[ 0000-0001-7810-6030 ] Carlos Gutiérrez Alfonzo [*]
Con las ideas expuestas en este artículo se tiene la intención de procurar un diálogo acerca del entrelazamiento que se ha propiciado entre la antropología y la literatura. Consciente de la amplitud de ese empalme, el sustrato para observarlo, sin que sea más que un recurso de justificación metodológica, puede anunciarse de la siguiente manera: la antropología y la literatura tienen una misma materia prima. Se recurre a un mismo “contenido empírico” producto de la observación (Augé, 2012, p. 139). Y ese contenido, razón de ser de ambas disciplinas, es expuesto mediante una forma, más de una forma. Como quien escribe textos con pretensión literaria, el antropólogo, más allá de sus inquietudes teóricas, “quiere convencer, hacerse oír y estimular la imaginación” (Augé, 2012, p. 139).
Al comprender que los materiales tanto del antropólogo como del literato proceden de la misma fuente (la dilatada observación de lo que se vive) y de que lo capturado (mediante, quizá, técnicas precisas) debe plasmarse, sobre todo, por escrito, sin que se abandone la expresión de “problemáticas generales”, para el caso del antropólogo existe un punto más de confluencia entre la antropología y la literatura: “la dimensión humana” (Augé, 2012, p. 144).
Al colocar el énfasis en la vertiente que conduce hacia la exploración de lo humano, como acá se propone, se busca diluir la fuerte carga que pesa sobre el fulgor de la verdad y de la apuesta por la ficción. La carga para imponer la veracidada 1 en el ámbito antropológico se sustentó en la autoridad etnográfica. Para James Clifford, el quehacer del antropólogo según lo estipulado por Malinowski debía consistir en “1. observar participando; 2, escribir un texto; 3. autorizar o legitimar el texto escrito” (Jacorzynski, 2004, p. 22).2
Haber eclipsado la potestad del “estar allí” abrió la senda para estipular que la observación debía tender hacia la interpretación y que las ejecuciones podían llevar la marca de la experimentación antropológica: “dialogismo, heteroglosia, interpretación, metáfora, pastiche, collage” (Jacorzynski, 2004, p. 25). El antropólogo inmiscuido en comprender la temática de su interés debe tener dominio de la escritura y, con todos los trucos posibles, convencer a sus lectores.3
Es así como existe el consenso de que en la labor antropológica la escritura resulta crucial al mo-mento de entregar resultados de investigación. Es también verificable que esta práctica tiene claros propósitos: ofrecer explicaciones sobre las formas de ser y de pensar de determinadas colectividades. Quien escribe busca responder a los dictados de su formación. Puede ocurrir que esas especifica-ciones se busquen, en vez de hacerlo en el lugar donde viven las personas, en obras que han sido identificadas como literarias. Se trata de analizar obras literarias a partir de la antropología,4 una exploración que tiene su contraparte cuando productos de investigación antropológica pueden ser leídos como literarios, en el entendido de que en antropología y literatura se elaboran preguntas a partir de materiales empíricos, que constituyen su “materia prima” (Augé, 2012, p. 137). Lo ha advertido Andrés Fábregas Puig: “tanto la literatura como la antropología reflexionan acerca de la sociedad y de la cultura, de la condición humana en su más amplia acepción” (2013, p. 1).5 Y la transmisión de esos contenidos recopilados debe darse por medio del dominio que quien formuló las interrogantes tiene de su propia lengua. Tanto en antropología como en literatura, “la pregunta por la escritura es fundamental” (Augé, 2012, p. 144).6
Esa conciencia sobre el lugar de la escritura la hizo suya Ricardo Pozas,7 según expuso en una entrevista que él e Isabel Horcasitas concedieron en 1983 a Adalberto Zapata y que Carlo Antonio Castro citó en su texto publicado en La Palabra y el Hombre: “A mí realmente no me gustaba escribir, tuve que hacerlo porque me metí en esto de la Antropología con el propósito de trabajar con los grupos indígenas, de ayudarlos en algo, mejorar sus condiciones de vida, y me vi obligado a escribir” (Castro, 1994, p. 16). Ese imperativo tenía una dirección: “escribir para las grandes masas, para el pueblo”, sin pensar en que debía dirigirse a los antropólogos: “De mis informes de campo saqué la vida de Juan, porque hay muchos Jolotes que destruí para armar el Chamula en función de un esquema antropológico; lo importante era escribir en una forma sencilla, con un lenguaje simple, eliminando tecnicismos y términos antropológicos” (Castro, 1994, p. 16).
Los inconvenientes al momento de trabajar con las palabras estuvieron en el horizonte de Ricardo Pozas como un acicate: “Mis dificultades para escribir no han sido aún superadas y verdaderamente sufro cuando tengo que hacerlo” (en Medina Hernández, 1994, p. 44). Con denuedo, impulsó en él una aflicción benéfica, a partir del reconocimiento de que “nunca he podido escribir algo que sea producto de mi imaginación. Todo lo que he escrito ha sido resultado de la observación directa” (Medina Hernández, 1994, p. 44).
Lejos de las tribulaciones que tuvo Ricardo Pozas al momento de escribir puede colocarse a Carlo Antonio Castro, cuya conciencia sobre el trabajo con las palabras está ilustrada en las páginas de su diario de campo8 publicadas en La Palabra y el Hombre, en 1994. Carlo Antonio Castro llegó a San Cristóbal de Las Casas, junto con otras personas, a las diez y media de la noche del sábado 26 de febrero de 1955, luego de haber recorrido 1171 kilómetros en veintiséis horas. La precisión con la que detalló en su diario el momento en que arribó a Chiapas es una muestra del tipo de diario que escribió de manera ocasional durante dos años, precisó él mismo (Castro, 1994). La encomienda que le asignó Alfonso Caso fue la siguiente: “Profesor Castro, quiero que en un período de cuatro años aprenda usted, conforme a las posibilidades, el tzotzil o el tzeltal, con la meta de aplicar la lengua a tareas prácticas. Dedíquese sólo a ello” (Castro, 1994, p. 102).
Grande fue su sorpresa al tener frente a sí a su amigo Marco Antonio Montero, quien tenía a su cargo el teatro guiñol,9 iniciativa mediante la cual se buscaba que los habitantes de los Altos de Chiapas tomaran conciencia sobre cuestiones de salud, educación, producción agrícola, higiene corporal. En el recorrido inicial por las instalaciones del Centro Coordinador, conoció la imprenta y la fábrica de gaseosa y en su diario habría de consignar sus descubrimientos y detalles como esta cena: “disfrutamos de un huevo estrellado, salsa picante, pan y café” (Castro, 1994, p. 104). Y llegaba la hora en que se suspendía el servicio de energía eléctrica.
Con el recorrido por el mercado de Jovel, Carlo Antonio Castro tuvo ante sus ojos a población tzeltal y tzotzil que se ubicaba en ese lugar para vender sus productos, como moras y maíz. Fue testigo del trato “odioso” mediante el “sistema de arrebato” que empleaban mujeres compradoras mestizas. El adjetivo definía muy bien la forma en que estas mujeres arrebataban su mercadería a los vendedores: huevos, gallinas, entre otras. Castro supo también de la existencia de las atajadoras, mujeres de los barrios de San Cristóbal, que se ubicaban en la entrada de la ciudad para impedir que los vendedores tzeltales y tzotziles llegaran al mercado y fueran ellas las que obtuvieran los productos de ellos a un precio estipulado por ellas mismas. Tuvo sus primeros encuentros con las lenguas de los Altos de Chiapas. Aprovechó la oportunidad para que jóvenes tzotziles de Chamula y un tzeltal de Oxchuc le ayudaran a registrar vocabulario y léxico de ambas lenguas.
Acorde con su formación como antropólogo,10 como lingüista, consignó en su diario nombres que había tenido la, “frescamente añeja”, ciudad: Jobel, llamada así por los hablantes de tzotzil y tzeltal, nombrada también Ciudad Real del Valle de Hueyzacatlán. Jobel, en la lengua de los Altos; y Hueyza-catlán, en náhuatl. Vio que también se escribía Jovel, que consideró un error (Castro, 1994, p. 106). Al elaborar la respuesta a una pregunta que le hizo Alejandro Marroquín, antropólogo, quien también había llegado a trabajar a San Cristóbal, Carlo Antonio Castro pensó: “hoy me había preocupado yo, apenas someramente, por lo cualitativo, sin entretenerme en lo cuantitativo, ya que, por lo demás, mi interés actual es predominantemente lingüístico” (Castro, 1994, p. 108). Y con base en una definición lingüística dijo: —¡Sin cuenta! Airoso, Marroquín reprobó el resultado.
Las apreciaciones en su diario tienen la marca de sus preocupaciones lingüísticas. Explica por qué debe escribirse Zinacantan y no Zinacantán. Vio conveniente que se escribiera tsotsil, en lugar de tzotzil. Conoció a personas, cuya identificación ayudaría a saber que hacia los años cincuenta al-gunos tsotsiles habían ido a estudiar a, sobre todo, internados de Oaxaca, y habían vuelto a la región, a trabajar en el Instituto Nacional Indigenista. Un diario en el que, para él, colocaba “desmalazadas líneas” (Castro, 1994, p. 111). Dejó constancia también de los libros que leía, de los libros que estudiaba. Al mencionar la visita que hizo, en compañía de Agustín Romano, director del Centro Coordinador Indigenista, y Alejandro Marroquín, al centro de la ciudad, queda la impresión de que se han trasla-dado a un lugar lejano, muy distante de La Cabaña, donde vivían y donde estaban las instalaciones del Instituto Nacional Indigenista.
En la conversación que sostuvo con Lorenzo Morales Landyn —pasante de medicina del Instituto Politécnico Nacional, a quien había conocido antes y quien trabajaba como médico en Oxchuc—, y dos personas más, a quienes encontró en el centro de la ciudad, Carlo Antonio Castro, ante el reclamo de Morales Landyn de la inexistencia de un manual que le ayudara en su labor, expuso su posición sobre la importancia del diario de campo para el trabajo antropológico; en dicho diario están los “elementos que, en interacción con las notas instantáneas o reposadas de la libreta taquigráfica inseparable, los cuestionarios, los apuntes, las observaciones, las cédulas, etc., ofrecerán el material cuyo análisis llevará a la posibilidad de integrar y trazar una monografía o una obra más amplia, quizá comparativa” (1994, p. 113).
Con el diario de Carlo Antonio Castro se palpa la efervescencia intelectual provocada por la labor indigenista, con San Cristóbal de Las Casas como centro de tal misión, entre la que estaba un interés manifiesto por el jefe del departamento de educación del Centro Coordinador Tzeltal-Tzotzil: el “aceleramiento educativo mediante la castellanización” (Castro, 1994, p. 116). El jefe hizo saber la inexistencia de material para que se aprendiera castellano. La posición de Carlo Antonio Castro difirió del planteamiento de la autoridad educativa. Fue partidario de un “enfoque cultural amplio” en el que la prioridad debía ser la “alfabetización plena en tzeltal y tzotzil antes de intensificar la castellanización” (Castro, 1994, p. 116). El director del Centro Coordinador expuso las razones por las cuales tzeltales y tzotziles debían aprender el castellano: “1. El comercio; 2. Los viajes; 3. La necesidad de mejorar los parajes; 4. La defensa de los derechos” (Castro, 1994, p. 117). Entre las problemáticas indicadas, estuvieron la conveniencia de que las mujeres asistieran a la escuela y el ausentismo de los alumnos por motivos como los viajes a las fincas cafetaleras o las fiestas de las localidades o de la cabecera municipal. Y empezaba a ser evidente que los promotores preparados por el Instituto Nacional Indigenista, al desplazarse hacia San Cristóbal, habían optado por quedarse en la ciudad, hacer vida en la ciudad, sin tener deseos de volver a sus parajes. Carlo Antonio estableció el compro-miso de editar un periodiquito bilingüe en tzeltal, lengua que se empeñaba en aprender, y castellano, que se distribuiría en las escuelas de la región hablantes de esa lengua.11 Instó a que los trabajadores indigenistas hablaran las lenguas de la zona, la que, al recorrerla, le trajo hacia sí El callado dolor de los tzotziles, de Ramón Rubín (Castro, 1994, p. 123).
Carlo Antonio Castro se dedicó al estudio del tzeltal, con la colaboración de personas de localidades distintas en las que se habla esta lengua, como Oxchuc, Chanal y Aguacatenango, con quienes tuvo un primer proyecto: la traducción de ciertos artículos de la Constitución Política de México. Era consciente de que la traducción sería útil si se lograba “conciliar las variantes dialectales de la lengua verdadera” (Castro, 1994, p. 122). Vio conciliables las variantes de Oxchuc y Chanal, no así la de Aguacatenango, con cuyo traductor debió trabajar con tal de alcanzar el acuerdo requerido. Así definía esta su labor: “Seguiremos insistiendo hasta lograr la fluidez: estudiando, aprendiendo, traduciendo, redactando, aprobando, corrigiendo, adecuando” (Castro, 1994, p. 122). Esta disposición implicaba estar atento a cuanta palabra le fuera transmitida, como cuando, en el templo de Chenalhó, respondió en tzeltal a quien en tzotzil le había pedido limosna. Para su sorpresa, el hablante de tzotzil había entendido las palabras de Carlo Antonio Castro; se trataba de alguien que “había frecuentado en otro tiempo, vendiendo distintas cosas, diversos centros y parajes tzeltales, por lo que algo aprendió del idioma hermano” (Castro, 1994, p. 124).
De los descubrimientos de Carlo Antonio Castro me resulta ilustrativo su encuentro con Andrés Fábregas Roca, a quien visitó, junto con Romano y Marroquín, en Tuxtla Gutiérrez. Su amigo Marco Antonio Moreno le había hablado de él, “un amable y generoso barcelonés, de 45 años de edad recién cumplidos”, “actual director de la revista Ateneo12 y vice-presidente del Ateneo de Ciencias y Artes de Chiapas” (1994, p. 120). La emoción de ese encuentro creció al dar con una librería, en la que él y Marroquín se surtieron de una buena cantidad de libros. Fueron del interés de Carlo Antonio Castro los relacionados con Chiapas, entre estos, La Sierra Madre de Chiapas, de Leo Waibel. La reprimenda de Romano (“¡A qué horas van a leer tanto libro, si tienen tanto qué hacer!”) no ahuyentó el entusiasmo, el cual se vio enriquecido con un frío tascalate que tomaron en una de las refresquerías del parque de Tuxtla. Carlo Antonio Castro publicó en la revista ICACH, en el número 5, el texto “Ámbito de la Lengua Tzeltal”; en el número doble, 6 y 7, de 1961, “Íntima fauna” (poemas).
Carlo Antonio Castro es un escritor que debe destacar no sólo por su relato Los hombres verdaderos, publicado por la Universidad Veracruzana en 1959, el mismo año en que se publicó Benzululen esa misma Universidad, y donde se habría de editar un año después Ciudad Real, de Rosario Castellanos. Un dato que no estuvo en el horizonte de Joseph Sommers es que tres de los libros con los cuales definió el ciclo de Chiapas fueron publicados por la Universidad Veracruzana en la colección Ficción.
Carlo Antonio Castro tuvo una intensa actividad escritural,13 mientras estuvo en Chiapas, de 1955 a 1957, reconocible en sus labores educativas como parte del equipo del teatro Petul, como se dijo antes, y en la publicación de artículos en la revista ICACH. Su llegada a Chiapas está relatada en el fragmento de su diario publicado, según se refirió con anterioridad: “Sábado 26 de febrero de 1955/ Tengo veintiocho años y medio. Estoy en Chiapas por segunda vez. A los doce cumplidos disfruté, en 1938, de sus verdes contrastes, matizados con el azul, en compañía de mi madre, Patricia Gertrudis, y mis hermanos. Tapachula: Hotel ‘Soconusco’” (Castro, 1994, p. 101). Las líneas anteriores son una muestra de alguien que no sólo estaba interesado por el dato etnográfico. Poemas, ensayos suyos fueron publicados en La Palabra y el Hombre, editada por la Universidad Veracruzana, de la cual Carlo Antonio Castro se convirtió en una figura notable, a donde llegó en 1958, invitado por el doctor Gonzalo Aguirre Beltrán, el rector de ese entonces.
Está también el diario de Carlos Navarrete, editado por la UNAM en 1978,14 cuyo primer párrafo es el siguiente:
En octubre de 1967 un grupo de lingüistas, etnólogos y antropólogos sociales... partió hacia la costa del Pacífico y a la Sierra Madre de Chiapas en una misión del Proyecto de Rescate Etnográfico del Museo Nacional de Antropología. Dada la importancia que en ese tiempo se le estaba dando a esta labor, se decidió incluir en el mismo un pequeño equipo de arqueólogos compuesto por Lorenzo Ochoa y el que escribe, con el fin de hacer un primer reconocimiento de esta fracción de la zona Maya de la que prácticamente se carece de información. (Navarrete, 1978, p. 5).
Un año antes, en 1966, don Carlos había dado a conocer en Summa Anthropologica “Cuentos del Soconusco”,15 los cuales presentó de esta manera: “Los siguientes cuentos me fueron relatados por algunos vecinos de los municipios de Tuxtla Chico, Cacahoatán y Unión Juárez durante el transcurso de unos trabajos arqueológicos efectuados por la New World Archaeological Foundation en la región del Soconusco” (p. 421).16
El diario referido es un documento con datos arqueológicos sobre la región de estudio, con la descripción del recorrido, el cual dio inicio en Tuzantán, cuyo ascenso a la Sierra siguió el que “con algunas diferencias”, fue el camino “que por años siguieron las recuas que transportaban carga entre la costa, los pueblos de la sierra y la región del Grijalva” (Navarrete, 1978, p. 14). Ese su conocimiento sobre las rutas de los arrieros habría de abonar para la escritura de Los arrieros del agua. 17
Carlos Navarrete describió las localidades por las que anduvo. Interesado en la antigüedad de las poblaciones, tuvo frente a sí la consulta de la Descripción geográfico-moral de la diócesis de Goathemala, que hiciera el obispo Pedro Cortés y Larraz. El dato que extrajo de esa indagación fue el relacionado con los caminos y los habitantes de tres lugares de la Sierra.18 Sitúa, con la consulta de fuentes, la importancia de Motozintla como centro regional.19 Si bien su ímpetu estuvo enfocado a saber sobre los sitios arqueológicos de la Sierra, Carlos Navarrete conversó con personas conocedoras de los lugares, como el señor Montesinos,20 quien tenía una colección de piezas recolectadas entorno a Motozintla.
En su diario, como ha sido su actuar, tuvo puesta la mirada en las zonas arqueológicas y en cómo los lugares han sido habitados, cómo las localidades han estado conectadas y quiénes han transitado por los caminos, su amplia perspectiva antropológica. El ascenso a El Porvenir lo describió de esta manera:
Salimos rumbo a El Porvenir con dos caballos de silla y una mula para la carga. Como dato secundario vale transcribir el precio del alquiler de las bestias: diez pesos diarios por animal, a lo que hay que agregar quince pesos diarios para el guía, además de la comida y el alojamiento. Al llegar al final del recorrido debe pagarse el regreso del guía y los animales, a razón del tiempo que empleen aunque lo hagan sin carga. (Navarrete, 1978, p. 50).
Se trata de un documento enriquecido con dibujos de piezas arqueológicas, con fotografías, como la de José Coffin y un nombrado señor Paniagua quienes están frente a una “piedra-altar”, el mismo Carlos Navarrete en una peña con petroglifos. Y con el ángulo abierto para continuar con sus investigaciones y con interrogantes sobre lugares como Comalapa, localidad que ofrecía “un medio propicio para un para un poblamiento más denso, con amplias ventajas para el grupo que hubiera dominado la región” (Navarrete, 1978, p. 68).
El diario de Andrés Medina Hernández sobre su estancia en la Sierra permanece inédito, sin un sitio en el que se le resguarde. El doctor Medina Hernández, como don Carlos Navarrete, participó también en la investigación de rescate etnográfico en el Soconusco y la Sierra Madre de Chiapas para la sección de etnografía del Museo Nacional de Antropología, de septiembre a diciembre de 1967. Y con sus indagaciones elaboró sus “Notas etnográficas sobre los mames de Chiapas”, incluidas en el volumen X de los Anales de Antropología, en 1973. Andrés Medina Hernández ha pensado el quehacer de la antropología mexicana; escribió su visión personal sobre la presencia de la Universidad de Chicago en Chiapas, con un título sugerente: “Antropología y geopolítica”.21
En su determinación de descubrir cómo se hizo antropología en Chiapas, en los años cin-cuenta del siglo anterior, Andrés Medina Hernández se implicó en el ejercicio profesional de antropólogos que tuvieron su objeto de estudio en esta entidad, ejecución vista en su raíz: el diario de campo, el cual “es el receptáculo de opiniones personales, de intuiciones y suposiciones, además de registrar datos técnicos y toda clase de información que habrá de vaciarse en fichas, en informes y en otros medios por los cuales comunicamos, y definimos, nuestra experiencia profesional”, como expuso en la presentación del diario de campo de Marcelo Díaz de Salas, editado por la Universidad de Ciencias y Artes del Estado de Chiapas en 1995.22 Su interrogatorio sobre la tarea antropológica lo llevó al diario de Calixta Guiteras, al de Esther Hermitte, de relevancia por igual para Rosana Guber, y ha hecho que me sienta impelido a saber de los que pudieron haber escrito Fernando Jordán y César Tejeda Fonseca; me ha ayudado a pensar la línea difusa entre etnografía y literatura.23
El diario de Carlo Antonio Castro me condujo a sondear el diario de corte antropológico de Carlos Navarrete, cuyas intencionalidades profesionales han estado en concordancia con sus ímpetus de escritor.24 Y la definición del diario de campo de Andrés Medina Hernández me sitúa de nuevo en el período de los años cincuenta del siglo XX para conocer sobre...
El ambiente para el estudio y el desempeño artístico durante el segundo lustro de los años cincuenta del siglo anterior, en La Cabaña,25 fue descrito por Carlos Navarrete26 de esta forma:
Alfonso Villa Rojas le mostró [a Rosario Castellanos]27 la técnica de la “autoetnografía”, según el término acuñado por Alfred Kroeber para referirse al relato autobiográfico de un individuo a través del cual se puede vislumbrar la cultura del grupo al que pertenece, habiéndole prestado las primicias de lo que sería la vida de Manuel Arias Sohom, personaje de Los peligros del alma de Calixta Guiteras. [Rosario Castellanos] Trabajó bajo la dirección de Ricardo Pozas y platicaron los pormenores de la redacción de Juan Pérez Jolote [...] Carlo Antonio Castro preparaba la “historia de vida” de un individuo tzeltal, relato-eje de Los hombres verdaderos, y Eraclio Zepeda,28 joven escritor y estudiante de antropología en Jalapa, llegaba a La Cabaña con las primicias de Benzulul.29 (Navarrete Cáceres, 2007, p. 35).
Carlos Navarrete Cáceres, quien, cuando fue becario del Centro Mexicano de Escritores, para escribir Los arrieros del agua tuvo el auxilio de Juan Rulfo, publicó en 2007 Rosario Castellanos, su presencia en la antropología mexicana, con el sello editorial de la UNAM, un acercamiento a los años en que la escritora concibió sus novelas y relatos, en su segunda estancia en Chiapas, que se produjo entre 195530y 1958, cuando se unió a labores educativas, como se indicó líneas arriba, en el Centro Coordinador Indigenista Tzeltal-Tzotzil,31 ubicado en San Cristóbal de Las Casas.32 Su estancia anterior fue de 1951 a 1952, en Tuxtla Gutiérrez, en donde tuvo el encargo de promotora cultural del Instituto de Ciencias y Artes de Chiapas (Navarrete Cáceres, 2007, p. 13).
Carlos Navarrete Cáceres, en su libro sobre Rosario Castellanos, mostró cómo ante la pregunta hecha por él, la escritora pasó revista a su relación con la antropología:33
La antropología en sí, como teoría, no me atrajo demasiado y tuve que hacer verdaderos esfuerzos para terminar de leer algunos libros que mis entusiastas compañeros del Centro nos prestaban a Marco Antonio [director del teatro Petul] y a mí. Lo hacían con gesto misterioso, como entregándonos la llave mágica que podía abrir las puertas de cualquier cultura. En verdad nunca me convencieron las apreciaciones que los norteamericanos hacían de los “contempo-ráneos primitivos” que con tanto afán estudiaban. Para apoyar mi trabajo preferí las páginas sinceras que los antropólogos mexicanos dejaron en los diarios de campo, escritos nacidos de la experiencia en la práctica indigenista [...] No tuve la ocurrencia de sentirme antropóloga a pesar de que el trabajo absorbente en el Centro Regional propiciaba un ambiente óptimo para ello [...]34 La escasa antropología que leí me enseñó a observar, pero tengo que dejar en claro que nunca intenté redactar un informe de las relaciones dispares que veía entre los indígenas y el resto de la sociedad chiapaneca. (Navarrete Cáceres, 2007, pp. 24-25).
La intención de ella fue clara. Escribía tanto los guiones para el teatro guiñol como los textos con los que formaría Ciudad Real. En las cartas que ella le dirigió a Gastón García Cantú, según cita Carlos Navarrete Cáceres, sus inquietudes estaban centradas en Oficio de tinieblas.35 Para Navarrete Cáceres, en Ciudad Real es perceptible que leyó de manera disciplinada textos sugeridos por Alfonso Villa Rojas, como se ilustró líneas arriba.
Así describió Carlo Antonio Castro el momento en que se dio a conocer Juan Pérez Jolote,37 en los primeros meses de 1949, en la edición de la Sociedad de Alumnos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia: “La obra [...] se vendía en aquella histórica librería antropológica, sita a mano derecha, pasando la entrada a Moneda 13. Y la Sociedad de Alumnos la enviaba a los suscriptores de Acta Anthropologica en el país y fuera de él” (Castro, 1994, p. 16), Pronto, la novela fue reseñada y, en 1952, José Luis Martínez propuso que se publicara en el Fondo de Cultura Económica. En el catálogo del Fondo, se manifestó lo siguiente:
es esta obra certera, que ha merecido general elogio por sus naturales cualidades literarias (cursivas de Carlo Antonio Castro) [...] la destreza con que se expresa el argumento y, más aún, el interés que provoca su lectura son suficientes para considerar esta novela (cursivas de Carlo Antonio Castro) entre las más bellas muestras que la literatura de tema indígena ha producido en los últimos años. Cabe subrayar que el autor la escribió como un documento antropológico (en Castro, 1994, p 17).
Andrés Medina Hernández advirtió en su ensayo sobre Ricardo Pozas, publicado en 1994, en La Palabra y el Hombre, el vínculo entre antropología y literatura que se produjo en la política editorial del Fondo de Cultura Económica. Así como se incorporó al catálogo literario Juan Pérez Jolote, también se publicó Los hijos de Sánchez como obra literaria, la que, en un principio catalogada como obra antropológica, provocó malestares en el medio político nacional. Resulta revelador que la colección popular del Fondo de Cultura Económica diera inicio con los relatos de un antropólogo, Francisco Rojas González,38 con su libro El Diosero. Uno de los primeros libros de esa colección fue El llano en llamas, de Juan Rulfo (Medina, 1994, p. 43).
Son los años cincuenta cuando obras de corte antropológico fueron incorporadas en el catálogo literario del Fondo de Cultura Económica. Son los años en que la Universidad Veracruzana editó Balún Canán, Los hombres verdaderos y Benzulul, textos que Sommers consignaría en su Ciclo Chiapas.39 Son los años en los cuales se puso en práctica el proyecto indigenista del gobierno de México, en cuyos inicios, en San Cristóbal de Las Casas, Ricardo Pozas fue director en 1953 del Centro Coordinador indigenista Tzeltal-Tzotzil; su labor institucional y su quehacer antropológico lo conducirían también a elaborar “la obra mayor de la etnografía hecha a partir del trabajo de campo” (Medina, 1994, p. 44), Chamula. Un pueblo indio de los Altos de Chiapas, editado por el Instituto Nacional Indigenista en 1959, texto que habría que leer, consideró Medina Hernández, a la luz, en aquellos años noventa del siglo XX, de “los desarrollos teóricos [...] que insisten en los estilos textuales en que se presenta la información etnográfica, cuestión planteada a raíz de las reflexiones suscitadas por la publicación del diario de campo de B. Malinowski” (Medina, 1994, p. 49).
Los dibujos de Alberto Beltrán conservados40 en la edición del Fondo de Cultura Económica de Juan Pérez Jolote y las fotografías y las ilustraciones, también de Beltrán, en la edición de Chamula. >Un pueblo indio de los Altos de Chiapas, le dieron pie a Andrés Medina Hernández para marcar la existencia de otro tipo de textos etnográfico, “que se inserta con discreción y coherencia [...] de belleza y calidad artística” (1994, p. 50). Que de conjunción de propuestas académicas y de iniciativas artísticas hubo muestras en esos años cincuenta del siglo anterior, durante la puesta en marcha de la política indigenista. La Cabaña, complejo de oficinas, talleres y casas para trabajadores construido en San Cristóbal de Las Casas, por el Instituto Nacional Indigenista, fue el centro de reunión de artistas e intelectuales, efervescencia en la que se produjeron los textos señalados con anterioridad.41 La práctica indigenista se vio enriquecida por la presencia de Rosario Castellanos, Alberto Beltrán, Carlos Jurado, Carlo Antonio Castro (Medina, Castro, 1994, p. 52), según se ha expuesto en este artículo.
La perspectiva literaria de textos antropológicos fue percibida por Joseph Sommers. En el núme-ro 14, enero-junio de 1965, de la revista ICACH, se reprodujo su artículo “El ciclo de Chiapas: nueva corriente literaria”, que había sido publicado en 1964, en el número 2 de Cuadernos Americanos, que dirigía Jesús Silva Herzog. Para Sommers esa nueva corriente literaria había surgido porque, durante más de una década, varias obras de ficción trataron de manera temática “a los indios de Chiapas y sus relaciones con la población ladina de San Cristóbal, la antigua capital chiapaneca” (Sommers, 1965, p. 7). Su propuesta estuvo encaminada a leer los libros en conjunto, con base en dos aspectos: “su importancia en la literatura mexicana, y su significado más comprensivo respecto a ideas nuevas y cambiantes entre intelectuales mexicanos” (Sommers, 1965, p. 7).
Los ocho textos incluidos en esta periodicidad fueron “Juan Pérez Jolote (Ricardo Pozas, 1948); El callado dolor de los Tzotziles (Ramón Rubín, 1949); Los hombres verdaderos (Carlo Antonio Castro, 1959); Benzulul(Eraclio Zepeda, 1959); La culebra tapó el río (María Lombardo de Caso, 1962); y —todos los de Rosario Castellanos— Balún Canán (1957), Ciudad Real (1960), Oficio de tinieblas (1962)” (Sommers, 1965, p. 7). Para Sommers, se trataba de textos que rompieron con el pasado: “Los nuevos escritores que toman por tema a los indígenas de Chiapas escogen un punto de partida distinto: el indio mismo, en su propio contexto cultural. Esta serie de novelas y cuentos presenta, por primera vez, personajes indígenas convincentes, retratados en su ambiente específico con personalidades auténticas” (Sommers, 1965, p. 8).42
Andrés Medina Hernández, al situar el quehacer antropológico, apuntó que quien se ha dedicado a la antropología en México ha estado interesado en “expresar sus denuncias, sus utopías y sus reacciones en textos que, con frecuencia, han trascendido los límites del informe técnico, la monografía y el ensayo etnográfico, para tocar, de muy variadas maneras, ese otro universo que constituye la literatura” (Medina Hernández, 2007, p. 25).
Me asombra que, en su propuesta, al analizar textos etnoficcionales, los cuales consisten, en su propia definición, “en la recreación ‘literaria’ del discurso del otro [en la que se produce una] tensión entre las características ‘occidentales’ del texto literario (escritura, idioma, forma global, libro-mercancía) y un discurso narrativo que aparenta ser ‘nativo’, ‘oral’ y, a menudo, ‘mítico’” (Lienhard, 2003, p. 265-266), Martin Lienhard haya anotado a pie de página lo siguiente: “Cabría agregar, a estas obras, Los hombres verdaderos de Carlo Antonio Castro (1959), novela eminentemente ‘etnoficcional’” (Lienhard, 2003, p. 281). Lienhard produjo la nota porque al citar en La voz y su huella el artículo de Sommers, que, como se indicó antes, se publicó en 1964 en Cuadernos Americanos, encontró que en el ciclo de Chiapas el crítico norteamericano no había incluido el libro de Carlo Antonio Castro, quien, en el aserto de Lienhard, escribió “uno de los intentos etnoficcionales más consecuentes de la literatura del subcontinente” (Lienhard, 2003, p. 283).
La novedad de Los hombres verdaderos y Juan Pérez Jolote, con base en el planteamiento de Lienhard, estriba en que “un discurso indígena, aparentemente auténtico, [fue] puesto en boca de sendos narradores autobiográficos” (Lienhard, 2003, p. 299). El de Juan Pérez Jolote tienda más hacia el “discurso testimonial”, mientras que el de Los hombres verdaderos hacia el “discurso etnoficcional”. Si Lienhard reconoce que en Juan Pérez Jolote son perceptible formas noveladas y en Los hombres verdaderos hay un mayor apego a lo verosímil, él mismo se pregunta por el límite entre lo real y lo ficticio.
El interés de Lienhard está en entregar datos que le permitan reconocer cuándo se está ante un discurso etnoficcional. Su respuesta es la siguiente: “Según el sentido común, el [discurso testimonial] se limita a reproducir por escrito un discurso oral que fue realmente pronunciado, mientras que el [discurso etnoficcional] inventa un discurso oral ficticio” (Lienhard, 2003, p. 300). La anterior, advierte Lienhard, no debe ser una respuesta categórica. El antropólogo ha intervenido en el discurso oral pronunciado.
Un parámetro de diferenciación que ofrece Lienhard es el del “contrato que las normas del género establecen entre el autor, el propio texto y su lector” (Lienhard, 2003, p. 300). En el discurso testimonial estarán “materiales transcritos a partir de las declaraciones del informante, pero admite ciertas libertades, mal definidas, en la forma de presentarlos” (Lienhard, 2003, p. 300). Y el lector aceptará “la honestidad intelectual del autor” (Lienhard, 2003, p. 300) y habrá de comprender también que los personajes lejos estarán de tener relación con “personas o sucesos reales”, como se señala en textos y películas, apunta Lienhard.
Con base en Los hombres verdaderos, Martin Lienhard sostiene que “Aunque el lenguaje suene ‘auténtico’, el lector no lo percibe como una voz viva, sino más bien como un monólogo interior. No deja de notar, también, un cierto artificio en la presentación casi exhaustiva de las prácticas de la comunidad, improbable en un relato oral” (Lienhard, 2003, p. 301). Lienhard está interesado en observar cómo fue modulada la voz tanto en Juan Pérez Jolote como en Los hombres verdaderos, textos en los cuales reconoce la intervención de quienes los firman. “Si [Los hombres verdaderos] permite hacer surgir mejor la voz colectiva, [Juan Pérez Jolote] tiene la ventaja de sugerir las dimensiones individuales de una vida indígena: para describir a la colectividad” (Lienhard, 2003, p. 302)
Al leer Balún Canán, Lienhard observó que “El discurso narrativo trabaja [...] con dos perspectivas narrativas distintas aunque indisociables: la infantil de la niña, y la adulta de una especie de ‘cronista’” (Lienhard, 2003, p. 303). Eraclio Zepeda, en Benzulul, elabora “un sociolecto hispánico rural” (Lienhard, 2003, p. 306). Ante las muestras analizadas, luego de prestar atención a la voz, a las voces de Benzulul, Lienhard estipuló que con los cuentos de Eraclio Zepeda “Desaparece así la oposición de registros (discurso indígena/ discurso ladino) que caracterizaba las novelas de Castellanos; disminuye la distancia entre un discurso indígena ficcional y el probable horizonte discursivo del lector (Castro)” (Lienhard, 2003, p. 307).
Los personajes de Benzulul son individualidades que no están dentro de una colectividad, no responden a una colectividad; se encuentran inmiscuidos en situaciones violentas originadas por su enfrentamiento con robadores de ganado, con funcionarios: “Los ‘indios’ han sido abandonados, para siempre, por sus ‘dioses’” (Lienhard, 2003, p. 307).
He seguido a Martin Lienhard en la exposición de sus ideas sobre estos textos incluidos en el ciclo Chiapas para percibir que su interés está centrado en la voz y su huella, y ver cómo se pasa de personajes referidos a una colectividad a los que construyó Eraclio Zepeda en Benzulul, quienes se ven abandonados, sin protección de alguna ancestralidad.43 Esa ausencia de resguardo, no advertida por Lienhard, está también en el momento en que el personaje de Los hombres verdaderos va descubriendo, mediante la lectura de los rótulos, San Cristóbal de Las Casas y cuando entra, invitado por su amigo de Oxchuc, a ver una película (Castro, 1983, pp. 144-145).
Destaco que tanto en Juan Pérez Jolote como en Los hombres verdaderos se diluye la marca antropológica impuesta por la corriente funcionalista practicada en los años cincuenta del siglo anterior, cuya muestra es la labor de Ricardo Pozas al dar a conocer, en 1959, Chamula, un pueblo indio de los Altos de Chiapas, distintivo que hace patente al presentar Juan Pérez Jolote: “El marco de las relaciones en que se mueve el hombre de nuestra biografía, descrito aquí en sus rasgos más importantes, debe ser considerado como una pequeña monografía de la cultura chamula” (Pozas, 1959, p. 7), en el entendido, hay que recordarlo, de que esta pequeña monografía fue publicada en el volumen III de Acta Anthropologica, editada por alumnos de la Escuela Nacional de Antropología e Historia, y que se terminó de imprimir el 30 de octubre de 1948 (Castro, 1994) y enmarcada en la literatura etnográfica que privilegiaba las biografías.
Las bridas44 descritas en este artículo ayudan a pensar, por el momento, en que se tienen tres rutas de análisis, al observar la relación entre antropología y literatura: la que tendría como referencia la formación académica del autor, la de la intencionalidad de éste al producir sus textos y la de la recepción que dichos textos tuvieron. Se impone tener presente que quien se asume como autor de un texto de corte antropológico puso en juego, en la etapa de echarlo a andar, su formación académica, en la que el diario de campo y las historias de vida son dos herramientas metodológicas para dar cuenta del universo que se desea describir. Por igual, es imprescindible saber que el propósito del autor no es coincidente con el del lector; aún más: la finalidad inicial sentida por el autor al elaborar un texto puede quedar de lado en el producto terminado.
Como lo precisé, quise observar, de acuerdo con las sendas explorables indicadas, la época en que en Chiapas se dio la conjunción entre quehacer antropológico y hacer literario, como fase inaugural. Hubo las condiciones propicias para que ese comienzo se produjera con la fuerza que ha sido reconocida. Hubo un espacio físico idóneo45 que favoreció tanto la labor institucional como los propósitos escriturales, literarios, de cada participante. Hubo el tiempo en que los resultados fueron atendidos según los intereses de cada lector, una acción que ha continuado, como se muestra en los textos escritos por Andrés Medina Hernández (2007), Andrés Fábregas Puig (2013) y Jesús Morales Bermúdez (2022), tres antropólogos involucrados en sondear46 ese rumbo impreciso entre antropología y literatura y con investigaciones situadas, de manera preponderante, en Chiapas. Los tres antropólogos —Andrés Medina Hernández,47 Andrés Fábregas Puig y Jesús Morales Bermúdez— al preguntarse sobre cómo se diluye el límite disciplinario entre antropología y literatura tuvieron como referencia textos seleccionados por Sommers para su Ciclo Chiapas.
Mis indagaciones continúan,48 de acuerdo con lo que descubro en los textos49 y con base en los parámetros que he marcado en este artículo.50 Quiero decir de nuevo que tengo como referencia, como telón de fondo, la frontera geográfica (Chiapas-Huehuetenango), inquietud académica que intento unir a una más, que tiene que ver con la posibilidad de establecer conexiones entre literatura y antropología. Con este diálogo, impulso también la pertinencia de llevar a cabo imbricaciones que estén más allá de las fronteras disciplinarias. Chiapas ha sido terreno propicio para que se expresen con nitidez estas superposiciones, en las que textos presentados como antropológicos sean leídos como literarios; y en donde textos literarios sean vistos como la alusión puntual a determinadas formas de vida.51 Estas definiciones deberán hacer posible que me encamine a practicar antropología y literatura, en un tránsito en el que las fronteras serán lábiles, con miras a ampliar los universos de estudio.52