Serrano Santos María Laura [*]
San Cristóbal,1 ciudad que se encumbra en el altiplano chiapaneco como la que recibe más visitantes al año, fue designada “pueblo mágico” en 2010 por la Secretaría de Turismo del Gobierno federal. Lo que hace más de quinientos años fue un valle despoblado y de difícil acceso, ahora es la ciudad cultural y turística más importante de Chiapas, cambio que puede entenderse desde diversas justificaciones.
La magia le podría venir a San Cristóbal de la herencia colonial que se conserva en su arquitectura —aunque no se compara con la que es posible encontrar en otras ciudades del país—, aunada a la amplia difusión mediática que presenta a la ciudad como esplendorosa y culturalmente rica. Tal vez también le venga del aire de intriga que la envuelve al haber sido protagonista de uno de los movimientos armados con mayor impacto en el siglo XX, encabezado por el Ejercito Zapatista de Liberación Nacional (EZLN).
Este acontecimiento suscitado en 1994 aún repercute en la fama de la ciudad y la convierte en el destino favorito de un turismo curioso por encontrar zapatistas en las calles. Pero, antes de ese suceso, San Cristóbal había ya atraído la atención de algunos estudiosos, profesionistas y activistas sociales, que pretendían comprender a los diversos pueblos indígenas próximos a San Cristóbal, en un intento por desentramar el carácter de las relaciones entre los indígenas y los mestizos, que se distinguían, estos últimos, por sus muestras evidentes de racismo y discriminación.
El racismo y la desigualdad, así como la movilización armada, son factores que se han conjugado con las paredes de adobe repellado y los techos de teja desgastados para otorgar la magia a San Cristóbal. Pese a que hoy en día las relaciones entre indígenas y mestizos se supone que son diferentes para los espectadores externos, aún es posible encontrar vestigios del desdén y el rechazo entre ambos grupos sociales. Aunque hoy se hable de una ciudad cosmopolita y turística, aún perduran rastros de aquel pueblo aislado, con servicios básicos deficientes, detenido en el tiempo.
Estos factores también han favorecido que en la ciudad coexistan espacios en donde confluyen diversas realidades. Cada uno de ellos está perfilado por los actores y las relaciones sociales que lo conforman, irrumpiendo como irreductibles, que a veces se mezclan en armonía y otras en tensión. Esta mezcla de realidades, de contrastes entre zonas de la ciudad y gente que las transita, entre ideologías, presencias y ausencias, ha hecho de San Cristóbal una ciudad crisol. No obstante, estas realidades múltiples caminan paralelas y comparten calles, aunque no el espacio social. Una persona puede haber nacido aquí, pero no pertenecer al lugar. El pueblo mágico esconde fronteras simbólicas que definen aquellas relaciones que un día lo marcaron, fronteras que todavía están vigentes para muchos indígenas que, aunque hoy viven en la ciudad —y han nacido en ella—, siguen teniendo el acceso y permiso restringido.
Es así como San Cristóbal se constituye como una heterotopía,2 como una ciudad de “varios espacios físicos e imaginarios yuxtapuestos; abiertos y cerrados, modernos y tradicionales” (Cruz Salazar, 2006: 58); un entramado de ámbitos y relaciones que le van dando forma y significados diversos, con códigos y símbolos específicos para cada espacio y para cada sujeto que transita por ellos.
Aproximarnos al espacio urbano observándolo como una heterotopía nos permite ver la ciudad más allá de los trazos y componentes físicos urbanos, así como de sus formas sociales aparentes. La propuesta foucaultina da pauta para reflexionar sobre la ciudad como creadora de una ilusión que aparenta un único espacio, dispuesto y abierto para todos, unido mediante sus diversas dinámicas sociales que, a manera de órganos, cumplen funciones específicas que dan vida al cuerpo urbano. No obstante, la ciudad encierra exclusiones en su interior: sus órganos no siempre funcionan bajo los mismos fines, sus espacios no son del todo abiertos y dispuestos, su unión esconde confrontaciones y disputas.
En el caso concreto de San Cristóbal, analizar la ciudad como una heterotopía permite ver cómo hoy en día una gran diversidad de habitantes y visitantes va y viene por las calles del centro alimentando la ilusión de integración. También nos permite dar cuenta del velo que cubre la vigencia de una prohibición emitida hacia los indígenas, que les limitaba transitar libremente, ya que detrás de la ilusión se encuentra la realidad: los indígenas circulan y se mueven en condiciones todavía de subordinación en relación con los otros habitantes.Por otro lado, vivir en esta ciudad no implica ser aceptado por los habitantes que se consideran legítimos en ella, es decir, los coletos.3 Los espacios de la ciudad se convierten entonces en exclusivos, una exclusividad que va en dos sentidos: ni los coletos dejan que los indígenas sean parte de sus espacios de forma equitativa y horizontal, ni los indígenas se abren para que aquéllos sean parte de los suyos; empero, viven juntos, se relacionan y negocian cotidianamente.
La heterotopía también deja ver cómo estas exclusiones alojan otras en su interior, ya que cada grupo y espacio se disuelve en un sinfín de grupos diferenciados por las condiciones sociales, las creencias religiosas, la condición de edad, el género o la etnia. La ilusión de ser grupos cerrados y homogéneos, así como espacios abiertos y dispuestos, complejiza la pertenencia a la ciudad para los jóvenes indígenas nacidos en ella, pues se encuentran con rechazo y exclusión aun dentro de sus propios grupos. Su permanencia en San Cristóbal, el trazo de rutas propias, las pintas en las paredes y las melodías y rimas que componen para transmitir sus vivencias transforman el paisaje urbano y forman quizá otro espacio que alimenta la heterotopía.4
Las tramas que han marcado y siguen marcando a San Cristóbal, los espacios que confluyen paralelos y excluyentes, también repercuten en la conformación de los estilos de vida de los jóvenes indígenas que han nacido y crecido aquí. En este artículo presento cómo un grupo específico de jóvenes indígenas configura su estilo de vida a partir de su experiencia en la ciudad, la producción de sus espacios sociales y la influencia de la cultura hip hop. Estos jóvenes indígenas constituyen una generación nueva, nacida en San Cristóbal, con presencia y posiciones diferentes a las que sus padres ocuparon. Además, los cambios globales protagonizados por las juventudes en el mundo también han tenido influencia en ellos, que se han apropiado de modas y formas de socialización y las han resignificado a partir de recursos locales, lo que ha dado nuevos sentidos a la ciudad misma. Mi acercamiento a estos jóvenes tuvo lugar durante el último semestre del año 2011 y se extendió hasta el primer semestre de 2012. El estudio etnográfico fue posible a partir del acompañamiento constante, entrevistas a profundidad y observación directa de los espacios en los que se desenvolvían estos jóvenes en la ciudad.
San Cristóbal se erigió como una ciudad dual desde su origen. Al llegar los primeros españoles al valle de Jovel5 y ganar arduas batallas contra los indígenas que poblaban los alrededores, hicieron efectiva su autoridad y poder sobre aquellos potenciales enemigos, concentrándolos en grupos para su organización y dominio.
Dada la falta de recursos para edificar murallas, que sí se levantaron en otras ciudades de la Colonia, los españoles hicieron en Ciudad Real —hoy San Cristóbal de Las Casas— “algo insólito, sin paralelo, construyendo un conjunto urbano dual (indígena/ español) y una ciudad fortificada sin murallas” ( Aubry, 2008: 25). Esta “ciudad dual” se componía de un centro que alojaba a los españoles y una periferia que mantenía lejos a los indígenas de diferentes orígenes étnicos. Así “desde el Centro, la población española controlaba la ciudad, guarecida por sus fortificaciones sin murallas y su diplomacia con religiosos de por medio” (Aubry, 2008: 27).
Este fue el inicio de una historia de relaciones basadas en la exclusión y el racismo. La dominación colonial dio pie a que se gestaran formas de interacción con el otro a partir del miedo y el sentimiento de superioridad, que fueron perfilando el lugar que pertenecía a los indígenas: fuera de la ciudad. La dominación hacia los indígenas ha ido menguando con el tiempo, casi a la par de la urbanización de la ciudad. Algunos acontecimientos han resultado en cambios en las relaciones, así como en el derecho a vivir en ella en beneficio de los indígenas.
Desde hace aproximadamente cuarenta años San Cristóbal es una ciudad receptora de numerosas movilizaciones con fines de residencia permanente por parte de la población indígena de sus alrededores, por diversos motivos, entre los que destacan el deterioro y agotamiento de las tierras de cultivo, los conflictos religiosos y políticos, a partir de los cuales los indígenas han sido despojados de sus tierras y expulsados de sus comunidades de origen, y la migración por razones económicas (París, 2000).
En la década de los setenta se presentaron conflictos político-religiosos en algunos municipios indígenas, lo que dio pie a desplazamientos forzados, principalmente de los municipios de Chenalhó, Tenejapa, Larráinzar, Zinacantán, Chalchihuitán y Chamula (Estrada, 2009). El primer contingente de desplazados llegó a San Cristóbal proveniente de Chamula, instalándose en la zona norte de la ciudad con el apoyo de la Iglesia Presbiteriana de México y la Iglesia Reformada de América ( Rus, 2009). Poco a poco fueron llegando más indígenas expulsados violentamente de sus comunidades. Durante la década de los ochenta se hablaba ya de veinte mil indígenas asentados en la periferia, cifra que llegó a sumar alrededor de cincuenta mil personas durante todo el proceso migratorio, lo que demuestra el carácter masivo que tuvieron los desplazamientos ( París, 2000; Robledo, 2009).
Este éxodo hacia San Cristóbal dio paso a la formación de colonias principalmente, como se indicó, en la periferia norte de la ciudad. Con apoyo de asociaciones religiosas y la ausencia de autoridades estatales y regionales, los indígenas comenzaron un proceso de colonización en la orilla de lo que fue Ciudad Real, en condiciones de indiferencia, precariedad y exclusión. Hoy en día la zona norte, desde una visión externa, constituye un foco de miseria en San Cristóbal, aunque también denota la capacidad de sobrevivencia, negociación y organización que posee la gente que en ella habita.
Hoy ya no se puede señalar que el lugar de los indígenas está afuera, puesto que con el paso de los años han ganado más y más espacio dentro de la ciudad. Hoy ya no se puede hablar de una ciudad dual, sino plural. Así, la pluralidad y la unidad conforman el entramado heterotópico que, mediante ilusiones, aloja exclusión y segregación social y étnica.
Después del mercado, caminando en dirección norte, se llega a otro espacio de la ciudad que en el imaginario popular se configura como el más peligroso de San Cristóbal. Más de sesenta colonias fundadas, y aún hoy ocupadas, por población mayoritariamente indígena componen la zona norte, área que hasta hace poco más de cuarenta años estaba constituida por humedales y terrenos de propietarios privados. Con el tiempo, las transacciones por los terrenos y las invasiones ilegales fueron dando paso al establecimiento de colonias como La Hormiga, Getzemaní, Morelos, El Paraíso, Prudencio Moscoso, Primero de Enero, Palestina y El Progreso, entre otras.
Estas colonias pueden ser clasificadas de acuerdo con tres variantes relacionadas con el estatuto de la tierra: las oficialmente reconocidas, las que no lo están y las invasiones ( Hvostoff, 2009). Algunas de estas colonias fueron regularizadas tras las exigencias de la población por contar con servicios públicos, otras se encuentran en estado irregular, como asentamientos ilegales en propiedades privadas, y carecen de servicios básicos como agua potable y energía eléctrica. Se estima que actualmente la periferia aloja a más de cincuenta mil habitantes indígenas, quienes viven en condiciones de precariedad y marginación. En 2009 apenas el 23% de los hogares contaba con agua entubada ( Estrada, 2009; Hvostoff, 2009). Aquí se bosquejan diversas tramas que conforman el contexto en el que se desarrollan y socializan los jóvenes indígenas de San Cristóbal: exclusión, pobreza, privaciones y violencia.
Pero frente a estas tramas negativas emergen percepciones y razonamientos como asideros que sostienen la moral de la juventud. Por ejemplo, algunos jóvenes indígenas comparten una percepción de bienestar respecto a los parientes que continúan en las comunidades de origen.
De lo que yo me doy cuenta es que muchos de nosotros vivimos como privilegiados aunque digamos que no, porque muchos que viven en comunidades no comen, no conocen el internet, y nosotros podemos ver hasta chismes de África o Brasil, Chile, Estados Unidos; como que podemos ver mínimo imágenes de cómo es el mundo, buscar información, pero ellos [mis papás] no sabían nada, no había cómo, sólo con lo que les decían los abuelitos, que la tierra es esto, siembras en esta temporada, cosas así, cosas más de sabios, más espirituales, herencias de los mayas o no sé (Alonso, 22 años, estudiante, 2011).
La vida en la ciudad ha situado a los indígenas en otra posición social respecto a sus pares en las localidades rurales. Sin embargo, las condiciones de precariedad y pobreza en las que viven en San Cristóbal reflejan la exclusión de la que son objeto. Emerge aquí una nueva tensión que cristalizará en los jóvenes indígenas de la ciudad, una exclusión relativa y posicional. Por un lado, son sujetos de una ciudad excluyente en la que representan a los sectores más desfavorecidos y discriminados, pero al mismo tiempo son parte de una ciudad que los acoge y los coloca en una posición de mayor bienestar y ventaja en relación con los indígenas que viven en zonas rurales.
Esa percepción de privilegio no es para todos igual. En los últimos años se ha destacado la presencia de una “burguesía indígena” que, según Hvostoff, podría llegar a representar casi el 10% de la población total de indígenas urbanos (2009: 267). Este cambio en la posición social está relacionado con el aumento en la escolaridad, el ahorro y la planificación familiar, y en muchos casos también con la asociación con actividades ilícitas como el tráfico de drogas. Cruz Salazar refiere que una de las actividades en las que se ha desempeñado “un grupo exclusivo de indígenas adinerados en la ciudad es la producción y venta de marihuana”; ello es posible debido a que cuentan con tierras en la orillada de San Cristóbal, lo que les permite hacer las siembras y lucrar con ello (2006: 79).
No obstante, esta movilidad y superación económica no es suficiente para afirmar que las condiciones han mejorado para los indígenas en la ciudad, puesto que, frente a ese 10% de indígenas “privilegiados”, existe un 90% que vive en condiciones diferentes y, de este porcentaje, “el 37% vive en condiciones de pobreza extrema” (Hvostoff, 2009: 267).
Recorrer las calles de las diferentes colonias que componen la zona norte lleva a comprender que la magia de San Cristóbal sólo sucede en el centro de la ciudad, o que esa magia se reconfigura y conjuga con la pobreza y la precariedad para originar otro tipo de magia.
Paso a paso por estas colonias, las viviendas van denotando su carácter precario. Las casas de madera, los techos de lámina o también de madera, las ventanas y puertas reforzadas con lonas que ostentan propaganda política de años anteriores, los pisos de tierra, las calles sin pavimentar, los niños con uñas y rostros enlodados, son retratos cotidianos en este espacio. Los servicios públicos como agua y luz eléctrica no siempre son posibles, y cuando se encuentran presentan deficiencias e irregularidades.
El abastecimiento de agua es limitado y en algunas colonias el servicio no es individual, sino que cada cuadra o manzana puede compartir una misma toma. En algunos sitios el drenaje no es más que una ilusión; en otros sí existe, pero no funciona. La energía eléctrica también es irregular, por lo que algunos habitantes han optado por “colgarse” de los postes de luz para tener electricidad en sus casas, confiados de las pocas visitas a instalaciones que realizan los encargados de la Comisión Federal de Electricidad.
Otros servicios no tan básicos, como la línea telefónica o internet, sin que constituyan un privilegio, ni siquiera son una opción para la mayoría de los habitantes —aunque este último recurso se está generalizando en casi toda la ciudad—. La falta de mantenimiento y control de los drenajes ocasiona, además de la contaminación del río Amarillo que atraviesa varias de las colonias de la zona, enfermedades infecciosas que llegan a ser severas en algunos casos (Velázquez, 2004).
A pesar de la precariedad y el déficit en los servicios, la población subsiste y continúa en aumento. La pluralidad es ahora un elemento destacable en la zona norte. No puede hablarse de un ser indígena enclavado en una imagen única y homogénea, aunque es posible encontrar aún patrones de vida más o menos unificados, compartidos y poco cuestionados, fuertemente vinculados con los usos y costumbres que se consideran tradicionales.
En la diversidad se reconstruye día a día la zona norte, y es esta pluralidad la que hace posible que indígenas de diferentes etnias y lenguas confluyan en espacios emplazados. La diversidad también sugiere desigualdad, y la zona indígena sancristobalense no escapa a ella. Los indígenas de la zona norte no son iguales, como lo evidencian las posiciones sociales diversificadas en las que viven. Esto se corrobora a través de las casas que habitan, el transporte que usan, los accesorios, e incluso en el acceso a un espacio para vivienda.
En esta heterogeneidad cobran relevancia los estilos que conforman los jóvenes indígenas, quienes impregnan con otras imágenes y sentidos la vida cotidiana de la zona. Rompen esquemas y diversifican la forma de ser nombrados y reconocidos, pero en eso encuentran también rechazo y sufren otras consecuencias que minan sus trayectorias, aumentan la desigualdad y refuerzan la exclusión.
En el proceso de construcción del estilo de vida son de suma importancia dos aspectos: las condiciones sociales que determinan la vida de los jóvenes y el espacio social en el que se desenvuelven. Ambos aspectos delinean sus gustos y necesidades, posibilitando o limitando sus prácticas ( Bourdieu, 2002).
Cuando diversos actores se sitúan en un espacio social determinado es posible ver cómo, al compartir el mismo espacio y condiciones sociales similares, se crea una afinidad de estilo, lo que sugiere que existe una reproducción de prácticas dentro de esquemas de acción similares. Ese conjunto de prácticas y discursos cotidianos que conforman el estilo de vida de un joven es lo que va a distinguirlo de otros jóvenes en un espacio social específico.
La producción del espacio social se realiza mediante las interacciones y socialización de prácticas que reproducen los esquemas sociales y condiciones bajo las cuales viven los individuos. En esta producción de espacio social cobra importancia el espacio urbano habitado, su estructura y las condiciones de segregación, inclusión/exclusión, entre otras, que determinan nuestro lugar dentro de él.
Por lo tanto, es necesario adentrarse en el espacio social y urbano en el que se mueven los jóvenes indígenas en la ciudad para comprender los estilos de vida que construyen. Para este caso no sólo se trata de adentrarse en la zona en la que viven, la zona norte, también es preciso integrar los espacios de los que son excluidos e incluidos en toda la ciudad. Es importante también tomar en cuenta que un espacio urbano nunca está concluido, sino que se encuentra en constante construcción, y está mediado por cuestiones culturales, políticas y económicas (Reguillo, 1995). Con su presencia, los jóvenes logran entonces resignificar los espacios al apropiarse de ellos.
Los jóvenes indígenas se mueven en una ciudad heterotópica compuesta por diversos espacios que se mezclan, sin que esto se traduzca en mejores oportunidades para ellos en general, y en particular para los que son indígenas. Ellos, incluso, pueden sentirse ajenos a la ciudad, asumiendo que existen espacios a los que no tienen acceso; aunque la entrada o asistencia no esté prohibida de manera explícita y evidente, sí está socialmente regulada por barreras simbólicas que les imposibilitan el acceso.
A veces la ciudad no parece que fuera de nosotros, pues se diferencian muchas cosas de otras. A veces, yo siento que la gente que es de aquí [los coletos] aparentan cosas que no son, presumen que son de aquí y se sienten más que uno, pues (Jesús, 18 años, estudiante, 2011).
Para Jesús, la ciudad en donde nació a veces le resulta ajena. Siente y vive diferencias a partir de la relación que tiene con los otros, con “la gente que es de aquí”. Él, como los demás jóvenes entrevistados, nació y ha crecido en San Cristóbal; sin embargo, esto no es suficiente para sentir que forma parte de la ciudad y para percibir la ciudad como propia. La experiencia de no pertenecer lo lleva a asumir una posición inferior en relación con los otros. Este sentir deriva no sólo de que los otros se asuman en una posición superior, también viene de que Jesús y las personas con las que socializa en gran medida se sienten inferiores, y esta percepción se hace carne a través de los espacios simbólicos en los que la ciudad se segmenta.
El espacio urbano, al adquirir matices sociales, agudiza las diferencias y desigualdades entre sus diversos habitantes, por ello no es experimentado de la misma manera por todos los individuos, pues “para algunos será el espacio del ejercicio del poder y la dominación, mientras que para otros representa el instrumento de la opresión y la explotación” (Reguillo, 1995: 28).
La segregación y exclusión no son absolutas. Los indígenas han ido ganando espacios y visibilidad en San Cristóbal. No obstante, aún siguen vigentes algunas de las barreras simbólicas que restringen el pleno acceso de los indígenas a la ciudad. Estas restricciones no habladas, pero sí asumidas por la población, refuerzan los mecanismos de control y la desigualdad que permea la vida de los jóvenes indígenas.
Dado que San Cristóbal en las últimas décadas se ha convertido en destino turístico, existen sitios diversos en ella dispuestos para el ocio y la recreación. Restaurantes, bares, cafés y galerías de diversos tipos se abren para hacer atractiva y placentera la estancia en la ciudad, en su mayoría destinados a satisfacer el gusto de sus visitantes turistas y de algunos residentes que pueden pagar los servicios ofrecidos, excluyendo a aquellos que no cuentan con recursos económicos suficientes o que no cumplen con una imagen “aceptada”.
Los jóvenes indígenas se asumen descartados de esta oferta de recreación. A excepción de los conciertos que se realizan de manera gratuita en la plaza central, estos jóvenes no tienen acceso a las actividades de la ciudad. Esta restricción es en la mayoría de los casos autoimpuesta, ya que no existen prohibiciones claras, escritas o decretadas, pero son asumidas por ellos como válidas, e incluso normales.
Hay un bar que dicen que es demasiado apretado, así pues, “fresón”, El “M*”, y sí me da curiosidad entrar para ver si es en verdad así como dicen. Un día llegar, entrar, tomarme una cerveza y ver si es en verdad como dicen […] se me hace raro ese lugar, como muy fresón y yo no soy de las personas que entra a esos lugares. Además, no conozco a nadie ahí, no me voy a encontrar con nadie conocido y, no sé, seguro me verán mal o ni me van a dejar entrar (Alonso, 22 años, estudiante, 2011).
Ante estas limitaciones experimentadas en su andar por la ciudad, los jóvenes han buscado alternativas que los conduzcan a satisfacer sus necesidades de recreación y socialización; así es como encuentran en la calle —plazas públicas, banquetas y esquinas de sus colonias, principalmente— o en algunas casas de los amigos espacios para ellos. Ante la exclusión social y urbana, ellos ponen en juego una serie de prácticas propias de su estilo de vida, lo que les permite crear y apropiarse de ciertos espacios.
En la conformación de su estilo de vida cobra relevancia la cultura hip hop, por lo que la calle representa un espacio ideal para realizar algunas de las prácticas propias de este movimiento. Es tal vez la condición de exclusión urbana lo que los ha orillado a adoptar el grafiti, el rap o el break dance como parte de su estilo de vida.
Al posibilitar las relaciones sociales, la apropiación del espacio urbano se constituye como un refugio que refuerza la identidad de los jóvenes (Saraví y Makowski, 2011), sirviendo como medio por el cual se posibilita la negociación y expresión de emociones y afectos entre los jóvenes indígenas y sus interlocutores.
El espacio social no es algo dado per se, sino un producto resultante de las relaciones sociales que se suscitan en determinados espacios geográficos (Lefebvre, 1974); por lo tanto, la manera en la que interactúan y se relacionan los jóvenes indígenas en la ciudad moldea la producción de su propio espacio social, lo que da una resignificación al espacio urbano mediante el uso que hacen de él.
Casi siempre los viernes ya todos nos juntamos en la esquina de la [colonia] Prudencio [Moscoso] y contamos lo que hicimos, intercambiamos cosas que queremos hacer, si nos cortó la chava y nos aconsejamos [risas], nos decimos muchas cosas (Alonso, 22 años, estudiante, 2011). Decidimos mejor estar en la esquina de la [colonia] Prudencio [Moscoso], pues porque ahí pasa gente y escucha lo que pensamos o qué queremos, nuestras ganas de fluir que tengamos, y pues ahí ya se va dando cuenta la gente, ve lo que hacemos […] (Arturo, 22 años, estudiante y empleado, 2011).
Decidimos mejor estar en la esquina de la [colonia] Prudencio [Moscoso], pues porque ahí pasa gente y escucha lo que pensamos o qué queremos, nuestras ganas de fluir que tengamos, y pues ahí ya se va dando cuenta la gente, ve lo que hacemos […] (Arturo, 22 años, estudiante y empleado, 2011).
Feixa (1996) señala que la presencia de los jóvenes redefine una ciudad en el espacio y el tiempo. La presencia de la EC (Escuadrón Creyente Crew) en la cancha de fútbol o en alguna esquina de la colonia Prudencio Moscoso le asigna un sentido diferente al espacio, lo resignifica. Una calle vacía cobra vida a través de las rimas improvisadas, los bocetos inspirados en algunas vivencias y las pláticas elocuentes de los jóvenes. Para los vecinos adultos ese espacio no es más que una esquina como muchas tantas de la colonia. Sin embargo, para Arturo, Alonso, Kike, Lalo y demás jóvenes de ese grupo es el lugar de encuentro para platicar y compartir experiencias, intercambiar objetos, copiar modas, cotorrear, reafirmar su ser joven. A decir de Maritza Urteaga, constituye un espacio de socialidad que contribuye a “la invención, creación e innovación de nuevos modos de estar juntos, de nuevas estéticas” ( Urteaga, 2011: 162).
No obstante, esta apropiación del espacio no está exenta de consecuencias negativas. Las reuniones informales de los jóvenes en las calles o plazas públicas generan temor en algunos vecinos, quienes consideran que pueden ser delincuentes o que se reúnen únicamente para consumir alcohol o drogas. Estos prejuicios emanan en gran medida de un fenómeno más amplio que tiene que ver con la criminalización hacia la juventud, mediante el cual se ve a estos actores como los productores de la violencia y como si la inseguridad fuera un sinónimo de ser joven (Kessler, 2011).
Aquí es importante destacar cómo la elección de un estilo de vida particular puede ser una moneda de doble cara. Por un lado, los jóvenes indígenas encuentran en el hip hop medios de expresión de sí mismos y posibilidades de echar a andar su creatividad y ampliar sus espacios de socialización, pero, por otro lado, encuentran mayor rechazo y estigma al ser vistos como delincuentes por vestir como visten, caminar como lo hacen, rimar y pintar en las calles.
Otro elemento de desventaja para estos jóvenes es el barrio en el que habitan, puesto que al provenir de colonias estigmatizadas como peligrosas no son bien vistos por los vecinos de otras colonias, o por los comerciantes y ciudadanos del centro de la ciudad. El barrio habitado es una condición que determina trayectorias y estilos de vida durante la juventud (Feixa, 1996), por lo que las condiciones en las que se encuentran algunas de las colonias de la zona norte impactan en la vida y estilos de estos jóvenes. Aunado a ello, a esta zona también se le atribuye un estigma étnico que de igual manera tiene implicaciones en la vida de los jóvenes, lo que se hace evidente cuando de buscar empleo o aprovechar otros espacios públicos dentro de la ciudad turística se trata.
Para Lefebvre (1974), dentro de un mismo espacio social es posible experimentar la inclusión y la exclusión, y en el caso de los jóvenes indígenas esto se hace visible cuando echan a andar mecanismos de inclusión al producir sus espacios sociales pero, debido a las prácticas que realizan asociadas con el hip hop y al estigma generalizado que asocia a los jóvenes con la violencia, experimentan la exclusión de sus propias colonias y barrios, ya que es común que los corran de las esquinas o llamen a la policía para que los saque.
Esta exclusión experimentada por los jóvenes indígenas está relacionada con los “signos de lo permitido y lo prohibido” que dan sentido al espacio, ya que éste se encuentra estructurado a partir de un entramado de comportamientos que se juzgan, para el rechazo o aceptación, mediante lo práctico —lo que se hace y los demás ven—, más que por la representación (Lefebvre, 1970). Es decir, los comportamientos permitidos y prohibidos se califican a partir de lo que la gente —en este caso, los jóvenes— hace, cómo lo hace, lo que se ve, mas no de lo que quiere transmitirse o el valor simbólico que esos actos traen consigo. Los jóvenes son excluidos por rimar, pintar grafiti, bailar o hacer música, sin importar que esas prácticas les permitan reforzar su subjetividad.
La gente, los vecinos, dicen cosas, ni me conocían bien y ya me criticaban por la manera de vestirme, por las personas con las que me llevo. Aunque no hagas nada, la gente dice que haces cosas, y en mi caso pasaba eso, decían cosas que no pasaban y todavía me señalan como pandillero por la forma de vestir, por las personas con las que a veces me llevo. Todavía me pasa que me digan que soy pandillero. Yo sé que no hago esas cosas y no voy a cambiar sólo porque la gente me señale. Me gusta lo que hago, trabajo, mantengo a mi familia y también me gusta hacer grafiti y esas cosas, y no está mal, son cosas que me gusta hacer (Marcelo, 22 años, plomero, 2011).
A nosotros como grafiteros la policía nos tiene en contra. Mira, la semana pasada tuvimos una pinta en una casa a la que le pedimos permiso al señor y, como siempre, el grafitero es visto como ladrón, ratero, el que vende las drogas, el que moviliza todo para la organización de narcos, y eso es lo que nos dicen. Y ahí estábamos pintando ya con el permiso, y que llegan los puercos [los policías] y que nos querían apañar. Pero en estos tiempos ya no nos estamos dejando, por el rap le estamos tirando críticas más a la policía porque ya una vez que te conozcan, sin que hagas nada, vas caminando y te registran sin ningún motivo ni razón. La cosa es que se van encima de ti si ven que no haces nada (Santiago, 18 años, empleado, 2011).
La forma en la que se visten, la música que escuchan, la manera en la que caminan, su estilo de vida se traduce socialmente como un distintivo para la persecución, el acoso policíaco y el rechazo. Así como obtienen aceptación y adquieren mayor estatus entre sus pares, los jóvenes indígenas son vistos de manera negativa por los adultos. Se les juzga sin ir más allá del mero señalamiento hacia sus prácticas o apariencia y, si a eso se suma que viven en la zona considerada como más peligrosa, la asociación delictiva es doble.
Como puede verse, estos jóvenes no escapan a la estigmatización: son indígenas, pobres y grafiteros, y esa mezcla de factores en el imaginario social puede ser entendida como “delincuencia”. Por el estigma, se les niegan espacios, se les excluye hasta de sus propias colonias, se les prohíbe estar, pero ello no los detiene para encontrar “su lugar”. Los jóvenes indígenas encuentran en la creatividad y las producciones artísticas lo que Cruz Salazar (2012: 156) menciona como “motores del cambio de las identidades locales”, espacios de fuga y de expresión que les permiten la apropiación de espacios negados, que resignifican con su presencia y sus producciones, situaciones que revelan formas genuinas de encarar la vida.