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Resumen
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Hace un par de años conversaba con un joven de origen rural de la comunidad de Saltillo, perteneciente al municipio de Las Margaritas, Chiapas. En la charla emergieron dos preguntas importantes que, dicho sea de paso, me ayudaron a entender lo que quería hacer en la investigación que trabajaba en ese momento. Una primera fue: el campo donde vivió mi papá ¿no es el mismo que el de ahorita?, ¿tú qué crees? Otra pregunta fue más certera: ¿cuál es la diferencia entre ser joven acá en el campo y allá en tu ciudad? Aunado a ello, el joven me dijo que compartíamos el hecho de que: “lo que intentamos es vivir como se pueda nuestra juventud, ¿verdad?” Considero sus palabras muy importantes pues, aunque habitamos en escenarios diferentes, nuestras realidades también se construyen con ese deseo intenso de vivir la juventud y de reinventarnos.
Al leer el libro Juventudes en frontera: tránsitos, procesos y emergencias juveniles en México, Chile, Nicaragua y México, pareciera que sus autores se hacen estas mismas preguntas pero en contextos diferentes, ya que es una invitación a repensar no sólo diferentes categorías, sino distintas realidades y procesos en América Latina. En este tenor, me parece que las investigaciones presentadas en el texto resultan estratégicas para recorrer este mundo vital de los jóvenes rurales e indígenas porque sus autores indagan sobre las formas en las que los jóvenes se apropian tanto de los espacios del centro desde donde son expulsados según el pulso económico, como de las periferias. Esto resulta en una apropiación múltiple en sus formas que devela resistencias y oposiciones en las que, si bien están en juego los mismos materiales de la cultura moderna global, la puesta en acción de sus capitales -la edad y la fuerza de trabajo- los torna agentes que se movilizan. Ellos ponen en juego su capacidad de agencia y definen, pese a su precariedad, los términos de su disidencia y el tamaño de sus interacciones con agentes e instituciones del entorno más amplio.
El libro es fundamental porque en todos los capítulos figuran dos aspectos transversales: el espacio desde donde están situados los jóvenes, y cómo estos jóvenes de carne y hueso se movilizan para reconocerse y vivenciar lo juvenil en territorialidades indígenas y rurales.
Un aporte más es la descripción de la complejidad del fenómeno de estudio ya que, más que situar a las juventudes en un viejo debate sobre la contraposición entre lo rural y lo urbano, los autores registran hechos, prácticas y procesos modulados por dinámicas que se mueven entre la contingencia y la regularidad.
En los dos primeros capítulos del libro se señala que los jóvenes del campo, para sostenerse emocionalmente en los ambientes hasta entonces extraños del mercado laboral y de las ciudades, recurren a vivenciar los estilos juveniles. La dialéctica posterior a su incursión en la experiencia migratoria produce, inevitablemente, expresiones culturales que ya no caben en el modelo situado en la escala local, lo que provoca cambios en los contextos referidos.
Yanko González (2003) plantea que el sujeto joven de zonas rurales o semirrurales enfrenta ciertas contradicciones en su constitución como tal, ya que las personas en este grupo de edad cuentan con débiles espacios culturales propios, y la juventud es considerada como un periodo de moratoria o postergación de la asunción de roles adultos diferenciales. Asimismo, el autor señala que la emergencia de los sujetos juveniles rurales es una hipérbole de su propio reacomodo en tiempos recientes.
En esta tesitura interpretativa de la realidad de los jóvenes rurales hoy, se registra la necesidad de rechazar definiciones o atribuciones homogéneas y se reconoce su diversidad en atención a los contextos particulares que les definen.
Las descripciones de la experiencia migratoria juvenil, aunque intentan ofrecer una mirada integral de ésta, tienden a privilegiar el ámbito de los cambios culturales; sin embargo, frente a la ausencia de una definición precisa de cultura, se puede optar por asumir la cultura -global y neoliberal- como las distintas expresiones de un rompimiento mecánico con la estructura social tradicional y sus dispositivos integradores, para configurar un sujeto individualista independiente modulado por una diversidad de estilos de vida y por valores orientados al consumo y el ocio. Esta mirada, que de suyo privilegia una concepción del mundo global, debe matizarse, e incluso contraponerse con una lectura que explique dicho cambio. Eso nos sugieren los trabajos tanto de Tania Cruz, como los de Yanko Gonzales y Laura Kropff.
En los siete trabajos del libro se advierte un importante ejercicio de reconstrucción de las biografías de los jóvenes rurales, transrurales e indígenas, confrontadas por las tensiones de un mundo que parece ofrecer todo y que exige estar acompañado de los datos que revelan la dureza del mundo real, lo que define la opción por determinados estilos de vida, y no otros.
Desde mi perspectiva, otro aporte del libro es pensar a los jóvenes de estos espacios como actores que no sólo introducen importantes cambios en el campo o la ciudad, sino que crean nuevos espacios. Es decir, si bien la globalización genera rupturas espaciales, también los jóvenes desde cualquier trinchera reconfiguran o se reapropian de nuevos espacios que contribuyen a definir la identidad de la juventud rural e indígena. Eso es lo que apunta el trabajo de Zebadúa desde el ámbito de las universidades interculturales, al mostrar cómo los jóvenes hacen uso de capitales diferenciados, como la información de los medios de comunicación, la socialización y la formación en la universidad, además de la vivencia de la migración.
“Lo que es, es, pero le damos la vuelta, ¿o no?”, refiere un joven en el artículo de Yanko aludiendo a hacer “ruido allá”, pero también a “hacer ruido aquí”, sabiendo que allá “yo no dejo huella”, pero “acá sí, porque no soy sólo yo, hay otros compañeros que estamos queriendo cambiar nuestro mundo, ya sea desde la forma de vestir o la música”, cometan los entrevistados en el artículo de Laura Kropff. Muchos de los entrevistados, desde la experiencia migratoria, la universidad y los movimientos juveniles, tocan un tema problemático por la complejidad que encierra: el potencial para transformar su universo cultural y su capacidad para interpelar los significados objetivos de las culturas y para construir otros nuevos, así sea en su parcialidad, pues involucran relaciones de poder que implican imposición o dominio, pero también resistencia, oposición y negociación.
Esto es claro desde el mismo objetivo que se plantean los autores cuando nos dicen que: “es necesario estudiar la situación de las y los jóvenes migrantes, indígenas, rurales y campesinos en este siglo para evidenciar su actuar ante los embates de procesos económicos y sociales que tienen un fuerte impacto en materia educativa y generacional” (p. 9).
Una idea contundente de los jóvenes entrevistados en los diferentes capítulos es que hacen numerosas referencias a sus vivencias, se hacen visibles en las experiencias de carácter estético en las que se conjugan tanto las normas estereotipadas del mundo global en su afán por definir con sentido biopolítico la experiencia y su sentido, como los elementos o componentes emocionales que proyectan su resistencia o subversión, sabiéndose excluidos del orden corporal racionalista.
El gusto y las sensaciones tan “suyas” por comprar y vestir atuendos tan distintos a los del lugar de origen deja de ser una cuestión de simple “mudanza” -poner y quitar-, para tornarse en una experiencia estética sentida, interna, productora de subjetividad, que apuntala un horizonte de vida distinto al anclaje definido por la globalización y el biopoder, y su racionalidad dicotómica cuerpo/mente.
Juventudes en frontera es una aportación importante no sólo al tema de la juventud, sino al estudio de distintos procesos socioespaciales del campo y la ciudad. Las teorías sobre los jóvenes y lo juvenil se construyen desde contextos sociohistóricos macro, generalmente pensados desde el espacios de las grandes urbes, y los retos se definen en la construcción de las mediaciones para hacerlas aprehensibles en las escalas micro.
En numerosas ocasiones se sigue señalado que en el ámbito rural e indígena el joven es un sujeto inexistente porque de la niñez se pasa a una etapa de compromisos propios de personas adultas. Sin embargo, la realidad y las investigaciones recogidas en este libro nos muestran que esto ha cambiado; los jóvenes existen, ocupan un espacio y son productores de procesos sociales en íntima relación con las nuevas corporalidades, en relaciones abiertas con los procesos de la globalización, pero también con otros actores.
Los jóvenes rurales e indígenas de ayer no son los de hoy. Estos últimos hacen suyos el trabajo, los estilos juveniles, la estrategia migratoria y la estética, y con ello interiorizan un estilo que, cuando no implica el cambio de morada, implica la importación constante de elementos y dispositivos vivenciales propios de la sociedad de consumo y del mercado a sus lugares de origen. Pero el significado de estos cambios va más allá de los sentidos de la llamada “nueva ruralidad”, pues invoca cambios que alteran identidades y modos de relación al interior del propio espacio rural, y de éste con los entornos más amplios. Resultan visibles las prácticas que anuncian la presencia de los jóvenes en el espacio rural o indígena, lo que abre un campo decisional que ya les es propio. La decisión más importante es acaso la de romper con el peso de las responsabilidades matrimoniales apenas cubiertos los estudios básicos, y quedar sujetos al campo y a sus actividades agrícolas. En este sentido, la decisión de experimentar nuevos espacios y prácticas que abren el tiempo juvenil son dos hechos significativos por la magnitud de los cambios que provoca. No son hechos generalizados, pero sí nodales, y caminan demasiado aprisa. Considero que este libro es una importante contribución a las ciencias sociales no sólo en América Latina, sino en otras latitudes.