Domínguez Ángeles Alodra [*]
El sacrificio humano juega un papel muy importante en la configuración de la religión maya posclásica en Yucatán. Diego de Landa (1978:50-51) hace referencia a este tipo de sacrificios y describió algunos de ellos: los que se hacían asaetando a la víctima atada a un poste, aquellos en los que se extraía el corazón, los que incluían desollamiento y los que se hacían lanzando a la víctima viva al cenote de Chichén Itzá.
Nájera estableció con precisión que el sacrificio consistía en establecer una comunicación entre el hombre y lo divino “a través de un objeto consagrado, que sufre una destrucción parcial o total en el curso de la ceremonia” (Nájera, 1987:40). Dicho objeto consagrado era una víctima, ya fuera animal o humana, que en sí misma era un vehículo, un símbolo de unión entre lo profano y lo sagrado.
Tal como afirma Turner (2005:50), el ritual se ordenaba dentro de un sistema significativo. Los sacrificios, como cualquier ritual, implicaban una serie de acciones pautadas de acuerdo con la costumbre, las cuales hacían patente la cosmovisión religiosa y respondían a necesidades prácticas. Por lo anterior, en este artículo se busca reconocer, a través del estudio de los rituales guerreros de sacrificio humano, algunos de los elementos básicos de la estructura simbólica, así como de la función social de la religión maya en el Posclásico.
El simbolismo religioso establece relaciones estructurales entre fenómenos de naturaleza distinta de una manera coherente (Allen, 1985:157). Sostenemos que el pensamiento religioso, que se expresa como un sistema simbólico, es parte del entramado mental de un grupo social y ofrece una articulada manera de entender la realidad (López Austin, 1998:38). Es obvio que dicho sistema responde a una experiencia social, y es por ello que la coherencia simbólica se establece en la medida en que logra comprehender la realidad vivida por la comunidad (López Austin, 2015:35). La experiencia social de los cazadores recolectores y, más adelante, la de los agricultores, generaron sistemas simbólicos que permitían explicar y actuar en el mundo. Ahora bien, una sociedad compleja, como lo era la maya prehispánica, evidentemente suponía variadas formas de subsistencia y de relaciones sociales —caza, pesca, recolección, agricultura, manufactura, comercio, tributación, guerra, etcétera— que se expresaban en un complejo simbólico muy rico. Cuando en este trabajo nos referimos a agrupaciones simbólicas —“simbolismo agrario”, “simbolismo cinegético”—, en realidad se hace referencia a la coherencia de sectores simbólicos dentro de la cosmovisión mesoamericana que responden a las experiencias vitales de la comunidad. Para el caso mexica, Broda (2015:167) logró establecer que el ciclo ritual tenía una estructura agrícola; Espinosa (2017:103), por su parte, subrayó la importancia de la caza y la recolección en lo que llamó el núcleo extraduro de la cosmovisión mesoamericana. El sacrificio humano realizado en contextos guerreros se estudia en este ensayo tiene elementos simbólicos generados a partir de la agricultura y otros que claramente proceden de la cacería.
Los sacrificios relacionados con la guerra están atestiguados en el Clásico. Basta recordar la tortura ritual a la que eran sometidos los vencidos en las pinturas del edificio del cuarto 2 de Bonampak (Arellano, 1998:20). Sin embargo, este trabajo se centra exclusivamente en los sacrificios guerreros en Yucatán durante los seis siglos anteriores a la Conquista. Para ello, atendemos a los resultados de los trabajos arqueológicos en el cenote de Chichén Itzá, a la iconografía de algunas piezas obtenidas en el mismo cenote y de los relieves escultóricos, así como a los pasajes del Códice Madrid que refieren a este tipo de sacrificios; utilizamos también la literatura yucateca en caracteres latinos que, aunque informa esencialmente de las creencias y prácticas religiosas novohispanas, indudablemente resguarda una tradición religiosa cuyo inmediato antecedente es el Posclásico.
Los sacrificios guerreros se organizaban en torno al simbolismo agrario, con lo cual es posible observar que la división entre rituales guerreros y rituales agrarios es mucho más flexible de lo que puede suponerse. Lo que distingue especialmente a los sacrificios guerreros es que estaban asociados también con la autoridad y es por ello que a través de este tipo de ritos se manifestaba el poder como violencia ritual, la cual se aducía como medio para garantizar el bienestar social.
Entre el material obtenido durante las diversas exploraciones arqueológicas en el cenote de Chichén Itzá destacan algunos restos óseos humanos, los cuales podrían corresponder a las víctimas sacrificiales descritas en las fuentes coloniales y a las imágenes de rituales de sacrificio humano producidas por la plástica maya. Sin embargo, debe considerarse que los huesos provenientes del cenote están asociados a tratamientos culturales de distinta índole tales como exposición al fuego, desarticulación, corte, descarnado y raspado. Las osamentas que se relacionan con el tema sobre el que versa este artículo son precisamente aquellas vinculadas a actos de violencia ritual antes, durante o después de la muerte (Anda, 2007:54).
Las osamentas humanas extraídas por Edward Thompson en 1904 y examinada por Ernest A. Hooton en 1940 corresponden a restos de 42 individuos, más de la mitad de los cuales eran menores de 20 años, es decir. adolescentes; catorce eran menores de 12, de sexo no identificado (Coggins y Shane, 1989:25-28). La presencia de niños concuerda con la muestra esquelética recobrada por William Folan en 1961 y por Piña Chán en 1968 y estudiada por Guillermo de Anda (2007:54-57), quien a partir de análisis tafonómicos y osteológicos estableció que la mayoría pertenecen a infantes, otros a varones jóvenes y en menor medida a mujeres. Examinó 125 osamentas de 135, además de omóplatos, clavículas, costillas, húmeros, radios, tibias y fémures, de las cuales 80 resultaron ser de infantes y 45 de adultos —31 varones y 14 mujeres—, lo que claramente desmintió la creencia popular de que en los cenotes sólo se ofrendaban doncellas; los restos corresponden tanto al Clásico como al Posclásico (Anda, 2007:55-57). En algunos de estos restos fueron identificadas marcas de tratamientos culturales asociadas al sacrificio, entre ellas huellas de corte de forma triangular en las costillas infantiles, lo que debió ser ocasionado por objetos cortantes en cardiectomías. Debe recordarse que este tipo de sacrificio difícilmente dejaba huellas peri mortem puesto que, de acuerdo con los estudios realizados por Tiesler y Cucina (2008:103-125), esta inmolación era realizada como una incisión transversal por debajo de la caja torácica, por lo cual eventualmente sólo quedan huellas en cortes o raspones sobre las costillas y vértebras inferiores. En la muestra de los 31 varones sólo se detectaron marcas de descarnado, desollamiento y exposición al fuego, los cuales corresponden a tratamientos culturales póstumos a los cuerpos de las víctimas sacrificiales (González, 2003:23).
Los discos de oro F, H y L se encuentran resguardos en el Museo Peabody de Arqueología y Etnología de la Universidad de Harvard. Se cree que los discos F y H debieron elaborarse entre los años 800 y 900 d.C., mientras que el L debe ser más tardío (950-1100 d.C.). La iconografía de los tres discos, sin embargo, coincide con elementos distintivos del paso entre el Clásico Terminal y el Posclásico. Se han trabajado con la técnica del repujado y sólo el disco F está entero, pues el H y el L tuvieron que ser reconstruidos con base en los fragmentos encontrados.
El disco F (ver Figura 1) tiene un diámetro de 20.7 centímetros, fue elaborado en hoja de oro y recubierto en negro; quizá tuvo una base de madera. Tiene una cinta perimetral plana y la escena central está ubicada sobre una superficie ligeramente convexa (Coggins y Shane, 1989:25-28). En el perímetro, a espacios equidistantes, se reconocen las peculiares cabezas de dragón distintivas del arte y la religión de los mayas. Disponiendo la escena central frente al espectador, en el eje vertical arriba y abajo aparecen sendos pares de cabezas con la mandíbula descarnada, pupila de voluta y nariz foliada descendente; en el eje horizontal sólo se muestran sendas cabezas de perfil sin maxilar inferior. En la escena central se dispusieron dos líneas paralelas que delimitan el suelo sobre el que ocurre la acción representada; debajo de ellas nuevamente aparece la figura del dragón sin mandíbula inferior. De esta suerte queda claro que se han delimitado las cinco direcciones cósmicas en el plano terrestre, en un espacio liminar con el inframundo.
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Coggins y Shane (1989).
En contraposición al dragón terrestre, en la parte superior de la escena central se reconoce una serpiente de cascabel —ajaw kan en yucateco—, que enroscándose y con las fauces abiertas desciende en medio de los personajes. En su catálogo de serpientes emplumadas Guida Navarro no incluye este disco, seguramente porque no es posible reconocer ninguno de los tipos de pluma que él clasifica —en gancho, largas, espinas y triángulos isóceles— (Guida, 2007:II, II-III); su posición aérea permite considerar que la ajaw kan —serpiente de cascabel— es un ajaw ka’an —Señor del Cielo— (Garza, 1984:174). La escena, por tanto, se dispone en el centro del mundo, flanqueada por los dragones de cada rumbo cardinal y erigida entre el dragón del inframundo y la serpiente celeste.
La escena del disco F congela un momento clave de una narración. Se reconocen cuatro personajes armados cuando uno de ellos, respaldado por otro, captura o vence a los otros dos. La indumentaria del guerrero vencedor, que sostiene un escudo y una lanza en actitud de ataque, consiste en una banda de lentejuelas en la cabeza con un penacho de plumas arriba y un ave que desciende al frente, collar de cuentas largas, cinta atada en las pantorrillas y cinturón anudado (Espinosa, 2003:81-91). El escudo, que sostiene con la mano derecha, muestra siete medias lunas enmarcadas en una banda de cheurones y en la mano izquierda porta un átlatlcon una lanza que recuerda la posición amenazante del planeta Venus, personificado en las páginas 46 a 48 del Códice Dresde. A espaldas del guerrero se ve un ayudante que lleva un átlatl o lanzadardos cubierto de piel y dos lanzas; este sujeto usa una cinta decorada con discos en la cabeza y una capa de plumas. En el centro y a la izquierda pueden verse dos guerreros mayas, uno de los cuales, derrotado y herido, aún sujeta su lanza rota; ambos usan narigueras y cargan escudos de pluma a sus espaldas. El que está de pie sostiene una lanza de vuelta hacia atrás, lo que puede considerarse un gesto de sumisión (Coggins y Shane, 1989:44-45).
La iconografía que distingue a los guerreros representados en este disco es común a otros ejemplos que proceden de Chichén Itzá y también de otros sitios del Epiclásico, que constituyen lo que Ringle, Gallareta y Bey (1998:208) reconocen como estilo internacional y que suponen la expansión del culto a Quetzalcóatl; se trata de los mismos elementos que López Austin y López Luján (1999:27) llaman guerreros de la Serpiente Emplumada o suyuanos.
El disco H (ver Figura 2), reconstruido a partir de los fragmentos recuperados, está incompleto; tiene un diámetro de 22.6 centímetros y está fabricado en oro de hoja martillado repujado y ligeramente reaplanado (Coggins y Shane, 1989:52). Presenta una estructura compositiva semejante a la del disco F: cuatro representaciones de rostros antropomorfos enmarcan la escena en cada uno de sus extremos y una cabeza de perfil del dragón de la tierra sin mandíbula está dispuesta en la parte inferior de la escena central, mientras que una serpiente de cascabel con plumas en forma de gancho ondula su cuerpo en la parte superior (Guida, 2007:II-LXIX). Los personajes de las cuatro esquinas presentan rasgos diferenciados entre sí y se reconocen elementos del dragón de la tierra, lo mismo que formas vegetales. De esta suerte, la composición indica con claridad el eje vertical dragón del inframundo/ serpiente emplumada celeste y las cuatro esquinas de la tierra. En el centro visual, que se constituye en el centro simbólico del cosmos, se representa un sacrificio de extracción del corazón.
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Coggins y Shane (1989).
De acuerdo con Landa, el término nakom se aplicaba tanto al jefe militar como al responsable de realizar cardiectomías; chaak, por su parte, era el nombre que se daba a cuatro ancianos que fungían como ayudantes en los rituales (Landa, 1978:49). El nombre chaak para estos sacerdotes auxiliares se asocia con el dios de la lluvia, y el hecho de que los cuatro se dispongan en torno al centro de la acción ritual remite a los puntos cardinales (Morales, 2014:176)
En la escena que se analiza, quien desempeña el papel de nakom se inclina hacia la víctima, sosteniendo con su mano izquierda el cuchillo sacrificial como si ya lo hubiese utilizado, mientras su mano derecha se dirige hacia la herida abierta en el pecho; viste un tocado de águila con un gran penacho de plumas, una apretada faja que envuelve varias veces su cintura, justo debajo de sus rodillas una banda con cuentas, y envuelven su brazo derecho cuatro discos ubicados a distancias iguales desde la muñeca hasta el antebrazo. Cuatro ayudantes sostienen por sus extremidades a la víctima sobre la piedra del sacrificio. Estos sacrificadores portan orejeras y llevan en la parte baja de la espalda un disco que es característico de la vestimenta guerrera zuyuana; los dos que sostienen los brazos de la víctima llevan penachos de plumas cortas, y los cuatro las bandas teseladas propias del tocado zuyuano. Otros tres personajes de pie asisten a la escena. Dos a la derecha y uno a la izquierda. Este último sostiene el átlatl, las lanzas del guerrero águila y un bulto de tela con pendientes en forma de flor. A la derecha, uno de los personajes sólo viste el paño de cadera y carga un escudo a su espalda, mientras que el otro viste una rica capa de plumas y un penacho que se eleva a partir de una cintilla teselada, similar a las que utilizan los guerreros de las columnas de Tula en el Altiplano. De las fauces de la serpiente emerge la figura de un guerrero sujetando con la mano derecha un átlatl y porta-lechuguillas en la mano izquierda, el cual nuevamente muestra atavíos característicos de los guerreros zuyuanos, como el pectoral de mariposa.
El disco L (ver Figura 3) tiene un diámetro de 16.9 centímetros, por lo que es el más pequeño de los discos que aquí se analizan. Fue elaborado en oro de hoja martillado y repujado con un recubrimiento en negro, y también ha sido reconstruido a partir de sus fragmentos (Coggins y Shane, 1989:52). La escena central está delimitada por dos círculos, el más externo formado por una sucesión de pequeños puntos, y el interior por una doble sucesión de líneas semicirculares que dotan a la escena de un marco dinámico y flexible. Una línea horizontal indica el suelo de la escena, bajo éste se representan dos cabezas de perfil del dragón de la tierra, que al estar una frente a la otra forman un rostro frontal. La escena captura el momento en el que un hombre- águila desciende con las garras abiertas hacia el pecho de otro que está tendido en el suelo, sosteniendo su peso sobre las manos; viste pulseras, collar de cuentas, orejeras, nariguera, tocado de plumas y un espaldar emplumado (Stocker, 2001:71-87).
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Coggins y Shane (1989).
Los tres discos analizados logran que la representación, con una enorme fuerza narrativa, nos informe de momentos asociados con la guerra y el sacrificio. Los discos F y H subrayan el carácter axial tanto del triunfo militar como del sacrificio de extracción del corazón. Entre la serpiente emplumada y el dragón de la tierra se rinden los guerreros o se sacrifica al vencido. El tema del disco L permite comprender que el guerrero vencedor se identifica con el águila solar que arranca y devora corazones, es por ello que el nakom del disco H lleva un atavío que lo identifica como águila.
En los bajorrelieves del Gran Juego de Pelota que muestran escenas de jugadores de pelota (Barrera y García 2007:50-53) destaca la importancia de la decapitación que está presente en los seis tableros (ver Figura 4).
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Marquina (1981) y Staines (2001).
En uno de los paneles de las banquetas del Juego de Pelota se observa a un individuo decapitado que muestra la rodilla derecha posada sobre el suelo y la pierna izquierda flexionada. Del cuello brotan siete chorros de sangre, lo que hace suponer a Francois Baudez (2004:251-292) que el corazón no ha sido extraído, pues de otra manera la sangre no brotaría con tanta abundancia. Seis de los chorros de sangre asumen una forma serpentina y el de en medio se transforma en un árbol florido.
A la izquierda destaca la presencia del jugador vencedor, que asume el papel de nakom, quien carga en una de sus manos la cabeza cercenada del sujeto arrodillado, mientras porta en la otra el cuchillo de sacrificio. Entre el nakom y la víctima sacrificial aparece un cráneo descarnado al interior de un gran círculo, lo cual se ha interpretado que representa a la pelota- cráneo, de cuya boca emergen formas ondulantes que han sido interpretadas como una vírgula de la palabra por Sodi y Aceves (2004:862-869), lo que podría implicar que de ahí nace el relato del juego de pelota. Consideramos que, más que una vírgula, las formas refieren a un líquido que sale de la boca, lo que hace recordar al salivazo fecundador de Jun Junajpú (Craveri, 2013:68). Que el cráneo tenga un simbolismo asociado con la fecundidad queda aún más claro por el relieve del cabezal norte del templo del Gran Juego de Pelota, en donde un cráneo sirve de jícara para recibir el semen (Sodi y Aceves, 2004:866).
Consideramos que el sacrificio por decapitación implica no sólo la lucha de los aspectos opuestos y complementarios del cosmos, sino también un simbolismo de fecundidad. No es extraño que en el Clásico la decapitación haya sido considerada una “creación” (Stuart, 2003:24-29).
Representaciones de occisión ritual aparecen en diferentes páginas tanto en el Códice Madrid como en el Dresde; desafortunadamente el estado de deterioro del Códice de París hace difícil identificar este tipo de escenas. De cualquier forma, para este trabajo se han considerado sólo los pasajes en los que se identifica sacrificio humano en el Códice Madrid debido a que se sabe que este códice fue realizado entre los siglos XIV y XV de nuestra era durante el Posclásico Terminal, en alguna zona de Yucatán (Paxton, 2009:20), cuando precisamente se llevaban a cabo occisiones rituales en el cenote de Chichén-Itzá; se tomaron como ejemplo de análisis los almanaques de las páginas 50a, 54b, 55b, 66a y 76.
En una sección dedicada a diversas escenas en las que el dios M se presenta como guerrero y creador del fuego, se encuentra el almanaque de la página 50a, cuyo segundo registro muestra una escena en la que M es sacrificado. El fondo es azul y los dos personajes, M y Q, se encuentran colocados sobre un rectángulo con el glifo T628b, las huellas de pies que indican camino (ver Figura 5).
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Lee (1985).
El personaje ubicado a la derecha ciertamente es difícil de identificar debido a los daños ocasionados por la pérdida de la capa de estuco; sin embargo, ha sido reconocido como el dios Q (Vail, 1996:139-141). Se muestra de perfil con sus piernas recogidas sobre el pecho, sosteniendo en la mano derecha el glifo T528, tun piedra, y con la izquierda una lanza con la que hiere al personaje representado a la izquierda, el dios M (Vail, 1996:129-132).
Al dios M se le muestra con el característico color negro de su cuerpo, los labios rojos, el colgante labio inferior, la nariz tubular recta y el tocado de cuerda de mecapal (Vail, 1996:129; Sotelo, 2002:165-167). En este caso no lleva ninguna carga, aparece con las piernas recogidas sobre su vientre, el brazo derecho cae y el izquierdo se levanta, mientras la cabeza mira hacia arriba; todo ello da la impresión de un cuerpo exangüe.
Q es una deidad del inframundo cuyo nombre, tal y como aparece en las páginas 84c a 88c, es Kisin (Vail, 1996:288-290). En diversos pasajes iconográficos se le asocia con el sacrificio humano y, en la imagen que nos ocupa, está jugando el papel de guerrero o sacrificador, es decir, de nakom. El color negro del dios M, que funge el papel de víctima, está relacionado con el oeste, lugar por donde se accede al inframundo y se asocia también con la guerra y el sacrificio (Sotelo, 2002:168).
Como es sabido, algunos de los rasgos del dios M muestran semejanza con los de la deidad nahua de los mercaderes, Yacatecuhtli (Vail, 1996:126). Ek Chuah es el nombre maya, consignado por Diego de Landa, para esta deidad; el mismo fraile afirma que los caminantes llevaban en sus jornadas incienso para quemar en la noche y rogarle que volviesen con bien (Landa, 1978: 48). Recuérdese que los comerciantes también cumplían funciones militares como espías y destacamentos de avanzada.
Los almanaques de 54b (ver Figura 6) y 55b (ver Figura 7) ofrecen semejanzas y paralelismos en torno a la decapitación. En ambos casos se observa al dios negro de los mercaderes, Ek’ Chuah —a quien el texto llama Ek’ Itzam Ná en 55b—, portando una lanza manchada por el ocre color de la sangre en la afilada punta en 54b. También aparece un ave antropomorfizada, el zopilote agorero kuch, aunque en 54b los daños del manuscrito apenas permiten suponerlo; en cambio en 55b el rostro es muy claro e incluso aparece el glifo nominal, kuch (T747b).
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Lee (1985)
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Lee (1985).
La decapitación es manifiesta en 54b por la ausencia de cabeza del personaje del primer registro gráfico; en el caso de 55b el personaje dobla la cabeza exponiendo el cuello. En las dos representaciones aparece el hacha. En 54b el personaje con el cuerpo pintado de ocre lleva las manos hacia delante y se reconoce un pequeño diseño de cuerda a la altura de la muñeca; en 55b es aún más claro el carácter de prisionero, con las manos atadas a la espalda.
En la secuencia de 54b aparece primero el personaje cuya cabeza ha sido cercenada, a quien le sigue Ek Chuah con la lanza manchada de sangre y, tras él, la probable figura del ave antropomorfizada, sosteniendo un elemento figurativo y sintético que alude a la cabeza de un muerto. Tanto la primera como la tercera figuras portan bolsas de copal. El texto, con ciertas dudas, dice “ukimil kim ¿Ek’ Ich? ¿? ¿Kuch? ¿lob? ¿muk?” (Vail y Hernández, 2013), lo cual parece indicar que es el reverenciado dios Negro, quien se ha hecho cargo de dar muerte al personaje.
En 55b el orden se ha invertido, pues ahora es Ek’ Chuah quien precede al cautivo preparado para la decapitación, de cuyo cuello pende una bolsa de copal. En el tercer registro reaparece el ave antropomorfizada sosteniendo el glifo T736, kim, muerte. El texto vuelve a indicar que el sujeto es el dios Negro, a quien se refiere ahora como Itzam Ná.
Ambos almanaques, 54b y 55b, retratan occisiones rituales a cargo de Ek’ Chuah en las cuales la víctima sacrificial es un cautivo de guerra que carga incienso. El personaje divino que es víctima sacrificial en el almanaque de 50a es ahora el que funge como guerrero que ha capturado al personaje sacrificado.
Los mercaderes, como se ha mencionado previamente, funcionaban como espías y se encargaban de informar en qué señoríos se podían hacer incursiones guerreras, las cuales tenían un doble objetivo: conseguir víctimas para el sacrificio y conformar grandes unidades políticas mediante el dominio de otros pueblos (Olivier y López, 2010:30-31).
En la página 66a (ver Figura 8) un personaje levanta una de sus manos mientras mantiene la otra doblada y atada; lleva puesto un collar rígido con cascabeles de muerte, y su tocado es el glifo T552, k´at (Macri y Vail, 2009:300), del que emergen cabellos como si fuesen los de una mazorca. Se encuentra sobre la representación convencional del cenote (T591), dentro del cual se encuentra a su vez el glifo T623, un par de tibias cruzadas sobre un fondo negro, cuya lectura epigráfica aún no se ha dilucidado y se ha asociado con la muerte. El texto permite reconocer la acción del señor de la muerte y de Nik Ahaw, título asociado al señor del maíz (Vail, 1996:104-107), con augurios relacionados con el sustento.
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Lee (1985).
El sacrificio por inmersión en el cenote se vincula con rituales para propiciar las lluvias (Landa, 1978:114), y la identificación de la víctima con el Señor Flor y con la mazorca resulta transparente. Sin embargo, la víctima ocupa el papel de un cautivo, como presa de guerra y de cacería, esto último si estamos dispuestos a observar el paralelismo entre el brazo atado de la víctima y la representación convencional de la pata de venado amarrada como ofrenda.
En la sección correspondiente al rumbo cósmico del norte en el cosmograma de las páginas 75 y 76 del Códice Madrid se representa una escena por extracción del corazón. Se reconoce la piedra de sacrificio sobre la que yace sin vida el cuerpo de la víctima, abierta por un gran cuchillo de pedernal que hace salpicar la sangre que también tiñe la punta. A ambos lados de la víctima dos advocaciones del dios de la muerte, A y Q, se encuentran sentadas con las piernas dobladas sobre el pecho y los brazos sobre las rodillas (ver Figura 9).
[i] Fuente: Ilustración de María Fernanda Urbina Durán basada en Lee (1985).
El enorme tamaño del instrumento para el sacrificio, en proporción al de los personajes que participan en la escena, así como su posición central, justo bajo el glifo que indica el norte, hacen suponer la importancia mítica y ritual del sacrificio humano. El norte es el lugar de la muerte y del sacrificio por extracción del corazón, probablemente porque el norte también es el cenit, el espacio que corresponde a la posición del sol al mediodía (Sosa, 1984:124-125).
Ciertamente existen otras escenas de sacrificio en el Códice Madrid asociadas con más claridad a temas agrarios. Nuestro interés descansa en aquellos vinculados con la guerra.
Cuatro deidades participan en los pasajes analizados, dos de la muerte y el inframundo, Aj Kiimil y Kisin, así como una deidad del maíz, Nik Ajaw, y una deidad de los mercaderes, espía y guerrero, señor negro del inframundo, Ek’ Chuah. Tres de ellos están relacionados con el inframundo, uno de ellos es claramente una deidad guerrera y el señor del maíz aparece representado como cautivo de guerra.
Ek’ Chuah en estas escenas se muestra como víctima y como sacrificador. El dios del maíz también es una víctima. Los dioses, por tanto, pueden ser tomados prisioneros y estar sujetos a una occisión ritual. Ello no es extraño si consideramos que existe una relación de interdependencia entre los sacrificios humanos y los divinos; pero también si se toma en cuenta que en los códices se presentan escenas que modelan actividades rituales.
De acuerdo con lo observado en estas representaciones, la guerra es uno de los medios para la obtención de cautivos y la celebración de rituales guerreros que incluyen el sacrificio humano, ya sea por extracción del corazón, por inmersión en un cenote o por decapitación.
El cenote (Madrid 60a) y la piedra de sacrificios (Madrid 76) son símbolos axiales que localizan los sacrificios en el centro del cosmos. La participación de los dioses M, Q y A hace patente, por un lado, el carácter inframundano de los sacrificios, pero también su asociación con la generación de vida, si se considera que estas deidades son renovadoras: M a través de su simbolismo ígneo, Q a través del simbolismo de su fetidez y A en tanto expresa a la muerte que pare. La participación del dios del maíz como víctima sacrificial subraya aún más la relación que tiene el sacrificio humano con la renovación vegetal y, por tanto, con la fecundidad.
No abundaremos en el simbolismo de esta variedad de sacrificios, explicado con amplitud por Nájera (1987:143-192); baste recordar que la cabeza cercenada no sólo alude a la apropiación de la fuerza de la víctima, sino también a la semilla-hueso que renueva la vida; la sangre derramada es el líquido que fecunda la tierra; el corazón es alimento que permite el movimiento cósmico, y el ahogamiento en el cenote permite establecer un contacto entre los dioses de la lluvia y los seres humanos. A lo anterior debe añadirse que tanto el músculo cardiaco como la cabeza son dos centros que alojan manifestaciones sutiles que pueden considerarse entidades anímicas (Martínez, 2007; Hirose, 2008; Craveri, 2012) por lo que la ofrenda de estos centros involucra la liberación de dichas entidades. Uno de los glifos para representar el corazón tiene la forma de un tamal, lo que permite establecer que los dioses consumen corazones como tamales (Houston y Scherer, 2010:173).
En síntesis, en el Códice Madrid se manifiesta la relación estrecha entre la guerra y el sacrificio, así como entre éstos y la fecundidad; de esta suerte, la guerra es un hecho social que permite la extensión del control político y económico, pero se explica como un medio para la perpetuación de la vida a través de la muerte ritual.
Dos cantares del documento conocido como Cantares de Dzilbalché, el 1 y el 13, ofrecen información para conocer el sacrificio humano por flechamiento (Nájera, 2007).
El cantar 1, X-Kolom-che (herir livianamente al del palo), expresa con claridad que la víctima es el intermediario entre el dios solar y la comunidad: “tú vas a ver el rostro de tu padre en lo alto”, “tú eres a quien se ha dicho que lleve la voz de tus convecinos ante nuestro Bello Señor” (Nájera, 2007:141,143). Antes del sacrificio la víctima se pasea por el poblado acompañada por bellas mujeres y vienen a ella funcionarios públicos y religiosos como el Holpop, el Ah Kulel, el Nakom y el Batab. Se le invita a que mantenga un ánimo alegre y ría sin temer al sacrificio.
La víctima es un hombre joven al que se ha cubierto de pintura azul y se le ha adornado y perfumado con flores de balché (Lonchocarpus violaceus). Se le ata a una columna colocada en medio de la plaza; de esta manera, se ubica en un axis mundi y él mismo se convierte en la representación viva, azul y florida de un árbol que pone en contacto los diversos planos cósmicos.
El cantar 13, X’okoot-kay h’ppum-t-huul (Canción de la danza del arquero flechador), explica el proceso del flechamiento. Los sacrificadores asumen el papel de cazadores: afilan sus flechas, ajustan la cuerda del arco, ponen resina en las plumas y untan su cuerpo con grasa de venado macho. Deben ser cuidadosos en su tarea y espiar entre los árboles para “cazar a orillas de la arboleda”, para lo cual “bien alza la frente, bien avizora el ojo” (Nájera, 2007:175).
Asimismo, el cantar aclara nuevamente el carácter axial de la víctima. Se señala que la columna a la que se le ata tiene una cualidad pétrea —lo cual no es extraño si se toma en cuenta el recurrente paralelismo de “piedra- madera” en los textos yucatecos novohispanos— y se dice que es azul. Con ello se establece que la columna tiene la naturaleza propia del hombre, ya que es de madera y piedra y su color indica que se encuentra ubicada en el centro del cosmos. Así columna-árbol y víctima se han identificado. Morales ha puntualizado que el sacrificado es un “varón que aún cuenta con características femeninas, es un muchacho indiferenciado” (2006:167-168), un andrógino que encarna al árbol dentro del que fluyen las energías masculinas y femeninas de la vida.
Los arqueros deben herir ligeramente al joven: “No es necesario que pongas toda tu fuerza para asaetearlo, para no herirlo hasta lo hondo de sus carnes y así pueda sufrir poco a poco, que así lo quiso el Bello Señor Dios” (Nájera, 2007:176). Nájera sugiere que la presencia del nakom hace suponer que el flechamiento concluía con la extracción del corazón (2007:89).
En síntesis, el sacrificio por flechamiento en los Cantares de Dzitbalché se presenta como un ritual inspirado en la cacería, durante el cual los arqueros que danzan alrededor del joven atado a la columna le provocan dolor y un sangrado abundante con leves flechazos. La sangre seguramente iba derramándose desde el cuerpo de la víctima hasta la tierra, fecundándola, para luego ser ofrecido el corazón al dios solar.
El sacrificio por inmersión en el cenote es descrito en el Chilam Balam de Chumayel, aunque en este caso es parte de un proceso iniciático a través del cual Hunak Ke’el legitima su posición como líder de los itzáes (Nájera y Morales, 2009). En el pasaje se aclara que el sacrificio en el cenote era un medio de comunicación con las deidades: “Y comenzaron a arrojarlos al pozo para que los Señores oyeran su voz. Su voz no era igual a las otras voces” (Garza, 1980:224).
En el caso de Hunak Ke’el, la inmersión no concluye en su muerte: tras oírse “lo último de su voz”, “comenzó a recibirse su voz”, implicándose con ello su muerte y renacimiento, ahora como gobernante “y se empezó a decir que era Ahau” (Garza, 1980:224-225; Nájera y Morales, 2009:233-237).
Hunak Ke’el se lanza al cenote sagrado de la misma manera en la que los itzaes sacrificaban a los vencidos, así se simboliza el despojo de su poder y su muerte ritual. Inmerso en el cenote, abre un canal de comunicación entre el mundo de los hombres y el de los dioses, su voz se convierte en la voz de los dioses. Tras ello, la narración introduce la información de que Hunak Ke’el fue encontrado en la montaña, su madre fue un águila y su padre adoptivo es Ah Mex Kuk, “el de las barbas de ardilla” (Garza, 1985:48), de quien luego se dice que su nombre es Chichen Itzam, el Itzam de Chichén, quizá el fiero y terrible dragón que habitaba el cenote, la advocación zoomorfa del dios supremo de los mayas de Yucatán.
En las fuentes prehispánicas —restos óseos, discos de oro, relieves escultóricos y códices—, así como en los testimonios escritos mayas novohispanos, es posible rastrear las diversas formas de los sacrificios humanos y su relación con la guerra. Intentemos dilucidar las relaciones simbólicas de sus elementos.
Los rituales analizados utilizan un espacio que se configura para ubicarse en el centro y, por tanto, en un medio de comunicación de los diversos planos cósmicos. La piedra del sacrificio, ubicada en el norte en la página 76a del Códice Madrid, se coloca en el eje cenital y relaciona el sacrificio con el movimiento solar. La danza del arquero flechador se realiza en una plaza en torno a un poste azul al que se ha atado a la víctima, transformada simbólicamente en árbol vivo del mundo. El cenote de Chichén Itzá, habitado por Itzam, es una puerta al inframundo acuático. La cancha del juego de pelota es el lugar en el que coinciden las energías oscuras del inframundo y luminosas del cielo.
En Mesoamérica, la guerra se asimila con la cacería (Olivier, 2015:645) y también con la lucha entre las fuerzas duales del cosmos. En ese contexto el sacrificio humano corresponde a la muerte de la presa cazada, así como a la muerte del enemigo. En el sacrificio por flechamiento, los sacrificadores son cazadores, en el sacrificio por decapitación los sacrificadores son los vencedores del juego de pelota, y en el sacrificio por extracción del corazón los sacrificadores son guerreros venusinos que alimentan al sol. La víctima se identifica con el venado, como ocurre en la imagen de Madrid 66a, pero también es el cautivo de Madrid 55 y 56 a, es el jugador vencido de los relieves del juego de pelota o el guerrero derrotado de los discos de oro del Cenote Sagrado. Mención especial requiere el venado-víctima atado al poste quien, pintado de azul y adornado con flores, se constituye él mismo en un árbol cósmico y convierte el flechamiento no sólo en una acción guerrera, sino también en una forma de echar a andar el mundo al hacer que las heridas infligidas permitan el derramamiento de los líquidos fecundos que circulan en el árbol-animal-víctima.
Los implementos del sacrificio son también armas del cazador-guerrero: lanza, hacha, cuchillo y, eventualmente, flechas. Incluso, de acuerdo con los informes osteológicos, los huesos recogidos en el cenote implican sacrificios de extracción del corazón previos al lanzamiento de la víctima al agua.
El sacrificio permite que se obtengan dos órganos esenciales como ofrenda: la cabeza y el corazón. Ambos han sido considerados la sede de algunas entidades anímicas asociadas con el sol y al mismo tiempo se asimilan, simbólicamente, al alimento y la semilla. De cualquier forma, a excepción del sacrificio por ahogamiento —al que sobreviviera Hunak Ke’el— o el de inmersión para obtener un oráculo, todos estos sacrificios implican el derramamiento de la sangre.
Cada variante del sacrificio tiene relaciones simbólicas específicas. La decapitación se relaciona claramente con el juego de pelota; la extracción del corazón con el triunfo militar de las fuerzas solares; el flechamiento supone la obtención del líquido vital y sagrado que circula en el árbol cósmico; la inmersión en el cenote es un medio de comunicación entre la comunidad y los dioses. En todos, sin embargo, es posible encontrar un elemento simbólico subyacente: la fecundidad. La cabeza cercenada que es la pelota que circula entre las fuerzas de la luz y la oscuridad, es también la semilla fecunda, la calavera-grano de maíz. La sangre derramada en el juego de pelota, en el poste del flechamiento o en la extracción del corazón es el líquido que fecunda la tierra y garantiza la vida; la sangre, en fin, se transforma en vegetación como ocurre en el relieve del Gran Juego de Pelota. En fin, lo que se ofrenda a través de estos sacrificios garantiza la fecundidad y, aunque estos rituales sean primordialmente guerreros, no se alejan del patrón esencial de la religión mesoamericana preocupada por la productividad de la tierra.
Ahora bien, sobre el sustrato agrícola se superponen otra serie de elementos simbólicos que tienen que ver con el ejercicio de la violencia y, con ello, del poder. Es claro que la guerra tiene una función política concreta, la de establecer un control económico de un grupo sobre otro; pero, a la luz de la cosmovisión maya, ello significa contar con cautivos con los que se mantiene la dinámica del cosmos.
La guerra se representa en el juego de pelota; este último es el modelo del ciclo diario —noche y día— y del ciclo anual —lluvias y secas—, así como de la estructura del cosmos —inframundo y cielo— que gesta el espacio humano. Por ello mismo la guerra es una actividad que garantiza que la vida se conserve a través de la regeneración vegetal.
En estos sacrificios existen binomios cazador/presa, vencedor/vencido, guerrero/cautivo, muy evidentes en los discos de oro, pero que están implícitos en el resto de los ejemplos estudiados. En todos ellos el captor se empodera mediante la derrota del vencido, política e ideológicamente, pues está facultado para llevar ofrendas a las deidades, demostrando que es el más fuerte, con lo que actualiza su deber como sustentador de los dioses y corresponsable del equilibrio dinámico del cosmos; ello le da el derecho a ejercer autoridad. En otras palabras, el sacrificio legitima la existencia de un orden establecido y, por lo tanto, de un grupo político.
El sacrificio humano es un ejercicio de autoridad política, de manifestación de poder del grupo militar sobre la comunidad y de esta comunidad sobre otras, lo cual se explica, desde la cosmovisión maya, como una necesidad: la de conservar el equilibrio cósmico y con ello garantizar que la existencia se conserve. Así, el simbolismo religioso maya, anclado en un sistema de subsistencia en el que la caza y la agricultura son fundamentales, se reinterpreta para responder más cabalmente a un sistema sociopolítico que ha colocado el comercio y la guerra como el eje de las actividades económicas.