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Resumen
En este artículo se analiza la desnaturalización de la categoría indígena que realiza Yásnaya Aguilar Gil (1981-), intelectual y activista mixe, en su producción escrita. Para llevar a cabo este análisis, primero se desarrolla por qué la categoría indígena puede entenderse desde el enfoque de la “construcción del sentido” de la sociología cultural. Posteriormente, se muestra una síntesis de la construcción de la categoría indígena durante el siglo XX mexicano, puesto que es a estas conceptualizaciones a las que responde Yásnaya Aguilar Gil. Más adelante, se analiza las críticas a la categoría realizadas por la autora, bajo la perspectiva teórica sobre el lugar de enunciación de Djamila Ribeiro. Así, este artículo propone que Yásnaya Aguilar Gil realiza una desnaturalización de la categoría indígena por medio de un pensamiento complejo que conjuga reflexiones socioculturales y posicionamientos políticos, en los que la inclusión de la experiencia propia juega un papel decisivo
Introducción
El análisis de lo que en este artículo se concibe como la desnaturalización de la categoría indígena, llevada a cabo por Yásnaya Aguilar Gil, se sustenta en el marco de la sociología cultural. En este, la construcción del sentido (o meaning making) es aquello que conforma y direcciona el mundo de los seres humanos como animales sociales (Spillman, 2020). Como se pretende evidenciar, Yásnaya Aguilar Gil da cuenta de la construcción de sentido de la categoría indígena a partir del señalamiento de las relaciones de poder establecidas desde la Colonia y mantenidas desde diversas prácticas perpetuadas por el Estado. A su vez, la autora realiza su crítica haciendo uso de narraciones que ponen en primer plano su estar en el mundo y de otras mujeres categorizadas como indígenas. Esta característica de sus escritos es analizada bajo la teorización que realiza Djamila Ribeiro (2023) sobre el lugar de enunciación.
Para llegar a lo anterior, primero es necesario enmarcar la categoría indígena como una construcción de sentido, así como exponer lo que implica comprenderla como tal. Los marcos proporcionados por la sociología para estudiar las categorías sociales nos permiten analizar, en primera instancia, que su elaboración y reelaboración constituyen las directrices de las relaciones humanas dentro de parámetros contextuales específicos.
Posteriormente, se sintetiza la construcción de lo indígena en el siglo XX mexicano. En este contexto la categoría fue parte de planes políticos, programas antropológicos, elaboraciones filosóficas y producciones de distintos campos de la cultura. La elaboración de lo “indígena” durante este periodo muestra que no solo se trata de una remota herencia colonial, sino que se mantuvo durante los siglos posteriores mediante algunos ajustes. En el siglo XX se configura el indigenismo mexicano y se forja la ideología del mestizaje, de la que se desprenden implicaciones políticas importantes. A su vez, a partir de la década de 1970 surgen distintas voces críticas que señalan las relaciones de poder imbricadas en la categorización étnica, pero sin llegar del todo a desarticularla.
A partir de las consideraciones anteriores, se analizan las críticas realizadas por Yásnaya Aguilar Gil. En general, impugna los remansos de la ideología indigenista del siglo XX, todavía presentes en el imaginario social y en proyectos estatales; la ideología del mestizaje configuró como válida solo una manera de entender el mundo, favoreciendo la categoría “mestizo”. El análisis que aquí se presenta evidencia los recursos empleados por la autora para desnaturalizar categorías fuertemente políticas que, no obstante, son percibidas como naturales.
La categoría indígena como construcción del sentido
Para comprender la categoría indígena en el contexto mexicano hay que señalar, primero, que las categorías sociales son producto de interacciones históricas realizadas por individuos en un contexto concreto. Algunas de sus particularidades son resumidas por Michael Banton (2011); retomamos las que consideramos de utilidad para este análisis: a) las categorías surgen a partir de diferencias que grupos humanos observan entre ellos y que consideran significativas; b) los significados de estas diferencias se atribuyen culturalmente; c) las categorías pueden sostener desigualdades; d) la relevancia de las categorías sociales depende de las relaciones sociales que mantengan los grupos humanos entre sí y de su posibilidad de definir cómo serán las bases de su interacción; e) la expansión de las relaciones sociales ha conducido a la creación del Estado-Nación como una institución importante para administrarlas e, históricamente, muchas de las acciones estatales han beneficiado solo a algunos grupos en determinadas categorías; d) las categorías se encuentran “bajo presión” en el sentido de que son cambiantes, varían con el tiempo si no se gestiona para mantenerlas.
Los puntos anteriores subrayan la construcción social de las categorías, lo que no quiere decir que sean neutras ni productos de pactos armoniosos. Existen distintos procesos que se articulan para con-formarlas, continuarlas y, en todo caso, transformarlas. Lo que me interesa enfatizar es su artificialidad, así como su capacidad de cargar con valoraciones: las categorías sociales son marcos construidos por los cuales los seres humanos observamos, valoramos y organizamos la realidad. Este señalamiento, aparentemente obvio desde las disciplinas sociales, encuentra resistencia en los discursos estatales y en diversas manifestaciones de la cultura que insisten en clasificaciones ontológicas inamovibles.
A su vez, cabe destacar las particularidades que resume Federico Navarrete (2004) sobre las categorías étnicas1 y que complementan las características anteriormente enumeradas: a) definen no solo a los grupos de personas que pretenden englobar, sino también a los que no, puesto que establecen diferencias entre unos y otros como particularmente significativas; b) cumplen funciones políticas al organizar el mundo social; c) guían la interacción entre distintos grupos. Estas tres puntualizaciones explican que las categorías étnicas movilizan distintos ámbitos de la vida social y no se quedan en una mera categorización semántica.
Las categorías étnicas en el contexto mexicano han funcionado históricamente no únicamente como marcadores de (supuestas) diferencias sustanciales, sino como organizaciones jerárquicas del mundo social. Las propias categorías sustentan y transmiten las desigualdades, encarnadas en acciones y planes concretos. Por lo anterior, insistimos que el problema de las categorías étnicas no constituye un problema semántico, sino político: la conformación de la asimetría del orden social sustentado y reproducido en la propia categorización. La desnaturalización que pueda hacerse de las categorías étnicas en contextos como el mexicano, entonces, propicia un primer indicador analítico para entrever cómo se organizan las relaciones sociales discriminatorias y para, posteriormente, entender cómo desarticularlas.
La historia de la categoría indígena en América Latina ha sido compleja desde su aparición2. Tanto su nacimiento como sus transformaciones constituyen fenómenos necesarios de ser examinados para la comprensión de las relaciones interétnicas. Estudiar la categoría, a partir de la década de 1970, ha presupuesto (en los mejores de los casos) debatir las premisas desde las que se ha construido, así como los marcos analíticos desde los que se le ha estudiado y aplicado. En este sentido, por ejemplo, Andrés Medina Hernández ha señalado que la antropología realizada desde países colonizados tendría que ser, necesariamente, distinta a la elaborada desde los países colonizadores, “a menos que se mantenga la anacrónica idea de considerar a la ciencia como única y ajena a las condiciones históricas de su producción” (Medina Hernández, 2007, p. 11).
Si bien la categoría indígena ha sido empleada a lo largo y ancho de lo que históricamente se ha denominado América Latina, las particularidades de su uso, transformaciones y críticas dependen de su contexto. Aunque existen interconexiones importantes entre las reflexiones sobre la categoría que sobrepasan entornos específicos, como las que propiciaron las tres Cumbres de Barbados3 y el levantamiento y las consecuencias de la aparición del Ejército Zapatista de Liberación Nacional en México, las condiciones diversas de cada región latinoamericana (delimitada política, social y culturalmente) influyen tanto en la concepción como en el replanteamiento de lo que se entiende por indígena. Esto sucede porque no se trata de una categoría meramente abstracta, como tampoco lo es ninguna categoría social, sino que se encuentra configurada por diversos discursos y hechos que la han transformado históricamente.
Subrayamos que la definición de esta categoría puede entenderse como una “construcción de sentido”, como lo proponen las distintas facetas de la sociología cultural (Spillman, 2020). Desde este marco se plantea que el mundo social se encuentra construido por sentidos que se elaboran, transmiten, modifican y debaten desde distintos flancos: en las disciplinas del conocimiento, en el arte, en los rituales, en los discursos y en cualquier otro fenómeno de comunicación social y sus formas simbólicas.
En el contexto mexicano, la definición de lo indígena cuenta con una larga historia en la que se entrecruzan varios discursos de distinta índole, proyectos de nación, disciplinas del conocimiento, obras literarias, representaciones sociales, planes educativos. La pervivencia de la categoría, tal como se entiende en el imaginario popular, no es producto de uno solo de estos flancos, sino del entrecruzamiento de varios que se han seguido (re)produciendo y reelaborando. Concretamente, la historia de la categoría en es inseparable de la conquista española y el periodo colonial; sin embargo, si la categoría ha pervivido en México es porque siguió reproduciéndose en los periodos subsiguientes, como se desarrolla a continuación.
La configuración de la categoría indígena en el contexto mexicano durante el siglo XX
Al considerar los puntos anteriormente desarrollados sobre qué son y cómo operan las categorías sociales, no es de extrañar que hayan sido de especial interés para distintas disciplinas del conocimiento e instituciones. En el caso mexicano, la existencia de lo que se ha delimitado como indígena ha propiciado productos culturales diversos. Si bien la categoría es consecuencia de la Conquista, y a pesar de la sustitución léxica (de “indio” a “indígena”), su carga valorativa negativa persiste en los periodos subsiguientes del orden colonial. Durante el siglo XX, como ha sido ampliamente señalado, la categoría indígena implicó planes de nación específicos, producción artística y tratados filosóficos.
La antropología, cuya institucionalización estuvo ligada al Estado mexicano posrevolucionario, puso en marcha planes concretos para las comunidades indígenas. Beatriz Urías Horcasitas (2007) ha estudiado el periodo que abarcan las décadas de 1920 a 1950 como un gran programa de “ingeniería social” (2007, p.12) a través de dos grandes vertientes: a) la cultural, que buscó modificar las subjetividades desde la educación y el laicismo; y b) el proyecto del mestizaje, que promovió una política de transformación étnica basada en algunos principios articulados sobre las “razas” del siglo XIX. Urías Horcasitas analiza esta última línea como un proyecto de eugenesia social.
Por su parte, Federico Navarrete (2004) ha señalado la importancia de distinguir el proceso histórico del mestizaje, común a cualquier cultura humana, y la ideología del mestizaje, “una doctrina racial y nacionalista elaborada por diversos intelectuales a finales del siglo XIX y principios del XX que se convirtió en la ideología oficial del Estado mexicano” (Navarrete, 2004, p. 79). Al respecto, se ha señalado a Manuel Gamio como el principal ideólogo del indigenismo antropológico, al proponer que la labor de la antropología era conocer a las poblaciones indígenas para poder modificarlas de acuerdo a los intereses nacionales ().
Si por una parte los antropólogos participaron en la elaboración de este programa, igualmente sus reflexiones se encontraban paralelas a las que surgían desde la ensayística mexicana de principios de siglo. Aunque la construcción de sentido de lo indígena se formuló desde distintos enfoques, su contenido fue similar (siempre con excepciones notables). Dos obras que representan estas elabo-raciones de sentido y que tuvieron peso en los planteamientos que vinieron después son La raza cósmica (1925), de José Vasconcelos, y El perfil del hombre y la cultura en México (1934), de Samuel Ramos.
En La raza cósmica. Misión de la raza iberoamericana, Vasconcelos plantea el mestizaje como una solución a un panorama problemático, implicando un programa de eugenesia social, como lo observó Urías Horcasitas (2007) desde la antropología. Si bien, por ejemplo, Ignacio Sánchez Prado (2009) destaca un carácter utópico del texto de Vasconcelos que lo libraría de las críticas que lo califican como positivista, lo cierto es que esta obra se conforma por afirmaciones como las siguientes: “El indio no tiene otra puerta hacia el porvenir que la cultura moderna, ni otro camino que el ya desbrozado por la civilización latina” (2012, p. 26); “El indio, por medio del injerto en la raza afín, daría el salto de los millares de años que median de la Atlántida a nuestra época, y en unas cuantas décadas de eugenesia estética podría desaparecer el negro junto con los tipos que el libre instinto de hermosura vaya señalando como fundamentalmente recesivos e indignos, por lo mismo, de perpetuación” (2012, p. 28). Afirmaciones como estas determinan, en todo caso, la supuesta utopía que se plantea: ¿desde donde se enuncia y para quiénes? ¿a quiénes se denuesta para lograrla?
Un caso similar presenta El hombre y la cultura en México, de Samuel Ramos. Si bien Sergio Castro Gómez argumenta que “la valoración que hace Ramos del mestizaje, la hispanidad y el catolicismo es diametralmente opuesta a la de Vasconcelos” (2011, p. 193), en el texto de Ramos se encuentran apreciaciones sobre las poblaciones indígenas muy similares a las de La raza cósmica. Por ejemplo, en El hombre y la cultura en México se lee: “No creemos que la pasividad del indio sea exclusivamente un resultado de la esclavitud en la que cayó al ser conquistado. Se dejó conquistar tal vez porque ya su espíritu estaba dispuesto a la pasividad. Desde antes de la conquista los indígenas eran reacios a todo cambio, a toda renovación. Vivían apegados a sus tradiciones, eran rutinarios y conservadores” (2001, p. 36); “La realidad, al comenzar la independencia, era ésta: una raza heterogénea, dividida geográficamente por la extensión del territorio. Una masa de población miserable e inculta, pasiva e indiferente como el indio, acostumbrada a la mala vida […]” (2001, p. 40); “Es de suponer que el indio ha influido en el alma del otro grupo mexicano, desde luego, porque ha mezclado su sangre con éste. Pero su influencia social y espiritual se reduce hoy al mero hecho de su presencia. Es como un coro que asiste silencioso al drama de la vida mexicana” (2001, p. 58).
Ambos autores coinciden en caracterizar lo indígena como pasivo, como obstáculo y como perteneciente a un tiempo pasado que necesita superarse. Más importante aún: ambos esencializan la categoría indígena al suponerla homogénea entre distintos grupos poblacionales y al concebirla como estática, inmune a cualquier transformación histórica. Si estos autores construyen su utopía o su análisis psicológico desde estos parámetros, es claro el sesgo que desarrollan en sus reflexiones y que coinciden con los planteamientos elaborados desde la antropología indigenista. La construcción del sentido sobre lo indígena termina desvalorizando los grupos sociales nombrados así, al igual que homogeniza a culturas disímiles.
Por el mismo camino, surge la literatura indigenista con distintos matices durante el siglo XX. Dadas las posibilidades de desarrollo literario, muchas de estas narraciones no convergen del todo en una representación consensuada de lo indígena. Esto se da, incluso, dentro de la obra de un mismo autor, como es el caso de El diosero, de Francisco Rojas González: mientras algunos de sus textos plantean una necesaria modernización de lo indígena, otros denuncian en primer plano las condiciones injustas en las que viven y, otros más, recrean a sus personajes como portadores de un conocimiento valioso al que los mestizos no podrán nunca acceder (Álvarez Romero, 2019).
No menos importantes son las críticas a la categoría indígena en la disciplina propiamente antropológica. En 1963, Andrés Medina Hernández y Carlos García Mora realizaron una crítica a la antropología mexicana por conceptualizar las comunidades indígenas desde nociones importadas y desde la necesidad de integrarlas a lo que se había construido como cultura nacional (). Estas críticas anticiparán a las que se acrecentaron durante 1968 y que desarrollará ampliamente Guillermo Bonfil Batalla desde la década de 1970.
En su artículo “El concepto indio4 de América: una categoría de la situación colonial” (1977), Bonfil Batalla cuestionó los criterios frecuentemente utilizados para categorizar al indígena por ser insuficientes. Entre estos destacaba los parámetros lingüísticos, la caracterización de una cultura homogénea y la pervivencia de algún rasgo cultural prehispánico que los posicionaría en desventaja ante las sociedades mestizas. Para Bonfil Batalla, lo indígena es una categoría que remite a la relación colonial que se estableció en el continente americano y que terminó por homogeneizar a todos los colonizados. Además, apunta, la relación colonial ha sido actualizada por el sistema capitalista.
La antropología crítica logró articular las relaciones de poder que atraviesan la categoría indígena, al mismo tiempo que la contracultura comenzó a revalorar conocimientos que diferían de la tradición occidental. Así lo planteó, por ejemplo, Enrique Marroquín (1975), a diferencia de autores como Carlos Monsiváis (2010), que consideraron la contracultura como un fenómeno más de la colonización durante la misma década de 1970.
Por último, es necesario mencionar la irrupción pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional a partir de 1994. Las luchas y proclamas del EZLN han logrado que no solo el resto de México, sino que también América Latina y otras regiones del mundo den cuenta de las consecuencias del neoliberalismo en una sociedad empobrecida e históricamente atravesada por relaciones étnicas profundamente desiguales. Si bien las consecuencias de la irrupción del EZLN son imposibles de abrevar en este trabajo5, sí es necesario señalar dos de ellas.
La primera es que propició la oportunidad para entender la categoría indígena como una propues-ta identitaria para la resistencia contra las consecuencias del colonialismo sumadas a las prácticas neoliberales (Rodríguez Soriano, 2025); en este línea se podría hablar de un “esencialismo estratégico” (Spivak, 2007) que reestructuraría la categoría. Segundo, clausuró (al menos simbólicamente) las posibilidades de que las personas no categorizadas como indígenas hablaran legítimamente por estos. No consideramos fortuito que posterior al levantamiento del EZLN no se hayan popularizado obras literarias escritas por personas ajenas a la categoría indígena que recree estas culturas, ni que muchas de las críticas a las relaciones de poder verticales provengan, precisamente, de los grupos sociales que sí se han enmarcado dentro de la categoría.
Yásnaya Aguilar Gil y la desnaturalización de la categoría indígena
El trabajo intelectual de Yásnaya Aguilar Gil (1981-) está ligado a su labor política. Escritora, activista, lingüista e investigadora, ha elaborado posturas críticas a los discursos estatales y ha trabajado en el estudio y difusión de las lenguas indígenas, así como en los derechos de sus hablantes. En “La sangre, la lengua y el apellido. Mujeres indígenas y estado nacionales”, podemos detectar claves para la desnaturalización de la categoría indígena. A su vez, en Ää: Manifiestos sobre la diversidad lingüística (2020), la autora explicita claramente su lugar de enunciación como un enfoque crítico a partir del señalamiento del Estado como responsable de la desaparición de las lenguas indígenas.
Para desarrollar el concepto “lugar de enunciación” retomamos a la filósofa brasileña Djamila Ribeiro (2023). Ribeiro identifica los orígenes de este enfoque en las reflexiones teóricas del punto de vista feminista, en la teoría racial crítica y en el pensamiento descolonial. Sobre el lugar de enunciación, Ribeiro desarrolla que “no se trata sólo de poder hablar, no se trata sólo de un montón de palabras, sino de una jerarquía violenta que decide quién puede hablar y quién no”, además de que “esta jerarquía, a su vez, es fruto de la clasificación racial, social y de género de la población” (Ribeiro, 2023, p. 27). Es decir, desde este ángulo resulta significativo dar cuenta desde qué lugar sociocultural se elaboran los discursos, en contraposición al enfoque de Barthes sobre la neutralidad de lo escrito desde lo que desarrolla como “la muerte del autor” (Barthes, 1994).
Según Ribeiro (2023), el lugar de enunciación: a) puede ser interpretado como un desvelamiento de los procesos históricos que generan desigualdades; b) es un concepto para analizar estructural-mente las experiencias que comparten ciertos grupos debido al locus social del que provienen; c) reivindica diferentes puntos de análisis y refuta la historiografía tradicional y la jerarquización del conocimiento; d) nos ayuda a comprender cómo nuestros discursos marcan nuestras relaciones de poder y, eventualmente, reproducen prejuicios y estereotipos. Bajo este ángulo se posibilita el ejercicio consciente de no obliterar desde qué posición se enuncia. Así se efectúa el develamiento de una voz situada, en contraposición de la enunciación construida desde la tradición occidental cartesiana que se ha calificado a sí misma como universal.6
Estas consideraciones nos permiten interpretar lo que implica develar el lugar desde el que se enuncia, puesto que las coordenadas del emisor nos proporcionan claves sobre lo que se comunica. En el caso de la escritura de Yásnaya Aguilar Gil, la autora se posiciona desde experiencias concretas, como mujer mixe, contra las abstracciones que los diversos campos discursivos han construido como la categoría indígena. Así, por ejemplo, en “La sangre, la lengua y el apellido. Mujeres indígenas y Estados nacionales”, la autora comienza desarrollando lo que significa aprender una lengua hege-mónica en un contexto como el mexicano:
Ciertas palabras del castellano siempre se erigieron ante mí como preguntas abiertas sobre mi posición respecto de ellas, sobre mi identidad tejida en una nueva red léxica y sus implicaciones. “Indígena” y “feminismo” han sido dos palabras que, aun después de aprender suficiente sobre su significado como para no confundirlas con otras, seguían apareciendo siempre como elementos léxicos incómodos: no sabía cómo posicionarme con respecto de ellos, de lo que significaban y del entramado social en el que estaban imbuidos. Su aparición constante, muy a mi pesar, era un recordatorio de que mi relación no estaba resuelta. (2018, p. 27)
entramado social detrás de estas palabras. La primera reacción en contra de las categorías “indígena” y “feminista” es una sensación física, articulada a la par de un marco analítico que permite a sus lectoras/es adentrarse a la problemática de las palabras que la atraviesan.
Bajo este razonamiento, Yásnaya Aguilar Gil explica que en muchas lenguas categorizadas como indígenas, como la suya, no existe una palabra equivalente a “indígena”. En cambio, la diferenciación con otros grupos humanos se crea mediante otras propiedades: “ser mixe y no serlo; ser ayuujk já’áy o ser akats” (2018, p. 27). Desde el develamiento de su lugar de enunciación y gracias al contraste de categorías entre culturas, muestra a sus lectoras/es distintas lógicas clasificatorias que ponen en entre dicho alguna categorización que se erija como única y universal.
Posteriormente, la autora agrega: “Narro, cada que tengo oportunidad, cómo es que, ante una pregunta expresa, mi abuela, hablante de mixe, negó ser indígena: soy mixe, no indígena. Esa palabra no se manifestaba ante ella, inquiriéndola, en una lengua que no habla” (2018, p. 28). Esta breve anécdota le permite fortalecer su punto de vista con la experiencia de otra mujer que comparte la misma categorización. Este relato, aparentemente coyuntural, nutre la idea del carácter no natural y, además, impuesto, de la categoría. Todavía más: la negación de la abuela de denominarse indígena da pie para interpretar, en una escala más grande, la inadecuación de lo que significaría reconocerse en una clasificación ajena y una resistencia patente ante esta.
La autora desarrolla que su relación con la categoría ha sido difícil y que no basta negarse a ella para que deje de operar socialmente. Además, similar a la antropología crítica surgida desde la década de 1970, desarrolla que la categoría es una imposición colonial que el Estado contemporáneo sigue imponiendo para relacionarse a partir de la opresión de los que cataloga como indígenas. No se trata, entonces, de una categoría inocente ni neutra. Es de este modo que la autora va conjugando distintos registros, como lo son la experiencia personal y la mirada crítica histórica.
Luego de esta explicación contextual de la categoría y de su posibilidad de utilizarla como herramienta política de lucha, Yásnaya Aguilar Gil prosigue con la categoría “feminista”. De esta afirma no haber sacado todavía conclusiones, aunque desarrolla que la reacción compleja que siente al respecto es compartida por otras mujeres indígenas a lo largo del mundo. En esta tónica menciona referentes con las que comparte inquietudes: la activista quechua Tarcila Rivera, la activista zapoteca Sofía Robles, la politóloga mixe Tajeéw Díaz Robles y la escritora kaqchikel Aura Cumes.
Después de explicar algunas relaciones entre el patriarcado, el colonialismo y el Estado contemporáneo, la autora procede a ejemplificar la problemática de la categoría indígena en Canadá. Explica que, para el gobierno canadiense, ser indígena significa tener una cuota de “sangre indígena”: si ambos padres son reconocidos como indígenas, su hijo será indígena 100%; si solo un padre es reconocido como tal, su hijo será 50% indígena y así sucesivamente. Asimismo, desarrolla que el Estado cana-diense comenzó a llevar un registro de personas indígenas que incluye y excluye.
Para continuar con las implicaciones de estas acciones estatales, la autora las enmarca en las experiencias de una mujer canadiense que escribía en un blog personal. Dicha mujer relataba su deseo de tener hijos que pudieran ser identificados como indígenas y, así, lograr que su comunidad contara con una población determinada para poder reclamar derechos. Se recurre, entonces, al lugar de enunciación de otra mujer categorizada como indígena para dar cuenta de que, incluso, las relaciones amorosas también podrían estar limitadas por las decisiones del Estado.
En esta misma línea continúa con la historia de una mujer tsilhqot’in, Lisa Charleyboy, que se encontraba preocupada y en una posición vulnerable por estas cuotas de sangre exigidas por el gobierno canadiense. A partir de este requerimiento, Charleyboy se interesaba relacionarse con parejas que, al menos, tuvieran 25% de sangre indígena. Con la inclusión de este caso, se refuerza lo absurdo de la operación matemática necesaria para conservar la designación de indígena según las políticas estatales.
Para continuar con estos razonamientos, la autora agrega su propia experiencia, afirmando que nunca se había preocupado por un asunto como el de relacionarse con alguien no indígena:
Mi propia experiencia me sitúa muy lejos de esas preocupaciones y jamás habría pensado en las implicaciones de elegir como pareja a una persona no indígena o a una persona mestiza (en el caso de México) . Aun siendo una mujer indígena como ellas, no compartía ni reconocía de ese modo esas preocupaciones. Esta diferencia me inquietó sobremanera y me di cuenta de algo evidente, pero que de algún modo no había tomado relevancia en mis propias experiencias narrativas: todas las mujeres indígenas pertenecemos a naciones sin Estado, es el rasgo que nos agrupa bajo la categoría indígena, pero cada Estado determina el modo en que ejerce esa categoría y actualiza la opresión. Muchas de las angustias, deseos y reflexiones como mujeres indígenas, aparentemente personales en extremo, se plantean como respuestas y reacciones a los modos específicos en los que cada Estado nacional sanciona el “ser indígena”. No asumirse como tal tampoco desvanece la estructura, al menos no de manera individual. (2018, pp. 34-35)
La autora conecta su experiencia con las de las otras mujeres mencionadas, sin menospreciar las diferencias que ella misma expone. Esto le permite acercar al lector a problemáticas concretas resultantes de que el Estado tenga la autoridad de categorizar y excluir, como la de direccionar la vida amorosa de mujeres indígenas en el contexto canadiense. En este ejercicio de pasar de la abstracción (qué es ser indígena) a lo concreto (historias particulares de mujeres categorizadas así) se ilustra lo que la autora denomina pertenecer a una nación sin Estado. La problemática de la categorización excede, entonces, los marcos del país particular en el que habitan las mujeres.
En el siguiente apartado de su escrito, Yásnaya Aguilar Gil traslada su reflexión al contexto mexicano. Explica que en estas coordenadas geopolíticas, al Estado le basta la auto adscripción como indígena para reconocer a alguien como tal. Sin embargo, señala, esto no siempre ha sido así, puesto que el criterio lingüístico había formado parte de los requerimientos para permitir nombrar a alguien legalmente bajo la categoría. Agrega que, de manera paradójica, ha sido el mismo Estado el que ha posibilitado la pérdida de las lenguas indígenas. En este esquema, la autora señala que tanto desde el Estado como en algunas luchas indígenas se considera a las mujeres como las responsables de la transmisión de las lenguas. Señala que, si bien las mujeres han jugado un papel fundamental, no tendrían que ser ellas las únicas responsables de la transmisión, a la par que habría que desmontar el racismo estructural que dificultan su enseñanza a las generaciones más jóvenes.
Como último ejemplo de los mecanismos del Estado para determinar lo que es ser indígena, la autora menciona la transmisión del apellido paterno. Aquí refiere una conversación con la politóloga k’iche’ Gladys Tzul; a través de ella conoce la importancia de la defensa de la propiedad comunal de las tierras que habitan mayas, las cuales se transmiten desde una vía patrilineal. Gladys Tzul le externa la situación compleja de mujeres que no tienen hijos con un hombre de apellidos que resguarden la propiedad comunal, así como las de las mujeres que deciden no conformar una familia. A la vez de continuar con la reflexión sobre el papel del Estado y la responsabilidad de este en los problemas que expone, la autora menciona la capacidad transformadora de las respuestas de las mujeres para desarticular las imposiciones coloniales.
Las realidades personales de distintas mujeres que recupera la autora logran visibilizar cómo operan las estructuras de poder estatales en vidas concretas. Desde el enfoque del lugar de enunciación podemos considerar, para su análisis, las implicaciones de la categorización desde el Estado y sus consecuencias en ámbitos de la vida cotidiana. Las categorías no son receptáculos vacíos para clasificar a las personas, sino que conllevan a valoraciones sobre estas y, como en el caso de los ejemplos mencionados, inciden en aspectos considerados del ámbito privado.
Si bien en los ejemplos anteriores Yásnaya Aguiar Gil desarrolla claramente tanto el papel impositivo del Estado para categorizar, así como la posibilidad de resistir a sus labores coercitivas, también utiliza la estrategia de la metonimia: nombrar la parte por el todo. En Ää Manifiestos por la diversidad lingüística la autora cuestiona los calificativos sobre lo indígena desde uno de los blancos estatales: las lenguas insertas en estructuras de discriminación racial. Esto lo desarrolla en textos híbridos que pueden entenderse entre las fronteras del ensayo literario y relatos autobiográficos, sin prescindir de una argumentación analítica compleja.
Por ejemplo, en su ensayo “Ser o no ser: bilingüismos”, la autora explica que en su pueblo y en toda la región hay dos tipos de escuelas primarias: las de “educación formal”, en las que todas las materias se imparten en español, y las escuelas bilingües, en las que se imparten clases en ayuujk mientras los alumnos aprenden español. La autora explica que los padres de familia evitan las escuelas bilingües porque son de menor calidad que las escuelas en las que se enseña español; la calidad tanto de las instalaciones como las condiciones del profesorado son más precarias en las primeras que en las segundas, por lo que en este contexto se entiende que la palabra “bilingüe” tiene connotaciones negativas.
Con esta contextualización, Yásnaya Aguilar Gil narra que cuando hizo su primer viaje a la Ciudad de México se dio cuenta que existían escuelas bilingües pero que, a diferencia de su contexto, las personas trataban de enviar a sus hijos a ellas. Ella pensaba que, al haber un gran número de hablantes de náhuatl en la capital del país, las escuelas bilingües enseñaban español y náhuatl, pero pronto se dio cuenta de que en realidad se enseñaba español e inglés: “me di cuenta de que hay clases de bilingüismo y al menos uno de ellos parecía ser indeseable: hablar una lengua indígena implicaba tener un menor sueldo como profesor y, aún más, un menor prestigio dentro del sistema educativo. Entendí, en pocas palabras, que no es lo mismo ser bilingüe que bilingüe” (2020, p. 32).
Este ejercicio que realiza la autora, aparentemente sencillo, posee una sofisticación que posibilita develar el valor social de lo que implica hablar dos lenguas cuando una de estas no se ajusta a los intereses estatales. A partir de su enunciación claramente situada, muestra el absurdo no solo de un bilingüismo considerado superior a otro, sino de las estructuras raciales que sostienen estas creencias. Siguiendo las puntualizaciones de Djamila Ribeiro sobre el lugar de enunciación, podríamos sostener que lo que logra Yásnaya Aguilar Gil es un tipo de “develamiento” de estructuras desiguales por las que se articula una situación común, a la vez que señala las implicaciones de valorar una lengua sobre otra. Aunado a esto, implicar que la palabra “bilingüe” puede tener connotaciones distintas dependiendo de los idiomas que indique, pone de manifiesto que el mundo social está atravesado por valoraciones desiguales hacia un mismo fenómeno (el bilingüismo).
El libro se conforma en su totalidad por la estrategia de mostrar las implicaciones ocultas de categorías y valoraciones naturalizadas culturalmente. Por ejemplo, cuando toca el tema del orgullo de hablar una lengua indígena, la autora señala:
Ser orgullosamente indígena o hablar mixe con orgullo es una evidencia de la falta de reconocimiento, es evidencia de la discriminación imperante, es evidencia de aquello que debería ser normal no lo es y necesita reafirmarse. Afirmar el orgullo de ser indígena confirma y afianza la subordinación. (2020, p. 52)
Lo que logra, aquí, entonces, es dar cuenta del orgullo desde su otra cara: la aparente necesidad de mostrarlo en un contexto discriminatorio, lo que termina reforzando dicha discriminación en vez de combatirla. El uso de las palabras trasciende, otra vez, un problema meramente semántico. En la elección léxica presente en la frase “hablar una lengua indígena con orgullo” están implicadas cargas históricas que pudieran reactualizar sentidos peyorativos dirigidos a grupos humanos concretos. Así, se devela que el uso de determinadas expresiones se encuentra cargado de significados sociales y que es posible posicionarse en la disputa simbólica por evidenciarlos.
Desde el señalamiento de sus propias coordenadas, la autora hace énfasis en la desigualdad de condiciones de las lenguas indígenas con respecto al español, la discriminación hacia sus hablantes (que, incluso, excede el desprecio a sus respectivas lenguas) y las acciones estatales que abogan a todo esto. Como puede observarse hasta ahora, Yásnaya Aguilar Gil no solo detecta los binarismos, sino que apunta a su desarticulación. Esta labor de desnaturalizar el mundo social conduce a la posibilidad de un posicionamiento crítico, capaz de romper con la complicidad oculta de las prácticas culturales.
Para finalizar, retomamos uno de los planteamientos que engloban la postura de la autora. En “México. El agua y la palabra”, discurso pronunciado en el Congreso en el marco de la celebración del 2019 como el año de las lenguas indígenas, Yásnaya Aguilar Gil puntualiza: “Nuestras lenguas no mueren, las matan. El Estado mexicano las ha borrado. El pensamiento único, la cultura única, el Estado único, con el agua de su nombre, las borra” (2020, p. 185). El cambio de la palabra “morir” por “matar” tiene implicaciones políticas significativas puesto que, como la autora lo explica, mientras la muerte es un proceso natural, matar es interrumpir dicho proceso.
Al desenmascarar la responsabilidad del Estado en la desaparición de las lenguas indígenas, la autora cuestiona la validez de cualquier acto conmemorativo, incluido el evento en el que pronunció su discurso. La deslegitimación del acto surge al evidenciar la contradicción de que el Estado celebre aquello que históricamente ha contribuido a exterminar, mostrando así la incoherencia entre la retórica oficial y la realidad de las comunidades lingüísticas.
Lo que despliega la autora, entonces, es toda una lección de epistemología: devela cómo se observa comúnmente una categoría social para posteriormente observarla desde otro lugar y, así, cuestionar la primera mirada. Se trata de un ejercicio de desmontaje por el que logra observar y comunicar realidades ocultas o silenciadas por una estructura racista, normalizada desde la construcción de sentidos que continúan reproduciéndose en la cultura mexicana.
Conclusiones
A diferencia de la producción discursiva que ha elaborado y defendido la definición de “indígena” desde una supuesta naturaleza inamovible que la constituiría, Yásnaya Aguilar Gil señala las lógicas que la subyacen desde reflexiones que explicitan su lugar en el mundo. Esto devela su propia autorización como sujeto epistémico que cuestiona las estructuras culturales que la rodean.
Los análisis críticos de las categorías étnicas revelan su carácter de construcciones que legitiman un orden social asimétrico. La complejidad del razonamiento que despliega Yásnaya Aguilar Gil en sus escritos conjuga distintas estrategias que logran explicar claramente las relaciones de poder que atraviesan las categorías perpetuadas por diversos discursos provenientes del Estado. Esto propicia el develamiento de los sentidos ocultos detrás de las categorías sociales que terminan influyendo en la percepción del mundo y en nuestras prácticas.
Si bien coincide con algunos planteamientos de la antropología crítica, a diferencia de esta la autora explica a su público la clasificación jerárquica de un mundo social atravesado por historias de opresión desde el develamiento del lugar del que ella misma enuncia. Las historias y testimonios de otras mujeres que también comparten la categoría indígena, incluso en otros contextos, muestra una problemática que excede los marcios nacionales, aunque existan particularidades que dependan de cada región. Gracias a la inclusión de la experiencia en los escritos de Yásnaya Aguilar Gil, la reflexión sociológica, filosófica o de cualquier otro ámbito de las ciencias sociales, cobra vida y se vuelve inteligible.
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