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Robledo Hernández, G. (2012). Cruzando fronteras. De las comunidades corporadas cerradas a las comunidades transfronterizas de los indígenas chiapanecos. LiminaR. Estudios Sociales Y Humanísticos, 10(1), 104-121. https://doi.org/10.29043/liminar.v10i1.40

Resumen

El artículo analiza el proceso de transformación social de los pueblos mayas del altiplano chiapaneco en los últimos cincuenta años, a partir del concepto de comunidades transfronterizas. Se destacan tres tipos de cruces de fronteras: las fronteras simbólicas que llevaron a la implantación del protestantismo en las comunidades mayas de la zona, la migración masiva del campo a la ciudad de los campesinos mayas alteños y, por último, la migración a los Estados Unidos que, a partir de la década de los 90, empezó a extenderse entre los pueblos de la región.


Introducción

El propósito del presente documento es reflexionar sobre las transformaciones en el estilo de vida de los pueblos mayas del altiplano central de Chiapas, cuyas comunidades han experimentado rápidas transformaciones económicas y sociales en los últimos cincuenta años.

A mediados del siglo XX estas comunidades podían ser caracterizadas como comunidades corporadas cerradas, esto es, comunidades campesinas con una jurisdicción colectiva sobre la tierra, en cuya organización social destacaba la participación de sus miembros en un sistema político y religioso con mecanismos que aseguraban la redistribución de riqueza para mantener una “pobreza compartida”, levantando barreras a la entrada de bienes e ideas que provenían del exterior (Wolf, 1957). Destacados antropólogos norteamericanos que realizaron trabajo etnográfico en ellas consideraban que habían mantenido de manera relativamente imperturbada rasgos culturales de su antigua cultura maya (Vogt, 1966).

Cincuenta años después, estas mismas comunidades han sido descritas como comunidades que participan de los procesos de globalización, diferenciadas socialmente y divididas en torno a la afiliación política y religiosa, que los vincula a grupos del exterior (Hernández et. al., 2002). Un conjunto de factores han incidido en su rápida transformación: un acelerado crecimiento demográfico que las llevó a un agudo minifundismo y escasez de tierra (Gutiérrez, 2000); la monetarización de la economía campesina y su integración a la producción mercantil, aunado al agotamiento de la frontera agrícola en condiciones de una ausencia de cambio tecnológico (Parra y Moguel, 1998); un proceso de diferenciación económica y polarización social al interior de las comunidades (Rus y Collier, 2002); una prolongada crisis del agro que obligó al trabajo remunerado de las mujeres y jóvenes alterando con ello los roles de género y las relaciones generacionales entre jóvenes y mayores (Collier, 1998); una descentralización de los rituales colectivos (Cancian, 1992) y un cuestionamiento a “la costumbre” por parte de algunos sectores de la población influidos por la actividad misionera, tanto de la Iglesia católica como de las iglesias protestantes que empezaron a hacer proselitismo entre la población indígena de la región (Robledo, 1987).

Las migraciones también han jugado un papel importante en este cambio. En un corto período de tiempo, muchas familias alteñas dejaron sus localidades para fundar numerosas colonias en los municipios que forman parte de la Selva Lacandona y se establecieron en la cercana ciudad de San Cristóbal. Desde la década de 1990 se unieron a otros contingentes de migrantes que desde la frontera sur de México se dirigen a los Estados Unidos. A través de la migración, exportando la fuerza de trabajo de sus jóvenes, las comunidades alteñas se han integrado a los procesos de globalización y a la formación de comunidades extraterritoriales, un fenómeno que se ha documentado para varios pueblos mesoamericanos, como es el caso de los mixtecos (Velasco, 2002; Besserer, 2004) y purépechas (López, 2003) en México, así como de los kanjobales en Guatemala (Camus, 2007).

Para examinar este proceso de cambio social retomo el concepto propuesto por Stephen (2009) de “comunidad transfronteriza”, pues me permite considerar la multiplicidad de fronteras, tanto simbólicas como materiales (coloniales, regionales, étnicas, culturales y nacionales), por las que han atravesado los mayas alteños en su historia más reciente. Stephen propone este concepto para comprender la complejidad de la experiencia migratoria de las comunidades que viven en múltiples localidades y espacios de discontinuidad social, económica y cultural donde los individuos cruzan y se sitúan entre numerosas fronteras y límites, de lo que se deriva una compleja y cambiante dinámica de construcción y reconstrucción de identidades que acompaña a estos procesos.

Influida por el trabajo de Gloria Anzaldúa (1999) sobre la zona fronteriza entre México y Estados Unidos, Stephen concibe las fronteras como espacios metafóricos que acompañan a los sujetos a todas partes, donde se hace frente a las desigualdades sociales generadas a partir de la raza, el género, la clase y las diferencias sexuales, y donde se producen una serie de transformaciones sociales políticas, espirituales y emocionales, de sentirse “entre culturas, lenguas y lugares”, y donde los marginados manifiestan sus identidades y su resistencia.

Esta perspectiva permite también considerar la compresión del tiempo y el espacio en la continua construcción, cruce y codificación de las fronteras, a través de las jerarquías coloniales, raciales y étnicas en las diferentes regiones de México y Estados Unidos; pero también pone de relieve la cuestión de las redes, o de las “mallas” en las que una comunidad participa, conectándola a una amplia gama de actores sociales, instituciones y comunidades, creciendo en direcciones no planeadas.

Las comunidades mayas alteñas se extienden desde sus localidades rurales hasta una multiplicidad de lugares que incluyen las colonias urbanas en la ciudad de San Cristóbal, en Chiapas, las ciudades turísticas del Caribe y el sureste mexicano, la ciudad de México y algunas ciudades de la frontera norte del país, hasta una diversidad de ciudades en los Estados Unidos, principalmente en su costa este.

Para examinar los recientes procesos de cambio social distingo tres tipos de cruces de fronteras que están llevando a los alteños a procesos de hibridación cultural y de actualización de sus identidades colectivas en el marco de los procesos de globalización económica y cultural del mundo contemporáneo. El primero se refiere a un movimiento socio-religioso que empezó a emerger hacia la segunda mitad del siglo XX y llevó a miles de familias indígenas a abandonar “la costumbre” de sus pueblos para abrazar el protestantismo; o bien, a participar con el trabajo pastoral de la Iglesia católica que también desafiaba en varios sentidos a la Costumbre y al poder de las autoridades tradicionales.

El segundo cruce de frontera se refiere al proceso de urbanización de la población indígena alteña como resultado de las masivas migraciones del campo a la ciudad, que llevaron a una indianización de la ciudad de San Cristóbal, antiguo centro hegemónico de la colonial sociedad chiapaneca. Se vieron alimentadas por migraciones forzosas provenientes de las comunidades indígenas donde la violencia social estuvo presente como resultado de las diferencias de clase, religión y política, en las que se multiplicaron las identificaciones comunitarias de los indígenas chiapanecos hacia las últimas décadas del siglo XX (Hernández, et. al., 2002). Pero también la crisis del agro chiapaneco, que inició hacia la década de los ochenta, ha empujado a muchas familias alteñas al abandono del campo para buscar nuevas oportunidades en la ciudad.

Finalmente, el tercer cruce se refiere al cambio en los destinos de la migración laboral de los alteños, que pasó de circunscribirse a los destinos regionales, para dar paso a la migración internacional. Empezaron a cruzar de manera clandestina la frontera norte de México desde la década de los noventa en su afán por buscar mejores oportunidades de empleo en el vecino país del norte.

En su conjunto estos procesos han reconfigurado el paisaje social y cultural de los pueblos indígenas alteños y de su centro urbano regional, la ciudad de San Cristóbal. Esta última experimentó un acelerado crecimiento que está saturando el pequeño valle en la que está enclavada. El proceso de urbanización dinamiza la interacción de la población regional anclada en relaciones de origen colonial que ponen énfasis en la pertenencia étnico-comunitaria y la diferenciación indio-ladino. En los vecindarios indígenas de la periferia urbana de San Cristóbal se están gestando procesos de hibridación cultural generados por un conjunto de factores: los matrimonios mixtos que rompen con la tradicional endogamia de las comunidades indígenas; la migración laboral mayoritariamente masculina, pero que también ha empezado a incluir a mujeres jóvenes que se dirigen a diversos lugares de la geografía nacional y estadounidense, así como la adopción de estilos de vida urbanos por parte de las nuevas generaciones de indígenas que han crecido en la ciudad y que se mezclan con la tradición cultural que heredan de sus padres y abuelos.

Estos procesos se acentúan con el desarrollo turístico de San Cristóbal que ha atraído a inmigrantes de diversas nacionalidades que se han establecido en ella, además del grupo de funcionarios y empleados de organizaciones no gubernamentales que se multiplicaron después del 94. Esto le ha impreso a San Cristóbal un espíritu cosmopolita y diverso que da cabida a muchos mundos de vida.

La región alteña en el contexto chiapaneco

Chiapas, el estado más sureño de México, ocupa el tercer lugar a nivel nacional -superado sólo por Oaxaca y Yucatán- por la alta densidad de población indígena en su territorio que, en el Censo de Población del 2010, representó 27.34% de la población mayor de tres años. Es también notable su ubicación estratégica en la frontera sur mexicana por su vecindad con Guatemala, país con el que comparte 657 km de frontera (Anguiano, 2008). Su importancia geopolítica se hizo manifiesta a principios de la década de los 80, cuando las migraciones masivas de población centroamericana a territorio chiapaneco empezaron a hacer visible la importancia para el Estado mexicano del control de su soberanía territorial en su frontera meridional.

Los indígenas chiapanecos, que hasta mediados del siglo XX se concentraban en las sobrepobladas regiones Norte y Altos de la entidad, protagonizaron masivas migraciones que los llevaron a redistribuirse hacia otras regiones del territorio estatal -entre las que destacan aquellas destinadas a colonizar la Selva Lacandona- y hacia las ciudades cercanas.

La región Altos Tsotsil /Tseltal está ubicada en la meseta central del estado. Comprende 17 municipios habitados mayoritariamente por población maya, hablante de tsotsil y tseltal. De acuerdo a los resultados del Censo 2010, la población regional ascendió a 601,190 habitantes; 75% de la población mayor de 3 años es hablante de lenguas indígenas, aunque en 14 de los 17 municipios la población indígena representa más de 90% de los habitantes (ver cuadro 1). Viven en localidades rurales dispersas, sujetas a una cabecera municipal que es al propio tiempo centro ceremonial donde residen las autoridades tradicionales. Las comunidades se distinguen unas de otras por el uso de emblemas étnicos que incluyen desde una indumentaria típica hasta una variante dialectal propia (Rus, 2009). San Cristóbal es el centro urbano regional, que además de ser lugar de residencia de la población mestiza (conocida localmente como ladina), es un centro de acopio y distribución de mercancías para el conjunto de los municipios indígenas aledaños.

Cuadro 1 Población Indígena en la Región Altos Tsotsil Tseltal Municipio Pob. Total Pob. 3 y más HLI % Aldama 5072 4231 4157 98.25 Amatenango del Valle 8728 7731 5823 75.32 Chalchihuatán 14027 6236 6173 98.98 Chamula 76941 69796 69475 99.54 Chanal 10817 9681 9638 99.55 Chenalhó 36111 32270 31788 98.5 Huixtán 21507 19667 18611 94.63 Larrainzar 20349 17340 17213 99.26 Mitontic 11157 9918 9877 99.58 Oxchuc 43350 39662 38804 97.83 Pantelhó 20589 18397 16716 90.86 San Cristóbal de Las Casas 185917 169698 62208 36.65 San Juan Cancuc 29016 25986 25926 99.76 Santiago el Pinar 3245 2858 2815 98.49 Tenejapa 40268 36353 36310 99.88 Teopisca 37607 34581 14680 42.45 Zinacantán 36489 32611 32323 99.11 Pob. Regional 601190 537016 402537 74.95 Pob. Regional 601190 537016 402537 74.95% Fuente: Censo de Población y Vivienda 2010.

Históricamente la región ha sido considerada una reserva de mano de obra indígena barata, de la que primero se beneficiaron los conquistadores a través de diversos mecanismos durante el período colonial; y, más tarde -formando parte de un país independiente-, se siguieron reproduciendo relaciones de colonialidad que imponen una relación asimétrica entre indios y ladinos (Viqueira, 1998; Quijano, 2000). Fue caracterizada a mediados del siglo XX como una región de refugio, característica de las regiones indígenas de México, por lo que fue elegida para poner en marcha los primeros programas de la política indigenista del México posrevolucionario que se proponían dinamizar las relaciones coloniales que dominaban en la región (Aguirre, 1967).

Primer cruce: las fronteras simbólicas. De la comunidad campesina a la comunidad religiosa

Desde la Conquista española y hasta fines del siglo XIX la Iglesia católica ejerció el monopolio del campo religioso en Chiapas. Los dominicos, primera orden en llegar a la Provincia colonial, se encargaron de reducir a poblado a los tsotsiles y tseltales del altiplano. Los primeros frailes, encabezados por el Obispo Fray Bartolomé de Las Casas, se opusieron a la esclavitud y la encomienda de los nativos, oponiéndose a los intereses de la élite terrateniente local; pero con el tiempo se convirtieron en curas de pueblos que hacían de cobradores de impuestos, repartidores de trabajos en las comunidades, además de cobrar sus servicios en forma de “limosnas” (Vos, 2000).

La imposición de la iglesia en las manifestaciones religiosas de las comunidades hizo posible la creación de cofradías en torno a un santo católico y la introducción del oficio de ayudante o “fiscal” en el trabajo pastoral, instituciones que perduran hasta el día de hoy en la vida pública comunitaria. Pero a consideración de Jan de Vos (2000) la evangelización no tocó el corazón de los indígenas, quienes reinterpretaron y se apropiaron de elementos de la religión impuesta para crear una síntesis nueva a través de un proceso de hibridación cultural que dio como resultado una religiosidad que los pueblos de la región reconocen como “la costumbre”. “La costumbre” para ellos no es una religión pues “es al mismo tiempo organización social, participación política, actividad económica, y creatividad cultural” (De Vos, 2000: 254). Floreció hacia 1850, cuando a raíz de la aplicación de las leyes de Reforma, los dominicos se vieron obligados a abandonar el territorio chiapaneco y el control pastoral sobre los pueblos (Vos, Ibid). Fue una época en que se desmoronó el poder económico y político de la Iglesia católica bajo la influencia de la ideología liberal y anticlerical que dominaba en ciertos sectores de hacendados y comerciantes de los Valles Centrales, momento aprovechado por los pueblos para tomar en sus manos el control de su vida ceremonial.

En oposición a quienes veían en la jerarquía de cargos -elemento significativo de “la costumbre”- rasgos de la antigua cultura maya (Cancian, 1966), Rus Wasserstrom (1980) muestran evidencia histórica para afirmar que fue a fines del siglo XIX y principios del XX cuando emergió la jerarquía de cargos que los antropólogos encontraron a mediados del siglo XX, y que había surgido como respuesta a modelos regionales de desarrollo económico y cambio demográfico.

Un segundo movimiento evangelizador entre los pueblos indígenas de Chiapas se produjo hacia la segunda mitad del siglo XX gracias al trabajo misionero de la iglesia presbiteriana en Chiapas y Guatemala (Rivera, 2001) y a las acciones emprendidas por el Instituto Lingüístico de Verano, institución especializada en traducir la Biblia a las lenguas vernáculas para una evangelización en los idiomas nativos. La migración jugó también un importante papel en su difusión, pues los alteños se dirigían periódicamente a trabajar a las fincas cafetaleras del Soconusco, donde se encontraban con otros trabajadores mayas procedentes de Guatemala o de la región fronteriza que predicaban “la palabra de Dios”.

Frente al avance protestante, la Iglesia católica emprendió a su vez una labor misionera a través de un movimiento catequístico. El obispo Samuel Ruiz García, que llegó a la Diócesis de San Cristóbal en 1960, renovó la acción pastoral de la catequesis a través de la revalorización de las culturas indígenas, la captación sociopolítica de su situación de extrema pobreza y la defensa de sus derechos contra la amenaza de la modernidad neoliberal (Vos, 2000). En Chamula funcionó una misión católica entre 1966 y 1977 que se enfrentó a la hostilidad de los caciques nativos, quienes finalmente expulsaron a los sacerdotes católicos del municipio y rompieron todo nexo con la Iglesia (Iribarren, 1980).

Al discutir las razones de la súbita conversión al protestantismo en las comunidades chiapanecas, los estudiosos del tema señalaron primero la intervención imperialista en el asunto (Fábregas, 1980), pero luego se empezaron a discutir las explicaciones endógenas que llevaban a la conversión de miles de indígenas alteños (Robledo, 1987). El estudio de las expulsiones religiosas en Chamula, la comunidad tsotsil más numerosa y emblemática del altiplano, puso en evidencia las disputas socio-políticas que dieron origen al conflicto (Rus y Wasserstrom, 1979). Se señaló la crisis de la comunidad agraria y una modernización de la región que volvió obsoletas instituciones de cohesión social derivadas de la colonia (Vos, 2000). También se ha apuntado la importancia de los recursos que proporcionan las congregaciones a una feligresía pobre y la participación del laico en la construcción de la comunidad religiosa (Rivera, 2001); además del descubrimiento para los indígenas de una nueva faceta del cristianismo a través del conocimiento de la Sagrada Escritura y la posibilidad de ser ellos mismos los pastores de la comunidad (Vos, 2000). Otra interpretación propone que, como resultado de una proletarización creciente, la conversión al protestantismo es un esfuerzo por crear un nuevo espacio social libre de la enfermedad y la brujería, males que azotaban a las familias nucleares neo-locales que reemplazaron a la familia extensa a través de clanes y linajes que prevalecían en las comunidades (Fernández Liria, 2002).

En el altipano chiapaneco las nuevas lealtades religiosas aparecieron con el cuestionamiento de lo que Rus (1998) ha llamado la “comunidad revolucionaria institucional”, refiriéndose a un tipo de alianza política entre Estado mexicano y pueblos indios, construido por el corporativismo priísta, que provocó la formación de cacicazgos locales en las comunidades mayas del altiplano. Esta alianza surgió durante el régimen cardenista con el reconocimiento de un pequeño grupo de nativos como interlocutores del Estado, garantizando el control político de los pueblos a través del Partido Revolucionario Institucional, que se incorporó a las instituciones políticas locales. Las alianzas se fueron erosionando con el desarrollo de nuevos intermediarios entre comunidad y sociedad nacional: maestros bilingües y líderes religiosos empezaron a disputar el liderazgo político en sus pueblos. El respaldo de las autoridades estatales a los grupos de poder establecido en los municipios indígenas llevó a una disputa en el terreno simbólico de los nuevos agentes locales que emergían en el campo religioso como resultado de la evangelización, tanto de iglesias protestantes como de la propia Iglesia católica.

El acentuado centralismo político de municipios indígenas como el de Chamula llevó a la persecución de los disidentes que se habían atrevido a construir nuevas lealtades religiosas dando la espalda a “la costumbre”. Las autoridades expulsaban del territorio municipal a aquellas familias que se habían convertido a una religión. A pesar de ello, los datos censales muestran un crecimiento rápido y sostenido de la población no católica en la región que pasó de representar 4.4% en 1970 a 29.6% en 2010. La congregación religiosa desplazó a la comunidad agraria como núcleo de la socialidad de aquellos que optaron por el cambio. La lucha en el terreno de lo simbólico llevó a la creación de verdaderas figuras carismáticas entre los líderes religiosos, quienes lograron articular la acción social de los disidentes en el destierro. La descomposición de la comunidad agraria ha conducido a una recomposición de la comunidad moral en las múltiples congregaciones religiosas que hoy están presentes entre los pueblos mayas del altiplano. Según los datos del censo 2010 al menos cuatro de los municipios indígenas alteños cuentan con una población mayoritariamente no católica: Chenalhó, Mitontic, Oxhuc y Tenejapa.

Hernández (2005) ha señalado el carácter plural de los protestantismos indígenas en Chiapas que responden a contextos histórico-regionales específicos y varían de acuerdo al tipo de congregación religiosa involucrada. Si en Los Altos los protestantismos han sido un espacio de confrontación contra los cacicazgos nativos, entre los mames de la Sierra, el presbiterianismo se convirtió en un componente de la etnicidad en un contexto de conflicto y negociación con el Estado.

En el debate ha influido la perspectiva de Bastian (1983, 1997), cuyas obras reflexionan sobre la mutación del campo religioso en América Latina con la pérdida del monopolio de la Iglesia católica a partir de la segunda mitad del siglo XX. Analiza el cambio religioso como un fenómeno estructural donde intervienen elementos económicos y políticos, globales y locales. Para el caso chiapaneco, la pluralidad religiosa es interpretada como una expresión de los conflictos sociales, un medio para romper con instrumentos de coerción intra-étnica y una búsqueda de autonomía simbólica; una manera de modernizar y reafirmar las identidades étnicas como parte de un largo proceso de resistencia y adaptación de los pueblos nativos.

La transformación del hecho religioso entre los mayas alteños está jugando un papel de primer orden en su adaptación a una modernidad globalizada mediante la reconfiguración de sus culturas tradicionales a través de la comunicación e interacción con otras culturas del mundo que los vinculan a redes religiosas de carácter trasnacional. Son interesantes las conexiones entre redes religiosas de indígenas chiapanecos y guatemaltecos que, aunque poco estudiadas, están presentes en la construcción de la pluralidad religiosa indígena (Robledo, 2010).

Segundo cruce: fronteras materiales y simbólicas. La migración del campo a la ciudad

El éxodo masivo de campesinos provenientes de los municipios indígenas alteños debido a las expulsiones religiosas se dirigió a la ciudad de San Cristóbal, hasta entonces lugar de residencia de la población ladina. Las primeras colonias indígenas se situaron en el periférico norte de la ciudad y en localidades rurales del municipio, pero con el paso del tiempo los vecindarios indígenas se extendieron a todo lo largo de la periferia urbana. De una de las primeras colonias indígenas urbanas se desprendió un contingente a principios de los años 80 que fundó el poblado de Betania, en el vecino municipio de Teopisca, alrededor del cual empezaron a surgir nuevos asentamientos que el día de hoy forman un área extensa y densamente poblada a lo largo de un tramo de la carretera panamericana que une la ciudad de San Cristóbal con el poblado de Teopisca.

El conflicto social y la manera violenta en que se produjeron estas migraciones forzosas obligaron a los inmigrantes -que eran recibidos con hostilidad por una población ladina que los veía como intrusos- a asentarse de manera colectiva y organizada. Las iglesias jugaron un papel muy importante en ello facilitando el dinero para la compra de predios que luego fueron subdivididos para fundar las colonias, pero también creando líderes y organizando a los inmigrantes en pequeñas comunidades religiosas que se han constituido en importantes portadoras de capital social para el establecimiento de la población indígena en la ciudad (Robledo, 2009). Una característica que es necesario destacar de estas migraciones es que involucraron a grupos familiares. No se trató de personas que migraran de manera individual, sino que se expulsaban a familias enteras, a quienes se les reunían los padres y abuelos algunos años después, estableciéndose así familias extensas en la ciudad.

La religiosidad indígena urbana se expresa a través de la existencia de múltiples congregaciones religiosas. Aunque inicialmente el presbiterianismo dominaba en el campo religioso de la población urbana, con el transcurso de los años se produjo una proliferación de congregaciones de diversa denominación, entre las que destacan las de carácter pentecostal.

Las congregaciones religiosas se han convertido en pequeñas comunidades emocionales que permiten el reconocimiento mutuo, un “sentir en común” derivado del “estar juntos”, gracias a lo cual se expresan las culturas locales en el marco de la interacción. La prédica se realiza en la lengua materna y los asistentes al culto portan la indumentaria tradicional de su comunidad de origen. Pero la identificación religiosa se vuelve un hecho efímero, móvil e inestable y las familias suelen transitar por varias congregaciones. La afiliación religiosa está sujeta a una serie de variables que se relacionan con el capital social que una congregación y su pastor puedan aportar a sus feligreses.

El establecimiento de los expulsados en San Cristóbal facilitó la llegada de otros contingentes de población provenientes de los municipios alteños que a inicios de los años ochenta migraban por razones económicas como resultado de una crisis agraria que empezó a experimentar el agro chiapaneco y que se prolonga hasta nuestros días. Sin embargo, fue después del levantamiento zapatista de 1994, cuando mayores flujos de campesinos alteños llegaron a la ciudad huyendo de los conflictos y la violencia al interior de sus comunidades. Como en el resto de la entidad durante este período se produjeron invasiones a predios urbanos que dieron nacimiento a nuevas colonias indígenas. (Rus, 2009, Robledo, 2009).

Entre los grupos de migrantes se ha identificado una migración de mujeres indígenas que llegan a San Cristóbal por varias razones: en busca de empleo en el trabajo doméstico de casas particulares, para ayudar a sobrevivir a sus familias o para huir de un matrimonio concertado por el padre sin su consentimiento o, en ocasiones, de un ambiente familiar opresivo y violento. Algunas otras simplemente huyeron de los constreñimientos de la vida familiar y comunitaria para probar suerte en la ciudad. (Freyermuth y Manca, 2000; Álvarez, 2009). En la medida en que la ciudad es un centro administrativo regional también encontramos funcionarios y empleados indígenas que trabajan como maestros bilingües, técnicos y promotores en instituciones de gobierno y organizaciones no gubernamentales que operan en la región, además de jóvenes indígenas que desean continuar con sus estudios. La inmigración indígena a la ciudad se ve reflejada en el acelerado crecimiento demográfico de San Cristóbal que ha quintuplicado su población en cuarenta años (ver cuadro 2).

Cuadro 2 Evolución demográfica del municipio de San Cristóbal de Las Casas Municipio 1970 1980 1990 2000 2010 San Cristóbal de Las Casas 32833 60550 89335 132421 185917 Urbano 25700 40026 73338 112442 158027 Rural 7133 20534 15997 19979 27890 Fuente: Censo de Población y Vivienda 2010.

Aunque los vecindarios indígenas son un mosaico de los habitantes de los diversos municipios tsotsiles y tseltales de la región, hay un cierto predominio de migrantes procedentes del municipio tsotsil de San Juan Chamula, que además de compartir límites con la ciudad de San Cristóbal es el más densamente poblado del altiplano, y en donde las expulsiones se produjeron de manera más temprana. Los indígenas urbanos empezaron a gobernar sus colonias con un modelo semejante al que rige la vida civil en sus localidades. Nombraron sus autoridades: un grupo de representantes encabezado por un presidente y un secretario, comités de escuelas, de agua potable, de luz, etc. que eran necesarios para la gestión de los servicios urbanos que requerían los colonos. En la actualidad las colonias cuentan con un funcionario que es reconocido por el gobierno municipal para hacer las funciones de juez de paz y presidente del consejo municipal (Rus, 2009).

Estos procesos migratorios han transformado San Cristóbal en una ciudad indígena integrada a las geografías étnicas comunitarias, formando parte de los circuitos por los que transita la población nativa de la región. Las familias indígenas urbanas mantienen una serie de vínculos con su comunidad de origen: puede ser que la posesión de lotes y/o parcelas en su paraje les obligue a visitas regulares; reciben visitas de parientes que siguen residiendo en los parajes rurales y que llegan a la ciudad en busca de trabajo, escuela o simplemente están de paso, en su viaje a alguna otra ciudad en busca de empleo. Los vecindarios indígenas son un lugar de encuentro de la diversidad étnica regional. La convivencia de familias de diversa procedencia ha facilitado el intercambio matrimonial entre miembros de diferentes comunidades, abriendo con ello la posibilidad de procesos identitarios de índole regional (Robledo, 2009).

Para el caso de las mujeres, el contexto urbano también les ha ofrecido el acceso a recursos tanto simbólicos como materiales a través de la numerosa oferta de redes religiosas, organizaciones no gubernamentales, servicios de salud, escuelas y posibilidades de empleo en la venta de artesanías o el comercio de frutas y verduras en los mercados de la ciudad. Esto ha provocado cambios en las relaciones de género, sobre todo de las nuevas generaciones de mujeres que están creciendo en un ambiente urbano. Sin embargo, el debilitamiento de las alianzas matrimoniales en la ciudad, también ha llevado a altos porcentajes de jefatura femenina de hogar, lo que significa que muchas mujeres se ven obligadas a llevar por sí mismas el soporte económico y emocional de una familia (Robledo, 2009; Sanchíz, 2004). Por otra parte, la ciudad ofrece una oferta limitada a una creciente población indígena fundamentalmente joven que requiere de empleo. Por ello la migración laboral se ha convertido en un requerimiento obligado para los varones indígenas urbanos.

De acuerdo al último Censo de Población y Vivienda 2010, 36.65% de la población sancristobalense mayor de 3 años hablaba una lengua indígena, porcentaje por encima del promedio estatal que ascendió a 27%, pero casi medio punto porcentual menos que en la década anterior. Esta aparente disminución del porcentaje de población indígena puede deberse a la sustitución de las lenguas nativas por el castellano, fenómeno común entre las nuevas generaciones de indígenas urbanos. Los padres se resisten a enseñar su lengua materna a sus hijos, tratando de protegerlos de la estigmatización de la que puedan ser objeto en la ciudad. De cualquier manera, podemos considerar que este porcentaje está por debajo de la cifra que realmente representa la población indígena en el conjunto urbano.

Desde su llegada a la ciudad, los expulsados de Chamula empezaron a organizarse para enfrentar a los caciques de su pueblo, demandando el alto a las expulsiones y el retorno a sus comunidades. Este proceso organizativo, que incluye tanto a organizaciones religiosas como civiles y políticas, ha llevado a la población indígena a constituirse en un nuevo actor social, disputando espacios tanto sociales como políticos al interior de la ciudad. Gracias a ello han conseguido establecerse en los mercados locales para vender sus mercancías: frutas, verduras y artesanías; en el sector de transportes, introdujeron taxis y unidades de transporte público; una pequeña élite se ha beneficiado de la explotación de la madera y de la destrucción de los bosques en los municipios cercanos.

Con la presencia indígena en la periferia urbana de San Cristóbal están emergiendo nuevos procesos de hibridación cultural. Así por ejemplo, un grupo de investigadoras (Rodríguez,et. al., 2010) ha documentado que las actividades agropecuarias de las familias indígenas en sus lotes urbanos forman parte de su sistema de vida. La cría de animales domésticos y de algunos cultivos para el consumo alimenticio de la familia revalorizan los conocimientos tradicionales que traen consigo los migrantes y contribuyen a la conservación del conjunto de prácticas de manejo y tecnología tradicionales de los pueblos alteños. Aunque la urbanidad ha sido documentada para las periferias urbanas de otros países (Nivón, 2005), la investigación de los procesos que están emergiendo entre la población indígena urbana en San Cristóbal es aún incipiente.

Tercer cruce: del sur al norte. De la migración laboral regional a la migración internacional

Desde finales del siglo XIX las comunidades indígenas alteñas habían sido incluidas, primero de manera forzosa y luego de manera “voluntaria”, a un sistema de migración regional mediante el cual se proveía de mano de obra a las empresas capitalistas agroexportadoras de las regiones aledañas. Así, cíclicamente, los campesinos alteños eran reclutados para el trabajo en las fincas cafetaleras del Soconusco, para la extracción de maderas finas en la región selvática o como peones -o en el mejor de los casos medieros- de los rancheros de los valles centrales de Chiapas.

Sin embargo, hacia la segunda mitad del siglo XX, las cosas empezaron a cambiar. La afluencia de población guatemalteca a las fincas, dispuesta a recibir inferiores salarios, los desplazó. Un nuevo mercado de trabajo se abrió con la construcción de las monumentales presas hidroeléctricas en la entidad, las ciudades turísticas del Caribe mexicano y la explotación del petróleo en Veracruz, Tabasco y Chiapas. Estos nuevos destinos laborales se consolidaron hacia mediados de la década de los años 70 y aún más allá. Pero la crisis de la década de los 80 contrajo de nuevo los mercados de trabajo.

Aunque tradicionalmente Chiapas se consideraba una entidad que guardaba equilibrio entre emigración e inmigración, las corrientes de emigración de chiapanecos hacia otros estados de la República se incrementaron vertiginosamente a partir de 1995 (Martínez, 2005). Entre los alteños se sostuvo la migración a Playa del Carmen y Cancún, en Quintana Roo, debido a la demanda de servicios turísticos, pero empezaron a aparecer como destino las ciudades de la frontera norte de México: Tijuana y Ciudad Juárez ofrecían empleo en las maquiladoras; pero también las empresas agroexportadoras de Sonora y Baja California por su demanda de mano de obra agrícola.

Para fines de los años 90 algunos alteños empezaron a viajar a los Estados Unidos. Los pioneros partieron de la zona norte de la ciudad de San Cristóbal y de las aledañas localidades del contiguo municipio de Chamula y se dirigieron a los valles agrícolas de California. Sin embargo, la migración internacional se intensificó a partir del año 2000. Para entonces el municipio Chamula se encontraba entre los diez principales lugares de origen de los chiapanecos que residían en Estados Unidos (Martínez, 2005).

Al discutir las causas de esta migración, Villafuerte y García (2008) señalan que, hasta mediados de la década de los ochenta, las luchas agrarias de los campesinos chiapanecos desalentaron la migración, pero la aplicación de políticas de corte neoliberal profundizó la pobreza estructural en la que se encontraban. Entre una serie de causas destacan la caída de los precios internacionales del café, seguida por la desregulación de los mercados del aromático, la reducción de la inversión pública en el sector rural, el desmantelamiento de instituciones de apoyo al campo, los desastres naturales que han asolado varias regiones de Chiapas, a lo que se añade el contexto de conflictividad en las regiones indígenas a partir del levantamiento zapatista y de las luchas por la autonomía de las comunidades en resistencia. Un campesino chamula lo explica de la siguiente manera:

Con esta lógica de endeudamiento continuo funciona la economía doméstica de las familias indígenas, por lo que la migración a Estados Unidos resulta considerablemente más atractiva para los trabajadores mayas, cuyo salario en dólares no tiene comparación con lo que pueden ganar en México.

La ciudad de San Cristóbal concentra una serie de servicios para la población que decide ir a buscar empleo a Estados Unidos: transportes económicos a los diferentes puntos de la frontera norte que incluyen como destino las ciudades fronterizas de Tijuana, Cd. Juárez y los puntos de cruce en el desierto de Sonora; instituciones bancarias que se han convertido en importantes receptoras de las remesas que los migrantes envían a sus familias y que dada su importancia han creado sucursales en los vecinos municipios de Chamula y Zinacantán (López et. al., 2010).

Las características que presenta la migración internacional de los indígenas alteños que se presenta a continuación se deriva de los resultados de una encuesta aplicada a familias indígenas en San Cristóbal, Chamula y otros municipios alteños que buscaba conocer el perfil de los migrantes y las principales características de este movimiento.1

De acuerdo a estos datos, el volumen de migrantes internacionales empezó a despuntar en 1998 para presentar un pico en el 2005 y caer dramáticamente en el 2007, debido a la crisis de la economía estadounidense que se reflejó en un alto índice de desempleo entre los migrantes indocumentados (Robledo, 2011). La migración internacional involucra mayoritariamente a jóvenes, pues 60% oscilaba entre los 14 y los 25 años, aunque el valor más frecuente fue de 20 años. La mayoría eran varones (84%), aunque también se encontró un 16% de mujeres.

Es notable la temprana edad de las mujeres indígenas que viajan a los Estados Unidos, pues algunas contaban con apenas 14 años. Las entrevistas dejaron al descubierto que, aunque algunas de ellas viajaron en compañía del padre y/o hermanos, al llegar a su destino, rápidamente se vieron involucradas en relaciones de pareja que las llevaron a embarazarse. Las condiciones de hacinamiento en que viven los trabajadores indocumentados llevan a que las jóvenes pronto sean enamoradas por algún compañero de cuarto y terminen viviendo en pareja. Embarazadas, algunas deciden regresar a la comunidad, otras tienen a sus hijos allá, aprovechando una serie de apoyos en relación a atención médica y despensa para sus hijos, aunque esto no es garantía para regularizar la estancia migratoria de los padres.

En los testimonios de los migrantes alteños destaca el drama del cruce de la frontera. Hasta los años 80, el cruce indocumentado de los trabajadores mexicanos se realizaba principalmente a través de la ciudad de Tijuana y sus alrededores, tal como ha sido reportado para el caso de los mixtecos que se empleaban en el mercado de trabajo transfronterizo de la Alta y la Baja California. (Velasco, 2007). Sin embargo, la construcción de bardas fronterizas a lo largo de 86.5 millas que empiezan en el mar de Baja California y se prolongan hasta El Sásabe, Sonora, provocaron lo que se ha dado en llamar el “efecto embudo”, pues el internamiento al vecino país se concentra en el inhóspito territorio del sureste de Arizona.

De los encuestados, 80% respondió que había cruzado la frontera por el corredor Altar-El Sásabe Sonora, 10% por Tijuana y puntos cercanos y 6.4% por Tamaulipas. El corredor Altar-El Sásabe, Sonora, es actualmente la ruta más importante para el cruce, conocida también como la ruta de la muerte. Altar es un pequeño poblado de aproximadamente 16 mil habitantes que se ha convertido en la sala de espera de miles de migrantes internacionales. Esto ha provocado el florecimiento de una serie de negocios dirigidos a atender la demanda de los migrantes: casas de huéspedes, hoteles, restaurantes, transportes, así como tiendas de materiales especiales para el cruce como mochilas, gorras, chamarras, etcétera, además de bares y cantinas. Pero también ha pasado a formar parte de la geografía del narcotráfico y la delincuencia organizada. Cercana de la ciudad de Caborca, que es un famoso centro de operaciones de las bandas de los cárteles mexicanos de la droga, Altar es un centro de las redes tanto del tráfico de personas como de estupefacientes involucrando a redes de polleros, guías, traficantes y asaltantes que operan desde Centroamérica hasta los Estados Unidos. Junto con ellos viene la presencia del ejército, la policía y las autoridades migratorias (Valdéz-Gardea, 2007).

En este corredor migratorio, especialmente en el sector de Tucson, la cantidad de muertes en el desierto se ha incrementado dramáticamente desde 1995, dando lugar a una “crisis humanitaria” y a un problema de salud pública para las autoridades de esa región. Entre 1995 y 2004, al rededor de 2.978 cuerpos de inmigrantes ilegales fueron recuperados de suelo estadounidense, 10 veces más muertes que las que se produjeron en 28 años de existencia del muro de Berlín (Rubio-Goldsmith et al., 1997). A esto se añade el clima hostil hacia los migrantes en Arizona, el estado norteamericano donde primero emergió un sentimiento anti-inmigrante alimentado por grupos de la derecha norteamericana que se ha extendido a otros estados de la Unión americana.

Otro peligro reciente para los migrantes que cruzan el desierto es la aparición de bandas de delincuentes que se dedican al robo y extorsión de quienes cruzan la línea. Estos grupos, conocidos como “bajadores”, muchas veces visten uniformes que les confunden con las autoridades migratorias norteamericanas provocando el miedo entre los migrantes. Se tiene noticia de que, en ocasiones, los secuestran para mantenerlos en alguna casa de seguridad hasta que algún familiar del migrante en los Estados Unidos pague por su rescate.

Otro peligro es que los migrantes sean detenidos por la patrulla fronteriza estadounidense. En ese caso son deportados, no sin antes pasar una noche en prisión, para ser devueltos a alguna ciudad fronteriza mexicana. De acuerdo a la encuesta, al menos 23% de los migrantes alteños habían sido deportados una vez. Así narra uno de ellos su experiencia:

Para el caso de los jóvenes tojololabales, Aquino (2010) ha documentado su inserción en un mercado de trabajo que exige de una mano de obra flexible y móvil y que impone al trabajador una alta dosis de incertidumbre y riesgo. De manera similar, los alteños suelen circular por empleos como jornaleros agrícolas a lo largo de la costa Este de los Estados Unidos, que comprende los estados de Florida, Georgia, Carolina del Sur, Carolina del Norte, Virginia, New Jersey, Pensylvania, Nueva York y Connecticut

Más de 60% de los migrantes había viajado a alguno de los Estados de esta zona, destacando los condados de Florida. Los testimonios señalan que hay una colonia chamula en Tampa, Florida. Sin embargo, es notable la dispersión del resto que se extiende a otras regiones de aquel país, que incluye los estados de Alabama, California, Chicago, Michigan, Nevada y Texas, entre otros (Robledo, 2011). Un poco más de 46.4% de los encuestados aseguró que no conocía a nadie en el lugar de destino, lo cual señala la fragilidad que aún tienen las redes de los migrantes, aunque en las entrevistas realizadas, al menos la mitad de los retornados dijeron tener algún pariente (primo, hermano, tío, sobrino, cuñado) en los Estados Unidos.

En relación al tipo de empleo, los resultados de la encuesta señalan que un buen número de alteños se emplean como jornaleros agrícolas o en actividades relacionadas con el campo. Durand y Massey (2003) subrayan el hecho de que los mexicanos han pasado de predominar en la mano de obra agrícola de la región sudoeste de los Estados Unidos a ser la mayoría en toda la Unión Americana. Hacia fines del siglo XX, de cada 10 trabajadores en el campo estadounidense, 8.6 eran mexicanos. Este proceso se ve acompañado de una indigenización del trabajo agrícola, es decir, este mercado de trabajo se ve dominado por población indígena proveniente de los estados de Oaxaca, Guerrero y Chiapas. Además se trata de empleos temporales y estacionales que requieren de trabajadores móviles y flexibles dispuestos a seguir el ciclo de las cosechas y que sean jóvenes pues el trabajo es intenso y desgastante.

La otra gran fuente de empleo para los indígenas alteños es el trabajo en la industria de la construcción. Sin embargo, este sector se desplomó con la crisis económica, por lo que para el 2009 las entrevistas entre los migrantes en Florida señalaban que el trabajo en la construcción escaseaba. Quienes tenían acceso a él trabajaban algunas horas durante algunos días a la semana. Con respecto al salario, los encuestados declararon que mensualmente ganaban alrededor de 1.472 dólares mensuales, sin embargo el valor más frecuente fue de 1.152 dólares. Regularmente los empleos del migrante no cubren ninguna seguridad social (salvo accidentes en el lugar de trabajo), de tal manera que si el trabajador se enferma no cuenta con ningún servicio médico que lo atienda, con el agravante de que en los Estados Unidos es particular y de un alto costo. Otro problema que pueden enfrentar los migrantes es que en ocasiones para conseguir un empleo les piden papeles y ellos se ven en la necesidad de comprar una identidad falsa en el mercado negro.

Sin duda las remesas representan una fuente importante de bienestar para las familias indígenas alteñas quienes mediante este recurso han logrado mejorar su nivel de vida, o al menos, hacer frente a sus deudas. En promedio, los encuestados dijeron haber ganado alrededor de 368 dólares a la semana. Durante toda su estancia las remesas enviadas fueron calculadas en alrededor de $7.360 dólares. El dinero era enviado principalmente a través de bancos (75.8%), aunque una minoría (18.2%) lo hacía a través de casas comerciales como Western Union, Elektra, etcétera. Sobre el uso de este dinero destacan el pago de deudas y el mejoramiento de la vivienda, en segundo lugar era utilizado para la manutención familiar, mencionada como comida y vestido.

De acuerdo a los datos proporcionados por BBVA Research (julio 2011), aunque la migración internacional se redujo en su conjunto entre el 2000 y el 2010, en algunos estados la migración continuó en aumento, como es el caso de Chiapas, entre otras 9 entidades. Esta fuente ubicaba a Chiapas en el lugar número 15 por el volumen de migrantes entre las entidades federativas de México.

Los resultados de la encuesta también sugieren que hay una pérdida de circularidad en la migración a Estados Unidos. Si los primeros migrantes iban y venían con relativa facilidad, el endurecimiento del cruce de la frontera ha determinado que el período migratorio se prolongue por mayor tiempo. Para la mayoría no era posible regresar periódicamente por lo que el regreso a casa es definitivo. El promedio de estancia era de dos años y medio, aunque el valor más frecuente fue de dos años. Sin embargo, este período se está prolongando más: entre los migrantes que al momento de la encuesta se encontraban en Estados Unidos el período de estancia promedio era de tres años y medio. En las entrevistas al menos dos personas dijeron que habían permanecido por siete y nueve años en Estados Unidos.

Sobre las razones del retorno, las principales respuestas básicamente fueron dos: la necesidad de ver y estar con a familia y también la escasez de trabajo, aunque también aparecieron como razones la enfermedad, la deportación y el asumir cargos en la comunidad.

La migración internacional está modificando la dinámica de las comunidades indígenas, tanto en la escala personal como en la colectiva. Se está formando una cultura de “migración al norte” entre los jóvenes, quienes han integrado este destino laboral a los circuitos en donde se reproduce la comunidad, pues sin duda representa la mejor oferta de empleo que se encuentra a su alcance. Las condiciones de precariedad en el mercado laboral norteamericano están obligándolos a prolongar su estancia en el vecino país, a pesar de lo cual siguen manteniendo contacto con sus familias, tratando de enviar remesas lo más regularmente posible. Pero junto con las remesas monetarias los jóvenes han traído nuevas ideas, valores, estilos de vida, como lo señala una joven informante:

Los varones también están adoptando nuevas modas en la indumentaria, en la que predominan el estilo texano o el cholo, con los pantalones flojos, a media cadera, tenis y gorra. En la música, el gusto por las bandas y cantantes norteños está influyendo en la organización de la fiesta del santo patrono del pueblo, San Juan, que desde hace un par de años tiene a alguno de estos artistas como la presentación estelar en la celebración.

Reflexiones finales

En este trabajo he mostrado la importancia del cruce de múltiples fronteras tanto simbólicas como materiales que están llevando a la transformación de las comunidades mayas alteñas, hasta hace poco consideradas como sociedades tradicionales.

Pensar estos cambios en términos de cruce de fronteras puede conducir a explorar nuevas vetas de investigación sobre los procesos de construcción de identidades tanto personales como colectivas, al participar de múltiples procesos discontinuos que involucran una serie de relaciones sociales a varios niveles. También nos lleva a enfocarnos en las redes y mallas que se tejen al cruzar estas fronteras y que llevan al entrecruzamiento con diversos actores e instituciones en diversas direcciones y sentidos.

Los mayas alteños están produciendo nuevos marcos de sociabilidad en las múltiples localidades en donde ahora se reproduce la comunidad. La religión, para el caso de la vida indígena urbana en la región alteña se ha convertido en eje de su organización social. Las congregaciones religiosas son redes proveedoras de un importante capital social para aquellos que migran no sólo a las ciudades chiapanecas, sino a otras ciudades de la república mexicana e incluso a los Estados Unidos. Así tenemos el testimonio de una mujer chamula que logró rescatar a su hija, recluida en un hospital psiquiátrico en Estados Unidos, gracias a las gestiones de una congregación religiosa; o el caso de un pastor que gracias a sus contactos fungió como gestor de sus paisanos en Estados Unidos.

En estos espacios de frontera están floreciendo procesos de hibridación y creatividad cultural, alimentados por los procesos globales en los que están insertas las nuevas generaciones de estos pueblos. El examen de los procesos de estas comunidades transfronterizas seguramente será el foco de atención de la investigación social en la región.

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