[0000-0002-3112-0887 Velvet Romero García[*]
Gloria1 fue golpeada reiteradas veces mientras la interrogaban. Mientras ella intentaba explicar que su esposo había matado a su pequeño sobrino por no aprenderse las tablas de multiplicar, los policías le gritaban y le ponían una grabadora para que quedara registrada su supuesta participación en el homicidio.
Conmigo mi familia no estuvo, no pude platicar nada con ellos, me hicieron hablar [la policía] cómo estuvo la situación y toda la cosa, cuando a veces decía algo me pegaban […] y yo entendí que… que no tenía que decir nada, que tenía que hacer lo que ellos querían y, es más, firmé un papel donde no leí ni siquiera cómo estuvo la declaración bien (Gloria).
Gloria se mantuvo callada aun cuando la sentenciaron por un homicidio que no cometió, y guardó silencio frente a la familia de su esposo cuando fue recriminada por “no admitir” que ella había matado al niño y lo había involucrado a él, versión que él contó. La primera vez que escuché el relato que Gloria me compartió no comprendía por qué “no se había defendido” y durante mucho tiempo me quedó resonando en la cabeza la idea de que, si ella hubiera “hecho algo” para protegerse, quizá no estaría en esa situación. Conforme fueron pasaron las semanas y me contó a detalle su historia de vida, quedaba cada vez más difusa mi idea —antes certera— de la “resignación” con la que había enfrentado su situación. El silencio no parecía ser una forma de pasividad sino, más bien, una especie de estrategia de autoprotección2 que no solo había sido empleada por ella, sino por muchas otras mujeres —y hombres—, para enfrentar la situación de reclusión.
El silencio no es la ausencia del sonido ni la carencia de significación. Por lo regular, el silencio ha sido interpretado como el resultado de la dominación. Así, por ejemplo, se puede encontrar que, en los estudios sobre la subalternidad, el silencio aparece como la “voz” que no ha podido ser escuchada (Spivak, 2012), por lo tanto y desde este punto de vista, comprender su significado implicaría conocer las relaciones de poder que confluyen para que ciertos discursos sean inaudibles.
Desde una perspectiva lineal, el silencio y el discurso resultan ser los polos de una misma díada. Ya Hannah Arendt (1983), en su texto sobre la condición humana, había anunciado que el discurso y la acción permitían a los individuos “aparecer” e insertarse en el mundo y revelar quiénes son. Por lo tanto, para ella la palabra y la acción son una pareja indisoluble que permite también distinguir entre lo público y lo privado; entendiendo con ello que el ámbito público es el espacio donde todo el mundo puede “ver y oír” a las y los demás. Se trata de un espacio destinado a la individualidad y constituye —como Arendt argumentaría más tarde, “la realidad” (1983:73)—.
Para esta autora, el paso de la esfera privada a la pública debería tener como condición la transformación del silencio en discurso y la inactividad en acción. Partiendo de ideas similares, el silencio ha ido adquiriendo cierto extraño matiz, pues se considera que es a la vez el objetivo y el resultado de la dominación. Partiendo de esta misma lógica, diversos estudios feministas han presentado el silencio como indeseable, por lo tanto, “alzar” la voz sería entonces la manera “adecuada” para que las mujeres “aparezcan” en el mundo. Estos estudios han mostrado, no sin razón, que a las mujeres se les ha negado históricamente la posibilidad de que sus voces sean escuchadas, empleando diversas estrategias represivas para ello (Spivak, 2002). Tales estudios enfatizan la imprescindible necesidad de romper el silencio y, si bien en este escrito no se discute ni se está en desacuerdo con esta necesidad, el planteamiento que aquí se ofrece va en otro sentido: el de re-pensar el silencio no como una ausencia de discurso, sino como un discurso en sí mismo, que si bien puede ser instaurado en una lógica de poder, no tiene que ser siempre la artimaña de quien domina, sino también puede concebirse como un recurso de quien es dominada o dominado. Este trabajo tiene entonces como objetivo central re-pensar el silencio como una manera de expresión de la resistencia, que tiene un papel muy importante en la fisura de las relaciones de poder.
Un penal enclavado en la punta del cerro de Chiconautla en Ecatepec, Estado de México, fue el escenario para este escrito. Ubicado a los pies de un vertedero donde, además de las pequeñas casas de cartón que lo circundaban, lo más constante que había era el olor insistente y penetrante a basura. Mi primer contacto con las mujeres se produjo un mes y medio después de que había comenzado mi trabajo de campo; su espacio estaba ubicado a la entrada del penal, se trataba de un pequeño cuadrado de concreto que albergaba a casi 200 mujeres.
Yo entré en calidad de estudiante de doctorado. La bata blanca que tenía que portar todos los días y que solía usar el personal de salud, aunado al cubículo de psicología que me habían asignado para poder entrevistar y tener cierta privacidad, me dieron una adscripción incierta que aproveché para que las custodias no me trataran como “practicante” y me dejaran deambular con libertad por todos los rincones de aquella sección. En cambio, las mujeres que amablemente me compartieron sus relatos sabían claramente quién era yo y qué hacía allí.
Durante casi un año, presencié muchas veces cómo ellas “alzaban la voz” y se quejaban con las custodias y otros agentes penitenciarios respecto a problemas cotidianos con otras internas o sobre las condiciones de higiene y alimentación, o bien denunciaban los tratos que recibían cuando, en medio de la noche y de manera imprevista, las y los custodios o policías estatales abrían sus celdas, las obligaban a desnudarse y les quitaban objetos que consideraban “prohibidos”, dejando tras su partida las celdas revueltas y la dignidad humillada.
Pero también había muchas otras ocasiones en las que, a pesar del encierro injusto en los “apandos”3 o los castigos inmerecidos, ellas callaban. “Si les decimos algo a los defensores de derechos humanos nos va muy mal toda la semana”, me dijo una interna cuando le pregunté por qué no aprovechaban para denunciar todo lo que les pasaba. Fue ese comentario el que me permitió reflexionar sobre un mutismo que era selectivo: ellas no callaban por sumisión o pasividad, sino porque sabían de sobra que, si hablaban, las custodias las encerrarían en sus celdas más temprano, les restringirían el agua o las pondrían a hacer limpieza todo el día como castigo. No decir nada en ese contexto se convirtió en una estrategia para sobrellevar las condiciones carcelarias que les imponían.
Algunas veces, cuando me iba al atardecer, me preguntaba qué se sentiría pasar allí la noche y lo primero que venía a mi cabeza era miedo. Mi posición como estudiante-investigadora me permitía entrar y salir todos los días, transitar por sitios donde ellas no podían, quedar en horarios con ellas, proponer actividades; sin duda, mi posición en ese campo era mucho más ventajosa que la de ellas. No sé si lo logré del todo, pero traté de respetar sus tiempos, solo entraba a sus celdas cuando era invitada, evitábamos hablar de algo si era doloroso y, mientras pude, también utilicé estratégicamente mi posición ventajosa para “brincar” la censura llevando algunas frutas, un par de medicinas, hilos de colores para bordar, lápices y hojas para escribir cartas de amor y, a veces, también intenté sin mucho éxito llevar algunas peticiones al juzgado.
Para mí fue muy importante considerar a las mujeres como sujetas, evitando presionarlas para contar aspectos de su vida que querían conservar para ellas. Nos sentamos muchas veces en los pasillos sin otro fin que el de charlar sobre lo que a veces les provocaba el encierro, no todo se trataba de investigación. Los nombres que aquí se mencionan fueron elegidos por ellas, los aspectos de sus vidas que me pidieron no revelar han sido celosamente guardados. Sin embargo, debo decir que me compartieron generosamente sus testimonios y me permitieron narrar a partir de sus voces.
El trabajo de campo con las mujeres en situación de reclusión siempre estuvo mediado por los afectos, la mayoría agradables. Por eso, he decidido narrar gran parte de este escrito en primera persona porque, como mencionan Haraway (1995) y Harding (1996), las epistemologías y metodologías feministas reconocen que la experiencia de quien investiga trastoca tanto el proceso de investigación como la vida de todas las partes involucradas en él. Sin duda, aunque yo nunca he estado en la misma situación que ellas, es innegable que no terminé mi trabajo de campo allí sin que algo en mí hubiera cambiado.
No solo las palabras conforman los discursos; las acciones y los silencios también son parte de ellos. Si se piensan los discursos como actos comunicativos y no como sinónimo de lenguaje, se puede concebir que todo sistema de comunicación comprende el sonido y el silencio, producidos dentro de un contexto específico, en un momento histórico definido, que están siempre en relación con “el pasado, el futuro, lo hipotético y lo conspicuamente evitado” (Irvine, 1996:135).
Tanto la antropología lingüística como la sociolingüística permiten concebir los discursos a partir de los sistemas culturales que los usan, del tipo de interacción que admiten, de las relaciones de poder que se establecen y de los marcos de acción que posibilitan. El discurso, así, deja de circunscribirse a la palaba pronunciada para volverse acción.
A pesar de que Arendt (1983) concebía al discurso como acción4 y solo consideraba que la palabra pronunciada era la que le daba a ambos sentido, aquí se propone que, además de concebir que el discurso es en sí mismo una acción, también son discursos otras acciones: gestos, posturas, miradas y silencios. Los discursos así entendidos permiten la interacción social, que en palabras de Goffman es aquella que se da “exclusivamente en las situaciones sociales” (1983:2), donde cada participante pone en juego “el cuerpo y sus pertrechos”, por lo tanto, cada intercambio contempla cierta posibilidad de vulnerar y ser vulnerada o vulnerado.
El intercambio que se da a través del discurso es a la vez simbólico e intersubjetivo. La subjetividad entendida como “la capacidad del locutor de plantearse como sujeto” (Benveniste, 1997:180), en cada interacción, los sujetos que actúan discursivamente muestran no solo lo dicho o no dicho, sino “el aroma del contexto” (Bajtin, 1991:110), es decir, su posición en la estructura social.
El discurso, como Bajtin menciona, “está saturado ideológicamente” (1991:88). Las voces y los silencios no solo refieren al sujeto de la enunciación, sino a todo su marco cultural; así se tejen en un mismo acto tiempos, espacios, experiencias personales y colectivas, así como la posición de clase, de género y la etnia. Al tratarse de relaciones simbólicas que se inscriben en el marco de las relaciones sociales, los discursos pueden también expresar relaciones de dominación (Bourdieu, 2008); así, las voces y los silencios se inscriben como parte esencial de toda relación de poder.
Las relaciones de poder se ejercen, según Foucault, “mediante la producción y el intercambio de signos” (1988:236); en este sentido, se puede decir que el silencio ha sido “producido” por una determinada relación de poder. Tradicionalmente, los estudios que incluyen el silencio como parte medular de un sistema de dominación se han enfocado en comprender los mecanismos, sujetos y relaciones que ponen en marcha una serie de estrategias para dominar. El silencio, desde esta perspectiva, es el objetivo y el producto de esta relación, así se puede notar, como ejemplo, cómo las lenguas originarias tras la colonización pasaron por un proceso de “silenciamiento” y se instauró —no sin lucha—, un nuevo lenguaje; esa “integración en una misma comunidad lingüística, es un producto de la dominación política” (Bourdieu, 2008:12), establecida a través de la dominación lingüística.
Los estudios feministas han tendido —no sin razón— a concebir el silencio como una estrategia diseñada para evitar que se reconozcan los derechos de las mujeres, se conozcan sus opresiones o se visibilicen sus logros (Spivak, 2002). La voz se ha configurado entonces como una estrategia de subversión, de tal suerte que cuestionar, denunciar, revelar, criticar y confrontar se han pensado como mecanismos que les permiten contar una historia diferente. El silencio, en este sentido, es equiparable con la represión, el sometimiento o el dominio; sin embargo, como menciona House y Kramarae “la noción de silencio no necesita ser leída desde la aceptación de la ideología dominante” (citadas por Sheriff, 2000:118), necesariamente.
La naturaleza del poder nos interroga sobre los espacios y tiempos en los que se configura, las relaciones que se establecen y los sujetos que dialogan. Nos hace pensar sobre la estructura social y la manera en la que esta entra en juego para que puedan establecerse relaciones desiguales de poder. Nos plantea comprender las diferentes posiciones que un sujeto juega en el campo discursivo y cómo las diferencias de clase, etnia, edad, sexo o género resultan decisivas para participar de una u otra manera en la dinámica de la interacción. Las relaciones de poder nos ayudan a reflexionar sobre los discursos que intentan mostrarse como verdaderos y los saberes que se construyen y de-construyen una y otra vez cuando se les cuestiona, critica o interroga. Su estudio posibilita reconocer cómo se cristaliza en prácticas y saberes, pero también muestra los caminos para hacerle frente y resistir.
Aunque hay muchas maneras de concebir el poder, parece ser útil, para los fines que se persiguen en este trabajo, plantearlo desde la perspectiva de Foucault. Sin embargo, a pesar de las bondades analíticas que ofrece, es importante reconocer también que la relación del feminismo con la perspectiva del autor sobre las relaciones de poder no ha sido del todo cordial. En primer lugar, como menciona Martínez, porque “el asunto de ‘la mujer’ sólo parece poder enfocarse tangencial, oblicuamente desde una perspectiva foucaultiana y viceversa” (2018:32). Y en un segundo momento porque no queda claro si las relaciones de poder entre los sexos son comparables a otros tipos de relaciones de poder (Hartsock, 1992).5
El autor plantea que las relaciones de poder no son un objeto que pueda poseerse, venderse, regalarse o heredarse, sino más bien es “algo” que circula, que “funciona y se ejerce a través de una organización reticular” (Foucault, 1992:39). Por lo tanto, no existe “el poder”, ya que este solo se puede dar a partir de la interacción entre los sujetos, es decir, mediante una relación. Al no ser “poseíble”, Foucault plantea que todos los sujetos involucrados en una relación pueden ejercer —en mayor o menor medida— poder, esto va a depender, según el autor, de condiciones estructurales y contextuales.6 Esta concepción del poder tiene para Minello dos ventajas: “supone que los individuos, grupos o clases tienen poder en relación con otros individuos, grupos o clases; es decir, que son los otros quienes le dan sentido al poder” (Minello, 1986:60).
Debido a que Foucault caracteriza las relaciones de poder como no represivas,7 sino más bien como “una red productiva que atraviesa todo el cuerpo social que como una instancia negativa que tiene todo el cuerpo social” (Foucault, 1999:48), es posible pensar que en este tipo de relaciones existe un intercambio de ciertos recursos más que una imposición de ellos. Es decir, los sujetos o grupos inmersos en estas relaciones de poder se influyen unos a otros (Minello, 1986).
Un aspecto importante en la teoría de Foucault es el que tiene que ver con el reconocimiento de la Otredad como sujeto. El autor menciona que la relación de poder puede darse porque quien detenta más poder reconoce al Otro u Otra como sujeto.8 Esta idea, además, abre la puerta a la posibilidad de trastocar o fisurar las relaciones de poder a través de las prácticas de resistencia. Por supuesto, es importante mencionar que, al considerar a las mujeres dentro del “Otro” genérico masculino, Foucault no alcanza a advertir que puede haber diferencias en la forma en que se establecen las relaciones de poder por sexos y que las prácticas de resistencia, por lo tanto, también pueden ser diferentes. Aunque no se trata de una relación dicotómica, Foucault considera que “no hay una relación de poder sin resistencia, sin escapatoria o huida, sin un eventual regreso. Toda relación de poder implica pues, por lo menos virtualmente, una estrategia de lucha” Foucault (1988:243).
A pesar de mostrar que es posible fisurar las relaciones de poder a partir de las prácticas de resistencia, Foucault no deja claro cómo operan ni cuál es su dinámica. Se puede intuir, por la elaboración teórica que hace sobre las relaciones de poder, que la resistencia no es una especie de “contrapoder”, es decir, un poder que se contrapone a otro con la misma magnitud. Para Foucault esto sería imposible dado que la distribución desigual del poder por todo el cuerpo social no permitiría tales movimientos. Al parecer, lo que él propone es que las resistencias permiten una especie de “reacomodación” de las relaciones de poder. En este sentido, Hartsock (1992) menciona que la idea de resistencia de Foucault no ofrece la posibilidad de pensar en la transformación social, lo cual, si se consideran los avances que ha tenido el feminismo a lo largo de tres siglos, resulta abrumador.
Al igual que para Foucault, la definición de los límites y posibilidades de la resistencia como categoría analítica suelen ser un tanto difusos para las y los autores que la emplean. Ortner (1995) critica precisamente la ambigüedad con la que se ha empleado y considera que, en muchas ocasiones, su poder analítico se ha visto reducido cuando la categoría es empleada como opuesta a las relaciones de poder o de dominación. Desde esta óptica, se ha tendido a asumir que las resistencias son solo “reacciones” a las relaciones de poder.
Otras preguntas que surgen cuando se plantea el tema de las resistencias se refieren a saber por qué los sujetos encuentran más conveniente9 resistir que someterse o bien adherirse a las filas de quien domina10 (Bourdieu, 2000; Habermas, 1991). También se ha cuestionado si puede concebirse como resistencia cualquier comportamiento o solo aquellos que se encuentran en el marco de la plena y clara confrontación (Hollander y Einwohner, 2004; Ortner, 1995). O si es que hay algún tipo de racionalidad que le permita al sujeto ser consciente de que está resistiendo o si lo que les lleva a reclamar sus derechos se trata más bien de una reacción casi inconsciente (Hollander y Einwhohner, 2004).11 Finalmente, también se ha mencionado —y denunciado— que, en caso de que la racionalidad sea un componente de las resistencias, debido a sesgos de género los hombres estarían asociados con resistencias más “racionales”, mientras que a las mujeres se les asociaría con resistencias de tipo más “emocional”, lo que llevaría a juicios de valor sobre qué tipo de resistencia es más apropiada o legítima que otra12 (Zárate, 2012).
Ortner (1995) denuncia que los estudios en los que se emplea la resistencia como categoría analítica suelen estar revestidos de un cierto halo de “romanticismo”; esta manera “ingenua” de pensar las resistencias tiene, según la autora, un par de peligros potenciales. El primero es que se tienden a anular las relaciones de poder que se establecen dentro de los propios grupos que se encuentran en oposición, por lo que pareciera ser que en su interior están sólidamente cohesionados. Las diferencias de edad, etnia, intereses, valores, género, estatus, sexo, clase y demás no parecen ser concebidas como relevantes. El segundo peligro es pensar que el efecto de las resistencias es siempre “destruir” las relaciones de poder y no considerar que, incluso, puede contribuir a crear y fortalecer otras, “aunque sea produciendo un mayor grado de apertura y equidad” (Böttcher, Galaor y Hausberger, 2005:19).
Gran parte de las elaboraciones teóricas que se han realizado sobre las resistencias, algunas de las cuales fueron mostradas aquí, parten de algunos supuestos que, justamente, son los que impiden pensar esta categoría más allá de los límites y posibilidades de la dicotomía. Según Mahmood (2001), los estudios feministas occidentales han empleado la perspectiva liberal de la resistencia, lo que ha llevado, por un lado, a pensarla desvinculada de los contextos sociales, históricos, geográficos y políticos en los que se producen y, por el otro, a considerar que las y los sujetos que llevan a cabo tales prácticas deben, necesariamente, tener “la capacidad para realizar los propios intereses en contra del peso de la costumbre, la tradición, la voluntad trascendental y otros obstáculos (individuales o colectivos)” (Mahmood, 2001:206).
Esta lógica liberal supondría entonces que las personas “resisten” si y solo si muestran un rechazo a las normas sociales, lo que también implicaría, de acuerdo con la autora, otra falacia: pensar que las y los sujetos tienen un deseo inherente por enfrentarse a tales normas, como si este deseo no fuera socialmente construido y política e históricamente situado (Mahmood, 2001). Por lo tanto, no se hace nada extraño que, como se mencionó en líneas anteriores, solo “la voz” haya sido considerada como una forma de resistencia, ya que esta parece oponerse abiertamente a esas relaciones de poder, mientras que el silencio no podría, aparentemente, significar otra cosa que sumisión. Nada más errado.
El silencio tiene, pues, la capacidad de decir,
así como el habla tiene la capacidad
inseparable de callar y acallar
Gloria no habló para denunciar que su esposo había matado a su sobrino, calló cuando Miguel, su pareja, le dijo a su familia que ella lo había incriminado; Gloria guardó silencio y después supe por qué. A corta edad, la familia de Gloria la había casado con un hombre que le llevaba muchos años y al que apenas conocía, dejó de tener contacto con su familia y se quedó sin amistades. Cuando les detuvieron, los tres hijos de Gloria quedaron al cuidado de la familia de Miguel, y cada vez que intentaba contar la verdad, él la amenazaba con que nunca volvería a saber de sus hijos. Para demostrar que las amenazas se cumplirían, Miguel daba la orden de que no podían comunicarse con ella por teléfono ni tampoco que se los llevaran de visita al reclusorio. Gloria guardó silencio no como una forma de sumisión, sino como estrategia para poder seguir viendo a sus hijos.
Una de las categorías que permite comprender las prácticas de resistencia es la agencia. Para Mahmood, la agencia representa la “capacidad para la acción” (2001:203) que es construida dentro de un marco de relaciones históricas específicas de subordinación. La concepción de la autora sobre la agencia excluye la idea de la individualidad propia de las explicaciones liberales, que buscan localizar la autonomía “dentro” de los sujetos sin considerar sus marcos de referencia. Esta concepción supondría, además, que los sujetos inherentemente tendrían un deseo por enfrentarse u oponerse a las relaciones de poder que les oprimen.
La perspectiva que Mahmood tiene sobre la agencia permite pensarla más en “términos de habilidades requeridas bajo particulares clases de actos (de los cuales la resistencia es un set particular de relaciones de dominación)” (Mahmood, 2001:210). Como se puede apreciar, la autora realiza un movimiento analítico que separa la agencia de las prácticas de resistencia, lo cual resulta muy interesante. Mientras la primera es concebida como esa capacidad —que todas las personas tienen— para actuar, las prácticas de resistencia representan solo una forma específica en que la actuación puede cristalizarse. De esta manera, ni la agencia ni las prácticas de resistencia son entidades “aparte de las construcciones culturales […]. Cada cultura, cada subcultura, cada momento histórico construye sus propias formas de agencia, sus propios modos de promulgar los procesos de reflexión para él mismo y para el mundo y actuar simultáneamente dentro de lo que encuentra allí” (Ortner, 1995:186).
De acuerdo con este marco analítico, la decisión de Gloria de callar no provino de su incapacidad para actuar. Guardar silencio es en sí mismo una acción que fue tomada a partir de la evaluación que hizo de sus experiencias pasadas con Miguel, de la falta de apoyo de su familia de origen, de las circunstancias en las que fue detenida y sentenciada y, además, de las condiciones en las que tiene que vivir en reclusión siendo mujer. Considerando todo esto, ella decidió callar para para seguir viendo a sus hijos.
Si al principio no hablé fue porque andaba con miedo, luego andaba decepcionada de lo que decía Miguel. Sí, sí es cierto que mi familia no me quiere, si tengo un problema y no están. Y ya a mí me decía: “llegando aquí se te acabó todo” […]. Me afectó todo lo que me decía Miguel, porque me decía, “eres una malagradecida, estás aquí porque nadie te quiere, tus papás no te van a hacer caso, quién te va a querer con tus hijos” (Gloria).
Aunque todas las personas tienen capacidad de actuación, son las relaciones de poder, construidas dentro de contextos políticos, económicos, sociales y personales específicos, las que van a delinear dichas posibilidades de actuación. Scott (2000) considera que, debido a las condiciones en las que se encuentra la distribución del poder, los grupos subordinados no siempre pueden hacer uso de la confrontación, por lo que recurren a otro tipo de estrategias —a veces ocultas—, que les permitan abrir espacios de libertad.13
En este sentido, el silencio ha sido un recurso de resistencia que ha permitido proteger, ocultar, esconder, invisibilizar o disimular. Motsemme (2004) considera que la presencia del silencio dentro de un contexto de violencia cotidiana permite crear espacios para reconstruir nuevos significados y se puede volver una herramienta para aquellas personas que se encuentran oprimidas.
Me acuerdo que en esos días todavía no se sabía el nombre del papá de mi hijo, porque me daba miedo que le pegaran, que le quisieran sacar la verdad porque a mí me querían ir..., sacar la verdad, quién había sido la que me había bajado, cuánto había pagado y pues hasta ahorita no dije nada ¿no? Y no lo pienso decir, no, porque no […]. Creo que es algo… parte de mi intimidad de esa ocasión […], y entonces este, dijo [el comandante] “dime el nombre del papá”. Dije: “no le voy a decir y hágale como quiera”, “pues yo nomás [sic] te aviso que de todas maneras nos vamos a enterar y de todas maneras se te va a trasladar y de todas maneras no te vas a ir preliberada”. Le dije “perfecto, no se preocupe” (Valeria).
Valeria mantuvo una relación clandestina con otro interno y producto de ello ocurrió un embarazo.14 Cuando el comandante y el director se enteraron, mandaron llamar a Valeria e intentaron amenazarla para que dijera quién era el padre de su hijo y además le pidieron que firmara una carta en la que ella deslindaba a la institución de un embarazo por posible prostitución incentivada por las mismas autoridades penitenciarias. Valeria guardó silencio durante muchas semanas y se negó a firmar el documento. No temía por ella, temía por la seguridad de él, que era su pareja.
La agencia y las consecuentes prácticas de resistencia han sido definidas como aquellas que deben contraponerse al orden de género, subvirtiendo la hegemonía masculina (Mahmood, 2001). Sin embargo, hay que considerar que esas posibilidades de transformación están “constreñidas por la naturaleza restrictiva de las construcciones dominantes de la feminidad” (Rajan en George, 2002:219), es decir, que son las normas de la feminidad imperantes en una sociedad determinada las que van a delinear las posibles prácticas de resistencia que se van a ejercer. En el caso de Valeria, guardar silencio significaba dos cosas: proteger su intimidad y protegerlo a él.
Elegir una opción “femenina” como forma de resistencia no puede ser visto de manera categórica como una sumisión a las reglas del orden de género. Hay que recordar, como menciona Aguilar, que “la serie de reivindicaciones femeninas van siendo elaboradas dependiendo del contexto que cada grupo de mujeres enfrenta en sus respectivas sociedades” (Aguilar, 2013:672-673). Incluso elegir este tipo de resistencias consideradas como “femeninas” puede ser estratégico: guardar silencio respecto al nombre de su pareja aseguraba, de alguna manera, que a él no lo trasladarían de penal como un castigo y ella tendría mayor probabilidad de recibir apoyo económico para la manutención de la bebé.15 Callar, entonces, ayuda a ocultar lo que es importante y significativo para las personas en condiciones de violencia: objetos, personas y recuerdos pueden quedar protegidos bajo el velo del silencio.16
Me esposaron, me llevaron, tengo el brazo muy lastimado, como que se me zafa, hasta arriba llegué bañada en sangre, me recibió ese Lara, me mojó, me empezó a agredir. La criminóloga Norma no era mala, a ella no le gustaba la violencia, yo le dije que ya no aguantaba, “¿no te tocan los hombres?”. Yo no decía nada, no decía nada por miedo, me amenazaba el comandante que le dicen el Búfalo […]. Yo por miedo ya no le dije lo que… como el jefe, el comandante del cubo me obligaba a hacer (Julia).
Hydén considera que el miedo es una expresión de resistencia, “no por la acción (o la ausencia de ella), sino porque constituye un poder que hace que las mujeres se percaten que lo que puede ocurrir es algo que ellas no quieren que ocurra” (Hydén, 1999:462). Julia fue encerrada por un largo período en un área llamada “el cubo”, lugar al que solo llevaban a hombres. Debido a que fue considerada como una mujer “atípica” por manifestar prácticas de resistencia muy confrontativas (como golpear a las y los custodios cuando la querían castigar), fue trasladada a este sitio dentro de la propia cárcel.
El miedo que Julia expresó, además de ser un sentimiento, puede ser visto también como una forma de autoprotección. Debido a las condiciones extremas a las que fue expuesta y a la gran magnitud de violencias de todo tipo que recibió en ese sitio, el miedo que la hizo guardar silencio le permitió protegerse de nuevas agresiones. Además del miedo, ciertas emociones como el sufrimiento han sido consideradas como femeninas, y quizá precisamente por eso es que se ha tendido a asumir que son pasivas y, por lo tanto, no podrían ser concebidas como prácticas de resistencia. Si bien en el caso de Julia “sentir” miedo y callarse como consecuencia de ello no abre un espacio de salvación distinto a la supervivencia, sí se puede decir, desde el marco analítico que aquí se ha planteado, que “la agencia no solo es entendida como la capacidad para un cambio progresivo sino también, como una capacidad para sufrir y persistir” (Mahmood, 2001:217).
Me llevaron allá a mí solita así, calladita, me llevaron y todo, entons [sic…] me dice: “ándale báilale, pus ya sabemos que bailas ¿no?” […] y este, no, no voy a bailar y háganle como quieran eh, pero no bailo. “¡Cómo hija no!” […], las custodias me empezaron a jalonear y que me arrancan mi ropa, me arrancaron mi ropa y que me dejan, pus con mi ropa interior, y que báilales ¿no? […]. No, y que me agarran en un, en un como… como pedacito de mesa, me estiran y me prenden el encendedor poquito en mi tatuaje y pus [sic] yo apreté mis labios y le dije, hazme lo que quieras pero no voy a bailar […], y que me empiezan a quemar, cuando sentí a la flama tan grande, namás [sic] sentí cuando hizo así shshsh y vi cómo se me, se me alzó toda mi piel. Me salieron mis lágrimas del dolor tan fuerte que sentí, se me salieron mis lágrimas y que me voltean, ya entre ellas y otros dos o tres custodios, no sé cuántos ¿no?, ya me voltiaron [sic] y me empezaron a violar, pero por el ano […]. Yo no podía decir, iban a matar a mi esposo y que a fin de cuentas si lo mataban aquí en la cárcel ¿Quién fue? ¿Quién sabe? (Valeria).Mahmood (2001) menciona que la experiencia del dolor no puede ser concebida como un sufrimiento pasivo, callar sobre el dolor físico o emocional no representa una forma de pasividad. Tanto la violencia recibida como el dolor experimentado y el consiguiente mutismo deben ser leídos dentro del contexto en el que se producen. El hecho de que Valeria pudiera narrar su experiencia de violencia sexual muchos años después de haber sucedido significa que está consciente de las injusticias; sin embargo, el contexto en el que sucedieron los hechos no le permitía a ella “hablar” su dolor.
Justamente porque se está consciente del medio violento en el que se encuentra es que se decide guardar silencio. Su dolor importa, claro, pero callar le permitió a ella y a su esposo sobrevivir, como menciona Das, “debemos considerar que la habilidad de las mujeres a sobrevivir no tiene nada de sumisión pasiva” (citada en Mahmood, 2001:217). Más bien, son formas de autoprotección que implican, necesariamente, el reconocimiento del dolor, de las fuentes de su dolor y de las relaciones de poder que dificultan “alzar la voz”.
Se puede decir, entonces, que no hay un solo silencio, sino “silencios varios, y son parte integrante de estrategias que subtienden y atraviesan los discursos” (Foucault, 2009:37). Reconocer que existe una multiplicidad de silencios y, por ende, de formas de resistencia coexistentes (Motsemme, 2004), implica también repensar el silencio como un discurso que, “callando”, también habla, cuestiona, protesta y protege.
El silencio no es la ausencia de voz, sonido o significado, el silencio concebido como un discurso es un acto comunicativo que transmite un mensaje. Los silencios adquieren su significado en el contexto particular donde se producen y su existencia se debe a acontecimientos históricos, políticos o culturales que influyen en la forma en que las y los sujetos actúan frente a su mundo.
El estudio del silencio ha posibilitado comprender cómo se van configurando las relaciones de poder; tradicionalmente, los estudios lo han representado como objeto y producto de la dominación. El silencio visto desde esta óptica es creado para mantener relaciones desiguales de poder, pero el silencio puede ser leído desde otro ángulo, no como instrumento de dominación sino como una estrategia de resistencia.
Las relaciones de poder y la resistencia, a criterio de Foucault, son coexistentes y poseen características similares: son móviles, creativos, “circulantes”, crean y re-crean discursos, prácticas y saberes. El poder no puede poseerse; al no ser acumulativo, no puede residir en un solo sujeto, muy por el contrario, todos los sujetos tienen la oportunidad de ejercerlo aunque de manera diferente, por tanto, lo que existe son relaciones desiguales de poder. Las prácticas de resistencia, por su parte, no son reacciones a ejercicios abusivos del poder, sino más bien se trata de una serie de estrategias que fisuran las relaciones de poder.
Comúnmente, las prácticas de resistencia han sido leídas bajo lógicas dicotómicas que implican, necesariamente, pensarlas como “contrapoderes”; esta visión, sin duda, ha mermado su potencial analítico. La perspectiva liberal que se ha empleado para comprender las resistencias las ha llevado a percibirlas fuera de los contextos donde estas se producen, y se ha tendido a considerar que son producto de la capacidad y del deseo individual de “libertad” que implicaría el rechazo a las normas sociales. Esto llevaría a considerar que únicamente “alzar la voz” sería una forma de resistir.
El silencio como resistencia ayuda a ocultar, proteger y disimular. Calveiro menciona que el silencio juega un papel crucial porque “difiere el enfrentamiento en condiciones que serían desastrosas para quien ocupa la posición de mayor debilidad” (Calveiro, 2005:125), y permite reconfigurar nuevos espacios, discursos y significados. El silencio puede proteger lo que es significativo para las personas que recurren a él. A través de él, la resistencia se puede mirar desde otra óptica: desde los espacios más íntimos y ocultos donde los discursos se producen, trastocan y reconfiguran. El cuerpo parece ser su vehículo, un cuerpo silente que es una arena donde la agencia y las prácticas de resistencia tienen lugar y desde donde es posible seguir luchando.