[ 0000-0002-9100-3201 ] María del Pilar Ortiz Lovillo [*]
El lenguaje del teatro muchas veces obedece al concepto de interculturalidad en el momento de la representación: la puesta en escena de una obra clásica o contemporánea actualiza el texto original al ser dirigida a un público distinto al de la época y el lugar que le vio nacer. Esto resulta aún más claro cuando una obra debe ser traducida para el presente: cada traducción implica un nuevo acercamiento a la versión original.
Evidentemente, la traducción “no es tan sólo una actividad lingüística, ya que pone en juego distintos aspectos culturales, algunos de los cuales tienen más que ver con otros ámbitos del saber que con la lingüística propiamente dicha” (Carbonell 1999, p. 20). Por otro lado, el estructuralismo gestionó el modelo de la intertextualidad, que cedió el paso a la interculturalidad para atender al deslizamiento de las culturas y a la recíproca prestación de servicios entre las mismas, desde una perspectiva pretendidamente aséptica que para algunos ha llegado incluso a constituir un género nuevo, el del teatro intercultural (Grande, 1998, p. 186).
A nivel disciplinar, la equivalencia se ha posicionado como “la noción central de la traductología y ha sido durante décadas uno de los grandes temas de debate” (Hurtado, 2007, p. 203). Aún más cuando se busca establecer la equivalencia de género, discurso o función entre la traducción y el original (Jovanović, 2015, p. 35) puesto que se implanta una relación intertextual —y por consiguiente intercultural— con el texto fuente. Sin embargo, dependiendo del tipo de traducción, quien traduce puede optar por determinada desviación o modificación, cierto giro o desplazamiento del texto que está traduciendo, en el nivel o en la categoría de la lengua.
Podríamos decir que la traducción dramática es sui géneris, puesto que un texto teatral abarca varios elementos específicos: el discurso en primera persona, la acción acentuada, la mise-en-scène y, sobre todo, el diálogo directo. Teniendo en cuenta todas estas características, identificamos que una obra de teatro abarca varios aspectos, por ejemplo: la traducción, la interpretación, la épica, la lírica, así como el lenguaje directo y las circunstancias en la escena.
Ahora bien, las obras de teatro perduran, pero las traducciones generalmente envejecen, es decir se alejan del público y la sociedad actuales, por lo cual es necesario tener presentes factores históricos, mercantiles y teatrales, ya que llegan a exigir la revalorización y reactualización del texto mediante una nueva traducción. Por lo tanto, según el contexto y la época, es permisible eliminar algunas palabras o giros de lenguaje que sean considerados obsoletos o incomprensibles en el momento de la representación. La tarea del traductor o traductora consiste entonces en reconocer en la dramaturgia los diversos aspectos de una cultura —tanto emblemáticos como atípicos— mediante el proceso traductológico y, de este modo, establecer una comunicación profunda entre los textos de partida y de llegada.
Este trabajo se basa en una investigación cualitativa de tres tipos. En primer lugar, es de carácter descriptivo, puesto que nos interesa conocer y referir los componentes y características del objeto de estudio, lo cual permite saber cuáles son las principales dificultades que se encuentran en el proceso de la traducción de obras de teatro. En segundo lugar, también es de tipo interpretativo porque nos interesa encontrar sentido a los fenómenos en función de los significados que las personas les otorgan, ya que cada persona o grupo social tiene una manera única de ver el mundo y de comprender algunas situaciones o eventos. De acuerdo con Helen Simons (2009, p. 166), la interpretación es el proceso fundamental para entender lo que se haya descubierto, señala también que cada investigador ha de encontrar su particular manera de interpretar los datos, aunque sea con el uso de estrategias bien conocidas. En tercer lugar, nuestro trabajo es también de tipo observacional porque estudiamos los hechos tal como ocurrieron en su contexto, sin manipular los resultados o controlar lo que ocurría en el campo de la investigación. Intentamos responder a las preguntas: ¿cuáles son las principales dificultades que encuentran quienes traducen en el desarrollo de la traducción de obras teatrales? y ¿cómo influyen algunos rasgos lingüísticos en la traducción de un texto?
La metodología cualitativa nos ha abierto un espacio multidisciplinario que convoca a profesionales de las más diversas disciplinas, como sociología, antropología, psicología, trabajo social, dramaturgia y traductología, entre otras, lo que lejos de ser un inconveniente, aporta una gran riqueza. Asimismo, hemos utilizado el análisis documental, ya que de acuerdo con Peña y Pirela (2007), este proceso consiste en un conjunto de operaciones que permiten representar un documento y su contenido bajo una forma diferente de la original con la finalidad de posibilitar su recuperación posterior e identificarlo. De acuerdo con los autores, en el análisis documental se produce un triple procedimiento de comunicación: posibilita y permite la recuperación de la información para transmitirla; implica un proceso de transformación, en el que un documento primario se somete a las operaciones de análisis y se convierte en otro documento secundario de más fácil acceso y difusión; además, permite un proceso analítico-sintético porque la información es estudiada, interpretada y sintetizada minuciosamente para dar lugar a un nuevo documento que lo representa de modo abreviado pero preciso (Peña y Pirela, 2007, p. 58). En este caso, tuvo como propósito sacar a la luz las experiencias de algunos traductores y traductoras de diversas lenguas durante el desarrollo traductivo de obras de teatro para identificar los aciertos y dificultades.
Como mostraremos a continuación, en nuestro diseño narrativo exploramos las experiencias de diferentes traductores(as) y traductólogos(as) de teatro para describirlas y analizarlas, con base en fuentes documentales como entrevistas, documentos, materiales personales y testimonios que encontramos en capítulos de libros y artículos en la prensa, y en nuestras experiencias personales como traductoras, profesoras de traducción y en la actuación.
El problema fundamental en la traducción de obras de teatro consiste en encontrar equivalencias entre la lengua de partida y la de llegada. De este modo, la persona que traduce procura conservar los efectos que el autor o autora dirigió desde su texto primario al destinatario original. Esto implica una continua “negociación”: la traducción literaria crea un nuevo texto en el que los valores estéticos trasladados por la búsqueda de equivalencias se encuentran en tensión con los valores estéticos de la obra original. Generalmente, se acepta que no se traducen significados, sino mensajes, por lo que el nuevo texto deberá ser contemplado en su totalidad.
No obstante, resultaría erróneo concebir la traducción de las obras de teatro como una adaptación; en todo caso, debemos tener en cuenta que traducir genera pérdidas y compensaciones, puesto que:
Al traducir, no se dice nunca lo mismo. La interpretación que precede a la traducción debe establecer cuántas y cuáles de las posibles consecuencias ilativas que el término sugiere pueden limarse. Sin estar completamente seguros de no haber perdido un destello ultravioleta, una alusión infrarroja (Eco, 2008, p. 119).
Con base en la cita anterior, puede admitirse que nunca dejaremos de experimentar un sentimiento de insatisfacción fincado en el hecho de que nuestra traducción de una o varias escenas de cualquier obra nunca va a parecernos perfecta. Esto podría considerarse un indicador común del trabajo efectivo de quien traduce, ya que la insatisfacción, en buena medida, es un indicio de que llevamos a cabo una perpetua negociación con el texto original.
Ahora bien, encontramos una dificultad aún mayor cuando, además de traducir de una lengua a otra, también debemos encontrar las equivalencias entre variantes lingüísticas. Por ejemplo, en Italia hay diferentes dialectos —sin entrar en el debate de si se consideran lenguas o hablas locales—, y en este contexto Valeria Tasca cita el caso de Dario Fo, a quien considera “lombardo de nacimiento, milanés por educación e inventivo por naturaleza” (1994, p. 277). Tasca subraya que el autor forjó, desde su inicio en el teatro, una lengua que reconcilia la ciudad con el campo, y enseguida agrega:
Traducir a Dario Fo es una empresa diabólica, con su cortejo de tentaciones, voluptuosidades y arrepentimientos. Obligado a justificarse el traductor francés cita primero un obstáculo del cual no sé si se haya encontrado un procedimiento que permita franquearlo todas las veces: se trata de la traducción de los dialectos. Uno arregla a la buena de Dios la página, y el resultado, estoy muy consciente de ello, es un abigarramiento de giros familiares, arcaísmos, provincialismos y argot más o menos anticuados, más o menos “ramificados” con tímidas creaciones lexicales (Tasca, 1994, p. 281).
Más adelante, la autora subraya que lo más difícil es traducir las maldiciones y las palabras altisonantes, dado que el francés privilegia las alusiones escatológicas y el italiano las sexuales. La prudencia es necesaria, pues Dario Fo, heredero de Boccaccio, maneja perfectamente el elemento erótico. Así, Tasca admite que el teatro se traduce para el oído, lo cual implica que las distintas traducciones de una misma obra pueden hacer que esta suene retórica o enérgica. La autora concluye que al traducir a Fo escribe en francés, pero oye en italiano; es decir, le impone al primero el aliento del segundo.
Otro caso particular es el español de México y la dificultad en la traducción de sus groserías o insultos. Esto se debe a que es casi imposible mantener un registro neutro en la traducción del español, lo cual exige la elección de alguna de sus variantes. De lo contrario, resulta muy fácil volver inocuas palabras que originalmente eran transgresoras o introducir expresiones que suenan muy extrañas entre el público que las leerá o escuchará en el teatro. En suma, la comprensión cabal sobre el empleo de groserías e insultos implica un conocimiento bastante profundo de la lengua fuente y sus sistemas semánticos.
Didier Méreuze (1994) señala que cada puesta en escena implica a menudo una nueva traducción y, mientras las grandes obras hacen época, las traducciones se vuelven de otra época. Su lengua envejece más rápido porque cambian las exigencias según cada momento histórico y hay que buscar una relación más estrecha con el texto original, tanto en el plano filológico como en la dramaturgia. Como mencionamos anteriormente, la traducción no es adaptación y, sin embargo, se trata siempre de otro texto que viaja a través de una lengua diferente que incluye al “otro”. Nuestra experiencia nos ha enseñado que, en las traducciones y las puestas en escena, tanto en los teatros latinoamericanos como en los europeos, los directores frecuentemente utilizan las “viejas” traducciones y las adaptan, con o sin la ayuda de dramaturgos(as) o de traductores(as).
De acuerdo con Albert Bensoussan (1996), el teatro exige no solo agilidad de diálogo, sino también autenticidad; forma y fondo han de unirse para un resultado aceptable, y eso exige un recurso sistemático parecido al asíndeton, que es la ausencia de enlace entre dos miembros de una frase. El autor nos proporciona un interesante ejemplo de traducción del francés al español:
Sea la frase: «Il faut que je baise votre main, marquise», tan llana y neutral, transformada truculentamente, por el asíndeton, en: «Votre main, marquise, il faut que je la baise»; más truculenta todavía si se separa la frase por puntos suspensivos, o sea, un silencio altamente significativo: «Votre main, marquise... il faut que je la baise», que introduce una ambigüedad graciosa, que proviene de la polisemia de la palabra francesa «baiser»: besar... ¿la mano?... ¿a la marquesa? (Bensoussan, 1996, p. 42).
Para traducir, del español al francés, la obra La señorita de Tacna, de Vargas Llosa, Bensoussan proporciona un ejemplo de una frase idiomática del español peruano:
En un momento el tío Agustín pregunta a la Mamaé —o sea, Mama Elvira— que es «la señorita de Tacna»: «¿Y a ti qué quieres que te regale el papá con la cosecha de algodón, Mamaé? y ésta contesta: «Un cacho quemado» —o sea un pastel quemado— «de la crème brûlée», postre muy de moda actualmente en Francia, pero esto no es el sentido verdadero. El sentido es metafórico, un «cacho quemado» significa en el Perú una cosa sin valor, un bledo. Entonces el traductor en este caso huirá definitivamente de una literalidad sin sentido, y buscará una expresión idiomática equivalente que traduzca la modestia irónica del personaje (Bensoussan, 1996, p. 43).
Obviamente, las frases idiomáticas son otro de los retos a los que se enfrenta quien traduce porque no se puede traducir palabra por palabra, hay que buscar siempre palabras equivalentes en la lengua meta y adaptarlas si es necesario.
¿Dónde está el Oriente y dónde el Occidente?, se pregunta Jerzy Grotowski (1994, p. 303), tras observar la confusión al respecto de ciertos pueblos que son considerados orientales por otros, pero se consideran a sí mismos occidentales, y viceversa. Por ejemplo, a propósito de una cultura muy antigua, no sabemos a ciencia cierta si los armenios son de Oriente o de Occidente, y si pensamos en la cultura del antiguo Egipto, ¿se trata de África? Pero ¿acaso África no está completamente aparte de la noción de Oriente y Occidente?
Grotowski (1994, p. 304) afirma que la cuna de la cultura europea es la cultura mediterránea: el enorme complejo cultural que abarcó la raíz hebrea, la raíz griega y la raíz egipcia. Entonces se pregunta: ¿cómo puede decirse si esta tradición es oriental u occidental? Podemos preguntarnos lo mismo acerca de la cultura precolombina, que en sus fuentes étnicas es amerindia. En las particularidades de las tradiciones precolombinas hay ciertos elementos que las acercan más a la cultura oriental que a la cultura occidental, pero al mismo tiempo pertenecen a un ámbito completamente distinto: hay diferencia en los gestos, en el tipo de comportamiento, en cómo se habla y en la espontaneidad. Asimismo, añade el autor, ¿qué pasa con la influencia de África en Brasil, en Ecuador y en México? Es difícil definir entonces la cultura en términos de Oriente y Occidente, pues sus fronteras son movedizas; se abren excepciones y analogías.
En el caso de la actuación, en palabras de Grotowski (1994, p. 307), si la acción es caminar hacia la puerta para pedir silencio y soy un actor occidental, ¿en qué consiste la utilidad de mi acción? En abrir la puerta y pedir silencio. Si estoy formado en el teatro No japonés, el elemento central será la manera de “caminar”. La utilidad de “estar caminando” será el estudio del funcionamiento de la marcha, el pasaje de un pequeño elemento (de la marcha) al otro. Es decir: ¿cómo camino?, ¿cómo funciona caminar?
Puede parecer lo mismo, pero las diferencias llegan a ser abismales. Lo mismo ocurre con la palabra “conciencia” pues, según los traductores, existe en todos lados, y es muy posible que tengan razón, pero la noción “qué es la conciencia” puede que no sea la misma. Hay palabras que engañan. Hay textos orientales donde se habla del corazón. Algunos traductores interpretan eso como la conciencia, otros como the mind, o bien como “el espíritu” y otros como “lo mental”, y todo eso no significa la misma cosa (Grotowski, 1994, p. 315).
Esto da una idea de las diversas posibilidades que ofrecen las traducciones, que en ocasiones dejan de serlo para convertirse en interpretaciones de un texto.
Ahora bien, tanto el ejemplo de Dario Fo, como el de la traducción del español de México, remiten a una pregunta formulada por Pavis (1994, p. 325): ¿cómo comprender lo intercultural, si ya es difícil imaginar todos los sentidos de la cultura? Para Pavis, la cultura humana es un sistema de significaciones que le permite a una sociedad o grupo comprenderse a sí mismo en relación con el mundo; de este modo, el autor reconoce en la cultura un sistema de símbolos gracias a los cuales la persona confiere una significación a su propia experiencia.
Con base en la definición anterior, Pavis apunta que el término teatro intercultural, en sentido estricto, crea formas híbridas a partir de la mezcla consciente y voluntaria de tradiciones de actuación reconocibles en áreas culturales distintas (1994, pp. 333-334). El autor comenta que la hibridación es a menudo tal, que no se podrían distinguir las formas de origen. El teatro intercultural intenta preocuparse por las identidades culturales y las formas de las que toma elementos, con lo que logra un enriquecimiento mutuo. Lo intercultural se convierte en el encuentro inopinado y cuasi surrealista de fragmentos culturales.
Las observaciones precedentes no niegan el hecho de que hoy las tendencias interculturales son las favoritas en la práctica de las artes escénicas, como expresa Edgar Ceballos: “parece ser que estamos agotados de buscar dentro de nosotros mismos, dentro de nuestras respectivas tradiciones; hoy, el objetivo de nuestras búsquedas son los otros” (1994, p. 7).
En función de lo anterior, podemos decir que el ejercicio de la traducción como práctica intercultural en el teatro debe trascender los límites formales del género. Por ejemplo, el traductor o traductora de una obra teatral no puede limitarse al conocimiento de las lenguas que traduce; su trabajo en la creación y actualización de un nuevo texto a partir del original significa también aplicar su conocimiento de la cultura meta al mundo teatral. Evidentemente, no le resultaría difícil “transmitir la palabra o la frase y el correspondiente estado de cosas sin demasiados problemas. El nexo entre ambos, que tan unido está a la cultura extranjera, es mucho más difícil de traducir” (Lefevere, 1992, p. 77). En este sentido, la persona que traduce es un eslabón en la cadena de producción que culmina con la puesta en escena y, al mismo tiempo, se convierte en representante de la interculturalidad en la medida en que su trabajo es la encrucijada donde convergen, por lo menos, dos culturas, dado que “la traducción no sólo se produce entre dos lenguas diferentes, sino también entre dos culturas diferentes; la traducción es, pues, una comunicación intercultural” (Hurtado, 2007, pp. 607-608).
Como se puede apreciar, la traducción dramática implica nuevos acercamientos al texto de origen que dan como resultado un ejercicio cuya base conceptual remite a prácticas interculturales. Cabe reconocer que “la traducción teatral es un caso híbrido de traducción que participa de características de la modalidad de traducción escrita y de la traducción oral” (Hurtado, 2007, p. 607). El vaivén entre estas dos modalidades exige a quien traduce un acercamiento integral con respecto a la obra original. Esto quiere decir que, en función de crear un texto cercano al público meta, necesita conocer las circunstancias en las cuales el texto de partida fue generado y colaborar con el dramaturgo, el director y los actores durante el proceso de la traducción.
En sintonía con las recomendaciones para traducir obras de teatro, Snell Hornby (1997) subraya que la traducción debería transmitir todas las ideas del texto original, mantener el registro y el modo del discurso (escrito y pronunciado) y reflejar el estilo natural de la obra. Para conseguirlo y producir una traducción válida y aplicable, destinada no solamente a la lectura sino también a la puesta en escena, el traductor o traductora debe conocer el proceso de la realización de una función teatral en su propio ámbito. En este sentido, la interculturalidad está relacionada con la adaptación del texto a las necesidades, circunstancias y exigencias del teatro, del elenco y del público, por las cuales, asegura Sirkku Aaltonen (2000), quien traduce toma decisiones —conscientes o inconscientes— que no son casuales sino intencionales, e impuestas por el sistema al cual pertenece la propia traducción.
Por otro lado, Bassnett (1991) considera que, en ocasiones, a la persona que traduce una obra de teatro se le pide lo imposible: tratar el discurso escrito como una parte aislada de un largo y complejo sistema de signos, en suma, como si fuera un texto literario creado para ser publicado:
Por lo tanto, la tarea del traductor se vuelve sobrehumana: se espera que él o ella trabaje con un texto que, en principio, está incompleto en el original, y el cual contiene un texto gesticular oculto, y lo traduzca a la lengua meta, donde también debe contener un texto gesticular oculto (Bassnett, 1991,p. 100, traducción propia).
Sin duda, el proceso de la transmisión colectiva de un texto teatral es un acontecimiento multidimensional cuyo objetivo creativo es compartir un micromundo único con el público. Durante el proceso, el papel de quien traduce es indispensable en el aspecto intercultural, puesto que, como se ha sugerido, él o ella puede contribuir al análisis de la estructura de la obra, las relaciones entre los personajes y el conocimiento del contexto en el cual el autor o autora desarrolla sus intenciones literarias y su estética.
En nuestra opinión, cuando inicia la puesta en escena de la obra traducida, es decir, cuando la versión del texto comienza a existir, los actores necesitan, de manera frecuente, la ayuda del traductor para entender mejor el discurso traducido y aplicarlo en el teatro de la manera más eficaz en el nivel contextual y lingüístico. La intervención de quien traduce se debe a que los miembros del elenco no suelen investigar el contexto de la creación literaria/dramática; en cambio, se fían de la interpretación del director, lo cual puede ser suficiente, aunque a menudo produce una falta de comprensión intercultural entre el texto de partida y el texto meta que deriva en la incorrecta pronunciación de palabras extranjeras, el desconocimiento de realías —elementos de historia, etnología, costumbres, tradiciones, etcétera— y culturemas —fenómenos relevantes de una cultura que se transmiten a otra sin cambiar de forma—, y una improvisación en la que hay localismos y regionalismos.
Por último, una vez que el traductor o traductora tiene en cuenta la dimensión teatral de su texto, debe evitar la artificialidad, puesto que los personajes de una obra de teatro son asimismo las voces en el escenario. Quien traduce debería asegurar la validez de su trabajo leyendo en voz alta las réplicas traducidas. De este modo, una traducción efectiva para una puesta en escena implica una adaptación cultural y esta, a su vez, comprende sus propios horizontes de conocimiento, significado y expectativas. En este sentido, cada traducción, así como cada cultura, está vinculada indefectiblemente al lenguaje; por lo tanto, el especialista en traducción de teatro debería dejar atrás todo tipo de literalidad y adaptar su redacción a las nuevas circunstancias del público meta.
Como se ha podido apreciar, los problemas interculturales con los cuales se enfrenta la persona que traduce abarcan localismos, regionalismos, expresiones idiomáticas, argot, palabras lascivas y signos no verbales. Para entender estos segmentos de un discurso y luego transmitirlos a otro idioma, este especialista debe investigar el contenido del texto antes y durante el proceso de traducción, teniendo siempre en cuenta que una obra de teatro está destinada a la escena y tiene tres objetivos: el público lector, el público en escena y el elenco (es decir, todo el equipo teatral creativo). Estos tres grupos hacen que la dimensión comunicativa de una traducción tenga un papel tan importante como las palabras traducidas, al igual que las connotaciones semánticas, ideológicas y visual-auditivas.
Laera (2020) subraya que tanto traductores como creadores de teatro cuentan historias en nombre de los demás, y lo mismo hacemos nosotros como lectores, espectadores, traductores o intérpretes que compartimos con el público lo que creemos que hemos visto, escuchado, leído o entendido. La autora comenta al respecto:
Al comprometerse con las historias de otros mientras se reconoce el problema ético de hablar en nombre de otro, los riesgos de la apropiación y las complejidades de la comunicación transcultural pueden jugar un papel crucial en nuestro ejercicio mental para un mundo más equitativo, diverso e inclusivo (Laera, 2020, p, 75).
La traducción y la puesta en escena de una obra nos entrenan para encontrarnos y enfrentarnos con los puntos de vista de los otros, aceptarlos con más facilidad y relativizar nuestras creencias y prácticas. Porque, como afirma Patrice Pavis, sin importar cuáles sean la forma y las estrategias de las interacciones culturales, el intercambio implica una teoría y una ética de la otredad: “me fascina la cultura extranjera, la otra cultura, por lo que reconozco en ella y desconozco de ella” (1994, p. 337). “El prójimo en tanto prójimo no es solamente un alter ego; es lo que no soy”, añade citando a Levinas (1946, p. 75, en Pavis, 1994, p. 337).
Por otra parte, Didier Méreuze (1994) comenta el ejemplo de la traducción de Le baladin du monde occidental ante el cual el traductor se siente desanimado, ya que considera que la obra es intraducible por el dialecto irlandés utilizado por John Synge, y añade:
Hay cierto número de fenómenos sintácticos, unos veinte o treinta, que van de la omisión del relativo al empleo del pronombre reflejo en lugar del pronombre personal […] Estos fenómenos lingüísticos provienen de la sintaxis del gaélico, al igual que el repetido empleo del and que reemplaza a todas las conjunciones circunstanciales. De ahí que esta lengua funciona por añadidos y amplificación (Méreuze, 1994, p. 206).
Otro problema es que esta lengua no tiene equivalente en Francia. Se trata de un mestizaje de lenguas en contacto: léxico inglés y sintaxis gaélica, lo que hace imposible traducirlo al francés. Debido a esto, en los países o regiones de bilingüismo o de habla dialectal (Quebec, Bélgica, Luisiana, Las Antillas y el África franco-hablante), existen adaptaciones de Le Baladin du monde occidental.
Quien traduce, entonces, debe adaptar los matices y efectos de la obra original a la sociedad receptora de la traducción y mantener el sentido en un mundo lingüístico nuevo, “puesto que la distancia entre el espíritu del texto original y el de su reproducción nunca llega a superarse por completo” (Vidal-Claramonte, 1997, pp. 104-105). Es interesante subrayar que María del Carmen África Vidal-Claramonte también considera que el espacio de la traducción de la diferencia cultural ejemplifica un momento de transición: “la posición marginal y minoritaria pone de manifiesto la intraducibilidad de la cultura. Lleva al tiempo del desplazamiento cultural y al espacio de lo intraducible” (1997, pp. 104-105). La catedrática española concluye que la tarea del traductor o traductora debe ser la de convertirse en lector, escritor e intérprete; fundir horizontes, comprender y ser consciente siempre de que, como ser humano, aporta, casi sin querer, una ideología y unas creencias que afectan a la traducción.
Otro ejemplo de la dificultad en la traducción nos lo proporciona la poeta y traductora argentina Cristina Piña (2018), quien comenta en una entrevista:
[…] imagínate, ¡cómo no vas a adaptar! Cuando traduje La Fierecilla Domada yo le puse “La Doma de la Fiera”, The Taming of the Shrew, porque no es “fierecilla”, tanto como Much ado about nothing, queda como “Mucho ruido y pocas nueces”, porque si no está toda la cuestión del “ado” que tiene una connotación de tipo sexual, que no viene al caso ponerlo. Además, está bien la traducción, en cambio La Fierecilla Domada a mí siempre me molestó porque no tiene que ver con el personaje, “shrew” no es “fierecilla”, una shrew es una arpía, es una arpía y es una comadre, entonces bueno, esas cosas, “fieras” (Piña, 2018).
Para Richard Schechner (1994, p. 53),1 los intercambios realmente importantes no son los que ocurren entre las naciones, porque considera que son intercambios oficiales y fronteras, artificiales; lo verdaderamente fundamental es el intercambio entre culturas, el que pueden realizar los individuos. En este mismo orden de ideas, Peter Brook afirma:
Observamos que los clichés habituales sobre la cultura de cada persona, los compartía a menudo la persona misma. Cada persona empezó a creer que formaba parte de una cultura específica y poco a poco descubrió que lo que creía que era su cultura solo era un manierismo superficial de esa cultura, que su cultura y su individualidad más profunda, se reflejaban en algo diferente y para permanecer fiel a sí misma tuvo que deshacerse de los rasgos superficiales que se conservan y cultivan en cada país para formar grupos de danza nacional y propagar la cultura nacional. Vimos que solo surge una nueva verdad cuando se destruyen algunos estereotipos (Brook, 1994, p. 102).
Augusto Monterroso comenta que algunos errores que se han cometido en la traducción de títulos de obras de teatro no siempre se deben a una mala traducción, ya que, señala como ejemplo, “en ningún país de lengua española habrá quien ponga por título Odiseo al Ulysses de Joyce” (1983, p. 2). Porque —añade— esto nadie lo permitiría, y si un título contemporáneo cambia totalmente se debe a un acuerdo entre editor y traductor. Este mismo autor comenta el siguiente ejemplo:
Podría dar ahora una larga lista de títulos curiosamente traducidos; pero como sé que están en la mente de todos no lo voy a hacer y me concretaré a los siguientes: La importancia de llamarse Ernesto. En este momento no recuerdo quién lo tradujo así, pero quienquiera que haya sido merece un premio a la traición. Traducir The Importance of Being Earnest por “La importancia de ser honrado” hubiera sido realmente honesto; pero, por la misma razón, un tanto insípido, cosa que no va con la idea que uno tiene de Osear Wilde. Claro que todo está implícito, pero se necesitaba cierto talento y malicia para cambiar being (ser) earnest (honrado) por “llamarse Ernesto”. Es posible que la popularidad de Wilde en español comenzara por la extravagancia de ese título (Monterroso, 1983).
A continuación, comentaremos algunos ejemplos de la traducción de la obra de teatro Bodas de sangre de Federico García Lorca, escrita en 1933. Es de las más conocidas por el público de habla inglesa y está basada en un hecho real: la novia que escapa con su amante el día de su boda. Los desafíos de la traducción consisten en encontrar equivalencias y paralelismos culturales. Martha Guirao nos ilustra al respecto y comenta:
El lenguaje de los personajes a menudo tiene un dejo proverbial, en muchos casos las expresiones no son tradicionales, sino inventadas por él. Por ejemplo, en el Acto I la madre dice: “eso me gusta, los hombres, hombres, el trigo, trigo”. Esas palabras son un eco de la expresión popular “Llamar al pan, pan y al vino, vino”, pero resultan innovadoras para el público español, la autora señala que este discurso literario debe disuadir a los traductores de acudir a las equivalencias proverbiales funcionales de la lengua meta tales como to call a spade a spade y comenta que la traducción de Gwynne Edwards es “That´s what I like. Men to be men; wheat, wheat” y de este modo mantiene la idea de continuidad por medio del verbo to be, aunque rompe el sobrio efecto auditivo de la estructura en paralelo de Lorca. La elisión del verbo en la segunda cláusula provoca un efecto alienante similar al del original y obtiene una traducción rítmica y recitable (Guirao, 1999, p. 46).
La traducción tiene ante sí innumerables desafíos y su papel en relación con la interculturalidad es imperecedero. Llegamos a la conclusión de que en nuestros días la traducción es considerada una actividad que va más allá de los conceptos formales de equivalencia, literalidad o fidelidad, para establecer relaciones entre nosotros y los “otros” en el ámbito de la cultura.
Sin lugar a duda, los traductores dejan su sello personal en la obra traducida: son los que seleccionan equivalencias, aportan soluciones propias a las diversas dificultades que surgen en el proceso y, en resumen, vuelven a escribir la obra en la lengua de llegada. Traducir bien no solo requiere de un conocimiento profundo de la lengua de origen y de la lengua meta, sino también de un talento especial para crear un lenguaje que facilite la recepción de la obra. Es importante estudiar las traducciones para entender más profundamente la riqueza encerrada en una obra y la sutileza de los medios utilizados por el autor.
Una vez que hemos visto algunos de los desafíos al traducir textos teatrales y las coordenadas de la interculturalidad que esto implica, cabe concluir que, a menudo, la relación de la persona que traduce con el texto de partida es tan cercana como su relación con el texto de llegada. Esta simetría da cuenta de un vínculo en el que la traducción se trata siempre de un nuevo texto que viaja a través de una lengua diferente que incluye al “otro”. La pérdida de matices, no obstante, es inevitable en la medida en que trabajamos con sistemas lingüísticos distintos, aunque es ahí donde la comunicación intercultural salva las distancias. Gracias al traslado de equivalencias, podemos acercarnos a una experiencia vital o intelectual que creíamos incomunicable de cultura a cultura; así, la traducción de los textos teatrales está dotada de nuevas y concretas perspectivas del mundo que trata de comunicar con la ayuda de los recursos usados en cada representación. Es ese momento, el presente de la puesta en escena, el que pone de manifiesto la labor intercultural implicada en la traducción de las obras de teatro.
La traducción es una labor con una dimensión afectiva indecible que solo se percibe en la comprensión y empatía que emplea el traductor o traductora para crear un texto nuevo derivado de otro. Traducir teatro es convertir la lengua propia en el anfitrión que invita a una lengua distinta para que ambas, hablando desde las dos puntas del escenario, canten el mismo mensaje. En fin, la interculturalidad de la traducción teatral forma parte tanto de la identidad del teatro actual como de la teoría y práctica de traducción del siglo XXI.