El sentido común, aquel que nos hace comprender que lo que compartimos es el enfrentamiento
ante el mal y el vértigo ante la devastación y lo inesperado, nos compele a no eludir
ni por un instante la idea de responsabilidad colectiva frente a lo que está sucediendo,
más allá de que lo que esté sucediendo nos lleve a la indignación, a la frustración
o a la inacción. El mal no ha comenzado en estos últimos tiempos, sino que viene gestándose
desde hace mucho, y se ha anunciado sin paliativos a través de distintas formas de
violencia social, cultural, económica y política.
Tenemos detrás de nosotros un siglo que, tras pasar por la extenuante experiencia
de brutales totalitarismos, acabó en la promesa redentora de la globalización, pero
inexorablemente con la realidad manifiesta e irreductible de una desigualdad mundial
sin precedentes en la historia. Hemos comenzado otro siglo que, en su brevedad cronológica,
parece dar muestras contundentes de que la zozobra, la inquietud, y hasta el desasosiego,
son sus más pertinentes descriptores.
En el siglo XX aprendimos que Dios no juega a los dados, pero también que la violencia,
desde la irracional e inespecífica hasta la que puede llegar a ejercer el Estado,
dirigida y pertinaz, sostenida en su supuesta legalidad, denuncia tanto el olvido
del valor que representa cada vida humana y sus necesarias condiciones de existencia
digna, como el desprecio por las diferencias como nexo ineludible de la convivencialidad
y la negación del otro, con sus bienes y sus males. Era el peor de los atajos para
prefigurar el futuro que queríamos. Hoy, perplejos y casi más espantados que indignados,
debemos abocarnos nuevamente a la tarea de pensar nuestro mundo y de construir mediaciones
hacia el juego de la vida social para que no nos golpee el peor de los males en su
forma más indigna, la indiferencia, y para no aniquilar la más humana y elemental
de las utopías, la esperanza de que otro mundo es posible, pero que, si existe, si
realmente lo deseamos, depende sólo de nosotros, del vínculo que seamos capaces de
construir.
La peculiaridad de la experiencia humana, sea cual sea, implica siempre una complejidad
que, por principio, descentra las supuestas verdades objetivas y construye más sentidos
de los esperados y más representaciones operativas que verdades absolutas. ¿Qué papel
juega la representación social de uno mismo y de los otros en el contexto de una identidad
personal?, ¿y qué papel juegan en la constitución de los imaginarios colectivos las
representaciones que forman el nosotros, para diferenciarnos de los otros, en la constitución
política de la ciudadanía, en tanto institución con capacidad para hacer frente a
los conflictos sociales, a los miedos colectivos, a la instituyente culpa y a las
otras posibles culpas que la historia nos va señalando? Me refiero tanto a las representaciones
psicosociales como a la representatividad de los diferentes sujetos y grupos; tanto
aquellas representaciones que sustentan el sentimiento de pertenencia o de distancia
crítica respecto de la propia cultura o sociedad, como a la idea/imagen/discurso que
define a los grupos para sí y para los otros. Estoy pensando, lógicamente, en las
diferencias que estructuran la noción de ciudadanos, lamentablemente aún sujeta a
las identidades nacionales frente a los que no la tienen, a quienes son extranjeros,
inmigrantes o maquetos, finalmente diferentes, carentes de derechos y exentos de deberes;
aquellos que representan “lo otro” social en cualquier lugar del mundo
Cabe, para comenzar este recorrido, una primera observación general: la antigua rejilla
categorial que asignaba un lugar fijo y estable a las diversas realidades, situaciones
y sujetos determinándolos a ser tales, habrá de considerarse ahora como una complejísima
trama que los sobredetermina y transforma más allá de lo esperable e, incluso, de
lo deseable. Y los sobredetermina porque en el discurso de las realidades históricas
es muy difícil encontrar una respuesta única para problemas irreductiblemente complejos,
como son en sí mismos la sociedad o la ciudadanía, más aún cuando estas instituciones
han de responder a políticas de intimidación y de acecho que la sociedad creía superadas
y sólo vívidas en los inciertos recodos del pasado.
Las ciencias sociales importaron el concepto “sobredeterminación” del psicoanálisis,
ya que fue el mismo Freud quien acuñó el término para explicar que cada elemento del
sueño podía remitir a diferentes causas y, a su vez, una misma causa podía estar representada
por varios elementos (Freud, 1981). La determinación del sueño o del síntoma, así como las representaciones socioculturales,
las identidades institucionales como la ciudadanía o los fenómenos sociales en su
amplia variedad, se comprenden, entonces, por la superposición y la interconexión
simbólica de diferentes estratos de significaciones. Lejos de proponernos un referente
unívoco, todo mecanismo de representación da lugar a diferentes cadenas explicativas
que no siempre pueden cerrarse en un concepto estable y, mucho menos aún, único.
Por ejemplo: ¿qué representaciones sostienen en una dimensión no consciente de la
cultura y la territorialidad el sentimiento de pertenencia a una comunidad, una tradición
o una nación? ¿Es posible mantener la responsabilidad de la incumbencia social sin
que intervenga a la par el ejercicio de una distancia crítica respecto de lo propio?
¿Es posible articular una ciudadanía como expresión política de la pertenencia sociocultural
a una serie de particularidades vivenciales, pero al mismo tiempo pensar esa ciudadanía
como imperfecta, abierta a la diversidad y siempre conflictiva? Cada cultura retiene,
del amplio flujo de lo dado, diferentes significaciones que rigen las representaciones
simbólicas de todo y del todo: del cuerpo y del alma, de lo visible y de lo invisible,
de las formas de organizar lo central y los márgenes, lo que corresponde incluir y
lo que no puede traspasar fronteras y ha de quedar excluido… Estos signos y sus valores
subtienden la pertenencia en sentido tanto positivo, como negativo.
En su Tratado de la naturaleza humana, Hume (2010) arroja la siguiente figura: “Un inglés en Italia es un amigo. Un europeo
lo es en China y quizá querríamos a un hombre, sólo por serlo, si lo encontrásemos
en la luna”. La cita pone de manifiesto que se trata de un sentimiento sobredeterminado
en la medida en que no tiene un referente inamovible, sino que va creando su referente
de acuerdo con la situación o contexto en el que se experimenta. Pero también interesa
rescatar otra enseñanza concomitante: quien no reconoce la primacía de lo social y
cultural, el hecho de que “pertenecemos a algo antes de ser algo” (Frye, 2003), incurre en una visión falsamente individualista. Frente a la siempre rechazada
tendencia a mirarse el ombligo, lo cierto es que parece tratarse de una práctica muy
necesaria si somos capaces de hacerlo con “el ojo educado”, porque el ombligo, en
su expresividad, nos debería recordar que hemos pertenecido a otros -sujetos, tiempo,
espacio- antes de ser quienes nos miramos. Pero también -y paradójicamente- resulta
espuria la identidad de cualquier sujeto que no puede tomar distancia respecto a las
formas específicas de su propia pertenencia social, ejerciendo la libertad de juzgarla
e incluso, llegado el caso, enfrentándose a sus exigencias o propuestas. Tales son
la responsabilidad de la institución ciudadana y el ejercicio necesario e irrenunciable
para ser tal, para ser ciudadanos. Porque la institución ciudadana, más que un título
otorgado, es una conquista desde lo social que acepta sus divisiones -no hay sociedad
sin divisiones-, pero que propone un foro de pertenencia para, desde allí, construir
el vínculo con los demás, sean propios o no. Porque la institución de la ciudadanía
debe ser la instancia más abierta a la pertenencia, a condición de que le reconozcamos
pertenencia por derechos y por deberes, irremisiblemente sujeta a la pluralidad y
a la inclusión de los otros como otros, incluso en sus manifestaciones más radicales.
Una sociedad que destruye su libertad, según Frye (2003), engendra el mundo orweliano de 1984 (Orwell, 2009); una sociedad sin sentimiento de pertenencia, sin incumbencia alguna, engendra “un
mundo feliz” como el de Huxley (2007), donde la indiferencia reniega de la libertad misma porque nada pesa como arraigo
y nada importa como compromiso. Si esto sucede, si alguna de estas dos líneas posibles
de distorsión se enquista en lo social y pretende dirimirse como ciudadanía excluyente,
las condiciones para engendrar culpas y miedos estarán servidas. Dicho en otros términos:
si la ciudadanía no nos acoge a todos -a todos, aunque muchas veces resulte insoportable-
habrá miedo a la exclusión, que nunca tiene claridad en los límites de su alcance,
y habrá culpas mal asumidas que acabarán redundando en desviaciones comprensivas acerca
de los otros y, lo peor, acerca de uno mismo.
Para avanzar en la consideración de la ciudadanía, demos un paso más desde estos principios
pensando una ciudadanía en la que opera la tensión fructífera entre pertenencia y
distancia, entre incumbencia y libertad. Por seguir con la terminología de Frye, la
opción no adopta, ni puede adoptar, la antigua forma viciada de la alternativa excluyente:
una opción o la otra. Por el contrario, lo que rige es la alternativa inclusiva o
incluyente: tanto una, como la otra, aceptando al mismo tiempo que en lo social existen
diferencias y, más aún, divisiones, porque ella misma, la división, es constitutiva
y estructurante de lo social. Pero la ciudadanía, en tanto expresión política de la
democracia y forma irrenunciable de los Estados organizados, exige comprender esta
misma institución en tanto articuladora y a la vez resultante de un régimen -tal vez
el único en la historia hasta ahora- en el que, como sucede en la democracia, la libertad
se comparte y se reparte. Ello implica, necesariamente, la aceptación del conflicto
en su propia definición. Porque, si por un lado la democracia se construye sobre una
base social estructurada en la división misma y por la consideración de que el otro,
lo otro, lo diferente, está también presente y lo está de forma amenazante -reconozcámoslo-,
el debate perenne al que se enfrenta la responsabilidad ciudadana es el conflicto
entre comunidad e inmunidad. Se trata de un conflicto aporístico del cual, de manera
concluyente e irreversible, no se puede salir. Las democracias están siempre amenazadas
desde adentro y desde afuera, y las ciudadanías son su única posibilidad de autoinmunidad,
autoinmunidad plausible a condición de aceptar que se trata de una aspiración construida
desde una institución no cerrada ni plegada sobre sí misma, a la que no le alcanzan
las actas fundacionales, ni los preámbulos de buenas intenciones, ni los mejores padres
fundadores -curiosa ausencia de madres en lo que muchos países dan en llamar patrias-
para construir su trayectoria histórica y en la que su única viabilidad de sentido
es aceptar su apertura para replantear constantemente su sentido y dirección, para
enfrentar las amenazas y para buscar la manera de integrarlas respetando sus diferencias
constitutivas; es decir, para integrar políticamente la diversidad, pero sosteniendo
los conflictos de las diferencias en todas sus expresiones, ya sean económicas, sociales,
culturales o políticas, o, como suele pasar la mayoría de las veces, en el entramado
de todas a la vez.
De esta forma se comprenderá por qué la institución de la ciudadanía es una institución
de responsabilidad, porque es la que se encarga de articular las respuestas ante los
conflictos históricos que se producen, los mismos que irrumpen en la convivencialidad
cotidiana, entre las herencias de las formas en que nos percibimos, nos sabemos y
hacemos discurso -aunque ya conocemos, con Arendt (1984),1 que toda herencia nos llega sin testamento-, y lo otro, los otros, en toda su compleja
y amenazante potencialidad. Porque la ciudadanía es la expresión por excelencia de
la “pluralidad”, condición que nos marca a un mismo tiempo la posibilidad de ser “iguales”,
siendo “distintos”. O mejor aún, pluralidad en tanto iguales en la diferencia, y diferentes
en la igualdad. Pluralidad, por tanto, de sujetos únicos, porque la identidad personal,
al igual que las identidades grupales, es un juego de diferencias con los otros, siempre,
de manera irreductible, dentro de una lógica de confrontaciones, comprendida como
construcción narrativa debajo de la cual opera el conflicto de poderes que, siendo
entre iguales responsables, no ha de institucionalizar ni el miedo ni la culpa. Pluralidad,
finalmente, que presenta, cómo no, su parte de sombras en la fragilidad, la “vulnerabilidad”
del “todos”, sin dominio de “uno”. Porque ni siquiera el cuerpo de leyes que rige
los conflictivos vínculos de la sociedad y de ésta con el Estado, es “uno” incuestionable
o irreversible, sino una forma de discernimiento procedimental sujeta a la voluntad
de transformación que se consigna en esa misma fragilidad del todos que es la “ciudadanía”.
Una ciudadanía asumida como espacio paradójico en donde los éxitos -y los fracasos-
son provisionales y no apuntan a una solución global y definitiva de ninguno de sus
retos, sino a una construcción siempre, más que inacabada, destotalizada, como lo
es la realidad social en todo tiempo y lugar. No hay sociedad fuera de la historia
ni hay historia que pueda creerse definitiva o totalizada salvo, claro, en el totalitarismo.
En efecto, salvo en el totalitarismo, donde coinciden totalmente -es decir brutalmente-
sociedad y Estado, tiempo y espacio, lo social está siempre abierto y persiguiendo
una definición de su momento que nunca alcanza, salvo en el a posteriori de la búsqueda de comprensiones escénicas. Esta realidad no debería inducir a la
inacción, al desencanto o a la conformidad, porque, por el contrario, lo que pretende
es abrir el compromiso ciudadano que haga de esta indefinición un fermento siempre
activo en la vinculación entre realidad social y acción política, tan necesaria y
esperanzadora para la condición humana. No asumir la responsabilidad de saber que
toda realidad es destotalizada, y que así debe ser, implicaría asumir una sociedad
miedosa en la que las amenazas de la extorsión, de la prepotencia, e incluso de una
potencial dictadura, se fraguarán aun dentro de los cánones legales de la democracia.
Pretender erigirse, en el otro extremo, como momento total de la historia, significaría
no dejar abiertas las opciones al devenir y eso, con justicia, provocaría una colectiva
culpa paralizante como seña de identidad de una sociedad sojuzgada bajo un Estado
sin representación gubernamental.
La ciudadanía entre los derechos y los deberes
Asumir esta apertura inquietante de la condición ciudadana y de su trasfondo social
concreto, que constituye el eje de la responsabilidad pública de todo sujeto maduro,
abre a un debate que resulta, cuando menos, extraño en nuestra sociedad, y más extraño
aún cuando, hasta hace poco tiempo, esta sociedad se pensaba a sí misma como sociedad
de la abundancia y hoy muestra evidencias incuestionables de su fragilidad, su brevedad
y su ser espurio. Me refiero al debate sobre los deberes, tan oculto debajo de sociedades
y culturas que han vivido estos últimos años como sociedades de “derechos”.
Si consideramos el tratamiento otorgado por el discurso de nuestra época al concepto
“derecho humano”, se vuelve manifiesta una franca asimetría con su complementario,
el deber. En efecto, para un sujeto políticamente concebido a partir de la idea de
derecho, ¿qué deberes humanos universales implica vivir en un mundo como el presente,
globalizado por una parte y profundamente desigual por otra? La idea de derecho, aunque
sólo sea como declaración, es relativamente reciente: no tiene más de dos siglos.
El concepto deber, en cambio, es tan viejo como nuestra cultura; nunca fue declarado
porque ha devenido de la base de los más antiguos mitos desde el principio de responsabilidad
individual, eje de la moral de Occidente, e idea central de deuda y culpa tan hegemónicas
en la moral judía y cristiana que nos contiene.
El siglo XX, por su parte, se ha encargado con creces de tergiversar el problema.
Si la responsabilidad se ha trashumado en culpa, en mala conciencia, la impotencia
de una patología del deber centrada en la falsa idealización de los sujetos y de los
modelos culturales provenientes de la figura del héroe se ha pervertido en una patología
de la felicidad cuyo eje central es la figura modélica del sujeto consumidor como
representación por excelencia del derecho omnímodo e irreflexivo, promocionado, promovido,
publicitado y expandido por la fuerza mediática del mercado en tanto sujeto ideal
y deber ser de cada ciudadano. Frente al héroe abnegado, entregado, comprometido y
dispuesto a morir por los demás, ha prevalecido la figura del individuo hedonista,
inescrupuloso, gozador y tragaldabas. Ha prevalecido, finalmente, una suerte de “derecho
al deseo”, entendido no como encuentro del sujeto con sus propias fantasías y realidades
posibles, sino como cumplimiento de un decálogo programado por y desde el imaginario
de la cultura consumista. Así es como confluyen, muy lejos de las expectativas que
el siglo XVIII dio a la idea de ciudadanía, un sujeto sin fronteras en el mundo que
reclama su derecho a consumir, porque este es el “deber” por excelencia de la lógica
social dominante. Para mayor calvario, esta idea del deber es explotada por las ideologías
conservadoras, nacionalistas o ultraliberales, según las cuales los derechos “conseguidos”
a lo largo de la historia de las luchas sociales se vuelven para la masa ciudadana
-y más aún para la que aspira a serlo en algún lugar del mundo- “derechos concedidos”
ya ni siquiera por los Estados como entidad simbólica legitimada desde la ciudadanía,
sino por las administraciones, que se erigen en poseedoras de la capacidad para conceder
identidades por excelencia de todo tipo: sobre la salud, la educación o la participación.
La ciudadanía, de esta forma, se sustenta de manera aplastante para cualquier sujeto
en una forma de responsabilidad individual por la que el “individuo” -ya ni siquiera
sujeto- “debe”, en la misma proporción en la que se le otorga, pertenecer a lo social
en la medida en que recibe y paga -de alguna manera, pero sobre todo económicamente-
aquello que recibe. Esta es la lógica del ciudadano individual, del ciudadano cliente
ante la administración que reclama el otorgamiento de derechos en la medida en que
paga -compra, adquiere- las prebendas de dicha condición. Quienes no pueden acceder
al mercado quedan fuera de lo social y, por supuesto, de la participación ciudadana
real -además de quedar fuera de la alimentación, del acceso a las energías, de la
posibilidad de beber agua potable o de desarrollar proyectos-.
Los pobres son extranjeros de esta humanidad cuya identidad protosustancial más elocuente
es la de ser consumidores atemorizados ante la amenaza de perder identidad si no cumplen
su cometido. La importancia estratégica de pensar de una forma nueva la condición
y potencialidad de la ciudadanía urge como única herramienta de apertura a un futuro
que no esté signado por los fracasos del pasado ni por los temores aterradores de
un futuro incierto desde todas y cada una de las hebras que tejen el tejido con y
en la realidad histórica que toca vivir. Pero, para ello, será necesario revisar los
postulados desde los cuales pensamos nuestras instituciones, y especialmente la idea
de ciudadanía.
La condición ciudadana
Difícilmente percibimos la condición de ciudadanía como una forma de lazo social debajo
del cual opera un sujeto con conciencia política, con conciencia moral o con subordinación
satisfecha a la ordenación jurídica. La sospecha de que ninguno de estos atributos
es importante en la construcción de lo social se ha instalado entre los ciudadanos
mismos y dudamos, incluso, hasta de la capacidad de nuestros semejantes para orientar
el sentido de su participación democrática, de su juicio para la elección racional
de candidatos, de la lógica igualitaria de la justicia o del valor diferencial de
un documento de identidad acreditativo de la confianza que la nación-Estado deposita
en una persona. De hecho, en nuestras culturas un documento de identidad tiene menos
valía que una tarjeta de crédito.
Por su parte, el Estado ya no parece definirse como nacional, si nacional es la concordancia
ciudadana con formas específicas de la cultura peculiar, sino más bien como mecanismo
técnico-administrativo de control y de gestión, incluso técnico-burocrático, ante
el cual habrá de subordinarse el conjunto de la población. La legitimación social
y política del Estado ya no proviene de su anclaje histórico ni de su capacidad para
mediar y hacer converger en intereses generales las demandas y expectativas de diferentes
sectores sociales, sino de su mayor o menor eficacia en los cometidos sobre los que
debe operar, los cuales habrán de ser desarrollados con lógica de gran empresa: organizados
desde las propuestas del marketing -ya sea político, o comercial-, presentados con
el mismo esquema comunicacional con el que se publicitan los refrescos y los detergentes,
utilizando los mismos soportes mediáticos que aquéllos y, finalmente, capitaneados
por la figura del político empresario -o empresario político- que tiene en diferentes
representantes -Berlusconi como gran paradigma- su expresión más acabada y sonriente.
Y resulta que en la actualidad esta idea de Estado ya no es, tampoco ella, un marco
apropiado para el desarrollo del capitalismo en la era de la economía global, de lo
que da cuenta con creces la actual crisis financiera y ya, como no podía ser de otra
forma, económica y social. Porque un Estado-nación pretendía ser la coincidencia de
una identidad social -más o menos laxa- con una realidad de mercado interno o nacional.
Pero el mercado ha desbordado totalmente las fronteras nacionales -la aparición de
los macroestados es más que un síntoma- tras la búsqueda, tal vez desesperada, por
lograr formas capaces de conjugar verbos de sentido opuesto. El Estado-nación que
operó hasta mediados del siglo XX como una ficción orientativa de la identidad del
vínculo social y soporte geográfico de la ciudadanía, ha dejado de ser operativo porque
la reproducción ampliada del capital desborda la supuesta sustancialidad de las fronteras
nacionales.
Un síntoma muy claro de que esto sucede no sólo en la realidad contextual que vivimos,
sino en la conciencia de los sujetos mismos, es que cada vez más se percibe el carácter
inventado de las identidades nacionales, la invención de esos mismos valores que antes
se vivían como naturales e incuestionables, síntoma de la falta de credibilidad creciente
en las instituciones políticas y en las simbologías a ellas asociadas. Y esto no suele
suceder en el interior de ninguna institución cuando ésta es capaz de actuar como
un atractor verdadero, sino desde la descomposición de sus facultades operativas.
Por ello, el ciudadano se debilita como soporte subjetivo de los Estados actuales,
puesto que la eficacia desde la que se respeta la integridad administrativa de un
Estado no lo es porque exista en función de la ciudadanía, sino en función de una
nueva entidad que ha venido a reemplazar a aquélla: los individuos consumidores, consumidores
incluso de puestos de trabajo (Alonso, 2006). Asistimos, por tanto, a la mutación del estatuto moderno de sujeto: ya no es más
ciudadano, sino que ahora es consumidor, por lo que no parece exagerado anunciar dos
grandes cambios intangibles en las sociedades modernas: la de los ciudadanos, y la
del Estado-nación como representación de los lazos operantes que dieron consistencia
identitaria a las sociedades políticas surgidas a partir del siglo XVIII.
Se modifica también la noción de vínculo social. La relación de lazos ya no es entre
ciudadanos que comparten un proyecto y una historia -una conciencia de antecedente
común aunque medien consideraciones diferentes y hasta enfrentadas sobre ella-,
sino
entre consumidores que intercambian signos de representación de su lugar en el
campo
heteróclito de la escala social que propicia la sociedad de consumo. Y se modifica
también el viejo concepto de representación, en tanto representación política
de una
identidad sobre la que ha de asentarse la cohesión social, para ser reemplazada
por
la representación de la imagen, una construcción ficticia de formas de ser y de
hacer en el tiempo de las instantáneas, un nuevo tiempo social que, como señala
Miguel Marinas (2004), es el tiempo que
ya se anticipaba un siglo atrás, en los inicios del siglo XX, como tiempo necesario
de la lógica del consumo, y que ha tomado forma articulante un siglo después.
La nueva realidad de la globalización lo es también para las posibilidades interpretativas
de lo social: la historia ya no es más el fundamento de las formas de ser y de hacer
de los pueblos, sino la emergencia siempre cambiante de las necesidades del mercado,
que no son las necesidades de las personas ni tampoco los deseos de los consumidores,
sino las necesidades del propio mercado y de sus grandes emporios empresariales. Es
la gran necesidad de la lógica del beneficio la que opera como motor de un sistema
que, después de años de narcisismo triunfante, ha tenido que demandar a las instituciones
públicas y al sostén de lo público la ayuda para mantenerse en su hegemonía, de lo
que han dado buena cuenta las entidades financieras, gran perfil del capital transnacional
que aparece como el momento más dominante de lo verdaderamente apátrida. La pantalla
de la computadora, como nueva forma de construcción de identidades y de vínculos,
el famoseo o el celebrity como nueva forma de movilidad social efímera, sostenida por la ya insostenible pantalla
del televisor, son lamentables pero drásticos ejemplos de estas mismas dimensiones
en el ámbito de lo cultural. Si la plaza pública ha sido ocupada por el shopping center es porque los espacios cívicos más atrayentes han pasado a ser los nuevos centros
comerciales, nuevos templos de la capacidad alucinatoria de la ideología oficial en
que vivimos.
El vacío instituyente
La soberanía, la ciudadanía, la cultura civil, la cohesión social, el pluralismo ideológico,
las convicciones democráticas, las prácticas participativas en las formas de construcción
de la sociedad, la confianza en el para qué del desarrollo de la cultura, la finalidad
de las comunicaciones, la inserción en lo múltiple como forma de construcción de la
identidad, la vía de lo social como referencia del bien general y la defensa de lo
público como estrategia de construcción de lo propio o la búsqueda del bien común,
son todos ellos aspectos que tienden a desdibujarse en el magma de los temores que
nos recluyen en la apatía de lo propio, lo privado, la salida individual o el terror
por lo que sucede en el entorno cercano. La evasión, como único mecanismo de permanencia
en este mundo que habitamos y que no controlamos, parece ser el sino de los tiempos.
El vacío, en definitiva, se hace presente en la precariedad de la incierta construcción
de la identidad del sujeto, pero también en el seno de lo social, vuelto adverso,
débil y hasta devastado.
Frente a lo que podría fácilmente percibirse como desánimo ante el sinsentido de los
tiempos que vivimos, parece necesario recuperar la paradoja, en tanto figura necesaria
para entender este vacío. La paradoja inaugura la indeterminación de lo que podemos
ser, pero también es capaz de dar cuenta de lo social y de lo político como espacios
y tiempos abiertos. El poder, ningún poder, lo mismo que el saber, no está clausurado
en ningún ámbito particular. La democracia es una forma de sociedad abierta e indeterminada
y no un mero sistema político. La historia de la representación del poder revela un
desplazamiento progresivo del lugar de la representación. Si el poder se representó
primero, durante el Antiguo Régimen, en la figura del rey, luego por el parlamento
y en el devenir Estados modernos por el pueblo o nación como tales, lo específico
de la puesta en forma de la democracia en tanto modo de acceso a lo político consiste,
justamente, en que representa el poder como un lugar vacío (Lefort, 1997).
Para dar cuenta de esta afirmación enigmática conviene precisar el cambio que se ha
producido entre la actualidad y el Antiguo Régimen. En las monarquías tradicionales,
el estrecho lazo entre el trono y el altar testimonia la primitiva afinidad que existía
entre el pensamiento político y la teología en lo que atañía a la escenificación de
sentidos generadores de lo político; en ambos casos, la representación remite a un
“afuera” desde el cual se nombra y ordena el “adentro”. En el cuerpo del rey se unificaba
la representación consciente de un “derecho divino” y la autorrepresentación de un
cuerpo desde el cual, y en el cual, se ordenaban todas las instituciones políticas.
¿Qué cambios trae la “puesta en forma” de la democracia moderna respecto a esta escenografía
del poder? Ante todo, una nueva figuración del lugar del poder. Un lugar que se expresa
en un discurso que dice: “el poder no pertenece a nadie, quienes lo ejercen no lo
poseen, tampoco lo encarnan aunque lo representen temporalmente” (Toqueville, 2005). Desde este punto de vista, la democracia como forma política mantiene la distancia
entre lo simbólico y lo real (Goux, 1973).2 Pero hay también una segunda distancia o vacío sobre el que se sostiene la democracia
y que es, justamente, la distancia entre sociedad y poder, entre la sociedad civil
y la política. Si no se opera esa distancia, estamos muy lejos de la democracia y
sólo gobierna el marco del totalitarismo en el que no cabe diferencia, ni discrepancia,
ni disenso, ni lo distinto, ni lo otro. La democracia se instituye y sostiene en esta
disolución de la certeza: se inaugura una historia en la que la sociedad experimenta
una indeterminación fundamental respecto a las bases del poder, de la ley y del saber,
en las que deben fundarse nuevas relaciones en cada uno de los niveles de la vida
social. Como contrapartida a esa misma incertidumbre, ha de aparecer el sujeto de
la ciudad, el sujeto responsable que sabe que lo político -y la política- ha de ser
construido de manera constante; que la ciudadanía es la instancia responsable que
lo sujeta y que a la ciudadanía han de pertenecer todos aquellos, propios y ajenos,
que asuman con igual responsabilidad -es decir, con capacidad de respuesta- la conciencia
de la destotalización de lo social, la amenaza constante de adentro y de afuera en
la que vive toda sociedad histórica y, sobre todo, la impronta de la pluralidad irrenunciable
como base desde la cual apostar a la política de los adversarios -y no de los enemigos-,
único camino dialógico, rizomático y siempre imperfecto de resolución de los conflictos.
Vale la pena consignar una síntesis expresiva de lo dicho, pero que es aún más contundente.
Dice Giacommo Marramao:
La democracia -y sólo la democracia- puede llamarse comunidad paradójica, comunidad
de los que no tienen comunidad. La democracia está siempre por venir (advenire), porque no sacrifica jamás a la utopía de una transparencia absoluta la opacidad
de la fricción y del conflicto, se nutre de aquella pasión del desencanto que mantiene
unidos, en una tensión irresoluble, el rigor de la forma y la disponibilidad para
acoger huéspedes inesperados. Tal es el cometido de la ciudadanía (Marramao, 1993).
Y vale también para pensar que, frente a la consagración de la idea individualista
propia de la ideología del mercado, según la cual si no concurres a sus centros te
quedas sin condición ciudadana y sin condición social, deberá resurgir la potencialidad
atractora de la institución de la ciudadanía como práctica destotalizada y destotalizante,
de implicación posible entre iguales diferentes que será, con toda seguridad, una
nueva manera de afrontar los desafíos de construcción verdadera de derechos y deberes
en siglo XXI. Incluso con más esperanza.