[0000-0002-1430-6022 Enrique Eroza Solana[*]
En el artículo se plantea una discusión en torno a las dimensiones socioculturales que a nivel estructural, intersubjetivo y subjetivo interactúan en la convivencia entre los actores representantes de la medicina alópata y de la medicina indígena, y las personas que buscan atención a sus problemáticas de salud. Se exponen ejemplos que muestran las complejidades a las que se enfrentan los diferentes actores en contextos interculturales de atención a la salud. El artículo inicia con una revisión conceptual que da cuenta del debate acerca del término interculturalidad, así como de los antecedentes de su vínculo con la salud. Se exponen diversos problemas y dimensiones de análisis a fin de reflexionar críticamente en torno a la implementación de la interculturalidad mediante políticas sanitarias dirigidas a población indígena. Se señalan mediaciones tales como condicionantes estructurales, significados socioculturales de la salud y la enfermedad, concepciones culturales alrededor del cuerpo e ideas relativas a las causas de los padecimientos, así como el ejercicio de la interculturalidad preexistente en salud. Se concluye con reflexiones que cuestionan la puesta en práctica de lo que se ha concebido como interculturalidad en salud desde las relaciones de poder entre los actores que pretenden o no la complementariedad, y con un análisis sobre los conflictos que se generan al diagnosticar, atender y curar en contextos socioculturales diversos. Se proponen, finalmente, reflexiones tendientes a repensar la interculturalidad ante la necesidad apremiante e histórica de solucionar los problemas de salud en ámbitos socioculturalmente heterogéneos, sobre todo en aquellos en los que también priman la exclusión y la pobreza.
Habiendo emanado el concepto de interculturalidad de los movimientos sociales latinoamericanos (Bacigalupo, 2018), los procesos y usos vinculados al mismo emergieron y se desarrollaron desde 1970, en una búsqueda por legitimar, defender o empoderar a los grupos étnicos y cuestionar a los sectores dominantes que los excluían, subordinaban o discriminaban (Menéndez, 2016). Si bien se formuló el concepto desde el movimiento indígena ecuatoriano1 para alcanzar la transformación radical de las estructuras, relaciones e instituciones coloniales, posteriormente se le dio un carácter funcional e individual que dejó de lado el cuestionamiento del carácter monocultural y hegemónico del Estado (Walsh, 2008; Ramírez, 2014; Menéndez, 2016). Es en esta disputa de significados donde se encuentran las principales “fallas” de su implementación.
De acuerdo con tales propósitos, la interculturalidad implicaría impulsar relaciones, negociaciones e intercambios culturales referidos a conocimientos, prácticas, lógicas, racionalidades y principios de vida, tendientes al logro de mutua comprensión y convivencia armónica y equitativa (Almaguer, Vargas y García, 2014; Guzmán-Rosas, 2016; Bacigalupo, 2018).En contraste, según Walsh, la interculturalidad desde los movimientos indígenas no implica reconocer, tolerar ni incorporar lo diferente, sino colapsar desde la diferencia las estructuras coloniales de poder a través de un proceso activo y permanente de negociación e interrelación donde lo propio y lo particular no pierdan su diferencia, sino que aporten a la creación de nuevas comprensiones, convivencias, colaboraciones y solidaridades (Walsh, 2008).
Desde el funcionalismo, en lo referente a la salud (Walsh, 2012)2 la interculturalidad plantea la interacción entre la medicina tradicional indígena y la occidental, a modo de que se complementen para la resolución de problemáticas de salud mediante el logro de una mayor receptividad, por parte de los pueblos indígenas, a la atención proporcionada por las instituciones sanitarias; a la vez que mediante el logro de un trato más humano y eficiente de los profesionales de la salud hacia los miembros de estas poblaciones, sin que se excluyan los conocimientos y prácticas indígenas de atención a la salud (Lerín, 2004; Mignone et al., 2007; OPS, 2008; Campos, 2007; Cueva y Roca, 2011; Dirección General de Planeación y Desarrollo en Salud, 2013; Almaguer, Vargas y García, 2014; Stivanello, 2015). Con esta perspectiva se han llevado a efecto tentativas de aplicar la interculturalidad en diversos países de la región con variados grados de éxito (Mignone et al., 2007), aunque difícilmente duraderas en lo que compete a soluciones de fondo para las problemáticas de la salud. Se ha observado que su aplicación tiene como principal función justificar acciones gubernamentales relacionadas con la implantación de los servicios médicos en ámbitos indígenas (Paulo y Cruz, 2018) o una manera de situar a los propios indígenas en un plano de conformismo ante la ineficiencia de los servicios sanitarios (Ramírez, 2009).
Han persistido limitantes de varios tipos, entre las que destaca el hecho de que, por lo general, los profesionales en salud nunca han validado la eficacia de las prácticas de los sanadores indígenas (Milano, 2007), postura en la que también subyace el racismo (Menéndez, 2016; Mignone et al., 2007), además de que continuó ausente un marco legal regulatorio que estableciera el derecho a la salud intercultural y, por ende, el margen de acción permisible para los médicos indígenas (Milano, 2007).
Es de recalcar que la programación de políticas de salud intercultural estuvo a cargo de instituciones e intelectuales y no de movimientos étnicos (Menéndez, 2016). Ello, entre otros factores, parece incidir en el hecho de que las perspectivas de aplicación conllevan una visión acrítica y reduccionista en torno a las prácticas de sanación en los contextos indígenas. Coincidimos además con Paulo y Cruz en que la interculturalidad en salud sugiere que el bienestar de la población indígena depende de la capacitación y sensibilización del personal de salud más que de las condiciones históricas de subordinación y explotación económica y política (Paulo y Cruz, 2018).
Las principales críticas señalan que la noción de interculturalidad basada en la medicina tradicional omite la necesidad de mejorar las condiciones de vida de poblaciones indígenas; que si bien reconoce la diversidad, pretende a la larga la homogeneización para convivir dentro de un contexto global, ajustado a una sola lógica de progreso (Ramírez, 2014) que oculta diferencias relevantes y legitima abordajes hegemónicos y colonizadores en conformidad con intereses políticos y económicos (Menéndez, 2016). Knipper, a su vez, señala la discordancia entre la visión uniforme que, para efecto de sus políticas, las instituciones han creado en relación con el concepto de medicina tradicional y la compleja realidad de las comunidades, cuyas prácticas al respecto son solo un aspecto de referentes más amplios de su cultura y dinámica social (Knipper, 2006), visión que este autor define como la copia de una imagen monolítica de la medicina occidental, matizada con elementos “indígenas” selectos.3 A lo anterior, Menéndez (2016) agrega que desde el imaginario institucional solo se visualizan aspectos positivos, como la solidaridad y la cooperación, ignorándose el conflicto y la violencia que también residen detrás de las relaciones sociales entre las minorías étnicas. Cabe señalar, además, que los rituales de sanación suelen ser un reflejo de esos conflictos, por ejemplo, cuando tal clase de ritual tiene como cometido redirigir el mal de la persona enferma a quien se asume que se lo envió mediante prácticas asociadas a brujería (Eroza y Magaña, 2017).4
En contraste, como también sostiene Menéndez (2016), la interculturalidad en salud tiene vida propia y posee profundas dimensiones históricas, al ser un efecto del contacto entre grupos humanos. Es por tanto observable en cualquier contexto temporal y espacial; incluso las políticas en salud orientadas a inducir a los indígenas a la utilización de servicios sanitarios han colaborado al respecto. Amén de sus propósitos, estas tentativas institucionales han propiciado procesos interculturales no previstos (Holland, 1963; Harman, 1969; Freyermuth, 1993). Menéndez (2016) propone considerar esta clase de interculturalidad como una fuente de conocimiento de las problemáticas de salud, así como de recursos y expectativas que los grupos subalternos mantienen en aras de solucionarlas, antes de desarrollar programáticas encaminadas hacia el mismo objetivo y así preservar los saberes étnicos y populares en salud. No obstante, también es necesario problematizar algunas de las concepciones y prácticas relativas a la salud y la enfermedad por parte de los grupos que las sustentan.
Como es posible apreciar, la noción de interculturalidad en salud remite principalmente a un conjunto de políticas basadas en un imaginario de concepciones y prácticas definidas como medicina tradicional. Si bien el movimiento indígena ecuatoriano formuló el concepto para la transformación radical de las estructuras, relaciones e instituciones coloniales, posteriormente se le confirió un carácter que deja de lado el cuestionamiento del trasfondo monocultural y hegemónico del Estado (Walsh, 2008; Ramírez, 2009; Menéndez, 2016). En esta disputa de significados es donde se encuentran las principales “fallas” en su implementación, las cuales pudieran estar favoreciendo un mayor desgaste en la relación entre los saberes de los indígenas y los biomédicos.
Se puede afirmar, por una parte, que los temas de interculturalidad en salud son mucho más complejos que el solo encuentro entre formas de entender y actuar en referencia a la salud y la enfermedad. Por otra parte, hay otros muchos condicionantes que obstaculizan la interacción de las poblaciones indígenas con los profesionales de la salud y sus instituciones.
Derivado de lo anterior, es nuestro propósito destacar y problematizar, a partir de nuestra experiencia, diferentes temas que, consideramos, complejizan la relación de las poblaciones indígenas con la medicina alopática y sus representantes, y complican la resolución de las problemáticas de salud de las primeras. Para ello juzgamos pertinente abordar diferentes temas, cuya mediación explica, al menos en parte, tal orden de cosas.
En una escala de mayor amplitud es necesario identificar circunstancias que operan como dimensiones estructurales e inciden de manera relevante en el comportamiento de las poblaciones indígenas hacia los servicios de salud. Dentro de esta categoría se incluyen condiciones materiales de vida que favorecen u obstaculizan la posibilidad de utilizar la oferta médica, y sobre todo de adherirse a los mandatos estipulados por los profesionales de la salud. En ello tercian, por ejemplo, las circunstancias materiales con las que las personas, en un contexto económico, geográfico y sociocultural dado, afrontan su existencia, así como el burocratismo institucional.
Es importante mencionar el aislamiento de muchas personas y las distancias geográficas que deben sortear desde sus comunidades para dirigirse al espacio de atención más cercano. A esto habría que sumar los recursos materiales y económicos de los que la gente dispone para movilizarse, por ejemplo, la infraestructura carretera y de otras vías de traslado, los medios de transportación, el dinero para cubrir el costo de desplazamiento, las condiciones climáticas, entre otros factores. Aunque los programas de salud se dirigen a población abierta, lo cual significa que toda persona tiene derecho a ser beneficiaria, tales condicionantes marcan grandes diferencias a la hora de contar con la posibilidad de seguir o no las pautas estipuladas por las instituciones de salud.5
Es de mencionar, empero, que aun cuando la infraestructura en salud se ha ampliado durante los últimos años, continúa siendo proporcionalmente insuficiente y, en su mayoría, solo dispone de unidades de atención primaria que, por ejemplo, en estados como Chiapas no cuentan con medicamentos ni insumos suficientes para brindar la atención en ese nivel (Carrasco, 2017). Esto implica que, para complicaciones de salud de mayor gravedad, es necesario trasladarse a centros de población en los que es posible obtener atención especializada; incluso, en muchas ocasiones ni las unidades médicas disponen de servicio de ambulancia en funcionamiento, es decir, con chofer o con gasolina.
Otro factor reside en el hecho de que las personas son condicionadas por criterios burocráticos que las instituciones de salud establecen a la hora de decidir si alguien cuenta o no con el derecho de ser atendido en función del organismo al que se está afiliado. Se trata de razones que, si bien para el personal que labora en ámbitos médicos institucionales son consabidas, no es así para los usuarios de los servicios de salud de estos contextos, aunque hemos constatado que en ocasiones tampoco el personal administrativo tiene claridad respecto a los cambios que se hacen cada cierto tiempo a los lineamientos de afiliación. Si por añadidura consideramos el bajo nivel de educación formal que prevalece en tales contextos y lo que ello conlleva ante la necesidad de tramitar la afiliación institucional, la disposición de emprender una gestión eficaz en pro de la salud se complica aún más.6
En la reticencia de los indígenas de adherirse a las medidas preventivas de atención y de cuidado promovidas institucionalmente también interviene su gran recelo hacia los establecimientos de salud y hacia quienes allí laboran, en parte porque, con frecuencia, quienes prestan atención en sus localidades suelen ausentarse durante horas y hasta días en los que deberían estar disponibles en su centro de trabajo, lo cual resulta más problemático en poblados en los que la única infraestructura médica disponible está constituida por centros de salud, clínicas y/o unidades médicas rurales que generalmente solo disponen de un médico y de un personal de enfermería.
Aunado a este panorama es de mencionar que, en estos contextos, además del burocratismo que caracteriza al personal institucional de salud por doquier, el mal trato a los pacientes por parte del mismo expresa como trasfondo el desprecio hacia sus condiciones de pobreza y su escasa o nula educación formal, así como, en lo que concierne a las poblaciones indígenas, una postura racista desde la que apriorísticamente se juzga a sus miembros como ignorantes, obstinados y hasta supersticiosos a partir de su sola condición étnica y de sus formas propias de entender y actuar ante lo que consideran ser causas y efectos de sus problemáticas de salud. Todo esto suele traducirse en un trato despótico y autoritario o, en su defecto, en una condescendencia paternalista a partir de estereotipos de lo étnico en los que hablar de usos y costumbres, e incluso de cultura, resulta una forma disfrazada de referirse a lo que consideran ignorancia y obstinación.
En lo que se refiere a problemas de salud que requieren hospitalizar a una persona, de igual modo prevalece una resistencia ante la sola disyuntiva. La gente de las comunidades tiende a asumir que en los hospitales se corre un alto riesgo de muerte o que incluso uno puede allí ser ultimado, lo cual viene acompañado de poca información sobre la situación de salud del paciente una vez que este se encuentra allí o, incluso, de actos de negligencia por parte del personal de salud. Se trata de una idea basada en parte en referencias indirectas, pero también en la experiencia propia, aunque igualmente pesa el hecho de que, con frecuencia, cuando se decide trasladar a una persona a un contexto hospitalario, a menudo ello ocurre cuando el enfermo ha alcanzado un estado crítico, en lo que también influyen otras lecturas y tratamientos previos de los síntomas que en dado momento presenta. En la resistencia a la hospitalización, por consiguiente, también influye el dilema de afrontar gastos para trasladar a quien fallece de vuelta a su comunidad.
Un tema más a comentar en este apartado se refiere al hecho de que, en la falta de apego a medidas preventivas y a las prescripciones o tratamientos médicos que implican prácticas profilácticas, media en gran medida la dificultad de las personas para mantenerse en condiciones ambientales saludables, exentas de agentes patógenos, dado el deterioro que han experimentado los entornos en los que la gente reside debido, entre otros factores, como refiere Ramírez, a políticas económicas de gran envergadura y de profundo impacto ambiental como lo son, por ejemplo, aquellas relacionadas con la agroindustria y la industria extractiva (Ramírez, 2014). No se pueden soslayar, empero, las pobres condiciones de higiene que muchas personas en estos contextos mantienen, lo que en ciertos casos es debido a la ausencia de agua potable y servicios de drenaje.
En materia de medicación y tratamiento, la falta de apego suele relacionarse con la carencia de recursos económicos para la compra de medicamentos, que deberían ser gratuitos para las personas afiliadas a las instituciones, o con la dificultad para llevar, por ejemplo, alguna dieta indicada dada la falta de disponibilidad o la inaccesibilidad en muchos poblados de algunos de los alimentos prescritos.
De modo paradójico, debido a la estratificación social que se ha ido desarrollando durante varias décadas en algunos contextos indígenas, hay entre ellos quienes, por contar con los recursos económicos necesarios, recurren a servicios privados de salud, lo cual tampoco les garantiza una buena atención y sí les representa riesgos de ser víctimas de abuso.7
Más que de manera aislada, todas estas dimensiones interactúan en la configuración de la vulnerabilidad en relación con la salud y también en las dificultades para atenderla tal y como las políticas sanitarias, al menos en el discurso, esperarían.
Es preciso problematizar también lo que se entiende por cultura en relación con la salud. Uno de los primeros temas que surgen es el de la lengua, que en varios ámbitos resulta un obstáculo para la comunicación entre el personal de salud y los usuarios indígenas de servicios médicos. Aunque en ciertos espacios se cuenta con personas que operan como intérpretes, solo de manera parcial dicha medida permite superar el escollo, lo cual no es siempre el caso. En el trabajo de campo realizado en la zona Altos de Chiapas en 2017 y a través de solicitudes de información al Instituto de Salud de Chiapas identificamos que, habiendo presupuesto para la contratación de intérpretes, no se empleaban para labores de interpretación, sino que se contrataba personal de enfermería e intendencia hablantes de alguna lengua local para que hicieran la labor de traducción (Carrasco, 2017). Se observó, además, que cuando había alguna persona que fungía como intérprete, por ejemplo para transmitir mensajes sobre salud sexual y reproductiva a mujeres convocadas a pláticas, esta podía verse compelida a omitir ciertos contenidos al asumir que las incomodarían. Lo anterior pone de relieve el hecho de que en la comunicación intercultural también intervienen valores y que, por lo mismo, estos deben ser parte del diálogo. Aunque se han realizado esfuerzos por generar estrategias de capacitación a promotoras de salud sexual y reproductiva que respeten sus valores culturales para crear reflexión sobre la propia salud (Madrid, Montejo y Madrid, 2006), los contenidos didácticos generados por ellas no forman parte de las técnicas utilizadas por el personal para los talleres de promoción de la salud.
Pero el tema de la lengua es solo el más obvio entre todos los problemas vinculados con la comunicación intercultural en salud.
Un discurso vigente en el diseño de políticas públicas en salud apunta a la necesidad de idear estrategias con “pertinencia cultural”. Esto quiere decir, como inicialmente mencionamos, que se deben implementar programas para favorecer el diálogo horizontal entre profesionales en salud y las poblaciones a las que atienden, así como, por consecuencia, tal y como sugería Menéndez (2016), que respondan a las necesidades de estas, en concordancia con las problemáticas de salud que enfrentan en sus contextos y con las formas en las que actúan ante ellas, o bien que realmente ofrezcan las alternativas de resolución que proponen.
Por otro lado, en las políticas se ha propuesto trabajar la competencia de “ser culturalmente capaz”, que implica un punto de vista político según el cual se reconocen los impactos de la colonización y las complejidades del racismo, así como el poder y el privilegio que persisten en las sociedades dominantes. Lo anterior se propuso a través de un programa que sirvió para mejorar las habilidades de enseñanza a profesores de medicina, diseñado para reconocer la complejidad de los espacios interculturales y así reducir disparidades y mejorar los resultados de la salud indígena al reconocer las prácticas de salud discriminatorias o el impacto negativo que muchos pobladores han sufrido al momento de requerir servicios de salud. Esta política se ha llevado a efecto en las universidades con profesores que enseñan medicina, aunque aún no se ha implementado en políticas públicas de educación en salud (Dudgeon, Wright y Coffin, 2010; Durey et al., 2016)
Lo anterior parece responder al hecho de que en los esfuerzos institucionales por poner en práctica la pertinencia cultural, lo que supone establecer canales adecuados de comunicación, persisten estereotipos estigmatizadores en torno a las creencias y valores de las culturas indígenas que obstaculizan un verdadero diálogo, así como perspectivas más de fondo en el diseño de políticas sanitarias.
Al ser la interculturalidad un tema que debe estar incluido en las agendas de las instituciones, se continúan aplicando viejas y fallidas estrategias. Ya en los años setenta se crearon en espacios médicos institucionales secciones en las que terapeutas indígenas ofrecerían sus servicios. También se promovió la formación de organizaciones de los mismos; se crearon espacios de intercambio de saberes y se erigieron centros de atención para operar colectivamente. Políticas de este tipo propiciaron que a estas organizaciones se incorporaran individuos que no eran curanderos, pero que vieron una coyuntura para beneficiarse políticamente.
En ningún caso esta clase de iniciativas tuvo algún impacto significativo, ni como opciones de atención para las poblaciones locales ni mucho menos en términos de haberse logrado una integración entre las prácticas médicas indígenas y las de los médicos. Tampoco en lo relativo a la solución de problemáticas de salud en los ámbitos locales.
Uno de los casos documentados fue el del hospital mixto de Cuetzalan, en Puebla, que funcionó por un tiempo. Inicialmente se abrió con un enfoque biomédico e integracionista común a finales de los años cincuenta, y fue administrado por la Secretaría de Salud; sin embargo, a partir del auge del indigenismo participativo y de la sensibilidad de los funcionarios del Instituto Nacional Indigenista desde 1978, se logró que en 1990 fuera un hospital mixto que brindaba atención tanto de medicina indígena, como biomédica, donde se solicitaba la participación de los curanderos y de las parteras para hacer ajustes al diseño del hospital a fin de adecuarlo a las necesidades de su contexto (Duarte et al., 2004). Sin embargo, la complejidad de las interacciones entre los médicos alópatas y los médicos tradicionales, más los constantes cambios de administración, derivaron en la organización independiente de estos últimos, en la que hubo rupturas y continuidades; se ha documentado que algunos salieron de la organización y abrieron consultorios privados, valiéndose de una combinación de lógicas terapéuticas de altos costos que la población local no podía cubrir (Milano, 2007). La experiencia de Cuetzalan, de tal suerte, pese a haber experimentado un periodo promisorio, terminó convirtiéndose en un ejemplo emblemático de las fallas que en materia de interculturalidad han experimentado las iniciativas institucionales, particularmente en el mediano y largo plazo.
Un ejemplo de actualidad lo constituyen las “casas maternas”, espacios de atención al embarazo y al parto operados por parteras que han sido construidos como parte de la infraestructura médica institucional. Se observó que son un recurso muy ocasionalmente utilizado por las mujeres de las comunidades y, cuando este es el caso, el accionar de las parteras tiene lugar bajo la estrecha vigilancia del personal médico.
El sistema de salud ha mantenido durante las últimas décadas un vínculo con las parteras, a quienes considera necesarias a la hora de mediar con las mujeres de las comunidades en el cometido de promover la salud materna, pero cuyos saberes y prácticas no dejan del todo de considerarlas inapropiadas y hasta riesgosas. Desde esta óptica, el rol que se les otorga es el de fungir como promotoras de la adherencia a las medidas de control médico del embarazo y el parto, tal y como estipulan las instituciones de salud en los espacios en los que operan.8 Para complicar más las cosas en lo que concierne a las parteras, en algunos contextos comunitarios aquellas que han sido capacitadas por el sistema de salud se han vuelto objeto de desconfianza por parte de muchas mujeres y, por tanto, evitan consultarlas.9 En contraste, algunas comadronas que viven en contextos donde se han experimentado mayores transformaciones culturales han sido capacitadas por organizaciones civiles para la interrupción del embarazo con medicamentos, y son buscadas por las mujeres de algunas comunidades porque ofrecen una alternativa que el Estado penaliza —la interrupción segura del embarazo con medicamentos dentro de las primeras nueve o diez semanas de gestación—. Estos son temas complejos porque en las comunidades donde las parteras son invitadas a las capacitaciones para la interrupción del embarazo con medicamentos, pueden ser estigmatizadas o acusadas por personas de la propia comunidad, ante un acto que el Estado penaliza y los valores locales condenan, lo cual puede colocar a las parteras y a las mujeres que interrumpen su embarazo en una situación de vulnerabilidad (Benítez, 2019).
En realidad, quienes diseñaron esta política no terminan de entender el rol de las parteras en sus comunidades más allá de la atención del embarazo y el parto, ni tampoco los motivos por los cuales las mujeres en gestación y en trabajo de parto prefieren ser atendidas por ellas en sus propios hogares, espacios en los que todos los miembros de la familia pueden ser partícipes, y quieren vivir dicha experiencia en las condiciones que ellas consideran más convenientes.
Esta preferencia entra en conflicto con la presión que las mujeres enfrentan para que sus partos sean atendidos en establecimientos médicos, donde además de verse restringida la presencia familiar se llevan a cabo prácticas que a muchas mujeres les resultan violentas. Un ejemplo reside en el hecho de que al término del parto sean obligadas a bañarse con agua fría, lo que contraviene la tradición de mantenerse cerca de una fuente de calor.
No desestimamos la conveniencia de promover la seguridad de las mujeres y de sus hijos ni de garantizarla mediante la vía institucional. Son de mencionar las acciones de algunos profesionales en salud que hemos observado y consideramos que resultan plausibles. Se trata de casos en los que se permite a las mujeres y a sus familias, quienes también participan en las decisiones, que las parteras atiendan el parto, y se solicita tan solo llevar el control del embarazo en el establecimiento de salud, así como recurrir al mismo en caso de complicación. Es de mencionar también el proceder de médicos que realizan intercambios de saberes con parteras para brindar mejor atención y confort a las mujeres en gestación; ello posibilita, por ejemplo, que la partera se apoye en un estudio de ultrasonido realizado por alguien del personal de salud en su propio espacio institucional, y que este a su vez solicite a la partera proporcionar un masaje a la mujer cuando surge la necesidad de voltear al bebé.
Estos ejemplos son prueba de que, independientemente del diseño de políticas, la experiencia situada, así como una actitud abierta y sensible de los profesionales de la salud en las comunidades, posibilita un diálogo positivo en pro de la salud. Nuestra crítica, por tanto, se dirige a la falta de retroalimentación que los hacedores y ejecutores de políticas sanitarias mantienen con el personal subordinado que, por laborar en contextos comunitarios, conoce de cerca las problemáticas particulares, así como opciones viables de su resolución.
En relación con lo anterior, cabe agregar que en los municipios más vulnerables de Chiapas el personal médico suele verse atrapado entre órdenes contradictorias que complican su quehacer y su relación con la gente que atiende. Esto porque, por un lado, recibe indicaciones del Banco Interamericano del Desarrollo a través de la Iniciativa de Salud Mesoamérica, que concede préstamos, provee insumos y exige que todos los partos se atiendan en clínicas, mientras, por otro lado, recibe indicaciones de la Dirección General de Planeación y Desarrollo en Salud para realizar el parto humanizado, priorizando la autonomía en las decisiones de la mujer respecto a dónde, cómo y con quién parir. Lo anterior deja al personal en un dilema que se resuelve con criterios personales.10
Ha sido patente el hecho de que entre el funcionariado que ha promovido esta clase de políticas no ha existido una comprensión de lo que las concepciones y prácticas en torno a la salud y la enfermedad de las personas indígenas significan en el entorno sociocultural en que tienen lugar.
Es de mencionar que en la promoción de programas interculturales en salud ha sido influyente el papel de algunos antropólogos al haber hecho visible la importancia de los significados que los grupos étnicos confieren a la salud y la enfermedad, así como al carácter de sus prácticas de atención, y la relevancia de conocer estas prácticas por parte de los profesionales de la salud al interactuar con las personas de las comunidades. Sin embargo, la lectura reduccionista que ha prevalecido sobre tales significados dista de dar cuenta, como refiere Knipper (2006), de su complejidad. Por el contrario, ha contribuido a la superficialidad que caracteriza a los programas interculturales en salud.
Nos referimos a toda una diversidad de conceptos que erróneamente algunos antropólogos, y médicos con intereses antropológicos, equiparan vis a vis con categorías médicas, asignándoles una etiología acotada en términos taxonómicos.11 Por citar algunos ejemplos, conceptos como susto, nervios, aire o vergüenza, entre otros, más que referirse a padecimientos concretos o a, erróneamente llamados, síndromes de filiación cultural,12 aluden a una miríada de experiencias personales, a la vez que socioculturales, manifiestas en diversos malestares y dolencias, con un componente emocional, con frecuencia asociados a creencias religiosas o a ideas relativas a brujería, que aluden a las causas de la enfermedad pero en los que también operan como trasfondo las tensiones ligadas a la vida social. Es un error asumir que estos padecimientos resulten de una causa común en todos los casos que pudieran reportarse bajo el mismo nombre y definirse en términos de un marco causal delimitado como pretenden la biomedicina y la llamada etnomedicina.
Tales conceptos son significativos al revelar el tipo de experiencias que desde un plano emocional y afectivo inciden en la salud de las personas, así como las razones por las cuales estas entienden y viven sus padecimientos con una lógica diferente a la de los médicos. Nos hace reparar en que el enfermar, en esta clase de contextos, se relaciona con aspectos que son parte de una cotidianeidad ligada a difíciles condiciones de vida, que van de la mano de la pobreza y la marginación y de tensiones sociales, razón por la cual conceptos como los enunciados líneas arriba pueden ser pensados como recursos de expresión que dan cuenta del padecer y el sufrir socioculturalmente situados.
No se trata de asumir que la atención de esta clase de problemas es asunto exclusivo de los curanderos y que, por lo mismo, los profesionales de la salud deban hacerse a un lado, sino de entender el sentido que la gente le otorga a sus males y cómo actúa en consecuencia. Es decir, la atención no debe limitarse a proporcionar una consulta impersonal y restringida a los aspectos fisiológicos y a prescribir en consecuencia de manera rutinaria, sino a abrirse a la comunicación, lo cual también resulta un reto, porque escuchar implica poner atención a las necesidades del otro y ayudarle a identificarlas. Lo que usualmente sucede es que se busca la coincidencia entre las preguntas dirigidas a identificar los síntomas con las enfermedades sin que por regla general sean considerados los aspectos emocionales fuente de entendimiento del malestar.
Resulta harto común que quienes utilizan los servicios médicos demanden escucha y atención. La escucha opera por sí misma y tiene una eficacia terapéutica que colabora con un importante grado de eficiencia en la promoción del apego de los pacientes a la atención y a las recomendaciones médicas. Esta posibilidad, bajo la lógica de la práctica médica, es inviable dada la carga de trabajo, el papeleo burocrático y la escasez de insumos para la atención, sin dejar de lado la indiferencia.
Un tema relevante respecto a la comunicación intercultural en salud lo constituye la imagen y funcionalidad del cuerpo como signo de bienestar o malestar. Una idea que persiste con gran fuerza en poblaciones indígenas es la de considerar un cuerpo robusto u obeso como signo de salud y bienestar en un sentido amplio, de manera que refleja, además de salud fisiológica, un buen estatus socioeconómico que permite al propio cuerpo estar bien alimentado y fuerte. De manera complementaria, se juzga que un cuerpo que es capaz de mantenerse activo da cuenta de una buena salud.
Resulta este un tema digno de tener en mente en la interacción con cierto tipo de pacientes, como por ejemplo las personas diabéticas. Estas tienden a referir el desconcierto que les causa el hecho de que, aun habiendo estado obesas —saludables— durante un periodo previo a su enfermedad, su salud se hubiese visto deteriorada. Idea que suele ser motivo de objeción para los propios pacientes cuando se les ordena observar una dieta y ejercitarse, sobre todo si se les informa que la finalidad es reducir el peso y la masa corporal.
Es de agregar que en contextos indígenas, donde el maíz es particularmente valorado como fuente de energía que provee fortaleza al cuerpo y lo mantiene vivo, el precepto de evitar el consumo de alimentos elaborados con dicho grano es una fuente de refutación y resistencia.
Es también de mencionar la contrariedad que los pacientes diabéticos experimentan a causa de las prescripciones alimentarias, que les resultan drásticas, razón por cual oponen una gran resistencia a seguirlas, o bien la prescripción de fármacos que no deja de ser problemática, al acarrearles complicaciones a su salud. Resulta este, sin duda, uno de los temas más complejos de mediación intercultural en salud.13
Otro aspecto a considerar en la mediación intercultural reside en el hecho de que en estos contextos la gente suele referirse a ciertas partes del cuerpo, como por ejemplo el corazón y la cabeza, sin que ello signifique literalmente que estén hablando de lo que desde nuestra perspectiva se entiende por tales términos. Cuando se habla de la cabeza es posible que una persona esté aludiendo a sensaciones que experimenta también en el cuello y los hombros.14 En lo que concierne al corazón, más que al órgano en concreto, en ciertos ámbitos culturales las personas se están refiriendo a toda el área que va del abdomen hasta el pecho. Para hacer aún más complejas las cosas, se trata en ocasiones de conceptos que no solo aluden a aspectos orgánicos, sino a conexiones con el ámbito de lo espiritual tanto desde una perspectiva religiosa, como de lo que desde un ethos colectivo define la integridad de la persona en términos de estatus social —por ejemplo, tener familia es estar completo, pero también ser responsable de ello—. Se trata, podría decirse, de un continuum entre las dimensiones corporales y las socioculturales que conforman al ser humano y que interactúan en las experiencias del padecer de manera dinámica entre el individuo y su entorno. Se requiere, por tanto, de no dar por sentado que uno sabe de qué se está hablando cuando las personas mencionan algún órgano o parte de la anatomía humana, sino de explorar qué es lo que la persona en realidad está diciendo. Este ejemplo muestra una más de las complejidades del lenguaje en relación con la traducción intercultural.
De manera similar se puede hablar de las calidades fría y caliente con las que, desde la óptica de las personas, se hace referencia a estados saludables o mórbidos. Se considera que debe existir un balance entre ambas calidades en el cuerpo como condición para estar sano. Existen factores ambientales, alimentarios, cosmológicos y morales15 asociados a estos estados, a los que el cuerpo puede verse expuesto de manera excesiva, y afectado en consecuencia. De tal suerte, cuando la gente señala alguna de estas dos condiciones no necesariamente está aludiendo al frío o al calor en términos estrictos de temperatura, sino a la fuente de los malestares que se experimentan.16 Se trata de categorías que la gente puede utilizar para describir y explicar, inclusive, síntomas y dolencias relacionados con enfermedades médicamente definidas y diagnosticadas, así como los efectos que en sus cuerpos puede tener el consumo de diferentes alimentos y hasta medicamentos a los que se les atribuye una u otra calidad. Se trata de una lógica que suele estar presente en el diálogo que las personas establecen con los médicos, a menudo sin que estos se enteren, y por lo mismo puede influir en su comportamiento como pacientes.
El ejercicio de escuchar para entender el padecimiento del otro es complejo. Resulta común también que cuando se le pregunta a alguien qué es lo que le ocurre y qué es lo que le causó su problema de salud, responda con experiencias que en principio no parecen guardar relación con lo que se le ha preguntado.
Al preguntar, por ejemplo, a personas con diabetes cómo inició su padecimiento, hay quienes sitúan el evento a partir de que comenzaron a experimentar síntomas como sed extrema y necesidad de orinar con frecuencia, evento al que a menudo atribuyen el hecho de haber previamente experimentado una impresión emocional. Sin embargo, hay individuos que relatan eventos aún más distantes en el pasado, cuando tuvieron alguna impresión emocional, algún disgusto, un susto o bien una tristeza recurrente, ello a consecuencia de situaciones interpersonales difíciles, en ocasiones perdurables.
Esto es indicativo de la presencia de problemáticas de la vida cotidiana sobre las cuales es complicado ejercer control y que, por lo mismo, también resultan fuentes de ansiedad que propician emociones inconvenientes, las cuales desempeñan un rol relevante en el proceso de enfermar. Es posible incluso que las personas hablen acerca de los contenidos de sus sueños como signos de lo que ellas juzgan que detonó sus males, pero que también guardan relación con situaciones que son fuentes de tensión y que las personas conectan con nociones de castigo divino o brujería, inducidas por ansiedades relativas al proceder propio en términos morales, o a conflictos, reales o imaginados, que nutren la sospecha de que alguien ha causado o está causando daño a uno por la segunda vía. Esto habla de tensiones sociales que, por diversos motivos, no son infrecuentes en las dinámicas de la vida comunitaria.
Para tratar estos temas se consulta mayormente a sanadores, que con sus diagnósticos suelen ratificar las sospechas de este tipo. Por regla general, la consulta con ellos tiene lugar con reserva y en secrecía, por lo que pensar en que ellos puedan tratar a sus pacientes en espacios públicos está condenado al fracaso dadas las implicaciones en la vida social.
Por lo demás, es importante comentar que tanto los sueños que sugieren brujería, como los diagnósticos de los curanderos relacionados con la misma, pueden resultar fuente de tensión emocional que, por sí misma, perjudica la salud.
En relación con lo anterior, de manera previa o paralela al tratamiento médico, muchas personas tienden bien a someterse, o bien a emprender ellas mismas rituales destinados a erradicar o anular la influencia de lo que se considera que está originando su mal, aun si se trata de uno médicamente definido. Paradójicamente, aunque los diagnósticos relacionados con brujería pueden tener impactos emocionales negativos para la salud, es probable que los rituales tendientes a contrarrestar sus efectos constituyan, a su vez, un mecanismo encauzado al manejo de la ansiedad y el miedo que las ideas causales de este tipo conllevan.
Lo importante, a fin de cuentas, es entender el significado que se le puede otorgar a los padecimientos en el marco de ciertas perspectivas culturales, así como por qué se responde de determinada manera ante ellos. Pero es también relevante percatarse de que las experiencias sociales y la forma en que se viven pueden ser fundamento de tensión emocional que igualmente repercute en la salud, lo que debe ser tomado en cuenta por todo cuanto encierra social y culturalmente.
De lo anterior se desprende que hablar de cultura en referencia a la salud y la enfermedad no es solo enunciar un listado de simples variables de lo que consideramos ser cultural y organizarlas de manera taxonómica y mecanicista, análogamente a la construida por la medicina científica.
Un último tema a considerar en este apartado en torno a cómo la cultura incide en el comportamiento de las personas respecto a la atención de la salud se relaciona con los valores, entre los que sobresalen los relativos a los roles de género que afectan las decisiones en torno a la salud de las mujeres. En general ellas suelen verse forzadas a postergar la atención de sus males, sobre todo en ámbitos médicos, por parte de sus cónyuges, aunque también influye su falta de autoestima dada su desventajosa posición social. Los varones, por su parte, tienden a posponer su atención por motivos diferentes, entre los que sobresale la necesidad de ocupar la mayor parte de su tiempo en el trabajo, pero también por asumirse fuertes y resistentes, lo que suele impedir que busquen atender sus malestares o propiciar que si lo hacen sea solo hasta que estos se compliquen.
La interacción entre las concepciones y prácticas en torno a la salud y la enfermedad de los indígenas y la medicina científica ocasionada por políticas sanitarias no es un fenómeno reciente. A partir de los años cincuenta comenzaron a introducirse en las comunidades los programas de salud, que promovían la adopción de prácticas de higiene a través de diversas estrategias, entre ellas la educación. Para tal fin, las instituciones capacitaron a personas indígenas para que se convirtieran en promotores de salud con el propósito de que incidieran en la conducta de las poblaciones en materia de sanidad (Holland, 1963; Harman, 1969; Freyermuth, 1993; Köhler, 1975). Se puede decir que fueron ellos los primeros actores en salud cuyas prácticas combinaron sus referentes culturales con los de la medicina científica. Empero, lo hicieron con lógicas propias, aunque en ello también intervinieron los pacientes indígenas.
A los medicamentos de patente, por ejemplo, se les asignaron calidades frías o calientes de acuerdo con sus características y efectos, y a las inyecciones se les atribuyó la capacidad de contrarrestar los efectos de la brujería. El suministro de vitaminas, máxime inyectadas, inició como una práctica común con el objetivo de proporcionar o restituir la fortaleza al cuerpo, idea manifiesta en conformidad con la ya mencionada concepción de que la capacidad de mantenerse activo es reflejo de buena salud (Holland, 1963; Harman, 1969), idea que persiste.
Con el tiempo, ante los cambios operados en términos de políticas públicas, al final de cada periodo administrativo muchos promotores, al verse desempleados, optaron por establecer sus propias farmacias en las comunidades y convertirse así en referentes de atención a la salud en las mismas. De forma similar, se puede hablar del uso de la farmacopea por parte de terapeutas indígenas, en la elaboración de sus medicamentos y en la aplicación de tratamientos, lo cual, como refiere Menéndez (2016), no resulta un fenómeno reciente. Los médicos tradicionales que habían formado parte del personal del hospital mixto de Cuetzalan, tras su salida por el cambio de administración, establecieron consultorios de medicina tradicional en la cabecera municipal en los que prescribían remedios que combinaban plantas medicinales y métodos de preparación tradicionales o industrializados que compraban a empresas comerciales, disponibles en diversos estados de la República, llamados fitoterápicos (Milano, 2007). En el mismo marco referencial es de mencionar la presencia en las comunidades de especialistas en aplicación de inyecciones, sobre todo de vitaminas, en lo que también participa la lógica de fortalecer el cuerpo y mantenerlo activo. Se puede hablar también de la combinación de medicamentos alópatas para la interrupción del embarazo, con infusiones de plantas medicinales para evitar los cólicos o malestares provocados por las pastillas que ofrecen las parteras que recibieron asesoría para la interrupción del embarazo con medicamentos por parte de organizaciones civiles (Benítez, 2019). Tampoco se pueden soslayar en este escenario las prácticas de autoatención que combinan el uso de farmacopea con la herbolaria, con una gran diversidad de recursos tanto de origen local, como de otras latitudes. Todo ello habla por derecho propio de lo que es la interculturalidad entre los referentes de la medicina alopática y las concepciones y prácticas indígenas.
Hoy día, no obstante, en la interculturalidad en salud conviven otros muchos referentes y actores muy heterogéneos que configuran la abigarrada red de opciones de atención entre los que se encuentran: espiritistas, ministros religiosos de diversas Iglesias, empleados de farmacias, empresas productoras y distribuidoras de suplementos alimenticios que se han introducido en las comunidades mediante la creación de amplias redes de distribuidores indígenas, médicos privados con diferentes especialidades, organizaciones civiles, médicos alternativos, instituciones públicas, así como personas que conforman las redes sociales de los individuos en búsqueda de salud y que constituyen una fuente de consejería médica, en lo que concierne al uso de herbolaria, de medicamentos, a la conveniencia de recurrir a determinados actores relacionados con la atención a la salud, etcétera.
En el papel, cada uno de estos recursos, pero sobre todo los actores que se encuentran detrás de los mismos, compiten y suelen considerarse mutuamente excluyentes. Resulta frecuente escuchar cómo se descalifican unos a otros. Sin embargo, esto no es la regla; siempre hay espacio para condescender, pero lo más importante es que las personas que recurren a ellos son quienes articulan, a través de sus itinerarios terapéuticos, todas estas opciones de acuerdo con el curso de su padecimiento. Si es superado el mal o no, si se agrava, cada posibilidad influye en la decisión de buscar o no otra opción. En tanto que lo anterior ocurre, las ideas causales pueden variar y también influir en la elección de opciones. Si en teoría cada alternativa se sustenta en una lógica particular, en lo que compete a quien las incorpora en su búsqueda de salud, todas se enlazan a través de su experiencia personal y social como enfermo.
Es de ponderar la importancia de conocer este amplio panorama de interculturalidad; el sentido que las personas construyen al actuar en pro de su salud. Es cierto que tales comportamientos conllevan riesgos, lo cual hemos corroborado, pero es importante no juzgarlos a priori. En sus testimonios, quienes optan por ellas suelen hablar del éxito que tuvieron con algunas tentativas. Tal es el caso relativo al uso de algunas infusiones de hierbas y de suplementos alimenticios. Muchas personas refieren haber sido reprendidas por médicos, quienes consideraban de antemano contraproducentes tales medidas. Paradójicamente, algunos médicos prescriben infusiones de hierbas e incluso se han sumado a empresas de productos multivitamínicos tras haberse convencido de los beneficios que tienen para la salud y, por tanto, de la conveniencia de articularlos con su quehacer médico. Esto ha conformado nuevos espacios de interacción entre la población indígena y los profesionales de la salud que no han sido suficientemente explorados.
La utilización combinada o alternada de múltiples recursos revela un diálogo contradictorio y tenso, pero también complementario, entre referentes viejos y nuevos que, si bien dejan ver transformaciones en las concepciones y prácticas relativas a la salud y la enfermedad, lo que en realidad se observa son cambios y continuidades en el panorama de la interculturalidad en salud que no dejan de sorprender.
En este recorrido, que dista de ser exhaustivo, a través de temas que resultan relevantes en relación con la interculturalidad en salud, resta preguntarnos cómo ponderarla.
Si se ha tendido a asumir que es posible una acción paralela y complementaria entre terapeutas tradicionales y médicos académicamente formados, tal y como sería de esperarse desde la perspectiva de las instituciones médicas, los temas discutidos revelan que tal no es el caso.
Es por un lado necesario problematizar ciertos aspectos de la participación de los médicos indígenas en temas de salud que van más allá de lo estrictamente médico, lo cual no siempre puede ser pensado positivamente; por ejemplo, el hecho de propiciar conflictos sociales y tensiones emocionales en las personas enfermas mediante sus diagnósticos, particularmente aquellos asociados a acusaciones de brujería, que nutren un sentido de amenaza constante (Eroza, 2016). Es de mencionar también que las fallas percibidas o reales de sus operaciones suelen ser motivo de conflicto, lo que hace de los terapeutas tradicionales figuras ambivalentes en lo que se refiere a su calidad moral, por lo que ellos mismos suelen ser blanco de violencia y objeto de sospecha y, por ende, de acusaciones de brujería (Eroza, 2006; Eroza y Magaña, 2017).
Por tal razón, sus roles deben ser entendidos dentro de su contexto cultural más amplio para así apreciar en su justa dimensión el papel que desempeñan respecto a la salud y la enfermedad. No se puede asegurar que su participación incida siempre de manera favorable en términos de lo que podríamos llamar eficacia simbólica como una categoría análoga a la del efecto placebo. Pero puede afirmarse que de algún modo influyen en el manejo de la ansiedad ocasionada por los padecimientos y las experiencias desafortunadas al dotarlas de algún sentido moral, aun cuando sus diagnósticos tiendan a ocasionar temor y ansiedad.
Tampoco se puede descartar, por supuesto, la efectividad de la herbolaria, un corpus de saberes que los grupos indígenas han heredado por generaciones. Es este uno de los aspectos que ciertos círculos académicos someten a escrutinio científico para validar la eficacia de sus principios activos y para fines lucrativos de la industria farmacéutica, sin considerar la relevancia del entramado cultural en el que su uso también se circunscribe.
Pero, pese a las reservas que podamos mantener en torno al rol de los sanadores indígenas, en realidad estamos hablando de personas muy diversas, con distintos niveles de reconocimiento y autorreconocimiento en sus entornos. Algunos se limitan a tratar padecimientos menores mayormente mediante herbolaria y operaciones rituales “sencillas”. Otros, sin embargo, los considerados hombres y mujeres de conocimiento por parte de los miembros de su comunidad, dirigen su actuación a males mayores e infortunios que se consideran causados por agentes sobrenaturales, en ocasiones coaccionados por la mediación humana. Son estos actores quienes, si bien son vistos de manera ambivalente al causar a la vez miedo y respeto, su corpus de saberes persiste como un enigma ante nuestros empeños científicos fragmentados y plagados de prejuicios, por lo mismo incapaces de discernirlo en su justa dimensión. Si bien pueden aparecer frente a nuestra mirada como figuras romantizadas por los estudios sobre chamanismo, por las visiones new age y aun por la literatura, en tanto que depositarios de conocimientos de gran valor, estas perspectivas deben ser, por lo menos, un recordatorio a la inmediatez y estrechez de nuestras certezas, de que la salud y la enfermedad son constituyentes de la experiencia humana en su indisociable relación con el mundo en el sentido más amplio.
A través de los temas abordados es posible vislumbrar la gran complejidad que conlleva la disyuntiva de solucionar problemas de salud en ciertos contextos culturales. Aunque los estudios relacionados con cuestiones de interculturalidad en salud abundan, ha prevalecido, desde nuestro punto de vista, una perspectiva preconcebida basada sobre todo en posturas epistémicamente médicas. Tal orden de cosas tiende a impedir el flujo libre de información que permita observar cómo la salud y la enfermedad se conectan con otros muchos aspectos de la vida social y de la cultura, y aun con el medioambiente circundante de las poblaciones indígenas. Creemos que en tanto no se modifique esta mirada seguiremos teniendo dificultades para entender el sentido más amplio y profundo que los miembros de estas poblaciones confieren a sus experiencias de salud y enfermedad, así como su comportamiento en la interacción con la medicina científica y sus representantes. Un abordaje diferente implicaría realizar estudios a profundidad de largo aliento en las comunidades mismas, despojándonos al hacerlo de preconcepciones que la formación académica nos ha heredado. Se trata, sin embargo, de una aspiración difícil de alcanzar en el marco de un orden académico en el que rige la productividad científica y una inmediatez que no hace más que agudizar nuestra ceguera.
Ante tales circunstancias, ya que la necesidad de resolver problemáticas sanitarias en los contextos indígenas sigue vigente, es aconsejable por lo menos actuar con mayor humanismo y humildad y abrir espacios de escucha y autonomía para que la gente pueda decidir su relación con la biomedicina. ¿Por qué aislar a los pacientes de sus familiares?, ¿por qué no hacer los espacios médicos más amables?, ¿por qué juzgar su comportamiento sin conocer sus motivos?, ¿por qué no hacer un esfuerzo por escuchar y entender?, ¿por qué no despojarnos de nuestra investidura y nuestras certezas y plantearnos preguntas cuyas respuestas no son las que ya conocemos? Ejercer como profesional de la salud en contextos indígenas es, a fin de cuentas, una oportunidad inmejorable para experimentar en carne propia la interculturalidad en salud.