Álvarez Romero Ana Lourdes [*]
Juan Pérez Jolote: biografía de un tzotzil (1948), de Ricardo Pozas, es una obra ampliamente valorada tanto en la institución literaria como en la antropológica, dos ramas del conocimiento con un pacto ficcional distinto. Esta obra se encuentra en un intersticio disciplinar que desestabiliza los límites entre la literatura y la antropología en un tiempo en el que aún no aparecían las reflexiones de los antropólogos norteamericanos nacidos del Seminario de Santa Fe, conocidos principalmente por teorizar sobre las características “literarias” de textos etnográficos.1
Aunque la crítica ha desarrollado líneas de investigación para analizar las relaciones entre la literatura y la antropología, no se han tomado en consideración las particularidades de los países latinoamericanos que han propiciado un desarrollo antropológico diferenciado; por lo mismo, la crítica no ha logrado dar cuenta del todo de la complejidad de obras que, como Juan Pérez Jolote, se crean en un contexto con planes específicos institucionales hacia las poblaciones indígenas.
Algunos de los trabajos que han abordado directa o indirectamente las relaciones entre literatura y antropología han sido Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana de 1990, de González Echevarría (2011); La voz y su huella de 1990, de Lienhard (2003); The Anthropological Imagination in Latin American Literature, de Emery (1996); Para decir al otro: Literatura y antropología en nuestra América, de López-Baralt (2005), por mencionar las obras que han tenido más repercusión en los estudios críticos. Aunque a través de distintas directrices, todos estos estudios confluyen en dar cuenta de un interés de los escritores latinoamericanos por una reescritura estética de su contexto sociocultural según parámetros que pretenden no provenir del exterior.2
Si bien este tipo de estudios y conceptos con sus respectivas modificaciones pudieran ser utilizados para examinar las obras literarias producidas en el contexto mexicano, estos análisis no dan cuenta por sí solos de las particularidades del diálogo entre antropología y literatura en el país. De hecho, estos trabajos no tienen en consideración las situaciones particulares de la institución antropológica en cada región latinoamericana, donde las políticas gubernamentales hacia las poblaciones indígenas han determinado un desarrollo diferenciado. Como señala Jimeno sobre la producción social del pensamiento latinoamericano: “cada generación de antropólogos latinoamericanos y cada comunidad nacional ha dado un tinte propio a esa producción” (Jimeno, 2004: 35).
Uno de los pocos estudios que abordan las relaciones entre los discursos literarios y antropológicos en México es el trabajo del antropólogo Medina Hernández (2007), titulado “La línea difusa: etnografía y literatura en la antropología mexicana”. Recordando a lo que Geertz (2003) llamaría en los años ochenta “géneros confusos”, Medina Hernández plantea una frontera difusa entre la etnografía mexicana y la literatura indigenista. La afinidad de los “géneros confusos” con la “línea difusa” radica en que la naturaleza de los textos que se supone pertenecen a una disciplina parece dar cabida a que pertenezcan también a otra, así como sucede con la mirada del investigador que observa este fenómeno. Medina Hernández, por ejemplo, a pesar de tener un claro trasfondo cientificista de la antropología, no duda en observar las fronteras endebles entre ésta y la literatura, como tampoco duda en utilizar las obras literarias para dar cuenta, por ejemplo, del fenómeno que sugieren al recrear el horizonte multicultural mexicano compartido entre antropólogo e informante indígena (Medina, 2007).
Con la contextualización de Juan Pérez Jolote, una obra acogida rápidamente por la institución literaria a través de su publicación por el Fondo de Cultura Económica en 1951 como “novela indigenista” (Medina, 2007), podemos dar cuenta de las complejas relaciones entre literatura y antropología en un tiempo político decisivo para las políticas de “integración”. Aunque podría calificarse Juan Pérez Jolote como una obra dentro del “paradigma antropológico” latinoamericano (González, 2011), una obra de “imaginación antropológica” (Emery, 1996), una “traducción cultural” (López-Baralt, 2005), una “etnografía ficcionalizada” (Lienhard, 2003) o incluso como una “línea difusa” entre la antropología y la literatura (Medina, 2007), nos interesa dar cuenta de cómo responde esta obra al ambiente antropológico mexicano del momento. Los estudios propiamente literarios no la han relacionado explícitamente con el proyecto indigenista ni han desarrollado las implicaciones de lo que Juan Pérez Jolote significa para la producción literaria posterior, más allá de las referencias a las declaraciones de Poniatowska (2014) sobre la influencia que tuvo en ella el texto de Pozas para crear Hasta no verte Jesús mío en 1969.3
Cabe indagar, pues, sobre el contexto antropológico institucional donde se inserta la obra de Pozas antes de asumir como herramientas de análisis los conceptos de la crítica. En el siguiente apartado se realiza una contextualización que consideramos necesaria para entender, desde el intersticio en el que se encuentra Juan Pérez Jolote, la contestación que realiza a la antropología del Estado.
Juan Pérez Jolote aparece en un panorama donde la herencia de la Revolución mexicana se encontraba de la mano con el indigenismo institucional. El indigenismo en México fue un proyecto interdisciplinar en el que literatos, filósofos, antropólogos e intelectuales en general intentaban dilucidar una supuesta ontología del indígena, así como proyectos de “integración” del mismo. Descendiente de una historia de explotación y políticas gubernamentales, la inclusión del indígena en la vida nacional le parecía al mundo letrado una de las tareas primordiales para empezar la tan entonces anhelada modernización del país.
Bajo la presidencia de Lázaro Cárdenas se fragua un momento decisivo para el indigenismo en México; las políticas e intenciones indigenistas se comprenden en este periodo histórico “al lado de la reforma agraria, la educación rural y el movimiento intelectual nacionalista” (Bonfil, 1983: 142-143). En abril de 1940 se celebró el Congreso Indigenista Interamericano en Pátzcuaro, Michoacán, lo que fue de suma importancia para las políticas indigenistas al impulsar distintos organismos en toda Latinoamérica (Pineda, 2012). Aunque se habló de la “igualdad de derechos” y “oportunidades”, se reiteró la idea de la aculturación del indígena; al respecto, Bigas Torres puntualiza:
Se estableció la idea de la educación del indio como vehículo para la acción reformadora. Se insistió sobre el respeto a la persona del indio y a su cultura, pero a su vez cobró fuerza la idea de integrar al indio a la vida nacional. Se acordó estimular el uso de las lenguas nativas y enseñar a los indios el castellano, que permitiría convivir dentro de la sociedad nacional. La creación de una literatura indigenista que difundiera el conocimiento de las culturas indias entre sus conciudadanos occidentales se adoptó como directriz internacional (Bigas, 1990: 49-50).
A partir de ese Congreso, el gobierno mexicano creó escuelas rurales “y misiones culturales que se proponían llevar al indio los conocimientos básicos: alfabetización, principios de higiene, algunas técnicas agrícolas modernas, educación cívica” (Bigas, 1990: 50).4 Si para Bigas Torres pasa desapercibida la aculturación y algunos prejuicios de la concepción indigenista institucional al seguir, por ejemplo, acríticamente las ideas del periodista Mejido cuando realiza un recuento de los diversos panoramas indígenas en el país, Urías Horcasitas (2007) ha señalado el carácter racista de las políticas integracionistas que comenzaron con Gamio, el padre de la antropología mexicana.5
En México, el Congreso de Pátzcuaro detonó la creación del Instituto Nacional Indigenista (INI) el 10 de noviembre de 1948,6 el mismo año de la primera publicación de Juan Pérez Jolote. La política indigenista en México adoptada a partir de este organismo estuvo fuertemente relacionada con la escuela culturalista norteamericana que en los años sesenta empezaría a causar controversias en el medio antropológico del país, especialmente a través de los estudiantes de la Escuela Nacional de Antropología e Historia (ENAH) después de 1968 (Medina, 1983).
El enfoque de la escuela culturalista norteamericana permite pensar el atraso económico de las comunidades indígenas como inherente a los rasgos de sus propias culturas (Korsbaek y Sámano-Rentería, 2007). Medina Hernández, en una línea similar, observa que el cobijo de la antropología culturalista por el Estado mexicano tiene una explicación política:
[…]es la más congruente con la ideología nacionalista, pero sobre todo con la variedad que va a encubrir el proceso desarrollista que irrumpe vigoroso en la década del cuarenta y que va a hacer del principio de “unidad nacional” su tema central. Contra la concepción clasista de la ideología cardenista, expresada en numerosos lemas oficiales que sobreviven como remanentes, se erigirá la densa totalidad del bloque nacional, al margen del cual se ubicará el anti-México, los practicantes perversos del delito de disolución social. Pero los indios, si bien se encuentran social y culturalmente marginados, constituyen paradójicamente, un elemento central de ser la nación mexicana, la raíz misma; y hacia ella habrá de dirigir la actividad indigenista que inducirá el cambio y los integrará a la gran comunidad nacional, moderna y occidental. Así, el concepto de cultura, procedente de la antropología norteamericana, encaja cómodamente y expresa a su manera el proceso de unidad nacional, de integración cultural (Medina, 1983: 35).
Bajo estas líneas que indican una comunión de la antropología con el Estado orientada a un plan nacionalista homogeneizador, así como la utilización de un enfoque determinado para adentrarse en el estudio de las problemáticas de las sociedades indígenas que dejaban de lado las estructuras de explotación a las que históricamente se encuentran sujetas, aparece en el panorama antropológico la obra singular de Pozas. Entre la novela y el estudio etnográfico, Juan Pérez Jolote: biografía de un tzotzil es acogida por dos instituciones que se suponían excluyentes dado el paradigma científico por el que se rige una de ellas y al que descarta la otra en el contexto del México posrevolucionario.7 ¿Cómo puede abordar la crítica enfocada en estudiar las relaciones entre la antropología y la literatura esta cuestión?
Los términos utilizados por la crítica literaria, si bien dan cuenta de una tendencia general de la literatura latinoamericana por recrear temáticas consideradas antropológicas, necesitarían también considerar que las obras nacen y se difunden en un tiempo/espacio en el que dialogan con otro tipo de documentos culturales. Si el “paradigma antropológico” de la literatura durante el siglo XX, nombrado por González Echevarría (2011), tiene precisamente en cuenta la calidad de documento cultural de la literatura en diálogo con otro tipo de textos,8 en los análisis que realiza se omite este hecho. En cuanto al desarrollo de Emery (1996) sobre lo que denomina la “imaginación antropológica”, a pesar de que despliega un amplio conocimiento sobre la disciplina, dada la representatividad de su trabajo no ahonda en las diferencias del pensamiento antropológico institucional entre los países latinoamericanos.9 En los conceptos “etnoficción” y “etnografía ficcionalizada” de Lienhard, difícilmente identificables entre ellos mismos y entre la misma disciplina antropológica como lo puntualiza el autor (Lienhard, 2003), se deja abierta la pregunta sobre los límites e implicaciones políticas de las distintas disciplinas en un contexto poscolonial. De igual manera, en la “traducción cultural” y el “viaje a la semilla” propuestos por López-Baralt (2005), no se problematizan estos límites a pesar de que sí se alude al valor político de las obras literarias que recrean los orígenes y mitos latinoamericanos. Por último, la “línea difusa” desarrollada por Medina Hernández (2007), aunque hace hincapié en que es difícil distinguir ambos géneros en un tiempo político específico, no se llega a conceptualizar esta misma línea indefinida entre la antropología y la literatura.
Con el fin de entender Juan Pérez Jolote como un texto que se inscribe en un intersticio entre el estudio etnográfico y la literatura, en el siguiente apartado se desarrolla el concepto de “frontera”, según lo entiende Lotman (1996), para posteriormente analizar la obra en el contexto de la antropología institucional ya descrito en esta sección.
Para entender la frontera entre dos disciplinas aparentemente excluyentes, consideramos la antropología y la literatura como dos tipos de discursos en contacto en el espacio semiótico de la cultura. En La semiosfera (1996), Lotman da cuenta de las dinámicas de los discursos culturales circunscritos a un espacio de significación en común; la ventaja de este enfoque radica en que facilita la comprensión de discursos que, aunque disímiles, se encuentran en un mismo marco que posibilita e interconecta sus significados. Como el mismo Lotman desarrolla, el estudio de estos sistemas por separado se ha dado por razones meramente heurísticas: “Tomado por separado, ninguno de ellos tiene, en realidad, capacidad de trabajar, sólo funcionan estando sumergidos en un continuum semiótico, completamente ocupado por formaciones semióticas de diversos tipos y que se hallan en diversos niveles de organización” (Lotman, 1996: 22). Este continuum es lo que el autor denomina “semiosfera”, concepto desarrollado a partir de una analogía con el concepto de “biosfera” de Vernadsky.10
La semiosfera tiene estructuras y dinámicas puntuales; está delimitada por “fronteras semióticas” que sirven de traductores para que pueda entender los “no textos” y estos puedan ser asimilados por las estructuras correspondientes. Dichas estructuras, a su vez, están delimitadas por fronteras internas, de manera que en el paso de información de una estructura a otra ésta es traducida para que pueda ser entendida en los propios términos de la estructura correspondiente.11
Bajo este esquema teórico puede entenderse el traspaso de información de una disciplina a otra. Los diálogos que llevan a cabo la antropología y la literatura pasarían por una “traducción” para poder ser entendidos por la disciplina en cuestión. Cabe señalar que a partir de la publicación de Writing Culture: The Poetics and Politics of Ethnography, editado por Clifford y Marcus (1986), se ha asumido explícitamente la importancia de términos provenientes de la teoría literaria para problematizar los productos etnográficos. Así, se comenzó a estudiar cómo obras etnográficas llegan a ser verosímiles -independientemente de la veracidad de sus afirmaciones- y reconocidas a través de su trabajo con la palabra y cómo las estrategias retóricas llegan a formar una imagen “autorizada” del antropólogo; éste es el caso, por ejemplo, del estudio realizado por Rosaldo sobre The Nuer, de 1940, de Evans-Pritchard y Montaillou, de 1975, de Le Roy, incluido en Writing Culture (Rosaldo, 1986), o el caso de los numerosos estudios sobre los textos de Lévi-Strauss.12 Existe, entonces, un corpus importante de estudios antropológicos que analizan recursos y motivos considerados exclusivamente literarios pero que, a diferencia de los textos asumidos como literatura, se despliegan en estudios regidos por el paradigma científico.
Mientras tanto, los estudios literarios ya mencionados ponen en evidencia intereses y preocupaciones antropológicas en obras de la literatura latinoamericana escritas por autores que se han desarrollado como antropólogos -Arguedas, Barnet, Ribeiro, Asturias-, que han tenido relaciones directas con escuelas antropológicas -Carpentier- o que develan un interés por los usos y costumbres de sociedades campesinas, indígenas y latinoamericanas en general -Rulfo, Guillén, García Márquez, Gallegos-. Incluso, los mismos términos de la crítica -“paradigma antropológico”, “imaginación antropológica”, “traducción de culturas”, “etnoficción”, etcétera- pueden entenderse en este espacio semiótico fronterizo.
En México, las relaciones entre antropología y literatura aparecen antes que la mayor parte de las obras estudiadas por la crítica latinoamericana. La primera publicación de Juan Pérez Jolote en 1948 comienza a evidenciar la delgada línea entre un estudio etnográfico y una obra literaria en un contexto con planes políticos específicos hacia los indígenas. A su vez, la aparición de esta obra anticipará la escritura testimonial latinoamericana y las problemáticas de representación derivadas de la misma: ¿quién es el autor?, ¿cuál es el papel social del texto literario?, ¿son también literatura los textos que no cumplen con los parámetros estéticos canónicos del momento?
Es notable que a pesar de no ser concebida desde el seno literario, Juan Pérez Jolote abre la puerta para una nueva representación del indígena en la narrativa mexicana del siglo XX. En esta obra se desarrolla una imagen del indígena fuera de los estereotipos de la producción literaria anterior, en la que según Sommers se exhibe una recreación “folclórica” del indígena por autores “con conocimientos limitados del indio”: López y Fuentes, Menéndez, Magdaleno, entre otros (Sommers, 1964: 83).
Ricardo Pozas escribe Juan Pérez Jolote: la biografía de un tzotzil, como el “relato de la vida social de un hombre en quien se refleja la cultura de un grupo indígena, cultura en proceso de cambio debido al contacto con nuestra civilización”. Pozas da la instrucción de que el relato “debe ser considerado como una pequeña monografía de la cultura chamula”; se trata de una biografía “típica” que representa a cualquier hombre de su grupo cultural a excepción de las causas que obligaron a Pérez Jolote emigrar de su pueblo (Pozas, 2012: 7).
Lo que produce interés tanto en la disciplina antropológica como en la literaria es que el texto se narra en una voz que simula ser la de Pérez Jolote, es decir, se trata de un testimonio; sin embargo, esta voz se encuentra mediada por el antropólogo como lo demuestra la firma autorial y la autoclasificación de “biografía” en el subtítulo del texto. Los resultados de la técnica etnográfica de la historia de vida no llegan a esquematizarse ni problematizarse como lo supondría un estudio antropológico de la época -el mismo Pozas publicó en 1959 un libro propiamente antropológico sobre la cultura chamula que sigue los parámetros científicos requeridos por la disciplina: Chamula, un pueblo indio de Los Altos de Chiapas-.
Precisamente, esta última característica sobre la “ausencia” de rigor científico llevó a Klahn (1979) preguntarse si Juan Pérez Jolote es “antropología o ficción”. Para la autora, esta obra de Pozas es ficción como lo demostraría de manera “evidente” un análisis textual:
El proceso de fundir acontecimientos, imaginarios o verificables, en una totalidad llamada obra que ya no describe, sino que muestra, es un proceso poético y no científico. El método que utilizó Pozas trasciende la ciencia de la observación y descripción objetivas de una monografía y se incorpora a los dominios del arte y precisamente de la novela […]. Aunque el autor atrae hechos y personajes verificables, lo significativo es que en el texto éstos adquieren sentido desde la instancia del discurso literario y no desde la realidad (Klahn, 1979: 237-238).
Un análisis textual que develaría su naturaleza literaria como “evidente” también develaría posteriormente que textos considerados etnográficos actúan como literatura. Un ejemplo clásico sobre este tema es el estudio realizado por Geertz (2010) en su obra El antropólogo como autor, donde analiza Tristes trópicos llegando a las siguientes conclusiones: a) al igual que en la poesía o en la pintura, en la obra de Lévi-Strauss es imposible separar lo que dice de cómo lo dice; b) Tristes trópicos es el ejemplo de un libro cuyo tema principal es en gran parte él mismo “y cuya intención es mostrar lo que, de tratarse de una novela, tendríamos que llamar su ficcionalidad; en una pintura su composición de planos; y en una danza, su trenzado de figuras” (Geertz, 2010: 38); c) en términos jakobsonianos, Tristes trópicos proyecta el eje de la selección sobre el eje de la combinación, convirtiéndolo en un “poema formalista ruso/checo típico ideal” (Geertz, 2010: 43); d) Tristes trópicos es un libro de viaje, una obra etnográfica, un texto filosófico, un panfleto reformista y un poema simbolista.
Si un texto pilar de la antropología posee características consideradas literarias, ¿cuáles son los parámetros para clasificar los textos en su respectiva disciplina? Klahn considera que “fundir los acontecimientos, imaginarios o verificables, en una totalidad llamada obra que ya no describe sino que muestra, es un proceso poético y no científico” (Klahn, 1979: 237), como si la ciencia consistiera en una acumulación de datos superpuestos sin ningún tipo de narrativa, o como si la descripción obedeciera a una narración neutra sin implicaciones de juicios de valor. De igual manera, la “selección” realizada en Juan Pérez Jolote tampoco es exclusiva del texto literario ni ajena al conocimiento científico. A su vez, resulta ambigua la afirmación de Klahn sobre los personajes y acontecimientos como dotados de sentido desde el “discurso literario y no desde la realidad” (Klahn, 1979: 238), puesto que en cualquier tipo de discurso escrito el sentido se construye a través de su lógica y coherencia textual.13
En cuanto al panorama literario de la época, Medina Hernández señala que Juan Pérez Jolote aparece en el contexto de la ensayística mexicana de los años cincuenta. Alejado de las elaboraciones filosóficas y psicológicas, apunta, la obra de Pozas pudiera leerse contra esta ensayística: “la narración de Pozas resulta brutal por su realismo y por aludir, sutil e indirectamente, a la enajenación de estos intelectuales de altos vuelos y enrarecida imaginación, perdidos en los laberintos de la metafísica” (Medina, 1994: 43). A través de esta alusión realizada por el antropólogo a El laberinto de la soledad (1950) es posible entender la diferencia entre el tema de la mexicanidad tratado desde la alta cultura y desde la aparente voz testimonial de un indígena tsotsil; mientras El laberinto de la soledad recurre a juicios de valor sobre prácticas y comportamientos mexicanos y a las raíces de éstos en una supuesta herencia indígena, Pérez Jolote narra la desmitificación de la lucha revolucionaria desde lo que se presenta como una experiencia chamula, siendo la misma Revolución un hecho medular para la conformación de la mexicanidad discursiva moderna. Ésta es una de formas en las que Juan Pérez Jolote cuestiona los proyectos nacidos de este hecho histórico.
A pesar de que esta obra se escribe y presenta desde el ámbito antropológico, la acogida por parte de la institución literaria podría entenderse por varias razones. Primero, se trata de una nueva mirada al tema indígena y, como lo anota Medina Hernández, aparece en un contexto donde el debate sobre la mexicanidad se encuentra en boga entre la intelectualidad del momento (Medina, 1994). Al ser una historia en primera persona y así difuminarse -aunque definitivamente sin borrarse- la línea del autor-mediador/narrador, Juan Pérez Jolote irrumpe en el debate nacional sobre la mexicanidad a través de una voz que se identifica como indígena, lo que resulta relevante al considerar que no se les había permitido voz a los indígenas en la resolución de problemas que les concernían de manera directa. Ya no era más el objeto de debate, sino el sujeto indígena -o, al menos, la apariencia de un sujeto indígena- el que “narraba” sus circunstancias de vida.
Segundo, esta nueva mirada irrumpe no en el ensayo, sino en una narrativa que se asemeja a una modalidad existente de la literatura: la novela picaresca. Existe una afinidad del testimonio con este tipo de narrativa en cuanto ambas modalidades implican el relato en primera persona de un sujeto que pasa por las vicisitudes de su contexto (Beverly, 1987). Así como en dicha novelística, Pérez Jolote narra su biografía teniendo como eje una búsqueda de la superación de las condiciones adversas determinadas por su posición social. Al igual que el pícaro, no logra superarlas. La narración termina con el chamula aceptando un puesto de “maestro de castellanización” por el cual le pagarían cincuenta pesos mensuales; tras la aceptación formal e incluso paródica del discurso nacionalista -“Si es orden del Gobierno de México, tomaré el cargo -le dije”-, Pérez Jolote narra brevemente que este programa fracasó a los tres años, sumando a esto la situación de alcoholismo en la que él mismo terminó y que relacionaba con la de su padre a pesar de querer diferenciarse de él (Pozas, 2012: 112-113).
Tercero, la historia de vida de Pérez Jolote problematiza la frontera entre los textos etnográficos y los literarios al nacer dentro de la antropología que se supone que es exclusiva de los primeros, al mismo tiempo que ofrece la posibilidad de leerse como una novela. A pesar de la instrucción metapoética sobre cómo debe considerarse Juan Pérez Jolote, además de ciertas notas al pie sobre explicaciones de determinados elementos culturales de los tsotsiles, el texto se ha leído más allá de su anclaje contextual. Por supuesto, esto no quiere decir que la obra sea exclusivamente una novela, como lo argumentaba Klahn, sino que ofrece la posibilidad de leerse como tal debido a su coherencia interna, su verosimilitud y su semejanza a la narrativa picaresca. Repetimos, sin embargo, que el carácter novedoso de Juan Pérez Jolote en el ámbito de la antropología se entiende con su respectiva contextualización en el panorama antropológico institucional.
Esta obra emerge, entonces, como un ejemplo de problematización de dos fronteras que se creían excluyentes por el paradigma antropológico de la época, por las ideas institucionales sobre lo indígena y por el debate sobre la mexicanidad, en el que se descartaba a los indígenas como actores capaces de mostrar su perspectiva. La acogida literaria de esta obra va más allá de un capricho editorial, como lo sugiere Medina Hernández (2007); más bien, obedece a confluencias entre las características de Juan Pérez Jolote, las características e intereses de la literatura y el momento político: una especie de refuncionalización de la picaresca a través de un sujeto indígena que se presentaba como real y que representaba el centro en el debate literario, antropológico y político sobre la mexicanidad y la modernización del país. En esta línea, esta obra testimonial puede leerse como un “desafío a lo literario”, como Yúdice (1991) apunta que sucede con el testimonio, pero también como un desafío a lo antropológico al desestabilizar los supuestos de lo que tendría que ser un reporte etnográfico objetivo.
Es necesario señalar que la obra Juan Pérez Jolote no está del todo desligada de las ideas antropológicas de su contexto. Hay una insistencia en las declaraciones preliminares del autor, al igual que dentro del relato, por mostrar la vida del indígena chamula como representativa y común dentro de la comunidad tsotsil. En la introducción, Pozas intenta justificar que la vida de Jolote “no es una biografía excepcional; por el contrario, es perfectamente normal dentro de su medio, salvo las causas que obligaron a nuestro biografiado a salir de su pueblo” (Pozas, 2012: 7). Igualmente, en el relato en primera persona se muestra este tipo de representatividad cultural desde su inicio:
La tierra de mis antepasados está cerca del Gran Pueblo en el paraje de Cuchulumtic. La casa donde nací no ha cambiado. Cuando murió mi padre,al repartirnos lo que dejó para todos sus hijos, la desarmamos para dar a mis hermanos los platos del techo y de las paredes que les pertenecían; pero yo volví a levantarla en el mismo lugar, con paja nueva en el techo y lodo para el relleno de las paredes. El corral de los carneros se ha movido por todo el huerto para “dar cultivo” al suelo. El pus que usó mi madre cuando yo nací, y que está junto a la casa, ha sido remendado ya; pero es el mismo. Todo está igual que como lo vi cuando era niño; nada ha cambiado. Cuando yo muera y venga mi ánima, encontrará los mismos senderos por donde anduve en vida, y reconocerá mi casa (Pozas, 2012: 15).
La configuración de la representatividad del chamula no sólo se explicaría por la intención explícita de que intenta ser una monografía tsotsil, en la que la vida de Pérez Jolote sería igual a la de cualquier hombre de su comunidad; su representatividad también se entiende en el marco de la acogida e interpretación del culturalismo norteamericano por parte de la antropología mexicana. Cuando se señala el carácter repetitivo de la cultura chamula y al no entenderlo dentro del panorama más amplio de la cultura nacional, se intenta aislar la primera y, a través de esto, se impone una naturaleza indígena que Bonfil Batalla llamaría “la negación del indio” (1983: 144). Como este mismo autor argumenta, las culturas indígenas como culturas de clase, “las que se definen y sólo son comprensibles dentro de un sistema social mayor” (1983: 149), son culturas de un grupo minoritario dominado; en consecuencia, son oprimidas, defensivas y aislantes (Bonfil, 1983). El estatismo cultural chamula, entonces, respondería a una lógica circunscrita a la cultura más amplia a la que pertenece y en la que se encuentra de manera subordinada.
Aunque la configuración de la cultura nacional se encuentra presente a través de las andanzas de Pérez Jolote, su huida del hogar paterno se debe a los maltratos del padre alcohólico; es decir, es su propio ambiente cultural el que lo obliga a huir de su casa y no una problemática cultural general a la que estaría circunscrito por su condición de indígena en el proyecto modernizador mexicano. Además, el relato finaliza al repetir el patrón de alcoholismo del padre, configurando así un tiempo cíclico en la vida chamula. Se aísla la cultura tsotsil como una entidad autónoma, y en consecuencia no se entiende su lógica dentro del panorama más amplio de la cultura mestiza nacional.
Puntualmente, la frontera que devela Juan Pérez Jolote consiste en la problematización de la disciplina antropológica indigenista y de la literatura de la época. Dentro del panorama mexicano de los años cuarenta, Pérez Jolote aparece como la primera voz testimonial indígena en el debate de la mexicanidad y la modernización. La obra llega a parodiar el discurso modernizador al final del libro, evidencia el papel político del objeto literario que contesta los discursos intelectuales del momento y avizora la llegada del testimonio y sus problemáticas en el contexto latinoamericano. Juan Pérez Jolote es una obra fronteriza por dialogar tanto con el indigenismo del Estado como con las preocupaciones literarias del periodo que, a su vez, vaticinarán un nuevo momento de la literatura indigenista en el país; esto a través de “permitir” - considerando las implicaciones políticas de la palabra- la voz al informante.
En la frontera entre los discursos literarios y los antropológicos, Juan Pérez Jolote empieza a señalar, en términos que al menos simulan ser propios del indígena, una visión de mundo que había sido idealizada en la narrativa indigenista anterior y, por tanto, instaurará un tipo de realismo como resistencia a la misma. Desde el campo de la antropología, la obra de Pozas intentará un acercamiento empático y aparentemente horizontal del indígena puesto que es la propia narración del chamula lo que queda como la última palabra del texto, no la categorización e interpretación explícita del antropólogo; por supuesto, esto no quiere decir que la obra carezca de mediación del mismo, como lo señalan los estudios del testimonio y los estudios poscoloniales a partir de los años ochenta.
El texto de Pozas, a su vez, da pie para pensar en la conexión de los documentos culturales en una época específica así como en las dinámicas de los mismos en cuanto se problematiza el término ficción. ¿Cómo una obra logra estar en dos disciplinas que suponen pactos ficcionales distintos, mientras que otras no lo logran? Tal es el caso, por ejemplo, de Las enseñanzas de Don Juan: una forma de conocimiento yaqui. Mientras la crítica antropológica lo sigue considerando un texto ajeno a su disciplina, la obra tuvo tal repercusión que fue prologada en su primera edición al español por Paz, quien plantea la interrogante que sigue acechando a la obra del antropólogo: “¿antropología o ficción literaria?” (Paz, 2012: 13).
Al igual que Klahn, Paz supone una disyuntiva entre un texto literario y un texto antropológico. Teniendo que inclinarse por una etiqueta, el escritor mexicano llega a calificar Las enseñanzas como una obra “antiantropológica” (Paz, 2012: 13). Esta disyunción termina siendo problemática desde que ambos polos, antropología y ficción literaria, se relacionan de manera compleja con la realidad y no son excluyentes: mientras la antropología supuso una representación transparente de ésta, la literatura ha cambiado histórica, y en ocasiones explícitamente, su posición respecto a la misma. Aunado a esto, la representación de “lo real” obedece a “los límites inherentes de la conciencia histórica y los añadidos de la tradición en que se inscribe” (Pozuelo, 1993: 23) y, en cualquier caso, como lo expone Amar, lo “real no se describe ‘tal cual es’ porque el lenguaje es otra realidad e impone sus leyes a lo fáctico” (Amar, 1990: 47). En consecuencia, la disyunción “antropología o ficción literaria” tendría que matizarse puesto que los polos “antropología” y “ficción literaria” no son ni han sido excluyentes como lo indica el interés de los antropólogos por la calidad estética de sus obras o como lo demuestra la recreación literaria de culturas específicas.
El espacio fronterizo, pues, que ofrecen obras que no se adecúan a los parámetros objetivos de la disciplina antropológica, da pie para cuestionar estos mismos. Desde la historia testimonial de Pérez Jolote, Pozas se adentra al debate de la mexicanidad en un intersticio que permite relativizar los planes antropológicos institucionales, al mismo tiempo que renueva el valor literario para representar las voces históricamente subalternas.