A casi cuatro siglos y a partir de la ya vastísima crítica suscitada, la obra de Sor Juana Inés de la Cruz (1648-1695) ha despertado, en términos generales, dos vertientes críticas: una con un enfoque tradicional; y otra con un enfoque que podría denominarse poscolonialista.1 La primera es representada por el sacerdote Alfonso Méndez Plancarte quien, en 1951, publicó la edición de los cuatro volúmenes de las Obras completas. En las notas y prólogo de dicho volumen, Méndez Plancarte describe y explica aspectos relacionados con la biografía y el contexto histórico-literario de Sor Juana, todo esto desde la perspectiva que analiza e interpreta a la figura sorjuanina como un sujeto que replica los modelos filosóficos de la religión católica.
La segunda vertiente se caracteriza por incorporar elementos revisionistas que buscan observar en sor Juana un ente reivindicador de la cultura autóctona americana frente al influjo de la colonia española. Es decir, es una lectura fundamentalmente política. Y en este ámbito se tiene a críticos como Giuseppe Bellini, Carmela Zanelli y Verónica Grossi.2
Frente a una lectura transatlántica que supone una visión de mundo transplantada de la península española en la literatura novohispana, se encuentra otro enfoque –más revisionista y postcolonialista en el sentido de que postula en esta elementos propios de la valoración autóctona, indígena— el cual conjetura, dentro del debate de la conformación de la cultura de la Nueva España, cierta “conciencia americana” en ciernes, como respuesta literaria y filosófica a la hegemonía significada por el poder de la corona imperial y la teología católica ortodoxa.
Este enfoque, sin embargo, se hace notar en un caso ejemplar: “Loa para El Divino Narciso”. A diferencia de autores como Bernardo de Balbuena, Juan Ruiz de Alarcón, Miguel de Guevara y Francisco de Terrazas, de los más representativos en el espectro de la poesía novohispana y lo que Octavio Paz llama como “literatura transplantada” (Paz, 1982, p. 68), Sor Juana sí parece rescatar (aun dentro de los horizontes estéticos, litúrgicos católicos) algunas valoraciones de la religión azteca que, modelizadas en el marco de una obra típicamente peninsular como la mencionada, implican una suerte de punto de diálogo entre culturas, sincretismo o reformulación de los supuestos teológicos acerca del otro, es decir, del mundo indígena. La religión estaría entendida como una parte que alude a la civilización azteca, que es el todo.
La legitimidad de la conciencia de lo americano estaría asimismo sustentada en cierta lógica de la prefiguración: a la manera de la Providencia, el símbolo religioso azteca conocido como teocualo (en español, “Dios es comido”) anticipa la Eucaristía católica (Zanelli, 1994, p. 541). Así, El Divino Narciso connota, con base en la simbolización literaria y bíblica teológica, una naciente noción de lo americano que, a la postre, desembocaría en una constante temática en la literatura hispanoamericana propiamente dicha.
En términos del género, la “Loa para El Divino Narciso” no es sino una más en el vasto corpus de obras que conforman la historia de la literatura religiosa: los autos sacramentales y las Loas tienen sus raíces en la alta Edad Media como desarrollo del teatro cristiano y la liturgia católica. Es en el siglo XVII con Lope de Vega y, sobre todo, con Calderón de la Barca, que el auto alcanza su máxima expresión. Constando de una sola jornada u acto, y siendo básicamente alegórico, el auto toma como foco principal y específico el tema eucarístico (Valbuena, 1994, p. 115) y es representado dentro de la festividad del Corpus Christi.
Es evidente, pues, la centralidad del rito y/o sacramento eucarístico en el marco de la religiosidad católica española. Una religiosidad como esta permitió el desarrollo de este género propiamente peninsular para ser parte de la literatura transplantada en la Nueva España, de la cual Sor Juana es su máxima exponente. No obstante, Sor Juana es quien deja ver, al menos en el caso aquí tratado, el punto de cruce religioso y cultural entre la península y América.
La Loa es, ante todo, una obra introductoria que anticipa –sea en el teatro profano o sea en el sacro– el contenido o argumento general de la obra a representarse. La monja novohispana escribió tres autos: El Divino Narciso, El mártir del Sacramento, san Hermenegildo y El cetro de José, cada uno con una Loa. Aparte de estas, Sor Juana escribió Loas al rey Carlos I, la reina, entre otras, no tan signifi-cativas ni trascendentes dado su carácter panegírico o meramente transitorio.
La función litúrgica de las loas es ser un pequeño auto previo al género sacramental católico. Asimismo, la Loa y el Auto Sacramental cumplen ulteriormente un papel didáctico y adoctrinador que, desde principios de la Colonia, ha venido cultivándose. La evangelización de los pueblos americanos conllevó a utilizar recursos como el teatro para poder llevar a cabo su misión espiritual y temporal. Desde el siglo XVI (1530), don fray Juan de Zumárraga, primer obispo y arzobispo de México, había intentado promover esa forma asequible de transmitir y reproducir el mensaje cristiano a los indígenas.
De “La loa para El Divino Narciso”, es preciso considerar en primer plano la preponderancia sugerente de la “recuperación o reinterpretación de la cultura indígena” (Zanelly, 1994, p. 183), el “hondo mejicanismo” (Méndez, 1955, p. 73) y la “función anti-imperialista” (Grossi, 2005, p. 543). Estas son las principales ideas que maneja la crítica en torno a ella. De manera general, sale a relucir el tema de la tesis americanista. Uno de los más conocidos sorjuanistas en el mundo hispánico, Antonio Alatorre, se refiere a la monja novohispana diciendo:
A diferencia de Juan Ruiz de Alarcón, que no dejó en sus comedias señal visible de “consciencia americana”, Sor Juana se deleita en manifestarla una y otra vez ante los lectores. Es una mujer que verdaderamente vive sus tiempos y su entorno. Si no existieran historias de los siglos coloniales, lo que ella dice bastaría para hacernos ver, a grandes rasgos, lo que fue México durante ese último tercio del siglo XVII en que ella escribió sus obras. (Alatorre, 2005, s/p)
De ahí que se pueda entender la obra sorjuanina, en primera instancia, como el testimonio concreto de la pertenencia a un lugar y tiempo específicos. Y en segunda, como la extensión del mundo judeocristiano. Su Primero sueño y los poemas de tema metafísico y filosófico, representan esa vertiente. Empero, recapitulando las afirmaciones de Alatorre, tal “conciencia americana” implica, a su manera, una conciencia histórica, a partir de la representación estilizada y conceptista de la Loa. Así, también las Loas para el Cetro de José y El mártir del Sacramento, san Hermenegildo, plantean genéricamente ese mismo diálogo intercultural, sincretismo o intención de legitimar de lo indio frente a lo europeo, es decir, la religión precortesiana frente a la católica. Para Méndez Plancarte, es la “Loa para El Divino Narciso” la menos lograda, argumentando que hay esta un mero afán por la exposición y el razonamiento teológico en detrimento de la estética (Plancarte, 1955, p. 73). Paradójicamente, es esta la más leída y conocida de todas. Los personajes (o “personas que hablan en ella”, según reza en la acotación del reparto de la obra) se refieren, en tanto que alegoría, a un nivel figurado de la realidad: El Occidente, La América, El Celo, La Religión, Músicos, Soldados. Occidente es, por ejemplo, un “Indio galán, con corona”; la América, por su parte, es “India bizarra”. El foco principal de la obra es la legitimidad o no del rito y culto indígenas. Con un afán dialéctico, el contrapunto lo representan la Religión Cristiana, “Dama Española” y El Celo, “Capitán General”. Los binomios Occidente y América, Religión y Celo (una figura masculina y femenina en cada uno de los polos) son un constructo de figuras antitéticas, en cuyos propósitos didácticos y de razonamiento teológico subyace una problemática cultural que tiene como fin poner en relieve, a los ojos de una perspectiva postcolonialista, la alteridad indígena (Grossi, 2004, p. 553). El indio mesoamericano simbólico, frente al celo peninsular, sintetiza un espíritu criollo propio que refleja una orientación ideológica de Sor Juana, quien intenta conciliar, por medio de una estética conceptista, el tremendo choque religioso y cultural que eufemísticamente se ha llamado “encuentro de dos mundos”. Por medio de la discusión religiosa, se plantea la estilización de los estereotipos culturales: el tema de la civilización precortesiana en diálogo con el cristianismo se vuelve un aspecto de primer orden.
En su Teatro de virtudes políticas, Carlos de Sigüenza y Góngora (1645-1700) aborda también este asunto a la luz del universalismo cultural jesuítico (Zanelli, 1994, p. 190). La recuperación del pasado americano es sintomática, porque refleja, en el caso del jesuita y de Sor Juana, la preocupación por interpretar positivamente, aunque sea de forma parcial, un bagaje cultural clausurado por la hegemonía española. Así, en el marco de la Loa como género ritual y litúrgico previo a una representación teatral, Sor Juana ostenta el razonamiento para hacer converger y reconciliar los puntos divergentes y centrales de las cosmovisiones religiosas indígena y cristiana:
Pues entre los Dioses
que mi culto solemniza
aunque son tantos, que sólo
en aquesta esclarecida
Ciudad Regia, de dos mil
pasan, a quien sacrifica
en sacrificios crüentos
de humana sangre vertida,
ya las entrañas que pulsan,
ya el corazón que palpita;
aunque son (vuelvo a decir)
tantos, entre todos mira
mi atención, como a mayor,
al gran Dios de las semillas (Las cursivas son mías).
(De la Cruz, 1994, p. 314)
Se observa, pues, un politeísmo atenuado, o más bien, un monoteísmo forzado: la idolatría frente a la “religión verdadera”. Es en este punto coincidente que el Dios bíblico, presumiblemente eterno y omnipotente, aparece transfigurado en “Dios de las semillas”. Según Méndez Plancarte, Sor Juana se basa al respecto en Monarquía Indiana (1615) del franciscano Juan de Torquemada, una obra que se inserta dentro de la disciplina de la etnografía (Méndez, 1955, p. 73). El mismo Sigüenza y Góngora pudo haber sido una fuente directa o interlocutor del tema. Es, sin embargo, la obra del franciscano la fuente histórica que le sirve a Sor Juana para intentar construir una “exégesis americana”, en el sentido de que revisa y equipara la figura de Huichilobos o Huitzilopochtli al sacrificio expiatorio de Cristo en el sacramento en que el creyente cristiano come de su cuerpo y bebe de su sangre: la Eucaristía:
Y tomó el pan y dio gracias, y lo partió y les dio, diciendo: Esto es mi cuerpo, que por vosotros es dado; haced esto en memoria de mí. De igual manera, después que hubo cenado, tomó la copa, diciendo: Esta copa es el nuevo pacto en mi sangre, que por vosotros se derrama. (Lucas 22: 19-20, Nueva Versión Internacional)
En el ritual indígena, los nahuas llevaban a cabo el teocualo, es decir, comían cereales hechos de sangre humana de los sacrificios, la cual simulaba la muerte de su Dios. Esta forma de paralelismo teológico es, para Bernardino de Sahagún (1499-1590) y otros misioneros, una falacia o un mero engaño del demonio (Paz, 1982, p. 457). Eran solo sombras respecto a la verdad central del evangelio. Horrorizaba a Sahagún el hecho de que la sangre de los sacrificios humanos cumpliera una función espiritual y litúrgica. No obstante, tal relación de paralelismo es secundada por los jesuitas, a la cual Sor Juana muy bien pudo filiarse. La prefiguración o visos de la “verdadera religión” en sistemas culturales y de pensamiento ajenos a la ortodoxia, la revelación bíblica y la tradición católica –la Antigüedad clásica, por ejemplo— es un tema ya tratado por los Padres de la Iglesia, particularmente por Orígenes de Alejandría (185-254) en relación con la filosofía clásica griega (González, 1982, p. 140). Ese mismo fenómeno se observa aun en un pasaje bíblico, el cual figura aludido en la misma Loa:
Entonces Pablo, puesto en pie en medio del Areópago, dijo: Varones atenienses, en todo observo que sois muy religiosos; porque pasando y mirando vuestros santuarios, hallé también un altar en el cual estaba esta inscripción: AL DIOS NO CONOCIDO. Al que vosotros adoráis, pues, sin conocerle, es a quien yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas, ni es honrado por manos de hombres, como si necesitase de algo; pues él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas. Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos (Las cursivas son mías). (Hechos 17: 23-28, Nueva Versión Internacional)
Frente a los filósofos estoicos y epicúreos, el apóstol Pablo usa también ese mismo tipo de argumentación. Utilizando los elementos conocidos acerca del otro, plantea la universalidad de Dios en su prédica, cita al poeta griego Arato y se ubica, asimismo, en la lógica de la prefiguración de la “verdadera religión.” Es, de este modo, un debate abierto acerca de las creencias del otro. En ese marco filosófico se sitúa la Loa de Sor Juana. Pero, en términos propiamente literarios, esta prefiguración religiosa se vuelve una reelaboración formal dentro de las directrices estéticas de la literatura barroca española: culteranismo (el afán por la forma) y conceptismo (la búsqueda del fondo) alternados en una obra breve, críptica y, paradójicamente, dilucidadora de la artificiosa confrontación de visiones opuestas. Hay una ineludible referencia clásica: el Narciso de la Metamorfosis de Ovidio es, para el siglo XVII, no solo un reflejo de la época barroca, sino de toda la tradición artística europea. Son innumerables los poemas que Sor Juana dedica a ese motivo mítico y es notable que, para escribir el auto, se haya basado en la obra Narciso y Eco de Calderón de la Barca, si bien Octavio Paz afirma que “El Divino Narciso brilla con luz propia” (1982, p. 468).
Así, como una extensión de la literatura religiosa europea, el auto de Sor Juana se inserta en la tradición de la recuperación mitológica con interpolación bíblica. El Narciso clásico ovidiano no es una mera adaptación legendaria, sino una asimilación retórica cristiana con fines de indagación teológica que, en el contexto novohispano y debido a la recuperación y legitimación indígena, se ha transformado en una nueva trinidad: el Narciso ovidiano, Cristo, (“el Divino Narciso”) y Huitzilopochtli (“el Dios de las semillas”) de quien, a manera de presentación en la primera escena, dice América:
[...] demás de que su
protección, no se limita
solo a corporal sustento
de la material comida, sino
que después, haciendo
manjar de sus carnes mismas
(estando purificadas
antes, de sus inmundicias
corporales), de las manchas
el Alma nos purifica.
(De la Cruz, 1994, p. 315)
La Loa, en tanto que subgénero del Auto, no tiene como asunto directo la asimilación de Cristo con la figura de Narciso, asunto básico del Auto precedente. Sin embargo, en su relativa independencia, contiene el germen textual para apuntalar un argumento propio: el “Dios de las semillas”, culto de los antiguos nahuas, es también, al igual que Narciso, una prefiguración cristiana, así como en la Antigüedad clásica los mitos adquirían formas similares a las de la “verdadera religión”. Esta lógica o forma de entender el discurso teológico es, por supuesto, un tipo de retoricismo o metaforización, que tiene como motor y vehículo un juego verbal, estético, determinado por el barroco español.
La conciencia histórica sorjuanina supo, con su agudo y vasto conocimiento de la tradición europea y clásica, plantear desde su contexto específico la noción de lo americano a través de la argumentación teológica. Dado el carácter doctrinal y evangelizador del auto, es significativo que la “Loa para El Divino Narciso” no haya sido escrita para su representación en las latitudes de la Nueva España, sino en la península española:
¿Pues no ves la impropiedad
de que en Méjico se escriba
y en Madrid se represente?
¿Pues es cosa nunca vista
que se haga una cosa en una
parte, porque en otra sirva?
demás de que el escribirlo
no fue idea antojadiza,
sino debida obediencia
que aun a lo imposible aspira.
con que su obra, aunque sea
rústica y poco pulida,
de la obediencia es efecto,
no parto de la osadía.
(De la Cruz, 1994, p. 328)
Cual guardián del poder peninsular, el Celo se muestra escéptico del espacio geográfico americano. La Religión, por su parte, alcanza a redimir el auto a presentar argumentando la trascendencia de la universalidad del mensaje cristiano y sus implicaciones como la devoción, la virtud, etc. Como un caso particular, esta Loa se diferencia de las demás producidas en América en que su público receptor es peninsular, con lo que se busca no tanto el adoctrinamiento de los indígenas, sino la estilización culterana y conceptista. Siendo español su público, la Loa sorjuanina se enfrenta, más allá de una propaganda o evangelización, a la metrópolis y, sobre todo, a la autoridad imperial que representa, por ende, la ortodoxia religiosa. Empero, eso no impide que en al principio de la Loa se señale, a manera de ubicación geográfica:
Nobles mejicanos,
cuya estirpe
de las claras luces
del Sol se origina:
pues hoy es del año
el dichoso día
en que se consagra
la mayor Reliquia
¡venid adornados
de vuestras divisas,
y a la devoción
se una la alegría;
y en pompa festiva
celebrad al gran Dios de las semillas!
(Las cursivas son mías).
(De la Cruz, 1994, p. 313)
Sea recuperación o interpretación “indigenista”, hay aquí una intencionalidad reivindicativa, al menos desde el punto de vista criollo y clasicista de Sor Juana. El lugar de la escritura y el lugar de la representación conllevan, sin confundirse, una relativa equiparación. Con fines ideológicos o estéticos, es indudable aquí la naciente noción de lo americano, lo diferenciado y específico en una relación centro-periferia frente a lo europeo y hegemónico. Comienza, así, sea a través del aspecto teológico-religioso o meramente estético, la búsqueda de una identidad americana y la legitimación de un espacio geográfico, lo cual sería toda una problematización literaria en obras como la de Andrés Bello (1781-1865). Acaso el ejemplo de Bello parezca disruptivo. Sin embargo, refleja de manera patente la oposición entre lo americano y lo europeo, acotando en el caso de Sor Juana, por supuesto, entre lo indígena nahua y lo español. Esta problemática es una búsqueda que, en el ámbito literario, producen cuestionamientos sociológicos, históricos y de elementos identitarios.
En este sentido, la Loa y el Auto Sacramental, a la vez que géneros paratextuales del contexto religioso, ideológico y estético que los producen, son catalizadores del proceso histórico de una literatura transplantada (para volver a usar el término de Octavio Paz) y de una sociedad periférica respecto al poder central.
Las visiones y voces clausuradas o reprimidas por la Corona y los conquistadores, la Iglesia y la teología ortodoxa de los misioneros, encuentran, de manera sutil, cierta cabida en las representaciones orgánicas que tienden a reproducir la visión dominante. “América” y “Occidente” conforman, pues, esa alteridad negada que, bajo el código hegemónico de la estética del imperio, aparecen testimoniadas literariamente. La Conquista política o religiosa –o “temporal y espiritual”, como anota Méndez Plancarte (1955, p. 73)— tiene como finalidad el sometimiento y la conversión respectivamente, a pesar de que estas son de naturaleza diferente, y se llega a ellas por distintas vías: la espada y la cruz se entrelazan en la empresa imperial sin lograr confundirse en sus esencias:
¡Ríndete, altivo Occidente!
Ya es preciso que me rinda
tu valor, no tu razón.
Que la necesito viva!
(De la Cruz, 1994, p. 320)
Muere, América atrevida.
A lo que la Religión solicita:
¡Espera, no le des muerte,
Que la necesito viva!
(De la Cruz, 1994, p. 320)
La alegorización de Sor Juana expone, como es sabido por la historia, un proceso de dominación en los dos sentidos ya mencionados. La violencia física y, por ende, política, está connotada en el Celo, cuyo ímpetu religioso a un tiempo fanático y represor es moderada por los fines espirituales de la Religión. Aquel impone por la fuerza; esta atenúa la dominación y consolida el objetivo imperial con, usando las frases de la Religión, “suavidad persuasiva”.
El culteranismo y el conceptismo de Sor Juana se constituyen, de alguna manera, no solo como elementos estilísticos de una literatura, sino, en términos sociológicos, también como la total absorción de las directrices discursivas y culturales de la península ibérica. No podía ser de otra manera. Por medio del lenguaje, se estilizan y tensionan las visiones. Y no obstante la estilización barroca, a veces el sentido violento de la Conquista y las misiones se impone a la perífrasis típica de la circunspección, acercándose al discurso directo:
Soy la religión cristiana
que intento que tus Provincias
se reduzcan a mi culto.
Y contesta soberbiamente América:
¡Buena locura pretendes!
(De la Cruz, 1994, p. 320)
Este evidente conflicto de visiones es construido, por una parte, con base en la alegoría que intenta diferenciar, dividir u oponer entre sí a los personajes por medio de la simbolización, para hacer más claro el efecto didáctico y teológico de la Loa, aunque, como se sabe, su representación tendría lugar en Madrid, de lo cual ha de inferirse que la obra perseguiría, más bien, fines expositivos y literarios. Por otra parte, en su aspecto más profundo, arroja luz acerca de la intención de ceder la voz al otro, el indígena, en aras de expresar una “conciencia americana”, notada ya por Antonio Alatorre, y cuyo desarrollo posterior desembocaría en una conciencia continental más radical hasta el siglo XIX en la Independencia de las naciones americanas.
Considerando el argumento que rastrea y vincula elementos paralelos en las expresiones religiosas de las dos civilizaciones, la “Loa para El Divino Narciso” muestra en el nivel temático un viso, aunque en ciernes, de representatividad americana frente a la hegemonía imperial. El “hondo mejicanismo”, atribuido por Méndez Plancarte a la “Loa para El Divino Narciso”, es observado en el conocimiento que Sor Juana deja ver sobre los ritos indígenas. Sin embargo, este “mejicanismo” se encuentra de una forma dosificada y sublimada: la centralidad del asunto eucarístico y la preeminencia de la doctrina católica no es eclipsada o subvertida totalmente por el discurso o construcción textual del otro y de su alternativa o cosmovisión marginal. De ahí que la lectura poscolonialista que pugna por señalar una “función anti-imperialista” en las Loas sorjuaninas tenga que ser matizada o mesurada. Si bien hay notablemente un conflicto entre visiones dados por las oposiciones obvias de “América” y “Religión”, “Occidente” y “Celo”, este, de naturaleza artificiosa y estética, acaso solo alcance a ser, en tanto que obra de arte, un tímido pero fino apunte sobre la mexicanidad y, por extrapolación, sobre la americanidad.