El presente como condición y dilema

En décadas recientes ha surgido una inquietud entre historiadores (por ejemplo, Sauvage,1988; Aróstegui, 2004; Allier, 2018) respecto de la posibilidad de una historia del tiempo presente. No se trata solo de la certeza de que estamos al inicio de una nueva época;1 la propuesta implica incluso el surgimiento de una subdisciplina que tiene como interés principal los procesos históricos que son contemporáneos al historiador. Por ello, las fuentes para su análisis cambian sustancialmente en comparación con la historia digamos convencional, abarcando el testimonio, el relato oral, la memoria, el diario y el periódico, así como objetos vinculados a esas fuentes, como el memorial y otras arquitecturas conmemorativas, la literatura de ficción y los registros audiovisuales. La condición que comparten estos objetos/fuentes es la de estar asociados a procesos que de alguna forma siguen vivos, están abiertos y su trayectoria aún no llega a un punto de inflexión que cierre con contundencia un ciclo. Por todo eso, tanto esas fuentes como la narrativa histórica que se forma a partir de ellos podrían estar sujetas a presiones y disputas distintas a las que rodean los archivos históricos —en donde se asume, por contraste, que habitan cadáveres, es decir, cosas y personas muertas—. Como consecuencia, se abre una nueva época de interés histórico; así también, “el presente” se vuelve un reto particular para el historiador.

Los dilemas del presente para la historia, en la forma antes planteada, no son ajenos a otras disciplinas, y eso es particularmente claro en la etnografía. En un sentido laxo, la etnografía es, por un lado, un formato muy flexible de experiencia heurística y metodológica que implica una presencia del etnógrafo en flujos de acción específicos; por otro lado, es una variedad de estrategias de registro de información, escritura, publicación y divulgación de los hallazgos. Desde los inicios de la consolidación de este formato se habló de la experiencia heurística (corporal)2 de la etnografía, entendida y descrita de diversas formas: hacer una inmersión o zambullirse en la vida de otros —la magia del etnógrafo, dice Malinowski (1972[1922])—, volverse nativo, en algún sentido (Geertz, 1988), mantener un contacto directo y sostenido con las personas y entender “la irreductibilidad de la experiencia humana en sus propios términos” (Willis y Trondman, 2000) o permitirse la experiencia de una abducción (Van Hulst, Vermeulen y Koster, 2015), por ejemplo. Este formato planteaba ya de entrada distintos dilemas, con preocupaciones confluyentes con las de los historiadores del presente, pero que siguieron distintos caminos, en especial a partir de los años ochenta del siglo XX.3

Una forma del dilema emergió claramente cuando la escritura etnográfica vigente desde el siglo XIX —o la reflexión sobre “el antropólogo como autor” (Geertz, 1988)— se volvió motivo de debates. En ese contexto apareció la idea del “presente etnográfico” (Clifford, 1988), que se volvió una vía de cuestionamiento de la autoridad etnográfica y con ello de la “objetividad” misma de la ciencia antropológica. Otro dilema fue planteado por Fabian (1983), quien habla de la situación esquizofrénica del etnógrafo, que hace registros en tiempo presente —basados en una interacción en curso—, pero después escribe en pasado, creando distancia espacio-temporal con los sujetos que estudió —lo que implica un problema diferente al del presente etnográfico de Clifford—.4

Sin embargo, esas no fueron las únicas formas de plantear el dilema del presente. Otro camino fue el que Wolf llamó el descubrimiento de la historia por parte de la antropología en su libro Europa y la gente sin historia, publicado originalmente en 1982 (Wolf, 2005[1982], ver en especial el prefacio a la segunda edición, de 1997).5 Originalmente, en una parte de la literatura antropológica producida en la era de los imperios coloniales en Asia y África, la relación entre historia y antropología fue definida a partir de la presencia/ausencia de escritura, condición que influyó en la definición misma del objeto de la antropología: los pueblos ágrafos que en consecuencia no tienen registros escritos, ni por tanto historia (por ejemplo, en Radcliffe-Brown, 1986[1940]). Confrontando esa idea, Wolf, como antropólogo, hace tres cosas:6 1) “Traté de ser histórico al considerar el desenvolvimiento de las estructuras y de los patrones a lo largo del tiempo […]”; 2) “Intenté asimismo relacionar los descubrimientos de la antropología con perspectivas de una economía política con orientación histórica, con énfasis en este último aspecto, el histórico […]”, y 3) “Apelé tanto a la historia como a la economía política con el fin de situar a los pueblos estudiados por la antropología en los campos de fuerza más amplios que generan los sistemas de poder ejercidos sobre el trabajo social” (Wolf, 2005[1982]:1). Más adelante dice:

LA TESIS central de esta obra es que el mundo de la humanidad constituye un total de procesos múltiples interconectados y que los empeños por descomponer en sus partes esta totalidad, que luego no pueden rearmarla, falsean la realidad. [...] Lo anterior es cierto no nada más en cuanto al presente, sino también en cuanto al pasado (Wolf, 2005[1982]:15).

La idea de ser histórico para entender el presente, siguiendo procesos a lo largo del tiempo, no era ajena a la antropología previa, como mostraremos a continuación. Sin embargo, su perspectiva de cómo hacerlo era específica; además, en ese momento hubo una importante transformación en la idea de historia y en la relación entre historia y etnografía en algunos trabajos contemporáneos y posteriores a los planteamientos de Eric Wolf en su libro.

En este artículo se comparan diferentes formas de ser histórico entre antropólogos en ese periodo previo y posterior a la publicación del libro Europa y la gente sin historia de Wolf. El supuesto es que el estudio etnográfico hace conexiones espacio-temporales (cronotopías) de maneras muy diversas, lo que da como resultado distintos enlaces entre pasado y presente y, con ello, diferentes ideas de historia. Es importante aclarar que este texto se refiere a la forma en que surgen ideas de historia en textos etnográficos, sin usar una noción específica de historia como parámetro, y tampoco nociones de historia de las poblaciones que se estudian; no obstante, esas ideas sugieren lo que es, para el etnógrafo, la historia más allá del texto.

Se hace con materiales de dos regiones de México (sureste y occidente) en las que yo mismo he hecho etnografía, y en las que se ha hecho etnografía con distintas perspectivas, en el período de aparición de esta llamada a redescubrir historia. No se trata de una revisión que pretende ser exhaustiva, sino suficiente apenas para distinguir modos específicos de etnografía contrastantes y llamar la atención en el tema de la presencia —explícita o implícita— de ideas sobre la historia en la etnografía.

Presente y cultura en etnografías previas

La discusión planteada por Wolf tiene como referente una forma específica previa de etnografía, referida a sociedades/pueblos analizados como contenidos en sí mismos, con su propia lógica. Sin embargo, eso no significaba en todos los casos que no se pensara en historia. En trabajos realizados en México por investigadores norteamericanos, después de la Segunda Guerra Mundial, se desarrollaron variantes de esta perspectiva con distintas estrategias respecto al presente y la historia. Una práctica muy recurrente en la conexión entre pasado y presente ha sido la que siguen, hasta la fecha, investigaciones que se basan en analogías entre objetos arqueológicos, lenguas habladas y formas de vida entre poblaciones vivas —contemporáneas al etnógrafo—. Las constantes en estos elementos ofrecen evidencias de una continuidad de características específicas, analizadas como partes de sistemas sociales o culturales.7 En otras etnografías, en cambio, hay propuestas de análisis de totalidades específicas como partes de sistemas sociales con sus propias lógicas, sin hacer conexiones en el tiempo y solo enfocándose en aquellos aspectos que contrastan con lo que se denomina sociedad “moderna”. Es interesante analizar estas perspectivas en dos antropólogos que trabajaron en poblaciones identificadas como indígenas de Michoacán y Chiapas y que tuvieron una amplia influencia en la antropología previa a la discusión de Wolf sobre ser histórico.

El trabajo de Evon Vogt sobre Zinacantán, un pueblo del centro de Chiapas, es un buen ejemplo de este tipo de estrategia etnográfica para escribir lo que él mismo llamó “etnohistoria” de Zinacantán (Vogt, 1969, 1992 y 1994).8 Su etnografía, realizada principalmente entre los años sesenta y ochenta del siglo XX, está centrada en ciertas formas rituales cíclicas que revelan una estructura/jerarquía social y territorial que, de manera fractal, digamos, se replican en distintas escalas. Vogt propone que esta estructura jerárquica, social y territorial es una prueba empírica de la presencia de principios culturales9 que podrían haber estado presentes desde el período Clásico maya —hablamos de más de 1500 años de distancia—. A partir de analogías entre la forma actual de organización y lo registrado por arqueólogos que trabajaban en ciudades mayas antiguas y en documentos coloniales, propone que es posible entender la forma en que se integraban los mayas del Clásico en torno a los centros ceremoniales; además, que las montañas en las que se celebran hoy rituales pueden ser réplicas de las antiguas pirámides. La relación entre pasado y presente se establece a partir de un objeto etnográfico específico, la cultura zinacanteca, que se mantiene por más de un milenio. La otra historia, la de los acontecimientos amplios como la Conquista y Colonia o la formación del Estado nacional en México, es pensada como externa, llega desde afuera en forma de episodios de contacto cuyas huellas son incorporadas o “encapsuladas” en la cultura zinacanteca sin que modifiquen los principios de esta. Así pasó con los santos católicos, en torno a los cuales se levantan altares, o con la carretera, donde se erigen cruces, elementos que se integran al ciclo ritual. ¿En dónde inicia el presente, entonces? Quizás una consecuencia de esta perspectiva es que el tiempo resulta irrelevante o colapsa en un eterno presente que se replica.

Con otra perspectiva, en el occidente de México, entre poblaciones identificadas como p’urhépechas (y llamadas tarascas en la literatura de la época), George Foster realizó investigación también de largo aliento en el pueblo de Tzintzuntzan, en la zona del lago de Pátzcuaro, Michoacán. Según su perspectiva, los campesinos de esta población, al igual que muchos otros en el mundo, dirigen muchas de sus actividades con ciertas orientaciones cognoscitivas10 fundadas en lo que él llamó una “idea del bien limitado” (Foster, 1965a, 1965b, 1967, 1972). De acuerdo con esta perspectiva, diversos comportamientos relacionados con bienes, como el regalo y la invitación a comer, la idea de enfermedad por mal de ojo, o la participación en fiestas que implican gastos, son todas expresiones de un mismo principio básico: los bienes existen en cantidades fijas, de manera que cualquier bien adquirido implica un despojo para otros. Por ello se presentan dos tendencias: una de igualación y otra de competencia e individualismo, tanto en arenas de intercambios económicos como en relaciones personales e interacciones rituales. Más adelante, Foster propone que es posible entender muchas variantes del campesino y de otras poblaciones no modernizadas en el mundo, usando esta idea del bien limitado (Foster, 1972).

Este tipo de antropología propuesto en textos como los de Foster sobre Tzintzunzan (1965a, 1965b, 1967, 1972) o sobre Zinacantán de Vogt (1969, 1992, 1994, 2010) representa formas de concebir la etnografía como una búsqueda de especificidades y de lógicas sistemáticas, que se extienden en el tiempo por analogía, como lo hace Vogt, o en el espacio, como sugiere Foster, este último preocupado por el desarrollo y la modernización de los campesinos y otras subculturas en el mundo. Aunque no hay referencias a estos trabajos en el texto de Wolf titulado Europa y la gente sin historia, comparten características de los trabajos de antropología que toma a las sociedades y culturas como “objetos internamente homogéneos y externamente diferenciados y limitados” (Wolf, 2005[1982]:19).

Descubriendo la historia en el presente (a fines del siglo XX)

En el mismo Harvard Chiapas Project que dirigía Vogt surgieron múltiples perspectivas que iban más allá de su visión sobre la cultura zinacanteca. Por ejemplo, Victoria Bricker (1981, 1986), quien también hizo investigación etnográfica en Chiapas, incorporó en su análisis fuentes históricas —documentos— de Yucatán, Chiapas y Guatemala para entender parte de la parafernalia y la lógica de los rituales. Con ello constató la presencia de otra forma de registro histórico: el drama. Bricker propone que en muchos de los pueblos de la región existe una cierta memoria del conflicto étnico, que identifica como “el sustrato histórico” del ritual. Los acontecimientos históricos vinculados a la conquista, a la dominación colonial y a la confrontación étnica son registrados en los pueblos no en documentos, sino en actos o representaciones rituales que presentan a españoles, judíos y moros, entre otros personajes, que además están impregnados de una simbología mítica. El ritual es tomado como una forma de historia, incrustada en un formato que resulta en confusión del tiempo, pues muchos acontecimientos se sobreponen en uno solo, actuados y empalmados. ¿Qué es el presente, entonces, si no una repetición que acumula nuevos acontecimientos? No obstante, a diferencia del análisis de Vogt en el que la “etnohistoria” zinacanteca está implícita en la cultura —como réplica— y la historia amplia es encapsulada por ella, en Bricker esta historia amplia, ese sustrato, se transforma en tema explícito y, con ello, en conciencia del conflicto étnico.

Otra propuesta de etnohistoria es aquella que hace un uso alternativo de los documentos históricos para la etnografía. Eso implica también una revisión de la autoridad de la fuente, dando cuenta del hecho de que el documento surge siempre en condiciones de desigualdad entre quienes escriben y registran —burocracia, Iglesia, militares, estados en formación, etcétera—, y quienes no. Sin embargo, existe la convicción de que en esa misma documentación es posible leer, de manera indirecta, otras versiones sobre los mismos acontecimientos. Un ejemplo de esta experiencia de análisis de fuentes históricas para reconstruir la vida de una población en una época específica la expone Mario Ruz en su libro Copanaguastla en un espejo (Ruz, 1985). A partir de documentos coloniales —un diccionario en lengua tzeltal escrito por un fraile dominico en el siglo XVI— Ruz reconstruye la vida cotidiana e incluso las formas de entender el mundo de los habitantes del que fue el pueblo tzeltal más grande de su tiempo, y que desapareció a inicios del siglo XVII. Ruz liga éste y otros de sus trabajos (por ejemplo, Ruz, 1997) con la noción de etnohistoria —muy distinta a la de Vogt—,que se traduce en un esfuerzo por hacer surgir voces no consideradas en la narrativa histórica nacional en México, voces ocultas o silenciadas, pero que pueden aparecer en los documentos de manera disimulada. Lo interesante es que en éste y otros ejercicios de etnohistoria —que se conecta con conceptos de resistencia, y en particular con lo que se llamó etnoresistencia (ver por ejemplo Aramoni, 1992; y en un sentido más general, Bonfil, 1990)— resurge una estructura temporal que conecta pasado y presente como continuidad.11 Por ello, una parte de los objetos/fuentes de análisis se presentan como sincréticos, es decir, objetos que mantienen una apariencia aceptable en los marcos de las relaciones de dominación, pero que también preservan una significación cifrada, oculta, que requiere de una mirada oblicua por parte del etnohistoriador. Nuevamente, en esta forma temporal, y por el carácter del objeto antropológico así definido —una cultura subordinada, negada, refugiada—, el presente es una renovación del pasado, como si el sujeto de la historia fuera uno que trasciende el tiempo histórico, que está en resistencia oculta —aunque a veces aparece súbitamente, en espasmos, en forma de rebelión—.

Aunque la búsqueda de la historia se hace explícita en estas perspectivas, con la búsqueda de documentos y otras fuentes para las conexiones entre pasado y presente, el dispositivo analítico y la estrategia narrativa terminan también hablando de dos historias separadas que representan a dos culturas, una interna o propia, y otra externa, ajena y dominante; se tocan, principalmente en ese contexto de dominación, pero se mantienen como historias separadas.

El presente en el flujo de la historia

Por otra parte, en la etnografía de las últimas dos décadas del siglo XX podemos encontrar otras formas de la idea de historia. Algunas de ellas se encuentran en el trabajo de antropólogos que han traspasado las fronteras disciplinares, no solo porque tienen presente que trabajan entre poblaciones sobre las cuales existen documentos, sino porque el presente etnográfico es analizado como un momento en el complejo flujo del pasado en un sentido diferente al anterior —y más cercano a las preocupaciones de Wolf—.

En los años setenta y ochenta, Paul Friedrich acuñó un término con poco eco posterior, pero que resulta relevante para esta discusión: la antropohistoria (Friedrich, 1986). Esta antropohistoria está fundada en la combinación de etnografía y documentos para analizar lo que en ese momento era el presente en un pueblo de Michoacán: Naranja. A diferencia de la etnografía fundada solo en la experiencia directa, Friedrich realizó una conjunción de investigación etnográfica —que se presenta con el tono del llamado “presente etnográfico”, principalmente en su libro Los príncipes de Naranja (1986)—, con investigación documental y de memorias —reflejada sobre todo en su libro Revuelta agraria en una aldea mexicana (1981[1970])—. Podemos leer así dos textos que se comunican entre sí, en donde a la par de la experiencia del estar allí —tener, por ejemplo, que boxear o beber en las cantinas para zambullirse en la vida de las personas— el autor recurre a la memoria y al documento para entender procesos que inician más allá del momento mismo de la experiencia etnográfica. El resultado es una conexión de elementos de distinta densidad empírica: la formación de liderazgos y las movilizaciones locales en el periodo de la llamada Revolución mexicana —pasado— con los subsiguientes conflictos hasta el presente etnográfico. Lo más relevante para nuestro análisis es que más que hacer la historia de un pueblo, lo que Friedrich hace es analizar un pueblo en la amplia historia de la Revolución mexicana, que era en su momento una historia del presente y del pasado más inmediato; además, la historia local no es ni simple repetición a escala local de la historia más general, ni una historia paralela. Se trata de una misma historia en diversas trayectorias interconectadas. Friedrich pone atención en una serie de elementos que hablan de cierta simultaneidad de tiempos distintos: por ejemplo, la relevancia de la biografía para analizar el liderazgo y las relaciones, y el uso de categorías locales de amistad y compadrazgo para explicar la formación de lealtades políticas y de rupturas faccionales. Esta antropohistoria habla así de configuraciones sociales que conjugan distintos procesos —la local y la nacional, por llamarlas de un modo, la de la biografía y la de las categorías sociales, por ejemplo—.

Otra perspectiva significativa en este sentido es la de William Roseberry, quien propone la noción de sujetos antropológicos (Roseberry, 2014[1989]), fundada directamente en la idea de una historia social propuesta por Eric Wolf (2005[1982]). Según la perspectiva general de Wolf, no habría pueblos sin historia o fuera de la historia, aun cuando se trate de pueblos sin escritura. Eso significa que las diferencias sociales y culturales no son primordiales, sino producto mismo de las desiguales conexiones entre diversos nodos sociales. Como explica Wolf, las conexiones globales, con muchas variaciones, tienen una larga trayectoria y muchos de los pueblos, incluyendo los que han hecho famosos los estudios etnográficos, surgen o adquieren particulares formas de organización como resultado de sus relaciones específicas con otros pueblos y sociedades, sostenidas fundamentalmente en vínculos de explotación, ocupación colonial, guerra o tráfico de cosas, personas y símbolos. Siguiendo esas premisas, Roseberry postula que los sujetos antropológicos —los diversos sujetos que estudian los antropólogos, y de alguna manera los antropólogos mismos— son producto de una historia compleja de conexiones globales de distinta intensidad y alcance, con sus específicas consecuencias en distintos puntos del globo.

Sin embargo, más allá de la forma en que Wolf analiza la historia social (2005[1982]), Roseberry agrega algo muy importante: son sujetos antropológicos también en tanto que confrontan explícitamente sus condiciones contemporáneas, que pueden ser analizadas a partir de su inserción en campos de poder (Roseberry, 2004 y 2014[1989]). El mismo Roseberry ofrece un estudio interesante en este sentido, en su análisis de las luchas casi fratricidas en el pueblo de Opopeo, en la región de Pátzcuaro, Michoacán, en el período posterior a la Revolución mexicana (Roseberry, 2004). Haciendo lo que llama una sociología compleja, muestra los efectos diferenciadores de políticas nacionales y de relaciones en el mercado de tierras, bosques, mano de obra y otras mercancías, sobre las poblaciones de una región específica en el lago de Pátzcuaro. Más que encontrar consecuencias lineales que homogenizan a los actores, lo que surge son diferencias, como producto de distintos ejes de conflicto —entre haciendas, entre hacienda y comunidad, entre comunidades, al interior de las comunidades, con las empresas madereras, entre otros—, así como de diversas estrategias en juego, es decir, “experiencias políticas” en las que los sujetos son “autores y actores de sus propios dramas” (Roseberry, 2004:120). La historia entonces, en el análisis de Roseberry, no es solo un proceso social general, es también, de alguna manera, el drama político de los actores en un presente que, además, puede repercutir en el curso de aquella. En otro texto (Roseberry, 1998) plantea de otra manera la interconexión temporal compleja, siguiendo una distinción de Raymond Williams entre el tiempo de época que refiere al carácter o la “cultura” de un período amplio —como la “cultura feudal” o la “cultura burguesa”—, del tiempo histórico, que comprehende procesos subsumidos en el tiempo de época, y que para Roseberry remite a su vez a campos de poder amplios —relativos a la formación de instituciones como la Iglesia, el Estado, el mercado, etcétera— y a campos sociales multidimensionales más específicos como el que muestra en su análisis de Opopeo.12 La historia aparece en la etnografía como una combinación de distintos tiempos, de época e históricos, y de distintos procesos de formación de campos de poder y de campos sociales de lucha concretos; es una combinación compleja porque los procesos obedecen a distintas dinámicas, no necesariamente confluyentes y muchas veces más bien contradictorias.

Por su parte, en Chiapas, dos miembros del Harvard Chiapas Project, Jan Rus y Robert Wasserstrom, construyeron su etnografía, como proceso de investigación y como texto, a partir de una idea de historia distinta a la de Vogt. Acercándose a documentos de archivo disponibles en Chiapas, y siguiendo las rutas de trabajo y migración de los habitantes de pueblos como Chamula y Zinacantán, reconstruyeron las conexiones entre pasado y presente y entre los pueblos y el entorno más significativo en ese momento, para ofrecer otra perspectiva sobre las instituciones locales.

En un trabajo conjunto (Rus y Wasserstrom, 1980) concluyen que algunos elementos de la organización ritual de esos pueblos tienen su origen en la reelaboración de formas rituales heredadas del régimen colonial frente a las cambiantes condiciones de presión sobre la mano de obra local en la segunda mitad del siglo XIX: por un lado, el retroceso del control de la Iglesia sobre esos pueblos y, por otro, la forja de nuevas élites, que expandían las áreas de producción comercial, exploraban nuevos productos comerciales —café, sobre todo— y requerían de mano de obra barata. Wasserstrom (1989[1983]) profundizó este análisis, concluyendo que el humor ritual que implica que hombres se vistan de mujeres en el carnaval en varios pueblos de la región, incluido Zinacantán, lo que es interpretado como una inversión cíclica y temporal de jerarquías que renueva el orden (Bricker, 1986), surge en un momento en que los hombres que habían migrado a las tierras de los valles centrales para trabajar vuelven a los pueblos de origen y buscan retomar las posiciones que habían ocupado las mujeres en su ausencia (Wasserstrom, 1989[1983]). En esta perspectiva etnográfica, la historia como un proceso social amplio no está ausente; no es algo que ocurre de manera paralela o que puede ser encapsulado o comprimido dentro de tiempos rituales cíclicos. Por el contrario, las formas rituales son también, en buena medida, productos históricos, de una historia de contactos e interacciones.

Siguiendo esas preocupaciones por la historia, desarrollé un trabajo etnográfico en Etúcuaro, un pueblo del occidente de Michoacán (Escalona, 1998) sobre el cual había una narrativa histórica ya construida no solo en textos publicados (Sáenz, 1936; Ramírez, 1978), sino en documentos alojados en el archivo del ejido y en placas de monumentos y obras públicas levantadas en la población: era un pueblo p’urhépecha que había abandonado la condición indígena. No obstante, profundizando en esa narrativa, lo que surgieron fueron variaciones de esa historia vinculadas con cambios en las conexiones entre esta población y las dinámicas de los campos de poder en las que estaba insertada —la Iglesia, el Estado, el mercado—. Había, por ejemplo, una versión de la historia de Etúcuaro como una población indígena en la que se hablaba la lengua p’urhe hasta inicios del siglo XX y que formaba parte de una de las que ahora se conocen como las cuatro regiones p’urhépechas: la Cañada de los Once Pueblos. Pero ese pueblo fue desmantelado por la política agraria, la educación y el anticlericalismo, además de su cambio de adscripción a otro municipio, distinto del de los pueblos de La Cañada. Esta historia era relatada con cierta nostalgia por un anciano, muy religioso, que durante toda su vida había estado marginado de cargos o responsabilidades en el ejido y demás instituciones de la revolución. En cambio, había otra versión que celebraba los cambios como liberación, mestizaje y progreso, y que se consignaba no solo en relatos de varios adultos y ancianos que habían ocupado puestos en la administración local, sino también en documentos, edificios y placas alusivas. Una variante de esta versión es la de Moisés Sáenz, que ponía a este pueblo como ejemplo de lo que debía ocurrir a todos los pueblos indígenas de México (Sáenz, 1936). Finalmente, en los años noventa había otra versión que se difundía entre una nueva generación de jornaleros, campesinos sin tierra e intelectuales —maestros, principalmente— que cuestionaba a las autoridades, tanto de la generación previa como la contemporánea, calificándolos como caciques;13 era entre este grupo de personas donde surgía otra invocación del pasado indígena, como parte de la disputa por la titularidad de fracciones de tierras del pueblo y de los cargos de autoridad en el presente. Narrar la historia y darle sentido en el presente era una forma del drama político contemporáneo, en el sentido propuesto por Roseberry. Lo que registré en este pueblo a mediados de los noventa del siglo XX fue una diversidad de relatos de la historia local, que se ligaba a la reorientación de los vínculos del pueblo hacia el valle agrícola, que vivió importantes transformaciones tecnológicas en irrigación desde inicios del siglo XX y una presencia de productos comerciales —trigo al inicio del siglo, fresas y papa a finales—, además de una creciente orientación de los trabajadores jóvenes hacia las ciudades, para estudiar y trabajar en la burocracia, o hacia el trabajo en la agricultura y la construcción en el norte del país y en Estados Unidos.

Conclusión

En las últimas dos décadas del siglo XX varias etnografías realizadas en México muestran esfuerzos por ser históricas, en el sentido de Wolf. Lo que aquí se muestra no representa en ningún sentido un panorama completo de esas apuestas por la historia, sino solo unas de ellas en trabajos muy específicos en dos regiones de México. Ser histórico no es además un esfuerzo que se diera particularmente en esa época: se podría decir que la antropología en México ha estado siempre construida con la intención de ser histórica. Igualmente, todo el análisis cambiaría con seguridad si se considerara la perspectiva de los historiadores sobre la historia y sobre las ideas de la misma en las etnografías. Todo ello significaría una investigación más amplia y detallada. El breve recorrido aquí realizado se enfoca sobre todo en trabajos que hacen eco de la preocupación de Wolf en los términos en que la formula en su libro Europa y la gente sin historia: el enfoque en las conexiones espaciotemporales desde una perspectiva de economía política, que termina fusionando de algún modo antropología e historia. Para el análisis aquí propuesto se contrastan entonces etnografías previas que refieren a otras ideas de historia (George Foster y Evon Vogt), así como a otras formas de preocupación por la historia en la etnografía (Victoria Bricker y Mario Ruz), apenas ejemplos de la gran cantidad de literatura de este tipo producida solamente en Chiapas y Michoacán, y referidas aquí solo para hacer claro el contraste propuesto.

Mientras que el enfoque en la singularidad de las sociedades o culturas parece implicar en sí mismo la distancia espacio-temporal —en el sentido de Fabian— que ha dominado la etnografía, y por ello una separación y distancia entre historias, el enfoque en las conexiones lleva a la búsqueda de la historia como un proceso general y común con diversas localizaciones y respuestas. Eso podría llevar a replantear el problema de la negación de la contemporaneidad en el sentido de Fabian: la continua tensión entre la realización de la etnografía en interacciones en el presente, para después construir textos que crean una distancia temporal y espacial entre el antropólogo y los pueblos estudiados —o la negación de la contemporaneidad o coevalness—. ¿Es la perspectiva de Wolf una forma de ir más allá de esta forma epistemológica y textual del distanciamiento?

Finalmente, eso también termina planteando dilemas sobre el presente, no solo en la investigación y en la escritura etnográficas, sino en la antropología en sí misma como artefacto social. Por un lado, la presencia de las fuentes históricas parece ampliarse y diversificarse, como parte de las conexiones contemporáneas y las tecnologías de registro y divulgación, lo que hace que se modifique la condición misma de la etnografía —más allá del arquetipo del viaje al mundo ágrafo y diferente—; por otro lado, el pasado, con esas mismas tecnologías —incluyendo la etnografía y su circulación entre públicos— hacen que el pasado de apariencia muerta pueda regresar, vivificada en nuevos escenarios de intereses confrontados.14 ¿Cuándo entonces se termina el pasado e inicia el presente?