[0000-0002-1507-6345 Julieta Flores Montes[*]
Los textiles artesanales son, por una parte, objetos utilitarios para las poblaciones indígenas que los producen y, por otra, objetos culturales que condensan formas particulares de conocimiento transmitidos generacionalmente. Destacan por su estética, que incluye figuras geométricas que se crean al combinar colores en la trama y la urdimbre del tejido, por los bordados manuales o a máquina sobre los lienzos, por los adornos y acabados que los acompañan, y por la producción manual que denota un grado de originalidad y unicidad contrapuesta a la producción industrial hecha en serie. En este artículo argumento que estas cualidades, que en apariencia son intrínsecas a los textiles, se negocian socialmente para diferenciarlas del cúmulo de mercancías que circulan en el mercado. Por tanto, los textiles artesanales estudiados como mercancías brindan vetas interesantes sobre cómo los “criterios de autenticidad” (Spooner, 1991) sirven como una “fantasía ideológica” (Žižek, 2003) que articula la realidad de quienes los producen, circulan y consumen.
Ubico el análisis en San Cristóbal de Las Casas, lugar que históricamente se ha caracterizado por ser el centro comercial de la región de Los Altos de Chiapas y donde actualmente el sector de los servicios y la promoción turística potenció la producción artesanal para convertirla en una actividad rentable. Me concentro en aquellos intermediarios que en la última década han adaptado los textiles artesanales a diseños contemporáneos creando “imitaciones auténticas” (Comaroff y Comaroff, 2011) que acentúan su exclusividad, y que a la vez han desarrollado criterios de comercialización de acuerdo con los cuales la responsabilidad social del productor y del consumidor se cimbran sobre lo justo.
Dividí el texto en tres apartados. En el primero esbozo una perspectiva teórica sobre los criterios de autenticidad atribuidos a las mercancías y cómo esto se ciñe a actuales formas de fetichización para hacerlos deseables en el mercado. Posteriormente, documento el contexto de la región que dio pauta a que nuevos intermediarios incursionaran en la comercialización de textiles artesanales bajo estándares de comercio justo. Por último, reconstruyo etnográficamente los espacios y discursos de comercialización de los textiles artesanales a través del trabajo de las empleadas de mostrador, con el objetivo de vislumbrar las fantasías ideológicas en el momento del consumo. Cabe mencionar que este artículo es parte de mi investigación doctoral que sigue en curso, y que los datos etnográficos que presento son resultado del trabajo de campo efectuado de agosto de 2017 a marzo de 2019 en la región de Los Altos de Chiapas.
Las sociedades capitalistas, señala Karl Marx (1999), están sumidas en un “inmenso arsenal de mercancías”; estos objetos materiales a primera vista solo parecen objetos tribales, por tal motivo, Marx invita a efectuar una revisión más detallada sobre las mercancías para apreciar que están “llenas de un carácter místico, de sutilezas metafísicas y de resabios teológicos”. Partiendo de la premisa anterior, en este trabajo me interesa analizar un tipo de objetos que, al tener un valor de cambio, toman el carácter de mercancías, pero que pocas veces se estudian como tales: los textiles artesanales. Estos objetos históricamente han sido dotados de un carácter cultural, de singularidades estéticas y de criterios de autenticidad en relación con otras mercancías, por lo que se han considerado mercancías “únicas”. Sin embargo, antes de dar por sentado este argumento me gustaría reflexionar sobre los procesos sociales que permiten que se les atribuya este calificativo.
Para que una mercancía sea considerada única tiene que cumplir con lo que Brian Spooner (1991) llama “criterios de autenticidad”. Estos criterios son atributos objetivos y subjetivos establecidos socialmente a partir de una serie de negociaciones. Para el caso de los textiles artesanales, los atributos objetivos surgen con la producción industrial que crea mercancías equivalentes a las artesanales, por lo cual estas deben diferenciarse mediante cualidades como la confección manual, la exoticidad y el diseño —no su utilidad—,por las relaciones tradicionales de producción y por la antigüedad con la que se producen. Estas características, a su vez, le confieren a los textiles atributos subjetivos: un “aura” que los permite diferenciarse de cualquier otra mercancía. Siguiendo a Walter Benjamin (1989), el aura es la suma de pensamientos y emociones que los artesanos transmiten a los textiles al momento de producirlos manualmente; por tal motivo, el aquí y el ahora en los que se producen es un momento que capta irrepetiblemente la historia, y constituye un marco de autenticidad y existencia único que no reside en el textil en sí mismo, sino en la relación entre la artesana y el textil.
El aura de los textiles constantemente está amenazada por la reproducción técnica, por lo que es necesario agregar características que incrementen su autenticidad y su diferenciación, a la par de regular su reproducción para no depreciar el aquí y el ahora de su producción. No obstante, como mencionan Jean y John L. Comaroff (2011), en el desarrollo del capitalismo cultural el aura ha dado un giro de ciento ochenta grados porque, ni para los consumidores ni para los productores, desaparece con la reproductibilidad técnica ni con su incorporación al mercado. Este giro, de acuerdo con los autores, es posible porque las mercancías únicas son renovadas, redescubiertas y refuncionalizadas constantemente por productores y consumidores. Esto significa que las cualidades trasferidas a las mercancías pueden ser reproducidas e intercambiadas sin perder aparentemente su valor original; como consecuencia, el aura se conserva tanto en la reproducción de estos objetos como en su exclusividad, porque se consideran “imitaciones auténticas” y, como tales, acentúan la exclusividad del original.
Las imitaciones auténticas de las mercancías únicas son posibles porque “la autenticidad no es una propiedad inalterable de un objeto o situación, es un atributo que se negocia socialmente” (Comaroff y Comaroff, 2011). En la actualidad, la transmisión del aura de los textiles artesanales es negociada y validada por los acuerdos establecidos en un contexto de producción y reproducción neoliberal, donde el origen étnico se vuelve un atributo que le otorga a los textiles un valor y un distintivo que los vuelve más atractivos para el consumidor en términos de lo justo, lo estético y la unicidad. Sin embargo, después del consumo, cuando los textiles son adquiridos, el aura simplemente desaparece y se convierten en una mercancía más debido a que el aura es una estrategia publicitaria que se ha inventado desde distintas esferas del espacio público como la academia, la literatura o la mercadotecnia (Povinelli, 2001).
En este sentido, la pérdida del aura de los textiles después del consumo convierte al aura en un fetiche que le daba la cualidad única y deseable. Al respecto, José Luis Escalona (2016) señala que la producción social de la apariencia de los textiles como mercancías únicas responde a “múltiples procesos de valoración” que convergen no solo en el proceso de producción, sino también en su circulación y consumo. Esta multiplicidad de valores, en palabras del autor, es una sobrefetichización de los textiles, la cual se debe entender a partir de los procesos sociales en que están inscritos y no por la mercancía en sí. Siguiendo la sugerencia de Escalona de explorar otros aspectos del fetiche de la mercancía y no limitarnos al argumento de Marx de centrar el fetiche en el proceso productivo, retomo la propuesta de Slavoj Žižek (2003), quien brinda una beta interesante sobre el tema.
De acuerdo con este autor, conocer el trabajo consumido en el proceso productivo de una mercancía no elimina su carácter fetichista, puesto que el problema del análisis no es encontrar su “núcleo oculto y misterioso”, ya que este fue revelado; el consumidor sabe que toda mercancía implica un proceso de transformación. Sin embargo, en la efectividad social del mercado, el consumidor hace como si no lo supiera. Por tal motivo, para este autor el carácter fetichista radica en encontrar por qué las mercancías son “la promesa de algo más”, un “más” que ejerce en el consumidor un “fascinante poder de atracción” (Žižek, 2003:42). Centrar el análisis en el “más” implica reflexionar sobre el carácter material de las mercancías, con esto no se refiere al material con que están hechas, “sino el material sublime, esa otra consistencia ‘indestructible e inmutable’ que persiste más allá de la corrupción del cuerpo físico” (2003:44). Žižek arguye que la materia sublime en las mercancías es el proceso de interpelación de la parte subjetiva del sujeto-consumidor donde se estructura la fantasía ideológica. Esta fantasía ideológica no es el nivel en el que se cree que la ideología enmascara el estado real de las cosas, sino el que estructura la realidad como la búsqueda de una ilusión (Žižek, 2003:58). Para el autor, la ilusión radica en el hacer, a diferencia de Marx, quien pensaba que estaba en el saber; por lo tanto, el intercambio de mercancías —el hacer— es en sí mismo una ilusión fetichista. Esta ilusión, que normalmente se pasa por alto, se sitúa en el plano del inconsciente, a la vez que estructura nuestra realidad y nuestra actividad social y la convierte en una fantasía ideológica.
Siguiendo la propuesta de Žižek se puede afirmar que atribuir a los textiles artesanales la cualidad de mercancías únicas implica relaciones intersubjetivas entre los sujetos que participan en las etapas de producción, circulación y consumo; cada uno de estos sujetos sabe que detrás de los textiles artesanales convergen intereses particulares del productor, del intermediario y del consumidor. No obstante, en la práctica ellos actúan como si tales intereses no fueran el móvil de la transacción comercial y lo único que importara fuera la mercancía en sí, lo que da lugar a la fantasía ideológica.
Como se ha visto en este apartado, me dediqué a analizar los atributos objetivos y subjetivos que dan pauta a que los textiles artesanales sean producidos como mercancías únicas. De igual manera, analicé cómo esta cualidad de unicidad forma parte de la fantasía ideológica que articula la vida, la ilusión y los deseos de los individuos que participan en los distintos niveles de producción de estos textiles. En las siguientes líneas me interesa dar cuenta de la manera en que opera la fantasía ideológica en el caso concreto de la comercialización de textiles artesanales en San Cristóbal de Las Casas, Chiapas. Para esto, documento los procesos sociales que dieron pauta a que los textiles artesanales tomaran relevancia en la actividad comercial de la región, y posteriormente me enfoco en cómo se crea la ilusión por estas mercancías en el momento del consumo.
El éxito de los textiles artesanales se debe, además de a los criterios de autenticidad que he señalado en el apartado anterior, a formas específicas de desarrollo del capital. En este sentido, Roseberry (1996) advierte que el cambio de régimen de acumulación fordista al de acumulación flexible marcó una ruptura en la manera de producir mercancías, ya que se abandonó la producción masificada por una a menor escala adaptando la demanda del mercado en cantidad, variedad y calidad. Para esto se utilizaron desarrollos tecnológicos, comerciales y de comunicación, a la par de asegurar que el suministro de mano de obra se pueda contratar y desvincular según sea necesario. Asimismo, el régimen flexible dio paso a la creación de uniones entre pequeños productores, distribuidores y emprendedores, quienes generaron una mayor diversidad de opciones de consumo a menor escala dando pauta a una concentración atomizada del capital entre estos nuevos actores.
Tales cambios en el régimen de acumulación se pueden rastrear a través de la producción textil, la cual es considerada una fuente de empleo para las poblaciones rurales ligada al desarrollo turístico del país. En la región de Los Altos de Chiapas el impulso a este sector inició en la década de los setenta con el Instituto Nacional Indigenista (INI) y el Fondo Nacional para el Fomento a las Artesanías (FONART), instancias que se encargaron de la capacitación y organización de artesanos, de la publicidad mediante la explicación de los significados culturales de los objetos y de la comercialización de la producción. Desde entonces y hasta la fecha, la producción textil en la región se presenta como una opción ocupacional frente al abandono del trabajo agrícola, el desempleo y la migración.1
El régimen de acumulación flexible en la región se caracterizó por el impulso del sector servicios y el desarrollo de la industria turística, la cual tuvo una importancia fundamental para que la producción de textiles se sostuviera e incrementara, a la par de constituirse en un motivo para introducir cambios en los objetos artesanales y para crear nuevos y modernos textiles atractivos para el consumidor.2 Los primeros cambios en la producción textil fueron implementados por las dependencias gubernamentales, que a través de la formación de cooperativas capacitaron a las artesanas para mejorar sus productos. Posteriormente, a partir de la implementación de las políticas neoliberales y la reducción de la participación gubernamental se propició una crisis en el modelo cooperativista regional que dio pauta a que organizaciones de la sociedad civil cubrieran los vacíos generados por la contracción estatal. El objetivo de estas organizaciones fue fortalecer los grupos locales, hacerlos más rentables, disminuir su déficit y ayudarlos a abrir nuevos nichos de mercado con objeto de establecer gradualmente un modelo más empresarial que cooperativista (Vargas, 2002:129).
Sin embargo, las capacitaciones que el sector artesanal ha recibido a lo largo de estas décadas por parte de las iniciativas pública y privada, que sirvieron para mejorar las destrezas manuales de las artesanas y convertirlas en mano de obra calificada y cautiva, no hicieron posible que las productoras accedieran al mercado sin la ayuda de intermediarios. Estos personajes, con distintos grados de influencia, desempeñan un papel fundamental en la comercialización de las artesanías al ser el puente que conecta a los productores con el mercado. Durante el periodo desarrollista, los intermediarios eran los empleados gubernamentales, quienes llegaban a las comunidades para comprar la producción de las artesanas o de algunos indígenas con mayor movilidad fuera de la comunidad; pero en las primeras dos décadas del siglo XXI este papel fue ocupado por gestores culturales independientes, empleados de organizaciones civiles, emprendedores y diseñadores de moda, quienes han creado sus propias marcas de ropa artesanal con las que ofrecen imitaciones auténticas de textiles artesanales con una alta calidad y diseños contemporáneos.
Estos nuevos intermediaros, al crear marcas que esperan que sean competitivas en el mercado, introdujeron importantes cambios en el proceso productivo: desarrollaron patrones que estandarizan tallas y medidas, redujeron la cantidad de bordados o iconografía, ampliaron la variedad de modelos y diseños, introdujeron materiales de mejor calidad como lino y algodón, y efectuaron una rigurosa selección y combinación de paletas de colores en función de las temporadas de moda. Esto implicó desarticular la cadena productiva de las artesanas, quienes antes elaboraban un textil de principio a fin sin el conocimiento de las medidas ergonómicas o de los colores de temporada; ahora solo tejen lienzos o bordan partes de una prenda a partir de una ficha técnica en la que la marca especifica tamaños, colores y técnicas a utilizar. En sus talleres los intermediarios se encargan de las uniones, acabados, etiquetado y planchado, para posteriormente llevar los textiles terminados a sus tiendas, donde serán vendidos.
Este sistema conocido como trabajo de maquila o a destajo se ha vuelto cada vez más común entre las artesanas en los últimos diez años, y las ha colocado en el último eslabón de la cadena de producción al convertirlas en trabajadoras antes que en creadoras, con formas de pago por hora de trabajo y no por prenda terminada. En este sentido, las modificaciones en la organización del trabajo y los cambios materiales en los textiles introducidos por los intermediarios, a los que ellos llaman “innovaciones”, no son otra cosa más que adaptaciones que responden al régimen de acumulación flexible donde la fuerza de trabajo de las artesanas y los textiles se incorporaron como mercancías a partir de marcos ideológicos que privilegian el origen de las productoras así como la unicidad y singularidad de las piezas.
Otro aspecto que distingue las marcas de los nuevos intermediarios de sus antecesores es la imagen pública contemporánea, ética, transparente y comprometida con el empoderamiento de las mujeres indígenas. Ellos, a través de publicaciones en las redes sociales o en sus tiendas físicas, además de vender sus mercancías crean contenidos visuales en los que explican a los consumidores el procedimiento de elaboración de las prendas artesanales, el lugar donde se producen, la forma de aprendizaje de las artesanas, los significados de la iconografía, la responsabilidad de la marca al trabajar con artesanas, el trabajo colaborativo entre diseñadores y artesanas, y la autenticidad de cada pieza producida. Los intermediarios utilizan esta información como publicidad en las redes sociales y en sus tiendas con el fin de que el consumidor los identifique como una marca comprometida con el consumo responsable. Esto deja ver que la creación de marcas e imágenes publicitarias, junto con los medios de comunicación, desempeñan un rol importante para el crecimiento del capital, al ser el engranaje que manipula los deseos y gustos a través de imágenes relacionadas con los productores3 (Harvey, 1998; Roseberry, 1996).
Las tiendas de estos intermediarios sobresalen del resto de la oferta textil de San Cristóbal por la manera de producir el aura de sus mercancías; esto les da la posibilidad de diferenciarse no solo de lo fabricado industrialmente, sino también de la producción artesanal considerada “artesanías chatarra o de aeropuerto”. La artesanía de este último tipo es aquella que solo cumple la función de souvenir, y para su comercialización no se toma en cuenta el lugar de procedencia ni el tipo de manufactura, sino que lo relevante es que se ajuste al presupuesto del comprador; se caracteriza por ser de baja calidad y en algunos casos por su producción semiindustrial (Novelo, 2008). En San Cristóbal la artesanía chatarra es vendida de manera masiva por ambulantes indígenas o locatarios del mercado de Santo Domingo, el espacio más grande de la región donde se venden textiles, los cuales provienen de distintos países como Ecuador, Guatemala, China o India, que en ocasiones no se diferencian de los productos locales porque reproducen la misma apariencia estética que los textiles hechos localmente (Escalona, 2016).
La artesanía chatarra propició una saturación del mercado que hizo necesario subrayar los criterios de autenticidad establecidos —el carácter manual y el aura transmitida del artesano a la prenda—; los nuevos intermediarios incorporaron otros criterios relacionados con formas de comercialización “justas” y “éticas”, las cuales se basan en relaciones de solidaridad, pago justo, equidad y trasparencia (Bacon, 2010). En la promoción de estas marcas se garantiza el beneficio directo de las artesanas, ya que están libres de intermediarios innecesarios, de la explotación del trabajo y de las bajas remuneraciones. Sin embargo, frente a este argumento de comercio justo cabe preguntarse de qué manera se puede encontrar lo justo en un esquema en el que, además de desarticular el proceso productivo, las artesanas reciben pagos por horas que oscilan entre los $9 y los $25 pesos mexicanos dependiendo del empleador, y pocas veces el pago supera el 50% del costo final de la prenda.
Para los fines de este artículo solo abordaré la manera en que los intermediarios interpelan la parte subjetiva del consumidor para adquirir textiles artesanales considerados como únicos y producidos bajo estándares de comercio justo, sin que esto signifique que la reproducción material de la vida de las artesanas pase a segundo término. Por el contrario, considero que un análisis enfocado en los mecanismos de interpelación de la fantasía ideológica da cuenta de que la ideología no es un ente abstracto, sino un cúmulo de relaciones sociales que articulan la vida material de las personas, a través de las cuales se establecen, mantienen y naturalizan las condiciones de desigualdad de las artesanas. Al mismo tiempo es aquello que dota de sentido a la vida de quienes participan en la producción, circulación y consumo al proveerlos de un propósito de justicia con el cual enfrentar la realidad. A partir de esto, en el siguiente apartado documento la interacción entre las empleadas de mostrador y las consumidoras para analizar la fantasía ideológica que envuelve a los textiles artesanales como una mercancía única, diferente de otras, incluso de otros textiles artesanales.
Fair Trade is Cool, dice el eslogan de la tienda, en letras molde, de color negro, sobre el fondo blanco de la pared. El anuncio que se muestra en la parte superior de los estantes figura como un título que comunica al consumidor el tipo de mercancías que se venden ahí. En la parte inferior se encuentran exhibidas las prendas de la marca, en sencillas estructuras metálicas, pintadas de color blanco y combinadas con madera, que permiten al cliente observar el contraste necesario con la amplia variedad de colores, algunos en tonos tierra, otros oponiendo el blanco y el negro, y algunos más en tonos fuertes como rojo, verde, rosa o amarillo. Las piezas están acomodadas de acuerdo con el tipo de prenda: blusas, huipiles, pashminas, mañanitas, corbatas, cojines o vestidos, y entre ellas sobresalen accesorios de decoración, llaveros, bolsas, carteras y joyería, ¡todo a la venta! La iluminación juega un papel importante en la tienda puesto que la luz se dirige a las piezas para potenciar el reflejo de los colores y hacerlas atractivas a los ojos del posible comprador.
En una de estas tiendas trabajé como empleada de mostrador. Mi tarea principal era la atención al cliente, aunque no era lo único que hacía. También tenía que barrer y limpiar el local, planchar las prendas, aprender a bordar para hacer algunos arreglos finales a la ropa, quitarles los hilos sueltos y acomodarlas en los estantes. El adecuado acomodo de las mercancías era una tarea diaria porque las piezas tenían que distribuirse de una manera proporcional para evitar espacios vacíos por un lado, y saturados por otro. También se tenían que cambiar de lugar para dar el efecto visual al consumidor de que siempre había mercancías nuevas. Pero la labor más importante era arreglar el aparador y vestir el maniquí. El viejo adagio “de la vista nace el amor” me parece que ilustra bien la relevancia del trabajo. Al constituir el aparador y el maniquí los primeros contactos visuales de los consumidores con la ropa, las prendas se seleccionaban de manera especial para esos espacios por la combinación de colores y por lo vanguardista que en conjunto se percibían. De esta manera se sugería al consumidor, por una parte, cómo usar la ropa y, por otra, que era moderna y única. Cuando el aparador cumplía su propósito el efecto era inmediato, porque muchas de las clientas entraban a la tienda solo para preguntar por las prendas exhibidas.
La empleada de mostrador es el segundo contacto de las clientas. Cuando ellas entraban a la tienda para observar con mayor detalle las mercancías, me tenía que acercar a saludarlas y decirles: “lo que gusten se lo podemos mostrar”. Después de eso, me alejaba lo suficiente para dejarles el paso libre, pero me mantenía atenta por si necesitaban que les mostrara alguna talla, darles el precio o brindar información de la ropa o de la marca. Las interacciones que tuve con las clientas fueron diversas. Algunas no pasaron del saludo inicial, otras únicamente se limitaron a pedir el precio de las piezas, y las más interesantes fueron cuando las clientas se mostraban atraídas por alguna prenda y yo tenía que hacer “la labor de venta” para persuadirlas de realizar la compra.
Las interacciones de este tipo usualmente iniciaban después de que las clientas veían el costo y preguntaban por la talla o cuando se mostraban interesadas en la textura, en los bordados o en los cortes de una prenda. En ese momento me acercaba y les decía “todo es hecho a mano” y les preguntaba si conocían la marca. La mayoría eran turistas en la ciudad y su respuesta era no; eran una minoría las que llegaban a la tienda porque habían escuchado o leído sobre la marca en algún blog de modas, en las redes sociales o porque eran clientas frecuentes. A quienes no conocían la marca les explicaba que era de una diseñadora mexicana que trabajaba con artesanas indígenas de diferentes comunidades de la región y que el objetivo de la marca era vestir a mujeres modernas con ropa hecha artesanalmente.
Lo siguiente en el guion era explicarles que todo lo exhibido en la tienda era hecho de forma manual, en telar de cintura mediante diferentes técnicas de tejido, y otras prendas eran bordadas a mano o a máquina. Para las consumidoras que desconocían el proceso de elaboración de los textiles artesanales o que no sabían qué era un telar de cintura, este tipo de información, la mayoría de las veces, les provocaba un gran interés en la prenda y pedían que les explicara este tema con más detalle. Por supuesto, yo tenía que estar preparada y conocer esa información. Por ello, cuando fui contratada recibí una capacitación en la que me enseñaron a distinguir los bordados manuales de los hechos con máquina de coser; me dijeron que había piezas hechas en telar de cintura sin explicarme qué era y las comunidades de donde provenía cada prenda; tenía también que enfatizar que la elaboración de cada pieza llevaba semanas de trabajo porque no se trataba de ropa de fábrica, sino de piezas únicas y, aunque se pudiera encontrar el mismo modelo en la tienda, los bordados o los tejidos nunca se repetían por tratarse de un trabajo manual.
La capacitación inicial hizo que cada empleada elaborara su propio guion de venta; la mayoría eran muy básicos y confusos, sobre todo para explicar qué era el telar de cintura, lo cual se debía a que algunas no conocían qué era un telar ni entendían cómo funcionaba. La manera más fácil de explicarlo era mencionando que las artesanas, a través de unos palos de madera que tensaban con la cintura, pasaban hilo por hilo para formar la tela. Por las expresiones de las compradoras se notaba que tampoco les quedaba claro, así que en la tienda había fotos para mostrar las diferentes etapas del tejido en telar de cintura y a las artesanas que las producían, lo que ayudaba a ilustrar nuestra explicación. En algunas tiendas incluso tienen telares como parte de su decoración, que al mismo tiempo sirven para que la clientela se sensibilice y comprenda los procesos de elaboración de las prendas.
Otro punto al que se hacía alusión era a los materiales utilizados y a la calidad de los acabados. La mayoría de estas marcas utilizan algodón, lino o seda para la producción de sus piezas, lo que garantiza que no se despintarán ni encogerán. Los diseñadores se esmeran en los acabados de la ropa como los dobladillos, las uniones, los forros o el etiquetado para que sean lo más perfectos posible. Los cuidados en la calidad, el subrayar las cualidades físicas de los textiles y la manera de vestir los aparadores son parte de los criterios de autenticidad, objetivos y subjetivos, que estas marcas establecen para interpelar al consumidor. A través de estas acciones las marcas se legitiman en el mercado como productoras de mercancías únicas, al mismo tiempo que se diferencian de la producción de textiles chatarra y de la producción industrial.
Las empleadas de mostrador juegan un papel trascendental en la interpelación de los consumidores al ser las encargadas de hacer deseables estas mercancías mediante la interacción cara a cara. Durante el periodo que trabajé en la tienda procuré explicar a las clientas más interesadas que la elaboración de los textiles incluye una mezcla de técnicas de tejido y bordado, lo que permite que presenten diferentes texturas y combinaciones de color. En una ocasión llegó a la tienda una mujer europea mayor de cuarenta años. Después de darle la bienvenida, le pregunté si estaba buscando algo en especial, a lo que ella contestó que sí, que estaba de visita en la ciudad por cuestiones de trabajo y quería comprarse algo “típico de aquí” pero que pudiera utilizar frecuentemente. De inmediato, le sugerí que comprara un textil porque era algo que sin duda podía utilizar. Le pregunté si deseaba algún modelo en especial y me dijo que no, pero que prefería algo útil como una blusa. Empecé mostrándole las blusas de San Andrés Larráinzar, que son de las más convencionales en el mercado, las cuales están tejidas en telar de cintura y son brocadas en la parte superior posterior y delantera, pero no le gustaron. Me dijo que eran muy bonitas, pero que los colores —rojo con negro y verde con beige— le parecían muy fuertes; ella estaba acostumbrada a utilizar colores neutros y agregó: “Creo que esas blusas se le ven muy bonitas a las mujeres de aquí, pero por mi tono de piel siento que no me vería muy bien”. Seguí sugiriéndole modelos y le llamaron la atención unas blusas de lino bordadas con líneas y círculos de San Juan Chamula, pero tampoco le gustaron, dijo que podían confundirse con un tipo de blusas que se hacen en Rumania y ella quería algo más típico de México.
Finalmente, le enseñé unas blusas tejidas en telar de cintura del municipio de Venustiano Carranza. A diferencia del modelo de San Andrés Larráinzar, con el tejido más cerrado, la tela más gruesa, sin caída y con los brocados más saturados, la tela de las blusas de Carranza parece gasa, lo que les da una buena caída y las hace ligeras, además de que tienen una menor saturación de brocados ubicados en diferentes posiciones para formar líneas. Le mostré blusas de este tipo en diferentes colores: azul eléctrico, anaranjado, rojo, negro y blanco, todas con brocados contrastantes, pero ninguna le agradó y me dijo: “El tipo de blusa me gusta, pero no los colores”. Aquel día habían llegado un par de blusas nuevas que no estaban acomodadas porque les faltaba el etiquetado, en tono perla con los brocados esparcidos asimétricamente, una en tono marrón claro y otra en marrón fuerte. Se las enseñé a las clienta y dijo: “Estas sí me gustan”.
En cuando mencionó eso le sugerí pasar al probador para que viera cómo se le veían y qué tan cómodas las sentía. Ella, con una cara visiblemente más entusiasmada después de haber visto varios modelos sin éxito, se probó las dos blusas y frente al espejo analizó desde diferentes ángulos cómo le quedaban. Me preguntó: “¿Cuál te gusta más?” Yo sugerí la blusa de los bordados en marrón claro porque sabía que los colores de ese tipo podrían gustarle más a ella, y me dijo volteándose hacia el espejo: “Tienes razón, esta blusa la puedo ocupar en una reunión de trabajo con un pantalón negro y un saco, pero también con un pantalón de mezclilla para un fin de semana con la familia, así no me pongo la típica playera, además nadie va a tener una blusa como esta en mi país, ¡la compro!”.
El criterio de selección de la clienta para comprar una blusa era inicialmente que fuera del lugar y elaborada con las técnicas de la región, pero lo que definió su compra fue el color. En este sentido, siguiendo a Taussig (2006), considero que el color en los textiles desempeña un papel trascendental, puesto que implica mucho más que un tono o una combinación de colores, es una “sustancia polimórfica mágica” que permite la atracción o el rechazo. Contiene el tipo de magia que le da un “carácter sublime a las mercancías” (Žižek, 2003). Es decir, la fantasía ideológica que se transmite a través del color y sus múltiples combinaciones modifica la manera de observar las prendas por parte de los consumidores. Así, la observación para seleccionar una prenda se vuelve menos una actividad retiniana, y más una actividad corporal que permite establecer significativas diferencias cualitativas entre los textiles que se venden en la calle o en el mercado de artesanías de manera masificada, con bajos estándares de calidad y con colores fuertes y brillantes, que no se equiparan con los tonos mates y neutros de los textiles vendidos por las marcas de los nuevos intermediaros de la producción artesanal.
Lo sublime de los textiles se refuerza cuando se les dice a las clientas que las piezas son únicas. Por “únicas” me refiero a que una de las cualidades del trabajo manual es que, pese a la repetición de este, la prenda siempre será diferente, aunque sea en forma sutil. En el momento del consumo, estas diferencias en los textiles se las recalcaba a las consumidoras cuando para justificar mi argumento de unicidad comparaba dos piezas similares y ellas apreciaban que tanto el bordado como el tamaño y la distribución eran distintos. A la unicidad le agregaba que la cantidad de prendas que se hacen de cada modelo son pocas y que incluso los colores que se utilizan, cuando se quieren hacer nuevas prendas con los mismos diseños, cambian por el teñido de los hilos, sin importar que se trate del mismo tono.
Observé que son variados los motivos que determinan que un consumidor opte por la compra de una pieza única. Al cliente le puede interesar o no que provenga de las comunidades más alejadas de Chiapas, que los materiales sean de la mejor calidad o que el diseño sea muy bueno; lo más importante es que la combinación de colores le guste y que las piezas sean únicas, lo que hace exclusiva no solo la pieza, sino también a quien la porta, remarcando el proceso de distinción. Por último, después de explicar las cualidades de estas mercancías apelaba a la parte emotiva y justa de la compra, que consistía en hacer saber al cliente que en la parte posterior de la etiqueta figuraba el nombre de la artesana que la elaboró, las horas que tardó en hacer esa pieza en particular y los nombres de la técnica y de la comunidad. Esta biografía de la prenda da el crédito a la artesana y no solo a la marca, hace evidente el trabajo colaborativo entre diseñadoras y artesanas y, sobre todo, garantiza que la tienda produce bajo estándares éticos de trabajo y de pago justo hacia las artesanas.
Un ejemplo de lo anterior se refleja en un caso en el que atendí a una turista mexicana, una mujer de mediana edad que estaba haciendo las últimas compras de su viaje. Recuerdo que entró a la tienda a ver un vestido en particular. Me acerqué a ella para darle el speech de bienvenida y amablemente me interrumpió y me dijo que ya había entrado antes en la tienda y que había regresado porque le gustó un vestido. Cuando me indicó el modelo le dije que solo lo teníamos en dos tallas y le pregunté cuál era la que estaba buscando. Ella me respondió que no sabía, así que le sugerí que se probara ambas piezas. Entró en el probador y mientras se ponía el primer vestido me comentó que lo quería porque en las siguientes semanas asistiría a una fiesta y este era perfecto para el evento; que había buscado en las otras tiendas pero no encontró alguno que le gustará. Le comenté que cada marca de ropa artesanal tenía un concepto diferente, lo que se hacía visible en el tipo de prendas, por eso no había encontrado un modelo similar, además de que el hecho de que los modelos fueran únicos era una de las cualidades del trabajo artesanal.
Se probó el segundo vestido, pero le quedó más ajustado y dijo: “Es una lástima, este me gustaba más por el orden de los colores”. Se volvió a poner el primer vestido y, al igual que otras clientas, frente al espejo escudriñó los diferentes ángulos, salió del probador y dio una vuelta por la tienda para sentir si le resultaba cómodo. Mientras caminaba, en un tono de asombro me comentó: “Nunca había venido a San Cristóbal, pero estoy sorprendida de la cantidad de tiendas que hay, se parecen mucho a las de San Miguel de Allende, en Guanajuato”. Yo sonreí y le dije que sí, que incluso algunas marcas de esta ciudad tenían sucursales en San Miguel. Lo siguiente en su respuesta fue lo más interesante; moviendo la cabeza en modo de afirmación, me respondió: “Claro, pero allá no se ve tanto esto del comercio justo y aquí en casi todas las tiendas me lo han dicho”. Y sentenció en un tono suspicaz: “Si es verdad lo que dicen, de pagar justo a las mujeres, me parece muy bien”. Entró al probador a quitarse el vestido y me dijo: “Me lo llevo”.
Sonriendo me di la vuelta en dirección a la caja para envolver su compra. Cuando se acercó la clienta, me dijo que el pago sería con tarjeta. Al pasarla por la terminal bancaria ella, en un tono reflexivo, me volvió a preguntar: “¿Y en esta tienda realmente le pagan bien a las artesanas?” La respuesta que inmediatamente pensé y que quería darle era que el pago justo no existía; sin embargo, le dije con cara sonriente: “No lo sé, a nosotras como empleadas solo nos dan la información que le acabo de decir”. A lo que me respondió tratando de convencerse: “Yo creo que sí, de lo contrario no nos dirían todo esto”. Terminó la frase, le entregué la bolsa de su compra y salió de la tienda. Ella sabía que el pago de las artesanas no se comparaba con lo que ella había pagado por su vestido, pero aun así, lo compró.
El momento de la compra refleja muy bien la frase propuesta por Žižek: “ellos saben muy bien lo que hacen, pero aun así, lo hacen”, que replantea la fórmula fetichista marxiana de “ellos no lo saben, pero lo hacen” (2003:61). Explico el porqué. Como señalé en párrafos anteriores, la producción y consumo de mercancías únicas forma parte de la nueva manera de organizar los procesos de acumulación capitalista y de reproducir la fantasía ideológica. Al respecto, Žižek señala que el comercio justo es el sentido más puro del capitalismo porque articula dos dimensiones que antes eran incompatibles en el acto del consumo: el consumo y la economía de la caridad. Esta unión implica que al realizar una compra el consumidor también pueda sentir la realización del Ser, de la experiencia y del cuidado de otros a través de la caridad, y comprometerse con el apoyo a mujeres indígenas, al cuidado del medioambiente, al turismo cultural, etcétera.
La obtención de estos placeres, de acuerdo con Žižek, provoca un “excedente cultural” (2012:64) que consiste en el incremento de los precios en los bienes y mercancías que ofrecen este tipo de marcas, y en lo que representa “la ética de la compra”. Por tanto, consumir en establecimientos que enarbolan el consumo ético, como las marcas de ropa artesanal en San Cristóbal, no solo implica una compra, es un momento de redención en el cual, además de ser un consumidor, “crees hacer algo” por la sociedad. De esta forma, cuando la mujer compró el vestido no solo adquirió la prenda, sino reprodujo la fantasía ideológica del mercado y obtuvo el excedente cultural neoliberal que representa “ser mejores personas” a través del consumo sin cuestionar el consumo.
A lo largo de este trabajo analicé la manera en que la singularización y la mercantilización se volvieron un binomio necesario para distinguir mercancías en un mercado saturado. Los textiles artesanales, estudiados como mercancías, dan cuenta de la relevancia de atribuir diferentes criterios de autenticidad para hacer un objeto más deseable al consumidor; sin embargo, estos criterios desaparecen al ser consumidos y se convierten en una mercancía más. Esto es posible porque la unicidad de los textiles es una fantasía que estructura nuestra realidad social, no es algo inherente a los objetos, sino a nuestro interés sobre ellos. En este sentido, consumir los textiles artesanales que venden marcas bajo estándares de comercio justo no significa que sean únicos ni tampoco que este sistema de comercialización no encubra ciertas formas de explotación hacia las artesanas que los producen, pero, aun así, se continúan produciendo y consumiendo en pro de la unicidad y la justicia del mercado. En este sentido, como sugiere Žižek (2012), a través de las maneras erróneas en las que imaginamos escapar de la realidad en que vivimos, como lo es cuestionar el consumo al seguir consumiendo, es como más reproducimos nuestra fantasía ideológica.
Otros aspectos que abordé en este artículo y que contribuyen al éxito de las marcas de textiles artesanales son los factores económicos locales, que han impulsado el desarrollo turístico a la par del decrecimiento de la producción agrícola y de la de falta de empleo entre las poblaciones indígenas, lo cual ha hecho de la venta de textiles artesanales un negocio lucrativo, que requiere de una fuerte producción para abastecer la demanda del mercado y, en consecuencia, de mano de obra cautiva y precarizada que la produzca a bajo costo. Partiendo de esto es pertinente preguntarse: ¿en qué medida la producción artesanal se ha convertido en una moderna forma de enclosure (Smith, 2011) para las poblaciones indígenas, al designarlas culturalmente como las productoras de mercancías para consumidores con altas motivaciones de compromiso social? y ¿cómo los proyectos de clase de ciertos tipos de intermediaros se traducen en proyectos en pro de la hegemonía, que funcionan como proyectos para administrar a las poblaciones excedentes, pero se presentan como vanguardistas para poblaciones especiales? Considero que reflexionar sobre esto permitirá dar cuenta de que la fantasía ideología que envuelve a los textiles artesanales tiene consecuencias materiales que impactan sobre la vida de las artesanas que los producen, para quienes la justicia se ha distinguido por estar ausente en la mayor parte de los aspectos de su vida.