Introducción

En febrero de 1913 vio la luz pública el primer número de la revista El Heraldo Seráfico, cuya aparición estuvo motivada por “la imposibilidad de hacer llegar por otro medio y oportunamente al conocimiento de la inmensa mayoría de los terciarios cuanto pueda interesarles y el deseo de hacer cristiana labor más intensa y más positiva” (núm. 1, febrero de 1913, p. 1).1 Esta fue una publicación católica de Costa Rica dedicada inicialmente “a los Terciarios franciscanos y a los socios de la Pía Unión de San Antonio”, pero tiempo después amplió sus ambiciones hasta convertirse en el “Eco de las misiones capuchinas y órgano de sus Órdenes Terceras en Centroamérica” (núm. 121, marzo de 1923, p. 1), durante la década de 1920.

Sus primeras dos ediciones fueron realizadas por la imprenta Cubero, situada en la ciudad de Cartago. Posteriormente, los capuchinos contrataron los servicios de Alejandro Bonilla, propietario de la imprenta más grande de la Antigua Metrópoli, donde se estamparon veintiún números. Más tarde, entre enero y julio de 1915, El Heraldo Seráfico se trasladó a la capitalina imprenta Del Comercio. Finalmente, a partir de agosto de 1915 la revista inauguró su propio taller tipográfico, el cual no cesó sus labores hasta 1969.

La aparición de la revista y la posterior fundación de la imprenta El Heraldo coincidieron con una época de transformaciones en el ramo de la edición. Las nuevas técnicas de impresión y composición fueron conocidas tardíamente por los costarricenses, considerando que no fue sino hasta 1908 cuando la imprenta Moderna introdujo el primer linotipo al país. Además, entre 1890 y 1920 las técnicas que permitían el uso del color y la introducción de la imagen se popularizaron entre las imprentas de Costa Rica.

De igual manera, la llegada de los frailes capuchinos a finales del siglo XIX y sus primeros años de apostolado en el país confluyeron con un cambio en la posición que hasta entonces el Vaticano había tenido respecto al periodismo. En este contexto, el papa León XIII (1878-1903) emitió a lo largo de su pontificado un discurso más favorable hacia los periódicos y hacia las prácticas periodísticas, lo cual tuvo como consecuencia la fundación de periódicos católicos por toda Europa occidental y América Latina.

El objetivo de este artículo es analizar el proceso técnico y social de la producción de la revista El Heraldo Seráfico, el cual fue ejecutado totalmente en el taller de los capuchinos después de agosto de 1915. Más específicamente, se pretende analizar las razones que explican la creación de la imprenta El Heraldo, su nivel técnico, así como también la organización del trabajo. A partir de este objetivo, surgen una serie de interrogantes a las cuales se intentará dar respuesta: ¿Cuál es el motivo de la fundación de este taller tipográfico? ¿Con qué tipo de maquinaria contaba este establecimiento? ¿Cuáles eran los principales gastos de la imprenta? ¿Cuál era la jerarquía del taller? ¿Quiénes fueron los directores y cuáles eran sus funciones? ¿Cuánto dinero ganaba un obrero de esta empresa? ¿Cuáles eran sus actividades cotidianas?

Este trabajo se apoya en el modelo propuesto por el historiador estadounidense Robert Darnton (1982, 2008), para quien la historia de los impresos debe escribirse siguiendo los trazos dejados por todos los actores que intervinieron en su producción, distribución y consumo. En este caso, la atención recaerá sobre los hombres que tenían a su cargo la composición e impresión de El Heraldo Seráfico. A pesar de que el citado autor ha señalado que su paradigma es aplicable sobre todo al periodo de estabilidad tecnológica comprendido entre 1500 y 1800 (Darnton, 2010:62), es posible emplearlo en el caso de esta imprenta, donde la producción era casi artesanal.

La producción de impresos ha sido abordada por varios investigadores costarricenses. Por ejemplo, Patricia Vega (1995) estudió el proceso de producción en las primeras imprentas del país (1830-1850), para luego concentrarse en el trabajo de la Imprenta Nacional durante los últimos decenios del siglo XIX (Vega, 1998). Por su parte, Gabriela Villalobos (2000) ha podido demostrar que entre los últimos años del siglo XIX y los primeros del XX el oficio de tipógrafo experimentó cambios notables en la capital costarricense. En el ámbito local, Iván Molina (2002) se ocupó de estudiar el taller de los hermanos Sibaja, situado en Alajuela, mientras que Carlos Villalobos (1998) analizó la producción de la imprenta ramonense de los hermanos Acosta.

A pesar de los múltiples trabajos precedentes, esta investigación se justifica en el hecho de que aún es poco conocido el mundo de las imprentas provincianas en Costa Rica y de que los documentos conservados en el archivo del convento de San Francisco de Cartago aportan información muy valiosa que aún hoy permanece inexplorada.

Este análisis se apoya en dichos documentos, así como también en los datos aportados por la revista El Heraldo Seráfico. Es igualmente importante la información suministrada por el señor Francisco Pérez -antiguo obrero de este taller-, por las fotografías de la época y por los anuarios estadísticos de la República de Costa Rica. Los resultados se presentan a través de cinco secciones: una primera que trata sobre los antecedentes y las razones que explican la fundación de la imprenta El Heraldo, una segunda consagrada a las técnicas de impresión utilizadas en ella, una tercera dedicada a analizar el uso del papel, la cuarta en la que se analizan los salarios de los obreros y un último apartado en el que se pretende describir la organización del trabajo.

La fundación de la imprenta El Heraldo

Luego de la Revolución francesa, el liberalismo y el anticlericalismo se expandieron por Occidente socavando el poder que la Iglesia católica había mantenido desde hacía siglos. De este modo, entre fines del siglo XIX e inicios del XX es posible distinguir dos grupos claramente opuestos con respecto al uso de los medios de comunicación: por un lado, la Iglesia que seguía empleando los mecanismos tradicionales de la oralidad y, por otro, los grupos liberales que conocieron una notable expansión gracias a los periódicos y al disfrute de las libertades de prensa y de pensamiento.

Rápidamente, el catolicismo se dio cuenta de los progresos que los liberales habían alcanzado gracias a los impresos. Así, la Iglesia comenzó un proceso de recristianización europea, apoyada en el uso de la imprenta y en la acción de los laicos. De acuerdo con el profesor José Leonardo Ruiz, estos últimos jugaron un rol vital en la restauración cristiana, sobre todo en los medios urbanos, debido a la falta de vocaciones y, por lo tanto, de nuevos sacerdotes que sustituyeran a los más viejos (Ruiz, 2002:15).

En medio de este contexto de restauración cristiana, fueron creadas diversas asociaciones católicas por toda Europa, las cuales se encargaban de difundir lo que ellas consideraban buenas lecturas. Es el caso de la Sociedad Católica de los Buenos Libros, instaurada en Francia en 1824 con el propósito de propagar textos religiosos baratos entre los fieles y de limitar los avances de la prensa liberal. El mismo fenómeno se presentó en 1873, cuando los padres agustinos de la Asunción fundaron la Casa de la Buena Prensa, una institución que lanzó al mercado francés varias revistas piadosas, como Le Pèlerin o La Croix. Por otra parte, en Italia se crearon La Amistad Católica y la Sociedad de los Amigos, que tuvieron objetivos similares a las asociaciones católicas francesas.

Así nació la “Buena Prensa”, nombre dado a menudo a todas las instituciones que promovían la lectura de periódicos católicos dirigidos a las clases populares. Debe recalcarse que, a lo largo del siglo XIX, el Vaticano mantuvo una posición hostil hacia el periodismo y que el gran cambio no se daría hasta la llegada al trono romano de León XIII, quien tomó consciencia de la importancia de la prensa para contrarrestar a los críticos del catolicismo. A través de varias encíclicas emitidas durante su largo pontificado (1878-1903), condenó el apoyo dado por los fieles a los periódicos liberales y recomendaba la fundación de impresos religiosos. La encíclica Etsi nos, publicada en febrero de 1882, es un llamado a controlar la lectura de la prensa liberal y, al mismo tiempo, una invitación a ampliar la fuerza de la prensa católica.2

La Iglesia española entró en el mundo del periodismo más tardíamente que el resto de los países europeos. De acuerdo con Ruiz (2002:22), este fenómeno se debió a que en España las ideas liberales progresaron más lentamente. Desde la Restauración, los sectores católicos consideraban necesaria la creación de periódicos acordes a su religión; sin embargo, el advenimiento de un periodismo de empresa capaz de producir grandes tirajes fue difícil debido a las profundas divisiones de los católicos españoles: de un lado se encontraban aquellos que aceptaban el régimen constitucional y, del otro, aquellos que se declaraban antiliberales (Ruiz, 2002:23). A fines del XIX aparecieron dos periódicos católicos de circulación nacional: El Movimiento Católico y El Universo, pero ambos fracasaron. Según Lorena Romero, la censura ejercida por el clero y la imposibilidad de transformar los periódicos en empresas modernas de información explican esta situación (Romero, 2009:35-40).

Cataluña merece una atención particular dado que la mayoría de los frailes capuchinos que vivieron en el convento de San Francisco de Cartago provenían de esa región. Allí, la prensa católica experimentó una expansión después de 1868 gracias a la participación de las asociaciones de laicos, entre las cuales cabe mencionar: la Asociación de Católicos, la Juventud Católica y la Pía Unión de San Miguel Arcángel. No obstante, la más importante de ellas fue creada en 1871 bajo el nombre de Apostolado de la Prensa. Todos estos grupos compartieron el mismo objetivo: difundir lecturas piadosas para detener el avance de las ideas liberales.

Esta entidad se benefició de las libertades de expresión y de asociación garantizadas luego de la revolución de 1868; de esta manera pudo hacer circular sus periódicos. El Apostolado de la Prensa vino a ser un modelo institucional en el contexto español debido a las innovadoras estrategias que empleó para distribuir sus productos, tales como los contactos con editoriales y librerías o bien la organización de concursos literarios dirigidos a laicos. La investigadora Solange Hibbs-Lissorgues asegura que la misión de este apostolado iba más allá de la organización de la prensa confesional, pues en realidad sus miembros deseaban guiar y controlar a los fieles (Hibbs- Lissorgues, 1991:113).

En 1913, catorce años después de haber llegado a Costa Rica, los capuchinos hicieron circular el primer número de su revista El Heraldo Seráfico, un proyecto que recogía la experiencia catalana aquí descrita y que fue fundado por fray Agustín d’Artesa, quien en ese momento fungía como superior del convento franciscano de Cartago. Al estilo de sus congéneres europeas, esta publicación nunca escondió su oposición a la prensa liberal; de hecho, para sus redactores existían dos tipos de periódicos: los buenos, ligados al catolicismo, y la mala prensa anticlerical. En 1937, uno de sus escritores se expresaba de la siguiente manera:

[…] la Prensa es la gran palanca que mueve a la sociedad actual. La sociedad que lea buen Prensa, se inclinará hacia lo bueno, lo justo, lo recto. La mala Prensa, en cambio, es la que ha socavado y desmoronado el edificio del bienestar moral y material. El hombre [...] es hijo del periódico que lee todos los días. La mayoría de los hombres, al leer un periódico, no discurren por cuenta propia, piensa y discurre del periódico que en sus manos ha caído, estos hombres son legión (El Heraldo Seráfico, núm. 288, enero de 1937, p. 1).

Varias coincidencias permiten afirmar que los capuchinos intentaron replicar en Cartago la experiencia vivida por la prensa catalana durante el siglo XIX. En primer lugar, como se dijo líneas arriba, El Heraldo Seráfico nació como una publicación de la Orden Tercera Franciscana y de la Pía Unión de San Antonio; es decir, las dos asociaciones de laicos más importantes que existían en el convento de Cartago. En segundo lugar, durante la década de 1920 los capuchinos celebraron una serie de concursos literarios -Juegos Florales- siguiendo el modelo de los que se hacían en la capital catalana desde 1859.

Finalmente, ante la ausencia de una editorial católica en la ciudad de Cartago, los capuchinos crearon en 1915 un taller tipográfico que les permitiera publicar sus revistas, folletos, libros y toda clase de impresos. A la altura de 1935, declaraban haber publicado nueve obras que comprendían entre 8 y 638 páginas, tres revistas mensuales, una revista semanal y un puñado de novenas y de otros folletos devotos.3 En esta imprenta los lectores podían adquirir tanto los textos que allí se producían, como algunos importados; en 1915 los frailes ofrecían catorce libros a bajo costo, cuyos precios oscilaban entre 0.05 y 0.3 colones (El Heraldo Seráfico, núm. 34, noviembre de 1915, s.p.).

Ahora bien, ¿cómo fue establecida la imprenta de los capuchinos? Arriba ha quedado dicho que en 1913 apareció por primera vez El Heraldo Seráfico. Sin embargo, como al inicio los frailes no contaban con una imprenta, debieron confiar la tarea de publicar la revista a las tipografías locales. Desgraciadamente, éstas se vieron impedidas de cumplir con el encargo de tirar 5000 ejemplares mensuales puesto que disponían de técnicas muy rudimentarias. En enero de 1915, el director de esta revista anunciaba el cambio hacia la imprenta Del Comercio y, al mismo tiempo, se quejaba del servicio ofrecido por el taller de Alejandro Bonilla:

[…] hace unos cuantos meses, que no ha podido publicarse el “Heraldo” a su debido tiempo; la culpa no ha sido nuestra, puesto que el original, lo entregábamos al impresor el 16 de cada mes y asómbrense Uds! Recibíamos el número impreso el 12 del mes siguiente, o sean 28 días después. Tanta demora perjudicaba la buena marcha de “El Heraldo” (El Heraldo Seráfico, núm. 24, enero de 1915, p. 1).

La capitalina imprenta Del Comercio sólo logró hacer siete números. Al parecer, imprimir en San José y, luego, transportar todo el material hasta Cartago, se volvió una tarea complicada en grado sumo, por lo que los capuchinos decidieron importar maquinaria y establecer su propia tipografía en un espacio del convento. A partir de agosto de 1915 y hasta su desaparición, la revista fue publicada por las prensas de los frailes capuchinos.

En suma, es posible afirmar que la fundación de la imprenta El Heraldo fue el resultado de una campaña lanzada por la cúpula eclesiástica para que en todo el orbe católico circulara una verdadera prensa devota capaz de hacer frente a la competencia del liberalismo, de una preocupación de la orden capuchina de reproducir con los cartagineses el mismo modelo de prensa religiosa echado a andar años antes en Cataluña y, finalmente, de una necesidad evidente de contar con un taller de tipografía completamente equipado para producir toda clase de impresos.

La capacidad técnica de la imprenta El Heraldo

A lo largo del siglo XIX, tanto Europa occidental como Estados Unidos experimentaron la “segunda revolución del libro” que, como explica el historiador Frédéric Barbier, fue “un proceso de innovación técnica, que marcó el fin de la lógica gutenbergiana y el paso a la industrialización propiamente dicha” (Barbier, 1990a:51). Élisabeth Parinet, por su parte, considera esta revolución como una reacción vinculada al aumento del lectorado y a la creciente demanda de nuevos impresos (Parinet, 2004:17-18). Esta transformación comenzó por la producción de papel, continuó por la imprenta y se completó con las técnicas de composición.

En Costa Rica, los resultados de este proceso se conocieron tardíamente. Anteriormente, se mencionó que el primer linotipo y la primera prensa rotativa habían sido introducidos por el diario La Información, el cual operaba en la ciudad de San José desde 1908 (Samper et al., 2000:179). Por otra parte, el taller de los capuchinos contó desde sus inicios con prensas mecánicas; la primera era una imprenta Minerva de la marca Heidelberg. En ese momento, las máquinas de ese tipo eran comunes en el mundo hispánico; por ejemplo, en 1914 España contaba con 1571 prensas Minerva, repartidas entre 1114 talleres (Botrel, 1993:219). Más tarde, en 1931, esa cifra se elevó a 3318 prensas (Martínez, 2001:208).

Como en España, durante las primeras décadas del siglo XX la actividad tipográfica costarricense mostraba cierto retraso: las prensas rotativas no eran abundantes y la capacidad de producción de los talleres seguía siendo modesta. Tómese el caso del diario El Imparcial. En 1915 esta empresa introdujo “una prensa rotativa Duplex, dos máquinas de linotipo provistas de todos sus accesorios, un taller de estereotipia, el primero y único del país, y otras pequeñas máquinas correspondientes a la sección de cajas” (1 de septiembre de 1915, p. 1). Gracias a esta compra, este rotativo pudo imprimir periódicos de cuatro, seis y ocho páginas a una velocidad de 5000 o 6000 ejemplares por hora. Por el contrario, la prensa Minerva mecánica, como la de los capuchinos, sólo podía tirar 2000 hojas por hora.

Estas cifras no hacen más que confirmar lo limitada que era la capacidad productiva de los talleres tipográficos costarricenses durante los primeros decenios del siglo pasado. La producción de las imprentas de Costa Rica era más cercana a las de España que a las de Francia. En vísperas de la Gran Guerra, el 70% de los talleres españoles tenía máquinas de baja potencia y el 50% de las prensas rotativas podía imprimir 6000 hojas por hora, mientras que sólo el 25% de ellas tenía una cadencia superior a 10 000 (Botrel, 1993:211). Por su parte, las tipografías francesas podían realizar tirajes de 1300 ejemplares por hora desde fines del siglo XIX (Barbier, 1990b:83).

A diferencia de la impresión, la composición siguió siendo manual durante algún tiempo como se observa en la Foto 1. Este documento muestra las máquinas utilizadas en la imprenta El Heraldo hacia fines de la década de 1920: una prensa Original Heidelberg Cylinder, una prensa Minerva Heidelberg y una guillotina Krause, pero también, al fondo, puede apreciarse la caja donde los tipógrafos guardaban los caracteres móviles. Debe añadirse que el uso de esta técnica volvía más lenta la composición de cada página de la revista.

Foto 1. Los obreros de la imprenta El Heraldo

Foto 1

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[i] Fuente: Archivo del Convento de San Francisco, Cartago, Costa Rica, 1929.

Desde que se introdujo la tecnología de Gutenberg a Costa Rica, el uso de caracteres móviles hizo que se entablaran relaciones entre las imprentas y otros talleres, como las herrerías o las ebanisterías. Los primeros se encargaban de repararlos y producir nuevas letras, en tanto que los ebanistas eran contratados para fabricar cajas y galeras (Samper et al., 2000:150-151; Vega, 1995:63).

Algunos años más tarde, el proceso de composición comenzó a mecanizarse gracias a la introducción de un linotipo. No ha sido posible determinar la fecha exacta de la adquisición, pero es cierto que los capuchinos nunca cesaron sus esfuerzos por mantenerlo en buen estado. En 1963, los frailes anunciaban la introducción de un nuevo tipo de letra y, al mismo tiempo, agradecían a sus benefactores por las donaciones que habían hecho posible este progreso (El Heraldo Seráfico, núm. 598, marzo de 1963, p. 28). La introducción de esta técnica no significó la supresión de la composición manual. El mismo año, con ocasión de la celebración de los cincuenta años de la revista, los frailes publicaron una foto donde figuraba todo el personal de la empresa: “impresores, linotipistas, oficinistas, componedores et encuadernadores” (El Heraldo Seráfico, núm. 602, julio de 1963, p. 31).

El Heraldo utilizó siempre la electricidad para llevar a cabo sus tareas cotidianas. En 1930, los capuchinos declararon a la Dirección General de Estadística y Censos que la factura eléctrica alcanzaba la suma de 15 colones por mes, lo que representaba tan sólo un 3% del valor total de la producción mensual, la cual en ese momento se estimaba en 500 colones.4 En lo que se refiere a la fuerza motriz, en 1930 el taller utilizaba tres motores que sumaban cinco caballos de fuerza, una cifra nada despreciable, sobre todo si se considera que a fines del siglo XIX la Casa Hernando, una de las más grandes editoriales de Madrid, empleaba un motor de cuatro caballos de fuerza para hacer funcionar tres o cuatro máquinas (Botrel, 1993:224).

El papel

El papel y la tinta eran las materias primas más importantes para esta imprenta. En 1930, los capuchinos consagraban 160 colones mensuales para aprovisionar su taller de estos materiales,5 o lo que es lo mismo, esta compra representaba el 32% del costo total de la producción. De hecho, el papel era el producto más caro; su costo se elevaba a 150 colones mensuales (30% de la producción), mientras que para la tinta se destinaba la suma de 10 colones cada mes (2% del valor de la producción).

En cuanto a la revista El Heraldo Seráfico, dos años antes su edición mensual de 1800 ejemplares costaba 195 colones, repartidos de la siguiente manera: 100 colones (51% del valor de la producción) para la mano de obra, 70 colones (36%) para el papel y 25 (13%) destinados a los gastos de impresión y tiraje.6 Los documentos consultados permiten constatar que los gastos de papel representaban entre el 30% y el 36% del presupuesto mensual y que el salario de los obreros era la carga más onerosa.7

Durante la primera mitad del siglo XX, Costa Rica fue un país muy dependiente de la producción papelera internacional. De acuerdo con las fuentes disponibles, entre 1910 y 1935 se importaron, al menos, 7 250 800 kilogramos de papel de imprenta.8 Estados Unidos era el principal proveedor de esta materia prima; sólo en 1927 se importaron 820 413 kilogramos de papel de imprenta, de los cuales el 25% provenía de esa nación, mientras que un año más tarde el 33% de las compras de este producto se hicieron en dicho país.

El papel empleado para producir El Heraldo Seráfico provenía de Estados Unidos ese país. En julio de 1920, los capuchinos se dirigieron a los lectores de su revista con el fin de excusarse por haber tenido que utilizar un papel de mala calidad, “debido a que no ha llegado el papel tiempo ha pedido a Estados Unidos” (núm. 89, julio de 1920, p. 631). Es probable que la compañía Parsons & Whittemore, especializada en la venta de productos de imprenta, haya suministrado esta materia prima a los frailes, lo que explicaría su presencia entre los anunciantes entre 1920 y 1921.

El Gráfico 1 muestra que la importación de papel de imprenta en Costa Rica mantuvo una tendencia al alza durante el periodo analizado, sobre todo entre 1924 y 1935. Este comportamiento sólo fue interrumpido por la crisis económica de 1930 y demuestra los progresos experimentados por la prensa costarricense durante las primeras décadas del siglo XX. Este gráfico pone en evidencia también que la edición en Costa Rica era muy dependiente de las fluctuaciones del mercado internacional.

Gráfico 1. Cantidad de papel de imprenta importado por año (1910-1935)

Gráfico 1

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[i] Fuente: Dirección General de Estadística y Censos, Anuarios Estadísticos de la República de Costa Rica (1910-1935).

Esta dependencia provocaba desastrosas consecuencias sobre la prensa cada vez que la crisis se manifestaba. Tómese el caso de la Gran Guerra (1914-1918), que golpeó fuertemente a los periódicos costarricenses. En septiembre de 1914, la Imprenta Nacional hizo un pedido de papel a la compañía Milhelm Behrens, domiciliada en la ciudad de Hamburgo. No obstante, el paquete fue embarcado hasta tres meses después, pues “debido a la guerra actual, las mercancías se encontraron almacenados [sic] en una estación de ferrocarriles en el país interior y no ha sido posible efectuar el envío de esta”.9 Por esta situación, el taller de tipografía estatal se retrasó en sus tareas cotidianas.

El conflicto europeo limitó la disponibilidad de esta materia prima y obligó a la imprenta Moderna, donde se editaban los dos periódicos más importantes del país -La Información y La Prensa Libre- a comprar “trapos viejos, usados, pero limpios” (La Información, 15 de junio de 1917, p. 8), con el fin de producir su propio papel, como se hacía en las imprentas europeas durante el periodo moderno. En plena guerra, los redactores de El Heraldo Seráfico se quejaban de no poder publicar la revista normalmente a causa de la falta de papel (núm. 38, marzo de 1916, s.p.). De hecho, el número publicado en abril de 1916 contaba sólo con ocho páginas, en lugar de las dieciséis normales.

La Gran Guerra también desencadenó un alza considerable en los precios del papel. En 1916, Costa Rica pagó 100 300 colones por concepto de importación de 427 914 kilogramos de papel de imprenta, mientras que cuatro años más tarde la introducción de 352 805 kilogramos de este producto tuvo el valor de 249 760 colones (Dirección General de Estadística y Censos, 1920:168). Dicho de otro modo, el precio de cada kilo de papel de prensa se triplicó en menos de cinco años. Esta situación golpeó a El Heraldo, cuyos responsables recordaban que “las circunstancias actuales son harto difíciles para la prensa católica, dado lo mucho que ha subido el precio del papel” (El Heraldo Seráfico, núm. 80, octubre de 1919, p. 559).

Los salarios

Generalmente, los tipógrafos costarricenses ganaban salarios más altos que el resto de los obreros urbanos puesto que sabían leer y escribir, una capacidad que a inicios del siglo XX seguía siendo rara entre los trabajadores poco calificados a pesar de los esfuerzos que el Estado venía realizando desde 1886 para alfabetizar a los sectores populares. Robert Darnton plantea que los trabajadores de las imprentas europeas del siglo XVIII integraron siempre una “aristocracia obrera”, lo que les permitía tener salarios más altos (Darnton, 2003:176). Esta fue una característica que se proyectó a largo plazo y que les permitió, aún en el siglo XX, mantener un estatus superior al del resto de los obreros.

En 1930, los frailes capuchinos declararon a la Dirección General de Estadística y Censos haber empleado a tres hombres en su imprenta. De acuerdo con la documentación, cada uno de ellos recibía tres colones por día, lo que significa que ganaban un salario casi dos veces más alto que el resto de los obreros costarricenses.10 Ese mismo año, los sastres y las costureras independientes podían obtener entre 0.50 y 1.50 colones por día laborado; en 1933, los empleados de la fábrica El Laberinto ganaban 1.50 colones por jornal, mientras que en 1934 la tabacalera Mendiola pagaba a sus trabajadores un salario que oscilaba entre 1.92 y 2.33 colones (Cerdas, 1995:127-159).

Las Fotos 1 y 2 revelan que en la imprenta El Heraldo trabajaban más de tres hombres con edades entre los 16 y los 22 años, como habían declarado los capuchinos a las autoridades del gobierno. Es probable que los frailes no hayan presentado la información referente a los aprendices, dado que ellos casi nunca recibían salario. Efectivamente, no pagarles era una práctica bastante común entre los propietarios de tipografías entre fines del siglo XIX y los primeros años del XX (Villalobos Madrigal, 2000:36).

Foto 2. Obreros de la imprenta El Heraldo

Foto 2.

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[i] Fuente: Archivo del Convento de San Francisco, Cartago, Costa Rica, fecha desconocida.

Llama la atención que, según la documentación consultada, cada año los capuchinos dedicaban la suma de 2500 colones al pago de salarios, pero este monto no corresponde a la cantidad real que los religiosos debieron haber desembolsado por concepto de jornales. Por ejemplo, si se excluyen los domingos del año, quedan 313 días laborables, que al multiplicarlos por los tres tipógrafos que recibían un salario de 3 colones diarios sumarían 939 colones por persona, es decir, 2817 por año. ¿Por qué los frailes alteraron esta información? Es posible plantear tres hipótesis como respuesta. En primer lugar, el hecho de alterar los gastos del taller pudo haber sido una estrategia para evadir los controles del Estado, particularmente de las autoridades fiscales.

En segundo lugar, este fenómeno podría estar ligado a la indisciplina de los trabajadores de la imprenta. Varios estudios confirman que la productividad de los talleres de tipografía fluctuaba en función de la asistencia de los obreros, la cual fue siempre irregular (Darnton, 1982, 2003; Vega, 1995). El consumo de alcohol era frecuentemente la causa de las ausencias de los obreros, que después de haber bebido durante el fin de semana no se presentaban el primer día de la semana, una práctica conocida como “San Lunes”.

Por último, es posible que los obreros de El Heraldo hayan trabajado menos que sus colegas por motivo de las fiestas religiosas, las cuales pudieron haber obligado a los frailes a cerrar el taller para ocuparse de la celebración de misas, procesiones, misiones y otras actividades extraordinarias. Sería el caso de la Semana Santa y la Pascua, de la novena y la fiesta de San Francisco de Asís o de las fiestas navideñas.

En cuanto a la duración del trabajo, el historiador Mario Samper y colaboradores (2000) indican que entre 1850 y 1920 los obreros de las imprentas fueron sometidos a extenuantes jornadas que, en ocasiones, superaban las doce horas diarias (Samper et al., 2000:156). No obstante, la década de 1920 trajo consigo una serie de mejoras en las condiciones laborales, como la aprobación de la jornada de ocho horas. En efecto, el taller de los capuchinos abría sus puertas de 7:00 a.m. a 11:00 a.m. y de 1:00 p.m. a 5:30 p.m., es decir, ocho horas y media por día. El local permanecía cerrado los sábados por la tarde y los días feriados (El Heraldo Seráfico, núm. 598, marzo de 1963, p. 28). Cada día los trabajadores de esta imprenta hacían una pausa de dos horas, lo cual contrasta con las condiciones de los empleados de la Imprenta Nacional, que durante la segunda mitad del siglo XIX no tenían derecho a detener sus labores para descansar o tomar sus alimentos (Vega, 1998:44).

La organización del taller

Desde que la imprenta vio la luz, durante los primeros años de la época moderna, los talleres se organizaron a partir de dos tareas básicas: la composición y la impresión (Moll, 2003:31). Cada una de ellas necesitaba de herramientas muy específicas, las cuales se distribuían por todo el taller: caracteres móviles, galeras, tintas, papeles, prensas…

Debe advertirse que a diferencia de la Imprenta Nacional, donde después de 1876 se habían creado zonas de trabajo diferenciadas para el director, los tipógrafos y los prensistas (Vega, 1998:45), el taller del convento de San Francisco agrupaba a todos los obreros en un solo espacio, como se puede apreciar en las Fotos 1 y 2.

La imprenta El Heraldo se hallaba justo al lado de la iglesia de San Francisco de Asís y antes de la entrada del claustro que habitaban los frailes catalanes, de manera que todos aquellos fieles que visitaban el templo o que buscaban la ayuda espiritual de los capuchinos debían forzosamente pasar cerca del taller. Se disponía de un local muy luminoso gracias a la presencia de grandes ventanales, lo cual hacía más fácil el trabajo de los obreros, sobre todo de los cajistas.

Durante sus primeros años, El Heraldo empleó a pocas personas. Arriba ha quedado dicho que en 1930 la planilla estaba compuesta por tres personas, lo que contrasta con las imprentas capitalinas: a fines del siglo XIX, la imprenta del Estado contaba con veinticuatro cajistas, mientras que en 1908 San José albergaba diez talleres tipográficos, cada uno de los cuales empleaba a quince personas en promedio. En esa misma época, la imprenta Alsina, la más grande del país, tenía entre cincuenta y sesenta empleados (Molina, 1994:9). A partir de estos datos es posible concluir que la organización de la imprenta de los capuchinos no era demasiado compleja.

En lo que a los responsables del taller se refiere, en 1938 el superior del convento de San Francisco creó dos puestos independientes: el de director y el de administrador. El primero de ellos tenía las responsabilidades de escribir artículos, en especial el que abría cada edición, y de ejercer la censura para asegurarse de no publicar nada que contrariara la doctrina católica. Por su parte, el administrador debía comprar todo lo necesario para la buena marcha del taller, así como también llevar la contabilidad. Cada mes, y después de haber hecho los cálculos, éste debía entregar al superior la suma de 250 colones, de los cuales 100 se destinaban a la Escuela Seráfica y 150 a sufragar los gastos de la residencia capuchina. El resto de lo producido se destinaba al taller.11

Finalmente, entre 1913 y 1940 cuatro frailes ocuparon el puesto de director: fray Dionisio de Llorens, fray Doroteo de Barcelona, fray Pelegrín de Mataró y fray Zenón de Arenys de Mar. Fray Pelegrín dirigió la imprenta entre 1922 y 1928, valiéndose para ello de la experiencia adquirida en Barcelona, donde fue también director de la Editorial Franciscana. Además, fue él quien estableció los Juegos Florales. En cuanto a fray Zenón, este religioso ocupó la dirección durante casi dos décadas, desde 1928 hasta 1947 (El Heraldo Seráfico, núm. 602, julio de 1963, p. 24).

Epílogo

Los capuchinos fundaron una imprenta en la ciudad de Cartago atendiendo los deseos del Vaticano, institución que desde el pontificado de León XIII buscaba penetrar entre la audiencia católica y, así, frenar el avance de las ideas liberales. Además, resulta evidente que el apostolado realizado por los capuchinos en Costa Rica se inspiró en la experiencia catalana, la cual tenía cuatro componentes claves: la participación de los laicos para paliar la disminución de vocaciones sacerdotales, la organización de actividades populares en las que éstos pudieran intervenir, la creación de una editorial o de una imprenta y la difusión de libros y periódicos piadosos de bajo costo.

En este sentido, resultó vital para el éxito de la imprenta capuchina la participación de la Orden Tercera Franciscana y de la Pía Unión de San Antonio, dos organizaciones de laicos que impulsaron la publicación de El Heraldo Seráfico, contribuyendo tanto con la generación de contenido, como con el pago de suscripciones. Asimismo, la adaptación que se hizo de los Juegos Florales catalanes permitió el desarrollo de las letras católicas costarricenses y, al mismo tiempo, nutría de contenido a la revista, la cual publicaba año tras año un número especial con los materiales sometidos a ese concurso.

La experiencia adquirida previamente en Barcelona a través de la Editorial Franciscana -también propiedad de la Orden Capuchina- estimuló la creación de la imprenta El Heraldo en el seno de la capital cartaginesa. Este establecimiento comercial fue el lugar de edición y de venta de revistas, libros, folletos, estampas y demás materiales píos que los frailes procuraron siempre ofrecer a módicos precios.

El taller de los capuchinos disponía de maquinaria moderna, pero que mostraba un modesto rendimiento, lo que impedía a las revistas que allí se publicaban competir cara a cara con la prensa de la ciudad de San José. Los gastos más elevados de esta empresa eran los salarios de los obreros, que llegaban a representar más de la mitad del presupuesto mensual. Ha quedado demostrado que, durante la década de 1930, los empleados de El Heraldo eran bien pagados con respecto al resto de trabajadores costarricenses.

Durante sus primeros años, El Heraldo no fue más que una pequeña empresa, con una reducida cantidad de empleados y una estructura organizacional bastante simple. Los capuchinos tuvieron el cuidado de guardar los puestos más altos para los miembros de su orden, relegando a los obreros las tareas de composición e impresión. Sin duda alguna, la experiencia que algunos de los frailes ganaron en editoriales catalanas sirvió para asegurar el éxito de El Heraldo Seráfico en el mercado editorial costarricense.