Introducción

La ciencia suele equipararse con el punto de partida de la modernidad: la transformación del mundo medieval en moderno. Hacia mediados del siglo XX, autores como el historiador británico Herbert Butterfield (1965) consideraban la revolución científica del siglo XVII, junto con el cristianismo, como los principales propulsores del proyecto civilizatorio occidental. De igual manera, se suele hablar de la existencia de una fuerte vinculación entre ciencia y democracia al compartir ambas los ideales de transparencia —abierta a la crítica racional— y libertad como valores centrales. Resulta significativa al respecto una frase de Carl Sagan en su libro El mundo y sus demonios: “Los valores de la ciencia y los valores de la democracia son concordantes, en muchos casos indistinguibles” (2000:47). Desde su visión, ciencia y democracia “alientan opiniones poco convencionales y un vivo debate”. Ciencia y democracia son consideradas por otros autores producto de un sistema de valores vinculados con la sociedad moderna y, en particular, con la Ilustración, entre los que se incluyen el escepticismo crítico, la civilidad, la tolerancia, la humildad y el optimismo (Hooykaas, 1972; Kalleberg, 2007; Merton, 1985). En suma, estas concepciones de la ciencia dejan ver ciertos supuestos que la han colocado como uno de los pilares del proyecto civilizador occidental, es decir, del cambio de prácticas y formas de pensamiento que condujeron a la modernidad y su misión homogeneizadora.

Estas ideas sobre la naturaleza de la ciencia, como fuerza transformadora, emergieron y se consolidaron a lo largo del tiempo a partir de los trabajos y escritos de científicos y filósofos de la ciencia, en su intento por organizar el cuerpo de conocimientos científicos y delinear el método científico. Uno de los filósofos de la ciencia que resultó de gran utilidad para los científicos a la hora de defender el estatus objetivo de la ciencia fue Karl Popper. En su Lógica del descubrimiento científico (1959), argumentaba que la ciencia consistía en la enunciación de hipótesis y el proceso de pruebas experimentales con la finalidad, ya no de confirmar la hipótesis a partir de la evidencia obtenida, sino de refutarla. Es lo que Popper denominó criterio de demarcación, que si bien echaba por tierra la pretensión de los científicos de construir conocimiento verdadero del mundo, otorgaba una referencia de lo que constituye la buena ciencia. Sin embargo, en el trascurso de las últimas décadas surgieron aproximaciones al estudio de la ciencia, como la sociología del conocimiento científico y la historia de la ciencia, que han matizado y complejizado la naturaleza y el propósito de la empresa científica. Ambas disciplinas han mostrado que la ciencia no es lo que solía ser y que, tal vez, nunca fue lo que nos han transmitido las herencias intelectuales mantenidas hasta la fecha.

El conocimiento científico en construcción

Un evento fundamental que preparó el terreno para que estas dos disciplinas adoptaran un modelo sociológico para comprender la ciencia y cómo funciona ocurrió solo tres años después de que Popper enunciara su criterio de demarcación. En 1962, Thomas S. Kuhn publicó La estructura de las revoluciones científicas, donde mostraba una imagen más compleja de la naturaleza científica que el falsacionismo popperiano. De acuerdo con Kuhn, las teorías que son aceptadas como correctas se instalan como el paradigma adecuado para un área científica concreta. Además de las teorías, un paradigma comprende conceptos, metodologías y técnicas que sustentan una forma de investigar ciertas problemáticas, pero ese paradigma determina también el tipo de problemas que resultan relevantes para investigar. La ciencia que se practica dentro de los límites de un determinado paradigma es lo que Kuhn llama la ciencia normal. En esos periodos de ciencia normal comienzan a aparecer discrepancias o anomalías entre lo que predice la teoría de turno y lo que revela la observación o la experimentación. Y es en este punto donde Kuhn ponía en tela de juicio el principio de falsabilidad de Popper, al sostener que incluso cuando las anomalías comienzan a aparecer, los practicantes de la disciplina científica en cuestión se encuentran tan apegados al paradigma que en lugar de aceptar que este debe refutarse, se enfrascan en un proceso para solventar las anomalías mediante cambios incrementales a la teoría o la corrección de errores en la observación o la experimentación y así mantener el statu quo. Es hasta que se acumulan las anomalías y no pueden resolverse, cuando un sector de estos científicos plantea la necesidad de remplazar el paradigma en crisis por uno nuevo. Es cuando ocurre una revolución en la visión del mundo que introduce nuevos conceptos, nuevas formas de resolución de problemas y nuevos compromisos, lo que regresa la disciplina al periodo de ciencia normal bajo un nuevo paradigma.

En la agricultura, por mencionar un caso, cuya práctica se encuentra actualmente asociada a un paradigma productivista, a lo largo de las décadas de 1960 y 1970 se extendió en el mundo la llamada Revolución Verde. El énfasis de este paradigma se encuentra en la optimización del rendimiento de los cultivos mediante el uso intensivo de tecnologías de insumos (semillas híbridas y agroquímicos). Se trata de un modo de entender la realidad reduccionista y mecanicista que se enfoca en entidades individuales (cultivo, maleza, plaga y nutriente), que menosprecia el costo ambiental y que considera la biodiversidad como fuente de genes. No obstante, en las últimas décadas varios autores han señalado diversas anomalías: contaminación de mantos acuíferos y suelos, pérdida de biodiversidad y degradación ambiental, además de riesgos socioeconómicos como el despojo de tierras, así como cambios en las relaciones socioculturales (Levidow y Marris, 2001; Shiva, 1991; Toledo et al., 1985). Dada la gravedad de dichas anomalías, al acumularse han desencadenado una crisis, han obligado a analizar críticamente esta forma de pensamiento y han planteado la necesidad de transitar a un nuevo paradigma agroecológico que incorpora nuevos marcos conceptuales y metodológicos. El enfoque agroecológico es integral y holístico porque considera la realidad en su totalidad y hace hincapié en el diseño de agroecosistemas sustentables a través de procesos, también sustentables (Sarandón y Flores, 2014). En términos kuhnianos ambos paradigmas son inconmensurables, es decir, no comparten métodos, técnicas, lenguaje ni mucho menos valores científicos. Desde esa misma perspectiva, es posible sostener que, si la agroecología aún no ha alcanzado el estatus de auténtico paradigma, no se debe a que no cuente con la teoría adecuada, sino a la resistencia de los grupos de poder de la comunidad científica a aceptarla.

Pero estudios más recientes, precisamente desde la historia y la sociología de la ciencia, han matizado esta visión del conocimiento como espacios cerrados incomparables, proponiendo en su lugar “zonas de contacto” entre formas de pensamiento (Galison, 1997). No se trata, entonces, de que un paradigma refute a otro con miras a acercarse a la verdad, sino de reconocer la diversidad de aproximaciones y los límites del conocimiento científico. Una ciencia más humilde debe reconocer que se trata de una forma de conocimiento situado localmente, contemplar la ética como valor fundamental y aceptar la complejidad del mundo natural y la validez de otras epistemologías. La agricultura científica debería considerar las necesidades propias de los ecosistemas locales; el proyecto del genoma humano mostró que no todo está en los genes, y las neurociencias terminarán por revelar que, por mucho que aprendamos sobre el cerebro, no aparecerán soluciones inmediatas y universales a todos nuestros males médicos y sociales. Esa representación más realista de la ciencia como una actividad social proporcionada por Kuhn comenzó a comprometer su pretendida objetividad absoluta y marcó el rumbo que seguirían los sociólogos y los historiadores de la ciencia.

La lectura que los sociólogos hicieron de la obra de Kuhn derivó principalmente en el llamado principio de simetría del conocimiento científico, según el cual la aceptación de una teoría científica no descansa en que sus proposiciones resulten más cercanas a la verdad que las de otra teoría (Bloor, 1976; Daston, 2009). De hecho, según este principio de simetría la prueba experimental no es razón suficiente ni necesaria para que una teoría sea considerada correcta o incorrecta, ya que una explicación más completa involucra también factores personales, sociales y políticos: tener acceso a mejores mecanismos de financiación, formar parte de comités editoriales de publicaciones importantes y contar con una amplia red de contactos no solo en la comunidad científica, también en los sectores político y de comunicación. A partir de entonces, desde la sociología y los estudios de la ciencia se han encargado de abrir las cajas negras de la ciencia y la tecnología, y develar que esta forma de conocimiento no ocupa una posición privilegiada sobre cualquier otra. En ellas, el poder para imponer una interpretación sobre otras resulta también fundamental. Para los historiadores, por otra parte, Kuhn fue la inspiración para rechazar una narrativa teleológica de la historia de la ciencia. No se trataba de la acumulación de conocimiento factual como un peldaño hacia la verdad del mundo natural y el progreso constante de la humanidad. Y, por lo tanto, los eventos del pasado no pueden interpretarse como un antecedente lineal del presente (Daston, 2009).

Al margen de sus diferencias, lo mismo los historiadores que los sociólogos —además de los filósofos— pusieron atención en las controversias científicas, tanto para corroborar el principio de simetría como para colocar la ciencia en contexto. Varios estudios han analizado a detalle controversias del pasado y el presente, al considerarlas características cruciales del proceso de producción científica (Dascal, 1998; Engelhardt y Caplan, 1987; Freudenthal, 1998). Han sido, desde entonces, una herramienta importante para el estudio de la formación, evolución y evaluación del conocimiento científico, lo que, por un lado, ha evidenciado la dialéctica constante entre ciencia y sociedad y, por otro, ha puesto en entredicho que la construcción de consensos sea una tarea sencilla consistente únicamente en la comprobación experimental de una hipótesis. Son, por el contrario, procesos contingentes, tensos y negociados en que los científicos inmiscuidos en ellos buscan ganar autoridad científica, alcanzar una posición relevante y reforzar, primero, su posición a nivel local y, segundo, las influencias dentro de la comunidad internacional que se estaba reconfigurando.

En las controversias del pasado estudiadas por los historiadores de la ciencia es común que la disputa girara en torno a los hechos producidos a partir de un procedimiento experimental en el laboratorio, a la búsqueda de consenso entre dos teorías rivales o a la definición de entidades científicas (Rudwick, 1985; Schaffer y Shapin, 2011). Sin embargo, conforme la actividad experimental adquirió mayor precisión y creció la familiaridad de los científicos con los procesos experimentales, y desarrollaron las habilidades necesarias para su realización, este tipo de controversias fueron cada vez menos frecuentes. Hoy en día, en cambio, las controversias científicas que se estudian discuten los principios metodológicos y ontológicos que se encuentran detrás de la labor científica, y en esas controversias confluyen los ámbitos científico y político: los hechos, los valores y las opiniones se mezclan. Asimismo, es importante tomar en cuenta que las controversias involucran a agentes muy variados que interactúan, se organizan y se retroalimentan de manera continua y en todas direcciones: investigadores, tomadores de decisiones, medios de comunicación y sociedad civil. Ejemplos como el cambio climático, la fusión fría, la conveniencia o no de los organismos modificados genéticamente y la disputa entre la teoría evolutiva, la fenética y la cladística como mejor metodología para establecer las relaciones filogenéticas vienen a demostrar la complejidad del proceso de construcción del conocimiento científico que muchas veces no se ciñe al ámbito de la ciencia, ya de por sí atravesada por una gran cantidad de valores. Las controversias científicas están cada vez más presentes en la esfera pública, donde adherentes a teorías diferentes se descalifican entre sí por no coincidir en sus preguntas, métodos y formas de explicación. En ese proceso se relaciona la ciencia con la ciudadanía y con los medios de comunicación en la búsqueda de consensos, pero también puede haber sesgos inducidos por la financiación de la ciencia (Corral, 2019). Lo cierto es que, aunque las controversias normalmente no implican un cambio de paradigma científico, sí permiten explicar cómo ocurren los cambios en la ciencia. Son, de esa manera, una llave para abrir las cajas negras de la ciencia y la tecnología.

El malestar de la cultura científica

Por lo dicho hasta ahora, es evidente que desde este renovado interés por escudriñar las concepciones de su naturaleza, la ciencia es considerada una actividad social como cualquier otra y que, por lo tanto, al igual que la religión y la política, debe estudiarse siempre en su contexto de uso. De la idea de la ciencia como un método neutral y objetivo para descubrir la verdad del mundo natural se ha pasado a descripciones y análisis que la interpretan como un fenómeno socialmente configurado por factores como los valores, los intereses profesionales, las creencias, las fuentes de financiación, las ambiciones personales o los derechos de propiedad. Estas formas de pensar la ciencia, diferentes a la hegemónica, han proporcionado mayores herramientas para estudiar su presencia e impacto en la vida cotidiana, superando el idealismo tecnocientífico que aún predomina en los libros de texto y en las narrativas de muchos científicos y divulgadores. Desde una actitud crítica, es posible advertir, por ejemplo, las circunstancias impredecibles que ocurren cuando determinadas categorías científicas que se restringen al ámbito del laboratorio y que adquieren sentido como parte de una red de otras categorías científicas se instalan en la cultura popular. Esto es lo que ha ocurrido en el caso particular de la genética con lo que Duden y Samerski (2007) han denominado pop-genes, la representación que la imaginación popular le ha dado a los genes. Una vez fuera de las condiciones que lo hacen un objeto comprensible, el gen se convierte en pura ideología. Explicar los asuntos humanos en términos genéticos, como si todo estuviera ya escrito en los genes, llevó en su momento al determinismo genético, es decir, que todo lo que somos viene determinado por nuestro genoma.1

En esa misma medida, el riesgo es aún mayor cuando la autoridad científica de los expertos predomina en las decisiones políticas y económicas, lo que hace que se convierta en un medio para desincentivar la discusión política amplia y se limite en gran medida el modelo liberal de democracia representativa. Gran parte de esas decisiones se han tomado por instancias ajenas a los procesos democráticos, en función de lo que los expertos consideran que es posible (Habermas, 1970; Winner, 1980). Con la justificación de una neutralidad política, sujeta a criterios técnicos y racionales, los ciudadanos han sido dejados de lado en la evaluación de la imparcialidad y en la conveniencia para las mayorías de las medidas propuestas (Fisher, 1990). La historia del siglo XX ha dado una buena cantidad de ejemplos sobre las consecuencias de reducir las políticas públicas a la tecnocracia: el nazismo y su argumento de perseguir la eficiencia; la energía nuclear (con resultados como la bomba atómica y los accidentes de Chernobyl y Fukushima), bajo el sueño tecnocrático de un futuro con abundancia energética, y la crisis ambiental, resultado de la explotación de los recursos naturales como si fuera un bien ilimitado. Estas son solo algunas ilustraciones del “malestar de la cultura científica” que se ha incrementado en la sociedad al ver frustradas las promesas de progreso tecnológico y desarrollista (Nieto-Galan, 2011) que, teleológicamente, definen y legitiman las soluciones tecnocientíficas como benéficas en sí mismas. Al respecto, tal y como recuerda el sociólogo británico Brian Wynne (1992, 1996), el bien es un juicio de valor social, no una determinación científica y, como tal, debe evaluarse según los criterios de la moral y la política. El hecho es que el uso de la racionalidad científica como una autoridad religiosa que determina riesgos y viabilidad técnica, a la vez que ignora cuestiones de justicia social, no va a bastar, o no está bastando para la construcción de un mundo mejor. La situación de crisis planetaria exige, entre otras cosas, una ciencia más democrática que incorpore otras voces para determinar sus propios propósitos y la conveniencia de sus soluciones.

¿Pero de dónde proviene ese dualismo entre ciencia y política? Justamente de la constitución de las lógicas civilizatorias de la modernidad que estableció una cosmología dualista que separó la vida humana de la no humana, la sociedad de la naturaleza. De acuerdo con Bruno Latour (2007), esa “constitución moderna” derivó en la división entre la política, que debía regular la sociedad usando la opinión como método de argumentación, y la ciencia, cuya misión era desentrañar las leyes y los hechos que la naturaleza esconde. Pero Latour advierte que tal separación siempre fue una ficción y ahora Occidente comienza a reconocer nuevamente la integración sociedad-naturaleza, probablemente la distinción ontológica más significativa con respecto a los otros pueblos del mundo. La obsesión moderna por fragmentar y sintetizar el mundo con tal de entenderlo y controlarlo no puede sostenerse ante las problemáticas que enfrentamos hoy en día. Son problemas que han obligado a pensar en híbridos, es decir, en “mixtos de naturaleza y cultura” (Latour, 2007:56) y, a su vez, a borrar la delimitación entre la ciencia y la política. En el caso de las y los activistas climáticos, ¿sus reivindicaciones son de carácter científico o político? Por otra parte, la introducción de maíz transgénico en México suscitó diversas controversias en las que se entretejían argumentos científicos y socioculturales. Y qué decir de la investigación realizada por la organización World Animal Protection (2019), según la cual hasta un 80 % de las bacterias de la carne de cerdo vendida en Walmart resultaron resistentes al menos a un antibiótico, algo que, de comprobarse, debería tener consecuencias políticas importantes.

Nuestra nueva normalidad: la incertidumbre y el riesgo

La comunidad científica acuñó el término de Antropoceno para designar la era en la que las actividades del ser humano empezaron a provocar cambios biológicos y geofísicos a escala mundial. Pero es necesario reconocer también que la ciencia es precisamente la que ha modificado de manera drástica las condiciones ambientales, no solo por su aplicación irresponsable, sino por el dualismo ontológico que la sustenta y que separa sociedad y naturaleza. En la década de 1960, los crecientes problemas medioambientales comenzaron a generar dudas en la sociedad respecto a la imagen positiva de la ciencia que hasta entonces se admitía como algo prácticamente incuestionable. Fenómenos como el calentamiento global, la reducción de la capa de ozono, los residuos del uso de pesticidas o los organismos modificados genéticamente se percibían cada vez más como consecuencia del desarrollo del capitalismo y de la sociedad industrial. Las certezas de la modernidad y el desarrollismo comenzaron a desvanecerse, y ante ello Ulrich Beck (1998) se refería ya a la “sociedad del riesgo”, que puso en tela de juicio la seguridad, la confianza y la certeza que predominaron en los discursos de la posguerra y dio paso al azar, el riesgo y la incertidumbre. Se trata de riesgos que no pueden situarse temporalmente, ya que es muy difícil estimar si un desarrollo científico que ha sido probado en un momento específico no tendrá repercusiones en el futuro. Pensemos, por ejemplo, en los numerosos problemas de salud que han manifestado niños y adolescentes en comunidades rurales de Jalisco debido a la extendida exposición a agrotóxicos en suelo, agua y aire (Ribeiro, 2020). Pero, al responder al modelo productivista global, tampoco puede establecerse un límite espacial para el riesgo en los desarrollos científicos y tecnológicos, como lo deja claro la crisis climática.

Y no resulta nada fácil comprender y comunicar la naturaleza incierta de la ciencia contemporánea, como lo han puesto de relieve los riesgos de la ingeniería genética y de la epidemiología, principalmente, pero no de modo exclusivo. El problema es, justamente, que la concepción de la ciencia que mantiene la mayoría de los científicos, divulgadores y creadores de políticas públicas se fundamenta en la certeza y el control del mundo natural. No obstante, la realidad de los ámbitos antes mencionados ha demostrado de la manera más contundente que las decisiones respecto a la tecnociencia se caracterizan por la incertidumbre y el riesgo. La incertidumbre que rodea el método de modificación genética de los organismos (transgénicos) resulta fundamental para la evaluación de los riesgos potenciales de la utilización de esta tecnología. Uno de los puntos principales de incertidumbre con respecto a los organismos genéticamente modificados (OGM) radica en los intercambios genéticos que se llevan a cabo con ayuda de la biotecnología. Son técnicas que pueden implicar combinaciones genéticas entre especies vivas que jamás se producirían en la naturaleza ni por mecanismos de mejoramiento clásicos. Esa incertidumbre se vuelve aún mayor cuando se trata de la liberación de los OGM al ambiente, ante el desconocimiento de los riesgos asociados que estos podrían suponer. Sin embargo, hay efectos no deseados de la biotecnología que hacen imperativo proporcionar un mayor apoyo a la investigación científica en este campo, así como la participación de la ciudadanía en las decisiones.

En lo que respecta a la experiencia de las pandemias H1N1 y COVID-19 la incertidumbre es también una característica intrínseca y que aparece en distintos niveles. En primer lugar, debido a la naturaleza de los virus de la influenza y del coronavirus que son capaces de una rápida mutación y recombinación genética. Esto hace sumamente difícil hacer una estimación definitiva de la propagación del virus, lo que da una impresión de incertidumbre e inconsistencia en la actuación de las autoridades sanitarias, independientemente de las medidas adoptadas en cada país.2 La evidencia científica que se va produciendo mientras transcurre la epidemia resulta también poco concluyente para caracterizar la dimensión del riesgo y de la amenaza sanitaria. Diversos epidemiólogos y la misma Organización Mundial de la Salud (OMS) han restado importancia, por su ambigüedad y su cambio constante en el transcurso de un brote, a la tasa de mortalidad, que en los medios de comunicación suele ser considerado un parámetro de la amenaza y el riesgo de la enfermedad (Abeysinghe, 2014). Además, en el caso de la COVID-19, la metodología para calcular esta estadística varía de forma sustancial entre los diferentes países debido a diversos factores: la tasa de ancianos que se han contagiado, si la metodología de conteo de muertos distingue o no que la persona fallecida tuviera una enfermedad crónica antes de contagiarse, la calidad y la infraestructura del sistema de salud, así como el que el sistema de salud esté o no desbordado durante el pico de la epidemia. La tasa de contagios está rodeada también de incertidumbre, ya sea porque muchos pacientes con síntomas leves nunca vieron a un médico o porque no hay kits de prueba suficientes para todos los que lo soliciten.

Sobre este tema, Keiji Fukuda, asesor especial del director general de la OMS durante la pandemia H1N1, reconoció que:

A medida que avanzamos en esta situación, los números mismos se volverán un poco más irrelevantes. Ahora tenemos países que están dejando de contar los casos individualmente porque hay demasiados casos. Entonces, solo para avisarles, comenzaremos a restarle importancia a los números porque cada vez reflejarán menos lo que está sucediendo (citado en Abeysinghe, 2014:519).

Lo cierto es que cuando las autoridades sanitarias han incorporado la incertidumbre en su narrativa sobre los riesgos del brote epidémico, esta resulta ambigua e inconsistente y, por lo tanto, los actores principales de la salud pública son objeto de crítica, así opten por la opción de la mitigación o por la supresión. Es esa percepción y la comunicación del riesgo los que han ocasionado que la opinión pública en torno a la ciencia y a las nuevas tecnologías adquiera cada vez más relevancia y que los diversos públicos de la ciencia estén pasando de admirarla a cuestionarla. Diferentes sectores de la sociedad como los gobiernos, la industria, las organizaciones no gubernamentales y los grupos de activistas (pacientes, ecologistas, afectados ambientales, consumidores y animalistas, entre otros) han asumido su responsabilidad y demandan su derecho a discutir y participar en la producción y comunicación de la ciencia. Estos grupos dejan ver que, en la realidad, la naturaleza de la ciencia no puede prescindir de ellos y su importante labor de contextualizar, debatir y contestar las opiniones de los expertos sobre la percepción y la evaluación del riesgo, pero también sobre los propósitos de la investigación científica y del desarrollo tecnológico (Nieto-Galan, 2011). Es así como han surgido nuevos enfoques para caracterizar esta mayor participación en la investigación científica y tecnológica de diferentes sectores sociales. El denominado Modo 2 de la producción del conocimiento sugiere, por ejemplo, que la ciencia se ha desplazado del espacio institucional —gobierno, universidades e industria— al ágora, el espacio de la sociedad (Nowotny, Gibbons y Scott, 2001). La ciencia post-normal, por su parte, plantea que para validar la ciencia en contextos de incertidumbre y controversia como el sanitario y el ambiental, no basta con la revisión por pares, sino que es necesario someterla a la revisión de una “comunidad de pares ampliada” que incorpore no solo a científicos, sino a actores directamente afectados por la aplicación de la ciencia (Funtowicz y Ravetz, 1993). Mientras un amplio sector de la comunidad científica institucional sigue sosteniendo que el propósito es producir conocimiento confiable, veraz y aplicable sobre el mundo natural, esos otros grupos que han adquirido un papel epistemológicamente activo consideran que el conocimiento científico debe responder a las necesidades, intereses y aspiraciones de los seres humanos y no a las demandas del mercado.

Hay mucho que aprender de la catástrofe ecológica que se cierne sobre la humanidad y de las dos pandemias más recientes a nivel global, pero en lo que a la ciencia respecta, considero que la lección más importante es que resulta urgente afianzar esta perspectiva crítica de la ciencia. La comunidad científica debe asumir que se trata de una forma de conocimiento que, como cualquier otro, es constructivista, contextual y situado, que hasta ahora ha sido funcional al sistema civilizatorio moderno, es decir, asignando valores a la naturaleza en cuanto que sirva o sea útil al ser humano, privilegiando así preguntas de investigación en torno a la eficiencia, la cuantificación y la mercantilización. La responsabilidad de la ciencia de contribuir a la construcción de un mundo mejor, y con mayor justicia social, pasa por sustituir esa concepción del conocimiento monolítico, objetivo y apolítico por algo parcial, incierto y complejo en el que la completa seguridad es inalcanzable.

Hacia una co-construcción desde la escucha humilde y respetuosa

La ciencia fue moldeada por la modernidad y está marcada por ella, de ahí que se haya asentado esa idea dicotómica de que el progreso científico despegó una vez que el conocimiento experto (episteme) se impuso a la opinión pública (doxa) (Castro, 2005; Nieto-Galan, 2011). Poco a poco, a partir de esa premisa, la toma de decisiones se sometió únicamente al criterio experto validado por la revisión por pares. Pero, como he mostrado hasta ahora, al ser la ciencia fuente de incertidumbre y de conocimientos parciales, resulta insuficiente para tomar decisiones en problemas complejos en los que se interrelaciona la naturaleza con los elementos técnicos y sociales. Es necesario, entonces, procurar un pluralismo epistemológico, es decir, incorporar otras lógicas y otras fuentes de saber que complementen y enriquezcan las respuestas técnicas del conocimiento experto.

Pero para que el giro participativo de la ciencia tenga sentido, debe otorgarse a la población la capacidad real de incidir en la toma de decisiones encaminadas a producir una ciencia y una tecnología que dén prioridad al desarrollo humano y la justicia social. Esa co-construcción de la ciencia debe, a su vez, dar lugar a la implementación de políticas públicas fundamentadas en la ética y el bien común. Para que esto suceda es necesario reconocer los límites de la ciencia en los procesos de toma de decisiones ante problemas en los que predominan la incertidumbre, la ambigüedad y la complejidad. Acto seguido, ante la ausencia de una solución única, estaremos obligados a avanzar hacia la construcción del conocimiento desde la pluralidad y el aprendizaje colectivo y a sostener la práctica científica desde las “tecnologías de la humildad” y sus cuatro aspectos focales: encuadre, vulnerabilidad, distribución y aprendizaje (Jasanoff, 2003). Muy probablemente, desde una perspectiva humilde de la ciencia ante la imprevisibilidad de una epidemia, la respuesta del mundo en el combate a la COVID-19 hubiera sido más efectiva y justa. Imaginemos que el “encuadre” de las políticas públicas en materia sanitaria para escenarios de epidemia hubiera considerado que las hipótesis de los modelos de predicción del número de casos nuevos debían ser coherentes con los movimientos de las poblaciones humanas, como resultado de las migraciones y de la globalidad.

Imaginemos que, además de centrarse únicamente en la evidencia epidemiológica, consideraran también la importancia que tiene el campo de la psicología en estos casos para tratar el trastorno de ansiedad que estas crisis generan. Imaginemos también que, en lugar de simplemente categorizar los grupos en una escala de “vulnerabilidad” y reducirlos a representaciones estadísticas, estas políticas públicas tomaran en cuenta que estos grupos no son homogéneos y que cada uno de ellos cuenta con diferentes grados de resiliencia en función de su historia, sus modos de vida y sus relaciones sociales fuera del mismo grupo. Considerando estos factores la participación activa de ciudadanos pertenecientes a cada uno de estos grupos en el análisis y la definición de su vulnerabilidad permitiría adoptar medidas más precisas y pertinentes, por ejemplo, con las diferencias culturales y lingüísticas.

Imaginemos que esas políticas públicas, como parte de su gestión de riesgos, contemplen la “distribución” del impacto socioeconómico generado durante y después de una epidemia en las diferentes poblaciones de un país determinado. Las medidas en salud pública adoptadas durante el brote afectarán la economía de toda la población, pero no lo harán de igual manera, por lo que la evaluación de riesgos de una epidemia tendría que hacer dialogar a los expertos en epidemiología con economistas para valorar la conveniencia o no de medidas como un ingreso básico universal de emergencia. Pero también habría que escuchar las prioridades de cada grupo afectado, pues las necesidades de un obrero no son las mismas que las de un campesino ni que las de un comerciante.

Finalmente, estas políticas públicas imaginadas para elaborar un plan de gestión de riesgos ante otra epidemia tendrían que considerar estrategias para el “aprendizaje” del evento de forma colaborativa y deliberativa. Generar espacios de discusión abierta para construir un significado común a partir de las experiencias y lógicas diversas contribuirá a llegar a conclusiones más completas y a hacer mejores recomendaciones para otra eventual epidemia. Es por ahora un ejercicio de imaginación, pero que ilustra la urgencia de una ciencia humilde, consciente de su propia naturaleza y de lo mucho que se beneficiaría de estrechar, aún más, sus relaciones con la sociedad y sus otras formas de conocimiento.

La ciencia entendida humildemente y desde la participación aún no existe, es algo por construir. Este proceso de construcción debe fundamentarse en reconocer que la ciencia es un producto humano, una construcción social, cuyo conocimiento es moldeado por las circunstancias y no se trata de la revelación pura de la naturaleza. Sin embargo, es necesario asumir también las limitaciones de esta propuesta. No contamos con las instituciones para garantizar un diálogo en el que el público desempeñe un papel relevante y que no sea simplemente un ejercicio para mitigar la desconfianza pública en las nuevas tecnologías y para legitimar las regulaciones expedidas por las autoridades. En las últimas décadas se han abierto espacios con el objetivo de desarrollar un diálogo abierto con la sociedad. Algunos más verticales como las conferencias de consenso, los jurados de ciudadanos y los science shops en que los científicos se reúnen con ciudadanos para intercambiar ideas, escuchan de una manera humilde las preguntas e inquietudes de los ciudadanos e intentan arribar a una especie de acuerdo. Otros espacios son más horizontales y se construyen desde abajo, como las asociaciones de pacientes que ejercen influencia en las líneas de investigación de determinadas enfermedades, los grupos organizados e informados de ciudadanos que protestan contra los transgénicos o los grupos de consumidores que han impulsado nuevos etiquetados de productos respondiendo con argumentos a la industria alimentaria y a los científicos contratados por esa industria (Broks, 2006; Nieto-Galan, 2011). Y, si bien en algunos casos estos ejercicios han podido incidir en las políticas públicas, es necesario reconocer que muchas veces lo que allí tiene lugar es una discusión cacofónica que solo se vuelve un discurso coherente cuando se sistematizan las experiencias y se elabora el informe final respectivo.

Reconociendo estas limitaciones institucionales y la dificultad de articular la diversidad de voces y epistemologías, esta propuesta es una llamada a la acción para apostar por medidas que puedan acercar poco a poco a los distintos actores y grupos sociales. La comunicación de la ciencia, por ejemplo, debe ir más allá de las relaciones públicas para que la sociedad abrace con entusiasmo todas las innovaciones. Debe ser una herramienta para contextualizar la ciencia y la tecnología. ¿A quién le pertenecen? ¿Quién se beneficia de ellas? ¿A qué fines deben dirigirse? Son preguntas fundamentales y son casi siempre políticas, por lo que no deben dejarse únicamente en manos de los expertos. Darle al público un papel más activo en la comunicación científica “debería ayudar a decidir las preguntas y la forma en que se abordará un tema en particular” (Wilsdon y Willis, 2004).

Promover y mejorar estos espacios de participación y comunicación pública de la ciencia es una estrategia de acción para facilitar el intercambio de información entre la pluralidad de actores sociales. Deben constituirse, a su vez, en espacios de formación para que los distintos grupos de interés puedan apreciar los diferentes marcos interpretativos para encuadrar los problemas, definirlos y proponer sus posibles soluciones. De esta manera, todas esas voces que son contradictorias e incluso antagónicas pueden resultar, en realidad, complementarias, y sus marcos interpretativos inteligibles en un contexto específico. Un ejemplo de ello es la discusión que se ha levantado en los últimos años en torno al calentamiento global en la que se superponen la racionalidad científica y el sentido común de los ciudadanos. El primer marco interpretativo encuadra públicamente las mediciones del estado actual del clima y presenta predicciones sobre las emisiones de los principales gases de efecto invernadero. Pero quienes han dicho que ya era demasiado y que se trataba de una crisis climática han sido los pueblos indígenas y los ciudadanos organizados en grupos de activistas, y lo han hecho desde el sentido común.

Esta propuesta es aún un horizonte y su concreción solo será posible si categorías como la responsabilidad, la redistribución de los beneficios económicos y la relación con la naturaleza comienzan a ser consideradas los criterios de inteligibilidad entre los diferentes actores, grupos e instituciones y sus respectivos marcos interpretativos.