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Hurtado Paz y Paz, L. (2019). Los programas de colonización y el Estado contrainsurgente en Guatemala. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 17(2), 15-31. https://doi.org/10.29043/liminar.v17i2.677

Resumen

En el ensayo se examina el Patrimonio Agrario Colectivo, una forma de adjudicación y transferencia de tierras nacionales utilizada por el Estado guatemalteco entre 1962 y 1978. Esta forma de apropiación de la tierra y los bienes naturales permitió el asentamiento de comunidades indígenas en las zonas que las élites civiles y militares se proponían ocupar y explotar, en las que instalaban mano de obra barata, a la vez que se daba respuesta a la demanda de tierra de grupos campesinos. Ello permitió el establecimiento de comunidades indígenas en zonas de frontera agrícola conforme a sus estructuras ancestrales propias y normas de funcionamiento comunitario. Los Patrimonios Agrarios Colectivos en el periodo actual (2002-2018) son el objetivo del proceso moderno de despojo campesino y de apropiación privada de tierras por empresas agroindustriales para el establecimiento de plantaciones de palma africana, lo que erosiona la sobrevivencia de formas de organización comunitaria indígena en estas regiones.


Introducción

En el presente ensayo se examina el Patrimonio Agrario Colectivo, una forma de adjudicación y transferencia de “tierras nacionales” utilizada por el Estado guatemalteco entre 1962 y 1978. Esta forma de apropiación de la tierra y de los bienes naturales en las zonas de colonización en aquellas décadas permitió el asentamiento de comunidades indígenas en las zonas que las élites civiles y militares se proponían ocupar y explotar, en las que instalaban mano de obra barata en las vecindades, a la vez que se daba respuesta a la demanda de tierra de grupos campesinos

El Patrimonio Agrario Colectivo fue una de las formas de adjudicación y transferencia de tierras del Estado -o “tierras nacionales”- creadas en Guatemala en el marco de la aplicación de los lineamientos de la Alianza para el Progreso en materia agraria y que tomaron forma en el país a través del Decreto 1551 o Ley de Transformación Agraria. Los Patrimonios Agrarios Colectivos creados en las zonas de colonización en esos años determinaron la configuración de los territorios del norte país a lo largo del tiempo.

Los procesos de colonización de la denominada Franja Transversal del Norte, zona más comúnmente denominada “Tierras Bajas del Norte” -incluyendo el departamento norteño de Petén-, y la transferencia de tierras bajo la modalidad de Patrimonio Agrario Colectivo -transferencia de tierras en proindiviso- permitieron, al mismo tiempo, el establecimiento de comunidades indígenas en zonas de frontera agrícola, conforme a sus estructuras ancestrales propias y sus normas internas de funcionamiento comunitario.

Los Patrimonios Agrarios Colectivos son actualmente (2002-2018) objeto de un proceso moderno de despojo campesino y de apropiación privada de tierras por empresas agroindustriales para el establecimiento de plantaciones de palma africana, lo cual está contribuyendo aceleradamente a erosionar la integración y sobrevivencia de formas de organización comunitaria indígena en estas regiones.

La apropiación de la tierra en la configuración de los territorios

La formación del Estado guatemalteco desde las postrimerías del siglo XIX está intrínsecamente relacionada con el proceso de desarrollo y expansión capitalista, tanto a nivel mundial como en su penetración y desarrollo al interior de la formación social nacional y su particular articulación al mercado mundial. La forma finquera de Estado que se estableció en Guatemala a partir de la Reforma Liberal de 1871 entró en crisis en 1944 y se resolvió a través de la Revolución de Octubre (Tischler, 1998), proceso político y social que puso en marcha un conjunto de medidas modernizantes capitalistas. Los gobiernos revolucionarios de Juan José Arévalo y Jacobo Árbenz (1944-1954) implementaron una serie de medidas para modernizar el capitalismo en el país, entre las que pueden señalarse una reforma bancaria y monetaria, una amplia política social destinada a incorporar a la población a la vida nacional, una profunda reforma educativa, el decidido apoyo a la organización de la clase trabajadora y, finalmente, la reforma agraria.

Aun cuando este proceso modernizador y democratizador del Estado fue interrumpido por la intervención norteamericana y la Contrarrevolución de 1954, ni el viejo Estado oligárquico liberal ni las viejas estructuras pudieron ser restaurados. A partir de entonces, la modernización tanto de las relaciones sociales como del Estado guatemalteco se inscribió en las profundas transformaciones del capitalismo de la posguerra y la consolidación de la hegemonía norteamericana a nivel mundial, aun cuando el Estado mantuvo rasgos básicos de la matriz finquera y servil.

No fue sino a través de un proceso lento y extendido en el tiempo que las relaciones sociales de servidumbre se fueron erosionando y las formas de dominación sobre las clases subalternas se fueron redefiniendo. La institucionalidad estatal se fue modelando y acomodando a las necesidades de la vieja oligarquía terrateniente y del capital en su versión más moderna.

En este sentido, el Estado crea instituciones nuevas y dicta leyes y políticas públicas, sancionando las relaciones de poder y generando las figuras jurídicas que doten de legalidad a los actos del capital o vinculados a éste. No ocurre nada diferente en el caso de la política pública y la institucionalidad agrarias que desde el Estado se construyen e implementan en este proceso.

Después de 1954, tras dar marcha atrás en las medidas expropiatorias y redistributivas de la Reforma Agraria de Árbenz, en 1962 -a través de la Ley de Transformación Agraria- se asentaron los tres principios rectores del Estado guatemalteco en materia agraria -y que se mantienen vigentes hasta el presente (2018)-: son éstos: la defensa a ultranza de la propiedad privada sobre la tierra, el acceso de campesinos a la tierra única y exclusivamente a través de la apertura de tierras nacionales a la agricultura, y la necesidad de fomento del mercado de tierras, en el cual el Estado es garante de la propiedad de los terratenientes y cumple un papel subsidiario para los sectores marginales del agro (Hurtado, 2008).

Las formas de propiedad agraria han ido cambiando en los distintos períodos históricos. Sobre una piedra angular rígida y pretendidamente inamovible -la propiedad privada de la tierra considerada como un derecho absoluto y base fundacional del sistema de apropiación privada de la riqueza y de la explotación de la mano de obra en Guatemala-, también es cierto que las figuras para el reconocimiento de tierras comunales de pueblos indígenas y para el otorgamiento o adjudicación de tierras nacionales a pequeños productores, grupos y comunidades campesinas por el Estado han sido diversas, menos sólidas y más cambiantes, y el proceso de su reconocimiento más errático, en concordancia con los vientos políticos y la voracidad de la apropiación privada capitalista.

Las formas de apropiación de la tierra y los bienes naturales son, entre otras intervenciones, un sustrato básico y determinante en la configuración de los territorios, que expresa y concretiza las relaciones de poder dominantes y sobre el cual se asientan y se construyen dinámicas regionales, con procesos socioculturales específicos. La apropiación de la tierra y los bienes naturales localizados en los territorios determinan, en gran medida, la configuración de éstos, al entrelazarse las distintas perspectivas de intervención, las lógicas de apropiación y producción de riqueza, y las disputas de intereses entre los actores presentes en ellos.1

El Patrimonio Agrario Colectivo

Los programas de colonización impulsados por el Estado guatemalteco en las décadas de 1960, 1970 y 1980 en el norteño departamento de Petén y en la Franja Transversal del Norte -en conjunto denominadas Tierras Bajas del Norte- aplicaron la figura jurídica de Patrimonio Agrario Colectivo ampliamente, en un marco de políticas contrainsurgentes y de corrimiento deliberado de la frontera agrícola2 para la apropiación privada de tierras por militares y terratenientes para el establecimiento de proyectos extractivos de largo aliento desde el Estado, a la vez que para dar respuesta desde el Estado a la explosiva demanda campesina de acceso a la tierra, sin alterar la estructura oligárquica lati-minifundista en otras zonas del país -particularmente el altiplano, minifundista, y la costa sur, latifundista-.

Esta figura jurídica quedó establecida en el artículo 77 de la Ley de Transformación Agraria o Decreto 1551,3 y se concretó en “fincas de tamaño variable que se adjudicaron en forma colectiva y en proindiviso a un grupo de campesinos seleccionados, manteniéndose la unidad física y jurídica del inmueble” (Pedroni, 1992:83-84).

De las nueve modalidades bajo las cuales se entregaron tierras nacionales -o de propiedad estatal- durante el período de la “Transformación Agraria”, nos detendremos en la figura del Patrimonio Agrario Colectivo, la cual posibilitó la entrega de tierras en forma colectiva en proindiviso a comunidades campesinas indígenas en zonas de frontera agrícola.4 El Patrimonio Agrario Colectivo permitió el asentamiento de comunidades indígenas enteras en las tierras “vírgenes”5 que las élites civiles y militares se proponían ocupar y explotar, instalando mano de obra barata en las vecindades. Al mismo tiempo que ocurría la apropiación privada de tierras nacionales por parte de estas élites, la adjudicación y transferencia de tierras bajo esta forma jurídica dio respuesta a la urgente demanda de tierra de grupos campesinos. Al hacerlo en forma colectiva y en proindiviso, el Patrimonio Agrario Colectivo permitió el reasentamiento, la reproducción y la sobrevivencia de grupos y comunidades indígenas conforme a sus estructuras ancestrales propias y a sus normas internas de funcionamiento comunitario en las tierras recién colonizadas e incorporadas a la economía nacional.

Las tierras entregadas en Patrimonio Agrario Colectivo durante el proceso de colonización son en el siglo XXI (2002-2018) un foco central del proceso moderno de despojo campesino y de apropiación privada de tierras por empresarios agroindustriales para el establecimiento de plantaciones de palma africana y el impulso de la producción de aceite de palma y biodiesel. Este despojo moderno está significando, además, un embate de consideración a la integración y sobrevivencia de formas de organización comunitaria indígena en estas regiones.

La Alianza para el Progreso y el proceso de colonización

El impulso de los programas de colonización, la creación de nuevas figuras jurídicas para la adjudicación y transferencia de tierras nacionales a una porción de la población campesina que la demandaba y la creación de institucionalidad agraria que le diera vida y condujera la política pública de “transformación agraria”, fueron mecanismos que se inscribieron dentro de las líneas marcadas por el plan de desarrollo impulsado por el gobierno del presidente de Estados Unidos John F. Kennedy, denominado Alianza para el Progreso. Este plan fue creado con el objetivo estratégico de frenar la influencia de la Revolución cubana en los países de América Latina. En el caso de Guatemala, éste tenía un marcado objetivo contrainsurgente: en 1954 la intervención contrarrevolucionaria6 había abortado una Reforma Agraria en marcha y el primer movimiento guerrillero se había alzado en armas en 1961. El presidente Kennedy, en su discurso pronunciado el 13 de marzo de 1961 frente al cuerpo diplomático latinoamericano, altos funcionarios y miembros del Congreso de Estados Unidos, lo anunció de la siguiente manera:

Las medidas anunciadas por Kennedy en su discurso tomaron forma en agosto de 1961 en la Reunión Extraordinaria del Consejo Interamericano Económico y Social a Nivel Ministerial, más conocida como la Conferencia de Punta del Este, a la cual asistieron representantes de todos los países de América Latina. Cuba también asistió a dicha reunión pero se pronunció en contra de la iniciativa. La declaración que acompañó la carta de constitución de la Alianza para el Progreso enunció entre sus objetivos los siguientes en materia agraria:

Para poner en marcha la Alianza para el Progreso el gobierno de Estados Unidos ofreció la suma de 20 000 millones de dólares.

Durante los últimos dieciocho meses de la Revolución de Octubre en Guatemala (1944-1954), el presidente democráticamente electo Jacobo Árbenz había impulsado una reforma agraria a través de la aplicación del Decreto 900, promulgado el 17 de junio de 1952.9 Entre enero de 1953 y junio de 1954 habían sido expropiadas 1284 fincas por medio de 1002 acuerdos, con una extensión total aproximada de 863 865 manzanas -607 405 hectáreas-, de las cuales el 26% pertenecía a la United Fruit Company, habiendo beneficiado a entre 65 000 y 78 000 familias (Pedroni, 1992:82).

Después del derrocamiento del presidente Árbenz en 1954, el gobierno de la contrarrevolución encabezado por el coronel Castillo Armas (1954-1957) aprobó el Decreto 559 o Estatuto Agrario, se crearon “zonas agrarias” y se impulsaron algunas transferencias de tierra en microparcelas, parcelas, lotificaciones y comunidades agrarias. Sin embargo, dicha política se impulsó en un contexto de terror y represión, en el cual las fincas expropiadas por el gobierno de Árbenz fueron devueltas a sus antiguos propietarios y las demandas campesinas de tierra habían sido brutalmente acalladas.

Un año después del lanzamiento de la Alianza para el Progreso, el Decreto 1551 o Ley de Transformación Agraria sustituiría al Estatuto Agrario en 1962, abriendo el cauce al Programa de Colonización de la Franja Transversal del Norte, a la vez que se intensificó la colonización del departamento de Petén que venía realizando la empresa Fomento y Desarrollo del Petén (FYDEP) desde 1960. En definitiva, la política que el Estado guatemalteco impulsó en materia agraria entre 1960 y 1978 fue el avance sobre la frontera agrícola, principalmente sobre el conjunto de las Tierras Bajas del Norte, incluyendo el departamento de Petén y la Franja Transversal del Norte (ver Mapa 1).10

Mapa 1 Tierras bajas del norte . Fuente: Hurtado (2008:99).

El general Arana Osorio (1970-1974) dio un impulso decidido a esta política agraria, a la vez que dejó intacta la estructura agraria concentradora que la Alianza para el Progreso había recomendado transformar. No se volvió a hablar de reforma agraria, término que sí incluía la Carta de la Alianza para el Progreso. El proyecto colonizador, a la vez que tranquilizó al sector terrateniente oligárquico, transformó la visión de las élites económicas y políticas del país, pasando éstas de considerar esas zonas remotas de tierras marginales poco atractivas, a zonas con potencial para la explotación ganadera, minera y petrolífera (Hurtado, 2008:89-92). La colonización concebida así contribuía, simultáneamente, a reducir la presión campesina sobre la tierra, a la vez que fijaba población a territorios de interés para la expansión capitalista, que particularmente se proponían orientar hacia actividades extractivas -níquel y petróleo-, agrícolas y ganaderas, y de generación hidroeléctrica. Así lo recogió el Plan de Desarrollo 1971-1975 (CNPE, 1970).11 En palabras del agrarista Leopoldo Sandoval: “Este desfogue que tuvieron miles de campesinos guatemaltecos sin tierra, migrando hacia Petén, especialmente después de 1969 que se abrió la carretera, explica en parte el que la situación agraria no haya explotado en el resto del país” (Sandoval, 1992:241-242).

Sandoval Villeda, quien fuera presidente del Instituto de Transformación Agraria (INTA) en los años sesenta durante el gobierno del presidente Méndez Montenegro (1966-1970), da cuenta de una transferencia total de tierras entre 1955 y 1982 de 664 525 hectáreas, a alrededor de 50 200 familias beneficiarias. Otro autor, Charles D. Brockett, citando un estudio preparado por la Misión de USAID en Guatemala, reporta los siguientes resultados del proceso de Transformación Agraria, abarcando algunos años más que el autor anterior: entre 1962 y 1989, el INTA impulsó el establecimiento de 591 nuevos asentamientos para 86 813 familias beneficiarias, sobre una extensión total de 656 168 hectáreas, 1515 áreas y 1561.63 centiáreas (Brockett, 1992:9).

Aunque no es fácil desagregar de los datos que ofrece en el ensayo escrito para FLACSO (1992) aquellos referidos específicamente a la política de transformación agraria dado el rango de años considerados,12 es significativo el énfasis que Sandoval Villeda (1992) hace en torno al hecho de que de 300 000 hectáreas distribuidas, 292 000 correspondían a tierras recién colonizadas. En otras palabras, la “transformación agraria” se apoyó en un 97% sobre la apertura de tierras vía corrimiento de la frontera agrícola. Es decir, la “transformación agraria” -o la “Reforma Agraria” que recomendaba la Alianza para el Progreso para América Latina en su conjunto-, en Guatemala se tradujo en la colonización de tierras del Estado y el corrimiento de la frontera agraria, dejando intacta la estructura agraria concentradora vigente.

Pero el proceso de colonización quedó inconcluso en su aspecto jurídico-legal. Entre 1982 y 1996, tanto la transferencia de tierras como los procesos administrativos para la titulación de las tierras transferidas quedaron paralizados. A los beneficiarios de la “transformación agraria” en la mayoría de los casos no les entregaron títulos de propiedad sobre las tierras recibidas del INTA; sólo a algunos les otorgaron títulos provisionales o apenas una resolución de adjudicación.

La empresa FYDEP (1959-1987), por su parte, dejó un legado de adjudicaciones de tierra sin inscripción en el Registro General de la Propiedad; un total de 29 500 expedientes quedaron “en trámite” inconcluso, y de los 4000 títulos de propiedad entregados, alrededor de 1600 fueron cancelados administrativamente en fecha posterior (Grünberget al., 2012:21).

El proceso de colonización iniciado en los años sesenta, y aplicado vigorosamente en la década de los setenta, significó la apertura de las últimas tierras “disponibles” del país a actividades agropecuarias y extractivas y el proceso de avance definitivo sobre la frontera agrícola, el cual sólo se detuvo -en forma parcial- durante el conflicto armado interno (1971- 1996) y, posteriormente, por la declaratoria de las áreas protegidas con fines conservacionistas en 1989.13

El proceso de colonización y la organización comunitaria

La población que se asentó en las Tierras Bajas del Norte con los programas de colonización provino de diversos lugares del país, en distintos momentos. Los principales flujos de población que llegaron a Petén en esos años pueden dividirse en dos: por un lado, el grupo sociocultural de los “colonizadores” y, por el otro, las comunidades y grupos q’eqchi’ llegados a Petén en diferentes oleadas.

La categoría de los colonizadores” de Petén, como la denominó el antropólogo Norman Schwartz, agrupaba a todas aquellas familias pobres, desplazadas por diversas causas y en varias ocasiones previas hasta asentarse en Petén, caracterizadas por el interés de tener acceso a tierra o a oportunidades para construir un proyecto de vida, que llegaron al departamento de manera espontánea o bien estimuladas por los programas de colonización impulsados por el Estado guatemalteco a partir del año 1960 (Schwartz, 1990). Entre los colonizadores deben incluirse, asimismo, las primeras cooperativas fundadas en 1966 en las márgenes de los ríos La Pasión y Usumacinta, algunas de las cuales respondían a la demanda de tierra de familias venidas del altiplano occidental y de la costa sur del país (Hurtado, 2012).14

Por otro lado, entre las décadas de 1960 y 1980, durante el conflicto armado, la migración q’eqchi’ hacia Petén que había iniciado a principios del siglo XIX15 se masificó motivada por la insoportable explotación y los maltratos recibidos en las fincas cafetaleras de Alta Verapaz, por la necesidad de encontrar un pedazo de tierra para cultivar y producir el sustento familiar y, a partir de la década de los setenta, debido a las condiciones de represión y violencia generalizada de parte del ejército y cuerpos represivos del Estado.

En cuanto a la Franja Transversal del Norte -que abarca municipios de los departamentos de Huehuetenango, Quiché, Alta Verapaz e Izabal, como se mencionó arriba-, estudios arqueológicos y antropológicos han documentado la existencia de asentamientos indígenas q’eqchi’ y ch’ol dispersos en el área desde tiempos prehispánicos y coloniales, en ese período histórico poblados que no aceptaron concentrarse en los pueblos de indios (Vásquez, citado en Consejo de Autoridades Ancestrales de los Copones, 2016). Otros poblamientos ocurrieron posteriormente durante la Reforma Liberal, vinculados al otorgamiento de tierras a milicianos mestizos de Chiantla (Huehuetenango) y Chinique (Quiché) en pago por sus servicios, en tierras que hoy forman parte de los municipios de Barillas e Ixcán. La Secretaría de Planificación y Programación de la Presidencia (SEGEPLAN) refiere como primeros asentamientos humanos en dicho territorio los flujos poblacionales que migraron hacia la Franja Transversal del Norte a comienzos del siglo XIX, en el marco de las políticas de colonización impulsadas desde el Estado para favorecer el asentamiento de extranjeros europeos y el establecimiento de plantaciones bananeras en Izabal y fincas forestales en Chahal entre las décadas de 1940 y 1960 (SEGEPLAN-DOT, 2011).

Pero, en gran medida, la Franja Transversal del Norte permaneció como territorio deshabitado cubierto por una densa selva tropical hasta 1966. En fechas posteriores a ese año, se registraron sucesivas migraciones espontáneas de campesinos sin tierra de las áreas altas de los departamentos de Huehuetenango, Quiché y Alta Verapaz, pero esos flujos se intensificaron -al igual que en el caso de Petén- a partir de 1966 con el asentamiento de pobladores organizados por la Iglesia católica o a instancias de los programas de colonización del Estado. De esa cuenta, la Franja Transversal del Norte reúne a pobladores de distintos pueblos indígenas -principalmente de las étnicas q’eqchi’, k’iché, ixil, chuj, q’anjob’al, mam y jakalteko- y mestizos, y las comunidades están integradas de manera diversa y multiétnica.

En esta composición multiétnica también intervinieron, en décadas más recientes, los procesos de despoblación y desplazamiento forzados hacia México por la represión brutal del ejército durante el conflicto armado interno (1982), y más tarde la repatriación oficial en 1992 y el retorno organizado de los refugiados al país a partir de 1994 (Falla, 2015).

La figura del Patrimonio Agrario Colectivo bajo la cual se otorgó la mayor parte de tierras durante el proceso de transformación agraria permitió, tanto a los grupos indígenas venidos de las tierras altas de Huehuetenango y del altiplano occidental, como a los grupos q’eqchi’, asentarse en forma comunitaria, reproduciendo patrones de asentamiento así como formas y normas de organización comunitaria ancestrales. La antropóloga Liza Grandía en su libro Tz’aptz’ooqeb. El despojo recurrente al pueblo q’eqchi’ ofrece una descripción detallada de los flujos migratorios del pueblo q’eqchi’ desde la Reforma Liberal en 1871 hasta la firma de los Acuerdos de Paz en 1996, así como del patrón de asentamiento en comunidades, caseríos y aldeas reproducido una y otra vez durante estas migraciones (Grandia, 2009:42-88).

Estudios posteriores han encontrado y documentado la reedición de normas comunitarias ampliamente difundidas y vividas en comunidades de distintos pueblos indígenas mayas en los nuevos lugares de asentamiento de las Tierras Bajas del Norte, entre las cuales cabe destacar: la noción de “tierra comunal” por encima de las formas legales de reconocimiento oficial, las formas de distribución de la tierra al interior de la comunidad, el reconocimiento de autoridades indígenas y las formas de toma de decisiones al interior de la comunidad, las formas de reconocimiento de los miembros integrantes de una comunidad, el valor de la palabra como forma legítima de acuerdo interno y el reconocimiento de la tradición oral como vehículo de conocimiento y pacto social, y la reproducción de valores como el respeto y la solidaridad, entre otras (Hurtado, 2012; Gómez, 2017).

La sobrevivencia y los persistentes reconocimiento y reproducción de estructuras y formas organizativas propias, así como la aplicación de normas comunitarias y del derecho indígena al interior de las comunidades en los territorios de la relativamente reciente colonización, se inscriben dentro de la realidad reconocida políticamente en el “Acuerdo sobre Identidad y Derechos de los Pueblos Indígena”, suscrito entre la Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca y el Estado guatemalteco en 1995 como parte del proceso de paz, que motivó el compromiso, entre otros, del pleno reconocimiento a las formas organizativas comunitarias y al derecho consuetudinario indígena.

Como se dijo más arriba, la política de transformación agraria buscaba dos objetivos: aplacar la demanda campesina de tierras que amenazaba la estructura agraria heredada de la Colonia y fortalecida después de la Reforma Liberal (1871) basada en el despojo, la concentración de tierras y la sujeción de la mano de obra, a la vez que cumplir con los dictados de la Alianza para el Progreso, sin poner por ello en riesgo la gran propiedad agraria de los terratenientes; al mismo tiempo que asentar en los nuevos territorios abiertos a la explotación capitalista a comunidades indígenas y campesinas que pudieran convertirse en los trabajadores de las nuevas unidades y proyectos productivos en las zonas de frontera agrícola recién intervenidas. Atendiendo a estos objetivos del Estado y las élites económicas y militares, la figura de Patrimonio Agrario Colectivo resultaba sumamente conveniente.

En virtud de dichos objetivos, la Ley de Transformación Agraria contempló una serie de artículos que definían la orientación del desarrollo de dichas zonas y limitaban la compraventa de parcelas, estableciendo la “tutela del Estado” sobre las mismas por diez años. Aunque la tutela del Estado, se decía, formaba parte de una estrategia para acompañar la transferencia de tierras a campesinos sin tierra, con facilidades de crédito, inversión en infraestructura y acceso a mercados, en los años que siguieron representó principalmente la fijación de la población beneficiaria a la tierra.

Si bien en aquellos años no faltaron quienes transaran de manera informal la parcela recién adjudicada -realizando “el traspaso de derechos” porque aún no era posible la realización de una compraventa mediante documentos de propiedad-, el tema de la “tutela del Estado” siempre constituyó un freno a la compraventa de tierra y al desarrollo del mercado de tierras en estas regiones del país. De conformidad con las disposiciones establecidas en la ley, mediante la “tutela del Estado” las tierras adjudicadas constituían propiedades “inalienables, indivisibles e imprescriptibles” e, invariablemente, la inscripción de la adjudicación de dichas fincas nacionales a favor de grupos y comunidades campesinas en el Registro General de la Propiedad incluyó la siguiente cláusula:

Una vez cumplido el plazo de diez años establecido para la vigencia de la “tutela del Estado”, los beneficiarios podían -o debían- tramitar ante el INTA la respectiva “liberación de tutela” sobre el fundo para disponer de la propiedad. Es decir, únicamente después de liberadas de la tutela del Estado, las tierras transferidas a estos nuevos propietarios ingresarían efectivamente al “mercado de tierras” y, podría decirse que plenamente, al régimen de propiedad privada y al proceso de mercantilización de la tierra.

En consecuencia, los grupos y comunidades que solicitaron y recibieron adjudicación de tierras bajo esta figura jurídica se reasentaron en comunidad y pudieron mantener sus formas tradicionales de organización social, sus normas de autogestión y sus autoridades internas. Las comunidades que se asentaron en las Tierras Bajas del Norte -las zonas de colonización- reconstruyeron en el nuevo espacio la noción de “comunidad” por ellos conocida y experimentada (vivida) pero en un nuevo contexto, reeditando o reelaborando prácticas ancestrales de organización y autogobierno.

Este tipo de “comunidad” la hemos caracterizado como una estructura social que se reconoce a sí misma como unidad, establecida en un territorio definido (más allá del poblado) -incluyendo la tierra y los bienes naturales del fundo transferido-, con autoridades elegidas y reconocidas socialmente, y con normativas establecidas y sancionadas en común. La integración a una comunidad, con determinadas formas de organización, instituciones y pautas de conducta, constituye, además, un ámbito esencial e indispensable de la reproducción campesina de estas comunidades, a la vez que es un sustrato indispensable para la integración y cohesión comunitaria, su organización interna, una identidad y bagaje cultural propio (Hurtado, 2008:143- 146; Hurtado, 2001:14).

El rol que juega el colectivo comunitario se extiende desde el momento mismo del asentamiento en las tierras nuevas y del establecimiento del nuevo poblado, pasando por las normas para el acceso, el uso o la distribución de los bienes naturales disponibles, la organización del trabajo y los servicios comunitarios -las “faenas” o “fainas”-, la resolución de conflictos acudiendo a un sistema de derecho propio -el derecho indígena- y se extiende hasta, no menos importante, la celebración de actividades sociales, religiosas y culturales que cohesionan el conjunto del tejido social y contribuyen al restablecimiento del balance trabajo/ consumo típico de economías campesinas.

En estas reflexiones coincidimos con la definición de comunidad aportada por el antropólogo Leif Korsbaek en el sentido de que: “[es] el espacio fundamental en el que se da la reproducción social de las identidades étnicas indias [...] La comunidad es la unidad social básica que contiene el sistema, los principios económicos y políticos a partir de los cuales se constituyen sistemas mayores” (Korsbaek, 1996), entendiendo al mismo tiempo que dichas comunidades no son un todo absolutamente homogéneo ni invariable con el transcurso del tiempo. Este factor de continuidad de las comunidades indígenas como forma de organización social y cultural cohesionador es de fundamental importancia, pues a la vez que permite comprender de mejor manera los mecanismos de la reproducción campesina, ayuda a analizar en la actualidad uno de los factores más importantes que se erosionan en cascada a partir del proceso de mercantilización de la tierra.

Hasta el año 2002, cuando el acaparamiento de tierras se convirtió en un objetivo del sector agroindustrial y la compraventa de tierras observó mayor dinamismo o se intensificaron los despojos decididos a comunidades indígenas y campesinas en las Tierras Bajas del Norte, las comunidades indígenas podían considerarse como “espacios de autonomía”, con lo que ello ha supuesto de abandono por parte del Estado, pero a la vez como espacio de ejercicio de una cierta “libre determinación” por parte de comunidades que tienen su propia visión de la vida colectiva “en comunidad”, su propia concepción de la relación de las personas con la Madre Tierra17 y de su propia noción del recientemente acuñado “buen vivir” (Waqib’ K’ej, 2016), contrapuestas al modelo de desarrollo promovido desde el Estado y las élites.

La figura jurídica de los Patrimonios Agrarios Colectivos y el despojo de tierras después de 1996

Los Patrimonios Agrarios Colectivos fueron, pues, una figura jurídica creada por la Ley del INTA en 1962 y utilizada de manera extensiva por el Estado como forma de adjudicación y transferencia de tierras durante los procesos de colonización de la Franja Transversal del Norte y Petén. Su diseño y aplicación correspondieron a la naturaleza del Estado -oligárquico-terrateniente y burgués-militar- y a sus políticas contrainsurgentes. De los 535 asentamientos agrarios creados por el INTA en el período entre 1970 y 1989 bajo distintas figuras jurídicas, sobre un área total de 556 345 hectáreas para 63 200 familias beneficiarias, 193 fueron adjudicados y establecidos como Patrimonios Agrarios Colectivos. Éstos representaron la mayor extensión de tierra transferida en el “sector reformado” en esos años, con un área total de 203 941 hectáreas equivalentes al 36.6% de la tierra adjudicada, para 17 358 familias que correspondían al 27.4% de los beneficiarios (Sandoval, 1992:258).18 Los Patrimonios Agrarios Colectivos se mantuvieron bajo su forma original durante los años del conflicto armado interno (1960-1996), pero aun cuando se “regularizaron” y legalizaron en los años posteriores a la firma de la paz en 1996, evidenciaron su gran fragilidad más tarde, a partir del año 2002, en medio del contexto neoliberal acaparador y de expansión de monocultivos, particularmente de la palma africana o palma aceitera.

El supuesto de que los diez años de la “tutela del Estado” servirían para consolidar a los nuevos propietarios en su nuevo asentamiento y le permitirían al Estado hacer inversión productiva y en infraestructura, además de brindar a los beneficiaros la asistencia técnica necesaria para su éxito productivo, nunca se hizo realidad. La mayoría de los propietarios se vieron obligados a refugiarse en México para salvar la vida frente a los ataques del ejército, y el inmovilismo institucional fue la norma en los años de represión más cruda durante el conflicto armado en el área rural (1982-1996).

Pero, por otra parte, en la medida en que el proceso jurídico de titulación quedó inconcluso, el tiempo de duración de la “tutela del Estado” no pudo hacerse efectivo y las tierras transferidas se mantuvieron hasta la finalización del conflicto armado interno sin movimientos legales ni registrales. Adicionalmente, al tratarse de una forma de propiedad colectiva en proindiviso, en teoría los copropietarios no podían vender su porción de derechos sobre el fundo sin el consentimiento del resto de condueños y, de conformidad con el Código Civil de Guatemala, el copropietario que deseara vender su porción de derechos debía primero ofertarla al resto de copropietarios.19

Tras la finalización del conflicto armado interno, la nueva institucionalidad agraria creada fruto de los Acuerdos de Paz -el Fondo de Tierras (FONTIERRAS), creado en 1999-20dio impulso a la regularización de las tierras transferidas como un compromiso derivado del Acuerdo sobre Aspectos Socioeconómicos y Situación Agraria suscrito en 1996, y desató paralelamente el interés por el acaparamiento de tierras y los bienes naturales por parte de empresarios agroindustriales. Desde entonces, frente a las normas comunitarias que habían impedido la desmembración de porciones de la propiedad colectiva, los agentes compradores o empresarios agrícolas y ganaderos han buscado realizar transacciones en total secretividad con quienes desean vender, transgrediendo las normas legales escritas oficiales,21 así como las normas comunitarias no escritas. Una vez realizada la transacción, la venta de estos derechos queda asentada en el Registro General de la Propiedad como la “venta del tanto por ciento de los derechos de propiedad” sobre la finca número tal -o bien “la proporción alícuota de derechos”-. En el asiento legal no queda registrada ninguna ubicación exacta con coordenadas ni colindancias, con lo cual los copropietarios del fundo en cuestión en su conjunto son colocados en una situación de extrema vulnerabilidad jurídica y práctica frente al comprador externo a la comunidad.

Las consecuencias para la cohesión comunitaria y para los copropietarios son de toda índole: sociales, jurídicas, económicas y políticas, con particulares impactos sobre las mujeres. Generalmente, las comunidades que lograron acceso a la tierra bajo la figura legal de un Patrimonio Agrario Colectivo han administrado la tierra en forma comunitaria, reconociendo tres áreas de uso: el lote de vivienda, la parcela para fines agropecuarios y el área común de servicios comunitarios y de bosque -reserva forestal- del que hacen un aprovechamiento conforme a normas comunitarias internas. Al quedar registrado tan sólo “un porcentaje de derechos” o “la proporción alícuota de derechos” adquiridos por el nuevo propietario -generalmente externo a la comunidad-, no hay una ubicación precisa de tales derechos, con lo cual si el nuevo propietario no tiene comunicación o, peor aún, si no tiene una relación respetuosa o está en conflicto con la comunidad, la compraventa de derechos realizada se convierte en una fuente de inseguridad y conflicto para la comunidad en su conjunto -el resto de los copropietarios-. El nuevo propietario, generalmente, no vive en la comunidad y busca explotar la tierra bajo concepciones diferentes y ajenas a la comunidad, por lo que se convierte en una fuente de conflicto inmediato o potencial.

Los nuevos propietarios ignoran -o no tienen interés en conocer ni sujetarse a- las normas comunitarias y las prácticas entre vecinos y, bajo la concepción del derecho de propiedad privada absoluto, positivista y occidental, empiezan a negar derechos de paso y uso de caminos, o niegan el acceso y aprovechamiento de las fuentes de agua, apartándose de las prácticas que orientaba el derecho consuetudinario de las comunidades. Desconocedores de las prácticas comunitarias que les han permitido sobrevivir y llenar los vacíos dejados por un Estado ausente en las comunidades de estas regiones de frontera, los nuevos propietarios no cumplen con las “faenas” o trabajos comunitarios que cada familia debe cumplir para asegurar la infraestructura y algunos servicios básicos al interior de las comunidades, tales como el mantenimiento de los caminos y puentes o la limpieza de la escuela o del centro de salud. Y cuando surgen los inevitables conflictos, el nuevo propietario acudirá a las instancias estatales de justicia para litigar “sus derechos” de conformidad con el derecho occidental del Estado, económicamente inaccesible a la comunidad y ajeno al derecho consuetudinario comunitario.

Entre el período histórico en el cual la tierra fue transferida a las comunidades campesinas e indígenas por el Estado bajo la figura de Patrimonio Agrario Colectivo y el nuevo período de “dinamización del mercado de tierras” bajo la figura única de propiedad privada individual, en algunos casos se documentaron procesos de compraventa igualmente anómalos, “transitorios”, en esta región. Principalmente, se trató de personas mestizas del oriente del país que compraron parcelas de tierra para destinarlas temporalmente a la ganadería, en espera del momento oportuno para especular con ellas y venderlas a inversores de gran escala. Inversionistas de este tipo aparecieron junto con los agroindustriales dedicados al cultivo de la palma aceitera.

Estos casos fueron analizados en el marco de una investigación anterior (Hurtado, 2008). La revisión de los asientos de diez propiedades de comunidades transferidas y registradas como Patrimonio Agrario Colectivo en el municipio de Chisec, Alta Verapaz, da cuenta de este tipo de transacciones: la compraventa de “derechos” a copropietarios individuales, pasando de nombres indígenas maya q’eqchi’ a nombres mestizos (castellanos), para luego ser adquiridos por empresas palmeras. Esta dinámica arrancó en el año 2002 y se extiende hasta el día de hoy, más de quince años más tarde.

Un estudio realizado en 2011 por investigadores independientes para argumentar los efectos perversos del Programa de Administración de Tierras financiado por el Banco Mundial dio cuenta de que en el departamento de Petén se había vendido ya hasta ese año el 45.7% de las parcelas transferidas a través de los distintos programas de colonización en las comunidades encuestadas (Grünberget al., 2012:44). En fecha más reciente, en el año 2016, un estudio realizado por el Instituto de Estudios Agrarios y Rurales de Guatemala (IDEAR) en el municipio de Raxruhá, departamento de Alta Verapaz, da cuenta de dieciocho comunidades que recibieron tierra bajo la figura de Patrimonio Agrario Colectivo con la misma problemática y vulnerabilidad frente al avance de las empresas palmeras: todas las comunidades enfrentan el riesgo de desposesión por compraventa parcial y desmembración de porciones de sus tierras comunitarias por empresas palmeras o despojo total, a partir de la liberación de la tutela del Estado sobre las mismas y la anuencia de la institucionalidad agraria de dictaminar y registrar a favor de nuevos propietarios (Gómez, 2017). El despojo inicia con la compraventa a un copropietario, para avanzar vedando derechos al resto de copropietarios -derecho de paso, derecho de acceso a las fuentes de agua, amenazas y violencia- y obligarlos finalmente a la venta completa del fundo (Fundación Guillermo Toriello, 2008).

Esta nueva constatación de la vulnerabilidad de las comunidades frente a la mercantilización de la tierra y al respaldo estatal a los procesos de acaparamiento de tierras por empresarios agroindustriales ha llevado a algunas organizaciones sociales a proponer distintas estrategias de defensa de las tierras de las comunidades en las Tierras Bajas del Norte, tales como: impulsar la “inmovilización de las fincas” establecidas bajo la figura de Patrimonio Agrario Colectivo a través de una anotación en los libros del Registro General de la Propiedad para impedir cualquier transacción por cinco años; la búsqueda de reconocimiento municipal de la “comunidad indígena” para el posterior registro de la tierra bajo la figura de “tierra de comunidad indígena” contemplada en la Ley del Registro de Información Catastral decretada en 2005; la discusión e incidencia ante las autoridades municipales para la aprobación de una política de ordenamiento territorial que frene la expansión de las plantaciones de palma y la protección a los Patrimonios Agrarios Colectivos, entre otras.22

La lógica bajo la cual la tierra fue adjudicada y transferida a las comunidades en los años de la colonización (1960-1980) no es la lógica dominante actual. La política agraria del Estado varió sustancialmente, pasando de una intencionalidad de poblar y asentar población en las regiones de frontera donde las élites económicas y militares se apropiaban de extensiones considerables para actividades agropecuarias y extractivas, a una lógica de mercantilización de la tierra y dinamización del mercado de tierras para potenciar la expansión de las plantaciones agroindustriales, sin abandonar los proyectos de generación de energía hidroeléctrica y las actividades extractivas de petróleo y minerales.

La política agraria después de la firma de la paz

Tras la firma de la paz en diciembre de 1996, el programa de “acceso” a la tierra impulsado por el FONTIERRAS no ha significado sino: 1) la compra de un limitadísimo número de fincas para grupos campesinos que la adquirieron a través de crédito; 2) la legalización de los procesos que quedaron inconclusos por parte del FYDEP y del INTA desde la década de los setenta, o bien 3) el reconocimiento de hecho y la legalización de las ocupaciones de tierras nacionales que ocurrieron durante el conflicto armado por el desplazamiento forzoso de comunidades y grupos campesinos a zonas más remotas donde se resguardaron de los ataques del ejército.

A través de los procesos de “regularización” se ha venido completando la incorporación de esas tierras al régimen de propiedad privada, tanto de las que permanecían como “baldíos” y que han debido ser inscritas primero como fincas de la nación antes de poder ser adjudicadas, así como de aquellas que ya habían sido incorporadas al régimen de propiedad como “fincas nacionales” pero que nunca fueron tituladas a favor de los beneficiarios, a quienes les fueron transferidas en las décadas pasadas.

Otros procesos de acceso a tierra por parte de grupos de familias campesinas indígenas se realizaron como resultado de la negociación política para el reasentamiento de la población desarraigada por el conflicto armado, principalmente para quienes se vieron forzados a refugiarse en México y Honduras y de los desplazados internos, así como -más recientemente- para grupos de mozos colonos que han recibido porciones de tierra marginal de extensiones variables de las fincas donde laboraban al concluir procesos de negociación. Generalmente, estos últimos casos han sido catalogados por la Secretaría de Asuntos Agrarios -entidad gubernamental que atiende los casos de conflictos agrarios- como “ocupaciones de tierra”, que a la postre han permitido a los mozos colonos negociar el pago de salarios y prestaciones adeudadas por los terratenientes al romper su relación de colonato con las fincas, en el marco de los procesos de reingeniería capitalista y modernización de las mismas.

Un recuento de familias beneficiarias de los programas impulsados después de la firma de la paz señala que alrededor de 84 232 familias campesinas lograron acceder a tierra en propiedad después de la firma de la paz, ya fuera en forma individual o colectiva. Entre 2000-2008 el FONTIERRAS regularizó la tenencia de la tierra para 50 125 familias campesinas -en realidad adjudicatarios de los procesos de colonización inconclusos- y entre 1999-2008 otras 19 255 familias accedieron a tierra a través de crédito (Fundación Guillermo Toriello, 2008:6).

La transferencia de tierras nacionales hecha por el FONTIERRAS en los primeros años después de la firma de la paz todavía se realizó a precios “sociales” negociados por las representaciones políticas de las poblaciones desarraigadas y los desmovilizados de las fuerzas guerrilleras.23 No obstante, el FONTIERRAS reafirmó en su cuerpo legal el objetivo de “dinamizar el mercado de tierras”. El acceso a tierra para muchos grupos y comunidades se hizo a través de la compraventa de fincas a terratenientes, a precios de mercado.

Las figuras jurídicas de apropiación de la tierra y la construcción del territorio

Finalmente, reafirmemos que las figuras jurídicas bajo las cuales ocurre la apropiación de la tierra y los bienes naturales y las formas en que se organiza su tenencia y uso en los distintos períodos históricos constituyen un sustrato de trascendencia en la construcción del territorio, pues entraña distintas maneras de concebir el espacio y de organizar la vida social, lo que ha desencadenado dinámicas territoriales diferenciadas. El Estado crea institucionalidad y figuras jurídicas acordes a los intereses dominantes en distintos períodos históricos.

La figura jurídica del Patrimonio Agrario Colectivo bajo la cual se desarrolló la trasferencia de tierras a comunidades campesinas e indígenas en la zona de frontera de las Tierras Bajas del Norte de Guatemala fue funcional a los objetivos del Estado contrainsurgente (1960-1990), pero dejó de serlo después de la firma de la paz en 1996, y se orientó a partir de 1999 hacia la puesta en marcha de políticas decididamente neoliberales como la mercantilización de la tierra y la dinamización del mercado de tierras, así como la expansión de nuevos monocultivos -particularmente de la palma aceitera- demandados en el mundo capitalista global. Esta nueva orientación de la política agraria se hizo evidente especialmente a partir del año 2002.

En el contexto de acaparamiento de tierras y bienes naturales del siglo XXI, la figura predominante es la propiedad privada sobre la tierra, concebida ésta como un derecho positivo absoluto que favorece el despojo de comunidades campesinas e indígenas por vías económicas y extraeconómicas. Este acaparamiento por desposesión24 es una dinámica de trascendencia para la expansión capitalista y tiene consecuencias que transforman las dinámicas regionales, abriendo, por así decirlo, una nueva época en la vida y conformación de dichos territorios, pues erosiona la cohesión, el funcionamiento y aún la sobrevivencia de comunidades indígenas que se reasentaron en las zonas de frontera agrícola en las décadas de los sesenta, setenta y ochenta, reproduciendo formas adaptadas de organización social y prácticas ancestrales comunitarias.

Aún en los años posteriores a la firma en 1996 de la “paz firme y duradera”, los programas de regularización difundieron el discurso de la “certeza jurídica sobre la tierra” y crearon la expectativa de afianzar y dotar de seguridad jurídica a este tipo de propiedad comunitaria, pero los años posteriores a 2002 han demostrado que se trató apenas de un espejismo. Los empresarios agroindustriales no se han detenido en penetrar los Patrimonios Agrarios Colectivos, después de que el Estado suprimió el relativo “blindaje” al levantar la tutela del Estado para “dinamizar el mercado de tierras”. Algunas de las comunidades propietarias a quienes el Estado adjudicó tierras en forma colectiva en proindiviso en los años de la colonización aún se defienden de las pretensiones de despojo violento y amañado legalmente de empresarios agroindustriales.

En el pasado los Patrimonios Agrarios Colectivos y las comunidades que albergaban fueron “espacios de autonomía” donde las comunidades eran productoras de regulaciones propias y de organización social en ausencia del Estado. En el marco de la mercantilización de la tierra, la dinamización del mercado de tierras, la desposesión campesina y la expansión de los monocultivos, particularmente de la palma aceitera,25 las transformaciones en las figuras jurídicas que amparan la propiedad, tenencia y uso de la tierra y los recursos naturales de cientos de comunidades son el resultado de los intereses dominantes presentes en la configuración del Estado y su institucionalidad, a la vez que son un factor de trascendencia en la reconfiguración territorial de ese vasto territorio que un día fue zona de frontera.

Este nuevo ciclo de despojo y acaparamiento por desposesión aún no termina. En la actualidad, aún aquellas comunidades que buscan conservar sus tierras y se niegan a venderlas se ven amenazadas por la mercantilización de la tierra y la liberalización de la compraventa de ésta. Amenazas y violencia abierta, así como procesos anómalos de compraventa o claramente de despojo al interior de los Patrimonios Agrarios Colectivos, impulsados por agentes externos a las comunidades y amparados por la institucionalidad agraria, ponen en riesgo a los copropietarios.

La puesta en vigencia de determinadas figuras jurídicas de propiedad y tenencia de la tierra o su liquidación en distintos períodos históricos es un aspecto determinante en los procesos de construcción territorial. Se trata de dinámicas jurídico-políticas que colocan en escena a distintos actores con proyectos y lógicas distintos en los procesos de apropiación de la tierra y los bienes naturales, poniendo en juego a la vez distintas concepciones sobre el uso espacial y el aprovechamiento de los recursos, así como diversas formas de organización social y producción sociocultural.

Cuadro 1 Tierras distribuidas entre 1955-1982 Presidente de la República Período Hectáreas distribuidas Castillo Armas 1955-1958 199 655 YdígorasFuentes 1959-1962 165 197 Peralta Azurdia 1963-1966 4 523 Méndez Montenegro 1967-1970 64 508 Arana Osorio 1971-1974 182 228 Lauguerud García 1975-1978 43 417 Lucas García 1978-1982 104 652 Total 764 180 Fuente: Sandoval (1992).

Notas

1 Debo algunas reflexiones al trabajo coordinado por Emilia Velásquez et al. El istmo mexicano: una región inasequible. Estado, poderes locales y dinámicas espaciales (siglos XVI-XXI) (2009).

2 Comúnmente se entiende por “frontera agrícola” los límites entre las tierras “vírgenes” con cobertura forestal primaria y las tierras intervenidas para su uso con fines agrícolas, pecuarios o extractivos. El “corrimiento de la frontera agrícola” es un fenómeno vinculado al crecimiento poblacional y a la expansión de las actividades productivas y económicas en territorios no intervenidos anteriormente. En el caso que nos ocupa, el “corrimiento de la frontera agrícola” ocurre de manera deliberada a partir de políticas estatales de “colonización” de los territorios incultos y no intervenidos de manera masiva hasta entonces, al norte del país.

3 “Artículo 77). Cuando las condiciones sociales, grados de unidad y régimen de vida de los campesinos así lo aconsejen y las condiciones del terreno, la región y cualquier otro factor socioeconómico lo permitan, se podrán establecer patrimonios agrarios colectivos. El patrimonio agrario colectivo, como empresa agrícola de producción, puede constituirse: a) Cuando su titular sea una empresa campesina asociativa, cooperativa o asociación de trabajadores de campo. b) Cuando los beneficiarios constituyan una colectividad de campesinos que puedan explotar la tierra comunitariamente. Los beneficiarios del patrimonio colectivo o comunitario, deberán llenar los requisitos establecidos para ser titular de un patrimonio familiar individual, siendo sus derechos idénticos. Siempre que las condiciones de cada caso concreto lo permitan, las tierras que el instituto Nacional de Transformación Agraria destine a sus programas de redistribución y transformación agraria, sean entregadas en forma comunitaria, dándose en todo caso preferencial a empresas campesinas asociativas, cooperativas o asociaciones de campesinos para agricultores con personalidad jurídica, en este caso, saldrán de la tutela del instituto, una vez hayan transcurrido los diez años de adjudicación, cancelando el precio y estén organizadas” (Congreso de la República de Guatemala, Decreto 1551).

4 Las modalidades bajo las cuales se adjudicó la tierra y se establecieron los asentamientos rurales del sector transformado en Guatemala fueron: Patrimonio Familiar Agrario (en Parcelamiento o Microparcelamiento), Patrimonio Familiar Mixto, Comunidad Agraria, Patrimonio Familiar Colectivo, Empresa Campesina Asociativa, Finca Cooperativa, Comunidad Legalizada y Lotificación (Sandoval, 1992).

5 Entrecomillamos la palabra “vírgenes” dado que históricamente se puede reconstruir el asentamiento y poblamiento de algunas localidades, aun cuando esos territorios en su conjunto no hubieran sido incorporados al régimen de propiedad legal del Estado y su incorporación a la vida económica nacional fuera absolutamente marginal.

6 Existe numerosa literatura que documenta la intervención norteamericana en el derrocamiento del presidente Jacobo Árbenz y la contrarrevolución que revirtió los principales procesos puestos en marcha entre 1944 y 1954 (ver, por ejemplo, Schlesinger y Kinzer, 1982).

7 Ver:http://www.memoriapoliticademexico.org/ Textos/6Revolucion/1964-ALPRO-JFK.html

8 Declaración a los Pueblos de América. Carta de Punta del Este, título 1, punto 6.

9Bajo el Decreto 900 del presidente Árbenz eran afectables las propiedades agrarias mayores de 270 hectáreas —seis caballerías— que no estuvieran cultivadas, arrendadas o explotadas por sistemas de prestaciones personales, o bien para completar o sustituir salarios, como sucedía en el caso de los “mozos colonos” en la mayoría de las fincas.

10 En 1970, durante el gobierno de Arana Osorio, se promulgó el Decreto 60-70 o Ley de Zonas de Desarrollo Agrario, comprendiendo éstas: según el Decreto 60-70, las zonas de desarrollo comprendían los municipios de Santa Ana Huista, San Antonio Huista, Nentón, Jacaltenango, San Mateo Ixtatán y Santa Cruz Barillas, en Huehuetenango; Chajul (que incluía entonces el actual municipio de Ixcán) y San Miguel Uspantán, en Quiché; Cobán, Chisec, San Pedro Carchá, Lanquín, Senahú, Cahabón y Chahal, en Alta Verapaz; y la totalidad del departamento de Izabal.

11 El Plande Desarrollo1971-1975 fue elaborado por el Consejo Nacional de Planificación Económica (CNPE) bajo el gobierno del Lic. Julio César Méndez Montenegro, pero fue adoptado y “reajustado” en su aplicación práctica por el general Arana Osorio, reafirmando la idea de la colonización a través del impulso de las zonas de asentamientos del INTA y de la creación de “zonas de desarrollo” —fundamentalmente la zona norte y nororiente del país—, con la apertura de vías de comunicación, la expansión ganadera, el impulso a la diversificación agrícola y la exploración para la futura extracción minera y petrolera.

12 Si a las 764 180 hectáreas reportadas en el cuadro que ofrece Sandoval Villeda restamos las 165 197 hectáreas distribuidas durante el gobierno de Castillo Armas, el resultado de la política de transformación agraria habría transferido 564 525 hectáreas, un dato distante de las 656 168 hectáreas reportadas por Brockett (1992)

131989 corresponde al año de aprobación de la Ley de Áreas Protegidas o Decreto 4-89.

14 Nos referimos a las primeras cooperativas, pues una segunda generación de cooperativas fue creada entre los años 1995 y 1999, en el marco del proceso de retorno y reasentamiento de los refugiados por causas del conflicto armado en México.

15 Las primeras migraciones de pobladores q’eqchi’ llegaron al sur de Petén, principalmente a San Luis y probablemente a Sayaxché, a finales del siglo XIX, vinculados a la extracción de hule y chicle, y frente al despojo de sus tierras y la explotación en las fincas cafetaleras establecidas entonces. En la década de 1960, se sumó a los anteriores productos la extracción de xate, pimienta gorda, caoba y cedro, lo cual atrajo nuevas oleadas de migración, masificándose posteriormente con los programas de colonización.

16 Transcripción de la escritura de adjudicación de la finca correspondiente a la comunidad Casta Linterna I, Registro General de la Propiedad, Libro Mayor, inscripción 2, mayo 1996.

17Los maya q’eqchi’ que habitan mayoritariamente el territorio en cuestión se nombran a sí mismos como aj r’al ch’och’, que en su idioma quiere decir “hijos de la tierra”.

18 Los datos ofrecidos por Sandoval Villeda (1992) difieren de los aportados por Brockett (1992) y citados adelante en este mismo artículo. Según Brockett, el INTA creó un total de 591 asentamientos para 83 813 familias beneficiarias, sobre un área de 656 168 hectáreas. Según Sandoval Villeda, el INTA creó 535 asentamientos para 63 200 familias beneficiarias, sobre una extensión de 556 345 hectáreas.

19 De acuerdo con los derechos de los condueños o copropietarios contenidos en el Código Civil, artículo 491, el copropietario que desea vender debería ofertar su porción de derechos al resto de copropietarios, pues éstos gozan del “derecho de tanteo” y tienen prioridad en ello.

20 FONTIERRAS fue creado en 1999, fruto de los Acuerdos de Paz firmados en 1996 al finalizar el conflicto armado interno. Aunque en la ley que le dio vida se consideran algunos aspectos reivindicados por el movimiento campesino y acuñados por la URNG en la negociación, como la ampliación de las fuentes de tierras para cumplir sus objetivos recuperando tierras adjudicadas anómalamente en los procesos de colonización y años posteriores, así como la participación campesina en el cuerpo directivo institucional, el FONTIERRAS representa un modelo de acceso a la tierra vía mercado y no se apartó de los lineamientos del Banco Mundial.

21 En muchos casos la “liberación de la tutela del Estado” se tramita retroactivamente por los agentes compradores después de haber realizado la compraventa.

22 Estas formas de defensa de la tierra se han impulsado principalmente en Poptún, Petén, y en los municipios de Chisec, Panzós y El Estor, en el departamento de Izabal, por distintas comunidades q’eqchi’es y organizaciones sociales, campesinas e indígenas.

23 La tabla de precios aplicada por el FONTIERRAS en el proceso de regularización iba desde 0.12 quetzales por hectárea para las poblaciones desarraigadas por el conflicto armado y 45 quetzales por hectárea para tierras comunitarias, hasta 500 quetzales por hectárea para parcelas individuales (Castillo, 2015:131).

24 Concepto desarrollado por David Harvey (2014).

25 Según datos de la Encuesta Nacional Agropecuaria 2013, el cultivo de la palma aceitera ha crecido el 270% en una década.

Citas

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