[ 0000-0002-1055-6059 ] Héctor Sevilla Godínez [*]
n un mundo marcado por la desigualdad, la represión y las jerarquías sociales, resulta urgente repensar las formas en que entendemos y organizamos nuestras vidas. El esquizoanálisis, un enfoque filosófico desarrollado por Gilles Deleuze y Félix Guattari, propone desmantelar las estructuras de poder que moldean nuestros deseos, abriendo paso a nuevas posibilidades de existencia y resistencia. Este artículo invita a explorar el esquizoanálisis como una herramienta crítica que va más allá del psicoanálisis tradicional, al liberar el deseo de las limitaciones sociales. Con un enfoque en las realidades del Sur de México y Centroamérica, el texto sugiere que el esquizoanálisis ofrece un marco potente para transformar las dinámicas sociales y crear formas de vida más autónomas y creativas.
Si la intención de Deleuze era denunciar la fijación que del Edipo tiene el Psicoanálisis, correspondió proponer un método alternativo que supliera el ofrecido por Freud, al menos en cuanto a la disponibilidad por integrar diversas vías para explicar lo que acontece con las personas. La noción estuvo presidida de la consigna de que es mejor más experiencia que especulación. En ese sentido, “mientras que el psicoanálisis invita a frenar el movimiento del devenir continuo y a encontrar nuestro Yo, el esquizoanálisis propone ir más lejos en la empresa de deshacerlo, reemplazando la memoria por el olvido, la interpretación por la experimentación” (Antonelli, 2013, p. 102). No hay una sola manera de explicar las cosas, de hecho, hay tantas como nuestro alcance nos los permita concebir.
Cabe aclarar que, si bien el esquizoide se caracteriza por su renuncia a las relaciones sociales y a la empatía hacia otras personas, cuando Deleuze alude su esquizoanálisis no se centra en ello, sino en la multiplicidad de voces dentro de nosotros, las cuales deben tomarse en cuenta, aunque no estemos, o al menos no de manera oficial, padeciendo los síntomas positivos de la esquizofrenia. Por tanto, más que al trastorno en sí, Deleuze alude a la integración de lo múltiple.
Tal posición, la de integrar lo múltiple, le parece a nuestro filósofo una vía más saludable que la del psicoanálisis, en la que, según entiende, no se ofrece ninguna alternativa de cura. De tal manera, “es mucho optimismo pensar que el psicoanálisis posibilita una verdadera solución de Edipo: Edipo es como Dios, el padre es como Dios; el problema no se resuelve más que al suprimir el problema y la solución” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 87); con esto no se invita a la eliminación de Dios o del Padre, sino a la suspensión del juicio en torno al efecto universal del Edipo. De hecho, contrastando con ello, “el esquizoanálisis no se propone resolver Edipo, no se propone resolverlo mejor de lo que pueda hacerlo el psicoanálisis edípico. Se propone desedipizar el inconsciente para llegar a los verdaderos problemas. Se propone llegar a estas regiones del inconsciente huérfano, precisamente «más allá de toda ley», donde el problema ni siquiera puede plantearse” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 87). Visto así, no debieran incluirse las determinantes aplicaciones del Edipo a las situaciones infantiles en las que no se han adentrado las otras voces sociales.
Desde luego, tanto el psicoanálisis como el esquizoanálisis nos debieran conducir a la pre-gunta sobre la necesidad de la solución. ¿Es imperativo resolver un problema cuando este no se plantea? ¿Es forzoso responder a una pregunta cuando esta no se elabora? ¿Se está obligado a contestar una calumnia cuando no se le presta atención? Dicho de otra manera, la aparición del Edipo siempre está antecedida por el preámbulo de la interpretación que supone su apari-ción. El límite de una interpretación solo opera con quien la toma en cuenta, pero el problema de los esquizofrénicos es que no tienen límites, lo cual explica que “a Freud no le gustan los esquizofrénicos, no le gusta su resistencia a la edipización, más bien tiene tendencia a tratarlos como tontos: toman las palabras por cosas, dice, son apáticos, narcisistas, están separados de lo real, son incapaces de transferencia, se parecen a filósofos, «indeseable semejanza»” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 31). Es ahí donde la actitud esquizoide deviene filosófica, pero solo si las voces se integran para generar una síntesis con cierto orden. Por tanto, empero, cabría plantear una esquizofilosofía.
Notable situación está envuelta en tal orden de ideas: al filósofo no le interesan los límites porque estos restringen su pensamiento, su libre paseo por las ideas, su excursión en la dimensión de lo abstracto, a la vez, el esquizoide no admite los límites, sobre todo porque estos delimitan su experiencia y la coartan, le fuerzan a normalizarse, a establecerse como uno más de los do-mados que pueblan el mundo. ¿Qué hacer con ellos en el psicoanálisis? Desterrarlos, pues no están dispuestos a someterse a una línea interpretativa. ¿Qué hacer con ellos en el esquizoaná-lisis? Integrarlos, pero solo como idea, como base argumentativa, pues la experiencia clínica de semejante afán devendría en algo muy distinto. No obstante, eso no parece importar al filósofo francés, para quien, por su estilo libre, el término es didáctico y clarificador.
Con lo anterior no se niega el papel del inconsciente, sino que acontece lo contrario: se debe ir más a la raíz de este, antes de que fuera ataviado del linaje propio de los ámbitos clínicos. Sí al inconsciente, pero uno con el que se produzca y se pueda crear, no uno con el que se inicie la represión. Por ello, “el esquizoanálisis se propone deshacer el inconsciente expresivo edípico, siempre artificial, represivo y reprimido, mediatizado por la familia, para llegar al inconsciente productivo inmediato” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 104). Este tipo de inconsciente no está her-manado con Edipo, se ha logrado separar y volverse autónomo, desnudo, sin pudor, sin anhelo de vestimentas que lo recubran, sin una explicación que anticipa a su aparición.
Se abre entonces un camino que se bifurca en dos direcciones: debemos elegir entre desear o truncar. “La tesis del esquizoanálisis es simple: el deseo es máquina, síntesis de máquinas, disposición maquínica —máquinas deseantes. El deseo pertenece al orden de la producción, toda producción es a la vez deseante y social” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 306). El deseo surge, aparece, nunca está atosigado por las pretensiones morales, no tiene la meta deerigir al deseante como bueno o malo, no lo hace ni menos ni más, tan solo arroja su humanidad a la mesa de los acontecimientos.
Si algo fuese tan aberrante como para suprimir tal naturalidad, debería ser desterrado de la conversación. “Reprochamos, pues, al psicoanálisis el haber aplastado este orden de la produc-ción, el haberlo vertido en la representación. En vez de ser la audacia del psicoanálisis, la idea de representación inconsciente señala desde el principio su fracaso o su renuncia: un inconsciente que ya no produce, que se contenta con creer” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 306). Puesto de ese modo, el dogma central del psicoanálisis, al menos el más freudiano de los mismos, consiste en creer en la inequívoca presencia del Edipo, en el cual, por solo existir, cree el inconsciente, así como en la castración y en la ley.
Deleuze también reprocha que quien inicia la pantomima de las creencias es el psicoana-lista, en primer lugar. No lo hace, al menos no siempre, por una voluntad de dañar. Su interés es explicar, pero lo hace desde la explicación dada, tomando la hipótesis freudiana como teoría insustituible, como si la verdad fuese solo esa, salvo que uno esté oponiendo resistencia. “Sin duda, el psicoanálisis es el primero que dice que la creencia, en rigor, no es un acto del incons-ciente; siempre es el preconsciente el que cree. ¿No debemos decir incluso que quien cree es el psicoanalista, el psicoanalista en nosotros?” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 306). Tan incluido en el mundo representacional del psicoanalista está la influencia del Edipo como lo está en el creyente la imagen de la creación a partir del Génesis. Tanto uno como otro de los pasajes tenía un interés didáctico, nunca ha sido algo evidenciable.
No se nace con el Edipo esperando a un lado nuestro para ejercer su influencia. No nacemos esquizofrénicos, nos hacemos. Por ello debemos entender que
la sociedad es esquizofrenizante a nivel de su infraestructura, de su modo de producción, de sus circuitos económicos capitalistas más precisos; y que la libido carga este campo social, no bajo una forma en la que éste estaría expresado y traducido por una familia-microcosmos, sino bajo la forma en la que hace pasar la familia sus cortes y sus flujos no familiares, cargados como tales. (Deleuze y Guattari, 1985, p. 372).
Es la apertura de lo que somos la que se contagia de lo externo a la vez que con ello permite construir lo que se ha dado por llamar identidad. Lo que el infante vive con su padre y su madre no le ha sucedido por tener ese padre y esa madre, sino por habitar y haber nacido en medio de una sociedad que lo dirige, contra su voluntad, a una serie de significados que no podrá ordenar por su cuenta.
Al no tomar en cuenta el aspecto general, la visión global, el entramado de las circunstancias que rodean lo particular, se corre el riesgo de caer en la trampa de ver o inventar lo que se quiere ver. “El psicoanálisis procede así: parte de enunciados colectivos previamente confeccionados del tipo Edipo y pretende descubrir la causa de estos enunciados en un sujeto personal de enunciación que lo debe todo al psicoanálisis. Se cae en la trampa desde el principio” (Deleuze y Guattari, 1980,p. 34). Es como si un niño tiene ante sí un dibujo sin colores y se le pide que lo ilumine con un pincel de color rojo que, a la postre, es el único que la ofrece su acompañante. Tras el animado cortejo del pincel con el papel, dirigido por la tierna extremidad de la criatura, se procederá a decir que ha teñido de rojo el dibujo, que en su mente hay imágenes violentas, llenas de sangre y caos que, de manera graciada, han podido expresarse en la consulta. Así, cuando el filtro aglutinante opera, la particularidad se extravía.
La explicación debiera ir más allá, no es tanto que debamos preguntar qué tanto influye el padre y la madre en su hijo, sino que toda influencia, incluso la de ambos, está mediada por el ámbito social e ideológico que los envuelve. No poblamos el mundo, estamos poblados por el mundo, no somos quienes habitamos, somos la habitación, he ahí la condición esquizoide desde la cual se debe iniciar el análisis. Por tanto, la tarea del esquizoanálisis es “partir de los enun-ciados personales de alguien y descubrir su verdadera producción que no es nunca un sujeto, sino dispositivos maquínicos de deseo, dispositivos colectivos de enunciación que lo atraviesan y circulan en él, ahondando aquí, bloqueados más allá, siempre bajo la forma de multiplicidades, de jaurías, de masas de unidades de diferentes órdenes que lo obsesionan y lo pueblan” (Deleuze y Guattari, 1980,p. 34). La mirada honesta contempla lo poco que se sabe, y de ello deviene lo absurdo de una interpretación que se pretende cualificada y precisa. Cabe apreciar, desde luego, que el esquizoanálisis no es una terapia convencional, sino un dispositivo teórico-político que busca clarificar los procesos de producción deseante y los agenciamientos colectivos, superando las categorías rígidas del Edipo freudiano en el sujeto.
Deleuze y Guattari se alejan de las interpretaciones que buscan restaurar un sentido perdido o reprimir los síntomas disruptivos. En cambio, proponen que la transformación y la creación son fundamentales para comprender la experiencia esquizofrénica. Según Deleuze (1989), “para el esquizofrénico, no se trata tanto entonces de recuperar el sentido como de destruir la palabra, conjurar el afecto o transformar la pasión dolorosa del cuerpo en acción triunfante, la obediencia en orden, siempre en esta profundidad bajo la superficie reventada” (p. 104). El pensador francés observa la esquizofrenia como un proceso activo y creativo, más que una condición que necesita ser corregida o normalizada. La destrucción de la palabra y la transformación de la pasión dolorosa en acción triunfante implican un rechazo de las estructuras tradicionales del lenguaje y la emo-ción, favoreciendo en su lugar una reelaboración de la experiencia en términos más liberadores.
En los ámbitos terapéuticos podría centrarse mayor la atención en la expresión creativa y el arte como medios a partir de los cuales los individuos pueden articular sus experiencias de manera no convencional. No todo lo dicho está en la palabra, ni toda palabra nos dice lo que es. La tera-pia mediante el arte podría canalizar las emociones y percepciones de los pacientes a través de medios visuales o performativos, en lugar de limitarse a las formas verbales tradicionales. En ese tenor, los programas de intervención basados en la acción, como el teatro terapéutico, permiten a los individuos transformar sus experiencias internas en representaciones dinámicas, facilitando así una reconfiguración de sus relaciones con el mundo y consigo mismos. Si el psicoanálisis ha tratado de ser la cura mediante la palabra, el esquizoanálisis se propone ser un camino de comprensión mediante la expresión multidimensional y el performance.
El lenguaje, además de ser un producto cultural, es la herramienta a partir de la cual se manifiesta lo que cada uno está creando a través de su mente. Solo puede hablarse por sí mismo, y aún desde el sí mismo se habla a partir de algo más. Una expresión, una frase, hablan por sí mismas, pero permiten que el autor se ponga en evidencia, de manera simultánea. Un trazo, un matiz, una coreografía o un performance, cada una de estas expresiones no nace huérfana, tiene un origen preciso.
Durante la segunda mitad del siglo XIX, la explotación forestal y la deforestación avanzaban en paralelo a la construcción de ferrocarriles y la minería, principales demandantes de grandes cantidades de madera. A esto se agrega la desorganizada tala para uso doméstico, materiales para la construcción, la quema del monte con fines agrícolas y que por descuido causaban in-cendios que arrasaban con la riqueza forestal. También contaba la avaricia de los concesionarios de bosques, al exceder el monto del corte más allá de lo permitido, entre otros.
En el ámbito de la comunicación y la representación, el filósofo que nos ocupa problematiza la expresión verbal. En su opinión, “la desgracia de hablar no es hablar, sino hablar para los otros, o representar algo” (Deleuze, 2022, p. 95). Con esto se subraya la tensión inherente en el acto de comunicación, donde el propósito no es simplemente transmitir palabras, sino hacerlo bajo la expectativa de conformidad y representación para los demás, lo que puede distorsionar la autenticidad del discurso. No solo hablamos por el gusto y el placer de hacerlo, sino que existe el condicionamiento de tener que darse a entender, y es eso en buena medida la intención del lenguaje, al mismo tiempo que su sentencia. La comunicación se ve mediatizada por la necesidad de satisfacer a un público. Este fenómeno se observa en el ámbito político, donde los discursos a menudo son moldeados más por la necesidad de apelar a la opinión pública y a los votantes y menos por la sinceridad. Un político puede sentir la presión de adaptar sus discursos para ali-nearse con las expectativas de sus electores, comprometiendo así sus verdaderas convicciones. Este acto de hablar para los otros, que no es exclusivo de los políticos, sino de todo individuo vivo, puede conducir a una desconexión entre las palabras y la honestidad, propiciando la desgracia de un discurso que se convierte en mera farsa en lugar de una expresión genuina de pensamiento.
Por su parte, la originalidad comienza con la apropiación de algo y la intención de convertirlo en algo distinto. Apropiarse es el punto de partida de la elaboración de algo distinto. “La unidad real mínima no es la palabra, ni la idea o el concepto, ni tampoco el significante. La unidad real mínima es el agenciamiento” (Deleuze y Parnet, 1980, p. 61); el agenciamiento supone un conjunto de relaciones y conexiones entre elementos heterogéneos que se ensamblan para formar una estructura o sistema funcional. No es una mera agregación de partes, sino una organización dinámica y productiva que da lugar a nuevas formas, prácticas y potencialidades.
El agenciamiento se caracteriza por la heterogeneidad, al estar compuesto por elementos diversos que no pertenecen a la misma categoría (humanos, objetos, discursos, prácticas, entre otros). Los elementos se conectan y afectan entre sí, generando nuevas posibilidades y funcio-nes. El agenciamiento produce efectos y funciones específicas que no pueden ser atribuidas a los elementos individuales por separado; de esto se desprende su dinamismo, siendo capaz de reorganizarse y adaptarse a nuevas circunstancias. Ahora bien, que el agenciamiento exista no supone que la persona esté siendo honesta a través de su discurso.
El modo de ser de las cosas y lo que decimos que es el modo de ser de las cosas nunca ha sido lo mismo. De hecho, según Deleuze (1987), esa es “una constante en la obra de Foucault: la forma de lo visible, en su diferencia con la forma de lo enunciable” (p. 59). De tal manera, lo que decimos de algo nunca es su verdadero ser. La arqueología del saber, propuesta por Foucault, representa una metodología única para analizar el conocimiento y el poder en la sociedad al desentrañar las reglas y estructuras subyacentes que configuran los discursos y las prácticas sociales en diferentes épocas históricas. El autor parisino (1987) resalta la importancia de esta propuesta al señalar que “la arqueología del saber sacará las conclusiones metodológicas y ela-borará la teoría generalizada de los dos elementos de estratificación: lo enunciable y lo visible, las formaciones discursivas y las formaciones no discursivas, las formas de expresión y las formas de contenido” (p. 77). De tal manera, mucho del discurso se elabora a partir de cosas que son y cosas que no son o, mejor, no-cosas.
Cabe entonces distinguir entre lo enunciable (lo que se puede decir) y lo visible (lo que se puede ver), puesto que ambos elementos configuran las formaciones discursivas y no discursivas que estructuran el conocimiento. Las formas de expresión articulan los discursos, mientras que las formas de contenido aluden a las prácticas y objetos que esos discursos organizan y regulan.
Según el diagnóstico sobre la problemática forestal y sus efectos sobre el agua y la agricul-tura, no es casual que la atención se enfocara en el mantenimiento de la cubierta forestal de las cuencas hidrológicas. Para ello, en 1904 se organizó la Junta Central de Bosques dirigida por Quevedo. Al poco tiempo, la mayoría de los estados habían creado las juntas locales con el objetivo de vigilar los recursos forestales en sus jurisdicciones. La conciencia de tal dualidad permitió a Foucault analizar no solo lo que se dice en la sociedad, sino también lo que se hace y cómo se ve el mundo en un contexto histórico determinado.
Este orden de ideas puede llevarse a la práctica, por ejemplo, en el análisis de las políticas educativas, tratando de entender cómo los currículos escolares (formaciones discursivas) y la infraestructura escolar (formaciones no discursivas) configuran el saber y las prácticas educativas. Otra manera de aplicarlo sería mediante el estudio de la arquitectura hospitalaria y los protoco-los médicos en el contexto de la salud pública, explorando cómo las prácticas espaciales y los discursos médicos interactúan para producir formas específicas de atención y control sobre los cuerpos de los pacientes. Ese tipo de análisis permite desentrañar las complejas relaciones entre lo dicho y lo hecho, proporcionando una comprensión más profunda de las dinámicas de poder y conocimiento en diferentes ámbitos sociales.
El lenguaje, en este marco, juega un papel crucial como medio a través del cual se articulan las formaciones discursivas y se configuran las formas de expresión. Es a través del lenguaje que se establecen las reglas de lo enunciable, determinando qué conocimientos se validan y cuáles se excluyen. Además, el lenguaje interactúa con las formaciones no discursivas, influ-yendo en la manera en que se estructuran y perciben las prácticas y los espacios físicos. Es por esto que el lenguaje no solo refleja las dinámicas de poder y conocimiento, sino que también las produce y transforma, siendo un elemento central en la configuración y la reconfiguración de las estructuras sociales y cognitivas.
Sería difícil de explicar que una idea surja de nada. Y esto es así porque todo lo que nace de manera eidética tiene relación con otras ideas. Cada frase y cosa dicha está entretejida con las previas y las posteriores frases y cosas. “Los enunciados se dispersan según su umbral, según su familia. Y lo mismo ocurre con la luz que contiene los objetos, pero no las visibilidades” (Deleuze, 1987, p. 88). Somos como un libro que se escribe con muchas manos, de modo que es del todo ilusorio suponerse o juzgar que alguien es de verdad un librepensador, al menos si con ello que-remos aludir a alguien que no tiene influencia de su entorno y de los saberes que lo anteceden.
En su conocido análisis de Foucault, Deleuze destaca la conversión de la fenomenología en epistemología. Esta transformación no solo redefine los términos del conocimiento, sino que también reconfigura nuestra comprensión de la relación entre la percepción, el lenguaje y el saber. Convertir la fenomenología en epistemología implica reconocer que “ver y hablar es saber, pero [a la vez, que] no se ve aquello de lo que se habla, y no se habla de aquello que se ve” (Deleuze, 1987, p. 143). Por ello Foucault desplazó el énfasis de la fenomenología tradicional, centrada en la experiencia subjetiva y la percepción, hacia una epistemología que explora las estructuras y los límites del conocimiento. Si ver y hablar es saber, tal como alude Deleuze, entonces nuestra comprensión del mundo está mediada por los sentidos y el lenguaje. Aun con ello, cabe matizar que no todo lo que se discute está relacionado con lo que se percibe; y viceversa, no todo lo que es visible se articula discursivamente. Esto revela cómo las formaciones discursivas y no discursivas están entrelazadas, y cómo el conocimiento no solo se construye sobre lo visible y lo explicable, sino también sobre lo invisible y lo inefable.
Lo anterior resulta desafiante porque se aleja de las concepciones tradicionales del conocimiento y la verdad, sugiriendo que lo que se excluye de la conversación y lo que permanece fuera de la vista también forma parte del entramado del saber. Esta manera de entender las cosas abre la puerta hacia una comprensión más rica y compleja de cómo se configuran los discursos y cómo se estructuran las prácticas sociales, destacando la importancia de lo que se omite y lo que se desconoce en la producción del conocimiento. Por ello, la transformación de la fenomenología en epistemología no solo redefine la metodología de Foucault, sino que también amplía nuestra visión de cómo el conocimiento se produce y se organiza en la sociedad. A su vez, el culmen de este proceso es la expresión personal, la cual puede ser configurada a partir de un estilo o, en el mejor de los casos, puede conducir a tal.
Cabe incluir, al menos como mención, a dos críticos más del psicoanálisis en cuanto al uso del lenguaje, quienes suman a la crítica realizada por el pensador francés. Tanto Calasso (1996) como Han (2013) se cuestionan, desde distintos ángulos, las pretensiones psicoanalíticas. En Calasso, se percibe la crítica a la inflación de lenguaje que la práctica analítica provoca: un exceso de interpretación que, al intentar descifrarlo todo, termina asfixiando la experiencia inmediata y la potencia de lo simbólico. Para Han, en cambio, el psicoanálisis participa de la misma lógica que la sociedad contemporánea de la transparencia y la exposición: al buscar que todo sea narrado, confesado y puesto en discurso, acaba eliminando la negatividad y el misterio que configuran la subjetividad. En ambos casos, la sospecha es similar: el psicoanálisis, en su empeño por descifrar, termina reproduciendo los mecanismos de control y domesticación de la psique más que abrir un espacio genuino para el acontecimiento de lo otro.
Durante siglos se ha mantenido la idea de que una persona que desea es una persona que carece de aquello que desea. No obstante, el deseo no tiene que ver siempre con la falta, sino que puede estar asociado con la abundancia. Por el contrario, en ocasiones, cuando se ha carecido de algo por mucho tiempo, incluso se le deja de desear.
Si una persona desea vivir no significa que no tenga vida, en todo caso desea vivir con más intensidad, pero no es porque carezca de intensidad alguna. Los que llevan vidas poco intensas no desean más vida que los que viven con intensidad. No se trata de obtener algo que no se tiene, como si todo deseo tuviese como objeto algo material. “Desde el momento en que colocamos el deseo al lado de la adquisición, obtenemos una concepción idealista (dialéctica, nihilista) del deseo que, en primer lugar, lo determina como carencia, carencia de objeto, carencia del objeto real” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 32); pero el deseo opera de maneras más simbólicas, no nece-sariamente respondiendo al paradigma de consumo.
Si bien es cierto que uno puede caminar si no tiene obstáculos frente a sí, no es el hueco o el vacío el que provoca que uno avance, sino el deseo de avanzar. Visto así, es el deseo el que genera el movimiento, no el vacío, o al menos no por su propia cuenta. Vacío sin energía no conduce al movimiento, pero el deseo que es manifestación de energía de ir hacia sí provoca o detona el movimiento. En tal orden de ideas, en lo que refiere a lo colectivo, “la producción social es tan sólo la propia producción deseante en condiciones determinadas” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 36). Por ello, no es tanto que el dinero o el amor muevan al mundo, según lo dicta la expresión popular de manera analógica, lo que lo mueve, o mejor dicho, lo que antecede la conducta voluntaria de los individuos, es el deseo. Incluso, la voluntad, en sí, es una facultad apetitiva, y no hay apetito sin deseo.
En sus términos, Deleuze y Guattari (1985) toman una clara posición: “Nosotros decimos que el campo social está inmediatamente recorrido por el deseo, que es su producto históricamente determinado, y que la libido no necesita ninguna mediación ni sublimación, ninguna operación psíquica, ninguna transformación, para cargar las fuerzas productivas y las relaciones de produc-ción. Sólo hay el deseo y lo social, y nada más” (p. 36). En tal óptica, el deseo es la pieza faltante en la explicación marxista, es lo que involucra la superestructura y la estructura, comanda lo social, o al menos lo insta al movimiento, al trueque con lo existente.
No hay manera de negar, salvo que uno quiere errar, de que el humano es un ser que desea, incluso desde su infancia. “El niño posee desde su más tierna edad toda una vida deseante, todo un conjunto de relaciones no familiares con los objetos y las máquinas del deseo, que no se relaciona con los padres desde el punto de vista de la producción inmediata, sino que está relacionado con ellos” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 52). De tal modo, no es el padre el que provoca el deseo del niño, ni siquiera el deseo de eliminarlo, pues mucho antes ya ha deseado una serie de cosas o situaciones más. No es la madre el objeto de deseo primario del niño, pues en todo caso, para ser más prácticos, su primer deseo fue seguir respirando, recibir calor, de su madre o de quien estuviese presente para jugar el rol de canguro protector.
Nos podemos nombrar seres evolucionados, creaciones de Dios, la pieza más preciada del cosmos o la magnificencia encarnada, pero resulta más preciso y aterrizado asumir que somos una suerte de máquinas que desean. Ahora bien, debemos mirarlo con cuidado, pues esto no supone que seamos lo mismo que una aspiradora o un ventilador mecánico. Lo que el autor francés advierte es que de manera constante deseamos, y son los deseos los que se asocian con nuestras conductas, tal como aspirar es la facultad de la aspiradora y ventilar lo es del ventilador mecánico. Lo que caracteriza el humano es, por tanto, desear, justo porque lo hace todo el tiempo.
Más aún, la posibilidad de desear la contenemos de manera natural, pero el contenido de los deseos tiene que ver más con la influencia social, con el cúmulo de voces que nos vuelven esquizoides, siendo menos significativa la influencia de nuestra decisión. Por supuesto, uno puede decidir no hacer lo que desea, pero eso no sustrae el carácter espontáneo del deseo. Incluso, la elección de no hacer lo que se desea, o no lanzarse hacia su consecución, deriva también de la influencia de las voces sociales. En concreto, “la máquina deseante es precisamente eso: una multiplicidad de elementos distintos o de formas simples ligadas sobre el cuerpo lleno de una sociedad, precisamente en tanto que están «sobre» ese cuerpo o en tanto que son realmente distintos” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 411). Solo se desea lo que es diferente, pero no se capta la diferencia sino entre la multitud.
El que nuestros deseos se erijan ahora, pero mañana se desvanezcan, responde al hecho de que el deseo no está preestablecido, e incluso se puede desear mañana lo que no se desea hoy. El tipo de máquinas deseantes que somos no está circunscrito a una programación antecedente, sino que se va alimentando día con día y es a partir de ese cúmulo de información y de mensajes que se elabora y cimenta los deseos de cada ocasión, e incluso aquellos que son más duraderos. En ese sentido, “el deseo no tiene nada que ver con una determinación natural o espontánea, sólo agenciando hay deseo, agenciado, maquinado” (Deleuze y Guattari, 2002, p. 401). Y la vida es un continuo proceso de agenciamiento, desde que se nace hasta que uno se despide.
Si el origen y el desvanecimiento de los deseos siguen un curso espontáneo, no debiera ponerse el foco de atención en la restricción ideológica que intenta hacerse. La represión del deseo, por codificarlo como algo prohibido e impropio, resulta ser insensato, incluso antihumano. Clarifiquemos: no se aboga por el libre accionar a partir de los deseos, sino por la aceptación de la espontaneidad con la que surge el deseo. Negar a Dios o matar al padre, o negar al padre y matar a Dios no son la antesala de la superación del deseo, ni siquiera son actos liberadores. “Dios, muerto o no, el padre, muerto o no, todo viene a ser lo mismo, puesto que la misma repre-sión general y la misma represión prosiguen, aquí en nombre de Dios o de un padre vivo, allí en nombre del hombre o del padre muerto interiorizado” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 112). Es por ello por lo que no hay liberación definitiva, sino una simple atenuación. La prohibición de no comer del fruto prohibido nunca desapareció ni hará invisible al árbol que se prohibió, pues de hecho la prohibición misma es lo que le otorga visibilidad.
Asociar el deseo con la represión no hace más que enfermarnos, pero tratar de anular la represión en virtud de intentar sofocar al deseo no es más que una quimera. La prohibición, el acto de reprimir, no responden tanto al deseo originario como al mero afán de control del que prohíbe. El inconsciente primigenio, el más hondo, no tiene que ver con las asociaciones que intentan conocerlo como si fuese un objeto de estudio concreto. “Nunca podemos, como en una interpretación, leer lo reprimido a través de y en la represión, puesto que ésta no cesa de inducir una falsa imagen de lo que reprime: usos ilegítimos y trascendentes de síntesis según los cuales el inconsciente ya no puede funcionar de acuerdo con sus propias máquinas constituyentes, sino tan sólo «representar» lo que un aparato represivo le da a representar” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 349). Hay que volver al deseo, pero no para prohibirlo, sino para conocer lo que lo funda, lo que está a su base, para intuir un poco el conglomerado de voces que son su pesebre.
Uno no avanza en el conocimiento de sí mismo si no comienza por conocer sus deseos. No hay uno mismo sin encuentro con el otro, sin la agitación de lo social, sin las voces que se interconectan, sin el barullo del espectro que nos envuelve. Un aspecto que nos constituye es lo sexual, no hay individuo no sexuado, si bien habrá aquellos que intenten mantenerse eunucos. No hay encuentro más íntimo consigo que el sexual, ahí, en la ausencia de la represión, en el goce sin cautela que está más allá de la regla o de la contención. “Los griegos, además de haber inventado la relación consigo mismo, la han vinculado, compuesto y desdoblado en la sexualidad” (Deleuze, 1987, p. 135). El encuentro primordial es con ese desconocido que cada uno es consigo mismo, pero ese encuentro acontece cuando se está con alguien más, con los otros, pues solo en la diferencia se percibe la particularidad. La auténtica relación consigo mismo incluye, si no es que se funda en, el encuentro con la sexualidad, es decir, el modo de ser hombre o mujer.
Deleuze, influenciado por Foucault, ve el poder como algo disperso y omnipresente, operando a través de redes de control y disciplina. Introduce la noción de micropolítica para estudiar estas dinámicas. El poder posibilita el daño y el control, de modo que cualquier interés por controlar o dañar tiene implícita la búsqueda del poder. En ese sentido, “tener el poder sobre alguien es estar en condición de afectarlo de tal o cual manera” (Deleuze, 2010, p. 290), sin importar si la persona accede o no a tales afectaciones.
El poder está en varios sitios, al mismo tiempo que tiene su origen en distintos lugares. En eso concuerda Deleuze (1987) cuando afirma que “el funcionalismo de Foucault se corresponde con una topología moderna que ya no asigna un lugar privilegiado como origen del poder, que ya no puede aceptar una localización puntual” (p. 52). El poder, tal como el conocimiento, tiene distintos sitios de nacimientos, a la vez que se desarrolla a través de la interconexión de circunstancias.
El poder que puede tener una persona no se encuentra edificado de manera exclusiva en la persona, sino también en la visión de aquellos sobre los que ejerce ese poder. A su vez, “el poder es local puesto que nunca es global, pero no es local o localizable puesto que es difuso” (Deleuze, 1987, p. 52), de modo que no hay manera de identificar linealmente el surgimiento del poder. Una de las modalidades del poder es la legalidad, a partir de la cual se advierte que una cosa tiene más valor que otra, a la que se considera ilegal. Lo aceptado socialmente, incluso a manera de ley, nos vuelve renuentes a la confrontación de lo legal, incluso si es injusto. No obstante, “la ley siempre es una composición de ilegalismos que ella diferencia al formalizarlos” (Deleuze, 1987, p. 55). Cuando el poder legislativo otorga poder a un lineamiento le confiere a la vez un estatuto superior que aquello que condena, es decir, su contrario.
La historia está llena de ejemplos de injusticias que eran consideradas legales. Un ejem-plo de ello es la legalidad de la esclavitud en los Estados Unidos durante los siglos XVII al XIX, lo cual implicaba la explotación de personas afrodescendientes, negándoles derechos fundamentales y tratándolos como propiedad. El Apartheid en Sudáfrica, entre 1948 y 1994, legalizó la segregación racial, otorgando derechos y privilegios a la minoría blanca mientras oprimió a la mayoría negra y a otros grupos étnicos. Estas leyes eran legalmente válidas, pero injustas porque violaban los principios de igualdad. En la actualidad, la detención de sospechosos de terrorismo en la prisión de Guantánamo Bay, sin juicio ni debido proceso, es legal bajo las leyes de Estados Unidos. Sin embargo, esta práctica es vista como algo injusto por numerosos defensores de los derechos humanos. Algunas leyes actuales en diversos países permiten la detención y deportación de inmigrantes, incluso aquellos que buscan asilo. Estas leyes, aunque son legales, pueden separar familias y arriesgar la seguridad de las personas. Por todo ello, que algo sea legal no exenta la obligación de repensar su condición moral.
El poder también se manifiesta en la exclusión, en el señalamiento discriminatorio de los diferentes y en el trato desigual por razones que no tienen que ver con las decisiones de las personas. Es bien sabido que se define a la locura a partir de la desadaptación que muestran aquellos que son considerados fuera de la norma o el estándar de comporta-miento. “Muchos de los que están en el manicomio no deberían estar en él, pero también muchos que no están deberían estarlo: la psiquiatría del siglo XIX se elaboró a partir de esta constatación que lejos de crear un concepto unívoco y determinado de locura, la pro-blematiza” (Deleuze, 1987, p. 93). Cuestión similar se reproduce cuando se intenta controlar la conducta de las personas en vistas a que se alineen a un comportamiento que siga una norma establecida por un grupo determinado, del cual serán expulsados si no se adaptan.
Juzgar a una persona por su religión, tratarle de manera indigna por su preferencia sexual, su aspecto, su nacionalidad o alguna condición de discapacidad representa un ejercicio de poder, o de su búsqueda, puesto que procede en el cobijo de la descalificación y el sometimiento que se ejerce sobre alguien.
El uso de poder de manera sistemática, implicando sometimiento de unos sobre otros, implica esclavitudes posmodernas que son dignas de análisis. “¿Por qué soportan los hombres desde siglos la explotación, la humillación, la esclavitud, hasta el punto de quererlas no sólo para los demás, sino también para sí mismos?” (Deleuze y Guattari, 1985, p. 36). Este tema ha sido desarrollado por Han en su texto La Sociedad del Cansancio, en el cual argumenta que la esclavitud posmoderna se manifiesta a través de la autoexplotación y la presión por el afán de productividad que tanto caracteriza a la sociedad contemporánea. Según Han (2012), vivimos en una era donde la libertad individual es exaltada, pero a la vez se convierte en una trampa porque se traduce en la obligación de maximizar el rendimiento personal. Los individuos se transforman en empresarios de sí mismos, sometiéndose a una explotación autoimpuesta, que reemplaza las formas tradicionales de dominación externa. Este fenómeno genera una sociedad de individuos agotados y deprimidos, atrapados en un ciclo incesante de optimización y productividad sin fin.
Así, la sociedad contemporánea, con su énfasis en la hiperactividad y el rendimiento constan-te a toda costa, ha sustituido el control externo de la era moderna por formas más insidiosas de dominación que el común de las personas han introyectado. Estas nuevas formas de esclavitud resultan efectivas porque el individuo cree estar haciendo su voluntad, pero en su búsqueda de éxito y autoafirmación perpetúan su propia explotación. En ese marco de circunstancias deviene la necesidad de liberarse. Para Deleuze (1987), “es en el propio hombre donde hay que liberar la vida, puesto que el hombre es una forma de aprisionarla. La vida deviene resistencia al poder cuando el poder tiene por objeto la vida” (p. 122). De tal manera, cabe liberarse justo de aquellas cosas o encomiendas por las que uno dice que entregará su vida sin chistar.
Visto con detenimiento, la búsqueda de liberación del control y poder externo es una apuesta que se perpetúa mientras sigamos respirando, pues la introyección que nos conduce a desear algo en particular no puede ser sino intercambiada por otra, sin diluir por completo nuestra condición, como se ha dicho, de máquinas deseantes. No se trata de liberarse del poder externo a partir de soltar la rienda cualquier deseo, pues podría ser que ese deseo sea la manifestación del poder que otro ejerce en la propia voluntad. En tal óptica, tal como ha dicho Antonelli (2013), “el llamado a la prudencia en el marco de la liberación del deseo es la respuesta al peligro de la experimentación fallida que conduce a la destrucción o a la acen-tuación de las estratificaciones” (p. 109).
Habitando en la condición de ser maquinas deseantes, lo que impera no es eliminar el de-seo, pues equivaldría a eliminar la propia vida; lo conducente es expresar los avatares de esa condición de permanente deseo, de anhelo insatisfecho, toda vez que se haya examinado que el deseo es puro y desnudo, es decir, que no es un malabar acomodaticio ante la exigencia del mundo social contemporáneo.
El esquizoanálisis ofrece una herramienta crítica fundamental para comprender y transformar las dinámicas sociales del Sur de México y Centroamérica, donde las estructuras de poder, el lenguaje y la represión del deseo continúan perpetuando la desigualdad y la exclusión. En contextos marcados por la pobreza, la violencia estructural y la marginación de comunidades indígenas y rurales, el esquizoanálisis proporciona un enfoque para desmantelar los sistemas de control que regulan la vida cotidiana y limitan las posibilidades de emancipación. La deconstrucción de las narrativas dominantes y la apertura hacia formas alternativas de expresión permiten imaginar nuevas formas de organización social que desafíen el status quo y promuevan una redistribución equitativa de recursos y poder.
Además, la aplicación del esquizoanálisis en esta región subraya la importancia de recuperar el valor de la diversidad cultural y lingüística como una forma de resistencia contra la homogenei-zación impuesta por políticas neoliberales y globales. La exploración de nuevas relaciones entre el lenguaje, el poder y el deseo puede empoderar a las comunidades locales para redefinir su propia identidad y destino, no desde la obediencia a modelos hegemónicos, sino desde la creación de nuevas prácticas y discursos que reflejen sus aspiraciones y necesidades reales. En este sentido, el esquizoanálisis no solo es una herramienta teórica, sino también una estrategia práctica para promover una vida más justa, creativa y autónoma en el Sur de México y Centroamérica.