En la última década, existen fronteras entre los más de ochocientos estudios en el campo de la educación intercultural (Bertely, Dietz y Díaz, 2013). Por una parte, encontramos a los investigadores multiculturalistas, que aspiran a una interculturalidad fundada en la tolerancia y el diálogo entre culturas y al éxito del alumnado indígena en los dispositivos oficiales, así como a su participación en la cultura globalizada. Por otra parte se encuentran los interculturalistas críticos, entre quienes se ubican los investigadores que documentan movimientos étnico-políticos y educativos descolonizadores y surgidos “desde abajo”, sin involucrarse en ellos, así como otros que colaboran con estos movimientos y aportan en la construcción de praxis, metodologías y teorías interculturales emergentes. Los conflictos de fuerzas y las posiciones que intervienen en el diseño de políticas públicas a favor de la diversidad, lejos de ser únicamente teóricos y metodológicos, son políticos, jurídicos, epistémicos y, si partimos del para qué de la educación, ontológicos.
El posicionamiento ontológico del investigador depende del escenario educativo en que se moviliza, trátese de un programa intercultural oficial o de un proyecto abanderado por una organización indígena. Como mencionan Mauricio Sánchez (2012) y Erika González Apodaca (2009), la educación intercultural es un campo de confrontación étnico-política, no fijo ni estable, sino inestable, situado y contextualizado. Y si bien Catherine Walsh reconoce distintos intereses y disputas entre proyectos mandatados “desde la casa y fuera de la casa” (2002), Luis Enrique López y yo misma nos hemos referido al “locus de enunciación”, que permite diferenciar lo que se genera “desde abajo” por intelectuales y en territorios indígenas (Cardoso, 2008), de loquese diseña “desde arriba”, donde las bases materiales y territoriales de la etnicidad parecen diluirse (López Hurtado, 2010; Bertely, 2003). Este es el caso de los programas educativos y alimentarios destinados a “superar la pobreza” en México.
Lo que indican los estudios y las políticas públicas es que el “abajo” y el “arriba” están en permanente rearticulación, negociación y conflicto, y estas relaciones intervienen en las particulares historias y conformaciones estatales, nacionales y étnico-políticas (Urban y Sherzer, 1994). Diversas articulaciones y conflictos interculturales se despliegan en distintos contextos y escenarios, y no es lo mismo el “para qué” de la educación en México, que en Bolivia o en Ecuador, al igual que los fines educativos de las Universidades Interculturales de la Secretaría de Educación Pública (SEP) de México son distintos a los planteados por la Universidad Autónoma, Indígena e Intercultural del Consejo Regional Indígena del Cauca, Colombia, en su lucha por el control escolar y territorial (CRIC, 2009). Las trayectorias étnico-políticas de las iniciativas construidas “desde abajo” en los estados mexicanos de Guerrero, Chiapas (López Rangel, 2014) o Oaxaca (González Apodaca, 2004) -como muchas otras- son tan diversas como sus fines.
El locus de enunciación de este artículo se sitúa en torno a una de estas iniciativas, que surgió en Chiapas y planteó, más allá de sus particularidades y distinciones, la posibilidad de hermanarse con otros movimientos alternos de base comunitaria y contestatarios para organizar la dispersión propia de los nuevos movimientos sociales (Alonso, 2013), así como para enfrentar reformas y políticas neoliberales definidas como expresiones de una reorganización profunda de las relaciones entre el Estado, el mercado y la sociedad, motivadas por relaciones de poder de facto y estructuradas en torno al capital financiero y extractivista y la flexibilización de las relaciones laborales, así como el narcotráfico, la militarización y nuevas políticas de seguridad (Bastos y Sieder, 2015).
Por ello, el movimiento étnico-político y pedagógico iniciado en Chiapas en 1995 por la Unión de Maestros de la Nueva Educación para México (UNEM), a la que se sumaron tanto educadores autónomos e independientes (UNEM/EI), como oficiales de la misma entidad y de otros estados de la República por conducto de la Red de Educación Inductiva Intercultural (REDIIN), se articuló con otras trayectorias étnico-políticas, algunas de ellas emblemáticas. Estas trayectorias, construidas “desde abajo”, fueron creando un consenso favorable para la inserción del Método Inductivo Intercultural (MII) en programas universitarios e institucionales destinados a la formación para la docencia intercultural. En México, convergen en la REDIIN egresados de programas impulsados por la Universidad Pedagógica Nacional (UPN) en contextos autonomistas y organizados en torno a la lucha por la recuperación y el control de los recursos forestales, como en Cherán, Michoacán; en lugares con una larga trayectoria comunitarista, como el pueblo ayuujk de Tlahuitoltepec, en la región mixe de Oaxaca, así como en estados altamente controlados por el corporativismo sindical y oficial, como Puebla (López Rangel, 2014). Y más allá de nuestras fronteras, esta red se articula con programas pedagógicos que surgen también de movimientos indígenas generados en el sur y el norte del Brasil por conducto de la Universidad Federal de Roraima y la Universidad Federal de Minas Gerais.
Con base en fuentes documentales oficiales y en denuncias por voz de la resistencia zapatista, así como en fragmentos de lo producido en la REDIIN, en este artículo se analiza la relación entre las últimas reformas y políticas neoliberales y la construcción de una educación propia, erigida “desde abajo”, en México. En particular, se analizan algunos programas sociales destinados al abatimiento de la pobreza y, a contracorriente de los principios jurídicos de avanzada que representan los nuevos Estados plurinacionales, los efectos de las políticas extractivas mexicanas en la devastación territorial. Nos centramos en las entidades que cobija la REDIIN con el objeto de responder a cuestiones ontológicamente relevantes: ¿para qué sembrar una educación que vitalice la comunalidad y el ejercicio de la autonomía y la libre determinación de los pueblos?, ¿para recrear los estereotipos indigenistas del “indígena tolerado” o el “buen salvaje”? (Rivera, 1986, 2010) o, más bien, ¿para contener el despojo de tierras y territorios, así como las afectaciones de las políticas neoliberales a la integridad sociedad- naturaleza como derecho y parte de la “modernidad indígena”? (Rivera, 2010).
Los contrastes entre México y otros países latinoamericanos con respecto a las maneras de responder a estas cuestiones, propias del acto de educar e incluidos los aspectos ontológicos y epistémicos, se explican en función de las particulares relaciones históricas entre los movimientos indígenas y sus respectivos Estados nacionales, como también ha sostenido Luis Enrique López Hurtado (2010) con respecto a las persistentes luchas por una educación propia.
México se define constitucionalmente como una nación pluricultural y, en consecuencia, la Comisión Nacional para el Desarrollo de los Pueblos Indígenas informó en 2010 sobre la existencia de sesenta y dos lenguas originarias y quince millones de indígenas, la quinta parte de la población nacional (CDI, 2010). A partir de la reforma de 1992, plasmada en el artículo 2 de nuestra actual Carta Magna, el Sistema Educativo Nacional ha tratado de flexibilizar el currículo escolar nacional en una nación que, no obstante definirse como pluricultural, se asume como “única e indivisible”. Las tensiones entre el programa educativo nacional y los esfuerzos por flexibilizarlo son permanentes, aunque insuficientes sus logros, porque los currículos escolares locales o propios generan fuertes negociaciones o no son reconocidos por el Estado a pesar de que México podría concebirse como un Estado plurinacional. Los pueblos indígenas, como cualquier otra comunidad “nacional” (Anderson, 1993; Dietz, 2003), cuentan con rasgos distintivos: una historia, una lengua y una cultura, territorios geográficos y simbólicos delimitados, así como normas jurídicas, sistemas de gobierno y legalidad propios.
Pero los Estados plurinacionales sólo han sido reconocidos en Bolivia y Ecuador, donde se establece a nivel constitucional no sólo que los pueblos originarios cuentan con formas de administración y sistemas de gobierno autónomos, además de lenguas, culturas e identidades nacionales propias, sino que la Madre Tierra y todos los seres que la habitan son sujetos de derecho. En contraste, en México la flexibilización del currículo escolar es todavía un gran reto para evaluadores y hacedores de políticas educativas, influidos por estándares internacionales como los dictados por la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). Mercados, finanzas, desarrollo económico sustentable y habilidades laborales son algunas características del Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA, por sus siglas en inglés), aplicado en México por primera vez en el año 2000, al que se sumó después -para “hacer crecer a México” y lograr competencias nacionales “básicas”- el Programa de Evaluación Nacional de Logros Académicos de Centros Escolares (ENLACE).
En este contexto, no obstante el esfuerzo del actual Instituto de Evaluación Educativa por establecer lineamientos, normas y directrices en función de “mínimos comunes” y “máximos diferentes” (Schmelkes y Meléndez, 2015), en los mínimos referidos siguen pesando tanto los estándares internacionales, como los conocimientos y los valores propiamente escolares, mientras que sobre los máximos no se han generado espacios que favorezcan la participación de las organizaciones étnicas y las comunidades en el diseño de currículos diferentes, más allá de “consultas informadas”.
Por motivos como éste, los instrumentos para la evaluación educativa deberían denominarse “para la evaluación escolar” porque resultan a todas luces insuficientes para ponderar el conjunto de indicadores no escolares que intervienen en el acto de educar. Para la REDIIN, los conocimientos y valores propios, aprendidos en las actividades realizadas en la vida comunitaria y familiar, como máximos diferentes, deberían no sólo articularse a los conocimientos escolares, sino asegurar la educación integral de los alumnos. Este es el caso de las poblaciones indígenas campesinas, pesqueras y bosquesinas entre las que se ha impulsado preferentemente el MII, y para las cuales -como también lo hemos constatado marginalmente entre los urbanitas- estos conocimientos y valores están implícitos en la realización de actividades familiares en nichos territoriales propios (Gasché, 1998).
Utilizando un término como alfabetización, restringido en cuanto a su significado, pero común y conocido en tanto alude a la misión alfabetizadora en nuestro país, “otros” conocimientos y valores podrían evaluarse a partir de estándares comunitarios y familiares implícitos en lo que en otra parte he definido como “alfabetización territorial” (Bertely, 2014a). El problema está en que la SEP está aún lejos de articular a la escuela “otros” corpus de conocimientos y valores, integrados a los tiempos de la Madre Tierra.
Al respecto, aunque la vigencia del estadocentrismo y la democracia liberal han neutralizado o traicionado las demandas de movimientos indígenas sedimentados tanto en Estados nacionales como plurinacionales -como ha sucedido en Ecuador-, resulta justo reconocer la posición jurídica de avanzada que protagonizan los Estados plurinacionales. Esto, cuando sus marcos constitucionales consideran aspectos que deberían contener los efectos negativos del neoliberalismo extractivo: las autonomías de los pueblos originarios, el dominio ancestral sobre sus territorios y los derechos de la Madre Tierra. De hecho, aunque no se altera la conformación liberal de poderes en la unidad del Estado, el artículo 2 de la Constitución boliviana atiende estos aspectos.
En consecuencia, cuando hablamos del MII, más que cultivar un proyecto inspirado en el “buen salvaje”, consideramos que la migración de retorno y la búsqueda del arraigo territorial forman parte de la “modernidad indígena” (Rivera, 2010). Lo observamos de este modo no porque el territorio sea un referente geográfico de pertenencia étnica en sí mismo, sino porque esta pertenencia es recreada -sobre todo en las grandes urbes- al interior de “comunidades morales” (Martínez y De la Peña, 2013) y territorios definidos más bien como “objetos de significación” y “apego afectivo” (Giménez, 1996). La modernidad indígena que cultivamos en la REDIIN se expresa en la connotación altermundista que, para los nuevos movimientos sociales, implica tanto la transformación de subjetividades, como el control directo sobre los espacios comunes y los medios de producción. Esto, retomando la perspectiva sintáctica de la cultura de Jorge Gasché (1998), en un territorio -rural o urbano- definido como el espacio socionatural donde comunidades o familias desarrollan actividades, con recursos que son transformados, condeterminadas técnicas e instrumentos, con fines sociales, productivos o ceremoniales destinados al control cultural (Bonfil, 1990) sobre recursos materiales y simbólicos propios y ajenos. El retorno, arraigo y control territoriales -para quienes aún pueden tomar decisiones al respecto- determinan en alto grado la capacidad de realizar trabajos y actividades que vitalizan los valores, los conocimientos y los significados propios, factibles de articularse al currículo escolar. Y, considerando que cualquier sociedad -sea rural o urbana- depende de la integridad sociedad-naturaleza, la relación entre el control territorial y el “para qué” de la educación resulta de vital importancia porque de esta relación se derivan algunos sentidos ontológicos que, en específico, puede tener la educación intercultural.
En México, como nación pluricultural unitaria y federalista, aunque la reforma de 2001 reconoce a las comunidades que integran los pueblos indígenas como unidades sociales, económicas y culturales asentadas en un territorio, no se reconoce su dominio ancestral sobre el mismo. La Carta Magna establece que la libre determinación y la autonomía se dan en el marco de la Constitución y de las leyes con respecto al pacto federal, la soberanía de los Estados y, sobre todo, la unidad nacional.
Entre las múltiples reformas estructurales impulsadas por el Gobierno mexicano que sorprendieron al mundo por su rápida aprobación en el período 2013-2014, no se sabe a ciencia cierta si, por su precipitación o pertinencia, todas parecen abrir cauce a las políticas extractivas (SEGOB, 2015). Por ejemplo: en la reforma energética porque se legitima la venta y explotación de recursos antes nacionales e inalienables, como el petróleo, la energía eléctrica, los minerales y el agua; en la reforma educativa porque las regulaciones laborales y la evaluación de desempeño docente a partir del cumplimiento de los estándares internacionales y nacionales se imponen sobre una educación que fortalezca la comunalidad, el arraigo, la alfabetización territorial y la integridad sociedad-naturaleza; en las reformas destinadas al desarrollo social porque, entre otros programas, se destinan apoyos a comedores escolares o al consumo de productos de la canasta básica, más que a impulsar proyectos productivos y alimentarios bajo control de las comunidades, familias y organizaciones indígenas.
Desde la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte, y aún antes, estas y otras reformas, como la relativa al artículo 27 constitucional, generan resistencias e inconformidades, así como la persistencia y emergencia de nuevos movimientos sociales (Alonso, 2013). Tal es el caso del zapatismo y del Congreso Nacional Indígena (CNI).1 Entre otros aspectos, en el centro de las disputas -con eco en los “para qués” de la educación- parecen estar: 1) el control de los recursos naturales, en contra de la devastación territorial; 2) los megaproyectos de desarrollo y las resistencias al cercamiento de los espacios comunes, y 3) los intereses del capital transnacional, ampliado y global que, en tanto monopolizado, especulativo y corrupto, incrementa la pobreza estructural.
Lo paradójico de las acciones gubernamentales es que multiplican la pobreza en lugar de contenerla, porque los programas sociales inducen a la liberación de fuerza de trabajo y favorecen tanto la flexibilización laboral, como la realización de los intereses del gran capital nacional y transnacional monopolizado. Sin profundizar en las recientes reformas, Rafael Pérez Cárdenas (2014) sostiene que las políticas neoliberales contra la pobreza en México iniciaron en 1988, cuando Carlos Salinas de Gortari, al asumir la presidencia de la República, anunció entre otras medidas la creación del Programa Nacional de Solidaridad Social conocido como PRONASOL. Este programa se centró en la construcción de infraestructura y, en su último informe de Gobierno, Salinas sostuvo que funcionaban alrededor de doscientos cincuenta mil “comités comunitarios”. Habiéndose ejercido más de 52 000 millones de pesos en este programa, el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL) informó que: “la gestión de Carlos Salinas de Gortari terminó en 1994 con un porcentaje de pobreza patrimonial de 52.4%” (Pérez, 2014: 20).
Durante la presidencia de Ernesto Zedillo se vivió una crisis que colapsó la economía e incrementó los índices de pobreza de 52.4% en 1994, a 69% en 1996. Los comités no funcionaron más y, en su lugar, en 1997 se reemplazó el anterior programa por el Programa de Educación, Salud y Alimentación (PROGRESA). Éste ya no destinó recursos directos y en efectivo a estos órganos comunitarios, sino directamente a las familias a condición de que accedieran a servicios de salud y educativos. Aunque Zedillo concluyó en el año 2000 con 2 600 000 hogares atendidos y disminuyó los porcentajes de pobreza de 69% a 53.6%, este porcentaje fue: “similar al registrado al inicio de su administración (Pérez, 2014: 20).
El Programa Oportunidades, aunque en los dos primeros años de la presidencia de Vicente Fox continuó siendo PROGRESA, incluyó no sólo a familias pobres rurales, sino también a familias urbanas. Y aunque el presupuesto para este programa se incrementó en 70% en comparación con el último año de Zedillo, y aunque con Felipe Calderón -entre 2007 y 2012- el monto por familia pasó de 529 a 830 pesos, adicionándose el Programa de Apoyo Alimentario (PAL),2 sus resultados fueron “poco menos que desastrosos”. Esto porque “en diez años aumentaron en casi diez millones las personas en condición de pobreza” (Pérez, 2014: 20).
Aunque estos programas no pudieron romper el ciclo intergeneracional de la pobreza, sus efectos en las dinámicas familiares y comunitarias resultaron negativos. Lejos de romper el ciclo mencionado, estos programas -que impactan desde la educación inicial, pasando por la básica, hasta el bachillerato- generaron procesos de “aculturación”3 imperfectos traducidos en conflictos intergeneracionales muchas veces irreversibles. Estos conflictos a su vez promovieron, en el campo y las ciudades, el abandono de las actividades realizadas en o en torno a las unidades domésticas, así como el debilitamiento de los procesos de “endoculturación”4 que aseguraban la transmisión y reconfiguración culturales.
Si entre los bebés y los niños indígenas de cero a cuatro años -incluidas las abuelas, las madres y demás cuidadores que integran sus familias- el desplazamiento de los procesos de crianza a favor de la escolarización inician aún antes de nacer y durante el embarazo,5 entre los niños y jóvenes indígenas la ambivalencia y la vergüenza con respecto al origen étnico de sus padres y abuelos parecen ser reforzadas por conducto de becas que les exigen estudiar y dejar el trabajo en el campo y las unidades domésticas, haciendo del conocimiento escolar un valor de cambio. Las familias se convierten en productoras de hijos o “prole” en el marco de una relación clientelar, programas-beneficiarios, favorable a la cooptación político-electoral. Por ello, con el objeto de fomentar la inscripción, asistencia y promoción escolares, estos programas destinan vales para la compra de útiles, uniformes y alimentos básicos; esto último como parte de la Cruzada Nacional contra el Hambre establecida por decreto del C. presidente el 22 de enero de 2013, así como el PAL 2010,6 ambos programas destinados a “vivir mejor”.7
En atención al MII, la calidad de vida no depende del ingreso económico de las familias -implícito en el “vivir mejor”- porque, con respeto a la pobreza, al menos en sociedades indígenas amazónicas del Perú y del sureste mexicano:
[…] aun cuando pueden haber conflictos latentes, el bienestar familiar, la armonía social, la cooperación alegre y el compartir generoso, es decir, una calidad de vida propiamente indígena, no está hundida en la pobreza aunque pueda padecerse la escasez de dinero. La sociedad indígena no es acumuladora de riqueza como la sociedad capitalista y no es consumista como la sociedad urbana. En cambio, valora la libertad -la autonomía de las familias-, la solidaridad -el compartir-, la cooperación, la concelebración-, la sociabilidad- el gusto de convivir en armonía y la movilidad -el gusto de moverse y hacer esfuerzos a su ritmo, sin imposición de una voluntad ajena-. Y estos valores, a pesar de satisfacer profundamente a las personas indígenas, no son apreciados por la sociedad nacional, son ignorados y hasta despreciados […] (teleconferencia, UPN, 25 de octubre de 2007).
A partir de mi experiencia de investigación en contextos tanto rurales como urbanos (Bertely, 1998, 2000), quienes sostenemos que la libertad, el compartir, la cooperación y la concelebración son algunos valores positivos relacionados con la calidad de vida de las familias y comunidades indígenas somos tachados de “esencialistas que buscan el retorno del buen salvaje”. Esto ocurre aun cuando estos valores son observables no sólo en el México profundo que prima aún en las grandes ciudades (Bonfil, 1990), sino en las prácticas cotidianas de las familias y comunidades campesinas y, sobre todo, en el valor relativo asignado al dinero y al ingreso económico. Como sostuvo una profesora indígena que cursa los diplomados sobre el método inductivo intercultural en el estado de Puebla:
El valor dado al dinero depende del grado de aculturación. Si estoy muy aculturado pienso que estudiar me ayudará a acumular dinero para ser alguien en la vida. En cambio, cuando es más importante nuestra Madre Tierra que el dinero, se siente en nosotros la fuerza de la endoculturación, la comunidad y la familia (intervención, Juanita Noriega, Tehuacán, Puebla, abril de 2015).
Como exponemos en un artículo reciente (Bertely, Sartorello y Arcos, en prensa), los educadores mayas y campesinos que cuidan y controlan desde Chiapas el proyecto educativo de la UNEM/EI y la REDIIN no asignan un valor absoluto al dinero, sino relativo, como sostuvo nuestro colaborador ch’ol en una conversación informal:
[…] amar a la tierra que es nuestra madre, devolver a la tierra lo que nos ha dado, sembrar la diversidad de plantas, hacer casa para los pájaros y los animales diversos, es lo que sabemos hacer. La verdad, no nos falta alimento porque lo tenemos en el campo, pero cuando hay enfermedad hace falta un poco de dinero (comunicación personal, Francisco Arcos).
En contraste, las políticas públicas para la superación de la pobreza asignan valor absoluto al dinero y se destinan a “hogares” definidos como aquellos “cuyo ingreso mensual per cápita estimado es menor a la Línea de Bienestar Mínimo (LBM)” (Irala, 2013). De ahí que la Cruzada Nacional contra el Hambre se destine a personas, familias y hogares catalogados en condiciones de pobreza a partir de criterios socioeconómicos, como el ingreso mensual per cápita. Estos programas no consideran los derechos colectivos ni cómo las familias o comuneros, a partir de actividades realizadas en sus territorios, podrían desarrollar y consolidar capacidades para participar activamente en su buena salud, alimentación y calidad de vida, de modo que se pudiera contrarrestar el consumo de productos sintéticos y de comida “chatarra” que tanto ha dañado la nutrición humana y de estos pueblos.8
¿Por qué los apoyos oficiales no se destinan a fortalecer las iniciativas colectivas, sociales y comunitarias destinadas al “buen vivir”?, ¿por qué las reformas educativas no impulsan el desarrollo de actividades productivas agrícolas, campesinas y pesqueras, entre otras -incluidos los techos verdes, huertos y hortalizas escolares en las ciudades-, para favorecer la buena alimentación, un arraigo territorial que supone el respeto a la naturaleza y la conciencia de los derechos de la Madre Tierra, así como la vitalización de culturas, significados, valores y lenguas propios?, ¿todo ello está implicado en la construcción de “modernidades indígenas” (Rivera, 1986) alternas también para Occidente? El hecho es que los programas sociales se destinan a “hogares” en atención a cifras poblacionales, más que a las demandas y propuestas de las organizaciones y movimientos indígenas.
Aunque los contrastes pueden parecer exagerados, producto de perspectivas dicotómicas y esencialistas, los que existen entre los “para qués” de la escolarización se distinguen -al menos en parte- a partir de su relación con los usos y fines sociales del dinero. En consecuencia, en la REDIIN los recursos asignados por financiadoras nacionales e internacionales no se reparten en forma de becas, sino que se cuidan en función de lo que Holloway (2013) define como “¡comunicemos!”. En pocas palabras, mientras los proyectos alternos y construidos “desde abajo” se esfuerzan por sembrar comunalidad y autonomía, incluidos el uso y fines sociales del dinero entre muchos otros valores factibles de educarse (Maldonado, 2011), las políticas contra la pobreza destinan dinero directo a una “población objetivo” integrada por “beneficiarios”, cuya particularidad adicional a la pobreza supone la existencia de diferentes etnias.
A partir de 2014, Oportunidades se transformó en Prospera Programa de Inclusión Social, con el objetivo no sólo de mejorar la educación, la salud y la alimentación, sino también de propiciar el fomento productivo, la inclusión financiera y laboral, la generación de ingresos y el bienestar económico. Con este programa la Secretaría de Desarrollo Social (SEDESOL) busca garantizar el acceso de la población en pobreza extrema a los derechos sociales establecidos en la Ley General respectiva. Lo alarmante del caso es que, tras veintidós años de políticas en contra de la pobreza, se mantiene la misma población de pobres -que más bien habría que definir como población escasa de dinero-, la burocracia estatal crece exponencialmente, y la insuficiencia para adquirir la denominada “canasta básica” y para acceder a servicios de salud, educación, vestido y vivienda disminuyen menos de un punto porcentual (CONEVAL, 2010). Además, aunque la SEDESOL argumenta que este programa dejará de subsidiar la pobreza para “impulsar la productividad”, Carmen Lara sostiene que:
[…] el cambio de Oportunidades a Prospera, anunciado por el Gobierno federal como un tema fundamental para combatir la pobreza, representa solo un nuevo nombre y no una transformación estructural, aseguran especialistas. […] Indican que Prospera tiene prácticamente los mismos programas de inclusión que su antecesor, y en cuanto a inclusión financiera los recursos que serán asignados no se especifican en el Proyecto de Presupuesto 2015 (Lara, 2014).
En la última parte de este artículo menciono algunos “para qués” de las “otras” educaciones, en alusión a la lucha contra el despojo territorial encabezada por el zapatismo y el CNI, para cerrar con algunos resultados de la REDIIN y, en particular, con el tipo de actividades explicitadas por los educadores y profesores indígenas en su lento pero seguro transitar hacia una sociedad enfocada al buen vivir por conducto del MII.9
En primera instancia, el despojo de los territorios indígenas es condición y causa, más que resultado y efecto, de la pobreza estructural a que conducen tanto la migración y el abandono de los bienes de producción, como los apoyos destinados supuestamente a combatirla. Integrantes de la REDIIN (Bertely, Sartorello y Arcos, en prensa), de acuerdo con Mina Lorena Navarro (2012), sostenemos que:
[…] el despojo capitalista de los bienes naturales a los que se refiere nuestro colaborador ch’ol -como “la madre tierra” y las comunidades de plantas, pájaros y animales que se nutren de ella- afecta la relación entre el productor directo y sus medios de producción. De hecho, la acumulación originaria, a la que Carlos Marx consideró el signo primigenio del capitalismo, es más bien su condición permanente y afecta los conocimientos y valores indígenas, además de desvalorizar la vida campesina en contraste con la sobrevaloración de consumos, servicios y bienes derivados de la urbanización y la modernización dominantes (Bertely, Sartorello y Arcos, en prensa)
En resistencia y rebeldía al capitalismo global, en conmemoración a compañeros caídos del EZLN, un comunicado derivado de una reunión llevada a cabo en el caracol zapatista de La Realidad en 2014, donde veintiocho pueblos indígenas organizados en torno al EZLN y el CNI se manifestaron como los “guardianes de estas tierras”, resulta contundente no sólo con respecto a una larga historia de despojo objetivada en la modificación al artículo 27 constitucional o la reforma de 1992,10 sino la devastación de los territorios indígenas a partir de las políticas públicas extractivas que se articulan a los intereses del capital nacional y transnacional. En el cuadro dos se reproduce su palabra sobre este aspecto (ver apéndice 1)
Estas palabras anteceden a la lista de “espejos que se reflejan en los espejos que somos”, de cara a un poder de Estado configurado con base en los acuerdos entre legisladores y jueces con empresas nacionales y transnacionales, en contubernio con instituciones de Gobierno y autoridades agrarias, cobijado por comisiones e instituciones estatales y federales, y protegido por el ejército, la policía, los paramilitares y los poderes fácticos. De los despojos denunciados, retomo en el apéndice 2 algunos que refieren a Michoacán, Oaxaca, Puebla, Yucatán y Chiapas, como las entidades mexicanas donde la UNEM/EI y REDIIN están sembrando el MII (ver apéndice 2).11
En conclusión, dado que resulta imposible por cuestiones de espacio profundizar en las características y los resultados de la larga trayectoria étnico-política construida en torno al MII, ante lasmúltiples denuncias y expresiones de despojo territorial la REDIIN trabaja para construir “otras educaciones”. Para ello, desde 1995, indígenas y no indígenas -en un equilibrio sometido a tensiones entre los poderes sustantivo y formal que ambos ejercemos (Bertely, 2013)- perseveramos en la construcción de comunalismos, como sostiene Benjamín Maldonado (2011), sustentados en el control territorial de los recursos propios y del poder egoísta. Estos comunalismos, lejos de nutrir una perspectiva política comunitarista -sin intervención del Estado-, implican la construcción de una ciudadanía activa y solidaria también distinta a la que promueve el modelo liberal (Bertely, 2007). Y esta construcción no se da únicamente en los márgenes del Estado, con las comunidades en resistencia y autónomas que nos acompañan, sino en espacios de resistencia, poder y disputa al interior del Estado.
Este “otro educar” se funda en el MII, que sistematiza la pedagogía indígena y que, sin exponer aquí sus fundamentos y principios básicos, se detona a partir de una perspectiva sintáctica de la cultura que Jorge Gasché sintetiza en una frase (Gasché, 2008) que los integrantes de la UNEM/EI plantean en los siguientes términos: “Nosotros vamos a nuestro territorio a pedir un recurso que trabajamos para satisfacer nuestras necesidades sociales”. Los términos de esta frase, interpretados desde la perspectiva indígena, y sometidos a la “co-teorización intercultural” (Sartorello, 2014), son definidos de la siguiente manera:
Nosotros: Al utilizar la palabra nosotros, enfatizamos la importancia de la realización de las actividades. De hecho, en nuestras sociedades se privilegia esta dimensión comunitaria sobre la dimensión individual […]
Territorio: Al usar la palabra territorio nos referimos a lo que nos engloba a todos, la base donde partimos, lo que nos mueve y nos rodea, lo que nos hace actuar. Territorio no es únicamente una extensión de tierra inerme. La montaña, los árboles, los cerros, las cuevas y los ríos también tienen vida. Territorio para nosotros es un todo, integrados los hombres, los animales, el aire, el suelo, el agua, los ajawes, los truenos. Todo lo que existe dentro de lo que se puede alcanzar a ver o sentir. El territorio es el respeto a la tierra, a las personas, a los animales, es todo lo que hay, todo lo que vive. El territorio no es solamente por donde vivimos sino algo mucho más amplio, va más allá de los límites de la comunidad, del municipio o de la misma nación. Cuando nos referimos al ámbito productivo trabajamos en nuestro territorio y no en uno de otra comunidad; sin embargo, si hablamos de ofrendar o de hacer algo ceremonial, entonces sí podemos ampliar más el territorio hasta abarcar toda la naturaleza.
Pedir: Utilizamos la palabra pedir para subrayar la relación sagrada con la Madre tierra, a la que, en diferentes momentos del año, los indígenas tseltales, tsotsiles y choles pedimos, con mucho respeto, los recursos naturales que nos sirven para vivir, y ofrendamos algo a cambio para agradecer la vida que nos está dando.
Trabajamos: Al decir trabajamos, por un lado, queremos enfatizar en la dimensión colectiva del trabajo, ya que, en nuestras comunidades, los hombres trabajan juntos y no como individuos aislados; por otro lado, destacamos la importancia del trabajo como valor positivo fundamental de nuestras sociedades y culturas.
Necesidades sociales: Nos referimos a la función social implícita en la realización de una cierta actividad social, productiva, ritual o recreativa. En esta parte entra lo valoral, aquellos valores positivos que orientan la vida en nuestras sociedades y culturas (Sartorello, Gutiérrez y UNEM, 2009: 85-86).
Por conducto de la co-teorización intercultural (Sartorello, 2014), así como de los interaprendizajes entre indígenas (REDIIN, 2011), los educadores y campesinos mayas de la UNEM/EI han acompañado la formación de un número aproximado de quinientos profesores indígenas en el MII, muchos de ellos adscritos a la Dirección General de Evaluación Institucional en los estados que integran la REDIIN, para que sean capaces de explicitar los conocimientos implícitos en las actividades realizadas por los comuneros, las comuneras, los niños y las niñas. Estos conocimientos quedaron plasmados en un buen número de calendarios socionaturales y tarjetas de auto-interaprendizaje (Bertely, 2012a, 2012b, 2012c y 2012d). Estos materiales, de autoría comunitaria y docente indígena, fueron producidos en el Laboratorio Lengua y Cultura Víctor Franco del CIESAS, y se diseñaron en torno a la elaboración de objetos de fibra vegetal, la recolección, los rituales y las fiestas, la crianza de animales, la elaboración de herramientas, la agricultura y la cocina, entre otras actividades.
Nuestro aporte a las “otras educaciones” es que el MII permite construir una modernidad indígena que reivindica la vida comunal y campesina en los márgenes de la escuela. Esto implica partir de un concepto de interculturalidad conflictivo que, sustentado en motivaciones no sólo pedagógicas, sino políticas (Gasché, 1998), subvierta las relaciones históricas de subordinación y dominación entre la sociedad hegemónica y las sociedades indígenas, campesinas, pesqueras y bosquesinas, incluidos todos aquellos colectivos cuyos conocimientos y valores -implícitos en actividades propias- hayan sido históricamente subalterizados y silenciados. Desde una “sociología de las emergencias”, como sostendría Boaventura de Sousa Santos (2009), los conflictos y las articulaciones entre diversos “corpus de conocimiento” se dirimen en el campo de los valores, el sentido ontológico del conocer y, en pocas palabras, en saber reconocer y dialogar en torno a los diversos sentidos o “para qués” de las “otras educaciones”.