Tras la independencia del Reino de Guatemala de España, en septiembre de 1821, los ayuntamientos constitucionales, junto a sus pueblos, jugaron un papel fundamental en el proceso político. 1 En efecto, durante los últimos meses de 1821, cuando las autoridades de la capital del Reino, ubicadas en la ciudad de Guatemala, y las de la Intendencia de San Salvador se enfrascaron en un debate sobre el procedimiento a seguir para decidir cuál sería el futuro político de la región, aquellas corporaciones tuvieron un protagonismo indiscutible. Mientras las autoridades de Guatemala, presionadas por Iturbide -y a la vez esperanzadas en obtener beneficios al ser parte del proyecto imperial mexicano-, se inclinaron por tomar una decisión lo más rápido posible a través de concejos o cabildos abiertos, las de San Salvador, de inclinación republicana, consideraron que el Reino debía ceñirse a las reglas constitucionales impulsadas por el liberalismo hispano, es decir, dejar sus destinos en manos de diputados electos. En medio de esta polémica entre los grupos de poder, los ayuntamientos constitucionales y sus pueblos se adhirieron a uno u otro de los mecanismos propuestos, siendo muchos más los que prefirieron resolver el asunto a través de los cabildos abiertos.

Este escenario, investigado por algunos historiadores (Vázquez, 2009; Avendaño, 2009; Dym, 2006; López, 2000), se convierte en un nuevo laboratorio de análisis para entender, ya no desde los debates periodísticos, sino en las prácticas políticas, cuáles eran los espacios públicos aceptados -¿cabildos abiertos o Congreso?- para generar una opinión pública razonable, verdadera y fundamentada sobre la adopción del mejor régimen político para el Reino de Guatemala. Una discusión de esa naturaleza no era novedad en el mundo hispano u occidental. En uno de sus trabajos, François-Xavier Guerra señala cómo, desde la crisis de la monarquía española (1808), periódicos como El Espectador Sevillano comenzaron a definir la opinión pública como el tribunal supremo de la razón. Sus autores debían ser hombres sabios, conocedores de la vida política y, por tanto, miembros de un círculo reducido de la sociedad, cuya esfera pública de acción no era la plaza mayor o la reunión de vecinos, sino su mundo privado en el que circulaban escritos (Guerra, 2000). Unos años más tarde (1819) y en Francia, Benjamin Constant aludirá al mismo punto, destacando que la libertad de los hombres modernos se expresará en el goce privado de sus derechos, delegando en un grupo de electos la defensa de aquéllos a través del sistema representativo. En el mundo antiguo, en cambio, eran los ciudadanos los que decidían colectivamente sobre sus intereses en la plaza pública, quedando su vida privada en completa esclavitud (Constant, 1988).

El “espíritu moderno”, según muchos publicistas de la época, apostaba por un espacio público diferente al del “mundo antiguo”. Desde esa perspectiva, en la Intendencia/Estado de San Salvador los espacios destinados a un selecto grupo de ilustrados para que debatieran sobre los asuntos públicos fueron la Diputación Provincial (1821), la Junta Gubernativa (1822) y luego, ya en la época republicana, la Asamblea Legislativa estatal (1824). A ellas se sumó la comunidad de comunicación, reflexión, persuasión y crítica que generó la instalación de la imprenta y la publicación de los primeros periódicos en 1824 (Herrera, 2011). Por su lado, los espacios públicos de antigua data, como los cabildos abiertos, continuaron siendo frecuentes a lo largo del siglo XIX y constituían un sistema alternativo para los pueblos; los cabildos, aunque fueron considerados antinómicos con respecto al régimen representativo, no fueron del todo “tradicionales” por la cultura política híbrida que se experimentaba en ellos (Sabato, 2006: 266).

Mi interés en el presente ensayo consiste en: 1) explorar el debate entre las autoridades guatemaltecas, las sansalvadoreñas y los pueblos, generado por medio de oficios y representaciones municipales, sobre la legitimidad del cabildo abierto como espacio público para expresar la opinión favorable o desfavorable en torno a la anexión al Imperio mexicano y 2) explorar el consentimiento público de los pueblos sobre su futuro político, manifestado a través de los cabildos abiertos, en un contexto cada vez más adverso a este mecanismo participativo porque se estaban sentando las bases doctrinarias de la ficción moderna del pueblo y de los únicos facultados para expresar la voluntad de éste, es decir, sus representantes o diputados. Para este fin me basaré en fuentes documentales del Archivo General de Centroamérica de Guatemala, en la valiosa recopilación de fuentes sobre el período que hizo Rafael Valle y en algunos documentos publicados en el Boletín del Archivo General del Gobierno de Guatemala. Considero que, al estudiar la discusión ocurrida entre noviembre y diciembre de 1821 sobre cuál era el espacio público legítimo -cabildos abiertos o Congreso- para decidir el futuro político de la región, podrá entenderse aún más la construcción de la opinión pública moderna en la Intendencia de San Salvador, previo a la instalación de la imprenta y a la circulación de las primeras publicaciones periódicas, porque el principal punto en disputa era la facultad que tenía la voz “no letrada” para expresarse sobre asuntos políticos de gran envergadura en un ejercicio no representativo. Dicho de otra forma, implicaba definir quiénes eran los sujetos que encarnaban la opinión legítima del pueblo soberano.

La apuesta por el sistema representativo

Durante la coyuntura de la independencia, los ayuntamientos constitucionales y los pueblos de la Intendencia de San Salvador rompieron con la monarquía española al jurar las copias del acta de independencia que llegaron a sus respectivos lugares; legitimaron un gobierno provisional, la Junta Provisional Consultiva, con sede en la capital del Reino; denunciaron a funcionarios del “antiguo sistema” y formaron alianzas con las facciones que se disputaron el control político-económico de la Intendencia de San Salvador.2 Por ejemplo, el 1 de octubre de 1821 el ayuntamiento constitucional de San Alejo sostenía que “por espacio de tres años ha gobernado interinamente como subdelegado [de] este Partido D. Felipe Santiago Escobar, gravitando en tan dilatado espacio y en tiempo del Despotismo su autoridad sobre los débiles”.3 El subdelegado Escobar, según los capitulares, despojó de sus empleos a los antiguos alcaldes de la Villa; otros fueron “reducidos a prisión”, entre ellos el que fungía en ese entonces como alcalde constitucional de Yayantique, Nieves García. El funcionario “ha afligido a este Vecindario empobreciendo el Partido con su ambición y avaricia insuperable de todos los que solicitan esta clase de empleos para mejorar de fortuna”. Argumentaban que ya no podían seguir en un estado político de “tinieblas” cuando la “Divina providencia [había querido] restituir la libertad del hombre en la presente época feliz”. A pesar de que ya no se contaría con el beneficio de la ley de 9 de octubre de 1812, que a su juicio decretaba la extinción de las subdelegaciones, solicitaban al “actual sistema de independencia” suspender en su partido la continuidad de los jueces subdelegados. La petición hecha por este ayuntamiento era en nombre y “a beneficio de sus pueblos”.4 Por su parte, el alcalde primero de Usulután, José Romero, se dirigía el 3 de diciembre a la Junta Provisional de Guatemala solicitando, en nombre del ayuntamiento, la destitución del administrador de correos, Juan Antonio Vanegas, a causa no sólo de su mal genio, sino de su adicción al anterior sistema.5

Ayuntamientos como los de San Vicente, Santa Ana y San Miguel hicieron ciertas recomendaciones a la Junta Provisional de Guatemala, específicamente al jefe político Gabino Gaínza, sobre estrategias diplomáticas y militares y sobre medidas económicas a seguir en la nueva coyuntura.6 Pero muchas de las funciones que los ayuntamientos desempeñaron en esos días fueron más allá de las señaladas en la Constitución de 1812, la cual continuaba vigente. En poblaciones como San Miguel la simple denuncia de los funcionarios del antiguo régimen no bastó. El 8 de noviembre de 1821, el ayuntamiento migueleño informaba a la Junta Provisional de Guatemala que había destituido a algunas autoridades locales. La forma como lo hizo fue a través del cabildo abierto. En la sala capitular se reunió la corporación -excepto el regidor Joaquín Escolán-, entrando también “gran número del Pueblo”, pero quedando afuera, en la plaza, un número significativo de personas. El “Pueblo” solicitó a la corporación que se avocasen a ellos el regidor Antonio Orué y el secretario Miguel Álvarez para fungir como sus representantes “por ser sujetos de toda su confianza para instruirles de sus deseos y sentimientos”. Según lo relatado por los capitulares migueleños, el “Pueblo” pidió las deposiciones del coronel Alonso Saldos, del regidor Joaquín Escolán, del cabo veterano José Antonio Zeballos y del cura Juan Francisco Cisneros, entre otros. Además, hizo saber a sus representantes, Orué y Álvarez: “la trascendencia que podría llegar a tener el no concederles lo que solicitaba en justicia”. Una vez que el ayuntamiento escuchó la petición se realizó la votación interna. Al final todos los mencionados quedaron depuestos de sus empleos y se vio la necesidad de nombrar a “otros individuos que hayan dado pruebas de adhesión a nuestro sistema de Independencia”, según comentaban los capitulares.7

Pero, además, las autoridades interinas del Reino encomendaron a los pueblos y a sus gobiernos locales cooperar con las elecciones para el Congreso Nacional de 1822, el cual, según el acta de Independencia, decidiría el futuro político regional. Hasta ahí hubo permisividad de los líderes centroamericanos para que aquellos actores pudieran actuar en condiciones tan particulares como eran las de la Independencia; no se toleraría, al menos en esos primeros días, sustituir la decisión que debía tomar el Congreso Nacional por otra. El partido republicano sansalvadoreño y guatemalteco, formado en aquellos días, consideró que el futuro político del Reino se hallaba en la formación de una República Federal al estilo estadounidense. Consideraron que los centroamericanos sólo podían decidir su futuro a través de diputados en un Congreso Nacional. Con ellos quedaría expresada su voluntad soberana (Herrera, 2005).

El acta de Independencia del Reino de Guatemala, firmada el 15 de septiembre de 1821, no era un documento teórico por el que un pueblo se quejaba de la servidumbre colonial y que, por lo mismo, expresaba su voluntad de erigirse en soberano, como se evidencia en otras actas de Independencia de la América hispánica. Más bien, se trataba de un documento pragmático que dejaba en manos de un Congreso, a celebrarse el 1 de marzo de 1822, el tema de la independencia absoluta. Por lo mismo, se hacía el llamado en aquel documento para celebrar elecciones en todo el Reino de manera inmediata (Dym, 2013).

Los republicanos tenían claridad en que ninguna corporación -gremios, cofradías, colegios, ayuntamientos, universidades- podía ser la depositaria de la soberanía del pueblo. Sólo el Congreso debía ejercer su voluntad. Los “representantes” o diputados electos estarían asumiendo así el poder soberano delegado por sus electores. Los republicanos de San Salvador y los miembros de la Junta Provisional creían, sin lugar a dudas, en “el principio de distinción” que era propio de todo gobierno representativo (Manin, 1998): los representantes electos debían ser ciudadanos diferentes a sus electores en sabiduría, virtud y talento. La herencia del constitucionalismo liberal hispano se ponía de manifiesto en la apuesta por el Congreso como el espacio público idóneo para deliberar sobre asuntos de interés político, para elegir a los diputados más ilustrados y para considerar como electores a aquellos hombres destacados por su virtud, talento e industria, es decir, los ciudadanos. Gabino Gaínza, presidente de la Junta Provisional y último de los capitanes generales del Reino, se lo recordaba a todas las provincias el 15 de septiembre de 1821, cuando sostuvo que ellas disfrutarían de un gobierno libre instituido por sus representantes, es decir, por “diputados dignos”, talentos, “genios bastante grandes para formar la legislación” que debía regir en lo sucesivo.8

El sistema representativo al que apelaban los republicanos se legitimaba en uno de los dos periódicos publicados en la capital del Reino: El Editor Constitucional, fundado en 1820, que tras la independencia cambió de nombre por El Genio de la Libertad. Este rotativo fue prácticamente el órgano oficial del partido de los “cacos”, compuesto por los guatemaltecos Pedro Molina, José Francisco Córdova y Francisco Barrundia, entre otros (Luján, 1989). Era una red de sociabilidad que abarcaba a provincianos sansalvadoreños como el cura José Matías Delgado, quien a fines de 1821 se desempeñaba como jefe político de San Salvador, así como a sus parientes Manuel José Arce, Juan Manuel Rodríguez, etcétera. Todos ellos coincidían en las ideas republicanas manifestadas en aquel periódico. Según una de las publicaciones del rotativo, la monarquía, por más constitucional o moderada que fuese, era sinónimo de vanidad, desigualdad social y despotismo. El gobierno representativo del republicanismo, en cambio, estaba fundado en el mérito y en el trabajo de los ciudadanos. No era sinónimo de democracia “pura y rigurosa”, ya que el pueblo limitaba sus funciones soberanas a la facultad de elegir a sus legisladores; por ello, era un sistema que se cuidaba de caer en desórdenes y tumultos (Herrera, 2010a: 690). La anterior consideración es fundamental porque la única forma civilizada, racional y constitucional de ejercer la política era a través del sistema representativo. A él, en particular a los legisladores, era al que estaba asociada para ciertos actores y publicistas la construcción de la verdadera opinión pública.

Según ha señalado Noemí Goldman (2009), en los inicios de las revoluciones hispánicas el término “opinión pública” tenía al menos dos significados: en primer lugar, se entendía como fiscalización y guía de las acciones de las autoridades interinas y, en segundo lugar, se consideraba un espacio libre para la comunicación y el debate en torno a los temas que afectaban a la colectividad. Goldman señala algo muy importante: en la América hispánica, a diferencia de en la península ibérica, la voz “opinión pública” fue asociada en aquellos primeros momentos a los pueblos o al pueblo. De esa forma, se entendía como la “voz popular”. Sin embargo, Goldman también advierte que en la década de 1820 se evidenció una delimitación del concepto en cuestión por parte de varios políticos publicistas de la América hispano-lusitana. La verdadera opinión pública era la expresada por los hombres sabios e ilustrados, por los legisladores y ministros, no por los pueblos, cuyas manifestaciones se consideraron “degradadas” (Goldman, 2009: 991-992). Es lo que la generación argentina de 1837 llegó a considerar como la sujeción del pueblo ignorante al pueblo racional, en donde residía verdaderamente la soberanía (Guerra, 2000: 371).

Volviendo al caso centroamericano, resulta interesante advertir que en El Genio de la Libertad ya se comenzaba a construir sutilmente la distinción entre “el pueblo” y “los pueblos” desde la perspectiva de la “soberanía racional” (Guerra, 2000: 371). En un género literario muy común en la época, el diálogo, fue publicada en octubre de 1821 la conversación entre dos personajes, el portero del salón de sesiones de la Junta Provisional y “el Pueblo”, en la que se mostraba la polémica entre ellos por las sesiones privadas o a puerta cerrada que realizaba la Junta guatemalteca. Según palabras del portero, se hacían así para evitar el desorden y la gritería propia de la multitud, pero, a juicio de “el Pueblo”, estas deliberaciones debían ser públicas porque se debatían materias de interés general (Herrera, 2010b; Belaubre, 2014). Este “Pueblo”, que no era sinónimo de multitud tumultuosa, era el sujeto al que el periódico imputaba la soberanía y el uso libre de la palabra para defender sus derechos, de cuyo seno emanarían las leyes. Su encarnación se hallaba en la voz letrada del dueño y los colaboradores del periódico.

Pero con el correr de los días la postura republicana de las autoridades interinas de Guatemala dio un giro radical. Veamos ahora las razones que las autoridades de Guatemala adujeron para decantarse por la celebración de concejos abiertos, es decir, por un sistema participativo.

La conveniencia de los cabildos abiertos

Tanto Gabino Gaínza como la Junta Provisional Consultiva se encontraron acorralados por las presiones mexicanas para adherirse a su proyecto imperial y por la rápida desmembración del antiguo Reino. Las diputaciones provinciales de Honduras y Nicaragua, así como algunos cabildos de Costa Rica, habían jurado la independencia de España, declarándose a la vez separados de la ciudad de Guatemala. La diputación de Nicaragua, por ejemplo, argumentaba su decisión de no continuar sujeta al gobierno provisional de Guatemala por la amarga experiencia vivida bajo su yugo durante los años de dominación colonial. Por ello anunció, en septiembre de 1821, la formación de un gobierno provisional mientras no se concretara su unión a México, unión que veían provechosa pues no creían que el antiguo Reino contara con las características, las riquezas y las virtudes para formar una república.9

Para mediados de noviembre de 1821 la balanza entre los miembros de la Junta Provisional se inclinaba favorablemente a adherirse al futuro Imperio Septentrional. Y es que el 19 de octubre Agustín de Iturbide le envió un oficio a Gaínza en el cual presionaba sutilmente para que el antiguo Reino se incorporara a México. Claro está, no todos los miembros de la Junta Provisional se vieron presionados pues algunos de ellos ya eran conscientes de que la única alternativa para las provincias estaba en el Plan Trigarante de Iturbide. En el oficio del día 19 de octubre, Iturbide se tomó la molestia de “rectificar” las medidas políticas adoptadas en el acta del 15 de septiembre. Para él los intereses de México y del Reino eran idénticos a tal punto que no debían erigirse en naciones separadas. El Plan de Iguala aseguraría a todos los pueblos el goce “imperturbable de su libertad” y los protegería de cualquier invasión. Las instituciones democráticas no podían ofrecer tales garantías por su carácter inestable y cambiante, el cual pondría en peligro el orden social; mucho menos lo podría hacer un poder absoluto y lejano como el de España. Iturbide le recordaba a Gaínza que México era sinónimo de “grandeza y opulencia” y, aunque enfatizaba que no quería someter a los pueblos a su voluntad, creía conveniente, para mantener su felicidad y bienestar, enviar una división “numerosa y bien disciplinada, que […] reducirá su misión a proteger con las armas los proyectos saludables de los amantes de su patria”.10

Juan José de Aycinena, un clérigo perteneciente a una de las más acaudaladas familias de la región, creía que la unión a México era lo más favorable para el Reino de Guatemala porque no trastocaría los privilegios de la Iglesia. Según él, la fuente de la autoridad no venía de los hombres sino de Dios. Por lo tanto, un gobierno republicano no tenía cabida en sus planes (Chandler, 1988). Con el pasar de los meses las pretensiones de Agustín de Iturbide darían la razón a Aycinena, al ser proclamado como Agustín I por la “divina providencia” (Frasquet, 2008). Estas presiones endógenas -de monárquicos guatemaltecos que buscaban asegurar sus privilegios dentro del Imperio- y las exógenas hicieron cambiar la actitud de Gaínza quien, al igual que otros miembros de la Junta Provisional Consultiva, se había mostrado desde un inicio adepto del sistema republicano (Rodríguez, 1984). La solución al problema de quién decidiría la unión a México, aparentemente resuelta con el Congreso de 1822, cambió de repente por esta metamorfosis al interior de la Junta Provisional. Debido a la premura con que Iturbide deseaba una respuesta, Juan José Aycinena sugirió que los cabildos abiertos expresasen su voluntad en lugar de un congreso (Marure, 1877).

Una vez tomada la decisión al interior de la Junta Provisional en la sesión del 28 de noviembre, Gaínza se dirigió a los pueblos del Reino el día 30. El jefe político les comunicaba que en el oficio enviado por Iturbide le llamó la atención la superioridad de México por su riqueza, población y fuerza. Que la disidencia de Chiapas, Comayagua, León y Quetzaltenango le provocó desconcierto. Igualmente, le llenó de temor, por los males que podría ocasionar, el ingreso del ejército mexicano. Confesaba que le era atractiva la idea de unirse a “un Imperio poderoso” que pudiera defender la libertad del Reino, pero para ello había consultado con la Junta Provisional y ésta determinó que no tenía la facultad de decidir un asunto tan grave; es más, que dicho problema no podía esperar ser solucionado hasta febrero del siguiente año en el Congreso Nacional y que, por lo mismo, los ayuntamientos en concejos abiertos podían expresar la opinión de sus pueblos. La mecánica que planteó Gaínza a los pueblos fue la siguiente: cada ayuntamiento constitucional en concejo abierto daría su opinión luego de leer el oficio de Iturbide. Las contestaciones se remitirían al alcalde primero de cada partido y éste las enviaría a Gaínza con rapidez para que la Junta Provisional contestara a México.11

El repentino cambio de las autoridades de Guatemala sembró dudas en los pueblos que hasta ese momento se mantenían leales al espíritu del acta del 15 de septiembre. Una de las preguntas que se hicieron los pueblos fue si era necesario realizar las elecciones para diputados al Congreso Nacional, en caso de que no se hubieran llevado a cabo todavía, a partir de esa nueva disposición. Gaínza no tuvo más remedio que dar explicaciones. Así lo hizo con la Diputación Provincial de San Salvador. Según Gaínza, el gobierno de Guatemala no había mandado a suspender tales elecciones. Lo que Iturbide quería desde México era una respuesta rápida al problema de la anexión. En vista de eso se acordó en la capital del Reino que los ayuntamientos manifestaran en consejo abierto la opinión de los pueblos sobre la unión al Imperio o la independencia absoluta. A su juicio, la postura de las autoridades de Guatemala no contradecía los acuerdos tomados anteriormente, como de forma insistente argumentaron los republicanos y las autoridades de San Salvador, pues ya habían sostenido que no era facultad de los ayuntamientos decidir sobre ese importante asunto. En realidad serían los “concejos abiertos” los encargados de la decisión, y no las corporaciones políticas como tales.

Un Ayuntamiento es en lo político -sostenía Gaínza- ser muy distinto de un concejo abierto. El primero es una corporación elegida por el Pueblo para ocuparse en las atribuciones que le designa la ley fundamental. El segundo es el Pueblo mismo; y si los Pueblos son los que por sí o por medio de sus representantes deben pronunciar su voluntad sobre el punto de unión o independencia de México, los concejos abiertos lejos de ser contrarios a los principios que han guiado al gobierno parecen muy conformes a ellos.12

Si bien es cierto que muchos de los vecinos que iban a participar en los concejos abiertos no eran ilustrados, de acuerdo con Gaínza podían consultar a los hombres más capaces e ilustrados. De esa forma, la ignorancia no privaría a los ciudadanos ni a los pueblos de sus derechos. En contra de lo que afirmaba la Diputación Provincial de San Salvador, para el jefe político de Guatemala los concejos abiertos no quebrantarían el pacto social -el acta de Independencia-, más bien unirían los lazos entre gobernantes y gobernados. Sin embargo, como ya veremos, los ayuntamientos constitucionales no asimilaron fácilmente esta decisión tomada en Guatemala, aunque, en última instancia, tampoco se privaron de ejecutarla.

Las razones que los republicanos sansalvadoreños esgrimieron en aquellas semanas en contra de las disposiciones tomadas por la Junta guatemalteca se pueden resumir de la siguiente manera: 1) los cabildos abiertos habían dividido a los pueblos con respecto al pacto y juramento del 15 de septiembre; 2) los ayuntamientos, al estar “faltos de instrucción en materia tan delicada”, no podían ser las corporaciones más idóneas para discernir sobre la unión a México o la constitución de una República; 3) al ser muy nuevos la mayoría de los ayuntamientos, y al estar compuestos por “hombres sacados de los mismos pueblos”, no podían calcular las ventajas y los perjuicios sobre una materia tan importante, y 4) los ayuntamientos ya tenían designadas las facultades administrativas que la Constitución de 1812 les confería, por tanto era ilegítimo que tomaran la decisión que concernía exclusivamente al Congreso Nacional. Los autores de dichos planteamientos fueron: José Matías Delgado, Manuel José Arce, Leandro Fagoaga, Manuel José Castro, Juan Manuel Rodríguez y Mariano Fagoaga.13

Antes de revisar la actuación de algunos pueblos y sus ayuntamientos constitucionales durante los concejos abiertos, quiero detenerme en la expresión de Gaínza inserta en la cita anterior: los concejos abiertos no eran contrarios a los principios que habían guiado al gobierno. Ciertamente, más allá de los motivos que llevaron a los miembros de la Junta guatemalteca a decantarse por la celebración de aquellos mecanismos de participación política, la verdad es que no sólo fue una práctica que cobró vigencia tras la crisis de la monarquía española en 1808, con la creación de juntas a ambos lados del Atlántico, sino que fue parte de la tradición europea desde la Edad Media, que se incorporó en América durante la Colonia. En la península ibérica, las asambleas o concejos abiertos tuvieron “su gran momento” desde finales del siglo XI hasta la segunda mitad del siglo XIII (Quijada, 2010: 30). De hecho, los mismos criollos sansalvadoreños, entre ellos republicanos como Manuel José Arce, exigieron la creación de una junta del pueblo en los días posteriores a la Independencia.14 Por tanto, ni era un sistema desconocido por los americanos ni tampoco era contrario a la cultura política hispánica. La oposición estaba, entonces, además de en lo esgrimido arriba, en que la participación ciudadana al interior de los pueblos podía desbaratar los proyectos republicanos en el istmo al inclinar la balanza por una anexión a México.

“Que todos los ciudadanos hablen libremente lo que sienten a fin de ver la opinión más razonable”15

En la Intendencia de San Salvador, la convocatoria de Gaínza implicaba movilizar a cerca de 125 poblaciones para la celebración de los concejos abiertos. El 4 de diciembre el ayuntamiento constitucional de Santa Ana se reunió para conocer sobre un pliego que había llegado desde Guatemala. El pliego contenía una copia del oficio de Iturbide a Gaínza, con fecha del 19 de octubre, y el oficio de Gaínza del 30 de noviembre dirigido a todos los ayuntamientos. A los santanecos les impresionó del primero el convite amenazante que le hacía Iturbide a Gaínza. Las primeras reflexiones de la corporación fueron: aunque representaban al pueblo, dicha representación estaba circunscrita a las atribuciones ordinarias; “que estas de ninguna manera se extienden a expresar su opinión sobre un punto de tanta gravedad, interés, y trascendencia: que decidido por una u otra parte pudiera producir consecuencias de alta consideración”, acordaron, entonces, obedecer lo convenido desde Guatemala.16 El alcalde primero convocaría al pueblo a través de un bando para reunirse el día 8 a las 9 de la mañana en las casas consistoriales para que expresase su voluntad.

El día 8, y al toque de campanas, se congregaron los capitulares, la mayor parte de los “principales vecinos” de la villa -citados por cédulas- y “una porción competente del resto del Pueblo”. El secretario leyó los oficios de Iturbide y Gaínza. Luego el alcalde primero expuso el objeto de la reunión: “y propuso a la discreción del Pueblo la cuestión ¿si convendría que Guatemala y sus provincias se uniesen al Imperio mexicano formando una colonia del citado Imperio; o si le estaría mejor erigirse en Nación absolutamente separada, independiente y Soberana?”17

Los congregados discutieron el asunto con detenimiento. Tuvieron presente la falta de fuerzas físicas y morales en la cual se hallaban los pueblos del antiguo Reino, requisitos indispensables para erigirse en un Estado soberano. Asimismo, tuvieron presente la desmembración del Reino y la oposición de partidos, elementos que incidieron en la debilidad de la otrora Capitanía General de Guatemala. Compararon estas reflexiones con las de quienes apoyaban la independencia absoluta “y adoptan un Gobierno democrático, o Republicano”. Una vez analizadas las dos vías, “todos los concurrentes (a excepción de un ciudadano que dijo yo soy Republicano) convinieron en que la prudencia, la necesidad, y el bien general de los Pueblos guatemaltecos exigen imperiosamente nuestra unión al Imperio Mexicano”. Cada uno de los presentes expresó que era esa su voluntad, gritando todos a una voz: “Unión a México, Viva la Religión, Viva el Imperio mexicano, Viva el Señor Iturbide, Viva la Villa de Santa Ana unida al Imperio de México”; quedó así concluido el concejo abierto.18

Es interesante advertir cómo los ciudadanos de Santa Ana cumplieron con la atribución encomendada desde Guatemala. Concurrieron tanto los “vecinos principales”, que fueron citados por cédulas, como “una porción competente del resto del Pueblo”. Los ciudadanos quedaron entonces divididos en dos corporaciones en lugar de en una. Y, por lo visto, en otras partes así sucedió. Según comentaba el ayuntamiento de la ciudad de Guatemala, realizaron su concejo abierto del siguiente modo: los regidores se asociaron a “vecinos honrados y de concepto” para explorar en sus respectivos cuarteles la opinión particular de los “padres de familia y ciudadanos” sobre la unión o no al Imperio mexicano, haciendo que cada uno firmara su sentimiento.19

Otro aspecto fundamental que se deja ver en el cabildo abierto santaneco, en cuanto al lenguaje utilizado, es que veían la anexión de su pueblo al Imperio mexicano en calidad de “colonia”. Además, llama la atención que utilizaban como sinónimas las expresiones “gobierno democrático” y “gobierno republicano”. Sobre esto último, es importante destacar que la inmensa mayoría de los santanecos apostó por la unión a México, de acuerdo con lo relatado, tras una revisión de las condiciones y posibilidades que ofrecía la potencia del norte a estos pueblos. No parece improbable que la decisión haya tenido también una dosis de interpretación peyorativa del régimen contrario, es decir, el republicano, sobre todo si se asociaba a la democracia. Aunque ya en esas fechas la voz “democracia” no era sinónimo de anarquía para algunos, continuaba pesando el sentido tradicional del término que, incluso, se adjudicó a los liberales durante el período gaditano (1810-1814); es decir, se interpretaba como un sistema que acarreaba muchos inconvenientes al bien común por los tumultos, las facciones y el desgobierno que le eran inherentes (García, 1998).

El ejercicio del cabildo abierto de Santa Ana, como el de todos los que se llevaron a cabo, recuerda el sentido de la palabra “público” anterior al sentido moderno. En efecto, lo público tuvo, al menos, dos significados fundamentales en el antiguo régimen: señalaba, por un lado, al pueblo en términos concretos, es decir, a una comunidad o colectividad territorializada. Asimismo, señalaba todo aquello que se hacía “a vista de todos” (Lempériére, 1998: 55-56). Desde esa perspectiva, un cabildo abierto era un público que publicitaba sus opiniones en busca del bien común.

Ahora bien, aunque el ayuntamiento constitucional de Santa Ana efectuó su concejo abierto siempre conservó algunas dudas sobre la realización del Congreso previsto para el siguiente año. El ayuntamiento constitucional de Metapán le había comunicado a los santanecos que el oficio de Gaínza del 30 de noviembre no implicaba suspender las elecciones para diputados al Congreso Nacional. Sin embargo, para asegurarse, los santanecos consultaron al jefe político de San Salvador, José Matías Delgado, y éste les contestó el 12 de diciembre que las autoridades de Guatemala estaban debatiendo el asunto. De todas maneras, y en un afán de mantener sólidamente el proyecto republicano, Delgado les aseguraba que la nota del 30 de noviembre no contradecía la elección del diputado al Congreso Nacional; todo lo contrario, la elección debía realizarse sin demora. Por ello, la incertidumbre se apoderó del ayuntamiento de Santa Ana pues éste le notificó a Gaínza el 14 de diciembre que habían suspendido las juntas electorales.20

Según el ayuntamiento constitucional de Quezaltepeque, el concejo abierto de ese pueblo se reunió el día 14 de diciembre. Los participantes opinaron que la unión del Reino a México sería conveniente por la falta de caudales públicos, la poca población, la ausencia de “cultura” y las actividades económicas exangües. Sobre el asunto de si la monarquía mexicana debía ser moderada o si se llamaría a ocupar el trono a alguien de la dinastía española, creían: “no deber entrar en discusión ni explayar su opinión en razón de que no han tenido jamás motivo de saber discernir, que todos son muy pobres labradores sin ilustración”. Tampoco creyeron que podían discernir “si el gobierno Democrático-federativo, sea mejor que el Monárquico-moderado o el contrario”. En ese sentido, la corporación y los ciudadanos de Quezaltepeque no fueron tan enfáticos como los de Santa Ana. Acordaron dejar en manos de los “legítimos representantes de nuestra América”, es decir, los diputados al Congreso Nacional, la discusión y decisión final.21

En San Vicente se llevó a cabo el concejo abierto el 16 de diciembre. Según la relación del ciudadano José María Cornejo dirigida a Gaínza, aquel día el “Pueblo no se juntó, pues no había más que unos 30 ladinos prevenidos y unos pocos vecinos de los principales”. No asistió el cura, el coronel “ni otros pudientes de representación”. No era de extrañarse. El ayuntamiento de la ciudad y un número significativo de su población ya habían mostrado cuál era su sentir: apostar por un Congreso -para el cual ya se habían elegido los dos diputados del partido- y por una “república democrática”. Es bastante probable que el concejo abierto fuera interpretado por éstos como una estrategia que dilataría o anularía anticipadamente el Congreso Nacional y, por ende, entregaría el antiguo Reino a Iturbide. La corta relación de Cornejo muestra que había opiniones divididas. Al pedir la palabra, Cornejo manifestó en el concejo abierto que San Vicente se ponía en las manos de la Junta Provisional consultiva de Guatemala. La “mayor parte” de los asistentes estuvieron de acuerdo, pero el presidente del concejo -probablemente el alcalde primero- le gritó a Cornejo por no estar conforme con sus ideas. “Aun entre los pocos que asistieron había varios que opinaban conmigo -sostenía-, y no lo manifestaron porque el Presidente pidió la votación en masa, y no individualmente como se practica, y está mandado que se haga, para sacar la mayoría de votos”. Para Cornejo, el concejo abierto celebrado no llenó las expectativas de una asamblea “cual es que todos los ciudadanos hablen libremente lo que sienten a fin de ver la opinión más razonable”.22

Otros pueblos en donde se realizaron concejos abiertos, al menos de los que se tiene información, fueron los de Usulután y San Alejo; los efectuaron el 8 y el 16 de diciembre, respectivamente. Ambos se decidieron por el Imperio mexicano.23 El ayuntamiento constitucional de Usulután manifestó:

lo que unió sabiamente la Naturaleza en la formación de un vasto continente septentrional que no lo divida el capricho o la opinión. Seamos justos, conozcamos en resolución nuestra flaqueza, y nuestra debilidad, confesemos el catástrofe lastimoso [sic] que se sigue […], si con el tiempo no adoptamos el plan lisonjero del Señor Iturbide: en él se vincula nuestra mutua felicidad, nuestros intereses, nuestras relaciones. 24

Los usulutecos veían en el Imperio mexicano una serie de cualidades como la superioridad de población, la fuerza militar y la riqueza, aspectos que lo identificaban como una nación poderosa sin tener que envidiar a las de Europa. El Reino de Guatemala estaba desprovisto de esas cualidades, por lo que se hacía un llamado a unirse al Imperio poderoso que prometía defender la independencia del gobierno español y de cualquier otro gobierno extranjero.

Se conoce de la realización de otros cabildos abiertos por relatos posteriores, como en el caso del pueblo de Olocuilta. Lo sucedido allí permite, además, conocer los intereses que movieron a los republicanos para tomar su decisión, así como las estrategias utilizadas por éstos para convencer a los indecisos o a los mismos monárquicos.

El 18 de enero de 1822 el ayuntamiento constitucional de Olocuilta se comunicó con la Junta de Guatemala para explicar lo que el gobierno de San Salvador estaba haciendo en función de evitar la desmembración de la Intendencia. Dijeron que el jefe político, Delgado, había destinado al cura Pedro José Cuéllar como su representante en Olocuilta. Éste hizo una junta en el pueblo para persuadir a los asistentes en la que les preguntó si querían unirse al gobierno de San Salvador, a lo que contestaron que sí. Sin embargo, el ayuntamiento indicó una interpretación propia sobre el asentimiento de los participantes: el interés de quedar libres de tributos y otras cargas, promesa efectuada por la capital de la Intendencia a los ciudadanos que le fueran leales. Además, según la corporación de Olocuilta, los asistentes a esa junta eran nueve “muchachos y gente Plebeya que por lo regular solo llevan las miras de interés, miedo, y libertinaje”. En cambio, al concejo abierto, por el cual habían decidido unirse a México en diciembre del año anterior, asistieron “todos los Principales de juicio, honrados y de edad y en número excesivo”, según constaba en el acta, firmada por veintiún ciudadanos. Una unión al Imperio que refrendaban en esta ocasión. La junta del comisionado Cuéllar fue más bien, según el ayuntamiento, una junta de adictos a San Salvador. En el acta de esa junta sobresalían las firmas de Marcelo Mayora y de sus hijos, quienes eran los instigadores para contradecir la adhesión a México. Según la corporación, estos sujetos vociferaban que, de no unirse a San Salvador, serían “ultrajados, malmirados, y castigados”. Se ponían en sus sombreros la divisa “Democracia”. Algunos se unían a la familia Mayora por la necesidad que veían en comerciar con la capital de la Intendencia y por los rumores de que sería suspendido el estanco de aguardiente.25

Pero no todos los cuerpos políticos recibieron los oficios de Iturbide y de Gaínza. A mediados de diciembre José Matías Delgado, el jefe político de San Salvador, se quejó ante las autoridades de Guatemala porque en muchos pueblos, incluso algunos cercanos a la capital provincial, no los habían recibido, por lo que quedaron excluidos de dar su voto.26 Y no era que Delgado o la Diputación sansalvadoreña elogiara la idea de los concejos abiertos; más bien, era una manera de hacer ver a las autoridades de Guatemala lo doblemente viciado del proceso. En un oficio dirigido a Gaínza, fechado el 12 de enero de 1822, el ayuntamiento constitucional de Zacatecoluca comentaba que el 17 de diciembre había enviado a aquél una nota rechazando los concejos abiertos como medio para deliberar si se unían o no a México. El ayuntamiento pensaba que tal decisión únicamente le competía al Congreso Nacional pactado el 15 de septiembre. Sin embargo, sin estar seguros de si dicha negativa había llegado a oídos de Gaínza, se sorprendieron al saber, el 7 de enero, que desde Guatemala se anunciaba la unión al Imperio mexicano “por la voluntad del mayor número de Ayuntamientos”. Ello indignó a los capitulares de Zacatecoluca porque, si la orden era realizar concejos abiertos, por derecho tenían que participar todos los ayuntamientos sin exclusiones. Los capitulares sostenían que en Zacatecoluca y en muchos otros pueblos de los partidos de San Salvador, San Vicente y Sensuntepeque no se efectuaron votaciones, por lo que la unión a México “no será obligatoria a los que no hubiesen dado su consentimiento”.27

Algo similar planteó el miembro de la Junta Provisional José Antonio Alvarado el 2 de enero de 1822. Él sostuvo que, si “la unión es un pacto, los contrayentes son el Excelentísimo Señor Iturbide y nuestros Ayuntamientos […]. Si los Ayuntamientos son partes, todos y principalmente los excitados, deben ser oídos dentro de otro mes que necesitan los que están a cuatrocientas leguas. Sino, no quedan obligados”.28 Otros miembros, como Valle, Calderón y Rivera, manifestaron que debía diferirse la resolución hasta que llegasen las 67 respuestas faltantes (Marure, 1877: 37). El 5 de enero la Junta Provisional contabilizó 104 opiniones de los pueblos a favor de la unión a México; 11 condicionaban dicha unión, 32 dejaban la resolución en manos de la misma Junta Provisional, 21 creían que era el Congreso Nacional el indicado para decidir y dos expresaron que estaban inconformes con el proceder de la Junta Provisional, que no había tomado en cuenta lo acordado el 15 de septiembre. Otros muchos no respondieron bien porque no quisieron entrar en el juego de los monárquicos guatemaltecos, bien porque no tuvieron tiempo de enviar sus opiniones. La Junta sostuvo que ella no decidía por el Reino, sino que sus funciones se reducían a “contar votos, a sumar voluntades, a calcular la mayoría; y siendo la voluntad de esta unirse al Imperio mexicano, el gobierno debe conformarse con ella”. De esa forma, la Junta promulgó el mismo 5 de enero el acta de unión al Imperio de México (Monterey, 1977: 74-75).

Gaínza, en un manifiesto dirigido al Reino para informar que tenía los resultados de los concejos abiertos, argumentó que los pueblos habían manifestado su voluntad, por lo que prohibía que por palabra o por escrito se censurase la voluntad general.29 Uno de los miembros de la Junta, José del Valle, manifestó a última hora su desacuerdo con el procedimiento. Para él, los ayuntamientos estaban facultados para el gobierno de los pueblos y no para decidir la suerte de la nación. A su juicio, esa decisión debía tomarse en un Congreso compuesto por los mismos diputados.30

Según José del Valle, fueron los ayuntamientos los que decidieron la anexión. Igual argumento mantuvieron los republicanos de San Salvador. Sin embargo, si se echa una cuidadosa mirada a lo dispuesto por Gaínza y la Junta Provisional, es decir, que en “concejos abiertos” se decidiera la suerte del Reino; y si igualmente se observa lo efectuado en los pueblos según lo describieron sus ayuntamientos constitucionales, se deduce que quienes expresaron su voluntad fueron los vecinos o ciudadanos junto a sus corporaciones políticas. El argumento dado por Gaínza a favor de este ejercicio es relevante. Si bien hubo un interés inmediato por parte de los monárquicos guatemaltecos y de la Junta Provisional de unir el istmo a México, Gaínza utilizó una explicación en la que reconocía la “madurez” a la que habían llegado los pueblos, seguramente por las transformaciones del constitucionalismo español. Este reconocimiento, aunque pudo haber sido un mero argumento para defender el camino tomado, no puede despreciarse. La Junta Provisional -sostenía Gaínza- reflexionó que no contaba con las facultades para decidir un asunto tan importante, pues entre los objetivos para los que fue creada no constaba tal atribución, porque si la Junta era heredera de la antigua Diputación Provincial guatemalteca, esta última tampoco tenía esas facultades a pesar de haber sido elegida por el pueblo. Sus atribuciones, encomendadas por la Constitución española, no señalaban algo semejante. La opción que quedaba, entonces, eran los mismos pueblos. Ellos “no son en el siglo diecinueve lo que eran en el siglo doce. El conocimiento de sus derechos es más generalizado: la civilización más avanzada; el poder de la opinión más atendido”. Su voluntad sería la base para que el gobierno de Guatemala diera una respuesta a Iturbide. Además, el gobierno marcaría la prudencia ante la inestabilidad y volubilidad mostrada muchas veces por ellos.31

En otros puntos la réplica de Valle tenía mucho de cierto. Los pueblos y sus ayuntamientos tuvieron una gran presión sobre sus espaldas. El caso del concejo abierto de Santa Ana, visto anteriormente, revela el temor que sintieron los capitulares cuando percibieron en la invitación de Iturbide y en la misiva del 30 de noviembre la amenaza de una invasión. Aún así, no se pueden descartar otros factores que motivaron a los ciudadanos y a sus ayuntamientos para decidirse por la anexión a México, además del temor a una amenaza militar o por la convicción de unirse a un territorio rico y poderoso de manera que pudieran mejorar su suerte, como señalaron el pueblo y el ayuntamiento de Usulután. Uno de esos factores pudo haber sido la pervivencia de la figura inmemorial del “rey-padre” a pesar del trabajo de desacralización del monarca que periódicos como El Editor Constitucional y El Genio de la Libertad se empecinaron en llevar a cabo (Herrera, 2010a). De cualquier manera, se podría mantener la hipótesis de que en muchos pueblos tuvo un efecto positivo la adhesión a un monarca bajo un sistema constitucional católico que ya todos conocían, a diferencia del sistema republicano. De hecho, el modelo republicano conocido hasta ese momento tenía connotaciones protestantes.

Por otro lado, es probable que operara en la mente de los grupos de poder guatemaltecos y de algunos provincianos la idea de una “región septentrional” cuya formulación no era nueva. En 1808, en plena crisis de la monarquía, los novohispanos fieles al sistema absolutista propusieron la realización de un congreso de la América septentrional con la participación de siete diputados procedentes del Reino de Guatemala. Incluso, la misma constitución gaditana demarcó a la “América septentrional” como la Nueva España, Guatemala y el Caribe. Por si eso fuera poco, en 1821 los diputados americanos en las Cortes propusieron la división de América en dos monarquías: la Septentrional y la Meridional, compuesta esta última por Nueva Granada, Nueva Castilla, Buenos Aires y Chile (Avendaño, 2009: 42-43). El Plan de Iguala no hizo más que adoptar este añejo proyecto.

Para finalizar, el proceso de los concejos abiertos desencadenó una crisis al interior de la Intendencia sansalvadoreña. La resistencia de muchos pueblos a seguir las órdenes de la Diputación de San Salvador, debido a que ésta había desconocido a la Junta Provisional guatemalteca, ocasionó una coyuntura separatista de graves consecuencias. Así, en pueblos como Apastepeque se llegó a destituir al alcalde constitucional por simpatizar con San Salvador. Efectivamente, el 6 de febrero de 1822 Atanasio Flores fue despojado de su empleo por varios indios del lugar. El motivo aducido por el ayuntamiento era que Flores se había “declarado republicano, y que siendo todos adictos al Imperio Mexicano sospecharon de sus procedimientos”. El ayuntamiento republicano de San Vicente envió a unos comisionados para averiguar sobre el hecho, mientras que los de Apastepeque nombraron a Juan Rodríguez, vecino del lugar, para representarlos ante aquéllos. Éste sostuvo que la deposición “no se hizo con maldad”, sino por desacato del alcalde Flores a las “leyes que actualmente regían” y, por tanto, “estando declarados [los de Apastepeque] al Imperio […] no debe obedecer al Gobierno de San Salvador y sí [a] todas las providencias del de Guatemala”, al que desde ese momento se unían. Flores terminó aceptando las condiciones y fue restituido. En la noche el pueblo se congregó gritando vivas a la religión y a Iturbide.32

La Diputación Provincial sansalvadoreña, que en enero de 1822 se constituyó en Junta gubernativa, utilizó diversos medios para evitar la fractura de su territorio jurisdiccional, como el envío de emisarios para persuadir a los pueblos de las ventajas del sistema republicano, la remisión de órdenes exigiendo la sujeción y el acatamiento a la capital provincial, la presión militar, la fiscalización de fondos municipales o la destitución de autoridades. Por ejemplo, a mediados de febrero de 1822 el subdelegado de Olocuilta, Rafael Reina, denunciaba la insistencia de San Salvador para sujetarlos a “un sistema Democrático” cuando el pueblo se había pronunciado adicto al Imperio. Era tanta la presión de los republicanos que el 6 de febrero llegó por segunda vez el cura Cuellar, quien realizó una junta y destituyó a aquél como subdelegado, bajo el argumento de que Reina ya había cumplido los cinco años estipulados; entregó el empleo a José María Alfaro, presumiblemente republicano como Cuellar. Sin embargo, Reina replicó que no era cierto; que, cuando el pueblo se adhirió al Imperio, reinició su administración como “subdelegado imperial”.33

Reflexiones finales

Los casos explorados sobre lo ocurrido en la Intendencia de San Salvador en los meses de noviembre y diciembre de 1821 ponen en evidencia las razones contrapuestas entre las autoridades guatemaltecas, las provincianas y los pueblos en torno al espacio público legítimo para decidir u opinar sobre el futuro político del Reino de Guatemala. Los republicanos sansalvadoreños estaban en sintonía con muchos de los publicistas occidentales, como era el caso de Constant al que aludí al inicio del ensayo, sobre los nuevos espacios públicos y los lugares de la política moderna. Y es que también pesaba sobre ellos la herencia del constitucionalismo hispano. La plaza, lugar por antonomasia para la celebración de los cabildos abiertos, no era propicia para la formación de un juicio razonable y sabio sobre los destinos del Reino de Guatemala. En ella se congregaba la mayoría de la población, cuyo escaso conocimiento sobre el poder y las instituciones, además del desorden que a ella se asociaba, no la facultaba para tomar decisiones tan importantes. La experiencia de los republicanos durante los dos períodos constitucionales hispanos les había enseñado que el espacio legitimado para expresar la verdadera opinión pública era un Congreso compuesto por representantes de la nación o una comunidad de crítica y discusión propiciada por la imprenta y las publicaciones.

Casi por unanimidad, los significados del concepto de “opinión” manejados en la coyuntura estudiada en este ensayo se refieren al pronunciamiento, el juicio o la manifestación de la voluntad de los pueblos; por tanto, se entendía la palabra en el sentido que tenía en el resto de la América hispánica desde los inicios de la crisis monárquica de 1808, y que Noemí Goldman advirtió: un espacio de debate y comunicación sobre aspectos que afectaban a la colectividad. Sin embargo, por lo visto en los casos examinados, queda la interrogante de qué tan libres fueron esos espacios deliberativos si mediaron los temores sembrados por la carta de Iturbide o las presiones de los grupos que operaban al interior de los pueblos. Sin embargo, visto desde otro ángulo, el oficio de Gaínza dirigido a los pueblos en el que los invitaba a decidir en concejo abierto el futuro del Reino puede considerarse también como un generador de opinión colectiva. Entonces, los espacios públicos de opinión que se generaron desde la crisis de la monarquía española (1808) abrieron múltiples escenarios de debate y disputas, que en algunos casos se denominaron de forma muy sugerente “guerra de palabras” (Guerra, 2000) o “guerra de pluma” (Cantos, Durán y Romero, 2006); en el fondo, la figura remite a una circularidad permanente de ideas.

Los cabildos abiertos eran espacios en donde “el público” hacía “públicas” sus preocupaciones corporativas. Esta herencia hispánica que se echó a andar en diciembre de 1821 en la Intendencia de San Salvador, al igual que en otros rincones del Reino, no fue motivada por un “democratismo” de Gaínza ni mucho menos de los monárquicos guatemaltecos. En realidad, éstos temían las consecuencias que podían desprenderse de ejercicios populares tanto como los republicanos. Simplemente las autoridades de Guatemala buscaron el camino más rápido para tomar una decisión, sobre todo ante las amenazantes palabras de Iturbide que sentían sobre sus espaldas. Por supuesto, y como Gaínza reconoció, los concejos abiertos que se celebraron en aquellos días eran muy distintos a los efectuados en el pasado porque la coyuntura política había cambiado gracias al constitucionalismo hispano. Si la convocatoria se hubiera hecho en 1808, los concejos sólo se habrían realizado, con seguridad, en las ciudades y villas de españoles, junto a sus ayuntamientos, debido a que los pueblos de indios y de ladinos no estaban facultados para tomar decisiones de gravedad por la cultura estamental que imperaba. Desde esa perspectiva, no es extraño que en 1809 únicamente los ayuntamientos de españoles de San Salvador, Santa Ana, San Miguel y San Vicente hayan nombrado a los sujetos de “mérito y virtud” para entrar en el sorteo del que saldría el diputado del Reino para la Junta Suprema Central. La coyuntura independentista se muestra así como un interesante termómetro para observar cómo los grupos de poder terminaron por reconocer a los indios y a los ladinos lo que habían alcanzado como ciudadanos durante el constitucionalismo hispánico, pero también para observar qué tanto los pueblos habían asumido la nueva cultura política. En este sentido, recuérdense las razones dadas por el ayuntamiento de Quezaltepeque.

Estaba claro que para los republicanos la “verdadera” opinión pública sólo se ejercería mediante el espacio representativo, ocupado por diputados ilustrados electos por el pueblo. Además, únicamente en la invención política más importante del mundo moderno, es decir, en el sistema representativo, era factible la opinión pública como tribunal de la razón que exige cuentas a los gobernantes sobre sus acciones, pues todas las monarquías, por más constitucionales que fuesen, terminaban degenerando en absolutas. Por ello, los republicanos buscaron aprovechar el espacio que abrió la libertad de prensa en la capital del Reino -ciudad de Guatemala- durante el segundo período constitucional, junto con las posibilidades de maniobrar los tejidos del poder luego de la independencia, para instaurar una “opinión oficial” con pretensiones de opinión pública. La opinión oficial buscaría construir una unanimidad de pareceres con la finalidad de perpetuar la idea de ser la encarnación de la voz del pueblo soberano (Verdo, 1998). No obstante, la voz no letrada se impuso, al menos durante los casi dos años que duró la anexión a México.

Para finalizar, el mecanismo participativo de los cabildos abiertos puso en evidencia un aspecto que muchas veces suele pasarse por alto: que en los procesos de independencia también intervinieron los pueblos y sus gobiernos locales. En el caso sansalvadoreño, al generarse una tensión entre los pueblos que en concejo abierto apostaron por la unión a México y los republicanos que cifraron sus esperanzas en los mecanismos representativos, la independencia de los primeros con respecto a su capital provincial terminó desencadenando la fragmentación de la Intendencia. Inicialmente hubo una “guerra de palabras” entre el gobierno de San Salvador y los pueblos. Luego, ésta cobró el carácter de lucha armada con la ayuda de las tropas mexicano-guatemaltecas que, incluso, incursionaron militarmente en el territorio de la Intendencia. Con la caída del Imperio mexicano y el triunfo de los republicanos en 1824, las autoridades del Estado de El Salvador se empecinaron en construir un pueblo homogéneo desde la legislación, la oratoria, los libelos y la prensa; sin embargo, la experiencia de fragmentación anterior por parte de los pueblos se extendió, incluso, durante toda la época federal centroamericana (1824-1839), con amargas consecuencias para la unidad del mismo Estado.

Mapa 1. Intendencia de San Salvador, ca. 1810

Ilustración 1

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[i] Fuente: elaborado por Marel Hernández Quiñones. En Aaron Pollack (coord.) (2013). La época de las independencias en Centroamérica y Chiapas. Procesos políticos y sociales. México: Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora y Universidad Autónoma Metropolitana, p. 12.