Introducción

Durante poco más de cincuenta años los estudios culturales han recorrido un camino pedregoso hacia su consolidación como campo de estudio dentro de las ciencias sociales. En el trayecto, en diversos debates se han cuestionado prácticamente todos sus aspectos: propósitos, pretensiones interdisciplinarias, propiedad de conceptos originales, estrategias metodológicas, posibilidades de sustentabilidad y un largo etcétera.

A pesar de esas críticas, han logrado mantenerse y progresar, ya que se anclan en una propuesta epistémica bastante atractiva: tomar el concepto abstracto, polisemántico y potencialmente infinito de cultura como objeto de estudio y colocarlo en una presunta intersección total de las disciplinas y metodologías preexistentes, a lo que se adiciona una orientación en favor de los grupos humanos históricamente marginados (subculturas) y, por tanto, analítica de las relaciones de poder manifestadas en las distintas dimensiones de las sociedades. Tal amplitud les da la posibilidad de abordar una gran variedad de problemáticas, aunque suelen permanecer enclavados en unos cuantos núcleos temáticos: poscolonialismo, interculturalidad, globalización, migración, industrias y consumos culturales y estudios de género.

Si bien en esta disertación se pretende un discurso imparcial con respecto al campo de los estudios culturales -es decir, se reconocen tanto sus méritos como sus carencias-, este artículo parte de la extrañeza que causa el que estos se atribuyan el tomar “como objeto de estudio toda expresión cultural, desde las que se consideran más cultas hasta las pertenecientes a la cultura de masas o a la cultura popular” (Szurmuk y McKee Irwin, 2009, p. 8), cuando el tratamiento de la creación artística es tan escaso. En efecto, la evolución de los estudios culturales poco o nada se cruza con la actividad artística a pesar de sus lógicos e innegables nexos: por un lado, toda obra de arte es una manifestación de cultura, ya que contiene parte de la identidad, pensamiento y forma de hacer las cosas del marco espaciotemporal en que se originó; a su vez, es difícil concebir lo cultural sin la incorporación de la creación sensible, que es el elemento que lo abandera por antonomasia en todo tipo de discursos.

Si bien se puede argumentar que el desencuentro no es absoluto dados los estudios culturales que se han realizado sobre procesos sociales en los que algún elemento artístico ha intervenido en la con- figuración de políticas públicas, identidades urbanas e indígenas, manifestaciones revolucionarias y movimientos sociales, estos casos no redundan en una incorporación cabal de la temática dentro del campo ya que: 1) la poca atención dada parece estar limitada a la literatura, las artes visuales y algunas artes escénicas, y 2) se trata el arte -como objeto catalizador o residual-en función del fenómeno social o político en cuestión, quedando invisibles los procesos creativos que lo preceden y justifican, así como otros fenómenos relacionados.

Los hechos recién planteados tienen razones de ser, las cuales pueden identificarse en las historias de las disciplinas involucradas y en los aislados cruces que estas han experimentado. A continuación se realiza un análisis de tales antecedentes para enriquecer la comprensión del problema.

Una relación por compromiso

La historia de la relación entre el arte y los estudios culturales es extensa. Uno de sus antecedentes importantes es el establecimiento del Centro de Estudios Culturales Contemporáneos de la Universidad de Birmingham en 1964. Es relevante mencionar los trabajos producidos en América Latina desde el año 1800 por autores como José Martí, José Enrique Rodó, Alfonso Reyes, Pedro Henríquez Ureña, Fernando Ortiz y Edmundo O’Gorman, entre otros (Arias, 2012), y fuera de esta región destacan de manera especial las contribuciones de William Morris y Clement Greenberg.

En cuanto a William Morris, fue un arquitecto, artesano, escritor y activista social de la Inglaterra del siglo XIX que anticipó lo que produciría el capitalismo que apenas asediaba a su nación en esa época y luchó activamente para construir su antónimo, que no era una economía socialista, sino algo más cercano a la anarquía con un dejo de comunismo. Morris representa a un grupo de intelectuales de Gran Bretaña que precedió a la Escuela de Birmingham al diagnosticar que la modernidad no tendría éxito en disipar la oscuridad de épocas pasadas sin dejar de tener presentes los impactos positivos y negativos de las artes en el desarrollo de los fenómenos sociales.

Más allá de sus diferencias ideológicas, denuncian los daños provocados por la “vida mecanizada” bajo el efecto de la civilización moderna. La identidad nacional se enfrenta entonces al triunfo de la clase media que descalifica el arte considerado como un adorno no rentable, en un contexto de pérdida de influencia de la aristocracia hereditaria y de irrupción de las clases populares. El concepto de cultura se convierte en la piedra angular de una filosofía moral y política, cuyo símbolo y vector es la literatura (Urteaga, 2009, p. 2).

Es claro que los estudios culturales tienen un fuerte apego a la literatura, pues fue en ese campo donde más se desarrolló la discusión sobre los sucesos sociales ligados a la ya muy ferviente sociedad mercantil de aquel entonces. Pero Morris no era dedicadamente un literato o un intelectual, sino un artista que no solo debatió sobre las hegemonías (estéticas, políticas, culturales) que el capitalismo estaba creando, sino que fue el primero en hacer verbo la resistencia hacia ellas a través de su trabajo creativo.

A juicio de los pioneros de los estudios culturales, la visión poética de Morris representa un momento decisivo en la construcción de un pensamiento crítico que se aparta del economicismo que marca la conflictiva historia del movimiento obrero […] Thompson, autor de una voluminosa biografía […] de Morris, lo considera como el “mayor diagnosticador de la alineación que jamás haya producido una larga tradición cultural propia de Inglaterra” (Mattelart y Neveu, 2004, pp. 31-32).

Ya en el siglo XX, Greenberg, un influyente crítico de arte neoyorquino cuya actividad formal comenzó en la década de 1930, hizo reflexiones cercanas a la idea de que el mercado capitalista estaba produciendo un remedo de arte que pretendía pasar como Arte (así, en mayúscula), destinado al gran público consumidor, todo ello en confluencia o complicidad con una serie de acontecimientos económicos, sociales y artísticos que ya tenían un sello global. El término kitsch, que tomó prestado del alemán, señalaba ese tipo de objetos que pretendían ser productos artísticos, aduciendo de alguna manera la libertad expresiva que las vanguardias habían alcanzado para entonces.

Greenberg develó, quizás sin saberlo, una de las estrategias que el mercado ha aplicado a lo largo de su evolución para implantar narrativas hegemónicas cada vez más violentas en cuanto a la acumulación del capital -de todos los órdenes: financiero, simbólico, social-. El mismo crítico fue parte de esta estrategia al defender la necesidad de un hito entre el arte y todo-lo-demás-que-no-puede-ser-arte.

Estos dos precedentes en particular sugerían nuevas posibilidades para el abordaje sociológico de los fenómenos artísticos, las cuales resultaban compatibles con lo que gestó la “nueva izquierda” intelectual inglesa en 1964. Aunque lo que caracterizaba los trabajos del grupo encabezado por Frank Leavis, Richard Hoggart, Raymond Williams y Stuart Hall era la defensa de la clase obrera en la Inglaterra de la posguerra y, por tanto, tenía un tono proteccionista de la “cultura tradicional” con respecto a las expresiones del capitalismo industrial (Quirós, 2003), el campo de estudio recién fundado pronto se abriría, como ya se mencionó, al tratamiento de toda manifestación cultural sin importar a qué grupo o grupos humanos se asocie. Lo lógico era que ese cambio incluyera el arte y un desafío a sus estándares.

Aunque los abanderados de los estudios culturales demandaban que la “cultura popular” se tomara en serio, el interés que generaron por la misma desde perspectivas políticas e ideológicas no produjo un atractivo similar por la estética de dicho conjunto de manifestaciones. El resultado fue que la atención se centrara en las relaciones conflictivas entre las clases “populares” y las expresiones culturales que se les imponían, en lugar de visibilizar y apreciar sus particulares formas de ser, hacer y vivir.

Aunado a lo anterior, se encuentra el hecho de que el campo de estudio tendía a condenar las manifestaciones culturales “hegemónicas” por sus efectos sobre los grupos desfavorecidos -y enaltecer las capacidades de resistencia de los últimos sobre las primeras- sin agregar muchas reflexiones sobre posibles conciliaciones e intercambios entre las expresiones de ambos mundos. Posiblemente este fue el origen de la polarización entre alta y baja cultura, distinción que ha perpetuado una relación de superioridad/inferioridad que debería combatirse y que, a su vez, ha generado la ilusión de una cultura perversa versus una cultura noble.

Esto último queda ilustrado, por ejemplo, en cómo Richard Hoggart se refirió al cómic -en The Uses of Literacy, de 1963- como una forma de arte visual pasiva y de mala calidad, dirigida a una audiencia de poca edad mental (Magnussen y Christiansen, 2000). Más que una conclusión sustentada, Hoggart emitió una generalización a partir de ciertas producciones historietísticas y de ciertos aspectos de su impacto social, y este juicio personal, a su vez, no solo discriminó todo componente creativo y artístico, sino que también ignoró el hecho de que el medio en cuestión es tan accesible que cualquier grupo humano puede ejercerlo.

Por supuesto, las temáticas artísticas como objetos de estudio no fueron segregadas por descuido. En el proceso de consolidación de los estudios culturales pronto se hizo patente la necesidad de demostrar ciertos atributos que hicieran compatibles y comparables sus productos con el conocimiento preexistente; dado que gran parte de este habita en el sistema de conocimientos al que se adjetiva como científico, el campo emergente tomó las medidas necesarias para acomodarse dentro de las ciencias sociales.

Este ajuste estaba predestinado, pues el hacer de los estudios culturales se basa en la recuperación de los recursos de ciencias preexistentes -principalmente la antropología y la sociología-, que ya poseían programas de investigación sólidos y que el campo adoptivo no podía modificar con facilidad. Esto resulta en la ironía de que, aunque se promueve la democratización de la cultura y, por extensión, de los saberes, predomina una fuerte y voluntaria sujeción al presuntamente hegemónico esquema científico.

Lo que ha de destacarse aquí es que las ciencias existentes ya trataban con marcadas reservas los tópicos artísticos. Incluso disciplinas especializadas en ellos, como la historia y la sociología del arte, tenían -y conservan- limitaciones derivadas de la infravaloración generalizada y de la dificultad de manejo del tema. Los estudios culturales han tenido posibilidades de desafiar esa situación mediante el ejercicio de atributos como la apertura a saberes diversos y la interdisciplinariedad; sin embargo, en su mayor parte la han heredado y perpetuado.

Dado que las artes son manifestaciones culturales innegables, puede insinuarse que el campo en cuestión mantiene una relación por compromiso con ellas: las reconoce como elemento contextual de su génesis y de algunos de sus fenómenos de interés, las mantiene cercanas en sus discursos político- publicitarios y las recupera esporádicamente con pocas aspiraciones, pero se presenta bastante estéril ante quien incursiona y se interesa por los procesos creativos.

En concreto, los estudios culturales que involucran en alguna medida la producción artística se han limitado a: contrastes entre alta y baja cultura, observaciones sobre manifestaciones tradicionales y folclóricas, análisis del reflejo de fenómenos culturales -política, género, movimientos sociales, etcétera- en obras literarias, análisis de industrias culturales y búsquedas del alcance de ciertos propósitos “socialmente relevantes” a través del arte.

Los vacíos en el campo de los estudios culturales

Las manifestaciones artísticas son fértiles objetos de investigación para los estudios culturales no solo por ser parte de la cultura -entendida esta más como dimensión que como objeto-, sino también porque connotan relaciones de poder, expresiones simbólicas, enclasamientos, cosmologías y, en fin, fuentes de conocimiento de la realidad social, de las sociedades y las personas. Sin embargo, el campo receptor posee carencias generales que inhiben su posible desarrollo.

Para empezar, se cuenta con la colonialidad de saberes, concepto que hace referencia a dos fuentes de conocimiento que históricamente se han relacionado mediante una supuesta distinción de superioridad e inferioridad. La primera fuente, la que se conoce como ciencia, es la avanzada y moderna, con la que se caracteriza a Europa y a todo el mundo occidental, mientras que la segunda agrupa los saberes locales o alternativas de conocimiento desarrollados por el resto de los pueblos y culturas del planeta o por disciplinas con formas diferentes de producir y sustentarse (Lander, 2000).

Las reflexiones sobre esta dualidad han buscado superar el tono moral y hasta discriminatorio de ambas fuentes -buena, mala, correcta o incorrecta-, y proponer, en cambio, que su coexistencia no tiene que consistir en que una posea un estatus agresivamente monopólico mientras que la otra sufra de desprestigio, desinterés y hasta desaparición solo por funcionar bajo otros criterios o ser de proveniencia distinta. Por desgracia, tal cambio de mentalidad casi siempre permanece en los textos y los discursos, los diálogos conciliatorios se abren de manera efímera y las maneras institucionalizadas de hacer las cosas terminan volviendo a imponerse sin miramientos.

El campo de los estudios culturales, que ha adoptado la colonialidad del saber como una de sus temáticas insignia y ha albergado mucho del trabajo aludido, es el ejemplo más irónico de lo recién expresado: a pesar de la “revolución” político-ideológica que representa, su producción de conocimientos sigue afincada en la ciencia (ya en la tradición descriptiva, ya en la interpretativa). Esto no solo se manifiesta en sus protocolos para establecer “productos avalados”, sino que permea en todo el material teórico y estadístico a utilizar y en los métodos y técnicas mediante los que han de abordarse las realidades.

Resulta completamente lógico que un campo de estudio emergente, con bases teórico-metodológicas aún en consolidación, busque el cobijo de sus semejantes mejor establecidos, y tal ha sido el caso de los estudios culturales desde su nacimiento. Sin embargo, tal acomodo -devenido en comodidad- ha sido aprovechado durante más de un decalustro, y esa permanencia ha comprometido la supuesta intención de atender todas las expresiones culturales, pues estas no suelen tener raíces científicas. La enorme cantidad de contactos con las subculturas ha producido datos, descripciones y análisis de gran valor, así como el ocasional aporte a los grupos humanos con los que se trabaja, pero podrá hacerse referencia a un verdadero intercambio cuando se establezca la disposición de modificar la manera de hacer las cosas a partir de lo aprendido de los otros, es decir, cuando la interdisciplinariedad deje de ser intracientífica.

Ya hecha una referencia al concepto de interdisciplinariedad, vale la pena ahondar en la forma en que este ha sido aplicado en el campo en cuestión. Si se parte de su prescripción más desarrollada, puede concebirse como el intercambio y la cooperación entre distintas disciplinas (Morin, 2010), posibilidad que genera una polarización de opiniones. Por un lado, es altamente promovida y se adjudica a diversos trabajos; por otro, se entiende como una aspiración que difícilmente se ha podido conseguir en la realidad. Sin importar la postura, es indiscutible que conseguir una relación tal es una tarea complicada, pues se necesita cumplir por lo menos con tres requerimientos: 1) conciliar cualquier diferencia entre las partes que pueda comprometer el cumplimiento de los propósitos que se deseen alcanzar; 2) ubicar todos los componentes en una horizontalidad absoluta, de manera que las aportaciones sean equivalentes y el reparto de los créditos sea equitativo, y 3) asegurar la apertura y flexibilidad de los campos involucrados ante cualquier diálogo o resultado que pueda generarse.

Sin embargo, se sabe que los estudios culturales “realmente no son simplemente interdisciplinarios, sino activa y agresivamente ‘antidisciplinarios’, una característica que casi garantiza una relación per- manentemente incómoda con las disciplinas” (Häbich, 2019, p. 197). Dicho de otro modo, el campo en cuestión puede disponerse a ser un espacio de convergencia de las ciencias, pero casi siempre es una mera coexistencia o multidisciplinariedad, y esto ocurre porque, en la realidad, los contactos entre áreas de conocimiento distintas no se desarrollan de forma tan armoniosa como se desearía y como muchas veces se prescribe, sin importar cuanta familiaridad o historia mutua previa exista.

En parte, tales dificultades son anticipadas, pero la mencionada incomodidad, en tanto crisis, está predispuesta a ser utilizada como oportunidad para iniciar los diálogos que son la clave de la idea de interdisciplinariedad. No obstante, debe tomarse en cuenta una serie de características preexistentes al contacto que impiden la disposición al intercambio y la colaboración: la “necesidad” de cada disciplina por destacar sobre las otras, las posturas teóricas incompatibles y no negociables, la indisposición a aplicar modificaciones a la realidad usando ideas externas, los celos profesionales entre quienes investigan y otras situaciones específicas. Así, en los trabajos hechos supuestamente en conjunto suele ser uno de los campos disciplinarios o una de las academias la que termina por imponer su léxico, metodologías y legados.

Tales casos generan en los estudios culturales un fenómeno de “caminar sin avanzar”, de modo que se producen y publican numerosos productos de investigación en su nombre, pero los contenidos no abonan al progreso de ese campo, sino al de aquellos particulares desde los que realmente se trabajó. En palabras de García Canclini:

No encuentro un término mejor para caracterizar la situación actual de los estudios culturales que la fórmula inventada por los economistas para describir la crisis de los años ochenta: estanflación, o sea, estancamiento con inflación. En los últimos años se multiplican los congresos, libros y revistas dedicados a estudios culturales, pero el torrente de artículos y ponencias casi nunca ofrece más audacias que ejercicios de aplicación de las preguntas habituales de un poeta del siglo XVII, un texto ajeno al canon o un movimiento de resistencia marginal que aún no habían sido reorganizados bajo este estilo indagatorio. La proliferación de pequeños debates amplificados por internet puede dar la apariencia de dinamismo en los estudios culturales, pero -como suele ocurrir en otros ámbitos con la oferta y la demanda- tanta abundancia, circulando globalizadamente, tiende a extenuarse pronto; no deja tiempo para que los nuevos conceptos e hipótesis se prueben en investigaciones de largo plazo, y pasamos corriendo a imaginar lo que se va a usar en la próxima temporada, qué modelo nos vamos a poner en el siguiente congreso internacional (García Canclini, 1997).

Las situaciones recién explicadas -la ciencia como único esquema de producción de conocimientos, el insuficiente ejercicio interdisciplinario y los estudios culturales solo de nombre-, en conjunto con la excesiva dependencia de los préstamos teórico-metodológicos tomados de las disciplinas científicas, generan un panorama complicado para quienes investigan y buscan comenzar a entender lo que define al campo y, más aún, para las personas que desean generar conocimientos nuevos a partir de él. Tales condiciones hacen que quien incursiona no sepa qué expectativas tener sobre varios aspectos: si podrá dar solución a un problema predefinido en el exterior o si debe abordarse uno de los predilectos del interior, si es verdad que toda expresión cultural es digna de estudio o si en realidad son solo unas cuantas, si estará bien partir de su ramo de proveniencia para luego abrirse a otras áreas o si debe adentrarse sin un nicho en particular para tener mayor disposición hacia la experiencia interdisciplinaria, etcétera.

La práctica común resultante parece ser un repliegue hacia la disciplina de origen y un avance investigativo en el que se procura complacer una cantidad mínima de requerimientos para validar la inscripción al campo receptor, una mera recuperación de elementos de campos distintos que no se acerca a la idea de interdisciplinariedad al haberse hallado pocas posibilidades de verdadero intercambio y una caracterización de los actores sociales involucrados como hegemónicos y subalternos que permitan la inclusión más o menos integral del concepto de poder. Todo lo descrito hasta este punto produce endeblez e inflexibilidad en los programas de estudios culturales, tanto investigativos como formativos, por lo que una necesaria revitalización del campo debería enfocarse en tales aspectos.

Las murallas del arte

Dussel afirma:

Cuando el ser humano apareció […] cuando se hizo presente como especie homo en el entorno habitado por primates, se enfrentó a un medio natural, inhospitalario, hostil. Lo que le rodeaba eran meras cosas, entes que todavía no habían sido incorporados a un mundo como mediaciones, posibi- lidades, artefactos. Algún sentido tenían, el sentido que pudieron tener en el puro medio animal; eran estímulos más o menos ciegos ligados con necesidades a motivos instintivos y con un cierto grado de aprendizaje por reflejos condicionados (Dussel, 2011, pp. 63-64).

Poco a poco, continúa este autor, “las meras cosas” fueron adquiriendo sentido como útiles, como artefactos, como imágenes (en el sentido aludido por Dorfles, 1977); es decir, se convirtieron en “mediaciones” que desempeñarían un papel nuclear en las relaciones prácticas entre los seres humanos.

En todas las culturas primigenias lo estético y lo funcional formaban unidad, hasta que esas mediaciones se fueron asociando a ciertos eventos, a ciertos ritos; es decir, cuando las mediaciones se cargaron de simbolismo. No es muy claro cuándo, en la historia de la humanidad, las “meras cosas” pasaron a ser objetos-con-sentido ni cuándo y en qué geografía estos objetos-con-sentido pasaron a formar parte de las dinámicas de enclasamiento social, desde las que también se fundan los cánones, los estándares y las hegemonías semánticas. Casi es seguro que todo ello se produjo primero en Oriente y los diversos intercambios comerciales llevaron estas prácticas hacia Occidente, donde esta dinámica tomó su propio camino, muy especialmente en Grecia.

Vale decir que el largo camino desde la producción o el uso de “las meras cosas” hasta los objetos- con-sentido requirió tanto de un avance en el conocimiento y experimentación de los materiales, como de observación y experimentación con y en el entorno a través de personas que debían dedicar mucho tiempo a esos menesteres. La división de tal trabajo sin duda requirió de un grupo de personas especializadas que, a la larga, son los que habían de imaginar, inventar, difundir y transmitir los conocimientos, los cánones, los símbolos.

Ahora bien, en la Antigüedad occidental la producción creativa, ya de por sí reservada a aquel grupo especializado de personas, fue también alterada por ellas para declarar que solo ciertos objetos alcanzaban el estatus de arte, mientras que todos los demás objetos-con-sentido, especialmente los útiles, los artefactos, aun cuando también fuesen producto de la creatividad, quedaban reservados a una clase social inferior. En la Grecia clásica las Ars estaban reservadas solo para personas privilegiadas, mientras que la techne, responsable de muchos de los monumentos hoy considerados bellas artes, era practicada por personas que de ninguna manera podían ser nombradas artistas.

Tal distinción se preservó hasta hoy día, aunque no sin cuestionamientos. Se podía apreciar, por ejemplo, que las obras artísticas “más elevadas” no quedaban exentas de la idea de funcionalidad, ya que, finalmente, cualquier objeto por encargo tiene detrás de sí una “función”. Al respecto, Dondis dice lo siguiente:

Los frescos de Miguel Ángel para el techo de la Capilla Sixtina demuestran claramente la debilidad de esta falsa dicotomía [entre bellas artes y artes aplicadas]. El papa, como representante de las ne- cesidades de la Iglesia, influyó en las ideas de Miguel Ángel que también resultaron modificadas por la finalidad directa del mural. Se trataba de una explicación visual de la Creación para un público mayoritariamente analfabeto y, por tanto, incapaz de leer la historia bíblica o, si sabía leer, incapaz de imaginar el dramatismo de la historia de una manera tan palpable (Dondis, 2002, p. 18).

Asimismo, la artesanía, que es una de las mayores fuentes de los aludidos objetos funcionales y, por tanto, ha sido históricamente calificada como inferior a las artes, eventualmente encontró espacios de reivindicación que han permitido la propuesta de nuevos términos en la relación entre ambas formas de crear. Desde perspectivas novedosas, se ha dejado de infravalorar a las personas artesanas por tener que elaborar incontables réplicas del mismo objeto para, en cambio, reconocerles el virtuosismo de poder hacerlo de manera impecable. Así, actualmente:

objetos artesanales se exponen en muestras y museos, ganan premios por su belleza, contribuyen a la reputación de los artesanos que los producen, se convierten en tema de libros y en el centro de presentaciones del tipo de “cómo hacer…”, y hasta proporcionan la base sobre la que se otorgan y conservan cargos docentes (Becker, 2008, p. 316).

Aun con esto, el esquema tradicional ha conservado su prevalencia, de modo que la historia oficial del desarrollo de las artes se puede resumir como la pugna de los artistas para no caer en la desgracia de aquello que no es considerado arte. El punto álgido de esta lucha llegó en el siglo XIX, cuando el romanticismo finalmente impuso lo que se podría denominar “el canon superior” vigente hasta hoy: el arte por el arte, es decir, la producción en la que solo importan el objeto y su estética, o mejor aún, el objeto y la emoción estética con la que fue realizado (Bourdieu, 2016). Tal statu quo fue expresado en la Crítica del juicio de Kant (2014), en donde se sustrajo la responsabilidad de la creación artística de cumplir con una cuota de contenido ideológico y de defender a determinada clase social (espíritu de partido), y la colocó al servicio exclusivo del goce estético; a pesar de las profundas implicaciones políticas del texto del alemán, se estableció una clara delimitación entre la obra artística y cualquier repercusión que esta pudiera tener en la realidad social. Y aunque este canon superior ha sido de alguna manera manipulado para hacerlo ad hoc a las ideologías -pensamos, por ejemplo, en el realismo ruso o en la gráfica de la Revolución cubana y hasta en la cinematografía hollywoodense de la segunda mitad del siglo XX-, lo cierto es que ese canon constituye la piedra angular de la muralla que el campo en cuestión y sus artífices han erigido a su alrededor para señalar que su trabajo -y el entendimiento de este- está reservado para ciertos sujetos y grupos sociales y, con ello, se protege justamente el núcleo hegemónico que, durante casi toda su historia, su selecto grupo de disciplinas ha construido para diferenciarse de otras actividades creativas.

Bajo el mismo sesgo que estas últimas se encuentran las ciencias, incluso aquellas que, por definición, parecerían poder o deber incorporar la creación sensible del ser humano, como la antropología, la sociología, la filosofía, la historia y, por los motivos adicionales expuestos en los apartados anteriores, los estudios culturales.

Resulta, entonces, que las ideas tanto de arte como de estudio cultural son de carácter hegemónico, cada una por su cuenta, y el desencuentro resultante ha negado durante décadas la posibilidad de comprender las sociedades desde los procesos de producción artística y, con ello, de mirarlas desde una óptica profunda que devele las relaciones de poder. Desde esa posible mirada, el arte, las artesanías y los diseños dejarían de pensarse solo como manifestaciones de su tiempo, como suele rezar el lugar común, sino como expresiones que han acompañado los grandes hitos de la humanidad y que incluso han señalado los rumbos que ha ido tomando durante su devenir social y político.

Si el campo de los estudios culturales llena sus vacíos -tales se han descrito en el apartado anterior-, podrá avanzar hacia muchas direcciones con resultados fructíferos; sin embargo, con respecto al tema que aquí se le contrapone, le permitirá asomarse por encima de la muralla y, así, reconocer la ironía de que, como parcela científica supuesta a criticar el poder, ha replicado el entendimiento que el arte tiene de sí mismo como una entidad etérea e incuestionable.

Por tanto, será necesario el planteamiento de conceptos alternativos, como el de Becker (2008), quien reconoce todo el aparato técnico e ideológico ubicado detrás de la industria del arte, pero que considera que el mundo del artista se encuentra en el mismo nivel que el de cualquier otro oficio o profesión. Aquí, quienes escriben ofrecen como propuesta el concepto de procesos creativos artísticos, el cual se explica de manera sucinta a continuación.

Procesos creativos artísticos

La idea de procesos creativos artísticos se originó en el marco de una incursión en el campo de los estudios culturales a través de un programa formativo, donde se observaron varias de las dificultades aludidas en párrafos anteriores. Las formas mayormente preprogramadas y distantes en las que se llamaba a abordar las temáticas pertenecientes al ámbito artístico resultaban un reflejo de cómo estaba entablada la relación en realidad. Sin embargo, se decidió ver la carencia como oportunidad, de modo que una escasez de recursos teóricos pasó a ser problema de investigación y, más tarde, teoría sustantiva.

Con el ancla en los conceptos de formación humana y de creatividad, se optó por llamar procesos creativos artísticos a todos los emprendimientos mentales y manuales mediante los que un sujeto creador da origen a cada una de sus obras, de los que el primero es la inquietud creativa y el último es la plasmación (Flores Reyes, 2016). Se procede a desglosar esta definición para ampliar su comprensión.

En primer lugar, deben distinguirse las dos grandes dimensiones de la creación artística. Por un lado, el reconocimiento de lo mental alude al hecho de que la reacción creativa no es meramente instintiva, sino que recurre directamente al intelecto del sujeto creador, es decir, al conjunto de recursos abstractos o inmateriales que se encuentran aprendidos en la mente, y que por lo tanto se encuentran disponibles para ser aprovechados a entera voluntad. Por otro, lo manual se refiere a la canalización de todo lo intangible hacia la realidad concreta, lo que corresponde a la plasmación física de la obra.

En segundo lugar tenemos al sujeto creador, individuo que realiza una actividad creativa artística productiva y a quien, por tanto, se le atribuyen los procesos creativos artísticos; esto lo acerca a la usual denominación de “artista”, pero en esta formulación conceptual no se hace empleo de ella con el fin de tomar distancia de la idea de creador como ser con capacidades innatas superhumanas que se eleva de entre el resto para ocupar un lugar superior y desempeñar una tarea análoga a la de Dios. Muy por el contrario, el sujeto creador que aquí interesa es el beckeriano, el que trabaja en horizontalidad con sus congéneres de otras profesiones, pues todos tienen acceso a la creatividad, entendida como el máximo aprovechamiento de los recursos que se tienen al alcance para la resolución de un problema -lo que incluye la creación de toda obra artística-; y la dignidad de todas las labores, en tanto no se realicen fuera de la legalidad, es exactamente la misma.

En el concepto se hace referencia a un primer proceso creativo artístico, que es la inquietud creativa, la que se puede entender como “el sentimiento de necesidad de expresión sensible y compleja que no encuentra satisfacción por los medios cotidianamente accesibles para las personas” (Flores Reyes, 2016, p. 101). A partir de la vivencia de ese fenómeno, el sujeto que crea puede permitirse experimentar otros, tales como la proyección del ser, que es la representación que hace de sí mismo en la obra y la conjunción de esta con otros recursos abstractos, o la reinterpretación, que consiste en dotar a los objetos o conceptos de la realidad inmediata de nuevos significados que sirvan al propósito que se persiga.

En cuanto al referido como último proceso creativo artístico, se considera el arte mismo en su dimensión más evidente, que se puede llamar plasmación: las acciones de pintar un cuadro, dar forma a una escultura, escribir una obra literaria, componer una pieza musical e interpretarla mediante un instrumento, elaborar y seguir una coreografía dancística, etcétera. Esta etapa es muy amplia por la cantidad de factores que intervienen, cada uno de los cuales puede constituir un objeto de estudio: la dependencia permanente hacia el estímulo originario del acto creativo, las características y presencias -o ausencias- en el entorno creativo en el que se trabaja, las aplicaciones técnicas tanto a conciencia como improvisadas, el uso y conexión con los instrumentos de trabajo, la elección entre varias “facetas” o formas de crear de un mismo creador, la predisposición hacia las ideas emergentes y los cambios que pueden propiciar, la influencia de otros artífices a quienes se busca emular u honrar, la presencia de la tradición hacia la que se busca adherencia y, finalmente, el momento de satisfacción de la necesidad creativa, que puede ocurrir al ponerle punto final a la obra o en un momento que puede llegar a ser muy posterior.

A su vez, al estar el sujeto creador inevitablemente situado en un contexto espaciotemporal, se puede hablar de un contexto de producción artística con el que se entablan relaciones de interdependencia. Tales intercambios pueden llegar a constituir o desencadenar procesos creativos artísticos en sí mismos, por lo que se hace necesario mencionar la importancia de todas las posibles formas de interacción con la audiencia -desde las más tradicionales como el encuentro en una exposición de museo, hasta las más sofisticadas prácticas de mecenazgo vía electrónica de la actualidad-, así como de las características geográficas del entorno, las actividades económicas que se desarrollan en él, los comportamientos e ideologías que se manifiestan en cada estrato de la sociedad correspondiente, las circunstancias económicas que dan forma al mercado del arte, las dinámicas gremiales y de promoción cultural, el impacto de las redes sociales digitales y plataformas similares, etcétera.

Al centrar una mirada desmitificadora en el sujeto creador es posible observar que su actuar sobre la realidad va más allá de ser un simple medio de obtención de obras de arte, porque involucra una red procesual que lo conecta con todas las dimensiones de su entorno mediante un conjunto de formas de ser y actuar que, a su vez, pueden constituir una forma y fuente -o varias- de conocimientos por su propia cuenta. De este modo, la idea de los procesos creativos artísticos puede resultar en una idea global y humanista de “arte”, más sociable y presta a establecer relaciones e intercambios con los estudios culturales y otros campos del saber.

Estudios culturales de procesos creativos artísticos

Hasta este punto se ha explicado por qué la relación entre el campo de los estudios culturales y la creación artística ha sido carente y sostenida en ese estado mayormente por mero compromiso y se ha ofrecido una posibilidad para cambiar tal situación a una nueva en la que el lazo sea íntegro y mucho más productivo. Para dar un paso más hacia esa oportunidad es importante establecer una visión más nítida sobre las metas que se desea alcanzar, para lo cual se plantean las siguientes preguntas. 1) ¿Qué caracterizaría a un estudio cultural con la clave de los procesos creativos artísticos? 2) ¿Qué tópicos entrarían en tales estudios? 3) ¿Qué nexos tendrían con las otras líneas investigativas del campo en cuestión?

En primer lugar, se deberían procurar las siguientes características: a) el entendimiento de que la actividad artística genera sus propios saberes, los cuales deberían definirse bajo sus propios esquemas y no los de las ciencias u otras fuentes de conocimiento; b) la aplicación del concepto aquí propuesto de procesos creativos artísticos u otro similar que conlleve una separación con respecto a la idea hegemónica e inmutable de arte; c) en consecuencia, una concepción humanista del campo artístico, por la cual se propicie el interés por las personas que hacen funcionar los mundos de arte y no solamente por los objetos u obras; d) la abolición de la idea de que las bellas artes se encuentran en un nivel superior al de las artes aplicadas, las artesanías y otras denominaciones similares porque todas son manifestaciones culturales y pueden ser estudiadas sin el lastre de una relación vertical, además de que en todas es posible identificar procesos creativos artísticos; e) la formulación de objetivos o propósitos orientados al enriquecimiento tanto del campo de los estudios culturales como del artístico y, de ser posible, de las otras disciplinas que se vean involucradas, y f) la apertura legítima al intercambio y la colaboración con otras disciplinas -sean estas científicas, artísticas o de otra naturaleza-, siempre que se realicen en el espíritu de la interdisciplinariedad o, por lo menos, en igualdad de condiciones.

En segundo lugar, si bien la pretensión de los estudios culturales de ocuparse de todas las manifestaciones de la cultura es ambiciosa, es también necesaria y se puede hacer valer. Dentro de la parcela específica dedicada a la actividad artística conviene ampliar los esfuerzos para generar conocimientos más allá de la literatura, algunas artes visuales y las contadas expresiones con la etiqueta de alternativas, como el grafiti y una que otra artesanía, para entrar a un mar de posibilidades: estudios culturales de la arquitectura, escultura, poesía, canto, danza, teatro, grabado, retablo, orfebrería, diseño gráfico, cine, fotografía, historieta, televisión, animación, videojuegos, de las producciones audiovisuales para internet, la educación artística, la gestión artística, los mercados del arte, etcétera. Incluso deberíamos esperar estudios culturales relacionados con los procesos creativos artísticos en marcos como los perfumes, la moda y la gastronomía.

Quien se acerque para investigar cualquiera de estos nichos -o bien ya pertenezca a alguno de ellos- con intenciones de realizar análisis críticos pero respetuosos y con una visión con las características antes enlistadas, podrá contemplar todos los sujetos y procesos que hacen funcionar la actividad artística en cuestión y, en cada uno de ellos, novedosos objetos de estudio merecedores de atención y reivindicación. Definir el mundo de arte específico con el que se desea trabajar, mediante una delimitación tanto espaciotemporal como de la actividad de interés en sí, así como recurrir a metodologías que propicien la generación de conocimiento independiente de marcos preexistentes -como lo hace la teoría funda- mentada-, son buenas estrategias para orientar este tipo de indagaciones hacia resultados satisfactorios.

Con respecto a la tercera pregunta hay que decir que las diferentes líneas de trabajo de los estudios culturales siempre han tenido posibilidades de entrelazarse y enriquecerse mutuamente, pero suele decidirse no hacerlo por diversos motivos, varios de los cuales ya han sido mencionados en apartados anteriores. Una línea sobre los procesos creativos artísticos no tiene por qué replicar ese error: de los estudios culturales educativos puede retomar un inmenso marco teórico para fortalecer los trabajos sobre educación artística; gracias a los estudios enfocados en la comunicación masiva puede comprender mejor los aspectos mediáticos del arte, desde las influencias hasta el comercio; de los centrados en el lenguaje puede aprender a ir más allá de las lenguas e incorporar la diversidad de lenguajes que conforman las expresiones artísticas; de los dedicados a la formación humana puede inspirarse para acercarse al sujeto y comprender sus procesos individuales en relación con la actividad creativa que desempeña. A cambio, todas esas otras líneas podrán renovar su conciencia sobre el arte, una amplia dimensión de todos los conceptos de cultura que guarda grandes posibilidades de renovar el campo de estudio en general.

Conclusión

El distanciamiento que han generado entre sí los estudios culturales y el campo artístico resulta irónico, injustificado e improductivo al observarse sus historias en paralelo y sus estados actuales desde una perspectiva amplia. Los factores específicos que determinan tal distancia son, de hecho, inconvenientes que frenan el progreso de ambas partes de manera individual, por lo que la necesidad de implementar cambios en la forma de hacer las cosas debería resultar evidente y la posibilidad de hacerlo con el apoyo de otras fuentes de conocimiento tendría que contemplarse como una oportunidad.

La propuesta aquí planteada, que gira en torno al concepto de procesos creativos artísticos, pretende evidenciar la carencia con la que los estudios de la cultura han abordado los temas del arte aun cuando deberían ser de sus más destacados objetos de trabajo y, por tanto, el vasto territorio inexplorado y fértil que todavía se encuentra disponible para la generación de recursos intelectuales nuevos y pertinentes. Al mismo tiempo, se procura recuperar algunos de los aspectos que se supone que caracterizan a los estudios culturales pero que, en la realidad, no lo hacen en muchos casos, tales como el respeto y la valoración a todos los saberes que se presten a ser comprobados y contrastados sin prejuzgarlos por su provenir, y los altamente publicitados pero poco evidenciados conceptos de inter y transdisciplinariedad.

Quienes escriben esperan sentar en estas líneas un precedente que conlleve la constitución o revitalización de un programa dentro de los estudios culturales que se dedique de manera más profunda y holística a las actividades artísticas, así como formar parte activa del mismo en conjunto con otros investigadores e investigadoras que tengan afinidad con los temas en cuestión. Justamente en las personas con esa característica -pero también en otras, como los mismos sujetos creadores- descansan las grandes posibilidades que aquí se espera haber podido resaltar.