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Hernández Castillo, R. A., & Suárez Navaz, L. (2004). Las fronteras y la panacea del desarrollo en México y España. Reflexiones desde los feminismos poscoloniales. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 2(1), 7-24. https://doi.org/10.29043/liminar.v2i1.141

Resumen

En este artículo ofrecer algunas reflexiones sobre el discurso desarrollista en relación con la construcción y consolidación de las fronteras mexicanas y españolas. En el caso mexicano, se alza como una alternativa a la marginación de las poblaciones indígenas; en el español, como panacea de las esperanzas de los colectivos inmigrantes. Sin duda la construcción de la otredad se distingue en ambos casos en torno al eje de la ciudadanía, pues si bien los indígenas son miembros de la nación mexicana, los migrantes son construidos en esencia como ajenos a los derechos asociados a la pertenencia nacional.


En los últimos años hemos visto resurgir en distintas partes del mundo el discurso sobre el desarrollo como la panacea para solucionar los problemas de exclusión de colectivos humanos, con frecuencia culturalmente diferenciados de las llamadas “culturas nacionales”. Las visiones etnocéntricas y evolucionistas, tan cuestionadas por la antropología crítica, que vinculan a las sociedades de origen europeo con el progreso y a las culturas no occidentales con el atraso, parecen resurgir nuevamente disfrazadas de discursos sobre “desarrollos alternativos”. A pesar de toda la tinta que se ha gastado desde las ciencias sociales para develar las redes de poder que se ocultan tras el desarrollismo y los problemas prácticos que implica la imposición de una visión específica del “bienestar social”, los políticos parecen seguir planeando sus políticas públicas y sus programas de inversión de espaldas a estos planteamientos críticos.2

El regreso y la fuerza que está tomando nuevamente el discurso sobre el desarrollo ha llevado a algunos analistas a afirmar que no hay un conocimiento local que haya sido globalizado con tanto éxito e influido tantas vidas como el desarrollo. Algunos autores inclusive ubican su génesis en un lugar y momento histórico concreto: en el suelo norteamericano después de la Segunda Guerra Mundial, cuando el presidente Harry S. Truman pronunció el 20 de enero de 1949 el discurso sobre “el estado de la Unión” haciendo referencia al papel de Estados Unidos en el crecimiento económico de los países subdesarrollados. Al respecto Gustavo Esteva señala, “Truman cambió el significado del desarrollo y creó el emblema aludido, un eufemismo empleado desde entonces para referirse discreta o inadvertidamente a la era de la hegemonía americana. Nunca antes se había aceptado universalmente un vocablo el mismo día que había sido acuñado. De repente se creó una nueva percepción de uno mismo y del otro”. (Esteva, 2000:68).

En este artículo queremos ofrecer algunas reflexiones sobre el uso del discurso desarrollista en relación con la construcción y consolidación de las fronteras mexicanas y españolas. En el caso mexicano, se alza como una alternativa a la marginación de las poblaciones indígenas; en el español, como panacea de las esperanzas de los colectivos inmigrantes. Sin duda la construcción de la otredad se distingue en ambos casos en torno al eje de la ciudadanía, pues si bien l@s indígenas son ineludiblemente miembros de la nación mexicana, l@s* migrantes en cuanto extranjeros -y especialmente los “irregulares”-, son construidos en esencia como ajenos a los derechos asociados a la pertenencia nacional.

Ámbitos tan diversos como la academia, los medios de comunicación y las políticas públicas presentan una serie de rasgos comunes en sus estrategias discursivas respecto a estos colectivos que queremos enfatizar en este trabajo, y que consisten esencialmente en oponer una representación de estos colectivos como un “problema”, a una concepción de desarrollo como la solución y el horizonte civilizatorio a alcanzar.

En estas construcciones discursivas han jugado un papel muy importante las perspectivas culturalistas que enfatizan la existencia de una diferencia insalvable entre un “nosotros” y un “ellos”, en donde el “nosotros” está vinculado a un cultura democrática y a valores liberales de igualdad y el “ellos” a culturas autoritarias y antiseculares. El concepto de cultura, como conjunto de normas sociales y significados simbólicos aprendidos en la vida en sociedad y, por consiguiente, fluidos y susceptibles de cambio, se sustituye por el de visiones estáticas de la cultura como entidad compuesta por un conjunto compacto, homogéneo, circunscrito e inmutable de costumbres, lengua y religión arraigados en la tradición y en la historia, que configuran la visión de mundo, las conductas, y, de forma muy especial, las disposiciones políticas. Algunas autoras han señalado que estamos ante el surgimiento de una nueva retórica de exclusión, el fundamentalismo cultural, que substituye a los racismos de antaño como estrategia para justificar marginación de colectivos humanos en nombre de la “diferencia cultural” (Stolcke, 1995).

En el contexto mexicano, el reciente debate en torno al reconocimiento de los derechos autonómicos de los pueblos indígenas hizo aflorar estas perspectivas aun entre connotados antropólogos como Roger Bartra, quien rechazando las demandas autonómicas del zapatismo y del movimiento indígena nacional previno sobre las “semillas de violencia y antidemocracia” que traería el reconocimiento legal de los “usos y costumbres” indígenas (La Jornada Semanal 31 de agosto de 1997). Igualmente en España, antropólogos como Mikel Azurmendi cuestionan el multiculturalismo con base en una construcción de los colectivos migrantes como portadores de “culturas antidemocráticas”, en un discurso camufladamente antiislámico que ha tomado fuerza entre políticos conservadores como el reputado Herrero de Miñón: “De un lado, las tensiones generadas por un fenómeno migratorio no controlado radicalizan la vida pública hasta la violencia y favorecen las actitudes extremas. De otra parte, porque ciertas migraciones africanas aportan elementos religiosos y culturales incompatibles con lo que entendemos por igualdad de sexos, secularidad.” (¿Democracia multicultural?, La Vanguardia, 13 de febrero de 2000). Desde estas posturas los “problemas” que enfrentan los indígenas y los migrantes no residen tanto en su exclusión de los derechos ciudadanos, ni en su explotación económica, sino en “sus” hábitos culturales distintos.

Aunque los viejos argumentos evolucionistas sobre culturas inferiores y superiores han entrado en descrédito tras el Holocausto y la Segunda Guerra Mundial, estas perspectivas esencialistas de la “diferencia cultural” ocultan una jerarquización que se pone en evidencia al plantear el desarrollo como una solución al “problema de los migrantes” y al “problema indígena”. Tal como lo ha señalado Gustavo Esteva “El desarrollo no se puede desvincular de las palabras con las que se formó -crecimiento, evolución, maduración-. De manera similar, aquellos que hoy utilizan el vocablo no pueden librarse de una maraña de significados que confieren una ceguera específica a su lenguaje, su pensamiento y su acción. No importa el contexto en que se emplee ni la connotación específica que le quiere dar la persona que lo usa, la expresión resulta calificada y coloreada con significados tal vez no deseados. La palabra siempre implica cambio favorable, un paso de lo simple a lo complejo, de lo inferior a lo superior, de lo peor a lo mejor” (Esteva, 2000: 45).

Así, a las demandas de los migrantes de salario justo, regularización jurídica, y acceso a los derechos ciudadanos, la Unión Europea responde con Política de Codesarrollo ligada a los flujos migratorios, enfantizando el aspecto de seguridad y vinculando el apoyo financiero a perspectivas dirigidas hacia programas de retorno. A las demandas políticas de autonomía indígena y de una ciudadanía multicultural incluyente, el Estado mexicano responde con una ley indígena limitada, con un Programa Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas y con megaproyectos de desarrollo que se proponen “integrar” a los indígenas a la economía nacional. En ambos casos el concepto de desarrollo conlleva la imposición de valores “democráticos liberales”, “habilidades empresariales y tecnológicas”, que son consideradas como superiores a las visiones de mundo y formas de organización del “otro”.

Frente a esta visión etnocéntrica del desarrollo como proyecto cultural del capitalismo global se han levantado varias voces dentro y fuera de la academia. En este artículo queremos traer a consideración las críticas de las feministas poscoloniales3 que plantean la necesidad de superar la búsqueda de desarrollos alternativos y empezar a trabajar en la construcción de una alternativa al desarrollo.

Globalización económica y control de fronteras

El llamado “nuevo orden económico internacional” se ha caracterizado por un proceso contradictorio de apertura de fronteras al capital transnacional y un control y cierre de fronteras a las personas. Quienes han analizado esta nueva etapa de desarrollo capitalista señalan que la globalización económica existente desde los orígenes del capitalismo ha adquirido nuevas características con los cambios tecnológicos y el desarrollo de los medios de comunicación que han producido una mayor fluidez de personas e información, la desregulación de los mercados nacionales y la flexibilización de capital (Harvey, 1990). Sin embargo, esta fluidez de personas continúa siendo regulada y controlada por los Estados-Nación, mientras que los caminos de la globalización económica han estado marcados por las políticas del Fondo Monetario Internacional (FMI) y del Banco Mundial (BM), que han condicionado sus préstamos a que los gobiernos reestructuren sus economías abriendo las fronteras comerciales, desregulando los sectores financieros y privatizando los sectores paraestatales. Estas reformas han atado aún más a las economías del llamado “Tercer Mundo” con el sistema económico internacional, especialmente con el FMI y el Banco Mundial, en la medida en que sus políticas económicas se empezaron a definir a partir de los lineamientos establecidos por dichos organismos.

La centralización del poder económico y político en esos organismos financieros, y en los países que al interior de ellos hegemonizan la toma de decisiones, ha llevado a algunos críticos de la globalización a señalar que lo global es más bien “un espacio político en el que los poderes locales dominantes buscan el control global, liberándose de cualquier control local, nacional o global. En este sentido lo global no representa algún interés humano universal; sino que representa intereses locales y parroquiales que han sido globalizados [...] El Grupo de los Siete (G-7), formado por los países más poderosos del mundo, dirige asuntos globales, pero continúan siendo estrechos, locales y parroquiales, en términos de los intereses de todas las comunidades mundiales”. (Shiva, 1994:54 nuestra traducción).

En el caso de México y España la integración de estos países a bloques comerciales regionales a través del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), en el primer caso y a la Unión Europea (UE) en el segundo, ha generado la implementación de políticas neoliberales como la eliminación de los subsidios generalizados; la privatización total o parcial del sistema de pensiones, y del sistema de salud; sistemas autónomos de prestación de servicios, entre otros. Paralelamente, la ubicación geográfica de ambos países los ha convertido en los “policías” de Estados Unidos y de Europa, respectivamente, para frenar los flujos migratorios.

En el caso mexicano, el tema migratorio ha estado en el centro de las negociaciones entre México y Estados Unidos desde que el Presidente Vicente Fox asumió el poder, pues a diferencia de la UE, el TLCAN no incluyó ninguna consideración explícita al libre movimiento de las personas. La principal apuesta política del gobierno foxista ha sido el lograr la expansión y la legalización de la migración de México a Estados Unidos; mientras en cierto modo exige un estatuto de preferencia por ser parte del TLCAN, se compromete ampliamente a frenar desde la frontera sur mexicana el flujo de trabajadores procedentes de América Central (Álvarez Bejar, 2002a). A pesar de los esfuerzos del ex canciller, Jorge Castañeda, por acercarse a Estados Unidos rompiendo con las históricas relaciones de colaboración y amistad con el gobierno cubano, mediante una política exterior anticastrista, a la fecha no se ha logrado un acuerdo migratorio satisfactorio para México. En cambio, varios analistas han señalado que el gobierno ha empezado a cumplir su parte del trato reforzando los controles migratorios, policiacos y militares en la frontera sur de México, situación que se ve reflejada en el aumento impresionante del número de centroamericanos detenidos en esa región limítrofe en los últimos años (ver Álvarez, Barreda y Bartra, 2002). Esta situación ha llevado, a los autores, a hablar de la existencia de “un acuerdo explícito entre México y Estados Unidos, programado, que pretende manejar los flujos transfronterizos de personas con nuevos recursos y de manera altamente coordinada, recurriendo a fuerzas disuasivas, represivas, legales e institucionales, contra nacionales y extranjeros”. (Álvarez Bejar, 2002b:17)

En el caso español, a la vez que las fronteras se han abierto para los ciudadanos de todos los países miembros de la Unión Europea, que ahora pueden transitar libremente con sus nuevos pasaportes comunitarios, Europa se ha convertido en una fortaleza inexpugnable para los no europeos, con políticas migratorias restrictivas y una ideología antiinmigrante extendida y consolidada. De hecho la incorporación de España, en 1986, como miembro de pleno derecho a la Comunidad Europea exigió la creación de una nueva legislación de extranjería, inexistente en el país hasta este momento, y la implementación de medidas policiales que convirtieron al Mediterráneo en la principal frontera europea (ver Suárez Navaz 2004). Desde finales de los años ochenta las políticas migratorias centran sus actuaciones y su retórica en el control de los flujos migratorios. La falta de eficacia se intenta paliar con nuevos sistemas de control para frenar la llegada de pequeñas embarcaciones conocidas como “pateras”, procedentes del norte de Africa. Esta retórica de control, ampliamente secundada en la prensa con imágenes de detenciones “ejemplificantes”, se yuxtapone a una tolerancia real respecto a la entrada de potenciales inmigrantes con el objetivo de que cubran la enorme demanda de un mercado laboral en expansión que necesita competir en su entorno con mano de obra barata, prescindible, y sin derechos.

Esta retórica de control no ha hecho sino aumentar con el gobierno de José María Aznar, quien ha sabido usar el miedo y el racismo latente con fines políticos, haciendo muy difícil la vida de los inmigrantes en este país. El proceso comienza con una fuerte campaña mediática en contra de la Ley de Extranjería 4/2000, por causar un “efecto llamada” en la potencial población migrante y la paralela criminalización de los inmigrantes. La Ley de Extranjería 4/2000 tiene como objetivo fundamental la integración “sobre la base de un principio de progresiva igualdad” (De Lucas, 2002:11), y fue el resultado de un trabajo de negociación pausado realizado por una comisión parlamentaria en la que participaron todos los partidos políticos con representación en la Cámara. La nueva Ley 8/2000 de reforma de la anterior rompe el consenso político mantenido en el país desde los ochentas y nace con un déficit de legitimidad que produce su denuncia como inconstitucional por más de 700 organizaciones, partidos políticos y sindicatos, en marzo de 2001 (aún pendiente de sentencia por el Tribunal Constitucional, ver Aragón 2001).

La segunda reforma de la Ley de extranjería, modificada por el mismo gobierno en noviembre 2003 -aunque esta vez con el apoyo de la oposición socialista-, es especialmente significativa en cuanto restringe de forma dramática los derechos y la posibilidad de acceder a los mismos por parte de los inmigrantes. El empadronamiento de inmigrantes sin papeles, hasta hoy un importante instrumento para acceder a la salud y educación pública y gratuita, se deja abierto a la posible inspección del Ministerio del Interior. Aunque cuestionado por un amplio segmento de funcionarios catalanes, vascos, castellanos y andaluces que se están organizando en una plataforma de desobediencia, la reforma afecta amplios ámbitos relacionados con la vida de los extranjeros en España, cercenando sus derechos y posibilidades de integración.

Estas reformas de la Ley de Extranjería consolidan jurídicamente la exclusión y el control de los inmigrantes, desmantelando las garantías constitucionales y los derechos fundamentales de los mismos; si en la primera reforma se niega el derecho a manifestación y asociación a los migrantes irregulares, en la segunda el ente administrativo se arroga el derecho de expulsar del país a cualquier migrante legal que participe en actos públicos que se consideren en contra de los intereses del Estado4; se ponen nuevos obstáculos migratorios a la reunificación familiar; se les da a las autoridades migratorias el derecho de privar de la libertad a los inmigrantes ilegales y confinarlos en centros de detención hasta que se arregle su deportación; y se les da también el derecho de obtener información de las compañías de transporte sobre el número de billetes de vuelta no utilizados e información sobre sus titulares.5

A pesar de que España es el segundo país europeo con menos población migrante viviendo dentro de su territorio nacional, las informaciones muestran que se está presentando un crecimiento de la demanda laboral en ciertos sectores desregularizados y temporales tales como agricultura, hostelería, construcción, así como servicio doméstico. (ver Arango y Suárez Navaz, en prensa). Los últimos datos publicados por el Ministerio del Interior indican que hay más de dos millones y medio de extranjeros residiendo en España, alrededor de 4,7% de la población española. De estos extranjeros, más de 600 000 no tienen permiso de residencia o trabajo (los llamados peyorativamente “ilegales”), aunque sí están registrados en el padrón municipal, lo cual les da acceso a la salud y educación pública. Aunque en España hay una importante población europea, compuesta especialmente por jubilados que viven en las costas españolas, más de 66% de los extranjeros es de origen africano, asiático, y especialmente latinoamericano, inmigrantes denominados no comunitarios6 (El País, 13 de enero, 2004). A pesar de la falta de incidentes, la proporcionalmente baja delincuencia entre los extranjeros, y la integración social de la gran mayoría de ellos, el control de la migración ha sido de los programas prioritarios del Partido Popular y su principal carta política en las pasadas elecciones de mayo de 2003. De hecho la cifra de inmigrantes irregulares detenidos y devueltos a sus países ha aumentado 20% respecto al año pasado, acercándose a 100 000 las personas expulsadas, devueltas, o rechazadas en fronteras.

Esta situación se ha endurecido a partir del 11 de septiembre, sobre todo contra aquellos migrantes procedente de países con mayoría musulmana. La euforia antiterrorista ha convertido en sospechoso a cualquier migrante que venga de un país islámico o que físicamente tenga rasgos árabes, aunque venga de Perú, Ecuador o México. Alejandro Álvarez ha descrito esta nueva situación como un doble proceso de reconfiguración de las fronteras regionales que implica, por un lado, un mayor control y vigilancia de las regiones fronterizas y, por otro, una ampliación de la frontera concebida en términos de seguridad, por parte de los Estados nacionales que participan en bloques comerciales, describiendo los peligros de esta nueva reconfiguración en los siguientes términos: “Estamos pues frente a leyes supuestamente destinadas a luchar contra el terrorismo, pero que desbordan la legalidad prevaleciente nacional e internacionalmente en relación con los derechos de los detenidos y de los prisioneros de guerra, que con enorme facilidad pueden ser enfiladas contra migrantes, contra simples trabajadores en busca de empleo, contra organizaciones sociales y personas identificadas como activistas políticos que podrían ser reprimidos sólo por su crítica y su resistencia a la irracionalidad del sistema globalmente imperante” (ver Álvarez Bejar 2002a:22).

Ante esta situación de endurecimiento de los controles fronterizos, y frente a perspectivas como las del Partido Popular español que ven la “solución al problema de la migración” en la detención y deportación de migrantes, resultan más positivas para los migrantes aquellas perspectivas que apuntan hacia la necesidad de atacar el “origen del problema” que es la pobreza y subdesarrollo en los países de origen, mediante programas de codesarrollo. Esta ha sido la postura que ha promovido el sociólogo argelino-francés Sami Naïr, como presidente de la Misión Interministerial de Migración de la Unión Europea, y que como analizaremos más adelante, a pesar de sus “buenas intenciones”, reproduce muchas de las perspectivas etnocentristas y colonialistas del discurso del desarrollo de los años cincuenta.

El desarrollo como alternativa al “problema migratorio”

El debate sobre el “problema” de la inmigración no europea en España se reduce con frecuencia a una confrontación entre quienes abogan por mayores controles de la inmigración y quienes están en contra, olvidando un análisis social, demográfico y cultural más profundo de los supuestos que subyacen a las percepciones y representaciones del “problema” de la inmigración. El asumir que se está por principio ante un “problema” hace que el debate se dé en un campo marcado.

La prensa ha contribuido a construir un imaginario colectivo que ve a los migrantes como una “ola invasora” que viene a poner en peligro el recientemente alcanzado nivel de vida de los españoles y sus sueños de vivir finalmente como europeos. Se utilizan metáforas catastróficas tales como “aluvión”, “alud inmigratorio”, “invasión”, o expresiones como la usada por el mismo presidente Aznar en la campaña electoral de su partido en mayo pasado: “Hay que rechazar la inmigración ilegal para que España no estalle” (El País, 21 de mayo, 2003, p. 9). Estas representaciones alimentan y legitiman recelos populares latentes frente a los y las inmigrantes. También se utiliza el argumento demográfico según el cual la pobreza y las limitadas oportunidades económicas que impulsan a los inmigrantes a abandonar sus países de origen se deben a la conducta reproductiva “irracional” en especial de sus mujeres, que estaría en la raíz de la “explosión demográfica” (Stolcke, 2002). Así, según Sartori, uno de los principales críticos del multiculturalismo y enemigos de la migración: “...el hecho sigue siendo que Europa está asediada y que hoy acoge inmigrantes, sobre todo porque no sabe cómo frenarlos. Y no sabe cómo pararlos porque la marea está subiendo...no es que el que entra dentro reduzca el total de los que quedan fuera; porque ese total sigue creciendo.” (Sartori, 2001: 111-112). El manejo de datos alarmistas como la constante referencia a que la inmigración se ha doblado o triplicado hacen eco a la retórica de miedo y prevención expresada por políticos, medios de comunicación e intelectuales como Sartori.

A estas representaciones catastrofistas y xenófobas de la migración se añaden en muchas ocasiones argumentos que mercantilizan a los nuevos residentes españoles, reduciendo su presencia a la necesidad de mano de obra y dibujando un panorama a futuro en el que los que ahora ocupan puestos de trabajo no deseados por los españoles, serán la competencia más dura, el “enemigo” en casa. Estos análisis del mercado laboral, reminiscentes de épocas en las que el Estado podía y quería garantizar los puestos de trabajo en clave nacionalista, siguen siendo políticamente relevantes incluso para actores sociales progresistas como los sindicatos, quienes a fin de cuentas no saben resolver los nuevos desafíos del capitalismo posfordista. Las voces que desde la academia intentan contrarrestar estas representaciones con análisis profundos y datos empíricos apenas si encuentran espacio en los medios de comunicación (ver Arango y Suárez Navaz en prensa, Colectivo IOE 1999, De Lucas y Torres 2002, Giménez 2004, Kaplan 1998, Martínez Veiga 2001, Ramírez 1998, Stolcke 1995, 2002, Suárez Navaz 1998, 2004).

Partiendo de la premisa, compartida por izquierdas y derechas en Europa, de que la migración “es un problema que hay que frenar”, se ha propuesto la opción del codesarrollo como una alternativa para atacar las raíces económicas del fenómeno.

El concepto de codesarrollo propuesto por el politólogo y eurodiputado, Sami Naïr (1997), y retomado por varios organismos internacionales y académicos, se une a una larga lista de replanteamientos conceptuales del desarrollo, que pretendían confrontar el carácter vertical y econocimista con que se elaboraban las políticas de desarrollo. En América Latina, tenemos una larga experiencia práctica y conceptual en lo que respecta a formas de alternativas de desarrollo. Guillermo Bonfil Batalla (1982) y Rodolfo Stavenhagen, propusieron el concepto de etnodesarrollo para referirse a “El ejercicio de la capacidad social de un pueblo para construir su futuro, aprovechando para ello las enseñanzas de su experiencia histórica y los recursos reales y potenciales de su cultura, de acuerdo con un proyecto que se defina según sus propios valores y aspiraciones” (Bonfil, 1982: 135); una década antes el colombiano Orlando Fals Borda hablaba del desarrollo coparticipativo, para referirse a la manera en que los actores sociales, a quienes iban dirigidos los proyectos de desarrollo, deberían de involucrarse en la planeación e implementación de dichos proyectos.

Ahora Sami Naïr en Francia y Carlos Giménez (2002) en España, nos hablan del codesarrollo como una nueva perspectiva ante la inmigración. Desde este enfoque los inmigrantes legalmente instalados pueden jugar un papel considerable en el desarrollo de sus países de origen. Pueden convertirse en un vector de desarrollo. La formación de cuadros profesionales que puedan regresar a sus países e impulsar proyectos empresariales o quedarse en Europa y asesorar proyectos de desarrollo; la firma de convenios de cooperación bilateral; la movilidad controlada que posibilite el mantenimiento de lazos con sus países de origen y la promoción de nuevas condiciones económicas y sociales que en un momento dado faciliten el retorno, son algunas de las propuestas concretas que conlleva la idea de codesarrollo.

Como señalamos antes, si comparamos estas propuestas con las políticas xenófobas que piden el endurecimiento de las leyes migratorias en la Comunidad Europea y consideran la migración como un problema de seguridad nacional, el ver a los migrantes como un factor de desarrollo, tanto en sus países de origen como en su nuevo espacio de residencia, representa una perspectiva más solidaria, más regulacionista y más progresista, ante la migración. Sin embargo, se trata nuevamente de desarrollos alternativos y no de alternativas al desarrollo como propuesta civilizatoria, que siguen reproduciendo perspectivas etnocéntricas y economicistas del bienestar social. Los científicos sociales están jugando en un campo marcado, proponen estrategias de juego pero no participan en la elaboración de las reglas del mismo.

En su “Balance de orientación sobre la política de codesarrollo ligada a los flujos migratorios” Sami Naïr plantea que el codesarrollo añade “a la sola dimensión de las transferencias de bienes y recursos financieros, la posibilidad de difusión en los países de origen de las normas y valores democráticos experimentados en Francia” (1997: 2). Se asume que la cultura francesa, es un valor a compartir con los países expulsores de migrantes; por lo tanto mejor y más democrática que sus propias culturas, en resumen un factor de desarrollo para alcanzar ese horizonte civilizatorio al que deben aspirar todas las sociedades. En este mismo documento Sami Naïr habla también de la importancia de los migrantes para promover una cultura empresarial. Otro de los valores capitalistas que el codesarrollo puede ayudar a difundir en el tercer mundo: “La cultura empresarial se vuelve así una condición sine qua non del desarrollo. A partir de los microproyectos es posible favorecer la expansión de esta cultura y liberar las energías innovadoras de los países de origen”. (Naïr 1997:6). Las raíces de la pobreza parecen ser, nuevamente, problemas técnicos y culturales, que es posible enfrentar exportando valores, habilidades y tecnologías europeas con apoyo de los migrantes. A pesar de los valores de solidaridad a los que apela el codesarrollo, nuevamente: “La pobreza pierde su carácter esencialmente político (inseparable de una desigual correlación local y global de fuerzas) para convertirse en un problema técnico, de asignación de recursos, o de deficiencias nutritivas, sanitarias etcétera. El problema social a erradicar no es la desigualdad sino los pobres” (Viola, 2000). Llama la atención que estas visiones eurocentristas del desarrollo vengan de uno de los principales críticos de la geopolítica europea en el Mediterráneo. Parte del problema es que al aceptar participar en la Misión Interministerial Migración/ Codesarrollo, Naïr entró a un campo marcado. Desafortunadamente en muchas ocasiones los científicos sociales que optan por participar en el aparato de Estado o en la elaboración de políticas públicas, deben renunciar al pensamiento crítico para tratar de buscar la “mejor de las opciones” dentro de un rango de posibilidades que le son impuestas. Al respecto, Arturo Escobar, uno de los principales críticos y estudiosos de los discursos y prácticas del desarrollo señala: “En la práctica, la implicación de los antropólogos como profesionales del desarrollo les obliga implícitamente a asumir la realpolitik y el discurso de la agencia que les ha contratado, derivando en una substitución del punto de vista del nativo por el punto de vista de la institución; en definitiva, la aportación real de los antropólogos ha hecho poco más que reciclar y maquillar los viejos discursos de la modernización y el desarrollismo” (Escobar 1991:660).

El desarrollo como alternativa al “problema indígena”

Si para los europeos, los migrantes africanos y latinoamericanos se han convertido en el “otro” que les permite reafirmar la superioridad de su proyecto civilizatorio y en el “problema” a solucionar mediante el “desarrollo”, en América Latina “los indígenas” siguen siendo, después de casi doscientos años de descolonización, un “obstáculo a la integración nacional” para las burguesías criollas que mayoritariamente siguen gobernando la región. La solución del llamado “problema indígena” en México, ha sido uno de los principales retos de los gobiernos posrevolucionarios, y la génesis de toda una perspectiva integracionista conocida como indigenismo, la principal tarea que el Estado asignó a los antropólogos mexicanos. Sólo a partir del levantamiento zapatista del primero de enero de 1994 el “problema indígena” se ubicó en el centro del debate político nacional. En su discurso político los zapatistas hablaban de las causas inmediatas del levantamiento haciendo referencia al efecto que las políticas neoliberales estaban teniendo en la vida de miles de campesinos indígenas de México, pero a la vez vinculaban su lucha a los quinientos años de resistencia indígena colonial y poscolonial contra el racismo y la opresión económica. En comunicados posteriores fueron apareciendo más claramente sus demandas específicas como “pueblos indígenas”, apropiándose y resignificando el concepto de autonomía indígena.7

Mucho se ha escrito ya sobre la génesis e impacto de este movimiento, desde sus admiradores y desde sus detractores, pero independientemente de la postura que se tenga frente al zapatismo, todos los analistas coinciden en que su aparición pública fue fundamental para poner en evidencia la exclusión y marginación de la población indígena.8 Lo que ha estado en juego desde la aparición pública del EZLN en la lucha política por la autonomía no es sólo el reconocimiento constitucional de los derechos indígenas sino el replanteamiento del proyecto nacional y el establecimiento de un nuevo pacto social entre los indígenas y el Estado mexicano. La demanda autonómica fue la fuente principal de tensiones en las mesas de negociación entre el EZLN y el gobierno mexicano y una de las principales razones por las que el gobierno de Zedillo desconoció en 1996, los acuerdos a los que sus propios representantes llegaron con la comandancia zapatista. Los llamados Acuerdos de San Andrés firmados por los representantes del gobierno federal y del EZLN el 16 de febrero de 1996, y convertidos en una propuesta de iniciativa de ley por diputados de los distintos partidos que integraban la llamada Comisión de Concordia y Pacificación (COCOPA), han sido aceptados y traicionados por el gobierno mexicano de diversas maneras.

En esta iniciativa de ley se sentaban las bases para establecer una nueva relación entre el Estado mexicano y los pueblos indígenas a través de la modificación del marco jurídico, en el cual se esperaba fueran incorporados los pueblos indígenas como sujetos colectivos de derecho y se reconociera su derecho a la libre determinación expresado en autonomía. Esto permitiría a los pueblos indígenas decidir y ejercer sus propias formas de organización social, política, económica y cultural, y aplicar sus sistemas normativos en la resolución de sus conflictos. La iniciativa se encaminaba a garantizar el acceso de los indígenas a la jurisdicción del Estado sin negar sus particularidades culturales, sus derechos colectivos sobre sus tierras y territorios, ni el acceso a los recursos naturales en ellos existentes (López Bárcenas, en prensa).

La iniciativa fue retomada por el presidente Vicente Fox en enero del 2001 y enviada al Congreso de la Unión para su discusión. A pesar de las amplias movilizaciones políticas que se realizaron en apoyo a la iniciativa de la COCOPA 9, las principales demandas autonómicas de esta iniciativa fueron rechazadas por la mayoría de las dos Cámaras del Congreso, aprobando una ley indígena muy limitada que fue considerada por el EZLN y por el movimiento nacional indígena como una burla a sus demandas y una traición a los Acuerdos de San Andrés.10

La Ley Indígena aprobada puso una serie de candados a la autonomía que reconocía la iniciativa de ley de la COCOPA. Por ejemplo se remiten a las legislaturas de los estados la atribución para determinar la forma en que se reconocerá la autonomía de los pueblos indígenas, no se reconoce su derecho colectivo al disfrute de sus tierras y territorios y se niega el status jurídico de sus sistemas normativos. Tomando en cuenta que la mayoría de los Congresos estatales continúan bajo el control de las fuerzas caciquiles regionales, la autonomía reconocida en el inciso “A” del artículo segundo de la nueva ley, no pasará de ser una mera figura discursiva sin sustento jurídico que permita operativizarla.

Entre los otros cambios que se hicieron a la propuesta de la COCOPA está el no reconocimiento de los pueblos indígenas como sujetos de derecho, sino como objetos de atención por parte del Estado (al cambiar su carácter de entidades de derecho público, por entidades de interés público) y la aclaración reiterada en diversos incisos de que “La nación mexicana es única e indivisible”. El fantasma de la fragmentación nacional , el temor a la colectivización de los recursos naturales y la descalificación de las formas de organización indígena llevaron a los senadores de todos los partidos a aprobar una ley que no responde a las demandas centrales del movimiento indígena nacional.

Neil Harvey ha analizado esta limitada reforma legislativa como una estrategia para evitar que el reconocimiento de los derechos colectivos de los pueblos indígenas frenara la implementación de megaproyectos como el Plan Puebla Panamá (PPP). Este plan, fue dado a conocer por el presidente Vicente Fox en marzo de 2001, al mismo tiempo que la comandancia zapatista recorría la república mexicana pidiendo el apoyo de los pueblos indígenas y de la sociedad civil para la iniciativa de Ley de la COCOPA. Se trata de un conjunto de proyectos de desarrollo regional que fueron elaborados por ex asesores del presidente Ernesto Zedillo, en los que se plantea la necesidad de terminar con el reparto agrario y las políticas de subsidio al campo y acabar con la dispersión de la población formando centros de desarrollo en los que se fomenten actividades productivas y que se encuentren vinculados a corredores comerciales. (ver Plan Puebla Panamá, [PPP] www.ppp.presidencia.gob.mx)

Harvey se refiere al Plan Puebla-Panamá como un “mito de desarrollo” que “tiene la función de desplazar al zapatismo, presentado como algo que busca derechos especiales para la población indígena, mientras el PPP y el gobierno abogan por el desarrollo de todos, sin distinción de etnia, clase o género. El discurso de Fox no niega la autonomía indígena, simplemente busca adecuarla al PPP, lo que en la práctica significa subordinarla y acotarla.” (Harvey, en prensa: 6). La panacea del desarrollo que se les ofrece a las comunidades indígenas, en vez de la autonomía que demandan, pretende fomentar tres tipos de actividades principales: (1) las actividades industriales: la explotación del petróleo, la petroquímica, la producción de polímeros, la incineración de tóxicos industriales, y la instalación de maquiladoras (de textiles o la microeléctrica en Centroamérica y de textiles o autopartes en el sur de México); (2) las actividades biológico-agrícolas: la expansión de agronegocios, el uso de agroquímicos y transgénicos, la creación de nuevas plantaciones de monocultivos (por ejemplo, de eucalipto y la palma africana), la bioprospección, el desarrollo de la biotecnología, la conservación y manejo del medio ambiente, y la piscicultura; y (3) las actividades turísticas: el turismo convencional, de aventura, el turismo cultural, el ecoturismo y el agriturismo. Todas estas actividades apoyadas por modernos sistemas de transporte (carreteras, puertos y aeropuertos), la interconexión energética (gaseoductos, oleoductos, represas y redes de energía eléctrica) y redes de telecomunicaciones. Con ello, se espera crear corredores y centros de desarrollo que atraigan a la inversión privada. (Harvey op.cit).

Esta perspectiva del “desarrollo” para el sureste mexicano es resumida en estos términos por Alejandro Álvarez “El PPP ha sido presentado como un plan de desarrollo regional, que se sustenta en una fuerte retórica diciendo que ‘habrá que basarse en la planeación y en la concertación’, pero en las prioridades presupuestales no ha aparecido hasta ahora nada como una política agrícola (que es el sector que predomina), nada como una política ambiental, que no sea la ocupación militar de las reservas de la biodiversidad (a pesar de que se trata de una zona altamente afectada por la explotación petrolera irracional, que configura en varios estados del sur-sureste una crisis ecológica de grandes proporciones), ni nada de concertación, pues la reforma indígena aprobada el año pasado suprime literalmente cualquier reconocimiento legal a los derechos de las comunidades indígenas sobre los recursos naturales en que se encuentran asentadas” (Alvarez Bejar, 2002b:9).

La retórica del desarrollo se convirtió también en parte de la Constitución Mexicana al incluirse, en un hecho insólito en la historia constitucional, los planes de desarrollo regional del gobierno, en el Apartado B del Artículo 2, de la nueva Ley de Derecho y Cultura Indígena. Para la promoción del desarrollo regional prometido en la Constitución, el gobierno de Vicente Fox creó el Programa Nacional de Desarrollo para los Pueblos Indígenas, que paulatinamente fue substituyendo al Instituto Nacional Indigenista, el cual finalmente desapareció a principios del 2003. La perspectiva de desarrollo que se promueve desde esta nueva oficina da continuidad a la manera vertical y centralista en que los gobiernos priistas del pasado promovieron el desarrollo en regiones indígenas. Los planes se siguen imponiendo desde arriba, con participación de algunos intelectuales indígenas dentro de la burocracia indigenista, pero sin la participación efectiva de los pueblos y comunidades indígenas en la planeación e instrumentación de los programas de desarrollo. La burocracia indigenista se ha aumentado con la creación de nuevas instituciones como la Oficina de Representación para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas (ORDPI) y el Consejo para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas, y se ha añadido la palabra “indígena” a otras ya existentes, como la Dirección General de Culturas Populares e Indígenas, pero las relaciones entre el Estado y los pueblos indios siguen sin modificaciones sustanciales. Sólo se han dado algunos cambios en las caras de los funcionarios y en la retórica indigenista, incorporando un nuevo lenguaje empresarial, al incluir por ejemplo un Programa de Desarrollo Empresarial como parte del Programa Nacional de Desarrollo para los Pueblos Indígenas (PNDPI), en el que se plantea la necesidad de formar capital humano. De forma similar a como veíamos está sucediendo en el entorno europeo, la retórica del desarrollo implica la promoción de valores y visiones de mundo que resulten operativas al capital.

Las principales iniciativas gubernamentales dirigidas a los pueblos indígenas en México, sean estas reformas legislativas, programas de desarrollo o megaproyectos como el Plan Puebla Panamá (PPP), a pesar de la retórica de inclusión y del énfasis en los procesos consensuales, se siguen imponiendo de manera vertical y sin la participación de los principales afectados. Los pueblos indígenas siguen siendo construidos como “problema” y el desarrollo como la panacea que les permitirá integrarse a la economía capitalista como fuerza de trabajo barata.

Críticas feministas al desarrollo

Muchos de los detractores de los programas gubernamentales de desarrollo en México y España, han centrado sus críticas en los problemas operativos de verticalismo y falta de participación de los colectivos afectados, en el diseño de los mismos; o en los problemas técnicos que conlleva el promover el uso de tecnología o modelos agrícolas que no consideran el entorno ecológico y cultural en que éstos se aplican. Sin embargo, en la mayoría de los casos se acepta que el desarrollo es la alternativa a la exclusión económica y social de los colectivos humanos con quienes se trabaja, sean estos indígenas o migrantes del tercer mundo.

Desde el feminismo varias teóricas poscoloniales han llevado la crítica al desarrollo un poco más lejos, desvelando no sólo las redes de poder que configuran y dan sentido a las prácticas de desarrollo sino identificando el origen del sesgo androcéntrico del desarrollo en los propios fundamentos epistemológicos de la ciencia occidental. La feminista india, Vandana Shiva señala al respecto: “La ciencia y el desarrollo modernos son proyectos de origen masculino y occidental, tanto desde el punto de vista histórico como ideológico. Constituyen la última y más brutal expresión de una ideología patriarcal que amenaza con aniquilar la naturaleza y el género humano” (Shiva, 1995:45).

En esta misma línea de pensamiento, la feminista paquistaní Naila Kabeer nos muestra la manera en que esta visión del mundo es exportada e impuesta por las agencias de desarrollo a todo el planeta: “Hay una estrecha relación entre la visión del mundo que tienen las agencias del desarrollo poderosas y el tipo de conocimiento que tal vez promuevan, financien y sobre el que actúen. Algunas excavaciones en los cimientos metodológicos de esta visión del mundo han contribuido a descubrir la jerarquía del conocimiento sobre la que está construida esa visión del mundo; una jerarquía que privilegia ciertos tipos de información (científicos y positivistas) sobre otros (locales y experimentales); ciertos tipos de informadores (neutrales, imparciales) sobre otros (comprometidos e involucrados) Los orígenes de esta jerarquía están en la tradición epistemológica liberal que contempla la realidad de una manera esencialmente atomizada y tipificada”. (Kabeer, 1998:85).

Estas teóricas se han atrevido a rechazar el campo marcado de las retóricas desarrollistas y nos recuerdan que la ciencia y el desarrollo occidental son sólo conocimientos locales globalizados por el poder económico, pero que existen otras muchas formas de conocimientos locales que tal vez nos puedan dar algunas pistas de cómo confrontar un modelo civilizatorio en decadencia por sus destructivos efectos sobre el mundo y su gente más vulnerable. Un acercamiento al impacto que las políticas de desarrollo han tenido en la vida de las mujeres nos puede ayudar a entender a qué responden estas críticas feministas.

De las mujeres en el desarrollo al posdesarrollo desde el género

La economía neoclásica proporcionó los parámetros para medir el desarrollo y el subdesarrollo con base en el crecimiento económico y en la difusión a escala mundial de la economía de mercado. Ciertas variables cuantificables como el Producto Interno Bruto (PIB) permitían ubicar a los países en una escala de desarrollo, sin que factores como la desigualdad social, la ecología, o la discriminación de género, fueran tomados en cuenta. El trabajo de las mujeres dentro o fuera de la unidad familiar no era considerado en las variables macroeconómicas que se usaban para medir el desarrollo, pues éstas se centraban en el trabajo productivo de los hombres. Mientras que los hombres eran considerados como jefes de familia y agentes productivos, las mujeres eran contempladas primordialmente por su capacidad como amas de casa, madres y “reproductoras por su cuenta y riesgo”, así las mujeres del tercer mundo se convierten en las principales beneficiarias de los programas de bienestar iniciados por agencias de asistencia nacionales e internacionales, poco después de la Segunda Guerra Mundial. Estos programas de bienestar estaban concebidos para aliviar las necesidades de las mujeres pobres exclusivamente en función de sus papeles como madres y amas de casa. Se creó así la dicotomía entre bienestar y productividad que sigue marcando las perspectivas de desarrollo de las principales agencias internacionales. Los principales recursos del desarrollo dirigidos a la actividad productiva secundaria y residual, orientada al mercado y la asistencia al bienestar, era dirigida a grupos dependientes y vulnerables como las mujeres y los niños (ver Kabeer 1998). En la medida en que se consideraba que el crecimiento económico era el objetivo dominante del desarrollo, estos programas para el bienestar tenían en gran parte un carácter residual y se ofrecían sólo cuando los requerimientos de planificación principal habían sido satisfechos y se prescindía de ellos en tiempos de austeridad económica.

En la década de los setenta, bajo la influencia de un amplio movimiento feminista en Europa, Estados Unidos y América Latina, estas representaciones de las mujeres como dependientes, al margen de las actividades productivas y de mercado, empiezan a ser rechazadas por varias mujeres, desde la academia y desde las mismas agencias de desarrollo. Estas críticas se ven sistematizadas y documentadas en el trabajo ya clásico de Ester Boserup, La Mujer y el Desarrollo Económico, (1970), en el que se defendían los papeles productivos de las mujeres y se desafiaba directamente la equivalencia ortodoxa entre mujeres y domesticidad. Boserup argumentaba que varios gobiernos coloniales y poscoloniales habían pasado sistemáticamente por alto a las mujeres en la difusión de nuevas tecnologías, servicios de extensión y otros insumos, debido a su manera de ver, o de mal ver lo que hacían ellas. Mediante una cuidadosa investigación económica Boserup daba ejemplos de países en los que, a pesar de los papeles cruciales que desempeñaban las mujeres en los sistemas agrícolas, los planificadores no habían dejado de actuar con prejuicios estereotipados sobre el vínculo entre las mujeres y el espacio doméstico.

Su trabajo fue fundamental para desechar el énfasis en la inversión para el bienestar por una nueva perspectiva sobre la igualdad para las mujeres en el proceso de desarrollo. Sin embargo, a pesar de sus perspectivas feministas críticas, Boserup reproducía una visión etnocéntrica que aún sigue siendo relevante en la retórica del desarrollo, a saber, que el problema de la pobreza y del subdesarrollo de las mujeres del tercer mundo es un problema de falta de acceso a la tecnología y a la economía de mercado, y que la modernización de los procesos productivos implicaría una mayor participación -en términos de igualdad con los hombres- en los beneficios de desarrollo. El paradigma de la modernización pone a Occidente y a su proceso civilizatorio como la etapa más avanzada del desarrollo a la que hay que acceder. Se orientaliza y se construye una imagen de tercer mundo como categoría monolítica y ahistórica: la que se presenta como un conocimiento técnico, permite a las instituciones de desarrollo diagnosticar los problemas del tercer mundo e intervenir en ellos.

Al igual que muchas otras feministas preocupadas por sus “hermanas del tercer mundo”, Boserup proyectaba sus propios anhelos y aspiraciones como el horizonte a alcanzar para todas las mujeres del mundo; mientras más se parecieran a las mujeres occidentales, más cercanas estaban de alcanzar el desarrollo. Se abre así una nueva etapa que se conoce como Mujeres en el Desarrollo (MED), mediante la cual se substituye el énfasis en el bienestar por el énfasis en la efectividad, y se promueve el apoyo de proyectos productivos dirigidos a mujeres. La idea de que las mujeres eran agentes productivas cuyo potencial había estado subutilizado en las perspectivas orientadas por el bienestar fue la base de esta nueva etapa en las políticas de desarrollo. Con el influjo creciente de las filosofías de libre mercado en las agencias donantes, hubo cada vez más insistencia en esta argumentación, reduciéndose al mínimo el apoyo para los proyectos de bienestar social.

Estudios posteriores y la propia experiencia de las mujeres supuestamente beneficiadas por el enfoque del MED, nos muestran que su participación en nuevos proyectos productivos, la apropiación de nuevas tecnologías agrícolas, y su integración a la economía de mercado, al no ir acompañadas por cambios substanciales en las estructuras de dominación familiares y comunitarias, terminó convirtiéndose en una sobreexplotación femenina. Ahora tenían que encargarse del trabajo doméstico, de las actividades de autoconsumo, además de los nuevos proyectos productivos impulsados por el MED, mientras que los exiguos beneficios económicos eran apropiados por los hombres de la familia. Aunque el enfoque del MED fue importante para acabar con la antigua equivalencia política entre mujeres/reproducción/bienestar, la nueva equivalencia entre mujeres/producción/eficacia se construyó sobre un punto de vista igualmente empobrecido de la vida de las mujeres. Este ha definido como equivalentes la agencia económica de las mujeres y la de los hombres, ignorando la mayor intervención de ellas en las responsabilidades familiares y domésticas.

La evaluación que hacen estas feministas poscoloniales (ver Kabeer 1998, Kothari 1990, Shiva 1988, 1995) nos muestra no sólo que el incorporar a las mujeres en el desarrollo, sin considerar las estructuras de desigualdad que determinan su participación, han traído una sobreexplotación a sus vidas, sino que la economía de mercado y la tecnología agrícola no son la panacea para los problemas de injusticia y desigualdad que viven las mujeres del llamado tercer mundo. Desde el feminismo o desde el desarrollo, se ha impuesto sobre ellas concepciones de progreso y bienestar, que no consideran sus propias concepciones de una vida digna, sino que parten de una concepción genérica y etnocéntrica de las necesidades de las mujeres. La manera en que la clase y la raza marcan las distintas formas de ser mujer y por lo mismo las distintas maneras de vivir la exclusión y la subordinación, y de imaginar estrategias de resistencia, ha sido señalada por distintas feministas negras y chicanas, que hacen eco a las críticas de las feministas poscoloniales (Alarcón 1990, Hook 1981, Hurtado 2000). Aunque es cierto que en un nivel de abstracción puede decirse que las mujeres tienen algunos intereses en común no hay consenso sobre cuáles son ni cómo se han de formular. Esto se debe, en parte, a que no hay ninguna explicación teóricamente adecuada y universalmente aplicable de la subordinación de las mujeres a partir de la cual se pueda derivar una versión general de los intereses de ellas. Las perspectivas del MED partían de una conceptualización de intereses de las mujeres que pasaba por alto el contexto cultural, social y económico de las mujeres del llamado tercer mundo. En respuesta a este feminismo etnocentrista las feministas poscoloniales han señalado que cualquier teoría de los intereses que tenga una aplicación en el debate sobre la capacidad de las mujeres para luchar por el cambio social y beneficiarse de él, debe comenzar por reconocer la diferencia en vez de asumir la homogeneidad. Sus críticas apuntan también a los parámetros mismos con que se mide el desarrollo y el bienestar social. Naila Kabeer plantea al respecto que si en vez del ejercicio de la racionalidad del mercado se toma como criterio de producción la satisfacción de la necesidad humana, entonces llega a ser claramente necesario un pun to de vista mucho más holístico del desarrollo. El desarrollo ya no se mediría por el volumen de los bienes y servicios en el mercado, sino por el grado en el que asegura el bienestar humano, dependiendo los valores y aspiraciones de cada pueblo. Las actividades que contribuyen a la salud y el bienestar de la gente se reconocerían como productivas, independientemente de si se llevan a cabo dentro de la producción familiar o dentro de las relaciones comercializadas del mercado.

Para estas perspectivas feministas del posdesarrollo los mercados tomarían su lugar simplemente como uno más de una serie de mecanismos institucionales a través de los que se pueden satisfacer las necesidades humanas, en vez de ser el único árbitro del valor. Este tipo de planteamiento promovería tanto la equidad de clase como la de género: las mujeres, en especial las mujeres pobres tomarían su lugar como elementos clave por su contribución a la sobrevivencia humana y al bienestar entre los que han estado más privados de derechos por las estrategias de desarrollo dominadas por el crecimiento económico.

Reflexiones finales

Las críticas al desarrollo como “panacea” para los pobres del mundo, hechas por las feministas poscoloniales nos hablan también de la necesidad de volver nuestra mirada a otros conocimientos locales que plantean las relaciones con la naturaleza en otros términos, visiones de la vida en las que la productividad se mide a partir del bienestar social y no del crecimiento económico. Vandana Shiva (1988) nos habla de la experiencia de las mujeres de la India, quienes han estado a la vanguardia de las luchas por conservar los bosques, las tierras y las aguas. A partir de la experiencia de una organización ecológica llamada Chipko, en los Himalayas de Garhwal, Shiva nos muestra cómo estas mujeres han impugnado el concepto occidental de la naturaleza como objeto de explotación y la han protegido como Prakriti, la fuerza viviente que sostiene la vida. Han rechazado el concepto occidental de la economía como producción de ganancias y acumulación de capital y han defendido su propio concepto de economía como producción de sustento y satisfacción de necesidades. Pero esta no es una experiencia aislada, la búsqueda de modelos civilizatorios menos depredadores e individualistas que el modelo occidental se está dando en muchos lugares del mundo, aunque sus voces y experiencias tienden a ser silenciadas por un modelo hegemónico de bienestar que ha hecho del desarrollo su principal herramienta de colonización y que nos ha convencido a todos de que no existen otros futuros posibles. Las mujeres mames, de Nan Choch y de Nuevo Amanecer de la Sierra, en la Sierra Madre de Chiapas, al igual que las mujeres de la India, han hecho de la agroecología y de su relación con la Madre Tierra, su principal bandera para enfrentar las políticas neoliberales de los gobiernos mexicanos (ver Hernández Castillo 2000). Estas mujeres al igual que las mujeres de la India, no aceptan el campo marcado que les impone la retórica del desarrollo. No se trata de experiencias idílicas ni sin contradicciones, sino de proyectos políticos incipientes que están tratando de substituir los conceptos de productividad, eficiencia y crecimiento, por conceptos como equidad, solidaridad y dignidad. Es importante desde la academia acercarnos a estas experiencias y sistematizar sus logros y limitaciones, no para encontrar al “buen salvaje” en el que depositemos nuestras propias utopías, sino para empezar a romper con la idea de que no es posible imaginar otros futuros.

La retórica del desarrollo es un campo marcado, que subsume un modelo occidental de sociedad como parámetro universal para medir el relativo atraso o progreso de los demás pueblos del planeta. La hegemonía de este modelo civilizatorio reside en convencernos de que sólo se pueden buscar alternativas al interior de ese campo marcado.

En este sentido nos parece útil la propuesta de William Roseberry de entender la hegemonía “no como consenso sino como una forma de entender la lucha; la manera en que las palabras, imágenes, símbolos, formas, organizaciones y movimientos utilizados por la población subordinada para hablar, entender, confrontar, adaptarse o resistir su dominación están modelados por el mismo proceso de dominación. Lo que la hegemonía construye, no es una ideología compartida, sino un marco de referencia y significados común para vivir, hablar, y actuar sobre órdenes sociales caracterizados por la dominación”. (Roseberry 1994:360-361, nuestra traducción). El codesarrollo, el etnodesarrollo, el ecodesarrollo, son formas de confrontar el discurso dominante que se siguen moviendo dentro de un marco de referencia y significados delimitados por la misma hegemonía. La construcción de nuevos proyectos de sociedad requiere salir de ese campo y crear nuevas visiones de futuro, nuevas relaciones con nuestro entorno y nuevas perspectivas del uso de los recursos naturales y sociales. Es importante volver los ojos hacia experiencias y visiones de mundo que están confrontando a la hegemonía del desarrollo y desde la academia o desde la práctica política asumir el compromiso de enfrentar estos discursos globales del poder que están colonizando nuestras mentes y nuestros imaginarios.

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