo analítico propone ver a la prensa como síntesis descriptiva, expresiva y dialéctica del fe-nómeno comunicacional in media res, como media-dora en las relaciones causales de la praxis social. La prensa es resultado y resultante de entramados de relaciones sociales y, en este sentido, un epifenómeno típico que analíticamente puede ser entendido como:
un soporte material que sustenta como realidad objetiva las relaciones -en otras palabras, un producto-, un medio para la interacción de múltiples actores y agencias sociales -microsistema de escritores, impresores, censores, público, distribuidores, vendedores, partidos y agentes policiales- y c) un vehículo simbólicamente cargado que (co)produce códigos, símbolos y narrativas de identidad que controlan -limitan o potencian- la capacidad de comprender y pensar en la medida en que el lenguaje forma parte de las situaciones definidas -más o menos reales- que fijan pautas comunicativas y de pensamiento.
La prensa (re)construye las representaciones e imá-genes sociales del pasado, el presente y el futuro y, en este rol, define con una fuerza paradigmática códigos para percebir e interpretar lo real. Según Niklas Luhmann (1996a: 217-232; 1996b:13-54), la comunicación tiene la función específica de construcción de la realidad ya que a través de ella operan los sistemas sociales coadyuvando a inventar, racionalizar y legitimar el conocimiento social. Los textos periodísticos están constituidos por códigos, narrativas de identidad y símbolos que tejen tupidas redes de significación con plena autonomía simbólica independientemente del estatus social de los sujetos, así como por valores, normas e ideologías que enmarcan sus prácticas a partir del papel asumido en correspon-dencia con el dominio y el ordenamiento social.4
En este sentido, se trata el complejo asunto del pro-ceso ideológico que redimensiona la pluralidad cultural de las sociedades y muestra, también, la autonomía de los fenómenos culturales, vinculándolos con los entramados de significación que dan sentido a la historia y al encantamiento simbólico del mundo. Todos los sen-tidos de pertenencia al agregado social se basan en creen-cias o formas simbólicas que resultan de complejos procesos comunicativos -cognitivos, evaluativos y emotivos (Tajfel, 1984:264)- y de intrincados proce-sos de (re)producción de repertorios materiales y simbólicos que sustentan y median entre lo que es posible hacer y lo que los actores desean hacer -el problema del estilo.5
Si se analiza cualquier epifenómeno mediático con-creto como narrativa de identidad de su tiempo, se puede considerar inserto en el modulado de los vínculos sociales, a partir de unas dimensiones discernibles analíticamente, como: relaciones de sentido -universo simbólico-, relaciones de fuerza o poder -urdimbre social- y relaciones estructurales -universo material-. Así se consideran tres niveles de análisis del discurso mediático: la génesis (la sociedad), la función (la utilidad o sentido social) y el contenido (la significación) (Lamo de Espinosa, 1990:71). La virtud metodológica de estas dimensiones y niveles estaría a prueba de desarrollar las mediaciones entre poder y cultura, política y comunica-ción, cultura, medios y sociedad, así como del sentido del tiempo y de la naturaleza tanto recursiva como discursiva de la cultura.
La lógica de las relaciones entre cultura y comunicación, como semiosis sociocultural y proceso histórico, se puede exponer con los conceptos cultura oral, cultura escrita, cultura impresa, la cultura eléctrica y cultura electrónica. Estos tipos circunscritos de cultura, operan como proyecciones y regresiones, continuidades y contradicciones, que representan los momentos del desarrollo de la comunicación humana en comunicación sociocultural en la medida en que coexisten con negaciones que tienden a reafirmar el coprotagonismo con el devenir del tiempo. En este sentido, los procesos de cambio cultural amantan los niveles de facticidad y simbolismo de las invenciones instrumentales del conocimiento -lengua, escritura, imprenta, radio/televisión, ordenador- a través de las cuales se cohesiona la experiencia social, se reconstruyen las narrativas del presente estilístico, la estética de los tiempos, las formulaciones prescriptivas, se establecen las defini-ciones del pasado y sueñan tiempos futuros.
Como se resume en el Cuadro 1, el modo de constitución y cambio del conjunto de las producciones discursivas puede considerarse dentro del escenario y el movimiento de la realidad humana según la episteme mediática -y el medio hegemónico que es su correlato-, a saber: la oralidad -mito-, el manuscrito -epístola6-, el impreso -periódico-, la electricidad -cine, radio, televisión- y la electrónica -Internet-. Ello ha supuesto que las distintas formas dominantes del lenguaje -alegórico, semiótico, mecánico, físico-cinético y de códigos binarios- se repre-sentaran sobre diferentes soportes materiales -pensamiento o memoria, tablas, papiros, pergaminos, papel, energético, cibernético e informático- contribuyen-do a forjar conocimientos de filiación a una época -mítico, teológico, humanístico, científico y tecnológico- y las imágenes mentales del recuerdo y del mundo coherentes con los “programas culturales” más amplios en que se enmarcan y participan.
Cuadro 1 Cultura y Comunicación Mediática Cultura circunscrita Episteme mediática Invención Soporte Medio Lenguaje Conocimiento Imagen Programa Cultura Oral Oralidad lengua Pensamiento o memoria palabra hablada alegórico mítico acústica aclaración u orientación Cultura escrita Manuscrito escritura analítica Tablas, papiro, pergamino, papel epístola semiótico teológico holográfica actualización Cultura impresa Impreso imprenta(tipos móviles) papel periódico mecánico humanístico plana ilustración Cultura eléctrica Electricidad Ondas hertzianas energético cine, radio, TV Físico cinético científico animada sintonización Cultura electrónica Electrónica ordenador cibernético informático internet Códigos binarios tecnológico digital virtual Sincronización (espectáculo) Fuente: Elaboración propia a partir de Steimberg y Traversa (1997), Garitaonandia (1986).
La naturaleza particular de los medios se ha definido con mayor notoriedad a partir de los acelerados procesos de mecanización y modernización tecnológica del espacio acústico, los sentidos y la percepción audiovisual. Con el desarrollo histórico de la comuni-cación sociocultural puede constatarse la impronta de las invenciones en el apremio del tiempo histórico, por ejemplo: la cultura oral y escrita predominó por alrededor de cinco milenios, la cultura impresa por cinco siglos, la eléctrica por un siglo y la cultura electrónica por medio siglo.
No obstante, en la trama de desempeños culturales correlativa a cada operación mediática se fueron sobreponiendo las innovaciones tecnológicas, mientras que los medios que le precedieron fueron conviviendo con menor o residual prioridad informativa, pero activos en la medida en que se transformó la estructura de sus contenidos, reconvirtió sus lógicas de produc-ción -por ejemplo, la densidad empresarial- y cam-bió las propias políticas de comunicación en todos sus niveles. Por esa razón, Steimberg y Traversa (1997), a quienes he seguido en esta discusión, reconocen entre ellas conflictos, un conjunto de tensiones estilísticas a partir de la puesta al día de los mismos de acuerdo con los cambios tecnológicos, con las luchas por la hegemonía del campo mediático y con los propios productos considerados como constructos sociales de sentido de la existencia y de la legitimación de la realidad en cuanto espesor discursivo de un proceso cualquiera. Las tensiones estilísticas se producen por la presencia de distintos registros discursivos, maneras de hacer o momentos del mito, el arte, la ciencia, en las producciones a partir de búsquedas en los campos de producción cultural, fundamentalmente artísticos, de nuevos recursos expresivos, referentes simbólicos o de maneras de hacer como, por ejemplo, las búsquedas pictóricas en la gráfica durante la segunda mitad del siglo XIX o la presencia de la prensa, la radio y la televisión en internet.7
En particular, el desarrollo de la cultura impresa estuvo ligado a las continuas innovaciones técnicas en el campo de la composición e impresión8 y en las vías para transmitir y difundir noticias a partir de las mejo-ras del transporte -ferrocarril y red viaria- y los cambios en el sistema postal. Otros pasos de trascendental importancia en la historia de las telecomunicaciones se darían hacia finales de siglo diecinueve con el descubrimiento del telégrafo eléctrico (Morse, 1832), el teléfono (G. Bell, 1876) y la radio (Marconi, 1890-1899). Todos ellos radicalizaron el imperativo de trasmitir noticias con mayor rapidez y seguridad, y tuvieron que ver con el establecimiento y vitalidad de las agencias de prensa internacionales: Agencia Havas (Francia, 1832), Associated Press (Estados Unidos, 1848) y Oficina de Correspondencia Telegráfica (Alemania, 1849) (Garitaonandia, 1986:37-38). Así, la prensa escrita contribuyó, como medio de comunicación, a difundir noticias al sustituir a los serenos, los toques de arrebato y los recaderos, al tiempo que, como lenguaje socializado, definía los contenidos, valores y funciones de la realidad social. Sin embargo, la revolución en las telecomunicaciones advirtió el fin de la hegemonía del medio impreso que recibió prueba contundente de ello con el cinematógrafo de los hermanos Lumiere (1895) y la radiotelegrafía (1895-1896). Esto se constató en el siglo XX con la industrialización de la prensa y, fundamentalmente, con la informatización de los medios en correspondencia con la mayor complejidad de la sociedad.
Como hemos visto, la prensa fue el vehículo fundamental de la Ilustración, de la construcción del pensamiento, del sentimiento nacional/patriótico y un signo de lo moderno. La inteligibilidad de la prensa define modelos de relación que apuntan a la recursividad que supone la cultura impresa en tanto unidad de referencia, sobre todo, si se trata de organizar el pensamiento en torno a las coordenadas fundamentales de territorio e historia que se encuentran en el centro mismo de la construcción del tropos nación. Por su parte, las más actuales epistemes de la televisión e internet se corresponden con el devenir del capitalismo transnacionalizado. Sobre todo, la cultura electrónica, dado el impacto de los medios de soporte informático, genera modelos de relación que apuntan, en general, a la inestabilidad propia de un tiempo veloz y de cambio epocal hacia la sincronización del capitalismo y el establecimiento de un sistema cultural mundial hegemonizado por las transnacionales, de una época extremada en su estética, en sus formas y, también, en sus dramas.
En la prensa el tránsito alcanzó su concreción en las modificaciones del estilo, la tipografía y los contenidos. Se constató, como hemos apuntado, un cambio de la prensa de opinión a la prensa de información, de un lenguaje retórico lleno de prosopopeyas a otro más incisivo, lacónico, urgente y sensacional, los contenidos menos doctrinarios y más informativos, la impresión menos tipográfica y más iconográfica. La empresa periodística quedó definitivamente sujeta a las leyes del mercado mientras que la información, a su realidad como acontecimiento, noticia y, en resumen, mercancía de la que servilmente se alimenta. Hacia 1890 ya existía en los periódicos un espacio para servicio telegráfico como indicio del cambio hacia la noticia (información) en detrimento de los artículos de opinión, comentarios, sueltos y colaboraciones literarias del periódico del XIX con marcado carácter anecdótico, concreto e individual. Si bien en ese siglo el periódico tenía una estructura lineal o unidimensional, ésta fue transitando hacia una estructura bidimensional o superficial a partir de la ruptura con la estructura de la columna, hasta sumergirse en el asidero digital a fines del siglo XX. Todo ello ha estado asociado a los cambios tecnológicos en materia de telecomunicaciones, puesto que las innovaciones han sido utilizadas extensa e intensamente por la prensa para conquistar la prioridad informativa. Esta máxima constituyó un parámetro tradicional que aceleró la competitividad en-tre los medios de comunicación escrita. Por ello la prensa fue la primera en instrumentalizar las innovaciones técnicas en materia de telecomunicaciones a pesar de las tensiones estilísticas que estos cambios implicaban.
Ahora bien, dicho tránsito tuvo además de aspec-tos económicos y tecnológicos, otros de carácter jurídico, político, ideológico y, en general, sociales relati-vos, por ejemplo, el nivel educativo del público, la profesionalización de los informadores y el declive de los políticos como periodistas, el reemplazo de los con-tenidos e intereses informativos reducidos a los realiza-dores del medio y a su ámbito de proximidad geográfica -local/regional- por aspectos y valores cosmopolitas relacionados con viajes, idiomas, estudios, moda, expresiones lingüísticas -como los anglicismos-, el progreso y la política. Sutil y contradictoriamente, la mensajería directa de un sistema muy lento de trasmisiones de novedades se modernizó con la aceleración del tiempo, la velocidad, la electricidad, la electrónica y todas las manifestaciones concretas. Los productos impresos capitalizaron tanto el tiempo de distraerse como el tiempo de actividad política y la reflexividad militante ya que, de hecho, la temática política fue la que más vendió en los siglos XIX y XX en correspondencia con su emergencia y preponderancia.9
De la compleja relación entre la prensa y el poder que es la que interesa aquí, permítaseme destacar dos lógicas de acción que hablan de aperturas y cierres en las mediaciones, las interdependencias y determinaciones mutuas entre los campos de producción cultural, los hacedores de cultura y las experiencias cotidianas; y que contribuyen a proporcionar un sentido cultural a la hi-toria a partir del rescate de la comunicabilidad como cualidad esencial de los procesos sociohistóricos, y del carácter poiético, no mimético, de los actores individua-les y colectivos en un espacio social común. Primero, a la censura como dispositivo cultural específico para controlar la comunicación y reprimir lo social. Luego, su antítesis, la voluntad de resistencia, de disenso, que puede llegar a manifestar la emergencia de una conciencia crítica, de identidades individuales y colectivas impuestas a partir de un discurso racionalizador y vertical o sedi-mentadas por la comunicación desabsolutizadora y horizontal, la creatividad cultural para imaginar una realidad alternativa a pesar de las imposiciones del poder otro.
Dispositivos de control: la censura
Los mecanismos dispuestos por el poder político para tratar de regular y coartar el pensamiento son siempre diversos y complementarios porque pretenden eficacia para definir la realidad, su incuestionabilidad y su perdurabilidad en el tiempo. Esos mecanismos de las políticas de comunicación, y la censura en particular, revelan la lógica misma de unas relaciones de poder dadas, los temores, la vulnerabilidad y los límites de la tolerancia que son los límites de la propia seguridad de cualquier estado. El discurso del poder busca el ordena-miento de la sociedad, su disciplinamiento con la imposición de un arbitrio cultural, y para ello se vale del control, la vigilancia y la violencia de la fuerza bruta o simbólica.
Uno de los rasgos de la censura es la universalidad, es decir, su relevancia para delimitar unidades significativas en todas las culturas donde el saber se perfiló como poder. Ahora bien, su historicidad como problema relevante sociológicamente hablando, está dada por la profundidad y la extensión con que se impongan las prohibiciones y los grados de represión que su instrumentación social ejerza en los distintos contextos culturales. El ejercicio mismo de la censura es una respuesta política-mente autorizada y más o menos consensuada socialmente -no por eso deja de ser contraproducente- a las preguntas cotidianas sobre qué se puede decir, qué se debe callar, qué (no) se hace público, dónde y cuándo. Mas, si en un plano analítico se pregunta por qué ha de callarse, dejar de hablarse o publicarse algo según acuerdos tácitos o expresos de un poder arbitrario, se trasluce la naturaleza conflictiva de las relaciones de poder y las propias retóricas -¿acaso falaces?- del reino ideológico que las caracterizan o justifican. La institucionalización de la censura como aduana de ideas o laberinto de silencios, revela más que el vigor y el ejercicio efectivo del monopolio de la violencia legítima, las inconsistencias del equilibrio o la integridad de la “comunidad” que se presentan, en el fondo, al trastocarse la ubicuidad del poder en prácticas contingentes preventivas o punitivas (Ibáñez, 1990:116). El mecanismo o dispositivo de la censura constituye una necesidad en tanto legitimador de un régimen y asegurador con su funcionamiento de los intereses de la cultura dominante y la reproducción de la estructura de relaciones de fuerza.
El acceso a los capitales socialmente reconocidos está regulado por reglas y normas que expresan el valor que se les confiere y depende de los recursos de los que dispongan los actores. Los discursos sociales suponen orientaciones de valor, o sea, proposiciones ideológicas que contribuyen a sustentar las estructuras fundamenta-les de un grupo o poder con el establecimiento de es-quemas de percepción de las cosas según tipologías de pecados o delitos, un orden jerárquico de ideas, actitu-des, prácticas, objetos o clases que se consideran significativos por dignos o indignos, justos o injustos, buenos o malos, legítimos o ilegítimos, apropiados o incorrectos a través, en fin, del ejercicio de censuras sociales.10 Con ellas se constata la variable peligrosidad de lecturas diferenciadas en relación con sus fines como ejercicio espiritual -entretenimiento ocioso- o como acto puramente instrumental -o de utilidad práctica.
La legalidad es un campo aparentemente sustentado por la ley cuya gramática condicional se refiere a los derechos concebidos según la racionalidad política de un gobierno, que traza trayectorias y fija normas para los que están sujetos a él, mientras que su misma autoridad se mantiene impredecible y no sigue ninguna tra-yectoria. La censura como razón de Estado es legítima pero siempre es más o menos simulada porque el conjunto de cualidades “positivas” para establecer la validez o falseamiento de los productos culturales pasa a un campo de decisión o ámbito de la contingencia donde, como especie de accidentes, se discriminan los actores interrelacionados -censores, intelectuales, creadores, promotores, comerciantes-, mientras que el político toma distancia de la concreción referencial y despersonalizada de su voluntad de dominación.
La censura es un instrumento de política cultural que contribuye a la construcción de la realidad porque no sólo hace presente al poder cuando aplica sus patrones de aceptabilidad o verosimilitud, para acorralar el caos y la informalidad, y marginar toda valoración ética del monopolio estatal de la coacción física sino, porque los propios actores envestidos de cierta autosuficiencia como censores -y autores- proponen temas, insinúan o inventan lo censurable con suspicacias y lecturas tendenciosas para (re)presentar su trabajo como eficaz y justificar su propia condición de posibilidad: el texto preñado de ruidosas máculas. La realidad, como la verdad, no sólo se descubre, sino que se construye; ambas, son pro-ductos de complicadas prácticas discursivas gobernadas por convenciones que definen condiciones históricas y sociales para la producción de pensamiento. No se olvide que el mundo social depende de prácticas socia-les donde está en juego la capacidad de percepción y de las competencias lingüísticas de los actores sociales para imaginarlo y enunciarlo. La facticidad de las aseveracio-nes depende, siguiendo a Foucault, de las reglas bajo las cuales son formadas y transformadas. Los discursos son sometidos a mecanismos o requisitos de control y deli-mitación extralingüísticos mucho más sutiles, complejos e inconscientes -la censura abierta sería unos de ellos- pero, en consecuencia, los dotan de una existencia posi-tiva o irreductible que es una abstracción neutralizada o catalogada de la realidad como representación y que satisface el requisito de su comunicabilidad.11 La producción de artefactos, bienes o jeroglíficos comunicativos es un proceso de continuas mediaciones recíprocas en-tre el sistema social y el sistema comunicativo hasta que, como reza en la formula de la censura eclesiástica para autorizarlos, nihil obstat o imprimi potest.
Si la prensa cumple el encargo de crear la agenda de discusión social, selecciona entre muchos temas unos, entonces silencia o evita otros, determina la importan-cia, el orden o la jerarquía de prioridades.12 Un estudio de la censura de prensa ha de mostrar el interés de ciertos grupos sociales por agotar informativamente la realidad social con estereotipos, estigmas y conceptos que proponen una racionalización de la misma (Freud), una economía perceptiva y comunicativa que reposa en determinaciones ideológicas (Marx) y una economía de las instituciones que intervienen en las prácticas lingüísticas (Bourdieu).
Con el desplazamiento metodológico del plano de análisis a esas interacciones se evidencian tres contra sentidos funcionales de la censura, de tal modo que: a) los actores tienen autonomía relativa, censores y crea-dores dependen mutuamente y establecen unas rela-ciones basadas en el acoso y la sospecha tensada entre lo latente y lo manifiesto;13b) los censores y el sistema de acoso que los apoya -espías, delatores, policía y, en conflictiva medida, el poder judicial- ejercen una coacción rígida o flexible al implementar la política del gobierno como meros funcionarios o burócratas, nunca como políticos y, por tanto, actúan con la inse-guridad, el miedo y el temor de faltar al deber consignado: ven fantasmas donde hay y donde no los hay, los inventan;14 y c) la práctica impone límites que el pensamiento no conoce, es decir, que cotidianamente en la vida social reproducimos con nuestros actos de-terminaciones inconscientes o enmascaradas por la opacidad de lo social. En este último sentido, la autocensura es la internalización de aquellos esquemas o representaciones del mundo prevalecientes como “verdaderos” e “incuestionables” en una colectividad, conforme a los cuales actúan y piensan por miedo al aislamiento, a disentir de los demás en disímiles contextos sociales que definen marcos de referencia - lugar, tema y juicios pertinentes según las dimensiones espacio temporales- sea o no conciente de ello. De este modo, la censura interviene veladamente hasta en la privacidad del consumo aunque es el ámbito que más alejado está de su control y con el que menos se obsesiona.
Estos contrasentidos de la censura ayudan a explicar el grado de eficacia diferencial de todo ejercicio inquisitorial pero aún hay que ir más lejos en cuanto al vínculo entre las normas políticas y las prácticas culturales. Freud reconoció que toda muestra artística, religiosa, científica, política o de cualquier otra creación cultural del espíritu humano entraña un grado de sublimación o desplazamiento de la energía instintual, es decir, una ex-presión por otros medios de instintos reprimidos por las normas coercitivas que una cultura impone -el sueño en los procesos psíquicos (Freud, 1973c: 2130;1973b: 2965; 1973c: 3038)-. También los estudios antropológicos han demostrado, por una parte, que sin disciplina no hay cultura, aunque un exceso de disciplina ahogue la creatividad, y la acumulación de insatisfacciones y frustraciones de expectativas, anhelos o proyectos ge-nere agresividad y escepticismo; y, por otra, que entre las normas y su práctica hay una brecha cristalizada en pautas más o menos consolidadas de evasión (Malinowski,1982). Siguiendo estas lecturas socio antropológicas sobre la legalidad podemos reconocer que la acción de censurar o prohibir, además de inhibir la comunicación, suele, como consecuencia no esperada, estimular el ingenio en la búsqueda de estrategias culturales para burlar las instancias de censura y poder expresar o descodificar en las prácticas de imprimir y leer esas cuestiones ‘indecentes’ o ‘sensibles’ para la norma política .La prensa, como cualquier producto cultural, resulta una abstracción de las relaciones sociales que constituyen su razón de ser y que la clasifican, registran o neutralizan a través de los dispositivos tanto de las censuras social es como del disenso social y el camuflaje cultural de los actores/creadores y, una vez reincorporados a la dimensión social, de los usos públicos. Como dice Hans-Jörg Neuschäfer, “...el carácter dialéctico del discurso de la censura, que viene determinado por la contradicción entre ocultación/enmascaramiento por una parte y descubrimiento/revelación por la otra” (Neuschäfer, 1994:87).
Ese carácter dialéctico es el que le confiere un carácter paradójico a la censura: coarta la realidad y estimula el disenso social; opera en nombre de un código ético y termina produciendo un contra código ético. Si la censura es un mecanismo social que obstaculiza y orienta la transmisión y difusión de ideas y conocimientos para el mantenimiento de identificaciones sociales políticamente dimensionadas, también facilita, con el devenir de sus microdinámicas, identificaciones apoyadas en el disenso a través de las transformaciones del lenguaje y otras formas de creatividad cultural que evidencian cómo el imaginario colectivo y, en general, el orden social se manifiestan “desviadamente” a pesar de la exigencia de un sistema coercitivo y un orden moral que lo legitima. Este punto puede ponerse en perspectiva con el análisis del control de la comunicación a través, fundamentalmente, de las relaciones entre la censura y el trabajo periodístico que en importante medida se traduce en control de pautas sociales aceptables y, al mismo tiempo, estímulo para innovar y para la reflexividad social. Algo que habla, por cierto, de las funciones conservadoras e innovadoras de la propia “opinión pública”, en tanto estados sometidos a coacciones sociopolíticas que contribuyen a reforzar los efectos de poder con pretensiones de cuestionar o acentuar la (in)estabilidad de la legalidad definida porque, irónicamente, “...el discurso de la represión es inherente al discurso de la libertad” (Alexander,2000:160).
Disenso y narrativas de identidad
Frente a los marcos de la legalidad que todo poder en el tiempo define para cohesionar y controlar el accionar de una colectividad y sus representaciones, imaginarios e identidades, se desarrollan correlativamente los de la ilegalidad. “Lo ilegal” se presenta tradicionalmente como una adhesión social marginal o lateral a la racionalidad de las normas dominantes cuyas manifestaciones se tratan de ocultar y reducir negativamente con juicios de valor hasta subvalorar que son la expresión de otras racionalidades desarrolladas como consecuencia de los desequilibrios de socialidad y como denuncia de la conflictividad de las relaciones de fuerza, de dominación e incluso de propiedad, que se reproducen en un orden social. Foucault demostró cómo la vida en cualquier sociedad está formada por “un juego recíproco de ilegalismos” entre sus actores y el poder, que descubre la existencia de un tejido de relaciones que constituyen el verdadero espacio de lo que preferimos llamar el disentir social. El problema de la disidencia social es un problema de reconocimientos, intereses y diferencias que se tornan fallidos, desatendidos y negados por voluntad de un poder.
Las relaciones de continuidad entre los ilegales y los legales que se amparan en las instituciones o aparatos estatales, siempre expresan conflictivas relaciones de com-petencia por las distintas formas de capital económico, político, simbólico o cultural en juego. El poder está diseminado y se reproduce en esas relaciones de continuidad pero es simétricamente variable -sometimiento/consentimiento-, es decir, también puede plantearse en términos de relaciones de discontinuidad porque, como dice Habermas: “...el enfrentamiento mismo entre si validez y génesis de un saber [o unas acciones sociales] se desdobla entre si principios morales inertes y voluntad disidente” (Habermas, 1993:9). Se trata, en cuestión, de un fenómeno sociocultural mucho más complejo del que el tratamiento normativo-estructural derivó los dualismos normal/desviado, legal/ilegal.
Si bien las divisiones del mundo social y los esque-mas de percepción y apropiación a partir de los cuales los actores creen, juzgan y actúan son reproducidos cotidianamente a través de agencias culturales, como las escuelas y los medios, que tienen la capacidad de impo-ner programas de identidad o universos simbólicos como verdaderos en los que descansa su eficacia; los mensajes comunicativos no pueden dejar de generar, al pasar por una red de influencias personales y de líderes de opi-nión, vacíos de significación y sentido. En importante medida, los actores cuestionan y recrean socialmente dichas informaciones para expresar sus mecanismos de defensa cultural, resistencia y, en resumen, de disenso social a partir de su autonomía simbólica respecto al poder en la construcción de identidades. Aunque se reconozca que los medios refuerzan situaciones individuales y sociales existentes, esta última dimensión de alteridad lleva a un interés por los comportamientos, las respuestas y mecanismos de creatividad a través de los cuales los actores sociales más inquietos, buscan y encuentran estructuras de plausibilidad donde pueden reducir las disonancias, evadir la rutina y refrendar sus intereses o diferencias, hasta llegar a constituir espacios culturales alternativos para perfilar nuevos valores y configurar simbólicamente nuevas líneas interpretativas y cursos de acción social.
Generalmente el orden político privilegia una visión sobredimensionada de los movimientos resistentes. Éstos pueden ser presentados, según designios coyuntura-les, como parciales, conspiratorios y clandestinos, para ocultar, en el fondo, la intensa comunicación e intercambio que se produce entre actores convivientes en redes de socialidad más o menos amplias. “Lo prohibido” es deseado, añorado y progresivamente conquistado en y a través de un sistema alternativo de referencias y códigos culturales que se teje como expresión de unas relaciones sociales donde lo político tiene un lugar significativo como espacio de conciencia crítica frente a las instituciones y a las prácticas del poder. Las relaciones de poder establecidas, tanto en niveles macro como microsociales, generan discursos y formas de saber oficiales y, quiérase o no, alternativas que construyen discursos y lenguajes con fuerza creativa, es decir, no sólo una cultura dominante legitimada sobre determinadas lecturas del pasado y normas de vigencia incuestionable sino, además, espacios donde la capacidad imaginativa y los recursos culturales de los actores sociales les permiten jugar con otras lecturas del pasado y proyectar anhelos, sueños, ilusiones sobre el futuro o alternativas de presente que producen, a corto plazo, una crisis de legitimidad del orden político y cultural, y hasta tienden, si se permanece ajenas a ellas, a acentuar la inestabilidad polí-tica por su sentido subversivo del orden de cosas. Dicho de otro modo, si la censura es entendida no sólo como fuerza y coacción sino como conocimiento y producción de un saber y unas subjetividades “oportunos”, el disenso no sólo es elusión y resistencia sino conoci-miento y producción de una sabiduría y un imaginario social desafiante.
El disenso en la prensa se produce, por ejemplo, no sólo a través de los sueltos y carteles que constituyen circuitos paralelos a la prensa oficial y revelan una estética de cómo se convoca y relaciona la gente sino, además, a través de las formas retóricas y persuasivas al margen de ese orden gramatical de la lengua que la cen-sura legitima, del uso de tropos -metáforas, sinécdoques, metonimias, símiles- cuyas figuraciones, alegorías, signos, palabras, prácticas y desplazamientos permiten burlar los juicios morales y de comprobación de veracidad a los que se someten los discursos y, al tiempo, son operativamente descifrados por los lecto-res que le dan los mismos u otros sentidos. Las contra-dictorias relaciones entre lenguaje, cultura política e ideología son explícitas, por ejemplo, en la caricatura política15 y el chiste popular16 que recrean constantemente los códigos de la comunicación social.
Los medios, en general, y la prensa, en particular, actúan si no como cronistas a través de la expresión directa, sí como potenciadores ambivalentes -negativos o positivos- de discusiones públicas donde a partir de las imágenes proyectadas y de sus categorizaciones de la realidad social algunos actores lentamente imaginan o luchan por inventar una realidad alternativa donde plantear los problemas seculares de la modernidad asociados a los valores colectivos -llámense democráticos, emancipadores, patrióticos, nacionales- surgidos de las relaciones establecidas en los diferentes ámbitos públicos de sociabilidad por los que las ideas “caminaban”, a saber: los cafés, mercados, clubes, teatros, los portales, los balcones. Es decir, redes del espacio comunicacional donde se desarrolla una comunicación política horizontal en la cual concurren visiones ideológicas ciertamente plurales, frente al verticalismo político y cultural impuesto por normas culturales férreas y desde, por ejemplo, la prensa oficial.
La opinión publicada contribuye al entrecruzamiento de preocupaciones y formas de pensamiento cotidianas de un número de individuos -públicos- que se mantienen en actitud vigilante y crítica sobre los asun-tos de interés general.17 Por un lado, es de capital importancia para articular el imaginario donde tiene cabida la opinión resistente/disidente, que manifiesta su importancia y operatividad para un colectivo en los horizontes de significación o verosimilitud de sus fetiches culturales. Y, al mismo tiempo, contribuye a potenciar, más allá de la conciencia de formar parte de esos públicos, cierta conciencia emergente en un entramado cultural que re-estructura simbólicamente lo negado por la realidad oficial y la prensa controlada. Esta convergencia a través de comunicación y diálogo lleva a corrientes de opinión donde se manifiesta una conciencia crítica emergente que puede o no estar capitalizada por algún partido, grupo social o líder individual de los que, de hecho, pugnan por su representación política a través de los medios de comunicación. Todos operan por el poder mediático.18
Hablar de las relaciones entre la prensa y la opinión pública significa poner el énfasis sobre el vínculo entre discurso y poder en el plano del disentimiento, y el de-bate sobre las cosmovisiones o representaciones de la realidad y sobre las narrativas de identidad.19 La prensa en tanto constituye uno de los dispositivos para formar evidencias sociales, en cuanto propone relecturas de las representaciones simbólicas y los ordenamientos de la realidad histórica construidos socialmente sobre el pasado y el presente, las tradiciones y las políticas culturales, se impone como mediadora de los propios procesos de la realidad objetivada, es decir, creída por los actores que, no obstante, pueden ponerla en tela de juicio en un momento dado. Inicialmente se considera a los públi-cos cultos, informados y dialogantes como protagonis-tas de la opinión, como público lector y político, que progresivamente preocupa a la colectividad que forma redes para transmitir mensajes y preocupaciones con la conciencia de que participan de una idea o sentimiento común y que esta participación atañe a muchos. Las identidades y diferencias colectivas como productos de las acciones que para recrear las herencias de las generaciones precedentes llevan adelante esos actores sociales con-cretos, con posiciones sociales e ideológicas particulares, constituyen procesos selectivos puesto que se busca -toma o deja- en la historia vivida, se trata de una “política” del olvido y la memoria ejecutada por los individuos, los grupos e, incluso y en especial, por el Estado y sus agencias (Mato, 1994:17).20 La prensa ha sido un vehículo de comunicación política, cultural y social a través del cual distintos actores sociales promueven imágenes de la realidad, sus propias representaciones colectivas de la historia y compiten por generalizar esas realidades objetivadas socialmente con desigual efecto según las distribuciones de poder y, por tanto, deviene un actor relevante que se presenta como uno de los mediadores del repertorio de identidades en el que participa un individuo o grupo, de la transversalidad de los vínculos y lazos sociales, al que otros tantos actores concurren, a saber: los gobiernos, movimientos políticos y sociales, líderes políticos y trabajadores de la cultura en general.
Esos actores son competitivos entre sí porque objetivan grados variables de inclusión y exclusión -local, regional, estatal, (trans)nacional,- y, sobre todo, porque atribuyen significatividad social a los atributos de los respectivos colectivos y a la realidad social que pueden llegar a ser fuente de inevitables controversias o conflictos políticos y culturales.21 Los materiales impresos ponen a circular sus ideas, representaciones y maneras de ver, recordar, ocultar e interpretar la realidad -o parte de ella- cuya eficacia social se dirime según expresen intereses sociales, rasgos de la mentalidad y la idiosincrasia y sean apropiados y reformulados por los actores que establecen pertenencias, referencias, reconocimientos o extrañamientos. El poder decir, evidenciar y nombrar va de la mano del poder para publicar, difundir y hacer presentes evidencias sociales de una potencia política que pretende incuestionabilidad y, a su vez, poder de producir sentido en relación con los pro-cesos sociales de construcción de representaciones simbólicas, de sentido de la vida y de plausibilidad social para actores sociales en situaciones de comunicabilidad donde comparten imágenes posibles y horizontes de probabilidad.
Operación mediática y espacios (des)organizadores
El estudio de la prensa y, en general, de los medios puede contribuir a dar cuenta de los principios que constituyen la identidad social porque, como dice Barthes: “Será difícil establecer una geografía social de los mitos hasta tanto no se elabore una sociología analítica de la prensa...
[para conocer] las formas retóricas del mundo, las formas diferentes en que se ordena el significante mítico” (1997:91).
Las culturas, las prácticas y representaciones, son pen-sadas como productos de -y con- “estilo”, de relaciones sociales específicas, es decir, en tanto “textos” cuyos contenidos -conocimientos, códigos y símbolos- quedan establecidos socialmente como “realidad” -objetivados-, formas, modelos y procesos comunicativos que constituyen maneras diversas y provisorias de apropiación de los discursos sociales a través de los cuales se nombra, cuenta, valora y emplaza la realidad social en los lugares del continuo público/ privado -la prensa, los espacios públicos, la familia.
En general, la oferta mediática se caracteriza por la búsqueda de novedades aseguradoras de diferencias y sorpresas, lo que introduce su carácter innovador y posibilitador de fracturas en la sociedad. Procura efectos de verdad al ficcionar un conjunto de evidencias de la realidad, dando espesor narrativo a los hechos, convocando o ignorando los cambios de su época, que condicionan las posibilidades perceptuales y de repre-sentación de su audiencia real. Todos los medios de co-municación identificados como oferta y correlato de un tiempo histórico, se definen por esa naturaleza innovadora, efectista y grandilocuente para hablar de una época y de sí mismos. Éstos, a pesar de ocultar la contradictoria relación ocio-negocio, cultura-mercancía, desatan un fanatismo en el mercado consumidor por ellos solamente posible con el afán de contemporaneidad compartido simultánea y sucesivamente por las audiencias potenciales. Ello se enmarca, en sentido general, en la peculiar naturaleza de los medios de realismo efectista, en su reconocimiento, en tanto grandes articuladores sociales emergentes, en cuanto soportes artísticos que contribuyen a borrar las fronteras estéticas entre los productos clasificados como artísticos y los industriales y cotidianos en su conjunto.22
La naturaleza de los medios de comunicación obliga a dos consideraciones metodológicas. La primera, que cada medio tiene sus límites: selecciona, dice algo, no todo, reduce o quita ambivalencia sustrayendo lo relevante; pero, todos, confunden porque aparentan que agotan la realidad. La segunda, que hay una dife-rencia sustancial cuando se habla de la situación comunicativa entre los medios y el público, y cuando se hace en relación con la comunicación interpersonal: todo efecto mediático resultante de la relación entre texto y público se caracteriza por su indecibilidad estructural; pero no por ello se desconocen o dejan de advertir las discontinuidades entre lo oficial y lo extra-oficial, el orden y la subversión, lo latente y lo manifies-to, lo idealizado y lo realmente rumorado, la domina-ción y el disenso.
La prensa como vehículo de ideas y creencias sobre la realidad definida por intereses sociales específicos -de clase, estatales, grupales o comerciales/periodísticos-, la censura como un dispositivo para el control de los discursos y las tensiones resultantes del disenso, la lectura resistente y el sentido poroso otorgado social-mente a los discursos oficiales, constituyen una infinidad de registros integrados en la discursividad social como espacio cambiante de emplazamiento e inclusión. Así se tiene en cuenta el carácter complejo del dispositivo o constructo que aflora como movimiento y estado, es decir, de las condiciones técnicas y sociales del funcionamiento discursivo que refractan las propiedades contextuales y situacionales del encuentro entre los pro-ductores, los productos culturales y sus consumidores de un modo colmado de significación aunque, como ya se sabe, el conocimiento de su (in)eficacia simbólica sea difícil. Como dice Cristina Santamarina:
En un mundo mediático, en el que se ha aprendido a practicar la libertad sin limites de la forma, lo objetivo no consiste en exhibir artificios desmistificadores, sino en explorar la fuerza expresiva de sus lenguajes, en tanto instrumentos de un poder sin rostro y sin más destino que intentar perpetuarse (Santamarina, 2001:57).
La fuerza de esos procesos de construcción sim-bólica es fundamental para la identidad e integridad de una comunidad, y como despliega la creatividad de individuos y grupos sociales, se presentan conflictos de intereses y se negocia o riñe, se domina o libera por la objetivación de cada identidad social en determina-das situaciones sociales que tienen una expresión política. Los símbolos constituidos, los significados atribuidos y las señas de identidad de una colectividad constituida como comunidad van sintetizando formas precedentes de agrupación más localistas o vecinales, imaginariamente se construyen comunidades basadas en fuertes procesos de interacción y dimensiones simbólicas que, hay que señalar, tienen un rol crucial para la movilización social, para dotar de sentido y fuerza la acción social y política. Lo cultural deviene como un producto histórico de confrontaciones y negociacio-nes entre actores sociales que se disputan poderes, (des)legitiman poderes o ensayan nuevas distribuciones de competencias y recursos. El disenso social como expresión de la conflictividad de los vínculos sociales y el cambio social como resultado de luchas contra las determinaciones de la realidad social, son catalogados en esta lectura como problemas de identidad social, de conciencia de identidad, es decir, de la unidad y las permanencias de la reciprocidad de acciones en que se encuentran atrapados los actores sociales y de los cambios de lo accidental y, tras acumulación e irresolución de tensiones, lo fundamental.
En una época histórica y sociedad dadas los individuos y los grupos mantienen tensiones de identidad, participan de identidades colectivas múltiples entre las que fluctúan en el tiempo y en situaciones variables en dependencia de la acentuación de sus alteridades y conflictividad. Las relaciones entre la política oficial, el periodismo y la protesta social pertenecen a la vida diaria, definen los problemas que preocupan a una colectividad, su cultura política, las identidades y los disensos sociales dimensionados políticamente. Se trata de una operación mediática del poder con o sin rostro que sus-tenta el papel de la cultura en el devenir de la vida social a partir del profundo trabajo cultural que produce espacios limitadores de autonomías y liberadores de las naturalizaciones de informaciones únicas y verdaderas. El estudio sociológico de ese tejido de la realidad plantea un diálogo, entre conflicto y consenso, entropía y homeostasis, poiésis y mimesis, cambio y orden, en una agenda común cuyo valor y plausibilidad debe desarrollarse in rerum natura.
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