[ 0000-0002-5593-2687 ] Alejandro Sheseña Hernández [*]
[ 0000-0003-0405-9619 ] Alan Antonio Castellanos Mora [**]
[ 0000-0002-4005-8632 ] Rocío Ortiz Herrera [***]
Como es bien sabido, la obra heredada por la activista y fotógrafa suiza Gertrude Duby destaca por sus ricos registros etnográficos realizados durante sus expedicio-nes a la selva lacandona y demás rincones del estado de Chiapas. Testimonio de lo anterior es un breve documento mecanografiado de su autoría recientemente identificado por nosotros en el archivo del Museo Na Bolom. Se trata del texto llamado “Santo Tomás, Dios de la lluvia”,1 mismo que contiene interesantes observaciones realizadas por la autora acerca de la religión de la localidad tseltal de Victórico Grajales2 (ubicada en el actual municipio de Altamirano) a inicios de junio del año 1948. Aunque este texto entró, sin título, como un apartado del primer tomo del libro La selva lacandona. Andanzas arqueológicas, publicado en coautoría con Frans Blom en 1957, requiere ser resaltado por separado en este espacio, para el público interesado, a la luz de nuestra visión actual sobre el tema.
El texto es importante debido a que representa el único testimonio etnográfico con el que contamos hasta la fecha acerca de la religión de esta localidad tseltal. Duby en particular se enfoca en el desarrollo de la fiesta en honor a Santo Tomás, transcurrida en este poblado. Llama inmediatamente la atención el hecho de que el destinatario de la celebración sea el santo patrono de Oxchuc. Como actualmente sabemos, Santo Tomás goza hasta la fecha de gran fervor no solo en los poblados pertenecientes a este municipio, sino también en aquellos localizados en municipios vecinos, en lo que ha sido reciente-mente llamado por Castellanos Mora (Castellanos, 2020, pp.127-128) como “el territorio de Santo Tomás”. El testimonio de Duby nos informa de la existencia de la amplia extensión territorial de este culto, incluyendo el área de la localidad en cuestión, ya desde por lo menos mediados del siglo XX.3
El motivo de tal fervor es, por supuesto, la creencia en la capacidad de Santo Tomás de brindar lluvia para las parcelas de los campesinos indígenas. No en vano Duby caracteriza a Santo Tomás como un “dios de la lluvia” tseltal. Las ceremonias para solicitar lluvia a este santo transcurren en Oxchuc entre abril y mayo (Gómez Ramírez, 1991, pp.163-174). La activista suiza brinda una corta pero detallada descripción del desarrollo de la fiesta en Victórico Grajales, tal como ella la presenció a principios de junio de 1948. Entre otros pormenores, se nos informa de los preparativos del evento; de la necesidad de que una comitiva visite a la divinidad en cuestión en Oxchuc; de la costumbre de decorar la ermita local con arcos de flores silvestres y los momentos de acudir a este espacio; del papel de los músicos tradicionales en la fiesta, y de la duración de la celebración. Cabe destacar la adoración a la Virgen del Socorro al final de la fiesta; según el testimonio de Duby, de esta virgen se conservaba en la ermita una “antigua pintura” muy deteriorada.
Mención especial merece la descripción de las procesiones realizadas como parte obligatoria de las actividades de la fiesta, tanto en honor al santo como a la Virgen del Socorro. Duby no deja pasar desapercibido el orden en el que se suceden los participantes en el desplazamiento de las procesiones: al frente los músicos, y a continuación mujeres y hombres con sus incensarios y antorchas; este orden sigue, por cierto, pautas prehispá-nicas (Sheseña, 2016). De acuerdo con Duby, la procesión debía llegar “hasta las últimas casas del pueblo” y a todos los ojos de agua de la localidad (en el caso de la Virgen del Socorro), patrón que más adelante Evon Vogt calificaría, para la misma práctica en Zina-cantán, como una manera de delimitar el territorio de la comunidad (Vogt, 1993, p.163). Actualmente en Oxchuc las procesiones para pedir lluvia a Santo Tomás deben incluir “los 4 puntos cardinales del pueblo” (Gómez Ramírez, 1991, p.172).
Por último, es necesario señalar que el testimonio de Duby refleja no solo la situación religiosa de la localidad en cuestión en esos años, sino también un tanto su realidad sociocultural de aquel entonces. Desde los años del Porfiriato y durante los primeros gobiernos revolucionarios en Chiapas (1914-1940), los funcionarios estatales y federales habían ordenado establecer escuelas municipales en cada uno de los pueblos de Los Al-tos del estado para forzar a la población indígena a castellanizarse y recibir la educación primaria. Las autoridades municipales debían vigilar el funcionamiento de las escuelas; y aunque las leyes vigentes imponían multas a los padres que no enviaran a sus hijos a recibir clases,4 durante esos años apenas unos cuantos niños indígenas de la región in-gresaron a las escuelas, más por coerción que por un verdadero interés en la institución escolar (Ortiz Herrera, 2024), como lo evidenciaron los indígenas de Victórico Grajales, quienes, según la fotógrafa suiza, presenciaron un espectáculo escolar como si estuvieran ausentes, preocupados más bien por celebrar la festividad de Santo Tomás e invocar la lluvia para sus milpas.
Como se observa, el texto de Duby, aunque breve, es un ejemplo del valor que tienen sus registros para el estudio en general de la etnohistoria tseltal de Chiapas. Se muestra a continuación la transcripción del texto original para los interesados en el tema.
Desde los primeros días de nuestra estancia en la colonia Victórico Grajales, notamos una cierta inquietud entre los indios. Y no era solamente por la afluencia de tanta gente extraña; había algo más. Todos los hombres habían estado ocupados con los preparativos de la conferencia de maestros rurales, y todo esto iba a retrasar, según averiguamos, la celebración de una antigua ceremonia: la fiesta de agua. Un viejo nos dijo sombrío y triste: —Va a ser mala la cosecha, ya es muy tarde para ir a Oxchuc, a pedir a Santo Tomás que nos mande agua suficiente para nuestras milpas.
Los indios fueron invitados a las fiestas de la escuela, a los juegos de los alumnos de los pueblos ladinos de Altamirano y Ocosingo.
En la noche fueron llegando unos tras otros y se fueron acomodando en los bancos del teatro levantado al aire libre para presenciar el desarrollo del programa. Cantos infantiles, prosa y poesía, palabras, solo palabras... La luz rojiza de los ocotes alumbraba caras morenas y ojos ausentes que no miraban el espectáculo, angustiosamente obsesionados en el porvenir de sus milpas.
Cuando salieron los últimos maestros forasteros debieron sentir un alivio inmenso. Aquella misma noche se reunieron en la ermita, que se halla cerca de los edificios escolares. Discutieron largo rato y a poco oímos el retintín de las monedas. Habían hecho una colecta para comprar velas y cohetes en Jovel.
Al día siguiente salieron varios hombres para hacer las compras. Tardaron seis días en el viaje de ida y vuelta, mientras tanto, las mujeres prepararon posol y tostadas para el numeroso grupo que iría a visitar al santo de Oxchuc.
Cuando los enviados a San Cristóbal volvieron con cohetes y velas se reunieron nuevamente en la ermita para juntar otros cien pesos que serían entregados a las autoridades indígenas de Oxchuc para la restauración de la iglesia. Estos ladinos de Oxchuc deben ser ricos: de diversos rumbos llegan los grupos de indígenas, y todos entregan sus cien pesos o más, la suma reunida alcanzaría casi para construir una catedral.
La tarde había sido gris. La noche bajó temprano devorando los cerros y las casas. Todo era un muro de sombra, impenetrable y pesado.
Estábamos sentados en el comedor de la casa del maestro, tomando café y charlando sobre misterios arqueológicos de la región, todavía no descifrados. El candil colgando del techo proyectaba una luz débil y triste. De pronto una voz llamó al maestro desde el corredor. Pudimos ver el traje del indio, su cara morena se perdía en la oscuridad de la noche. Era Agustín, que habla muy bien el español, porque ha hecho servicio militar. Venía a pedir la autorización del profesor para hacer una pequeña fiesta en la ermita, en la que, naturalmente, se bebería un poco de “Comiteco”. Al día siguiente regresarían de San Cristóbal los hombres con las velas y los cohetes, y para la ocasión era muy apropósito para echar trago. Don Carlos, el profesor, después de un breve sermoncito con la recomendación de no hacer demasiado ruido, no pelearse y no matarse, dio su consentimiento.
Nos retiramos temprano a nuestro cuarto, lleno de perfume de la juncia. Los indios, sentados en el corredor de la casa, platicaban con voces apadadas [sic] y el ritmo monótono de un violín nos llegaba apenas audible. Pronto todos los ruidos quedaron aplastados por el tamborilear de la lluvia sobre el techo de palma. A media noche me despertó una ligera ducha; me levanté y corrí mi catre evadiendo la zona de la gotera.
A la mañana siguiente una fuerte neblina cubría todo el valle. Era día de fiesta para los indios. Pocos hombres salieron a trabajar; era necesaria su presencia para recibir a los que llegarían de San Cristóbal.
Pese a que el nuevo día se presentaba remolón y lloroso, la ermita lucía más bonita que nunca. Habían colgado arcos de flores silvestres en la puerta y sobre el altar, y el piso aparecía tapizado de juncia fresca. Toda la mañana la ocuparon para adornar las casas con flores y palmas.
En la noche oímos el estampido de un cohete, todavía lejano. Y como si eso hubiera sido la señal, cobró repentina animación la colonia entera. Los niños salieron de la escuela gritando y riendo alegremente. Del poblado llegaron dos hombres con un pequeño tambor cada uno, y un tercero con otro muy grande, y otro más que con una chirimía completaba la orquesta. En el preciso momento en que los músicos salían para recibir a los que regresaban, se vino un fenomenal aguacero. El ruido de los tambores desapareció entre la lluvia.
Esperamos largo rato. El sol apareció de nuevo detrás de las montañas y formó un doble arcoíris de insólita belleza. Era como una corona de radiantes gemas amarillas sobre las pobres chozas de la colonia.
Luego volvimos a escuchar otro cohete, ya muy cerca, y divisamos a la delegación que descendía por la falda de la lomita cercana. Otra vez se abrió el cielo para regar la tierra contenta de recibir el líquido fructífero que caía a raudales. Estos indios, siendo tan pobres, juntan con grandes sacrificios el dinero para comprar las ofrendas que habrán de satisfacer al santo de Oxchuc, a pesar de que el cielo les da el agua que van a pedirle. Pero la costumbre es vieja, y nadie puede cambiarla. Si no van a Oxchuc vivirán todo el año con el angustioso temor del castigo de Santo Tomás.
Por fin aparecieron los viajeros cargados con grandes cohetones, velas decoradas con papelitos de colores y pesados garrafones de aguardiente. Muchos de los hombres ya habían bebido bastante “Comiteco”, y hacían esfuerzos por conservar el equilibrio.
La procesión entro a la ermita y toda la carga fue depositada ante una antigua pintura de la Virgen del Socorro. Una guitarra prestada por el profesor Tavernier y un pequeño violín hecho en el pueblo, que tocaba un chiquillo de pocos años, vinieron a reforzar la orquesta.
La fiesta en la capilla fue breve. Se apagaron las velas, la orquesta: tambores, chirimía, guitarra y violín, repitiendo siempre el mismo tema, se puso en marcha, encabezando la procesión que tenía que llegar hasta las últimas casas del pueblo.
Por un momento todo fue silencio en los alrededores de la escuela. A poco otra vez la orquesta se acercó. El orden era perfecto. Al frente, los músicos; seguían las mujeres con sus hijos cargados en los rebozos, cada una agitando un incensario humeante. Los hombres llevaban antorchas de ocote, cuya luz roja-naranja bailaba extraña danza frente a sus rostros morenos. Entraron otra vez a la ermita y comenzó de nuevo la música, pero ahora solo el violín y la guitarra se escucharon. ¿Cómo es posible que aquel niño arrancara notas tan limpias y melodiosas de ese desvencijado y primitivo instrumento?
La lluvia seguía cayendo, pertinaz y fina...
La culminación de la fiesta se desarrolló cinco días más tarde, al regreso de la comitiva de Oxchuc. Entonces sacan a la Virgen, una pintura muy deteriorada, y la llevan en procesión de un ojo de agua a otro, tocando la música sin descanso y quemando cohetes. Al detenerse en cada ojo de agua beben grandes cantidades de aguardiente. La fiesta dura más de una semana.