[ 0000-0003-4012-5601 ] Marisa G. Ruiz Trejo [*]
Los aportes heterogéneos y múltiples de las mujeres y feministas en la antropología en Chiapas y Centroamérica,1 desde principios de siglo XX hasta la actualidad, pueden dividirse en varias etapas: desde las contribuciones tempranas de las pioneras en antropología (1940-1964), pasando por las pensadoras marxistas y gramscianas en contextos de represión en Centroamérica (1964-1989), hasta las investigaciones de antropólogas feministas, indígenas, afrodescendientes y LGTB+ de las nuevas generaciones con distintos desafíos (1990-2020).2
En este artículo me centraré en las contribuciones de dos pioneras en antropología de las mujeres en Chiapas y Centroamérica que denunciaron el androcentrismo epistémico al dejar de utilizar las voces de los varones como referentes privilegiados, seleccionaron como problema antropológico la subordinación de las mujeres y explicaron las relaciones de género, lo que poco a poco abonó a la configuración de una perspectiva de género feminista dentro de la disciplina.
En ese sentido, las antropólogas a las que me refiero en este trabajo plantearon en sus narrativas modos diferentes de pensar y de hacer, e introdujeron cuestionamientos fronterizos a los relatos dominantes de la antropología. Históricamente ha abundado la bibliografía sobre la frontera norte, pero ha escaseado la investigación sobre la frontera sur de México. Por eso, retomo aquí el concepto de “antropología en las orillas” (Novelo y Sariego, 2014; Fábregas, 2014)3 para referirme a la práctica antropológica y a los trabajos producidos por algunas mujeres en y desde Chiapas y Centroamérica, debido a que en sus narrativas descentralizan la manera de entender la antropología y cuestionan algunos de sus paradigmas clásicos, en buena medida producidos desde la centralidad de la sociedad mexicana, desde las ciudades capitales y desde instituciones de la antropología imperiales/coloniales.
No obstante, la antropología feminista no solo ha tenido una condición “en las orillas” en un sentido político geográfico y de distribución de recursos, sino que ha sido “orillada” en la historia de las ciencias sociales. De este modo, la antropología feminista en la región chiapaneca y centro-americana, orillada a una ubicación epistémica periférica en el campo científico, así como limitada y marginal con características de diversidad, desigualdad y contraste asimétrico, ha procurado elaboraciones de investigación-acción-vida desde los márgenes del canon de la literatura y de la práctica.
Las antropologías feministas locales han sido escasamente estudiadas. En ese sentido, por límites en la extensión, en este artículo me referiré de manera particular a la vida y a la obra de June Nash y de Mercedes Olivera Bustamante, dos antropólogas de distintas generaciones que realizaron trabajo de campo e investigación en Chiapas, Guatemala y Nicaragua, así como en otras partes de Centro-américa y América Latina, cuyas propuestas teóricas, conceptuales y metodológicas se han “orillado” en la disciplina y, al mismo tiempo, han influido fuertemente sobre esta “subcomunidad epistémica” (Castañeda, 2012).
Ambas antropólogas nacieron en la primera mitad del siglo XX, estuvieron influenciadas por el pensamiento marxista, se formaron con grandes figuras de la antropología y, a su vez, integraron las primeras generaciones de profesoras en el campo y formaron a varias generaciones de antropólogos y antropólogas. Ninguna de las dos nació en Chiapas —una en Estados Unidos y la otra en la Ciudad de México—, algo que caracterizó los desplazamientos de los antropólogos de la época, del “primer mundo” al “tercer mundo”, de lo “urbano” a lo “rural” y de las grandes capitales a las zonas periféricas. Por otro lado, tanto June Nash como Mercedes Olivera vivieron en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, se vincularon con los movimientos de mujeres indígenas, campesinas, zapatistas y en defensa de la vida y de la tierra, y experimentaron distintas barreras y obstáculos por el hecho de ser mujeres pioneras en una antropología fuertemente androcéntrica, lo que las hizo desarrollar un punto de vista feminista y centrar sus investigaciones en el estudio de las mujeres.
La recuperación de la vida y de las obras de mujeres y feministas no ha sido una tarea fácil debido a que, aunque existe una producción notable, esta se encuentra dispersa y ha sido escasamente analizada en su conjunto. La etnografía feminista ha sido un método que me ha permitido rastrear, registrar, observar, participar, entrevistar, seleccionar y analizar las prácticas de pensamiento de las antropólogas, en cuyos trabajos y experiencias centro mi investigación.
En el año 2016 comencé un trabajo de reflexión epistemológica y política, de interpretación y re construcción del pasado de las mujeres y de otras diversidades en las ciencias sociales en Chiapas y en Centroamérica. Para ello, realicé varias estancias de trabajo de campo en Ciudad de Guatemala, Guatemala (de febrero a abril de 2017 y entre octubre y noviembre de 2018), en la ciudad de San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México (de mayo a agosto de 2017), en la ciudad de Nueva York, y en Leeds, Massachusetts, Estados Unidos (de abril a junio de 2019), entre otros lugares. También sostuve conversaciones informales y realicé varias entrevistas semiestructuradas con June Nash (abril y mayo de 2019) antes de su fallecimiento. Con Mercedes Olivera, además de realizar una entrevista en profundidad, he participado en distintas actividades académicas, activistas, feministas, zapatistas y de los movimientos por la defensa de la vida y de la tierra.
Por otro lado, hice búsquedas e investigación documental en el Archivo General de Centroamérica, en la biblioteca de la Asociación para el Avance de las Ciencias Sociales en Guatemala (AVANCSO), Guatemala, en el archivo del centro Na-Bolom en San Cristóbal de Las Casas y en distintos fondos de la biblioteca Bobst de la Universidad de Nueva York. He tenido que imaginar formas para repensar el pasado y reconstruir las memorias en las orillas de la antropología.
Este proceso ha sido un ejercicio de antropología de la memoria, una antropología de la antropología, y un hacer-producir juntxs.4 Fueron fundamentales el trabajo de Mary Goldsmith y de Martha Judith Sánchez Gómez titulado “Las mujeres en la época de oro de la antropología mexicana: 1935-1965” (Goldsmith y Sánchez, 2014) y el artículo “Antropólogas y feministas: apuntes acerca de las iniciadoras de la antropología feminista en México” de Martha Patricia Castañeda Salgado (2012).
Mi trabajo también se ha nutrido de las discusiones y debates que he sostenido desde 2016 con Las del Fondo,5 un grupo de antropólogas feministas que en 2017 conformó la Comisión de Antropología Feminista del Colegio de Etnólogos y Antropólogos Sociales de México (CEAS), y con quienes coordiné el libro Antropologías feministas en México:epistemologías, éticas, prácticas y miradas diversas, un esfuerzo colectivo en el que se plasma una poderosa conversación entre antropólogas de varias instituciones, regiones y generaciones de México (Berrio et al., 2020).
Estos trabajos y discusiones han sido primordiales y han contribuido a reconstruir y analizar las trayectorias académicas y personales de las mujeres que abrieron brecha en la antropología en el país, desde las primeras dos décadas del periodo posrevolucionario (1920-1940) hasta lo que se denominó “época de oro” (1940-1964), que termina con la crítica del indigenismo a finales de la década de 1970. En particular, Castañeda (2012) considera la década de los setenta del siglo XX como un momento en el que se incorporan la teoría feminista y la perspectiva de género dentro de la antropología crítica.
Es indispensable señalar que en este artículo existen tres ejes temáticos y analíticos con los que se organizó la información: 1) la relación entre la producción de conocimiento y las condiciones históricas, las redes de parentesco, las influencias intelectuales, políticas, así como los orígenes étnicos y de clase de las antropólogas; 2) la introducción de las mujeres y el feminismo en la agenda de la investigación antropológica, así como 3) la selección de los temas, la manera de construir y concebir el “objeto de investigación”, de hacer trabajo de campo, las herramientas y las prácticas de investigación.
Para ello, recurrí a analizar las vidas y obras de dos de las iniciadoras de la antropología feminista en la región para mostrar algunas experiencias de cómo fue el proceso de producción epistémica, así como lo que implicó en términos académicos, teóricos y metodológicos, políticos, éticos y también personales. A continuación comparto algunos de los hilos de las primeras bordadoras de estas memorias.
Las mujeres que se desarrollaron profesionalmente desde la década de 1930 hasta la de 1960 fueron las primeras en participar activamente en campos científicos sociales. En esa época también se produjo un cambio paradigmático que alteró la relación de los científicos sociales con los campos disciplinarios en los que se desenvolvían; por un lado, las voces de las mujeres comenzaron a ser privilegiadas en el trabajo de campo y, por otro lado, los roles se invirtieron parcialmente y algunas mujeres pasaron de ser “objeto de conocimiento científico” a ser “sujetos de investigación”.
En Chiapas y Centroamérica, a partir de las décadas de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX las pioneras en antropología contribuyeron al campo de los estudios de las mujeres y se interesaron en que las voces de las mujeres tuvieran representación en los trabajos, lo que aportó a investigaciones no neutras debido a que la estructura social coloca a las mujeres en lugares de subordinación y de menor poder.6
Las antropólogas pioneras dieron las primeras puntadas para deshilar el androcentrismo y, aunque la mayoría de ellas no se formaron en las instituciones de la región, ni se desarrollaron profesionalmente en instituciones locales, abrieron la puerta de la antropología y de las ciencias sociales a las siguientes genera ciones de estudiantes mujeres. Antropólogas, etnógrafas y fotógrafas como Gertrude Duby (1901-1993), Calixta Guiteras Holmes (1905-1988), Anne Chapman (1922-2010), Roberta Montagu (1924-1963) y María Eugenia Bozzoli (1935), realizaron trabajos etnográficos en pueblos tsotsiles y tseltales de Chiapas, en comunidades mayas en Guatemala, bribris en Costa Rica y lencas en Honduras. Sus investigaciones se centraron en el simbolismo, la etnohistoria, los sistemas de parentesco y los intercambios matrimoniales, así como en las creencias y las cosmovisiones de los pueblos. La mayoría no se identificó como feminista. Antropólogas como Rosa María Lombardo (1923-1953), June Nash (1922-019) y Jane Collier (1940) se interesaron particularmente en la situación de las mujeres.
Las vidas y los trabajos de las pioneras se vieron marcados por sus identidades sociales y políticas: varias de ellas europeas, estadounidenses y latinoamericanas, blanco-mestizas, y algunas refugiadas judías, exiliadas organizadas contra los regímenes fascistas, comunistas perseguidas y socialistas de clases altas y medias. Todas ellas tuvieron que superar dificultades políticas y académicas, y solo hasta mediados del siglo XX comenzaron a reconocerse algunos de sus nombres, aunque no siempre se han considerado entre “los grandes clásicos”.
Los departamentos y las universidades en donde trabajaron, integrados mayormente por varones, propiciaron que muchas de ellas siguieran refiriéndose a las comunidades desde la perspectiva de los varones, al tomarlos como “informantes” y considerar su punto de vista como propio del conjunto social. Por el hecho de ser mujeres, algunas de ellas experimentaron muchas barreras y obstáculos a la hora de hacer trabajo de campo e investigación, y en algunos estudios también reprodujeron ciertas formas etnocéntricas al analizar la forma de vida de los pueblos y de las mujeres desde sus propios valores culturales (RuizTrejo, 2016, 2020).
En la década de los cincuenta del siglo XX, las universidades de Chicago y de Harvard realizaron proyectos interdisciplinarios en la región y dominaron el trabajo de campo (Fábregas, 2015).7 Existe una discusión que excede este trabajo sobre si las investigaciones de los proyectos de las universidades norteamericanas privilegiaron los estudios de comunidad más que los análisis sobre la explotación económica de los pueblos, si fueron culturalistas o si más bien tenían una influencia del estructural funcionalismo (Fábregas, 2007).
Algunas de las antropólogas que participaron en dichos proyectos tuvieron como profesores a Sol Tax, coordinador del proyecto Chicago, alumno de Alfred Radcliffe-Brown (uno de los fundadores de la teoría del estructural funcionalismo), y a Robert Redfield, antropólogo de la Universidad de Chicago, estudiante de Franz Boas. En ese sentido, varias de las mujeres iniciadoras de la antropología estuvieron influenciadas por las corrientes de la antropología cultural británica y norteamericana, así como por las políticas indigenistas de la época.8
En el siguiente apartado voy a centrarme en el trabajo de June Nash, una de estas iniciadoras de la antropología feminista en Chiapas, Guatemala y América Latina. Abordaré algunas cuestiones relacionadas con la experiencia personal, política y profesional de esta pionera que abrió brecha.
Cuando comencé mi investigación me percaté de que June Nash (192-2019), quien radicó mucho tiempo en Chiapas y pasó sus últimos años en Estados Unidos, había permanecido prácticamente desconocida por las generaciones más recientes de antropólogas y no se habían dimensionado los grandes aportes que hizo para la disciplina.
A través de la Dra. Patricia Tovar, exalumna de June Nash y profesora del programa de antropología del CUNY Graduate Center, conseguí su contacto. Así, unos meses antes del lamentable fallecimiento de June, intercambié correos electrónicos y llamadas telefónicas de larga distancia con ella y, en abril de 2019, llegué a Leeds, Massachusetts, en Estados Unidos, en donde se encontraba la casa en la que pasó sus últimos días.
Nuestros encuentros, conversaciones y entrevistas, en inglés y en español, ocurrieron en varios días soleados de abril y mayo de 2019, cuando realicé una estancia de investigación en el Departamento de Antropología de la Universidad de Nueva York gracias al apoyo de la Dra. Arlene Dávila, antropóloga, con quien yo había hecho algunos trabajos anteriores y quien también fue alumna de June Nash.
El 5 de abril de 2019 tomé el autobús de la compañía Greyhound a las 5:00 a. m., desde Port Authority, en Nueva York, hasta Springfield, Massachusetts. Mientras viajaba, recordaba a las mujeres de su tiempo, cómo habían cruzado fronteras, cómo rompieron con las normas establecidas del campo antropológico y cómo el contexto y las sociedades en las que vivieron marcaron su quehacer en la antropología.
June Nash me abrió la puerta de su habitación, en una residencia de adultos mayores, con una sonrisa. Su paso era lento pero fuerte y preciso. Así comenzaron nuestros encuentros, en los que tuvimos charlas profundas, entrevistas sinceras y formales, personales y profesionales, como un reflejo de la forma en que la propia June pasó gran parte de su vida trabajando.
June Capice Bousley fue conocida en antropología como June Nash, siguiendo la costumbre estadounidense de que las mujeres adopten el apellido de su marido.9 Nació en 1927 en Salemm Massachusetts, un pueblo de pescadores de la costa este del país. Según me contó, sus abuelos fueron migrantes pobres a quienes reclutaron para trabajar en fábricas, que después cerraron en la crisis de 1929, durante la Gran Depresión en Estados Unidos.10 En nuestros encuentros recordó a Josephine, su incansable madre, a Joseph, su padre carpintero, a sus dos hermanas, quienes frecuentemente cuidaban de ella, y el huerto de tres hectáreas del que se ocupaba toda la familia.
Así me relató: “tuve una familia maravillosa, pero tuvieron un tiempo muy duro. No me di cuenta, hasta después, de lo difícil que fue”. En nuestros encuentros rememoró Ipswich, el pueblo en el que transcurrió su infancia, las fábricas y el medio de clase trabajadora en el que pasó sus primeros años de vida. Cuando le pregunté cómo había formado su conciencia política, June me contó que el hecho de que sus padres no fueran descendientes de intelectuales les hizo tener fe en la educación, y así fue como llegó a la universidad, en donde conoció muchos de sus referentes teóricos y políticos.
June Nash fue una de las antropólogas marxistas más destacadas de la clase trabajadora y fue también una de las iniciadoras de la antropología de género y feminista en América Latina. Además, hizo aportes a la antropología del trabajo y al estudio de los movimientos sociales. Llevó a cabo estudios etnográficos críticos sobre colonialismo, capitalismo, extractivismo, racismo y sexismo, con las comunidades mayas en Guatemala, con mujeres alfareras y campesinos tseltales en Amatenango del Valle, con las comunidades zapatistas en Chiapas, con mineros de estaño en Bolivia y con trabajadores en Estados Unidos. Una gran parte de sus reflexiones partió de su experiencia y de su conciencia de clase.
En la década de los cincuenta del siglo XX June Nash se integró a un campo antropológico dominado por la perspectiva de los varones. Obtuvo un doctorado en la Universidad de Chicago en 1960, y aunque nunca tuvo profesoras mujeres, conoció en persona a Margaret Mead y a Ruth Benedict, otras dos pioneras de la antropología. June comenzó como “ayudante” de su marido, Manning Nash, cuando era aún estudiante: “Esa es la forma en que asumí mi papel”.11 El libro Machine Age Maya: The Industrialization of a Guatemalan Community (Nash, M., 1958) fue una investigación de autoría individual de Manning, a pesar de que June le ayudó intensamente en el trabajo de campo.12 Ser ayudante consistía en realizar la labor más importante, la recogida del material empírico, aunque era considerada como una actividad menos trascendente.13
Por otro lado, tanto Manning como June Nash fueron alumnos de Sol Tax, antropólogo autor de Penny Capitalism: A Guatemalan Indian economy (Tax, 1953), quien tras este estudio animó a Manning y a June a trabajar en Guatemala, y luego en Chiapas. Eso sirvió a ambos para aprender a través de los años lo diferente que eran los estudios industriales y la organización de la vida en Estados Unidos y en otros países, pero también para observar cómo habían cambiado las cosas desde la época en que Tax había hecho su trabajo de campo.
Por otra parte, según June, en la época de su formación:
[…] en cuestiones de género, las ideas de las mujeres no circulaban de la misma manera, ni tenían el mismo reconocimiento internacional que las de los hombres. Había muchos prejuicios contra las mujeres de esa época, incluso en la antropología que iba a la cabeza de todos los campos científicos sociales (J. Nash, entrevista, 5 de abril de 2019, Leeds, Massachusetts).
June Nash trabajó durante muchos años con Sol Tax, cuyas investigaciones tuvieron una orientación relacionada con el proyecto “Man in nature” de la Universidad de Chicago, que operó en la década de los cincuenta del siglo XX en las comunidades tseltales y tsotsiles de Chiapas. No obstante, su trabajo resultó ser muy independiente, con una visión marxista muy bien elaborada, aplicada a las realidades de las comunidades mesoamericanas.
En su relato sobre la práctica etnográfica, June me explicó que nunca tuvo ningún problema con los hombres con los que trabajó en campo, pero sí con su esposo: “el macho era mi esposo, no los demás. Es interesante ver cómo las personas eran muy fuertes. Para mí fue muy difícil entrar en la academia y en la universidad”. La antropóloga describió a su esposo como una persona “egoísta”, y este aspecto la llevó a descubrir de manera natural el feminismo. En las entrevistas y en las conversaciones que mantuvimos, me reveló que se sintió tratada por él “no como una igual, sino menos que una igual”,14 una conducta frecuente de algunos antropólogos de la época en que ella realizó su trabajo de campo.
Para June Nash, en antropología es indispensable reconocer que no se sabe nada sobre la cultura y que no es posible considerarse un experto o insistir en las ideas propias, tal como hizo Manning. Así me explicó: “las mujeres no teníamos las mismas dificultades que los hombres. Ellos esperaban ser respeta dos y mantener su estatus cuando iban a otro país. Les resultaba difícil ser tan solo uno más del pueblo”. June conoció a otras estudiantes que se formaron con Sol Tax y Robert Redfield como Calixta Guiteras Holmes, a quien describió como una antropóloga maravillosa.15 También conoció a Gertrude Duby y a Esther Hermitte. No obstante, nunca tuvieron una organización formal como feministas: “En ese momento no estaba muy formalizado, ya sabes, pero hablamos sobre ello [el feminismo]. Solían reírse de Sol porque tenía únicamente estudiantes mujeres y era un ser débil. Pero sus alumnas lo hicieron muy bien”.16 Esta alusión a Sol Tax como un “ser débil” se refiere posiblemente a que en el trabajo con estudiantes mujeres, los profesores podían llegar a involucrarse con ellas más allá de la universidad, como era frecuente en la época, en la que en algunos casos llegaron a entablar relaciones amorosas con estudiantes y hasta se casaron con ellas. No obstante, las estudiantes supieron cómo lidiar con estos aspectos y con distintas formas de acoso.
Hacer antropología para las mujeres de la época significaba, tal como me explicó June, “tener respeto y responsabilidad para entender las culturas, a las personas y las lenguas indígenas”. Cuando trabajó en Amatenango del Valle, en Chiapas, aprendió tseltal. Casi ninguna de las mujeres hablaba español y, según June, esto era una medida de control de los varones, que sí hablaban castellano. De esta manera me narró: “los hombres estaban muy orgullosos de su control pero no sabían qué pasaba cuando ellos no estaban. Las mujeres vendían animalitos y guardaban el dinero, tenían su propio trabajo”.
En las entrevistas, June se refirió a historias que las mujeres le contaron en la época en que ella realizó su trabajo de campo, como situaciones de violencia por parte de los hombres, tanto en Guatemala como en Chiapas. A partir de sus experiencias, observó que no siempre era adecuado hacer una intervención directa ante la violencia contra las mujeres porque podía resultar contraproducente para ellas mismas, por lo que consideró más importante registrar y analizar con mucho cuidado, antes de tomar parte en los asuntos de las comunidades.
Cuando le pregunté por qué las y los antropólogos de Estados Unidos se desplazaban para realizar su trabajo de campo a países en América Latina, por qué no sucedida a la inversa y sobre las discusiones de quién investiga a quién, June me respondió: “habían muy pocas mujeres en el campo de la antro pología en esa época y ‘estar ahí’ era importante porque de lo contrario no podríamos haberlo hecho”. Hablamos también sobre cómo varias antropólogas norteamericanas de la época tenían privilegios por “ser blancas”, aunque algunas como ella también estaban atravesadas por otras experiencias de clase y trayectorias de desigualdad.
Consciente de que los trabajos locales de las antropólogas en América Latina eran menos conocidos en la academia anglosajona, algunas de sus investigaciones se enfocaron en estos aspectos, publicando sus resultados en colaboración con Helen Safa.17 Estas obras son un referente para la antropología feminista contemporánea por tratarse de las primeras antologías que incluyeron a autoras latinoamericanas y que abordaron la multiplicidad de opresiones vinculadas entre clase, género y etnicidad. Al respecto, me explicó:
Para que pudiéramos poner en marcha la reunión internacional, el fondo de Ciencias Sociales nos envió a las universidades [latinoamericanas] y descubrimos a la gente [mujeres investigadoras] en los campus en sus propios países para saber quién estaba haciendo qué… de lo contrario no podríamos haberlo hecho. Tuvimos que ir allí porque nadie sabía sus nombres fuera de sus países (J. Nash, en trevista, 6 de abril de 2019, Leeds, Massachussets).
En 2014, Susane Jonas y June Nash publicaron un texto en el que explicaron cómo Helen Safa fue la primera persona a la que June recurrió en 1971 cuando pensó en organizar una reunión sobre la ausencia de las mujeres en las ciencias sociales latinoamericanas. Según narran las propias autoras en el texto (Jonas y Nash, 2014), en 1971 le pidieron a June Nash que fuera integrante del consejo de la Asociación de Estudios Latinoamericanos (LASA por sus siglas en inglés). La primera reunión de becarios a la que asistió fue en Barbados, y a partir de ella se dedicó a formular un plan de cinco años para la investigación de LASA. Cuando se unió a la asociación, la mayoría de sus representantes eran varones. No aparecieron otras mujeres (Jonas y Nash, 2014).
A la mañana siguiente de aquella primera reunión, June se levantó temprano para preparar una declaración, en la que incluyó una crítica aguda a los modelos de las ciencias sociales por no abordar el tema de las mujeres en la sociedad. Considerando los principales paradigmas de la época —marxista, de desarrollo, de la modernidad y del análisis de mercado—, Nash señaló la incapacidad de estos modelos para tratar los roles e intereses de las mujeres (Jonas y Nash, 2014). Esto se convirtió en la base de una propuesta que ella llamó “Perspectivas femeninas sobre América Latina: una crítica de los modelos de las ciencias sociales”, aunque fue criticada por no haberla llamado “perspectivas feministas”, lo que no hizo porque pensó que los hombres no estarían preparados para una declaración tan contundente (Jonas y Nash, 2014), ya que la noción de “feminismo” era muy rechazada en aquella época.
De acuerdo con Jonas y Nash (2014), cuando esta última recibió la subvención de LASA, consideró que necesitaba ayuda y la primera persona a la que recurrió fue a Helen Safa. Las mujeres académicas de América Latina rara vez habían sido invitadas fuera de su país y su trabajo era escasamente citado. Así, Nash y Safa (2014) hicieron un viaje exploratorio en el que visitaron departamentos de ciencias sociales en todos los países de América Latina y el Caribe, para regresar posteriormente a Estados Unidos con una lista de veinte participantes, dos hombres y dieciocho mujeres que habían realizado investigaciones sobre el rol de las mujeres en América Latina, y publicaron varios libros (Jonas y Nash, 2014, p. 138).
June Nash fue una antropóloga consciente de que las universidades norteamericanas contaban con más fondos para investigación,18 lo que generaba, y aún sigue creando, condiciones desiguales entre la producción de conocimiento en las universidades en Estados Unidos y en instituciones de regiones de las orillas en las que, a excepción de Costa Rica, la investigación científico-social no se ha priorizado en las agendas gubernamentales del sureste mexicano, Guatemala, El Salvador, Honduras y Nicaragua, y mucho menos la investigación hecha por mujeres críticas.
En el libro Bajo la sombra de los antepasados (Nash, J., 1993), además de representar una de las maneras en que las personas veían el mundo que habitaban en Amatenango del Valle, las creencias, los rituales, las tareas cotidianas y el cambio, la antropóloga ya abordaba los problemas que las mujeres tseltales enfrentaban cuando sus esposos se emborrachaban, eran bígamos o maltrataban a las mujeres o a las niñas. Tal como la misma autora explicó al final del libro:
la contribución de las mujeres al gasto familiar es, como nunca, importante, y muchas prefieren vivir sin los hombres. Ya había dicho que Carmela nunca se volvió a casar después de que su marido muriera por las quemaduras que sufrió en la chimenea de la cocina después de haber bebido durante una fiesta en 1967 (Nash, J., 1993, p. 401).
June Nash (1993) observó que las mujeres frecuentemente decidían vivir sin los hombres. En el trabajo que hizo en una fábrica de Cantel, Quetzaltenango, Guatemala, se encontró con dos mujeres que eran muy independientes y que vivían juntas. En una de nuestras conversaciones me explicó:
me parecieron estar quizás en una de las primeras fases de la liberación, ya sabes, porque realmente estaban haciendo una vida independiente para sí mismas y viviendo juntas. Era bastante raro para esa época. Vivían en la ciudad y eran parte de ella. Las llamarían “lesbianas”, pero tenían un término para eso, olvido cómo las llamaban, pero asumían que lo eran, ya sabes, que eran lesbianas19 (J. Nash, entrevista, 6 de abril de 2019, traducción propia, Leeds, Massachussets).
Estas observaciones que Nash hizo durante los cincuenta y sesenta del siglo XX en algunos pueblos de Chiapas y Guatemala son muy significativas para las investigaciones antropológicas feministas en la región, ya que indican que a lo largo de la historia de este subcampo los sujetos de la etnografía no solo han sido las mujeres, sino que también ha existido un interés por otros sujetos que se identifican más allá de las formas del régimen heteronormativo.
Por otro lado, en el caso de Amatenango del Valle, de acuerdo con las investigaciones de Nash (1993), las grandes ganancias en la elaboración de alfarería y en la destilación de licor propiciaron que los hombres abandonaran la labor en la milpa y que se generaran grandes transformaciones (ver Foto 1).
En 1980 June Nash publicó con Helen Safa Sex and Class in Latin America, libro en el que reflexionó sobre la marginación que producía el trabajo del hogar no pagado, el determinante primario del estatus de subordinación de las mujeres en las sociedades capitalistas modernas. Para estas autoras, los hombres, aunque aparecen como los opresores más directos, no son los únicos que mantienen a las mujeres en sus casas, sino que la estructura del sistema capitalista aprovecha los beneficios del trabajo no pagado de las amas de casa y utiliza su mano de obra (Nash y Safa, 1980).20 Reflexionaron también sobre la manera en que se interrelaciona la explotación por clase y por sexo, así como los reforzamientos ideológicos de los roles y el estatus de las mujeres en América Latina, y la manera en que tanto producción como reproducción deben ser considerados con relación a la producción social total (Nash y Safa, 1980).
En el mismo libro, en el capítulo titulado “A critique of social science roles in Latin America”, Nash explicó que los modelos de teoría científico-social liberal, pero también los trabajos marxistas, partían del análisis de la explotación a partir del mercado, pero ignoraban la explotación de las mujeres en la casa. Por eso, para la antropóloga el impacto diferencial en los procesos de modernización de los hombres y las desigualdades en relación con la situación de las mujeres no fue percibido hasta que las investigadoras lo señalaron como un problema (Nash, J., 1980).
[i] Fuente: Fotografía de Marcey Jacobson, en Bajo la sombra de los antepasados (Nash, J., 1993).
En el mismo texto, Nash ya denunciaba que la mayoría de los trabajos académicos de la época recogían solo contribuciones de los varones, lo que hacía que las mujeres no fueran contempladas o fueran sistemáticamente ignoradas en las muestras debido a un supuesto criterio universalista que ubicaba a los hombres como elemento central del sistema. Para Nash, “no es un descuido excluir a las mujeres de la muestra, sino una premisa fundamental de las ciencias sociales en las cuales los hombres son la medida del cambio” (1980, p. 5).
En otros trabajos, Nash también reflexionó sobre el colonialismo, que ha afectado a las comunidades indígenas, y sobre cómo ha ido cambiando en las distintas épocas al generar políticas de control de los pueblos a través del alcohol, la explotación, el intervencionismo político y económico, las invasiones o la privatización del agua a través de empresas como Coca-Cola (Nash, J., 2007).
Además, June Nash hizo trabajos éticos y respetuosos sin olvidar la capacidad de los pueblos de defenderse. A finales de la década de 1980 y principios de los noventa, viajó a Bolivia, donde escribió el libro I Spent my Life in the Mines: The Story of Juan Rojas, Bolivian Tin Miner(Nash, J., 1992) y realizó el documental I spent my life in the mines(Nash, Rojas e Ibáñez, 1977). En estas obras no solamente reflexionó sobre la antropología tradicional que habla por los otros, sino que creó formas novedosas para ayudar a escribir biografías, recuperar historias y narrar acontecimientos y resistencias cotidianas ante las arduas condiciones de trabajo de los mineros del estaño.
Sin duda, la obra de June Nash es un referente para la antropología feminista en Chiapas, Centro américa y América Latina. En investigaciones futuras será necesario seguir profundizando sobre sus contribuciones teóricas y metodológicas y sobre las implicaciones de los objetivos, prácticas e intereses del proyecto de Chicago en su investigación, así como sobre la manera en que la teoría crítica marxista impactó en su pensamiento, tomando en cuenta la estructura socioeconómica de las comunidades, las relaciones de trabajo, el comercio y la propiedad.
La historia de violencia, pero también de resistencia, en Chiapas y Centroamérica, desde la década de 1970 hasta finales de los ochenta y principios de los noventa ha marcado algunos puntos de enunciación propios y alternativos de la antropología feminista en comparación con las epistemologías y movimientos feministas de contextos de América Latina, Estados Unidos y Europa.
El periodo de 1964 a 1989 estuvo marcado por el movimiento estudiantil de 1968, por una investigación más centrada en la situación de las mujeres, así como por la incorporación de la teoría feminista y la perspectiva de género dentro de la antropología crítica a partir de la década de 1970 (Castañeda, 2012). De este periodo he recuperado las experiencias de Alaíde Foppa (1914-1980),21 Stella Quan (1935-2007),22 Aura Marina Arriola (1937-2007), Marta Casaús (1948), Mercedes Olivera (1934), Myrna Mack (1940-1990) y Walda Barrios-Klee (1951-2021), entre otras mujeres cuyas investigaciones mostraron la situación y los problemas de las mujeres indígenas, campesinas y mestizo-ladinas. Se trata de profesoras y pensadoras influenciadas por el marxismo y el pensamiento gramsciano, militantes revolucionarias en los movimientos de liberación nacional, y profesoras en Centroamérica que se enfrentaron a contextos adversos, a persecución política y a violencia sexual sistemática y genocida debido a las políticas de contrainsurgencia de Estados represores.
Algunas antropólogas de esa época, cuyas experiencias y trabajos han sido el objeto de estudio de mi investigación, fueron amenazadas, encarceladas o desaparecidas, y algunas también asesinadas, debido a que con sus estudios y activismos políticos documentaron, registraron y denunciaron las masacres, asesinatos, desapariciones y violencias infligidas por los Estados dictatoriales.
Un ejemplo representativo de la época es el de Alaíde Foppa, creadora de la primera cátedra de sociología feminista de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), del programa radial “Foro de la Mujer” y de Fem, una de las primeras revistas feministas en México. Con sus escritos, Foppa influyó sobre varias generaciones de antropólogas y es un referente en los estudios de las mujeres y feministas en América Latina. Alaíde fue desaparecida en Ciudad de Guatemala en 1980, y su caso aún no ha sido esclarecido. Esto evidencia cómo las fundadoras de los estudios de género, tan significativas para la antropología feminista, se enfrentaron a riesgos y peligros extremos debido a las políticas de contrainsurgencia que marcaron la historia centroamericana.
Por su parte, Stella Quan Rossell, antropóloga guatemalteca, exiliada desde los años cincuenta del siglo pasado en México, realizó un trabajo de recopilación de historias de vida de artistas, políticos y escritores, así como del impacto de la guerra y de los conflictos políticos y sociales en Guatemala, con lo que contribuyó a revelar la larga memoria de la guerra (Quan, 2018a,2018b,2018c).
La antropología en Chiapas y Centroamérica se ha enfrentado también al largo proceso de “acuerdos de paz” y “posconflicto”. Algunas de las mujeres y de las feministas que vivieron la represión en las décadas de 1970 y 1980 en Guatemala, El Salvador y Nicaragua se exiliaron en México, en donde después de sus agitados años de militancia revolucionaria se formaron en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH). Durante su época de formación, algunas de ellas, como Aura Marina Arriola, publicaron textos con sus nombres reales sobre el pensamiento crítico de las clases sociales en Centroamérica, en los que reflexionaron sobre las alianzas obrero-campesinas articuladas con movimientos ladino-indígenas o escribieron relatos autobiográficos.
Después de años, algunas lograron retornar a sus países de origen donde, entre otros apor tes, tuvieron la experiencia política de trabajar en los procesos de memoria histórica a través del acompañamiento para la recopilación de testimonios de mujeres sobrevivientes de violencia sexual durante el conflicto armado. Los diálogos con algunas de las pensadoras de esa época me han he cho no perder de vista que el contexto de conflicto armado las hizo colaborar en los procesos de memoria, de justicia y de verdad.
Walda Barrios-Klee, antropóloga feminista guatemalteca, estuvo dos veces exiliada en México debido a las políticas represivas en Guatemala. En 1984 creó el Taller Antzetik en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad Autónoma de Chiapas, en San Cristóbal de Las Casas, que fue un espacio de formación y de toma de conciencia sobre la condición de las mujeres. Se interesó por documentar la situación de las refugiadas en México que huyeron de la guerra y de la violencia sexual que produjo el conflicto armado interno en Guatemala. Además, ha sido una de las pocas investigadoras que ha sistematizado la antropología feminista en ese país centroamericano (Barrios-Klee, 2014).
Un caso recordado como emblemático fue el de Myrna Mack, antropóloga, fundadora del centro de investigaciones AVANCSO (Mack, 1990). Myrna fue asesinada cruelmente en Ciudad de Guatemala en 1990 por documentar el desplazamiento forzado ocasionado por el conflicto armado interno en su país. Su caso representa la experiencia que vivieron cientos de estudiantes y profesoras durante los conflictos en la región, lo que significó un retroceso para las ciencias sociales y para los movimientos de mujeres en Chiapas y Centroamérica23(Ruiz-Trejo, 2020)
Estos hechos no fueron circunstanciales, sino que forman parte de experiencias constantes en la vida de las científicas sociales “orilladas” por el compromiso de estas mujeres con las luchas sociales. Por tanto, es importante también analizar el contexto en el que desarrollaron sus investigaciones para explicar los acontecimientos que tuvieron que vivir a la par de su labor como investigadoras humanísticas y sociales.
Yolanda Aguilar Urizar, antropóloga holística guatemalteca, participó en las comisiones de esclarecimiento histórico. A partir de su trabajo, desde la antropología feminista en la región se generaron conceptualizaciones e investigaciones que partieron a veces de las universidades, pero también de los movimientos y las organizaciones sociales y políticas, entre otros espacios como los vinculados con la literatura, la poesía, las artes, la psicoterapia y la sanación (Aguilar, 2010, 2019).
El contexto proporcionó a las antropólogas e investigadoras sociales de la época una gama de posibilidades de entender la vida y de tomar conciencia de lo que significaba partir de las historias de guerra y de los conflictos armados. Estas historias produjeron no solo entendimientos desde otra perspectiva que no era la de la izquierda o la revolucionaria, sino una compresión diversificada de lo que significaba “ser mujeres”, del cuerpo y la sexualidad, y el paraguas se abrió a una dimensión compleja diferente a la que se dio en otros contextos como el anglosajón.
En el siguiente apartado me centraré en el trabajo de Mercedes Olivera, cuyas investigaciones han sido un referente de la antropología feminista latinoamericana, influenciadas por el pensamiento marxista y desarrolladas en el periodo de crítica al indigenismo a finales de 1970, de los movimientos de liberación nacional y de las políticas de contrainsurgencia en Centroamérica, de la organización de mujeres refugiadas guatemaltecas, así como del levantamiento zapatista y de la “guerra de baja intensidad” en Chiapas a partir de 1994.
Mercedes Olivera fue una de las primeras mujeres con presencia pública en la antropología en México y una de las antropólogas críticas comprometida con las luchas de las mujeres. Por eso, me interesé en recuperar y analizar su trabajo y, el 18 junio de 2017, me concedió una entrevista en profundidad en su casa de San Cristóbal de Las Casas, que registré audiovisualmente como parte de mi investigación posdoctoral en el Centro de Investigaciones y Estudios de Género (CIEG) de la UNAM, y que marcó el inicio de varios de los encuentros que tuve con ella.
Mercedes Olivera nació el 30 de septiembre de 1934 en la Ciudad de México, en una familia católica de escasos recursos conformada por diez hermanos, cinco hombres y cinco mujeres. Su madre era muy religiosa y durante su infancia experimentó problemas económicos serios, se encargó del trabajo de cuidado de sus hermanos y, según me dijo, su padre de origen indígena la educó con ideas muy tradicionales. Durante un tiempo no la dejaron ir a la escuela, y fue gracias al apoyo de algunas de sus profesoras como logró hacer sus estudios de primaria.
En su juventud se distanció del catolicismo y de la organización Unión Femenina de Estudiantes Católicas (UFE) de la que fue dirigente. Comenzó a militar en organizaciones de izquierda estudiantil y en el Partido Comunista, lo que le causó conflictos ideológicos con su familia: “Dejé de creer en dios”. Su desencanto se relacionó con el ambiente estudiantil católico, en el que observó hostigamientos de tipo sexual y de violencia hacia las mujeres, al descubrir que: “Los curas también eran hombres hostigadores que usaban la violencia como parte de su manipulación ideológica”. Esta situación le generó “enojo”, por lo que comenzó a cuestionar el papel de la Iglesia en la vida social.
La prohibición de leer ciertos libros, diferentes versiones de la Biblia o novelas que criticaban las posiciones de la Iglesia, marcó en ella el inicio de una etapa de problemas fuertes de restricción, imposición, verticalismo y autoritarismo “porque las mujeres no debían conocer ese tipo de cosas, ya que supuestamente no teníamos capacidad para analizarlas”.
En 1956, Mercedes Olivera entró a la ENAH. Durante su juventud existían dos células del Partido Comunista en la universidad: una conocida como “Marx”, en la que participaban sus maestros y grandes dirigentes como José Revueltas, Juan Brom y Eduardo Elizarde, entre otros, y la agrupación “Engels” en la que participaban estudiantes con pocos años de militancia.
Mercedes me compartió que entre 1959 y 1960 ambas células se juntaron para analizar el problema que hubo en esa época con el movimiento ferrocarrilero y los sindicatos obreros que el Partido Comunista había impulsado. Así, publicaron un documento en el que criticaban algunas acciones emprendidas desde la dirección del partido, lo cual implicó la expulsión de quienes realizaron dichos cuestionamientos.
Paralelamente a esas experiencias críticas al propio poder y a la autoridad del Partido Comunista, surgió un grupo de jóvenes críticos, aunados al movimiento estudiantil del 68, a quienes algunos estudiantes llamaron Los Magníficos,24 y en el que Mercedes Olivera participó junto a otras personas de México como Ángel Palerm, Guillermo Bonfil Batalla, Margarita Nolasco, Rodolfo Stavenhagen, Arturo Warman y Enrique Valencia, pero también norteamericanas como Susana Drucker o guatemaltecos como Carlos Navarrete.
Según me narró Mercedes, en un principio se nombraron “Miguel Othón de Mendizábal” en homenaje al fundador de la ENAH y militante del Partido Comunista. En aquella época confluyó la antropología marxista mexicana de Othón de Mendizábal con las propuestas de pensadores de la escuela norte americana, así como con el proyecto de la escuela integracionista que dio origen al indigenismo en México. Los Magníficos relacionaron los planteamientos políticos de izquierda con los aportes teóricos de la antropología interpretada desde una mirada materialista, y dieron un vuelco a las discusiones dominantes de la disciplina con el libro De eso que llaman antropología mexicana(Warman et al., 1970). Los Magníficos se formaron en la escuela de Van Maanen, en la etnografía clásica, pero el marxismo fue la base desde la que propusieron sus interpretaciones de clase, así como fuertes críticas al indigenismo, evidenciadas desde una antropología crítica (ver Foto 2).
Mercedes Olivera tuvo como maestras a mujeres pioneras en la antropología como Calixta Guiteras, Barbro Dahlgren y Johana Faulhaber, y a profesores exiliados de la guerra civil española que huyeron del régimen franquista como Juan Comas, Pedro Armillas y José Luis Lorenzo. “Estudiábamos el ‘conocer’ para cambiar, para transformar y para incidir”.
En 1972 Mercedes llegó a Chiapas por invitación de Gonzalo Aguirre Beltrán, quien era subsecretario de Cultura. Aguirre Beltrán había sido su profesor y la nombró directora de la Escuela de Desarrollo del Instituto Nacional Indigenista (INI), que fue creada en sustitución del Centro Tzotzil-Tzeltal, que desapareció por un año. La intención de Mercedes era aplicar en la Escuela de Desarrollo sus críticas a la práctica antropológica dominante, poniendo en el centro la perspectiva y el punto de vista de los pueblos indígenas y su participación en la toma de decisiones sobre su propia cultura, formas de gobernarse y de vivir, así como sobre sus derechos. No obstante, cuando ella mostró su posición crítica al indigenismo y al integracionismo seguidos por Gonzalo Aguirre Beltrán y Alfonso Villarojas: “el temor era que los indígenas tomaran sus propias decisiones y pudieran convertirse en sujetos de sus propias transformaciones”.
Por otro lado, a finales de 1970 y principios de 1980, durante la época del conflicto armado interno y de la prolongada guerra civil en Guatemala, tuvo lugar el genocidio de doscientas mil personas, principalmente de los pueblos ixil, q’eqchi’, kachiquel y achi. Según lo que Mercedes me narró, ella estuvo organizada en los movimientos revolucionarios centroamericanos y fue militante del Ejército Guerrillero de los Pobres (EGP) en Guatemala, donde colaboró desde su rebeldía utilizando los seudónimos de Mariana en Centroamérica y de María Vázquez en Europa. Su militancia la llevó a exiliarse en países como España, desde donde apoyó los lazos de solidaridad con Centroamérica y aportó a las luchas de liberación nacional, aunque se mantuvo muy crítica del movimiento guerrillero debido al sexismo, que no les permitió asumir las reivindicaciones feministas.
En 1976 Mercedes Olivera fue a trabajar a las fincas cafetaleras de la zona norte de Chiapas, en donde intentó combinar la investigación con la acción política junto a Ana Salazar y Ana Bella Pérez Castro, dos de sus alumnas, porque consideraba que los contextos no solamente se debían estudiar, sino también transformar.
Durante esa época existía una fuerte discusión en la antropología sobre el campesinado mexicano ante el embate del capitalismo empresarial. Su propuesta fue analizar el régimen de fincas, el pensamiento colonizador y las relaciones serviles, pero también realizar intervenciones, lo que no siempre generó los cambios esperados. En la época en que Olivera realizó trabajo de campo, en las fincas aún se practicaba el “derecho de pernada”, por el que se otorgaba la potestad a los finqueros, hacendados o empleadores de mantener relaciones sexuales, es decir, de violar, a las hijas de los campesinos, con cierto consentimiento de los padres y de la comunidad, cuestión ante la que ella no pudo mantenerse indiferente.25
De hecho, el concepto de “opresión femenina” de Mercedes Olivera (1976, 1979), elaborado a finales de los setenta, constituyó una de sus grandes contribuciones a la antropología y una de las bases desde una perspectiva interseccional en América Latina (Castañeda, 2012), con la que denunció la violencia sexual contra las mujeres y problematizó su explotación en el sistema capitalista y las dobles y triples discriminaciones que enfrentan como mujeres, indígenas y pobres. Esto mostró su preocupación temprana no solo por las violencias por razones de género, sino por el análisis articulado y múltiple en cuanto a género, clase, raza y etnicidad. Así me contó:
Mi feminismo no es un feminismo que haya nacido solamente desde la sexualidad o del cuerpo, sino del planteamiento social, político y de la relación con el poder de los hombres, el poder del Estado y el poder del sistema. Es algo fundamental para plantear transformaciones. Ahora se dice “interseccionar”, es decir, conjuntar estos elementos para poder conocer la realidad y para intentar transformarla, no transformarla tú sino transformarla socialmente, y esto es algo fundamental. Ahora todas las ideas decoloniales son muy vitales y radicales, pero en realidad los y las antropólogas la hemos estado practicando desde siempre. Nosotras tenemos esa conciencia de la genealogía y el proceso transformador e histórico. Ahora se llama decolonialidad y permite ponerle nombre a las acciones, a los procesos y a la forma de construir conocimiento. Esta nueva forma de lo epistemológico y de los posicionamientos críticos, me parece importante, pero la hemos practicado desde hace mucho (M. Olivera, entrevista, 18 de junio de 2017, San Cristóbal de Las Casas, Chiapas, México).
En ese sentido, la idea de “opresión femenina”, para esta autora, es un concepto interseccional descolonizador creado para referirse al efecto de un proceso histórico en el que la fuerza de trabajo que producen las mujeres no se reconoce como trabajo y, por tanto, no se paga (Olivera, 1979). Esta opresión no ha sido considerada como explotación económica del sistema y, sin embargo, constituye el pilar de su funcionamiento (1979, p. 206).
Desde finales de los años setenta, Mercedes Olivera ya contemplaba las opresiones que interseccionan en el caso de las relaciones clasistas cuando la mujer se incorpora al trabajo productivo y contrata a otra mujer para que haga las “labores domésticas”, es decir, se da “explotación de la mujer por la mujer” (Olivera, 1979, p. 207). Además, aportó a la teoría feminista de la región la idea de que la categoría “mujer” no puede entenderse de manera homogénea, ya que no es lo mismo la “opresión femenina” para unas mujeres que para otras (Olivera, 1979).
Por otro lado, una de las comunidades indígenas en donde Olivera realizó sus estudios fue Catarina Huitiupán. Allí, Cristóbal, tsotsil de mucho prestigio en la región y máxima autoridad de la comunidad, pidió la colaboración de Mercedes. Cristóbal reunió a doscientos peones, mujeres y hombres, para dia logar y para que le contaran cómo habían sido expulsados de las fincas.
Por su parte, las investigadoras pidieron ayuda a la Central Independiente de Obreros Agrícolas y Campesinos (CIOAC), organización campesina de izquierda ligada al Partido Comunista Mexicano con la que tenían relación, y les hablaron de la revolución de Zapata, de la Reforma Agraria y del derecho constitucional a tener tierras. Estos discursos produjeron que los peones tomaran “sus tierras”, lo que se convirtió en un antecedente de uno de los movimientos agrarios más importantes de Chiapas.
Nos dimos cuenta en ese momento de que no es lo mismo investigar para obtener información que investigar para la acción de cambio. Aprendimos que no es suficiente tener un posicionamiento y un compromiso político, como lo requiere la investigación dialógica; es insuficiente aún en los casos en que nos planteamos una metodología colaborativa (Olivera, 2018, p. 115),
Además, para Mercedes era necesario tener un posicionamiento, un compromiso político, dialógico y colaborativo, así como reconocer que la incidencia que como antropólogas podemos lograr tiene límites.
En nuestras conversaciones Mercedes se identificó como “feminista y mujer rebelde”. Según me narró, vivió importantes momentos de la historia mexicana, centroamericana y latinoamericana, como el refugio de mujeres guatemaltecas o los procesos revolucionarios de mujeres zapatistas.
Un ejemplo fue su participación en 1990 en el equipo de investigadoras y activistas feministas del Centro de Investigación y Acción para Mujeres de Centroamérica (CIAM) que trabajaron en colaboración con las dirigentes de Mamá Maquín (MMQ), grupo que llegó a estar integrado hasta por quince mil guatemaltecas refugiadas en México, bajo la protección del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
Uno de los elementos que caracterizan el trabajo de Olivera es su interés por la situación, los problemas y el punto de vista de las mujeres campesinas e indígenas de diferentes lugares. Para ella, “ser madre” y su desarrollo profesional le permitieron aprender y aportar conocimientos e instrumentos para que otras mujeres analicen sus contextos y experiencias y tomen sus propias decisiones.
A partir de la promulgación de la Ley Revolucionaria de las Mujeres y del levantamiento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en 1994, hizo nuevas valoraciones analíticas sobre las des igualdades sociales y se sumó a las luchas de las mujeres del movimiento zapatista.
Esa época marcó un antes y un después para la investigación antropológica feminista en Chiapas y Centroamérica porque Olivera aportó nuevas coordenadas epistémicas, desestadocentrizando las problemáticas, enfocándose en las particularidades de los movimientos de mujeres indígenas desde su propia voz, así como desordenando las representaciones y discursos que los feminismos hicieron de ellas. Además, las espiritualidades comenzaron a interpretarse como parte de la ontología y la epistemología.
Se cuestionó severamente el racismo epistémico y se empezaron a hacer investigaciones en las que los diálogos intersaber, la autonomía metodológica y los análisis interseccionales fueron indispensables. Ha sido necesario un trabajo de deseurocentrización y descolonización de los feminismos, el pensamiento y los corazones (Méndez, 2011) y de desestabilización de los universalismos del “sujeto mujer”, así como de los feminismos urbano-centrados, a la vez que se desarrollaba un feminismo no etnocéntrico (Hernández, 2001; Leyva, 2019).
En nuestros encuentros, Mercedes Olivera asoció el surgimiento del feminismo que practicó duran te su vida con las luchas sociales en Centroamérica y con un feminismo popular que unió la práctica política con los conocimientos. Al mismo tiempo, se dedicó al trabajo feminista a partir de observar la difícil realidad de las mujeres campesinas, cuyas formas de subordinación se fueron conformando desde la época prehispánica y durante la Colonia, y a analizar cómo la tradición y la estructura comunitaria funcionaron como presión para subordinarlas de manera violenta. La unión de la teoría y la práctica ha sido el eje del trabajo de Olivera, y la participación de las mujeres en la producción de ese conocimiento “no es una ayuda ni una colaboración, son sus conocimientos que a nosotras nos toca a veces sistematizar y organizar, a veces ponerles nombres muy complicados”.
Para Mercedes, los procesos, las prácticas de la vida cotidiana, la violencia y los problemas de tipo económico son los asuntos que más afligen a las mujeres y “a la antropología feminista desde la base, desde las comunidades, desde las mujeres campesinas e indígenas que han estado y siguen estando marginadas de todo el desarrollo capitalista y de la participación social y política”.
“Ser antropóloga” para Mercedes Olivera ha significado, sobre todo, “criticar la forma en cómo las mujeres y los pueblos se incorporan al desarrollo y cómo el Estado sigue promoviendo su integración. Las políticas indigenistas ya no existen, pero actualmente nos enfrentamos a la integración de los pueblos indígenas al mercado neoliberal”.
Olivera rompió, en su época, con las lógicas indigenistas asimilacionistas de la disciplina heredadas desde principios del siglo XX. Ha sido profesora de varias generaciones de jóvenes a quienes formó en un pensamiento crítico, y hoy es una de las mujeres más representativas de la antropología feminista latinoamericana por sus aportes a la investigaciónacción y a las metodologías colaborativas y coparticipativas.
La relación que existe entre la producción de conocimiento y las subjetividades de quienes lo elaboran, el contexto en el que las investigaciones se producen, así como las militancias y activismos políticos, han sido algunos de los aprendizajes que he adquirido a lo largo de esta investigación.
Este artículo es un intento por contribuir a las genealogías de las antropologías feministas en una región epistémicamente herida y orillada, en la que aún hacen falta más estudios sobre las teorías an tropológicas y etnografías elaboradas por mujeres y feministas, así como análisis sobre las antropólogas feministas de distintas generaciones y sobre sus cambios, aportes, logros, articulaciones y equivocaciones. Pioneras marxistas como June Nash y Mercedes Olivera plantearon las bases para la inclusión de la perspectiva de género feminista en la región y para la antropología desde una perspectiva interseccional, y sus trabajos marcan una época inicial para los estudios de las mujeres y feministas en América Latina. A partir del levantamiento zapatista en 1994 y de la promulgación de la Ley Revolucionaria de las Mujeres en Chiapas, se han generado rupturas poderosas que han cuestionado las formas dominantes de producir conocimiento y de actuar ante las urgencias.
Los problemas que aquejan a distintos territorios en América Latina han sido producidos por Estados-nación y empresas, a través del extractivismo, de megaproyectos o del aumento de gases de efecto invernadero, bajo el modelo de la economía desarrollista.
Este sistema global capitalista extractivista, que ha permeado también en la antropología y en la investigación científico-social, se ha entrecruzado con la represión feminicida y la violencia sexual y de género, así como con otras fuerzas que matan. En Chiapas y Centroamérica se han resentido los efectos marcados por tres décadas de neoliberalismo, de giros a la izquierda y a la derecha, de movimientos políticos y sociales de las clases más excluidas.
Debido a las luchas de los movimientos indígenas, campesinos, migrantes, afrodescendientes, comunitarios y feministas, desde los años noventa del siglo XX han surgido en la región trabajos etnográficos, de investigación, activistas, literarios y artísticos, como los de Emma Chirix, Irma Alicia Velásquez Nimajtuj, Petrona de la Cruz, Georgina Méndez Torres, Lorena Cabnal, Maya Cu, Calixta Gabriela Xiquin, Victoria Tubin, Aura Cumes, Gladys Tzul Tzul, Ruperta Bautista, Enriqueta Lunez, Mikeas Sánchez, Juana Ruiz Ortiz, Shirley Campbell Barr,26 Glenda Joanna Wetherborn y Lina Rosa Berrio, entre otras. La mayoría han formado parte de generaciones de mujeres indígenas, afrodescendientes y de otras adscripciones que tuvieron acceso a estudios universitarios y, en particular, a formación en antropología, circunstancia que podría constituir una diferencia con otras antropólogas que las precedieron o con sus contemporáneas. Además, algunas de ellas han producido un giro decolonizador y antirracista en las reflexiones investigativas sobre las memorias diversas que confrontan las narrativas históricas dominantes de la antropología.
Varias de ellas hacen referencia en sus relatos a las herencias del pasado colonial y construyen otras metáforas críticas del mundo, aunadas a entidades no humanas como los territorios, los ríos, el agua, las montañas, los árboles, el fuego y la tierra, entre otros elementos. Algunas han contribuido a redefinir las geografías, los lugares de la memoria y las nociones espaciotemporales a través de recuerdos y experiencias de larga data, y han actuado con responsabilidad ante las emergencias, documentando los problemas desde sus propias comunidades.
Por otro lado, los trabajos de Lukas Avendaño, Amaranta Gómez Regalado, Numa Dávila, Manuel Tzoc, Marco Chivalán Carrillo, Lucía Bonilla, Daniel Coleman y Tito Mitjans Alayón, aunados a los movimientos feministas lésbicos, queer, cuir, indígenas, afrodiaspóricos y artísticos, nos impulsan a hacer una reapropiación de las narrativas históricas racistas y heteronormativas para tejerlas de otros modos. En este artículo me he centrado en algunos aspectos de la vida y obra de dos antropólogas pioneras, pero será importante seguir indagando en los entramados locales de aproximaciones teóricas, debates y diálogos etnográficos y políticos en las diferentes regiones. Además, el área chiapaneca y centroamericana, desde la que han elaborado conocimiento las antropólogas orilladas, requiere ser problematizada. Así también será importante seguir analizando las relaciones, traducciones, importaciones e influencias entre autoras de la región, sean indígenas, afrodescendientes, mestizas o “extranjeras”; será indispensable seguir profundizando en los referentes científicos que guían las antropologías locales y entender de qué manera las propuestas de estas autoras las retoman, critican y subvierten.
La historia y la memoria de las ciencias sociales se vinculan cada vez a los movimientos feministas y a las mujeres en pie de lucha. Explorar el pasado a través de distintas perspectivas y formas de abordar las experiencias de las mujeres y de los feminismos resulta un ejercicio de recuperación de los referentes ocultados y orillados en las narrativas del pasado científico social; significa despatriarcalizar y descolonizar la memoria de la antropología que se queda en el olvido. Mi trabajo pretende, con una visión holística y transdisciplinaria, entender los aportes que las antropólogas y pensadoras diversas han hecho a las ciencias sociales y a las humanidades en Chiapas y Centroamérica para dimensionar su importancia, por lo que espero que la vida, las obras y la pasión de las mujeres y de las feministas diversas se sigan conociendo y multiplicando.