Introducción: un pueblo desolado

Generalmente, los sistemas de género binarios exigen roles, actitudes, comportamientos, valores y actividades excluyentes en función de las dos categorías que contemplan (Benería y Roldán, 1986).1 Para este pensamiento, se entendería entonces que tal exclusión corresponde a una percepción objetiva de la realidad, en la cual los aspectos considerados como marcadores de género -nombre, vestimenta, actividades, entre otros- se alinean de forma naturalizada con cada sujeto o sujeta.

Desde la crítica al género binario, se reconoce que su objetividad ha sido usualmente entendida como una postura arbitraria y convencional que deviene de la heteronormatividad y del régimen de sexualidad (Córdova, 2006; Domínguez, 2012; Foucault, 1991; González, 2003, Lamas, 2009; Prieur, 1998). Sin embargo, este abordaje crítico rechaza la naturalización y univocidad de la relación entre diferencias anatómicas, por un lado, y deseos y prácticas sexuales, por el otro, de manera que se privilegie el análisis de la no linealidad entre cuerpos, identidades, papeles de género y prácticas sexuales, es decir, la correlación performativa que Butler (1999) denomina género inteligible.

El modelo de sexualidad hegemónica concibe la indumentaria como uno de los rasgos distintivos de género. Desde esa óptica, las personas travestidas intentarían adoptar la mayor cantidad posible de elementos identitarios del género al que se estarían adscribiendo. Esto deviene en concepciones excluyentes en las que el único tipo de travestismo estimado como posible y que es tolerado es aquel del individuo “invertido”, cuyo referente básico es la dicotomía masculinidad/feminidad, y es así subsumido a una categoría que resulte compatible con las definiciones sociales y con las identidades de género (Enguix, 1996).

Sin embargo, existen otras manifestaciones de travestismo público que no ponen en entredicho las correspondencias entre atuendos como marcadores de género y las identidades y los significados culturales que puedan exhibir. Este trabajo examina algunas de esas expresiones travestistas ligadas a varones heterosexuales que han sido poco tratadas en nuestro país, en tanto propone algunas vías para entender su presencia, específicamente a través de la fiesta llamada encierro de burros que se realiza en la ciudad de Alvarado, situada en la región conocida como Sotavento del estado de Veracruz.

Las interrogantes que guían la reflexión son tanto la relación existente entre masculinidades y travestismo, como los significados culturales de la masculinidad que son expresados mediante este en espacios concretos. Para dar cuenta de ellos examinaremos, en primer término, la manera en la que aquí entendemos el travestismo y su vínculo con los sistemas de género, así como se ofrece una tipología de los travestismos y sus características. Enseguida, se analizará particularmente la modalidad festiva y la forma en que se manifiesta en el encierro de burros, para dar paso a unas breves conclusiones.

Siendo esta una investigación antropológica, es decir, de corte etnográfico, cualitativo e interpretativo (Geertz, 1995), fue indispensable la presencia relativamente constante in situ para realizar observaciones, charlas informales y entrevistas semiestructuradas y semidirigidas. Desde 2007 hemos acudido a Alvarado para la festividad y se han conducido 53 entrevistas a partir de 2016, lo que permitió adentrarse en los protocolos culturales que subyacen en la conducta de la población. Los fragmentos testimoniales que se ofrecen en este texto son entendidos como “verdaderos universos de significado” (Bosi, 1990) mediante los que se inscribe el hecho pasajero del habla para fijar los discursos sociales (Geertz, 1995). Son parte indispensable de la argumentación, como afirma Paul Ricoeur, para quien la narrativa “se refiere a un mundo al que se afirma describir, expresar o representar” (1981: 145. La traducción es nuestra). Los nombres de los entrevistados han sido cambiados para garantizar su anonimato.

El travestismo ¿marcador de género?

Las expresiones travestistas han ocurrido a lo largo de la historia en muchas sociedades y de muy diversas formas (Cardín, 1989). El acto de travestirse ha conllevado variados propósitos, los cuales contemplan ya sea su relación con la esfera de la religión y lo sagrado, el desafío a un cierto orden social, el rechazo a los papeles sexuales aceptados, o bien el acceso a un estatus social reservado, entre otros intereses (Hawkes, 1995). En nuestro país, se encuentran antiguas referencias a tales actividades en textos como relatos y cartas de misioneros, principalmente relacionados con los grupos indígenas del norte donde se observaba el berdaje, práctica más cercana a nuestra idea de transgeneridad, la cual legitima el papel social del travestido entre los grupos étnicos de las llanuras de Aridoamérica. El objetivo de estos escritos era documentar la inhumanidad y contra-naturaleza de los dominados por su práctica de la sodomía y de la “inversión” de género, tal como se presentan en, por ejemplo, el texto del misionero jesuita francés Joseph François Lafiteau Costumbres de los salvajes comparadas con las de los tiempos primitivos escrito en 1724, o bien tanto la Relación histórica de la vida del Venerable Padre Fray Junípero Serra, y de las misiones que fundó en California septentrional, y nuevos establecimientos de Monterrey, como la Recopilación de noticias de la Antigua y de la Nueva California (1767-1783), ambos escritos por el mallorquín Fr. Francisco Palau (Magaña y Balbuena, 2010).

También se hallan en crónicas como la del “baile de los 41” (Monsiváis, 2001), sonado escándalo de principios del siglo XX en el que se hizo pública la participación de varones travestidos, o en muchos estudios recientes que abordan el fenómeno desde la perspectiva de las reivindicaciones sociales y políticas asociadas con la orientación sexual y la identidad de género (González, 2003; Pasos, 2008; Patiño, 2020). En este amplio panorama, los estudios antropológicos sobre heterosexuales travestistas tanto en México como en otros países son muy contados. Algunas referencias pueden hallarse en Bloom (2002), La Fountain-Stokes (2021) y Navarrete (2009), en los que se abordan estas manifestaciones en contextos privados e, incluso, fetichistas en el sentido psicoanalítico.

De inicio, categorizar una práctica como travestismo requiere que la vestimenta singularice una diferenciación social (de género, edad, clase, profesión y demás) y se considere un rasgo distintivo de los papeles sociales. En el contexto presente, donde el dispositivo de sexualidad constituye uno de los principales mecanismos de control de los sujetos (Foucault, 1991), el travestismo tiene connotaciones sexualizadas y se ha cargado de contenidos eróticos que lo asocian con la homosexualidad. Actualmente, se vincula también con las reivindicaciones políticas frente a la imposición del género inteligible (Butler, 1999).

Si bien no toda persona travestida observa una orientación homosexual, la estrecha relación que fija el modelo normativo de género dicotómico entre la vestimenta como marcador de género, por un lado, y la identidad y la sexualidad individuales, por el otro, supone que quien porta una indumentaria que no se ajusta a sus genitales está transgrediendo el orden “natural” de las diferencias entre los sexos. Begoña Enguix dice al respecto que el homosexual afeminado “... es tolerado y a la vez degradado, puesto que, por una parte es compatible con las definiciones de género, pero igualmente las quebranta con su transgresión” (Enguix, 1996: 50). Pero esto no es así.

Para explicarnos cómo entender los diferentes tipos de travestismo, los hemos clasificado en tres grandes esferas:

  1. Travestismo ritual, el cual tiene o tuvo lugar generalmente en contextos de raigambre indígena, africana o española resemantizados y ha implicado una apropiación simbólica de las capacidades genésicas del cuerpo de las mujeres; está presente en variadas fiestas patronales o estacionales en forma de danzas (por ejemplo, en la de los negritos, en la del antiguo “malillo”, de los arrieros y demás); con frecuencia cumple funciones ceremoniales propiciatorias, como de fertilidad, fecundación, revitalización o renacimiento; en ellas muy rara vez participan mujeres y parecieran hacer énfasis en la función social de los hombres.2

  2. Travestismo festivo o carnavalesco, que ocurre en el marco de celebraciones y fiestas populares en diferentes lugares del país; corresponde a la idea de inversión de la vida y las jerarquías sociales propuesta propiamente por Bajtin (2003)), ya que posee una intención paródica y chusca; en un afán de hacer mofa, los varones se visten como mujeres exagerando los atributos femeninos y conservando los masculinos, por ejemplo, grandes mostachos, piernas velludas o enormes senos postizos. Para aludir a estas figuras se ha acuñado el término travestibador (Flores, 2004; Córdova, 2006). Abundaremos en ello en el siguiente apartado.

  3. Travestismo identitario o globalizaddo, el cual es, como se señaló anteriormente, el que vincula la identidad de género de una persona independientemente de sus genitales e, incluso de su orientación sexual.3 Puede incluir cirugías de reasignación de sexo pero está relacionado en mayor medida con demandas políticas, como se expresa en las leyes promulgadas en diferentes entidades del país para garantizar el reconocimiento de una identidad jurídica.4 Llamamos a este tipo “globalizado” por ser el que posee características comunes con la concepción de la sexualidad contemporánea (Weeks, 1998) y que se extienden a escala planetaria (Altman, 2001).

El travestismo festivo

El tipo de travestismo que interesa a este trabajo es el que ocurre durante las festividades de corte carnavalesco, las cuales contemplarían, según Bajtin, “… las fiestas públicas, los ritos y cultos cómicos, los bufones y ‘bobos’, gigantes, enanos y monstruos, payasos de diversos estilos y categorías, la literatura paródica, vasta y multiforme” y demás (2003: 7). Este autor afirma que tales fiestas observan una unidad de estilo y constituyen partes de la cultura cómica popular. Su función es la de invertir el orden social, subvertir los valores y ofrecer una imagen grotesca y paródica mediante transgresiones en el lenguaje, la vestimenta y las actitudes (Clark y Holquist, 1984).

Para Bajtin (2003: 12) , la función del carnaval es “… el triunfo de una especie de liberación transitoria, más allá de la órbita de la concepción dominante, la abolición provisional de las relaciones jerárquicas, privilegios, reglas y tabúes” que se opone a toda reglamentación. En suma, es proporcionar una visión distanciada y degradada del mundo normativo.

En este tipo de celebraciones, el travestismo ocurre como una suerte de mofa, ridiculización y exacerbación de la figura femenina: mientras más grotesco sea el aspecto del hombre disfrazado, más risas genera y más celebrado es. Las mujeres sólo participan como consejeras o auxiliares en el proceso de transformación y no como parte del espectáculo. Ellas asisten únicamente como espectadoras. Esto permite sugerir que representa una inversión del orden “correcto”, en el cual los hombres pueden apropiarse del mundo femenino y ocupar ambas esferas de la vida social, tanto como mujeres como varones.

El encierro de burros

El segundo fin de semana de octubre se celebra en la ciudad de Alvarado el encierro de burros. Esta es una festividad de corte paródico y grotesco que remeda una cabalgata del siglo XIX en la que los notables de la localidad, particularmente las mujeres, escoltaban a la Virgen del Rosario, patrona de los pescadores (Velasco, 2006), como cierre de las actividades de la fiesta patronal que comienza la semana previa. El encierro tiene una larga historia; se afirma, en la Casa de Cultura, que se remonta a la década de 1890. Consiste en un paseo en el que los participantes desfilan travestidos, montados en carros alegóricos o burros, o bien realizando coreografías en alegres comparsas. Por altavoces resuenan melodías bailables y las voces de algunos participantes animando al público a sumarse al jolgorio mediante frases alusivas con alto contenido sexual.

Es posible observar a algunos padres que llevan a sus hijos compartiendo el mismo disfraz, incluso con bebés de brazos igualmente travestidos para sumarse a la comitiva, y no es raro que las mujeres manifiesten orgullo por el hecho de que “sus hombres” participen en el desfile. No faltan caracterizaciones de las cantantes del momento o de figuras femeninas emblemáticas. Es importante exagerar el ridículo a partir del contraste entre los rasgos femeninos y masculinos, mediante el empleo de postizos, así como de maquillaje excéntrico y recargado.

Aldaraca lo analiza y aborda como una festividad generadora de imágenes, las cuales son vistas como un complejo dinámico de fuerzas que se atraen y se oponen y en donde la realidad es un remedo. El encierro para este autor es parte de “…un ecosistema cultural formado por mensajes icónicos” (2010: 10). Asimismo, añade que es una práctica cultural que se entiende sólo a través del ritual y que este tiene reglas muy marcadas o específicas.

Como parte de un ritual, vistas desde el exterior estas reglas pueden resultar aparentemente irracionales o inexplicables (Lévi-Strauss, 1984), porque dentro de tales manifestaciones culturales hay un sistema de correspondencias que establece conductas y prácticas de diferenciación entre -generalmente- hombres y mujeres. No obstante, es el contexto en el que se desenvuelven los acuerdos tácitos que mantienen un “orden social” dentro de la fiesta. Son normas que, según los participantes, no fueron establecidas por ellos (Moreno, 2021), pero que es importante perpetuar para que la celebración cobre sentido:

Son reglas que siempre han existido y que no podemos cambiar… Una de ellas es que las mujeres no pueden participar en el desfile, nunca han participado, que yo recuerde, no. Los que salimos en el encierro de burros es porque tenemos valor y confiamos en nuestro cuerpo, ¿eh?, y eso sí, hay que ser machín, eso sí (Don Jorge, 62 años, participante del desfile).

De acuerdo con este testimonio, el encierro es un acto que requiere de valor porque no cualquier hombre se atreve a “vestirse de mujer”. Lo que lleva a inferir, de acuerdo con el discurso social que emite, que para salir o participar en el encierro de burros, el hombre que desfila debe ser “machín”. Es decir, hay una reafirmación de lo que para él significa ser varón. Hay una práctica que desafía, al menos por un día, lo que algunos varones relacionan con la masculinidad.

Si se presta atención a esta forma de vivir o experimentar la fiesta, se pueden observar una serie de significados preexistentes que son expresados no sólo por medio del lenguaje, sino también a través de la dimensión corporal. Estos actos, según lo observado, están relacionados con el ritual y dan paso a dos situaciones que pueden apreciarse a “simple vista”.

  • En primer término, observamos la existencia de ciertos signos que son portadores de significados, los cuales pueden codificarse por el grupo social al que pertenecen, porque hay una construcción sobre el género que es compartida. Es decir, para los participantes hay una “realidad objetiva”5 de lo que han construido cultural y socialmente como masculino y femenino.

  • En segundo término, con respecto a las reglas que deben cumplirse para poder pertenecer al grupo social y de esta manera relacionarse e interactuar entre ellos. Es a través de estos actos rituales que el significado se materializa, porque, como se dijo, la intención es fijar el discurso social (Geertz, 1995) que, al ser codificado por quienes participan, es comprendido de acuerdo con las normas sociales que se están reproduciendo en el interior de la fiesta para poder formar parte de ella.

El encierro de burros es un momento único que les otorga sentido de pertenencia a los varones que participan. Al actualizar y reactualizar el ritual en el que hacen uso de su cuerpo para exhibir una inversión de géneros que los situaría en el lado subordinado de la ecuación, reafirman su propia masculinidad.

Esta reafirmación sucede de manera semiautomatizada (Bourdieu, 1991), sin dar muestras conscientes de lo que hay en el fondo de la celebración, ya que forma parte de un discurso social relativamente inadvertido por los participantes -el tipo de masculinidad que debe y puede ejercerse mediante el disfraz, la procacidad de las expresiones,6 la prohibición de incluir a mujeres y población diversa para ser los únicos protagonistas de la festividad, de manera que el discurso siga siendo repetido por generaciones.

Esto se observa en el testimonio de “Bbto”, quien en 2018 cumplió treinta años ininterrumpidos de participación y que planea sea el último. Bbto ha venido, sin advertirlo siquiera, realizando un ritual que en este año en específico se convierte en la culminación de todas sus creencias. En los últimos diez años su único hijo varón lo ha acompañado y ellos son su propia “comparsa”.

Me da mucho gusto que mi hijo participe en la fiesta, y me llena de orgullo, ¡no sabes! Yo empecé a salir desde que tengo trece años y yo a él lo empecé a vestir a los seis. Y ahora, es él el que más se anima y me pregunta “¿de qué vamos a salir?”. Todos los años nos vestimos de un tema diferente pero siempre vestidos igual, ya sea de jarochas, españolas, de novias. Yo le he inculcado esta tradición a mi hijo y me daría mucho más orgullo que él la siga haciendo y ¿te imaginas?, a sus hijos también (Bbto, 43 años, participante del desfile).

Es importante que los atuendos sean “femeninos”, “atrevidos”, “sensuales”, “coquetos” y “provocativos”. A pesar de ello, los participantes consideran que la transgresión de este marcador de género sólo es válido cuando la situación lo amerita. Es decir, solamente durante la fiesta porque de lo que se trata es de “ser mujer por un día sin perder nada en el camino”.

Lo importante es que, para poder ser parte de la festividad, los varones deben respetar dos requisitos indispensables, los cuales no deben quebrantarse. El primero nos habla de una ley heterosexual que debe cumplirse en concordancia con un hecho biológico y un orden social que implica llevar en la vida diaria un comportamiento masculino, agresivo y predador: el consumo de alcohol, la subordinación de las mujeres, el uso -y a veces abuso- de la población sexodiversa. El segundo se refiere a que todo participante varón debe haber nacido en Alvarado o ser parte de la comunidad. Este requisito está fuertemente relacionado con el sentido de pertenencia al lugar y a la fiesta.

Por su parte, la población gay y transgénero también se suele sumar al desfile, luciendo extravagantes atuendos que rivalizan en originalidad y elegancia. Para algunas y algunos de sus integrantes es importante exhibir una apariencia femenina y tener la cualidad del passing (es decir, lucir un fenotipo femenino y delicado que permita “pasar” más fácilmente por mujer biológica) (Córdova, 2015). Esto puede garantizarles, al final del desfile, tener un encuentro sexual con alguno de los hombres heterosexuales presentes, tanto participantes como público, debido a una posible “confusión” producto de la ingesta desmedida de alcohol.

Sin embargo, la presencia de la población de la diversidad a veces puede no ser bienvenida, tal como sucedió en el trienio del gobierno municipal de 2007-2009 cuando el alcalde prohibió que participaran en el paseo, cosa que les generó gran indignación. Estas tensiones han puesto en jaque el esquema organizativo del desfile, pero en última instancia se han “sabido” resolver respaldándose en el sistema que les hace cumplir los acuerdos tácitos que han existido desde que se tiene registro. La disidencia sexual de Alvarado ha mostrado cierta resistencia y es parte de un grupo contestatario que está generando sus propias dinámicas y supervivencia. Conforma identidades emergentes que están transitando, y muchas veces han sufrido, un modelo hegemónico de masculinidad predadora y violenta y, por ello, han encontrado rechazo al interior de la fiesta del encierro o con el gobierno local en turno, a pesar de ser un grupo que participa fuertemente en la organización y realización del mismo.

En cuanto a la participación de la comunidad gay pues ahí sí que tanto el Ayuntamiento como los participantes han coincidido. No es una festividad para ellos. Para eso está el desfile fashion gay-trans o inclusive el carnaval en donde sí pueden participar. Ya ellos tienen su espacio. El encierro es una fiesta de hombres y es un espacio que los chavos (heterosexuales) lo quieren conservar para ellos, porque es el momento para ellos. Entonces los fueron sacando. Y es verdad cuando quiere llegar uno, no hay violencia, pero les empiezan a gritar: “fuera, fuera, fuera”… y hasta que los sacan. Los gays tienen su momento, su espacio, no tienen que intervenir; en un espacio que es meramente para los hombres (“La Gamais”, 59 años, organizadora).

Al término del desfile, los participantes se desplazan hacia el malecón donde los bares rivalizan para captar clientela, hay música bailable a todo volumen, continúa el consumo de alcohol y el jolgorio va alcanzando su máxima animación. Conforme transcurren las horas, la gente suele exhibir un alto grado de embriaguez, lo que contribuye a que las frases, gritos y risas vayan subiendo de tono y de jocosidad. En la misma tónica subversiva, en esos momentos no es extraño ver escarceos sexuales más o menos públicos entre las parejas de asistentes, así como algunas prácticas que se van desplazando de hetero a homoeróticas, como tocamientos o felaciones entre varones en las zonas más obscuras del malecón o en los baños de los diversos establecimientos. Al calor de las copas, los intercambios verbales van subiendo de tono y los asistentes pueden llegar a las manos, haciendo las delicias de los parroquianos.

La importancia del encierro ha ido creciendo con el tiempo y en la actualidad recibe visitantes del resto de la república e, incluso, se organizan comparsas, debidamente caracterizadas y coreografiadas, de personas que vienen de Estados Unidos que tengan raíces en Alvarado. Durante los últimos años, el gobierno municipal promociona turísticamente la fiesta en diversos medios locales o regionales, como periódicos, redes sociales o espots televisivos, con el objetivo de reactivar la economía, al grado de que ya es preciso reservar alojamiento con bastante anticipación a riesgo de quedarse sin espacio en los pocos hoteles que existen en la ciudad.

El encierro de burros es una celebración que combina el ambiente festivo de los carnavales con la reafirmación del dominio masculino en una región cuya economía gira en torno a la pesca y a la cría de ganado, actividades consideradas eminentemente varoniles. Desde una óptica que reivindica un régimen de sexualidad falocéntrico y predador, se privilegia el papel considerado “activo”, sin importar que este sea dirigido a hombres o a mujeres, en consonancia con una visión hegemónica de lo que debe ser un varón.

Conclusiones

A la luz de la festividad examinada es preciso volver a las preguntas que motivaron este trabajo e intentar reflexionar acerca de la relación que guardan algunas formas de travestismo con las masculinidades, así como los significados culturales que se les puede atribuir en espacios concretos.

Aquí sostenemos que es posible abordar las manifestaciones de travestismo de la cultura popular como formas en las que se perpetúa la dominación simbólica masculina, mediante el empleo de los marcadores de género femeninos en un sistema que desdeña y se apropia de lo femenino y de lo disidente para reforzarse. La actualización de valores y la renovación del sentido de pertenencia desde la óptica masculina se robustecen por la exhibición grotesca y pública de lo que no es varonil, la cual subvierte el orden social al poner a lo femenino en el centro, pero sólo de la mano de los hombres -ya que excluye a las mujeres de su ejercicio legítimo-, siempre que tenga lugar en contextos rituales/ sagrados y de transgresión/parodia. De ahí que estas formas de travestismo contienen en sí mismas la confirmación de la objetividad del género y de la dominación de un cierto tipo de masculinidad falocéntrica, urgente y predadora (Córdova, 2003).

En la fiesta, los varones actúan como una fraternidad que permite la presencia de todas las edades, niveles socioeconómicos y estado civil, lo cual momentáneamente subvierte también las barreras sociales. Es posible entender esta elaboración falocéntrica del poder y la dominación si se vincula con la idea llamada por Parrini (2016) “falotopía”. Este autor propone acercarse al poder del falo como una herramienta para explicar los contextos actuales de violencia, autoritarismo y exclusión:

Una falotopía es un modo en el que las hipermasculinidades [...] se adueñan de los espacios públicos y figurales. El falo es hoy el vector espacial de una ocupación violenta del territorio social y una forma autoritaria de organizar sus usos. En esa medida, una falotopía es el mapa de una imposición agresiva de modos de vida, que se instaura en torno a la diferencia sexual. El falo traza los mapas sociales […] y distribuye las coordenadas espaciales, pero también políticas y afectivas, de la vida social (Parrini, 2016: 28. Énfasis en el original).

La construcción de la masculinidad hegemónica que los varones alvaradeños han elaborado y que se ve proyectada en la fiesta es dinámica y contingente, en el sentido de que depende de la realidad cotidiana de la población, pero además intervienen otros factores que se van sumando a este proceso. Aquí cobra importancia el color de los partidos que se hallen en el poder municipal y su interés en la “turistización” de la celebración, la globalización, el acceso a medios de comunicación, la reinterpretación de lo masculino, lo femenino, lo gay y lo trans, que han sido algunos de los variados elementos que se han sumado durante los últimos veinte años al encierro de burros.

Por el momento, este tipo de masculinidad sigue dominando la fiesta y su carácter hegemónico puede expresarse de formas cambiantes, pero continúa reforzándose de distintas maneras cada vez en que es representada.