Garzón Martínez María Teresa [*]
Era el año de 2006, época en la que trabajaba como profesora universitaria en una ciudad pequeña de Colombia, en un contexto sumamente conservador, cuando conocí al maestro cuya obra, muchos años después, sería definitiva en mi quehacer académico y político y en el de muchas feministas. Me encontraba reunida con un grupo de estudiantes en una pequeña oficina que hacía las veces de salón de profesores y centro de documentación. Nos habíamos apropiado de la única mesa que existía allí para usarla como “mesa de costura”. Sí, costura, pues estábamos cosiendo los trajes que luego usaríamos en una puesta en escena que habíamos creado para responder a la violencia que sentíamos azotar nuestros cuerpos en algunos espacios de aquella universidad.
Ninguna de nosotras sabía coser, es la verdad. Entonces, la escena parecía un apocalipsis: lentejuelas regadas por todas partes, hilos enredados, agujas por doquier, pegamentos, telas, lápices de colores, etcétera. Imbuidas en nuestro mundo creativo, entre acierto y error, coser y descoser, nos vimos interrumpidas, sin ningún aviso, por un grupo de docentes que venían a inaugurar oficialmente ese espacio como el Centro de Documentación Orlando Fals Borda.1 Al llegar, algunos lanzaron miradas de preocupación, pues todo estaba muy desordenado y, para colmo, nuestras materias primas superaban en número y caos a los pocos volúmenes que habitaban el anaquel. Como la figura de mayor rango en ese grupo de costureras, me vi obligada a intentar una explicación. Decir, tal vez, que entre coser y escribir no hay mayor diferencia, o que entre investigar y remendar tampoco la hay.
No fue necesario. El maestro cruzó el umbral de la puerta y nos preguntó, con la inquietud de un niño, como quien descubre maravillas y quimeras, sobre nuestra labor. Mientras recogía algunas lentejuelas del suelo, le expliqué que haríamos una acción teatral en las instalaciones de la universidad como estrategia para irrumpir con nuestros cuerpos en esos lugares donde nos sentimos violentadas y contestar a esa violencia… tal vez resistir a la misma… tal vez transformar algo. El maestro nos sonrió y nos dijo: “Esto puede ser una forma de investigación acción participativa. ¿Conocen esa metodología?” Ante la timidez de mis estudiantes, me permití responder: “¡Claro, maestro!” Y agregué: “Maestro, ¿usted cree que se puede intervenir el mundo con un puñado de lentejuelas?” El maestro no lo meditó ni un poco, con efusividad dio una respuesta contundente y definitiva a mi pregunta: “Sí”. Luego, se dispuso a continuar con los actos protocolarios del día. Esta fue la primera vez que compartí con Orlando Fals Borda y, también, sería la última.
Retomo esta vieja historia pues me permite pensar el tema que nos convoca hoy: la intervención feminista desde las agencias culturales. Agencia, según Diana Gómez, es:
[…] la posibilidad que tienen los seres humanos de construir nuevas opciones en el marco de relaciones de poder específicas. Con esto no se desconoce las relaciones de poder y dominación en las que estamos inscritos e inscritas y que pasan por las relaciones establecidas en el marco del Estado, en la relación entre etnias, razas, clases, géneros y generaciones (Gómez, 2006: 196).
Por su parte, la cultura, en su ámbito discursivo, es pensada aquí a la manera en que la conciben los estudios culturales de filiación inglesa: como un espacio atravesado por relaciones de poder, luchas y enfrentamientos, donde se disputan los significados hegemónicos del lenguaje, el sentido común, las representaciones, los códigos, signos y símbolos que usamos para comunicarnos, comprender el mundo y producir conocimiento. Por ello, como asegura Richard Hoggart (2006[1957]), la cultura nos da conocimiento de la vida hecha cuerpo, nos dice qué se siente al estar vivo en un lugar y en un tiempo específicos.
Siendo esto así, las agencias culturales se pueden definir, por ahora, como prácticas concretas que hacen “trabajar la cultura” en pro de la transformación social vinculando, de esta forma, diversidad de creatividades con aportes sociales en contextos específicos (Sommer, 2006). Así, quienes son trabajadores de la cultura y por la cultura, más que “artistas” o “intelectuales”, son agentes culturales que pueden incidir en las realidades en las que habitan, en los espacios públicos donde irrumpen. Cuando las agencias culturales se producen desde posicionamientos feministas, entonces el feminismo se entiende como una crítica cultural en el sentido de ser una crítica “de” la cultura y “con” la cultura: “en tanto examina los regímenes de producción y representación de los signos que escenifican las complicidades de poder entre discurso, ideología, representación e interpretación en todo aquello que circula y se intercambia como palabra, gesto e imagen” (Richard, 2009: 5).
En este punto, es importante resaltar la mezcla de límites cuando hablamos de Investigación Acción Participativa (IAP), agencias culturales y el feminismo como crítica cultural, ya que los tres “con sus diferencias, peculiaridades y fracturas, y pese a que la IAP nace desde la disciplina de la sociología y pronto migra hacia la pedagogía”, comparten fundamentos semejantes en la política de su trabajo intelectual. Es decir, a la vez, son “filosofías de vida en la misma medida que [son] un método” (Fals y Anisur, 1991).
Teniendo ello presente, en este artículo me propongo hacer memoria y sistematizar -a través de mi voz, pues el tiempo desarmó el vínculo que existía entre las personas que entonces participamos, lo que impide involucrar sus propias voces y memorias sin la mediación de mi palabra- una experiencia pasada que, sin embargo, resulta completamente actual. A través de ella es posible plantear orientaciones teóricas y metodológicas para seguir aportando a la construcción de un marco de sentido para las intervenciones feministas desde las agencias culturales que puedan ser construidas en concordancia con la IAP. También, con la intención de “intervenir” desde el feminismo el campo de los estudios culturales, “intervenir” la IAP desde la creatividad e “intervenir” al feminismo desde la nostalgia.
En Colombia, como en otras regiones del continente, es común que en el espacio público las mujeres sean interpeladas por los hombres a través de silbidos, chiflidos, palabras o piropos, la mayoría de las veces groseros o soeces, masturbaciones, manoseos e insinuaciones sexuales.2 Este tipo de violencia -hoy denominado acoso callejero- construye como sujetos de la enunciación a los hombres y como objetos de la enunciación a las mujeres, puesto que el caso contrario, es decir, que una mujer piropee a un hombre o llame su atención a través de un silbido, difícilmente se presenta:
En las calles de numerosas ciudades del mundo las mujeres se sienten amenazadas por los insultos, los piropos obscenos o las simples interpelaciones ofensivas. No es infrecuente que los hombres interpelen agresivamente a las mujeres que ven pasar, haciendo referencia a las distintas partes de su cuerpo, al margen de la condición social de estas mujeres. Con estas expresiones públicas los hombres afirman su superioridad genérica sobre las mujeres por encima de las diferencias de clase y raza y las mujeres aprenden la jerarquía de género [entre otras] sea cual sea su posición social (Alberdi y Matas, 2002: 87. Agregado propio).
En efecto, como asegura el Observatorio contra el Acoso Callejero Guatemala: “El acoso sexual callejero es una evidencia de las relaciones de poder desiguales entre hombres y mujeres, pues los hombres creen que pueden expresarse sobre el cuerpo de las mujeres porque es un objeto de placer y ellos tienen derecho sobre él” (s.f.). Lo anterior tiene como consecuencia que “a través de la violencia en los espacios públicos se limita la autonomía de las mujeres y la libertad que necesitan para conducirse de forma segura en la calle y otros espacios públicos” (Observatorio contra el Acoso Callejero Guatemala, s.f.). Ahora bien, la interpelación callejera no busca tanto “exaltar la belleza” de una mujer sino, como se dijo arriba, rectificar un orden social y cultural en el cual algunos hombres se ubican en mejores lugares para movilizar relaciones de poder, y la heterosexualidad se torna en un sistema político de carácter obligatorio. Ciertamente, es poco corriente -y bastante peligroso por la subversión que representa- que una mujer piropee a otra mujer en el espacio público.
En suma, la interpelación callejera, que es reiterativa en su constante repetición, recuerda a las mujeres interpeladas su lugar simbólico y corporal en ese orden y, al mismo tiempo, produce condiciones para que sea casi: “imposible que se conciba una situación diferente: el statu quo se ve como la expresión natural o divina de las cosas y por lo tanto no se considera posible su transformación” (León, 1997: 18). Así pues, en Latinoamérica, como lo demuestra el Observatorio contra el Acoso Callejero Chile:
El acoso sexual callejero hoy sigue careciendo de una adecuada cobertura en términos legales y pragmáticos, lo que se vuelve aún más inaceptable si se considera la fuerte demanda por la sancionabilidad de estas prácticas, que involucra todo tipo de actos, incluso los verbales y no verbales, que en el discurso suelen ser justificados o hasta motivo de orgullo por encontrarse inmersos en una cultura machista (Observatorio contra el Acoso Callejero Chile, s.f.).
Entonces, es usual que se admita una violencia que se desconoce porque se cree que es parte del “orden de las cosas”, sin cuestionar postulados ni legitimidades, y naturalizando, de esta manera, una serie de construcciones sociales y culturales que se presentan como evidentes e ineluctables por efecto de su estereotipación. Ahora bien, responder a la interpelación callejera no es una cuestión fácil, y más cuando se sabe que del piropo grosero a la violencia sexual o física la distancia es poca.
En el año 2015, por citar un ejemplo, Aixa Rizzo, desde Argentina, denunció por medio del video: “Acoso callejero: del piropo a la violación” cómo un grupo de trabajadores de la construcción, instalados frente a su casa en una obra que ocupaba toda la cuadra, la acosaron con insinuaciones sexuales (Rizzo, 2015). Un día, cuando ellos sabían que no había nadie en su casa “puesto que al trabajar todo el tiempo en la calle no era difícil que conocieran sus horarios y rutinas”, Aixa fue perseguida por la vereda por un grupo de esos trabajadores y, luego de que ella se defendió usando gas pimienta, ellos intentaron agredirla físicamente, siempre con la amenaza de la violación (“hay que llevar este caño para allá”, dice uno. El otro responde: “Y ésta, ¿a dónde la llevamos?”). Cuando Aixa formuló la denuncia, lo primero que le dijeron fue: “bueno, por un piropo no puedes hacer una denuncia”. Luego le advirtieron de que lo mejor sería que, la próxima vez que fuera acosada, no se defendiera pues la podían acusar de lesiones. Aunque Aixa recibió protección de la policía, los trabajadores de la construcción asentados aún frente a su casa entonaron un cántico que decía: “Si nos organizamos, cogemos todos”.
Algo similar ocurre en la Universidad de Cundinamarca, en la sede ubicada en la ciudad de Fusagasugá, Colombia.3 En el campus de la universidad es usual escuchar a los jóvenes chiflando a las chicas que pasan por el patio. En este contexto particular, de carácter semirrural, conservador, donde el patriarcado se vive todavía de manera muy fuerte, la heteronormatividad está a la orden del día y la presencia paramilitar permea buena parte de la vida en la ciudad. Me llamó la atención que a la mayoría de las estudiantes las chiflaban por su manera de vestir, ya que llevaban minifaldas o escotes algo pronunciados. Y me pregunté: ¿cómo no vestir ropa escotada en un clima cálido como el de Fusagasugá?, ¿por qué el atuendo de las mujeres aún cobra tanto interés en la universidad?, ¿qué tipo de efecto tiene la sanción social, la vergüenza que produce el silbido en las estudiantes silbadas?
Con estas preguntas en mente hablé con mis estudiantes de manera informal y encontré que muchas de ellas se sentían violentadas por esos chiflidos, se planteaban interrogantes a propósito y habían creado estrategias para resguardarse de ellos, imaginando cómo hacer para que las cosas cambiaran dentro y fuera del campus universitario y cómo hacer para que otras jóvenes tomaran conciencia de los motivos, significados y efectos del chiflido. En la conversación, Carol propuso: “¡deberíamos hacer algo!” -“Pero ¿qué?” -respondió Mónica. Y yo anoté: “¡Aprovechar el seminario de investigación para investigar!” Animadas, un grupo de seis estudiantes respondió a mi invitación para pensar y sentir, de forma más sistemática y desde nuestras experiencias, sobre por qué a las mujeres se les chifla, teniendo como hipótesis primera de trabajo la idea de que las jóvenes que usan minifalda y escote aún son vistas como perturbadoras del orden social y cultural, pues se salen de los cánones establecidos sobre qué debe ser una mujer y cómo debe verse y, por lo tanto, merecen una llamada de atención al respecto en el ámbito de lo público.
En el año 2006 armamos un grupo de trabajo de seis mujeres jóvenes, estudiantes de la universidad, para examinar la situación descrita, analizarla y buscar alternativas a la misma. Nos pusimos “manos a la obra”. Las estudiantes y yo aprovechamos el espacio que compartimos en el marco de un seminario de investigación con “perspectiva de género”, en la licenciatura de Ciencias Sociales. En reuniones dos veces a la semana, durante casi un año, fuimos dando pequeños pasos, no sin tropiezos, hacia donde queríamos ir. La indagación no fue fácil, en especial por mi lugar como docente, mujer venida de la capital, feminista y blanca, “posiciones” que entablaban distancia entre las estudiantes y yo. No obstante, según íbamos avanzando pudimos construir un ambiente de confianza y complicidad; en suma, una ética de trabajo en la que el diálogo fue la base del acuerdo mutuo y la condición privilegiada del construirnos y deconstruirnos, como también lo fueron las galletas y el café.
Es importante decir aquí que establecimos como acuerdo político y metodológico centrarnos en “nosotras”, pues vimos como una necesidad hablarnos de tú a tú; incluirnos, así fuera de manera abstracta, en un pronombre personal que nos permitiera hablar desde nuestros “yoes” colectivos, y también como una estrategia de seguridad. Por lo demás, cuando nos acercamos a algunos de sus compañeros para recabar cierta información, ellos solían responder a nuestros cuestionamientos con el mismo argumento: silban o chiflan porque les gusta una mujer, y punto. Este argumento describe el poco interés que los jóvenes tenían por hacer una reflexión sobre sus propias prácticas.
Lo primero que hicimos fue conocernos un poco mejor como mujeres y reflexionar sobre las experiencias que nos habían producido como tales. En efecto, frente a la complejidad de la vida social y cultural en la que nos inscribíamos, apostamos por construir autorrepresentaciones de nosotras mismas que nos podrían ayudar a identificar los imaginarios hegemónicos que nos producían, o no, como mujeres, y las formas como cada una había lidiado con ello de manera estratégica (Kaltmeier, 2012). También, porque era necesario crear condiciones para que las voces de las estudiantes emergieran con fuerza y nos hablaran a todas. Por ello, cada una de las integrantes del grupo escribió una historia de vida para compartir con las demás a manera de autoetnografía.
En esas escrituras no privilegiamos la letra como código de comunicación, sino los códigos que cada una eligiera y con los que se sentía a gusto: dibujos, collage, modelado en arcilla y hasta comida. Bajo ese tenor, aunque algunas de las historias de vida tuvieron una existencia breve “como aquella que fue escrita por una joven con ejemplos de la comida favorita con que fue alimentada a lo largo de su vida”, con este ejercicio nos dimos cuenta tanto de nuestras diferencias, como de nuestras semejanzas.
En ese punto nos interesó “conceptualizar la problemática”, es decir, explicar con nuestras palabras, pero de manera teórica, qué era lo que estábamos estudiando. Esta explicación constó de dos momentos. En el primero identificamos el “problema” que nos unía a todas a través de compartir nuestras historias de vida, pues en ellas fue reiterativo encontrar que las jóvenes se sentían constreñidas en ciertos lugares de la universidad, a los cuales denominaban como prohibidos, de irrespeto o zonas rojas, por donde preferían no transitar. En el segundo, le dimos una explicación teórica. Aquello que investigamos fue llamado, siguiendo a Pierre Bourdieu (1996), violencia simbólica, en tanto la escena del chiflido parecía algo “natural”, por lo que:
[…] el efecto del dominio simbólico no se ejerce en la lógica pura de las conciencias conocedoras sino en la oscuridad de los esquemas prácticos del habitus en que se halla inscrita la relación de dominio, con frecuencia inaccesible a la toma de conciencia reflexiva y a los controles de la voluntad (Bourdieu, 1996: 9).
Lo segundo fue pensar qué queríamos: ¿qué tipo de investigación estábamos construyendo?, ¿para quién y para qué?, ¿por qué?, ¿cómo?, ¿cuándo? En ese momento fue evidente que en el grupo compartíamos un hábito de pensamiento “positivista” sobre la investigación; es decir, éste consistía en formular una hipótesis, recolectar datos, confirmar la hipótesis y entregar los resultados en un informe de investigación. También, las jóvenes con quienes trabajé tenían la idea de que, en su condición de “estudiantes”, su papel sería el de “informantes”, pero nunca el de investigadoras. No era de extrañar eso, pues la mayoría de los profesores de la Facultad de Ciencias Sociales se adscribía a las disciplinas de la Geografía y la Historia, siendo sus propuestas pedagógicas de corte disciplinar, androcéntrico, eurocéntrico. Y, bueno, la única humanista, estudiosa de la cultura y feminista era yo, por lo que debía asumir, una vez más, el compromiso y el desafío de abandonar un lugar de simple expectación para colocar mis conocimientos al servicio de una praxis y producción de conocimiento diferentes (Fals, 1987).
Frente a ello, y fiel a mi papel de facilitadora, invité a las estudiantes a que revisáramos la propuesta de Orlando Fals Borda, profesor en ese entonces de la Universidad Nacional de Colombia, quien estaba cambiando la forma de investigar “por lo menos en el ámbito de lo social” a través de su propuesta de la IAP. Fals Borda, en el I Simposio Mundial de Investigación Activa (Cartagena, Colombia, 1977), definió la investigación participativa como: “una vivencia necesaria para progresar en democracia, como un complejo de actitudes y valores, y como un método de trabajo que da sentido a la praxis en el terreno” (2008: 3). Desde entonces, Fals Borda subraya la necesidad de ver la investigación participativa, en específico la IAP, no sólo como una metodología de investigación, sino también, y lo más importante, como una filosofía de vida que “convierte a sus practicantes en personas sentipensantes” (2008: 3). En efecto:
Recordemos que la IAP, a la vez que hace hincapié en una rigurosa búsqueda de conocimientos, es un proceso abierto de vida y de trabajo, una vivencia, una progresiva evolución hacia una transformación total y estructural de la sociedad y de la cultura con objetivos sucesivos y parcialmente coincidentes (Rahman y Fals Borda, 1989: 213).
Asi, la IAP:
- En tanto investigación, se trata de un procedimiento reflexivo, sistemático, controlado y crítico que tiene por finalidad estudiar algún aspecto de la realidad, con una expresa finalidad práctica;
- en cuanto acción, significa o indica que la forma de realizar el estudio es ya un modo de intervención y que el propósito de la investigación está orientado a la acción, siendo ella a su vez fuente de conocimiento;
- y, por ser participación, es una actividad en cuyo proceso están involucrados tanto los investigadores (equipo técnico o agentes externos) como las mismas gentes destinatarias del programa, que ya no son consideradas como simples objetos de investigación, sino como sujetos activos que contribuyen a conocer y transformar la realidad en la que están implicados (Ander-Egg, 2003: 4).
A veces, porque nos reuníamos en la sala de profesores y centro de documentación, algunos colegas preguntaban inquietos qué hacía ese grupo de mujeres y mi perro chihuahua, de nombre Atila, que también visitaba la universidad con recurrencia. Algunos profesores nos decían que no era posible investigar con las “fuentes” que teníamos, que nuestro “archivo” no era válido, que el proceso no se sostenía en bases reales y que, muy posiblemente, las estudiantes serían evaluadas con una nota negativa si es que alguna pensaba que de eso podría salir una tesis de licenciatura. A veces, nos asaltaba la duda. En alguna ocasión, Marta nos contó que su padre le decía que ella “pensaba con las patas (pies)” o, lo que es lo mismo, no pensaba de forma racional, con el cerebro, como es debido. Y esa imagen nos fascinó y fue, ciertamente, sanadora, pues al mismo tiempo que nos permitió experimentar una forma de disidencia corporal en el pensar, le hacía honor a nuestro compañero de ruta canino, protector de las costureras. Esta fue una investigación hecha a varias patas, muchos corazones e infinidad de ladridos.
Entonces, fuimos construyendo un entendimiento sobre lo que estábamos haciendo: una investigación en la que la “población” estudiada no eran las otras, sino nosotras, desde nuestra propia vivencia y experiencia de la vida universitaria, lo que nos ubicaba ya en un lugar de agencia. Por lo anterior, yo me fui construyendo y fui construida como facilitadora, siempre esforzándome por entablar relaciones de cooperación en las que mis conocimientos teóricos y metodológicos fueron importantes, pero no determinantes. Y aunque todo este proceso puede ser visto como “acción”, para nosotras fue claro que debíamos hacer algo más: una acción que implicara “organización, movilización, sensibilización y concientización” (Ander-Egg, 2003). Una acción que pudiéramos llamar: intervención… una forma de denuncia, un juego con el poder, aunque nuestro campo de acción fuese relativamente pequeño.
En ese momento, las preguntas que surgieron fueron dos: ¿cómo hacer un llamado de atención a la comunidad universitaria sobre el hecho del chiflido y su relación con la violencia hacia las mujeres? y ¿qué tipo de esfuerzo cultural es necesario para transformar las condiciones de existencia de las chicas en la universidad y las representaciones que sostienen dichas condiciones? Aquí, intentamos pensar nuestro presente “pero ante el reflejo del futuro y con miras a transformarlo conscientemente” (Fals, 1967: 275) apropiándonos de la manera en la cual Lawrence Grossberg describe el trabajo de los estudios culturales, en tanto interpretamos que lo que deseábamos hacer, en nuestro aquí y ahora, era justamente eso:
Trata[r] de usar los mejores recursos intelectuales [y creativos] disponibles para lograr una mejor comprensión de las relaciones de poder. Es decir, busca[r] entender no sólo las organizaciones del poder, sino también las posibilidades de supervivencia, lucha, resistencia y cambio. Da[r] por sentada la contestación, no como realidad en cada instancia, sino como presuposición necesaria para la existencia del trabajo crítico, la oposición política e incluso el cambio histórico (Grossber, 2009: 17).
Con esa claridad, se nos ocurrió hacer una acción teatral, una especie de juego, de “recocha”,4 de intervención cultural transformadora, donde las jóvenes se vieran involucradas y con la cual, además, se llevaran mensajes a la comunidad universitaria; en especial a las mujeres de esa comunidad, ya que es “en la práctica de donde se deriva el conocimiento necesario para transformar la sociedad” (Fals, 1983: 2). La idea tuvo acogida y empezamos a trabajar en ella. Lo primero fue crear una cartografía simbólica de la universidad por medio de dibujos y maquetas en los cuales se señalaron las rutas que a diario seguían las jóvenes en sus desplazamientos por el campus y los lugares donde se producían las chifladas o silbidos. En las rutas por las que transitaban la mayoría de las mujeres, solían evitar el patio central de la universidad, el cual se asemeja a un panóptico, y algunos corredores de la misma que llevan o bien a las oficinas de administración de la Facultad de Educación, o bien a una de las dos cafeterías de la universidad.
Estos mapas y maquetas fueron socializados con otras jóvenes que no formaban parte del grupo, pero que colaboraron con él. Lo que observamos fue que las rutas preferidas de las mujeres en la universidad eran semejantes y los argumentos para no transitar por el patio, por ejemplo, eran similares: en suma, evitar el chiflido, caminar con tranquilidad. Lo anterior llevaba a las chicas o a vestir de una manera muy conservadora, de modo que el escote y la minifalda no tenían lugar, o a transitar por lugares alejados en la universidad o con miedo, y siempre advertidas para no “dar papaya”, en otras palabras, para no propiciar las condiciones para ser chifladas.
Lo segundo fue indagar sobre prácticas artísticas que involucraran el performance entendido, en aquel entonces, como una forma interesante de la acción-intervención teatral callejera. De todas ellas, nos quedamos al final con la obra de Hélio Oiticica, artista brasileño. Nacido en 1937 en Río de Janeiro, y con una vocación de pensar el arte en un contexto no europeo, “Hélio Oiticica es uno de los representantes más importantes de la vanguardia brasilera de los años sesenta y setenta. Como toda su generación Oiticica también estaba convencido de la idea de que para cambiar la sociedad se debía modificar la cultura previamente” (“Hélio Oiticica”, s.f.). De su obra nos interesaron las Parangolés (1964-1979):
Pablo Assumpção, quien retoma algunos apuntes del libro de Waly Salomão ¿Qual éo Parangolé? (¿Qué es el Parangolé?), afirma que la palabra parangolé“es un modismo que describe una situación de confusión súbita entre la gente”. ¿Qual éo Parangolé? Esta es una suerte de pregunta divertida que ya no se usa en las favelas de Río de Janeiro como se hacía en la década de 1960. Hoy nos remite más a una manera amistosa de preguntar “¿qué hay de nuevo?” o a una forma discreta de averiguar si “¿tienes marihuana?” (Assumpção, 1996 en Rodríguez, 2006: 260).
Los o las participantes de la Parangolé suelen llevar capas, banderas y otros elementos especialmente diseñados:
El espectador “viste” la capa, que está hecha de varias telas de colores, los cuales aparecen en la medida en que éste se mueve, corre o baila. El trabajo requiere una participación corpórea directa; más que cubrirse el cuerpo, demanda que el cuerpo se mueva, baile. El mismo “acto de vestirse” uno mismo con el trabajo, ya implica una transmutación corpóreo-expresiva de uno mismo, lo cual es una característica primordial del baile, su condición primaria (Oiticica, 1992a: 93 en Rodríguez, 2006: 269).
Así pues, “Parangolé expresa una visión del arte como experiencia vivida a través del contacto no contemplativo y busca la participación del espectador que penetra así en la obra misma […] Interacción, movimiento y la modificación del sentido de la realidad conforman el núcleo central de una Parangolé” ( “Hélio Oiticica”, s.f.). Parangolé, en este sentido, no es un mero objeto artístico, es una performance que tiene la capacidad de “desplega[r]/crea[r] al otro en la representación”; en otras palabras, ese otro “que es el Tú avergonzado, en este caso las jóvenes a quienes se ha chiflado” puede “tragarse” los efectos del acoso, absorber sus significados, devenir otra. En palabras de Víctor Manuel Rodríguez:
El Parangolé acentúa la construcción performativa de la subjetividad y, al mismo tiempo, provoca posiciones excéntricas mediante las cuales se deviene otro. El Parangolépuede también verse como una proclamación que asocia a una comunidad que vive en condiciones de adversidad y les impone moverse hacia vidas que no son todavía manifiestas y cuyo significado es pospuesto, diferido. Fomenta formas de actuar, ser y significar que no proponen una identidad o contenido particular, sino condiciones para explorar posiciones queer dentro de la cultura. Despliega tácticas que, mientras resisten la normalización, abren condiciones para éticas y estéticas de la vida aún por conocer. El Parangolées un performativo, un performance, una “máquina de devenir”, mediante la cual las inscripciones discursivas de la sexualidad se cargan y se tragan para tomar ventaja de las condiciones coloniales en búsqueda de nuevos órdenes de la experiencia, nuevos circuitos corporales, nuevas formas de deseo, donde la diferencia es articulada en la escritura, en la performatividad. Como una capa que “cubre el umbral entre introversión y extroversión” el Parangolénos recuerda: De adversidad […] ¡Vivimos! (Rodríguez, 2006: 272-273).
Teniendo lo anterior presente decidimos hacer una Parangolé a nuestra manera. Resolvimos “vestirnos” con capas, tomarnos la universidad por sorpresa y hacer una intervención cultural cuya política radicó en resistir las formas en que éramos representadas, producidas, muchas veces cosificadas, y la violencia de esas representaciones. Se buscó, en última instancia, “que las mujeres reconozcan que hay una ideología que legitima la dominación masculina y que entiendan que esa ideología perpetúa la discriminación” (León, 1997: 20) y la violencia simbólica. Ahora bien, miremos de forma sucinta los elementos del performance:
Las toreras: decidimos utilizar la metáfora de la tauromaquia para poder “lidiar” con el chiflido. Para ello nos vestimos de toreras, pero no de la manera tradicional, sino con trajes que nosotras mismas cosimos. Esos trajes, por supuesto, fueron diseñados para llamar la atención e involucraban escotes y faldas con grandes aperturas y muchas lentejuelas. Nuestras capas se encontraban tanto en las faldas, como en las muletas. Decidimos vestirnos así porque, como el mismo Oiticica dijo, “el trabajo [las capas] requiere una participación corpórea directa” que implica un proceso de subjetivación y de conciencia, una transformación corpórea con respecto a lo que se va a hacer que es, en última instancia, la búsqueda de nuevas formas de significar, ser y hacer en y con nuestros cuerpos.
Las capas: las capas llevan mensajes impresos como actos de habla que esperan producir otro tipo de realidad. En ese punto fue necesario sumergirnos de algunos contenidos teóricos para entender mejor lo que estábamos haciendo. Para ello leímos el clásico debate entre Judith Butler y Eve K. Sedgwick a propósito de la performatividad como actos de habla.5 Y entendimos que existen actos de habla con la fuerza suficiente para impactar sobre la realidad y transformarla. Desde ahí tomamos algunos actos de habla de la obra de Oiticica porque nos sentimos identificadas con ellos, y otros fueron propuestos por las jóvenes de manera original. Entre ellos encontramos, por ejemplo, “chifla si te atreves a ser como yo”, “de adversidad [también] vivimos”, “somos marginales, somos heroínas” (en la versión original de Oiticica: “Sé marginal, sé héroe”), “ahora decimos basta”, “con mini y escote tenemos más pantalones”. “Ahí (me) dejo” es la capa principal; por lo tanto, constituye el mensaje central. Éste tiene dos significados. “Ahí dejo” es una manera fuerte de decir que dejamos la propuesta de la Parangolé para que el público hiciera con ella o agenciara con ella lo que deseara, pues ese es el destino de cualquier práctica artística. “Ahí (me) dejo” es una forma de decir que con el performance dejamos nuestra creatividad, furia y subjetividad en la escena pública.
El recorrido: a través de los mapas que construimos antes, en los que tuvimos en cuenta la arquitectura simbólica de la universidad y los sitios donde las chicas eran más silbadas, se elaboró una ruta para recorrer con la Parangolé. El día de la Parangolé, antes de salir a escena, convocamos a estudiantes a través de afiches promocionales para producir un ambiente de expectativa. Luego, las jóvenes de la Parangolé salimos a escena y realizamos el recorrido por la universidad, moviendo nuestras capas.
La “lidia”: recorrimos la universidad siguiendo las rutas señaladas como “rojas” o de mayor peligro para ser chifladas. Nos detuvimos en el patio central, pues éste era un espacio propicio para observar sin ser observadas y viceversa. Allí movimos nuestras capas en una faena en la cual la “bestia” eran los múltiples chiflidos que produjo nuestra presencia. Mientras nosotras nos encontrábamos en escena, otras compañeras recogían impresiones y opiniones. La mayoría de la gente se encontraba sorprendida y trataba de entender qué significaba nuestro acto. Los chicos silbaban alentados por la multitud como una manera de expresar su sorpresa. La situación cambió de matiz cuando hicimos al público partícipe de la Parangolé; entonces, identificamos a los jóvenes que más silbaban y los invitamos a que ocuparan el lugar de la “bestia” para ser toreados. Algunos lo hicieron de buena gana, otros fueron casi obligados, lo cierto es que muchos huyeron del lugar. Además de invitar a los chicos a participar en la puesta en escena, invitamos a varias chicas a que tomaran nuestras capas y “lidiaran” tanto a los jóvenes, como a su silbido. De esta manera, intentamos que las jóvenes agenciaran sus sentimientosy percepciones sobre el chiflido. La Parangolé acabó con nosotras reunidas exponiendo las capas y alejándonos del lugar.
Salir a escena fue difícil. En general, todas éramos tímidas y el escenario de la universidad nos parecía enorme. El mayor reto que tuvimos que enfrentar fue la vergüenza. Todas en el grupo habíamos sido objeto de chiflidos alguna vez, y pensar que eso iba a suceder otra vez nos atemorizó un poco. En efecto:
La culpa y la vergüenza como elementos indisolubles que facilitan la percepción de que la violencia recibida es merecida y/o de alguna manera aceptable. Esta idea del “daño aceptable”, es una codificación constante de todos los sujetos adscritos a una categoría de inferioridad. Estos dos elementos contribuyen a la estigmatización de las mujeres que han sufrido violencia directa y son dos elementos que vuelven a las mujeres en victimarias y no en víctimas que merecen de la solidaridad y del duelo social que exprese que la violencia contra las mujeres nos indigna a todas y a todos. Además, nos trasladan a otros conceptos como el de pureza, virginidad, honor (que es prestado, ya que el honor es cosa de los caballeros). Que ayudan a la vivencia de que la violencia sexual es lo peor que nos puede pasar y una vergüenza para la mujer que la sufre (Monroy, s.f.: 9).
Una vez vestidas, maquilladas y arregladas, “transmutadas corpóreo-expresivamente”, nos dimos fuerza y lanzamos nuestras monedas al aire, pues sabíamos que la vergüenza se transformaría en una potencia, en el sentido de que se contagia, se transmite, puede llegar a ser colectiva. Ciertamente, la vergüenza ”resumida en la elaboración performativa: ¡qué vergüenza!” no sólo necesita de testigos para ser posible, sino que requiere interpelar a un Tú sobre el que se proyecta la vergüenza y, a la vez, borrar al Yo de la enunciación, lo que no evita que éste ya esté avergonzado. Allá afuera había una comunidad de “avergonzadas” que nos esperaba. Como lo explica Douglas Crimp:
Decir [o actuar] ¡Qué vergüenza! o ¡Por la vergüenza! Proyecta la vergüenza hacia otro la cual es a la vez sentida como de uno mismo y repudiada. Pero para aquellos que ya están avergonzados o dispuestos a la vergüenza, no es tan fácil deshacerse de ella, solo se proyecta: se las arregla para persistir en ser la de uno mismo. Este hecho puede facilitar la articulación de colectividades de avergonzados (Crimp, 2002: 185 en Rodríguez, 2006: 268).
En términos más operativos, vale la pena mencionar que la estrategia de nuestra Parangolé, más que en la sorpresa, se encontraba en la repetición y en las posibilidades deconstructivas que la misma tiene. Así, antes que evitar el chiflido, hicimos que se produjera y “lidiamos” con él, jugamos con él, como un acto al que se puede contestar a través de una estrategia sencilla: devolver al “fuerte” su propia fuerza. En este sentido, una vez más, poder puede significar dominación, pero también desafío y resistencia.
Fue en ese punto cuando nos hicimos conscientes de que nuestra Parangolé sería, en última instancia, una forma de agencia cultural en tanto práctica creativa que usaba una representación de nosotras mismas como base y herramienta para contribuir a una mayor reflexión de las realidades vividas, esquivando los lugares comunes de las luchas sociales, propiciando condiciones para la producción de conciencia en tanto sujetas históricas, y construyendo formas de incidencia que son apuestas colectivas por otras “formas” de la política (Gómez, 2006).
Indudablemente, el trabajo de la cultura supone “abrir” los ángulos de intervención e interpelación, pero también generar otras formas de reflexión y quehacer político. En ese sentido, las agencias culturales se convierten en el mecanismo por el cual podemos “pararnos en el umbral de la utopía para obligar a la realidad a que se acerque a ella.”, como un día diría Julieta Kikwood. Ciertamente, en nuestro momento presente, para el movimiento feminista regional, cuando muchas jóvenes buscan otras formas de accionar, las agencias culturales pueden llegar a ser la “continuación de la política por otros medios” (Castro-Gómez, 2001: 2).
¿Algo cambió después de la Parangolé en la universidad? Existen dos formas de responder. La primera es negativa: nada cambió ya que todavía se chifla a las chicas. La segunda es positiva: algo cambió en la subjetividad y en los cuerpos de las mujeres que participamos en el proceso. Y es entonces cuando podemos hablar de empoderamiento. El empoderamiento es un concepto que se desprende de las discusiones hegemónicas de la segunda ola del feminismo sobre género y desarrollo, en especial del campo denominado Mujeres en el Desarrollo. Empoderarse, según Magdalena León, “significa que las personas adquieren el control de sus vidas, logran la habilidad de hacer cosas y de definir sus propias agendas” (1997: 7). En este caso, hicimos evidente, a través de una práctica teatral, un conflicto que molestaba a las mujeres y tenía una influencia negativa en su propia experiencia de vivir la universidad, y de esa manera se generaron procesos dirigidos a lograr transformaciones individuales y colectivas, teniendo siempre presente que el empoderamiento no es un proceso lineal, ni un proceso fácil o similar para cada grupo de mujeres (León, 1997: 20). Lo anterior implica un cambio en la forma como las jóvenes conciben las imágenes de sí mismas, sus representaciones y las creencias sobre sus capacidades, deseos y aspiraciones… sus cuerpos.
También hubo transformaciones colectivas como, por ejemplo, la repetición de la Parangolé en otros escenarios distintos a la universidad, la producción de diferentes estrategias tendientes a mostrar las desigualdades de género en el campus, los seminarios sobre género y las primeras “tesis” sobre el tema, lo cual lleva a pensar que se sembró una semilla fértil a la hora de estimular acciones de conocimiento, resistencia e intervención desde posicionamientos feministas. Y en este punto regresa esa vieja escena en la cual un grupo de costureras quiso cambiar su mundo y hacer de las lentejuelas una vía para ese cambio, con la mirada atenta de ese maestro que tanto recordamos. Al final puedo afirmar, escuchando las voces ya lejanas de mis estudiantes, algo que tomamos de un programa de televisión y que repetimos de forma obsesiva: “Nos encanta cuando un plan se realiza”.